Si bien su capacidad para recordar se ha perdido, la mía no;
así que mis más sinceras gracias, mamá, por todo tu amor,
dedicación y sacrificios especialmente durante mis primeros años…
un cariño que se ha hecho más conmovedor y profundo
ahora que tengo a un sano, feliz y travieso hijo de tres años.
Jean Cook, MSW, CAGS: una psicóloga, una lectora muy
perceptiva, una crítica valiente y una valiosa tabla de
resonancia.
Joe Cox, J.D., LLM: un dotado abogado experto en impuestos
además de lector de obras de ficción, que lo sabe todo de las
estructuras corporativas, la financiación y los temas legales
internacionales.
Gerald Doyle, M.D.: un comprensivo internista forjado en un
molde de épocas pasadas, con una lista de referencia de primer
orden de médicos clínicos de éxito.
Orrin Hatch, J.D.: un venerado senador de Utah, quien me
permitió generosamente conocer de primera mano un día típico en la
vida de un senador y me obsequió con divertidas historias de
senadores cuyas biografías fueron una magnífica fuente para crear a
mi ficticio Ashley Butler.
Robert Lanza, M.D.: una dínamo humana que lucha
incansablemente por cerrar la brecha entre la medicina clínica y la
biotecnología del siglo xxi.
Valerio Manfredi, Ph. D.: un entusiasta arqueólogo y escritor
italiano, quien generosamente se ocupó de las presentaciones y de
preparar mi visita a Turín, Italia, para documentarme sobre el
extraordinario Santo Sudario de Turín.
Hora: 13.35
Cambridge,
Massachusetts
Daniel Lowell apartó la mirada de la hoja rosa que tenía en
la mano. Había dos cosas en la nota que la hacían única: primero,
la persona que había hecho la llamada era el doctor Heinrich
Wortheim, director del departamento de química de Harvard, que
reclamaba la presencia del doctor Lowell en su despacho, y segundo,
la casilla de urgente aparecía marcada con una cruz. El doctor
Wortheim siempre se comunicaba por carta y esperaba recibir una
respuesta escrita. Como uno de los más eminentes químicos mundiales
que ocupaba el sillón directivo del lujoso y muy bien remunerado
departamento de Harvard, era un personaje excéntricamente
napoleónico. En contadas ocasiones trataba directamente con el
vulgo que incluía a Daniel, a pesar de que Daniel era el titular de
su propio departamento, sometido a la autoridad de
Wortheim.
–¡Eh, Stephanie! – gritó Daniel a través del laboratorio-.
¿Has visto el aviso de llamada que está en mi mesa? Es del
emperador. Quiere verme en su despacho.
Stephanie apartó la cabeza de los oculares del
estereomicroscopio que estaba utilizando y miró a
Daniel.
–No tiene buena pinta -comentó.
–Tú no le dijiste nada, ¿verdad?
–¿Cómo podría tener la oportunidad de decirle nada? Solo le
he visto en dos ocasiones mientras hice el doctorado: cuando
defendí la tesis y cuando me entregó el diploma.
–Seguramente se huele algo de nuestros planes -opinó Daniel-.
Supongo que no debería sorprenderme, si tengo en cuenta la cantidad
de personas con las que he hablado para que formen parte de nuestro
consejo científico asesor.
–¿Piensas ir?
–No me lo perdería por nada del mundo.
Solo era un breve paseo desde el laboratorio hasta el
edificio que albergaba las dependencias administrativas del
departamento. Daniel tenía claro que caminaba hacia una
confrontación, pero en realidad no le importaba. Al contrario, era
algo que esperaba con interés.
En cuanto Daniel entró en la oficina, la secretaria del
departamento le indicó que pasara sin más al despacho de Wortheim.
El viejo ganador del Nobel le esperaba sentado al otro lado de su
mesa escritorio antigua. Los cabellos blancos y el rostro afilado
hacían que Wortheim pareciera más viejo de los setenta y dos años
que decía tener. Pero su apariencia no disminuía en nada su
autoritaria personalidad, que irradiaba de él como un campo
magnético.
–Por favor, siéntese, doctor Lowell -dijo Wortheim, que miró
a su visitante por encima de las gafas de montura metálica. Aún
conservaba un muy leve rastro de acento alemán a pesar de que había
vivido casi toda su vida en Estados Unidos.
Daniel aceptó la invitación. Era consciente de que una débil
y despreocupada sonrisa, que sin ninguna duda no escaparía a la
mirada del director del departamento, se mantenía en su rostro. A
pesar de su edad, las facultades de Wortheim seguían siendo tan
agudas como siempre y atentas a cualquier desliz. El hecho de que
Daniel tuviera que rendir pleitesía a este dinosaurio era en parte
el motivo de haber acertado en su decisión de abandonar la vida
académica. Wortheim era brillante, y había obtenido el premio
Nobel, pero continuaba empantanado en la química inorgánica
sintética del siglo pasado. La química orgánica en forma de
proteína y sus respectivos genes era el presente y el futuro del
campo.
Fue Wortheim quien rompió el silencio después del cruce de
miradas entre los dos hombres.
–Deduzco de su expresión que los rumores son
ciertos.
–¿Podría ser un poco más específico? – replicó Daniel. Quería
tener la seguridad de que sus sospechas eran correctas. No pensaba
hacer el anuncio hasta dentro de un mes.
–Ha estado formando un consejo de asesores científicos
-añadió Wortheim. Dejó la silla y comenzó a pasearse por el
despacho-. Un consejo asesor solo puede significar una cosa. – Se
detuvo para mirar a Daniel con un desdén hostil-. Tiene la
intención de presentar su renuncia, y ha fundado o está a punto de
fundar una empresa.
–Culpable con todas las de la ley -proclamó Daniel. No pudo
evitar una sonrisa de oreja a oreja mientras el rostro de Wortheim
mostraba un color rojo subido. Era evidente que Wortheim equiparaba
su proceder con la traición cometida por Benedict Arnold durante la
guerra de la Independencia norteamericana.
–Hice lo imposible en su favor cuando lo contratamos -replicó
Wortheim, furioso-. Incluso le construimos el laboratorio que
exigió.
–No me llevaré su dichoso laboratorio -manifestó Daniel. No
podía creer que Wortheim intentara hacerle sentirse
culpable.
–Su insolencia es insultante.
–Podría disculparme, pero no sería sincero.
Wortheim volvió a sentarse.
–Su marcha me pondrá en una situación difícil como presidente
de la universidad.
–Lo siento mucho, y esta vez lo digo con toda sinceridad.
Pero todos esos tejemanejes burocráticos forman parte de las
razones por las que no lamentaré abandonar la vida
académica.
–¿Qué más?
–Estoy harto de sacrificar mis investigaciones para dedicarme
a la enseñanza.
–Usted es uno de los que menos clases dan de todo el
departamento. Fue algo que negociamos cuando se sumó al
equipo.
–Así y todo me roba tiempo a mi trabajo. Sin embargo, no es
ese el tema principal. Quiero recoger los beneficios de mi
creatividad. Ganar premios y publicar artículos en las revistas
científicas no es suficiente.
–Quiere convertirse en una celebridad.
–Supongo que esa es una manera de decirlo. El dinero tampoco
me vendrá nada mal. ¿Por qué no? Hay personas con la mitad de mi
talento que lo han hecho.
–¿Alguna vez ha leído Arrowsmith de
Sinclair Lewis?
–No tengo muchas ocasiones de leer novelas.
–Quizá tendría que buscarse un hueco para hacerlo -sugirió
Wortheim despectivamente-. Pudiera ser que se replanteara su
decisión antes de que sea irreversible.
–Ya lo he pensado todo lo que hacía falta y más. Creo que es
lo correcto.
–¿Quiere saber mi opinión?
–Me parece que ya sé cuál es su opinión.
–Creo que será un desastre para ambos, pero sobre todo para
usted.
–Muchas gracias por sus palabras de aliento -dijo Daniel. Se
levantó-. Nos veremos por el campus -añadió, y luego salió del
despacho.
Hora: 17.15
Washington
–Gracias a todos por venir a verme -manifestó el senador
Ashley Butler con su cordial deje sureño. Con una sonrisa pintada
en su rostro fofo, estrechó las manos de un grupo de hombres y
mujeres de expresión ansiosa que se habían levantado al unísono en
el momento en que entró en su pequeña sala de reuniones en el
edificio del Senado en compañía del jefe de su equipo. Los
visitantes estaban agrupados alrededor de la mesa que ocupaba el
centro de la sala. Eran los representantes de una organización de
pequeños empresarios de la capital del estado del senador que
pretendían conseguir una reducción de impuestos, o quizá una rebaja
en los seguros. El senador no recordaba exactamente cuál de las
dos, y no figuraba en su agenda como correspondía. Tendría que
llamarle la atención al encargado de su despacho por el fallo-.
Lamento llegar tarde -añadió mientras estrechaba vigorosamente la
mano del último de los visitantes-. Esperaba con gran interés la
ocasión de reunirme con ustedes, y quería ser puntual, pero hoy ha
sido uno de esos días en que todo se complica. – Puso los ojos en
blanco para dar más énfasis a la disculpa-. Desafortunadamente,
debido a la hora y a otro compromiso urgente, no puedo quedarme. Lo
siento. De todas maneras, les dejo con Mike. Es
fabuloso.
El senador dio una palmada en el hombro del miembro de su
equipo asignado a atender al grupo, e insistió en que el joven se
acercara hasta que sus muslos tocaron el borde de la
mesa.
–Mike es el mejor de mis ayudantes. Él escuchará sus
problemas y después me informará. Estoy seguro de que podemos
ayudarlos, y queremos hacerlo.
El senador volvió a palmear varias veces el hombro de Mike, y
le dedicó una sonrisa de admiración como si fuese un padre
orgulloso en la graduación de su hijo.
Los visitantes agradecieron a coro la atención del senador al
recibirlos, sobre todo a la vista de su recargada agenda. Todos los
rostros mostraban idénticas sonrisas de entusiasmo. Si los había
desilusionado la brevedad de la visita y el hecho de que hubiesen
tenido que esperar casi media hora, no lo demostraron en lo más
mínimo.
–Ha sido un placer -afirmó Ashley-. Estamos aquí para servir.
– Se volvió para dirigirse a la puerta. Antes de salir, repitió un
gesto de despedida. Los visitantes de su estado le respondieron de
la misma guisa.
–Ha sido fácil -le murmuró Ashley a Carol Manning, su jefa de
personal, que había salido de la sala al mismo tiempo que su jefe-.
Tenía miedo de que me retuvieran con una letanía de historias a
cuál más penosa y unas peticiones imposibles de
atender.
–Parecían unas personas agradables -comentó Carol con un tono
vago.
–¿Crees que Mike podrá apañárselas con
ellos?
–No lo sé -admitió Carol-. No lleva mucho tiempo por aquí,
así que no tengo idea.
El senador caminó con paso rápido por el largo pasillo hacia
su despacho privado. Miró su reloj. Eran las cinco y
veinte.
–Supongo que tienes presente dónde me llevarás
ahora.
–Por supuesto. Vamos de nuevo a la consulta del doctor
Whitman.
El senador miró a Carol con una expresión de reproche al
tiempo que apoyaba el índice en sus labios.
–No es una información para consumo general -susurró,
irritado.
Sin hacer el menor caso de su jefa de despacho, Dawn
Shackelton, Ashley cogió al vuelo las hojas que ella le ofreció
cuando pasó junto a su mesa y entró en su despacho. En las hojas
aparecían un esbozo de las actividades del día siguiente junto con
una lista de las llamadas recibidas durante el tiempo que había
estado en la sala de sesiones para una votación de última hora, y
la transcripción de una entrevista improvisada con alguien de la
CNN que lo había pillado en los pasillos.
–Será mejor que vaya a buscar el coche -dijo Carol después de
mirar la hora en su reloj-. Tenemos que estar en la consulta a las
seis y media, y nadie sabe cómo estará el tráfico cuando salgamos
de aquí.
–Buena idea. – Ashley fue a sentarse en su silla mientras
leía la lista de llamadas.
–¿Le recojo en la esquina de C y la Segunda?
El senador respondió con un gruñido. Varias de las llamadas
eran importantes, dado que las habían hecho los jefes de algunos de
sus muchos comités de acción política. Para él, recaudar fondos era
la parte más importante de su trabajo, sobre todo cuando tenía por
delante la campaña para la reelección en noviembre del año
siguiente. Escuchó el suave chasquido de la puerta cuando salió
Carol. Por primera vez en todo el día, se encontró inmerso en el
silencio. Miró en derredor. También, por primera vez en todo el
día, estaba solo.
Inmediatamente, la ansiedad que había notado en cuanto había
abierto los ojos aquella mañana se extendió por todo su cuerpo como
un incendio fuera de control. La notaba desde la boca del estómago
a la punta de los dedos. Nunca le había gustado ir al médico.
Cuando era un niño, había sido sencillamente el miedo a las
inyecciones o a cualquier otra experiencia dolorosa o vergonzante.
Pero a medida que se había hecho mayor, el miedo había cambiado y
se había convertido en más fuerte y angustioso. Visitar al médico
se había convertido en un desagradable recordatorio de su
mortalidad y el hecho de que ya no era un jovenzuelo. Ahora era
como si el mero hecho de acudir al médico aumentase las
posibilidades de tener que enfrentarse a algún diagnóstico
espantoso como el cáncer o, peor todavía, el síndrome de Lou
Gehrig.
Unos pocos años atrás, a uno de los hermanos de Ashley le
habían diagnosticado dicha enfermedad después de experimentar unos
vagos síntomas neurológicos. Tras el diagnóstico, el hombre, de
recia complexión física y aficionado a los deportes, que había sido
la viva imagen de la salud, se había convertido rápidamente en un
inválido y había fallecido en cuestión de meses ante la impotencia
de los médicos.
Ashley dejó los papeles sobre la mesa con aire ausente y miró
a la distancia. Él también había comenzado a tener unos vagos
síntomas neurológicos desde hacía un mes. Al principio no les había
hecho caso, y los había atribuido al estrés del trabajo, a beber
demasiado café o a no haber dormido bien. Los síntomas eran más o
menos claros pero nunca desaparecían del todo. En realidad, poco a
poco parecían ir empeorando. Lo más preocupante eran los temblores
intermitentes en su mano izquierda. En algunas ocasiones había
tenido que sujetarla con la derecha para evitar que alguien se
diera cuenta. Después estaba la sensación de tener arena en los
ojos, cosa que les hacía lloriquear de una forma llamativa. Por
último, había una ocasional sensación de rigidez que le obligaba a
realizar un esfuerzo físico y mental para levantarse y
caminar.
Una semana antes, el problema le había impulsado a ver a un
médico a pesar de su supersticiosa renuencia a hacerlo. No había
acudido al Walter Reed o al Centro Médico Naval de Bethesda.
También tenía miedo de que los periodistas descubrieran que algo no
iba bien. Ashley no quería esa clase de publicidad. Después de casi
treinta años en el Senado se había convertido en una fuerza para
tener en cuenta, a pesar de su reputación como un obstruccionista
que regularmente incumplía con las orientaciones de su partido.
Gracias a su apoyo a cuestiones fundamentalistas y populistas como
los derechos de los estados y la oración en las escuelas, además de
su postura en contra de la acción afirmativa y el aborto, había
conseguido desdibujar las posturas del partido al tiempo que se
había hecho con una legión de partidarios cada vez mayor. La
reelección para el Senado no le plantearía ningún problema gracias
a su bien aceitada maquinaria política. La meta de Ashley era
presentarse a candidato a la Casa Blanca en el 2004. No necesitaba
que nadie se interesara o hiciera correr rumores referentes a su
salud.
En cuanto superó su renuencia a buscar una opinión
profesional, Ashley fue a visitar a un internista particular en
Virginia que ya le había atendido en el pasado y que era un modelo
de discreción. El internista a su vez lo había enviado
inmediatamente al doctor Whitman, un neurólogo.
El doctor Whitman no había querido comprometerse, aunque
después de escuchar los miedos específicos de Ashley, había
manifestado sus dudas de que el problema pudiera estar relacionado
con el síndrome de Lou Gehrig. Después de una revisión a fondo y de
enviarle a que le hicieran una serie de pruebas, incluida una
resonancia magnética, el médico no le había ofrecido un diagnóstico
sino que le había recetado una medicación para ver si le aliviaba
los síntomas. Luego le había dicho que volviera al cabo de una
semana cuando ya dispondría de los resultados de las pruebas.
Añadió que quizá para entonces ya estaría en condiciones de darle
un diagnóstico. Era esta visita la que tanto preocupaba ahora a
Ashley.
El senador se pasó la mano por la frente. Sudaba a pesar de
la temperatura fresca de la habitación. Notaba el pulso acelerado.
¿Qué pasaría si al final tenía el síndrome? ¿Qué pasaría si tenía
un tumor cerebral? A principios de los setenta, cuando Ashley era
senador de su estado, uno de sus colegas había sido víctima de un
tumor cerebral. Intentó en vano recordar cuáles habían sido los
síntomas. Lo único que recordaba era haber visto cómo el hombre se
convertía en una sombra de sí mismo antes de
morir.
La puerta de la oficina exterior se abrió y Dawn asomó la
cabeza que mostraba un peinado impecable.
–Carol acaba de llamar por el móvil. Estará en el punto de
encuentro en cinco minutos.
Ashley asintió. Afortunadamente, se levantó sin dificultad.
El hecho de que la medicación que le había recetado el doctor
Whitman parecía haber obrado un milagro era para él la única nota
alegre de todo el asunto. Los síntomas que tanto le preocupaban
habían desaparecido salvo un ligero temblor de la mano cuando
faltaban unos minutos para tomar la dosis. Si el problema se podía
tratar con tanta facilidad, quizá no tendría sentido preocuparse
tanto. Al menos eso fue lo que se dijo para
convencerse.
Carol, tal como esperaba Ashley, se presentó puntualmente.
Llevaba trabajando con él los últimos dieciséis años de su casi
treinta en el Senado, y una y otra vez le había dado sobradas
muestras de su capacidad, su dedicación, y su lealtad. Mientras se
dirigían a Virginia, Carol intentó aprovechar el tiempo del viaje
para discutir los acontecimientos del día y la agenda del día
siguiente, pero no tardó en darse cuenta de que Ashley no le
prestaba atención y guardó silencio. Así que se concentró en
conducir en medio de un tráfico infernal.
La ansiedad de Ashley fue en aumento a medida que se
acercaban a la consulta. Cuando se apeó del coche, estaba bañado en
sudor. El senador había aprendido a lo largo de los años a escuchar
a su intuición, y ahora sonaban todos los timbres de alarma. Había
algo malo en su cerebro, él lo sabía, y lo que hacía ahora era
pretender negarlo.
La cita había sido fijada para conveniencia de Ashley después
del horario normal de la consulta, y un silencio sepulcral reinaba
en la desierta sala de espera. La única luz la suministraba la
pequeña lámpara en la mesa de la recepcionista. Ashley y Carol
esperaron un momento, sin saber qué hacer. Luego se abrió una
puerta y la brillante luz de los fluorescentes inundó la sala. En
el umbral apareció la silueta recortada del doctor
Whitman.
–Lamento esta bienvenida poco hospitalaria -manifestó el
doctor Whitman-. Todo el mundo se ha ido a casa. – Accionó el
interruptor. Vestía una impecable bata blanca. Su actitud era
absolutamente profesional.
–No es necesario que se disculpe -respondió Ashley-.
Agradecemos su discreción. – Miró el rostro del médico, con la
ilusión de ver algo en su expresión que pudiera interpretarse como
un buen augurio. No vio nada.
–Senador, por favor pase a mi despacho. – El doctor Whitman
hizo un gesto-. Señorita Manning, si tuviese usted la bondad de
esperar aquí…
El despacho del médico era un ejemplo de la pulcritud
compulsiva. El mobiliario consistía en una mesa y dos sillas para
los pacientes. Los objetos sobre la mesa estaban cuidadosamente
alineados, mientras que los libros en la estantería estaban
ordenados por su tamaño.
El doctor Whitman le señaló una de las sillas antes de
sentarse. Apoyó los codos en la mesa, y unió las puntas de los
dedos. Esperó a que el senador se sentara antes de mirarlo. Hubo
una pausa inquietante.
Ashley nunca se había sentido tan incómodo. Su ansiedad había
llegado al límite. Había dedicado la mayor parte de su vida a
conseguir el poder, y lo había conseguido en una medida que
superaba todas sus expectativas. Sin embargo, en este momento,
estaba absolutamente indefenso.
–Me comentó cuando hablamos por teléfono que la medicación le
había ayudado -comenzó el doctor Whitman.
–Ha sido fantástico -exclamó Ashley, que se animó
inmediatamente al ver que el doctor Whitman había comenzado por el
lado positivo-. Han desaparecido casi todos los
síntomas.
El médico asintió como si hubiese esperado la respuesta
afirmativa. Su expresión continuó siendo
indescifrable.
–Yo hubiese dicho que es una buena noticia -añadió el
senador.
–Nos ayuda a formular el diagnóstico -replicó el doctor
Whitman.
–Bueno… ¿qué es? – preguntó Ashley después de una pausa que
se le hacía eterna-. ¿Cuál es el diagnóstico?
–La medicación contiene levadopa -respondió el médico con el
tono de un profesor-. El cuerpo la convierte en dopamina, que es
una sustancia activa en la transmisión neuronal.
Ashley respiró con fuerza. Un súbito estallido de rabia
amenazó con salir a la superficie. No quería que le dieran una
conferencia, como si fuese un estudiante. Quería un diagnóstico.
Tenía la sensación de que el médico jugaba con él como un gato que
juega con un ratón acorralado.
–Ha perdido unas cuantas células que actúan en la producción
de la dopamina -prosiguió el doctor Whitman-. Estas células están
en una parte de su cerebro que recibe el nombre de substantia nigra.
Ashley levantó las manos como si se rindiera. Suprimió el
deseo de cantarle cuatro frescas y tragó saliva.
–Doctor, vayamos al grano. ¿Cuál es el
diagnóstico?
–Estoy seguro en un noventa y cinco por ciento que tiene
usted la enfermedad de Parkinson -contestó el médico. Se echó hacia
atrás. Un chirrido de la silla acompañó al
movimiento.
Ashley permaneció callado durante unos momentos. No sabía
gran cosa de la enfermedad de Parkinson, pero no sonaba bien. En su
mente aparecieron las imágenes de algunos famosos que padecían la
enfermedad. Al mismo tiempo, respiró más tranquilo al saber que no
tenía un tumor cerebral o el síndrome de Lou Gehrig. Se aclaró la
garganta.
–¿Es algo que se puede curar? – se permitió
preguntar.
–En la actualidad no tiene cura -respondió el doctor
Whitman-. Pero como usted ha podido comprobar con la medicación que
le receté, se puede controlar durante un tiempo.
–¿Eso qué significa?
–Podemos mantenerle relativamente libre de los síntomas
durante un tiempo, quizá un año, o quizá más. Desafortunadamente,
dado su historial de unos síntomas que se desarrollan relativamente
rápido, diría, de acuerdo con mi experiencia, que los medicamentos
perderán su efectividad a un ritmo más rápido que en muchos otros
pacientes. A partir de ese momento, la enfermedad le irá
debilitando progresivamente. No nos quedará otra cosa que
enfrentarnos a cada circunstancia a medida que
aparezca.
–Esto es un desastre -murmuró Ashley. Se sentía abrumado por
las implicaciones. Sus peores temores se habían convertido en
realidad.
Un año más tarde.
A Daniel Lowell le pareció que el taxi se había detenido
inútilmente en el mismo centro de la calle M en Georgetown,
Washington, una arteria de cuatro carriles con un tráfico
endemoniado. A Daniel nunca le había gustado viajar en taxi. Le
parecía el colmo de la ridiculez confiarle la vida a un desconocido
que casi siempre provenía de algún distante país del Tercer Mundo y
que frecuentemente parecía más interesado en hablar por su teléfono
móvil que en estar atento a la conducción. Estar sentado en medio
de la calle M en hora punta, en la oscuridad y con los coches que
pasaban a gran velocidad por ambos lados mientras el conductor
hablaba desaforadamente en un idioma desconocido era la encarnación
de sus pesadillas. Daniel miró a Stephanie. Parecía relajada y le
sonrió en la penumbra. Ella le apretó la mano
cariñosamente.
Solo cuando se inclinó hacia delante para mirar a través del
parabrisas Daniel vio el semáforo que permitía un giro a la
izquierda en mitad de la manzana. Al mirar al otro lado de la
calle, vio una entrada de coches que conducía a un edificio que
parecía una caja sin ninguna característica
especial.
–¿Ese es el hotel? – preguntó Daniel-. Si lo es, no se parece
mucho a un hotel.
–Esperemos a hacer nuestra evaluación hasta que dispongamos
de más datos -respondió Stephanie, con un tono
juguetón.
Cambió la luz y el taxi salió disparado como un caballo de
carreras en la salida. El conductor sujetaba el volante con una
sola mano mientras aceleraba en el giro. Daniel se sujetó para no
verse lanzado contra la puerta del coche. Después de un gran salto
al atravesar el desnivel entre la calle y el camino de entrada, y
otro violento giro a la izquierda para situarse debajo de la
marquesina, el conductor frenó con la brusquedad necesaria para
tensar el cinturón de seguridad de Daniel. Un segundo más tarde, se
abrió la puerta de Daniel.
–Bienvenidos al Four Seasons -les saludó alegremente un
portero de librea-. ¿Se alojarán ustedes en el
hotel?
Daniel y Stephanie dejaron el equipaje en manos del portero,
entraron en el vestíbulo y se dirigieron a la recepción. Pasaron
junto a una serie de esculturas dignas de un museo de arte moderno.
La alfombra era gruesa y mullida. Casi todas las butacas de
terciopelo estaban ocupadas por personas vestidas con mucha
elegancia.
–¿Cómo me has convencido para que me aloje aquí? – preguntó
Daniel-. El exterior puede ser feo, pero el interior sugiere que
esto no tiene nada de barato.
Stephanie obligó a Daniel a detenerse.
–¿Pretendes sugerir que has olvidado nuestra conversación de
ayer?
–Ayer hablamos de mil cosas -murmuró Daniel. Se fijó en una
mujer que pasó a su lado con un caniche en brazos y que lucía una
alianza con un diamante del tamaño de una pelota de
ping-pong.
–¡Sabes perfectamente bien a qué me refiero! – proclamó
Stephanie. Sujetó la barbilla de Daniel y le obligó a girar la
cara-. Decidimos sacar el máximo provecho de este viaje. Nos
quedaremos dos noches en este hotel. Vamos a disfrutarlo y espero
que disfrutemos también el uno del otro.
Daniel no pudo evitar la sonrisa al captar la divertida
lujuria de Stephanie.
–Mañana tendrás que responder a las preguntas del subcomité
de política sanitaria del senador Butler, y no será precisamente
una experiencia agradable -añadió Stephanie-. Eso está claro. Pero
a pesar de lo que pase allí, al menos vamos a llevarnos de regreso
a Cambridge el recuerdo de unos momentos
gloriosos.
–¿No podríamos haber disfrutado de unos momentos gloriosos en
algún hotel un poco menos extravagante?
–Ni hablar -declaró Stephanie-. Aquí hay gimnasio, masajistas
y un servicio de habitaciones de primera. Nosotros lo
aprovecharemos todo. Así que relájate y deja de sufrir. Además, yo
pagaré la cuenta.
–¿Lo harás?
–¡Claro que sí! Con el sueldo que estoy cobrando, me parece
justo devolverle una parte a la compañía.
–¡Ese ha sido un golpe bajo! – exclamó Daniel con un tono
divertido, al tiempo que fingía apartarse de una bofetada
imaginaria.
–Escucha -dijo Stephanie-. Sé que la compañía no ha podido
pagarnos nuestros sueldos durante un tiempo, pero me ocuparé de que
este viaje lo carguen a la cuenta de gastos de la compañía. Si
mañana las cosas salen mal, algo que es muy posible, dejaremos que
cuando nos declaremos en quiebra el juzgado decida cuánto cobrará
el Four Seasons por nuestra indulgencia.
La sonrisa de Daniel dio paso a una franca
carcajada.
–¡Stephanie, nunca dejas de sorprenderme!
–Todavía no has visto nada -replicó Stephanie con una
sonrisa-. La pregunta es: ¿Vas a desmelenarte o qué? Incluso en el
taxi, vi que estabas tenso como la cuerda de una
guitarra.
–Eso fue porque me preocupaba saber si llegaríamos aquí sanos
y salvos, y no cómo íbamos a pagar todo esto.
–Vamos, manirroto -dijo Stephanie, y empujó suavemente a
Daniel hacia la recepción-. Subamos a nuestra
suite.
–¿Suite? – exclamó Daniel, mientras se dejaba arrastrar hacia
la recepción.
Stephanie no había exagerado. La habitación daba a una parte
del Chesapeake y al canal de Ohio, con el río Potomac al fondo. En
la mesa de centro de la sala había un cubo de hielo con una botella
de champán. En la cómoda del dormitorio y en la repisa del enorme
cuarto de baño de mármol había jarrones con flores
frescas.
En cuanto salió el botones, Stephanie abrazó a Daniel. Sus
ojos oscuros miraron los ojos azules del hombre. Una leve sonrisa
apareció en sus labios carnosos.
–Sé que te preocupa mucho lo de mañana -comenzó-, así que te
propongo una cosa. ¿Qué te parece si me dejas a mí a cargo de todo?
Ambos sabemos que de aprobarse el proyecto de ley del senador
Butler tu brillante procedimiento se convertirá en ilegal, tras lo
cual cancelarán el segundo tramo de la financiación de la compañía,
con las lógicas y desastrosas consecuencias. Dicho esto, y ahora
que lo tenemos claro, vamos a olvidarnos de todo por esta noche.
¿Puedes hacerlo?
–Puedo intentarlo -manifestó Daniel, aun a sabiendas de que
sería imposible. El fracaso era algo que le
aterrorizaba.
–Eso es todo lo que te pido -insistió Stephanie. Le dio un
beso antes de ocuparse de abrir el champán-. ¡Este es el programa!
Nos tomaremos una copa, y luego a la ducha. Luego, iremos a un
restaurante que se llama Critonelle que según me han dicho es
fantástico, y donde ya tenemos reservada una mesa. Después de una
maravillosa cena, volveremos aquí y haremos el amor hasta el
agotamiento. ¿Qué dices?
–Que estaría loco si pusiera pegas -replicó Daniel, y levantó
las manos como si se rindiera.
Stephanie y Daniel vivían juntos desde hacía algo más de dos
años. Se habían fijado el uno en el otro a mediados de los ochenta,
cuando Daniel había vuelto a la vida académica y Stephanie
estudiaba biología en Harvard. Ninguno de los dos había hecho nada
para satisfacer su mutua atracción porque las relaciones entre
profesores y alumnos estaban en contra de la política
universitaria. Además, ninguno de los dos tenía la menor idea de
que sus sentimientos eran recíprocos, al menos hasta que Stephanie
había completado su doctorado y había entrado a formar parte del
profesorado, cosa que les había dado la oportunidad de tratarse en
un nivel más igualado. Incluso sus respectivas áreas científicas se
complementaban. Cuando Daniel abandonó la universidad para fundar
su compañía, fue algo absolutamente natural que Stephanie lo
acompañara.
–No está nada mal -opinó Stephanie cuando acabó la copa y la
dejó en la mesa-. ¡Venga! Sorteemos a quién le toca primero la
ducha.
–No hace falta sortearlo -dijo Daniel. Dejó su copa junto a
la de Stephanie-. Te la cedo. Tú primero. Mientras te duchas, yo me
afeitaré.
–Trato hecho.
Daniel no sabía si era el champán o el entusiasmo contagioso
de Stephanie pero se sentía mucho menos tenso, aunque no menos
preocupado, mientras se enjabonaba la cara y comenzaba a afeitarse.
Como solo había tomado una copa, decidió que era Stephanie. Tal
como ella había comentado, quizá mañana se produciría el desastre,
un miedo que le recordaba inquietantemente la profecía de Heinrich
Wortheim el día en que había descubierto que Daniel se
reincorporaba a la industria privada. En cualquier caso, Daniel
intentaría que dichos pensamientos no le estropearan la visita, al
menos por esta noche. Intentaría dejarse llevar por Stephanie y
divertirse.
Al mirar en el espejo más allá de su rostro enjabonado, vio
la sombra de la silueta de Stephanie a través de la mampara de la
bañera empañada de vapor. Escuchó la canción que cantaba por encima
del estruendo del agua. Tenía treinta y seis años pero aparentaba
diez años menos. Tal como él le había comentado en más de una
ocasión, había sido afortunada en la lotería genética. Su alta y
bien formada figura era delgada y firme como si hiciera gimnasia a
diario, cosa que no hacía, y su piel morena no tenía casi ninguna
imperfección. La abundante cabellera oscura a juego con los ojos
negro azabache completaban la figura.
Stephanie abrió la puerta de la mampara y salió de la ducha.
Se secó el cabello enérgicamente, sin preocuparse en absoluto de su
desnudez. Durante un momento se dobló por la cintura para dejar que
los cabellos colgaran libremente mientras se los secaba
frenéticamente con la toalla. Luego se levantó bruscamente para que
sus cabellos volaran hacia atrás como un caballo que sacude las
crines. Cuando comenzó a secarse la espalda con un provocativo
meneo de las caderas, vio que Daniel la miraba en el reflejo del
espejo. Se detuvo.
–¡Eh! – exclamó-. ¿Qué miras? Se supone que te estás
afeitando. – De pronto sintió vergüenza y se envolvió rápidamente
con la toalla como si fuese un minivestido sin
tirantes.
Daniel superó la vergüenza de haber sido sorprendido como un
mirón; dejó la maquinilla de afeitar y se acercó a Stephanie. La
sujetó por los hombros y miró sus ojos que parecían hechos de ónice
líquido.
–No he podido evitarlo. Eres terriblemente sensual y
absolutamente seductora.
Stephanie inclinó la cabeza hacia un lado para mirar a Daniel
desde una nueva perspectiva.
–¿Estás bien? – le preguntó.
–Muy bien -respondió Daniel, y se echó a
reír.
–¿No habrás vuelto al salón para pulirte la botella de
champán tú solo?
–Lo digo en serio.
–No has dicho nada parecido desde hace
meses.
–Decir que me carcomía la preocupación es poco. Cuando se me
ocurrió fundar la compañía, nunca imaginé que conseguir fondos me
ocuparía el ciento diez por ciento de mis esfuerzos. Ahora, como si
aquello fuese poco, aparece esta amenaza política, que bien podría
acabar destrozando toda la operación.
–Lo comprendo. De verdad que sí, y no me lo he tomado como
algo personal.
–¿De verdad que han pasado meses?
–Confía en mí -dijo Stephanie, y asintió con la cabeza para
recalcar las palabras.
–Me disculpo, y como muestra de mi arrepentimiento, me
gustaría presentar una moción para cambiar el programa de la noche.
Propongo que nos vayamos a la cama ahora mismo, y dejemos la cena
para más tarde. ¿Alguien la secunda?
Daniel se inclinó para darle a Stephanie un beso juguetón,
pero ella le apartó el rostro enjabonado apoyando la punta de su
dedo índice en la nariz. Su expresión sugería que tocaba algo en
extremo repugnante, sobre todo mientras se limpiaba la espuma que
le manchaba el dedo en el hombro de su compañero.
–Las reglas parlamentarias no conseguirán que esta dama se
pierda una buena cena -afirmó-. Me costó lo mío conseguir la
reserva, así que se mantienen los planes para la noche tal como se
votaron y aprobaron en su momento. ¡Ahora acaba de afeitarte! – Le
dio un vigoroso empujón hacia el lavabo, y ella ocupó el contiguo
para secarse el cabello.
–Bromas aparte -gritó Daniel para hacerse escuchar por encima
del aullido del secador cuando acabó de afeitarse-. Estás preciosa.
Algunas veces me pregunto qué ves en un viejo como yo. – Se hizo un
masaje con loción para después del afeitado.
–No se puede decir que nadie con cincuenta y dos años sea
viejo -gritó Stephanie a su vez-. Sobre todo cuando se es tan
activo como tú. En honor a la verdad, tú también eres muy
sexy.
Daniel se miró en el espejo. No tenía mal aspecto, aunque no
iba a engañarse a sí mismo con la idea de que era un tipo sexy.
Muchos años atrás, se había reconciliado con el hecho de que estaba
en el lado negativo de la ecuación de la vida, después de crecer
como un prodigio científico desde sexto grado. Stephanie solo
pretendía ser amable. Siempre había tenido el rostro delgado, así
que al menos no tendría el problema de que le saliera papada o
incluso arrugas, salvo algunas discretas patas de gallo en las
comisuras de los ojos cuando sonreía. Se había mantenido activo
físicamente, aunque no mucho durante los últimos meses, debido al
poco tiempo que le dejaba buscar financiación para su compañía.
Como miembro del profesorado de Harvard, había aprovechado al
máximo las instalaciones deportivas y había frecuentado las canchas
de squash y balonmano, además de practicar el remo en el río
Charles. A su juicio, el único problema real en su apariencia eran
las entradas cada vez más grandes y la calvicie en la coronilla,
junto con las canas que salpicaban sus cabellos castaños, pero eso
era algo que no podía solucionar.
Cuando terminaron de acicalarse, se pusieron los abrigos, y
salieron del hotel guiados por las sencillas indicaciones que les
había dado el conserje para ir al restaurante. Cogidos del brazo,
caminaron varias manzanas en dirección oeste por la calle M, y
pasaron por delante de una amplia variedad de galerías de arte,
librerías y tiendas de antigüedades. La noche era fresca pero no
demasiado fría y se veían las estrellas en el cielo despejado a
pesar de las luces de la ciudad.
En el restaurante un camarero los acompañó hasta una mesa
situada en un lateral que les permitía un cierto grado de intimidad
en la sala llena a rebosar. Pidieron la comida y una botella de
vino, y se dispusieron a disfrutar de una cena romántica. Después
de que les hubiesen servido los entrantes y que ambos se
divirtieran recordando su mutua atracción antes de que comenzaran a
salir, disfrutaron de un cómodo silencio. Desafortunadamente,
Daniel lo rompió.
–Quizá no sea el momento más oportuno para sacar a colación
el tema… -comenzó.
–Pues entonces no lo hagas -le interrumpió Stephanie, que
adivinó de inmediato cuál era el tema.
–Debo hacerlo -replicó Daniel-. De hecho, tengo que hacerlo,
y ahora mejor que más tarde. Hace ya unos cuantos días, dijiste que
investigarías a nuestro torturador, el senador Ashley Butler, con
la intención de encontrar algo que pudiera ayudarme en la audiencia
de mañana. Sé que lo hiciste, aunque no has dicho ni pío. ¿Cómo es
eso?
–Si no recuerdo mal estuviste de acuerdo en olvidarte de la
audiencia por esta noche.
–Acepté intentar olvidarme de la audiencia -le corrigió
Daniel-. No le he conseguido. ¿No has sacado el tema porque no has
encontrado nada que pueda ayudarme o qué? Ayúdame ahora y nos
olvidaremos del asunto durante el resto de la
noche.
Stephanie desvió la mirada durante unos segundos mientras
ordenaba sus pensamientos.
–¿Qué quieres saber?
Daniel soltó una breve carcajada.
–Me lo estás poniendo más difícil de lo necesario. A fuer de
sincero, no sé qué quiero saber, porque no sé ni siquiera lo
suficiente como para formular las preguntas.
–El hombre es un hueso.
–Ya teníamos esa impresión.
–Lleva en el Senado desde 1972, y su antigüedad hace que
tenga mucha influencia.
–Eso ya me lo suponía, dado que es el presidente del
subcomité. Lo que necesito saber es qué lo hace
funcionar.
–En mi opinión se acerca mucho al típico demagogo sureño
pasado de moda.
–Así que un demagogo -repitió Daniel. Se mordió el interior
del carrillo por un momento-. Supongo que debo admitir mi
desconocimiento en este punto. He escuchado antes la palabra
«demagogo», pero si quieres saber la verdad, no sé exactamente lo
que significa más allá de su sentido peyorativo.
–Se refiere a un político que se vale de los prejuicios y los
miedos populares para conseguir y retener el
poder.
–Te refieres, en este caso, a algo así como la preocupación
pública en lo que respecta a la biotecnología en
general.
–Así es -admitió Stephanie-. Sobre todo cuando la
biotecnología involucra palabras como «embriones» y
«clonación».
–Que la gente interpreta como fábricas de embriones y el
monstruo de Frankenstein.
–Efectivamente. Se aprovecha de la ignorancia y los peores
temores de la gente. En el Senado, es un obstruccionista. Siempre
resulta más sencillo estar en contra de lo que sea que a favor. Lo
ha convertido en su oficio, incluso no ha tenido inconveniente en
echar por tierra proyectos de su propio partido en numerosas
ocasiones.
–No parece una perspectiva que nos favorezca -se lamentó
Daniel-. Descarta cualquier intento de convencerlo con argumentos
racionales.
–Me duele decir que comparto tu impresión. Por eso mismo no
te mencioné lo que había averiguado. Resulta deprimente que alguien
como Butler pueda estar en el Senado, y más todavía que tenga tanto
poder y peso. Se supone que los senadores deben ser líderes, no
personas que están allí para beneficiarse del
poder.
–Para mí lo que resulta deprimente es que este palurdo tenga
el poder de frenar mis prometedores y creativos trabajos
científicos.
–No creo que sea un palurdo -señaló Stephanie-. Todo lo
contrario. Es un tipo muy creativo. Incluso diría que es
maquiavélico.
–¿Cuáles son los otros temas que defiende?
–Todos los fundamentalistas y conservadores. Los derechos de
los estados, por supuesto. Ese es su caballo de batalla. Pero
también está en contra de la pornografía, la homosexualidad, el
matrimonio entre personas del mismo sexo, y cosas por el estilo.
Ah, sí, también está contra el aborto.
–¿El aborto? – repitió Daniel, sorprendido-. ¿Es un demócrata
y no está a favor de la libertad de elección? A mí me parece un
miembro de la extrema derecha republicana.
–Te dije que no le espanta ponerse en contra de su partido
cuando le conviene. Está decididamente en contra del aborto, aunque
en algunas ocasiones ha tenido que dar marcha atrás. De la misma
manera, ha estado metiéndose con los derechos civiles. Es un tío
listo, marrullero, y un populista conservador que, a diferencia de
Strom Thurmond y Jesse Helms, no ha abandonado el Partido
Demócrata.
–¡Sorprendente! – declaró Daniel-. Cualquiera creería que la
gente acabaría por verle como es en realidad, un aprovechado a
quien solo le interesa el poder, y dejaría de votarlo. ¿Por qué
crees que el partido no se ha unido en su contra si ha cambiado de
bando en temas esenciales?
–Es demasiado poderoso -manifestó Stephanie-. Es una máquina
de recaudar dinero, con todo un entramado de comités de acción
política, fundaciones, e incluso corporaciones que trabajan en
beneficio de sus variados temas populistas. Los demás senadores le
tienen verdadero miedo a la vista del dinero que puede disponer
para las campañas de relaciones públicas. No le preocupa ni le
asusta utilizar sus arcas contra cualquiera al que tenga entre ceja
y ceja cuando se presenta a la reelección.
–Esto pinta cada vez peor -murmuró Daniel.
–Me enteré de algo curioso -añadió Stephanie-. Se podría
decir que es una coincidencia, pero tú y él tenéis algunas cosas en
común.
–¡Oh no, por favor! – protestó Daniel.
–Para empezar, ambos sois hijos de familias numerosas. Es
más, ambos sois de familias con nueve hijos, y ambos sois los
terceros con dos hermanos mayores.
–¡Eso es una coincidencia! ¿Cuáles son las probabilidades de
que ocurra algo así?
–Muy pocas. Sería lógico asumir que sois más parecidos de lo
que crees.
La expresión de Daniel se ensombreció.
–¿Hablas en serio?
–¡No, por supuesto que no! – Stephanie se echó a
reír-.
¡Bromeaba! ¡Relájate! – Tendió la mano, cogió la copa de vino
de Daniel, y se la ofreció. Luego cogió su copa-. ¡Se acabó hablar
del senador Butler! Brindemos a nuestra salud y por nuestra
relación, porque suceda lo que suceda mañana, al menos tenemos eso,
y ¿qué es más importante?
–Tienes razón. ¡Por nosotros! – Sonrió, pero en su interior
notaba un nudo en la boca del estómago. Por mucho que lo intentara,
no podía disipar el espectro del fracaso que se cernía como una
nube negra.
Chocaron las copas y bebieron, mientras se miraban a los
ojos.
–Eres realmente preciosa -afirmó Daniel, en un intento por
recuperar el momento en el baño del hotel cuando Stephanie había
salido de la ducha-. Hermosa, inteligente, y absolutamente
sensual.
–Eso está mucho mejor -dijo Stephanie-. Tú
también.
–Además de ser una provocadora -añadió Daniel-. Así y todo,
te quiero.
–Yo también te quiero.
En cuanto acabaron de cenar, Stephanie se mostró ansiosa por
volver al hotel. Caminaron deprisa. Después del calor en el
restaurante, el frío de la noche atravesó sus abrigos. Solos en el
ascensor del hotel, Stephanie besó a Daniel apasionadamente, lo
empujó contra un rincón, y se apretó contra su
cuerpo.
–¡Para! – exclamó Daniel con una risa nerviosa-.
Probablemente haya una cámara de vigilancia aquí
dentro.
–¡Vaya! – murmuró Stephanie, mientras se apartaba rápidamente
y se arreglaba el abrigo. Observó el techo del ascensor-. No se me
había ocurrido.
El ascensor se detuvo en su piso. Stephanie cogió la mano de
Daniel y le animó a caminar velozmente por el pasillo hasta la
puerta de la habitación. Sonrió mientras introducía la tarjeta
magnética en la cerradura. Una vez en el interior, buscó con muchos
aspavientos el cartel de no molestar y lo colgó en el pomo. Hecho
esto, volvió a coger la mano de Daniel y lo llevó al
dormitorio.
–¡Abrigos fuera! – ordenó, al tiempo que arrojaba el suyo
sobre la silla que tenía más cerca. Luego empujó a Daniel y lo hizo
caer sobre la cama. Se montó sobre su compañero con las rodillas a
cada lado del pecho y comenzó a aflojarle la corbata. De pronto, se
detuvo. Vio las gotas de sudor que perlaban su
frente.
–¿Estás bien? – le preguntó, preocupada.
–Estoy teniendo un sofoco -confesó Daniel.
Stephanie se apartó y tiró de Daniel para sentarlo en la
cama. Él se enjugó la frente y miró el sudor en su
mano.
–También estás pálido.
–Me lo imagino. Creo que estoy teniendo una minicrisis del
sistema nervioso autónomo.
–Eso suena a jerigonza médica. ¿Podrías explicarlo en inglés
normal?
–Estoy demasiado nervioso. Me temo que acabo de tener una
descarga de adrenalina simpática. Lo siento, pero creo que han
quitado el sexo del programa.
–No tienes que disculparte.
–Creo que sí. Sé que lo estabas esperando, pero mientras
veníamos hacia aquí, tuve la sensación de que quedaba
descartado.
–No pasa nada -insistió Stephanie-. No nos estropeará la
velada. Me interesa mucho más asegurarme de que estarás
bien.
Daniel exhaló un suspiro.
–Estaré perfectamente después de mañana, cuando sepa lo que
va a suceder. La incertidumbre y yo nunca nos hemos llevado muy
bien, especialmente cuando está de por medio algo
malo.
Stephanie lo acunó entre sus brazos. Notaba con toda claridad
la fuerza y la velocidad de los latidos de su
corazón.
Más tarde, después de que Stephanie permaneciera inmóvil el
tiempo suficiente para confirmar que se había dormido, Daniel
apartó las mantas y se levantó de la cama. No había podido
conciliar el sueño con la mente intranquila y el pulso acelerado.
Se puso una bata del hotel y fue a la salita. Se acercó a la
ventana para contemplar la vista.
Le acuciaba el recuerdo de la condena de Heinrich Wortheim y
el hecho de que el desastre que le había profetizado pudiera
convertirse en realidad. El problema radicaba en que Daniel había
quemado los puentes cuando se había marchado de Harvard. Wortheim
no volvería a admitirle en la universidad y quizá incluso podía
poner trabas a su ingreso en otras instituciones. Para colmo,
también se había cerrado otras puertas cuando se había marchado de
Merck en 1985 para reincorporarse a la vida académica a raíz de
aceptar el puesto en Harvard.
Vio la botella de champán en el cubo de hielo. La sacó del
agua; el hielo se había fundido hacía tiempo. La sostuvo a la luz
que entraba por la ventana. Todavía quedaba media botella. Se
sirvió una copa y bebió un sorbo. El champán había perdido las
burbujas, pero estaba fresco. Bebió un poco más mientras volvía a
mirar a través de la ventana.
Sabía que el miedo a regresar a Revere Beach, en
Massachusetts, era irracional, pero eso no lo hacía menos real.
Revere Beach era el lugar donde había crecido, en el seno de una
familia encabezada por un empresario de poca monta que culpaba de
sus fracasos a su esposa y su prole, en particular a aquellos que
le avergonzaban. Desafortunadamente, casi siempre había sido
Daniel, que había tenido la desgracia de tener a dos hermanos
mayores que habían sido los mejores atletas del instituto, un hecho
que había ofrecido un cierto solaz al frágil ego del padre. Por
contra, Daniel había sido un chiquillo debilucho, más interesado en
jugar al ajedrez y a producir hidrógeno a partir de agua,
limpiatuberías y papel de aluminio en el laboratorio que había
instalado en el sótano. El hecho de que Daniel hubiese sido
admitido en el Boston Latin, donde sobresalió en los estudios, no
había tenido el más mínimo efecto en su padre, que había continuado
utilizándolo sin piedad como chivo expiatorio. Las becas que había
ganado Daniel para cursar estudios en la Universidad Wesleyan y
después en la facultad de medicina de Columbia habían servido para
apartarlo de sus hermanos.
Daniel se acabó la copa y se sirvió otra. Mientras bebía el
champán, pensó en el senador Ashley Butler, que era su nueva
bête noire. Stephanie le había dicho que
bromeaba cuando había sugerido que él y el senador tenían más cosas
en común de lo que creía. Se preguntó si ella lo creía de verdad,
dado que era mucha coincidencia que él y el senador tuvieran
familias similares. En el fondo de la mente de Daniel, estaba el
pensamiento de que quizá había algo de verdad en la idea. Después
de todo, Daniel debía admitir que envidiaba el poder del hombre que
podía poner en peligro su carrera.
Dejó la copa en la mesa de centro y se dirigió al dormitorio.
Caminó con precaución en la oscuridad de un entorno desconocido. No
creía que pudiese conciliar el sueño mientras su intuición le
avisaba de la inminencia del desastre. Sin embargo, no quería pasar
la noche en pie. Se metería en la cama y procuraría relajarse. Si
no podía dormir, al menos descansaría.
La puerta del despacho del senador Ashley Butler se abrió
violentamente, y el senador salió como una tromba escoltado por su
jefa de personal. Cogió al paso la hoja de papel que le ofreció su
secretaria, Dawn, sin moverse de su mesa.
–Es su declaración de apertura de la audiencia del subcomité
-le gritó la mujer al senador, que se alejaba por el pasillo en
dirección a la puerta principal de la oficina. Dawn estaba
acostumbrada a que no le prestara atención, y no se lo tomaba como
algo personal. Dado que era ella quien mecanografiaba el programa
del día del senador, sabía que Butler llegaba tarde. Ya tendría que
haber estado en la sala donde se celebraría la audiencia para poder
empezar a las diez en punto.
Butler se limitó a gruñir después de leer el primer párrafo
del escrito y se lo pasó a Carol para que le echara una ojeada.
Carol era algo más que la jefa de personal de Ashley, la que
contrataba y despedía a sus empleados. Cuando llegaron a la sala de
espera de la oficina, y el senador se detuvo para saludar y
estrechar las manos de la media docena de personas que esperaban
ser atendidas por sus ayudantes, Carol tuvo que intervenir para
llevárselo hacia la puerta, si no querían llegar todavía más
tarde.
Apuraron el paso en cuanto llegaron al vestíbulo de mármol
del senador. A Butler le resultó un tanto difícil, porque notaba
una cierta rigidez en las piernas a pesar de la medicación que le
había recetado el doctor Whitman. Butler había descrito la rigidez
como la sensación de alguien que intenta caminar con el fango hasta
la cintura.
–¿Qué te parece la declaración de apertura? – preguntó
Butler.
–No está nada mal hasta donde he leído -respondió Carol-.
¿Cree que Rob y Phil le han echado una ojeada?
–Eso espero -replicó el senador con un tono brusco. Caminaron
unos metros en silencio antes de que Butler añadiera-: ¿Quién
demonios es Rob?
–Es su relativamente nuevo asesor principal en el subcomité
de política sanitaria -le explicó Carol-. Estoy segura de que lo
recuerda. Destaca en medio de cualquier multitud. Es un pelirrojo
muy alto que trabajaba en el equipo de Kennedy.
Butler se limitó a asentir. Aunque se vanagloriaba de su
facilidad para recordar los nombres, ya le resultaba imposible
retener los de todas las personas que trabajaban para él dado que
había más de setenta en su equipo; sin contar con los inevitables
cambios. Phil, en cambio, era alguien bien conocido, ya que llevaba
con él casi tanto tiempo como Carol. Era su principal analista
político y una figura muy importante, dado que todo lo que figuraba
en las transcripciones de las audiencias y en las actas del
congreso pasaba por sus manos.
–¿Se ha tomado la medicación? – le preguntó Carol. Los golpes
de sus tacones contra el suelo de mármol sonaban como
disparos.
–Ya la tomé -respondió el senador, irritado. Para estar
absolutamente seguro, metió la mano disimuladamente en el bolsillo
de la chaqueta. Tal como sospechaba, no encontró la píldora que se
había metido en el bolsillo a primera hora de la mañana; por lo
tanto, era obvio que se la había tomado antes de salir del
despacho. Quería tener un buen nivel de la droga en la sangre
durante la audiencia. Le espantaba la posibilidad de que alguien de
los medios pudiera advertir cualquiera de los síntomas, como que le
temblara la mano durante la sesión, sobre todo ahora que tenía un
plan para solucionar el problema.
Al doblar en una esquina, se encontraron con varios senadores
muy liberales que caminaban en dirección opuesta. Butler se detuvo
y con toda naturalidad utilizó su típico y meloso deje sureño para
alabar los peinados, los trajes de última moda, y las corbatas de
colores chillones. Comparó con un tono divertido la elegancia de
sus atuendos con su traje y corbata oscuros, y la vulgar camisa
blanca. Vestía con el mismo estilo desde que había ingresado en la
cámara en 1972. Butler era animal de costumbres. No solo vestía con
el mismo estilo de prendas, sino que continuaba comprándolas en la
misma tienda de su ciudad natal.
En cuanto se despidieron de los senadores, Carol comentó la
amabilidad de su jefe.
–Solo les estaba dando coba -replicó Butler despectivamente-.
Necesitaré sus votos cuando presente mi proyecto de ley la semana
que viene. Ya sabes que no soporto todas esas ridiculeces, sobre
todo los trasplantes capilares.
–Por eso mismo me sorprendió tanta
amabilidad.
Cuando ya estaban muy cerca de la entrada lateral de la sala
de audiencias, Butler acortó el paso.
–Hazme un rápido repaso de todo lo que vosotros averiguasteis
del primer testigo de la mañana. Se me ha ocurrido un plan muy
especial y quiero que funcione.
–Sus antecedentes profesionales son realmente fantásticos
-dijo Carol. Cerró los ojos por un momento mientras hacía memoria-.
Ha sido un prodigio científico desde el instituto. Fue el número
uno de su promoción en la facultad de medicina, y su tesis doctoral
obtuvo el cum laude. ¡Eso es algo
impresionante! Además, se convirtió rápidamente en el más joven de
los directores científicos de Merck antes de que lo contrataran
para un puesto de prestigio en Harvard. El hombre debe tener un
coeficiente de inteligencia estratosférico.
–Tengo presente su curriculum vitae. Pero no es eso lo que me
interesa ahora. Háblame de la valoración que hizo Phil de la
personalidad del hombre.
–Recuerdo que, según Phil, es egocéntrico y presuntuoso a la
vista de cómo desprecia el trabajo de sus colegas científicos. Me
refiero a que la mayoría, incluso si piensan de esa manera, se lo
calla. Él no se corta ni un pelo.
–¿Qué más?
Llegaron a la puerta y vacilaron. Más allá, en la entrada
principal de la sala, había un grupo de personas que esperaban, y
el rumor de sus voces llegó hasta ellos. Carol se encogió de
hombros.
–No recuerdo mucho más, pero tengo conmigo el informe que
preparó el equipo donde están las opiniones de Phil. ¿Quiere
repasarlo antes de que comience la audiencia?
–Esperaba que me hablases de su miedo al fracaso -replicó el
senador-. ¿Lo tienes presente?
–Sí, ahora que lo menciona. Creo que fue uno de los puntos
que recalcó Phil.
–¡Bien! – Butler miró en dirección al grupo-. Si lo sumamos a
un ego desmesurado, me parece que podré apretarle a fondo. ¿Tú qué
opinas?
–Lo supongo, aunque no lo tengo muy claro. Recuerdo que Dan
comentó que su miedo al fracaso era desproporcionado en relación a
sus logros y su extraordinaria inteligencia. Después de todo,
probablemente tendría éxito en cualquier cosa que quisiera hacer,
siempre y cuando se concentrara en ella. ¿Por qué su miedo al
fracaso le parece una ventaja? ¿Para qué necesita esa
ventaja?
–Quizá pueda hacer cualquier cosa que le interese, pero
aparentemente ahora mismo quiere convertirse en un empresario de
primera fila, algo que no ha tenido el menor reparo en manifestar
descaradamente en una de sus entrevistas. Para conseguirlo, ha
hecho una jugada profesional y financiera muy arriesgada. Necesita
que la explotación comercial de sus descubrimientos científicos sea
un éxito por razones muy personales.
–Entonces, ¿qué es lo que quiere hacer? – preguntó Carol-.
Phil quiere que figure en actas su postura en contra de la
aplicación de dichos descubrimientos. Así de
sencillo.
–Las circunstancias han hecho que todo esto sea un poco más
complicado de lo que parece. Quiero que el buen doctor haga algo
que, sin la menor duda, no querría hacer.
La preocupación apareció instantáneamente en el rostro de
Carol.
–¿Phil está enterado?
Butler sacudió la cabeza. Le hizo un gesto a Carol para que
le diera el texto de la declaración de apertura.
–¿Qué quiere que haga el doctor?
–Tú y él lo sabréis esta noche -respondió el senador,
mientras comenzaba a leer el texto-. Me llevaría demasiado tiempo
explicártelo ahora mismo.
–Esto me asusta -admitió Carol en voz alta. Miró a un extremo
y otro del pasillo mientras Butler leía el discurso. Cambió el peso
de un pie a otro. La meta final de Carol y la razón por la que
había sacrificado tanto de su propia vida a su actual posición era
su propósito de presentarse como candidata a suceder a Ashley
cuando él se retirara, algo que prometía ocurrir dentro de un
futuro próximo a la vista de que le habían diagnosticado la
enfermedad de Parkinson. Estaba más que calificada para el puesto,
después de haber sido senadora del estado antes de venir a
Washington para llevar los asuntos de Ashley, y a estas alturas,
con la meta a la vista, no quería que él la hiciera víctima de
alguna jugarreta como había hecho Bill Clinton con Al Gore. Desde
aquella fatídica visita al doctor Whitman, Butler se había mostrado
preocupado e imprevisible. Tosió discretamente para llamar la
atención de su jefe-. ¿Cómo piensa conseguir que el doctor Lowell
haga algo que él no quiere hacer?
–Le haré creer que ha conseguido sus propósitos y luego se lo
echaré todo a rodar -respondió el senador. Miró a Carol y le dedicó
una sonrisa de complicidad-. Estoy librando una batalla, y pretendo
ganarla. Para conseguirlo, utilizaré un antiguo consejo de
El arte de la guerra; buscaré los puntos
más propicios para librar la batalla, y me presentaré allí con una
fuerza abrumadora. Déjame ver los informes financieros de su
compañía.
Carol buscó entre los muchos documentos que llevaba en el
maletín y le entregó los informes. El senador les echó una rápida
ojeada. Ella le observó, atenta a cualquier cambio en su expresión
que le pudiera dar una pista. Se preguntó si debería llamar a Phil
por el teléfono móvil a la primera oportunidad y avisarle de que se
preparara para lo inesperado.
–Esto está bien -murmuró Butler-. Está muy bien. Es una
suerte que tenga buenos contactos en el FBI. No podríamos haber
conseguido todo esto por nuestra cuenta.
–Quizá tendría usted que discutir con Phil lo que piense
hacer -sugirió Carol.
–No hay tiempo -contestó Butler-. Por cierto, ¿qué hora
es?
Carol consultó su reloj.
–Son más de las diez.
Butler extendió la mano izquierda y la apoyó sobre la derecha
para ver si le temblaba. Comprobó que el temblor casi no se
notaba.
–No creo que pueda pedir más. ¡Venga, a
trabajar!
El senador entró en la sala de audiencia por la puerta
lateral que estaba a la derecha del estrado con forma de herradura.
Una nutrida concurrencia llenaba la sala. Tuvo que abrirse camino
entre los colegas y varios miembros de su equipo para llegar a su
asiento. El pelirrojo Rob apareció en el acto con una segunda copia
del discurso de Butler, y el senador levantó la copia que tenía en
la mano para indicarle que no le hacía falta. Se sentó y acomodó el
micrófono a una altura conveniente.
La mirada de Butler hizo un rápido recorrido por la sala
decorada al estilo griego, y luego se fijó en las dos personas
sentadas a la mesa de los testigos que tenía delante a un nivel más
bajo. Su atención se vio atraída como por un imán por la hermosa
joven con el rostro enmarcado por una cabellera que parecía sedosa
y brillante como el armiño. El senador sentía una profunda
admiración por las mujeres hermosas, y esta cumplía con todos los
requisitos. Vestía un traje de chaqueta azul con cuello blanco que
resaltaba el bronceado de su tez. A pesar de la sobriedad del
vestido, transmitía una sana sensualidad. Sus ojos oscuros miraban
fijamente al presidente del subcomité, y él tuvo la sensación de
que estaba mirando los cañones de una escopeta. No tenía idea de
quién era ni por qué estaba allí, pero consideró que su presencia
haría un poco más agradable el trámite de la
audiencia.
A regañadientes, Ashley desvió su atención de la hermosa
mujer para mirar al doctor Daniel Lowell. Los ojos del doctor eran
más claros que los de su acompañante, aunque reflejaban el mismo
descaro en su mirada fija. El senador calculó que el científico era
alto, a pesar de que estaba despatarrado en la silla. Era de
constitución delgada, con el rostro anguloso, rematado por una
cabellera rebelde salpicada de canas. Incluso su atuendo sugería un
punto de insolencia comparable a la que reflejaban sus ojos y la
postura. A diferencia de la muy correcta vestimenta de su
compañera, vestía una americana de espiga con coderas, una camisa
sin corbata, y por lo que se veía debajo de la mesa, vaqueros y
zapatillas de deporte.
Ashley sonrió para sus adentros mientras empuñaba el mazo.
Sabía que la actitud despreocupada y la vestimenta informal de
Daniel era un débil intento por demostrar que no se sentía
amenazado por haber sido citado a declarar ante un subcomité del
senado. Quizá Daniel pensaba que podía valerse de su brillante
carrera para intimidar a alguien como el senador que se había
educado en un modesto colegio universitario baptista. Pero no le
serviría de nada. El senador tenía a Daniel en su campo y jugaba
con la ventaja del equipo local.
–El subcomité de Salud Pública del Comité de Salud Pública,
Educación, Trabajo y Pensiones abre su sesión -anunció Butler con
una pronunciada entonación sureña al tiempo que daba un golpe con
el mazo. Esperó unos momentos para que los últimos espectadores
ocuparan sus asientos. Escuchó a su espalda el ruido de los
ayudantes que hacían lo mismo. Miró a Daniel Lowell, pero el doctor
no se había movido. Luego miró a izquierda y derecha. Solo había
cuatro de los miembros del subcomité, y los que no estaban leyendo
el temario, hablaban en voz baja con sus colaboradores. No había
quorum, pero no era necesario. No había nada que votar, y Ashley no
tenía pensado pedir una votación.
–Esta audiencia tratará el proyecto de ley del Senado 1103
-continuó Ashley, mientras dejaba la hoja de su parlamento inicial
sobre la mesa. Luego cruzó los brazos, y se sujetó los codos con
las manos para evitar cualquier posibilidad de un temblor. Echó la
cabeza un poco hacia atrás para ver mejor la letra a través de los
bifocales-. Este proyecto de ley es complementario de la ley ya
aprobada por la Cámara de Representantes para prohibir el
procedimiento de clonación llamado…
Butler vaciló y se inclinó sobre la mesa para mirar
atentamente la hoja.
–Tengan un poco de paciencia -rogó, al verse obligado a
desviarse del texto preparado-. Este procedimiento no solo espanta,
sino que es un trabalenguas, y quizá el buen doctor quiera ayudarme
si me equivoco. Se llama Recombinación Segmental Homologa
Transgénica, o RSHT. ¡Caray! ¿Lo he dicho bien,
doctor?
Daniel se irguió en la silla y se inclinó para acercarse al
micrófono.
–Sí -respondió sencillamente y volvió a reclinarse. Él
también mantenía los brazos cruzados.
–¿Por qué los médicos no hablan inglés? – preguntó Ashley,
mientras miraba a Daniel por encima de las gafas.
Algunos de los espectadores dejaron escapar unas risas, para
el placer del senador. Le encantaba actuar para la
galería.
Daniel se inclinó para responder, pero Ashley levantó una
mano.
–La pregunta no constará en acta, no es necesario que la
responda.
La estenógrafa borró la pregunta de la máquina. Butler miró a
su izquierda.
–Esto tampoco constará en acta, pero me gustaría saber si el
distinguido senador por Montana está de acuerdo conmigo en que los
médicos han desarrollado con toda intención un lenguaje propio, de
forma que los simples mortales no tengamos ni la más mínima idea de
lo que están diciendo.
Se escucharon más risas de los espectadores, cuando el
senador por Montana interrumpió la lectura para asentir con
entusiasmo.
–Veamos, ¿por dónde iba? – preguntó Ashley, y volvió a
centrarse en el texto-. La necesidad de esta legislación surge como
respuesta al problema de que en este país la biotecnología en
general y la ciencia médica en particular han perdido sus bases
morales y éticas. Los miembros del subcomité de Salud Pública
consideramos que es nuestra obligación como norteamericanos morales
y responsables invertir esta tendencia al seguir el camino marcado
por nuestros colegas de la Cámara de Representantes. El fin no
justifica los medios, sobre todo en el campo de la investigación
médica, como quedó claramente señalado desde los juicios de
Nuremberg. El RSHT es un ejemplo. Este procedimiento amenaza una
vez más con crear embriones indefensos y luego desmembrarlos con la
dudosa justificación de que las células obtenidas de estos
diminutos seres humanos se utilizarán para tratar a los pacientes
que sufren de una amplia variedad de enfermedades.
Pero eso no es todo. Tal como escucharemos en el testimonio
de su descubridor, a quien hoy nos vemos honrados de tener como
testigo, este no es un procedimiento de clonación terapéutica
normal, y yo, como principal redactor del proyecto de ley, estoy
asombrado al ver que se pretende convertir este procedimiento en
algo habitual. Pues bien, solo les diré una cosa, ¡antes tendrán
que pasar sobre mi cadáver!
Esta vez se escucharon algunos aplausos dispersos entre el
público. El senador los agradeció con un gesto y una breve pausa.
Luego respiró profundamente.
–Podría seguir hablando de esta nueva técnica, pero no soy
médico, y me inclino respetuosamente ante el experto, que ha
accedido muy cortésmente a presentarse ante este subcomité.
Quisiera ahora preguntar al testigo, a menos que mi eminente colega
del otro partido quiera decir algunas palabras.
Butler miró al senador sentado a su derecha, que sacudió la
cabeza, tapó su micrófono con la mano, y se inclinó hacia el
presidente.
–Ashley -susurró-, espero que abrevies. Tengo que salir de
aquí a las diez y media.
–No te preocupes -le susurró Ashley a su vez-. Ahora voy a
por la yugular.
El senador bebió un trago de agua de la copa que tenía
delante, y miró a Daniel.
–Nuestro primer testigo es el brillante doctor Daniel Lowell,
quien, como ya he mencionado, es el descubridor del RSHT. El doctor
Lowell tiene unas credenciales impresionantes, incluidos los
doctorados en medicina y química, que obtuvo en algunas de las más
augustas instituciones de nuestro país. Por si fuese poco, encontró
tiempo para ser médico residente. Ha recibido innumerables premios
por sus trabajos y ha ostentado elevados cargos en la empresa
farmacéutica Merck y la Universidad de Harvard. Bienvenido, doctor
Lowell.
–Muchas gracias, senador -respondió Daniel. Se movió hacia
adelante en la silla-. Agradezco sus amables comentarios sobre mi
curriculum, pero, si me lo permite, quiero hacer una aclaración
inmediata a un punto de su discurso de apertura.
–Por supuesto -manifestó Ashley.
–El RSHT y la clonación terapéutica no suponen, repito, no
suponen el desmembramiento de embriones. – Daniel habló
pausadamente, y recalcó cada palabra-. Las células terapéuticas son
tomadas antes de que el embrión comience a formarse. Están tomadas
de una estructura llamada blastocito.
–¿Niega que estos blastocitos son una vida humana
incipiente?
–Son vida humana, pero cuando se los disgrega, sus células
son similares a las células que pierde usted de las encías cuando
se lava los dientes vigorosamente.
–No creo que me lave los dientes con tanto vigor -replicó
Ashley con un tono risueño. Algunos espectadores se
rieron.
–Todos desprendemos células epiteliales
vivas.
–Quizá sea así, pero estas células epiteliales no forman
embriones como un blastocito.
–Podrían -señaló Daniel-. Esa es la cuestión. Si las células
epiteliales se fusionan con un óvulo al que se le ha extraído el
núcleo, y después se activa la combinación, podrían formar un
embrión.
–Que es lo que se hace en la clonación.
–Precisamente. Los blastocitos tienen potencial para formar
un embrión viable, pero solo si se implanta en un útero. En la
clonación terapéutica, nunca se les permite que formen
embriones.
–Creo que nos estamos empantanando en cuestiones semánticas
-manifestó Ashley, impaciente.
–Es una cuestión semántica -admitió Daniel-. Pero es una
cuestión semántica muy importante. Las personas deben comprender
que los embriones no tienen nada que ver con la clonación
terapéutica o el RSHT.
–Su opinión respecto a mi discurso de apertura ha quedado
registrada en actas -dijo Ashley-. Ahora quisiera pasar al
procedimiento en sí. ¿Quiere usted describirlo para que nos
enteremos y quede consignado en actas?
–Lo haré encantado. Recombinación Segmental Homologa
Transgénica es el nombre que le hemos dado al procedimiento de
reemplazar la parte del ADN de un individuo responsable de una
determinada enfermedad con otra parte de ADN sana. Esto se hace en
el núcleo de una de las células del paciente, que luego se utiliza
para la clonación terapéutica.
–Un momento -le interrumpió Ashley-. Estoy cuando menos
confuso, y estoy seguro que lo está la mayoría del público. A ver
si lo he entendido bien. Habla usted de coger una célula de una
persona enferma y cambiar su ADN antes de hacer la clonación
terapéutica.
–Eso es correcto. Se reemplaza la pequeña porción del
material genético de la célula que es el responsable de la
enfermedad del individuo.
–Luego se hace la clonación terapéutica para producir una
cantidad de estas células que curarán al paciente.
–¡Correcto una vez más! Las células son estimuladas con
varias hormonas del crecimiento para que se conviertan en el tipo
de células que necesita el paciente. Gracias al RSHT, estas células
no tienen la predisposición genética para reproducir la enfermedad
que se trata. Cuando estas células son introducidas en el cuerpo
del paciente, no solo se curará, sino que no volverá a tener la
tendencia genética que le indujo la enfermedad.
–Quizá podríamos hablar de una enfermedad determinada
-sugirió Ashley-. Podría hacer que resultara más fácil de entender
para todos aquellos que no somos científicos. Tengo entendido por
algunos de los artículos que ha publicado que la enfermedad de
Parkinson es una de las dolencias que usted cree que sería posible
curar con este tratamiento.
–Eso es correcto. Como también muchas otras enfermedades,
desde el Alzheimer y la diabetes a ciertas formas de artritis. Hay
una lista impresionante de enfermedades, para muchas de las cuales
no hay un tratamiento adecuado, y mucho menos una
cura.
–Vamos a centrarnos por ahora en el Parkinson -manifestó
Butler-. ¿Por qué cree que el RSHT funcionará con esta
enfermedad?
–Porque en el caso de la enfermedad de Parkinson, tenemos la
fortuna de haberlo ensayado en las ratas -declaró Daniel-. Estas
ratas tienen la enfermedad de Parkinson, o sea que a sus cerebros
les faltan las células nerviosas que producen un compuesto llamado
dopamina que funciona como un neurotransmisor, y su enfermedad es
una imagen calcada de la forma humana. Hemos cogido a estas ratas,
las hemos sometido al proceso de RSHT, y se han curado de forma
permanente.
–Eso es algo impresionante -comentó Butler.
–Es incluso más impresionante cuando ves cómo ocurre delante
de tus ojos.
–Las células se inyectan.
–Sí.
–¿No hay ningún problema cuando se hace?
–No, ninguno en absoluto -contestó Daniel-. Ya tenemos una
considerable experiencia en el uso de esta técnica en humanos para
otras terapias. La inyección se debe hacer cuidadosamente, en
condiciones controladas, pero por lo general no hay ningún tipo de
problema. En nuestros experimentos, las ratas no han sufrido de
ningún efecto secundario.
–¿Las ratas se curan después de la
inyección?
–Por lo que hemos comprobado en nuestros experimentos, los
síntomas de la enfermedad de Parkinson comienzan a remitir
inmediatamente -afirmó Daniel-, y continúan haciéndolo a ritmo
acelerado. En las ratas tratadas, es algo realmente asombroso. En
menos de una semana, las ratas sometidas a tratamiento no se pueden
distinguir de las demás.
–Supongo que estará ansioso por ensayar el procedimiento en
humanos -sugirió el senador.
–Así es -admitió Daniel que movió la cabeza varias veces en
señal de asentimiento para recalcar sus palabras-. En cuanto
acabemos con los experimentos con los animales, que avanzan a un
ritmo acelerado, confiamos en que la FDA nos autorice sin demora a
comenzar con los ensayos en humanos en un entorno
controlado.
Ashley vio cómo Daniel miraba a su acompañante e incluso le
apretaba la mano por un instante. Sonrió para sus adentros, al
darse cuenta de que Daniel creía que la audiencia se desarrollaba
favorablemente para sus intereses. Había llegado el momento de
sacarlo de su error.
–Dígame, doctor Lowell -preguntó Butler-. ¿Alguna vez ha
escuchado el refrán que dice: «Si algo parece demasiado bueno como
para ser verdad, es probable que no lo sea»?
–Por supuesto.
–Pues yo creo que el RSHT es un magnífico ejemplo. Opino que
más allá de la discusión semántica sobre si los embriones son
desmembrados o no, el RSHT presenta otro gran problema ético. – El
senador hizo una pausa teatral. Todo el público estaba pendiente de
sus palabras-. Doctor -añadió con un tono paternalista-, ¿ha leído
alguna vez la novela de Mary Shelley titulada Frankenstein?
–El RSHT no tiene absolutamente nada que ver con el mito de
Frankenstein -replicó Daniel con un tono de indignación, que
indicaba claramente su conocimiento de las intenciones del
senador-. Insinuar tal cosa es un intento irresponsable de
aprovecharse de los miedos y el desconocimiento del
público.
–Lamento no estar de acuerdo -señaló Ashley-. Creo que Mary
Shelley debió olerse que el RSHT era algo que se cernía en el
horizonte, y por esa razón escribió la novela.
Los espectadores volvieron a reír. Era obvio que estaban
pendientes de todo lo que se decía y que estaban
disfrutando.
–Admito no haber tenido los beneficios de una educación
universitaria de primera fila, pero he leído Frankenstein, cuyo título incluye El moderno Prometeo, y creo que los paralelismos son
notables. Tal como yo lo veo, la palabra «transgénico», que es una
parte del confuso nombre de su procedimiento, significa tomar
trozos y parte de los genomas de diversas personas y mezclarlos
como quien prepara una tarta. Eso le suena a este pobre paleto muy
parecido a lo que hizo Victor Frankenstein cuando creó al monstruo:
cogió unas partes de este cadáver y partes de aquel otro, y las
unió. Incluso utilizó algo de electricidad, de la misma manera que
hacen ustedes con la clonación.
–En el RSHT, añadimos pequeños trozos de ADN, y no órganos
enteros -replicó Daniel, enfadado.
–¡Tranquilícese, doctor! – le advirtió Ashley-. Esta es una
audiencia que busca información, no una pelea. Lo que intento decir
es que, con su procedimiento, usted toma partes de una persona y
las pone en otra. ¿No es así?
–A nivel molecular.
–No me importa el nivel que sea -declaró el senador-. Solo
quiero establecer los hechos.
–La ciencia médica lleva trasplantando órganos desde hace
tiempo -dijo Daniel vivamente-. El público no ve ningún problema
moral al respecto, todo lo contrario, y el trasplante de órganos es
desde luego un paralelo conceptual mucho más cercano al RSHT que la
novela de Mary Shelley, que es del siglo xix.
–En el ejemplo que nos ha dado referente a la enfermedad de
Parkinson, admitió que planea inyectar estos pequeños Frankenstein
moleculares que está preparando para que acaben en el cerebro de
otra persona. Lo lamento, doctor, pero que yo sepa no se han
realizado muchos trasplantes de cerebros dentro de nuestro actual
programa de trasplantes de órganos, así que no considero válida la
comparación. Tomar partes de una persona e inyectarlas en el
cerebro de otra es algo que va más allá de lo tolerable, y yo creo
en el libro sagrado.
–Las células terapéuticas que creamos no son Frankenstein
moleculares -afirmó Daniel cada vez más enfadado.
–Su opinión ha quedado debidamente registrada -dijo el
senador-. Continuemos.
–¡Esto es una farsa! – opinó Daniel. Levantó los brazos en un
gesto de indefensión.
–Doctor, debo recordarle que esta es una audiencia de un
subcomité del Congreso, y que se espera que se comporte con el
debido decoro. Todos los aquí presentes somos personas razonables,
de las que se espera que se respeten las unas a las otras mientras
hacemos todo lo posible por recoger información.
–Cada vez resulta más evidente que esta audiencia se ha
montado con falsas pretensiones. Usted no ha venido aquí para
recoger información con una actitud abierta ante el RSHT, como ha
sugerido con tanta magnanimidad. Solo está utilizando esta
audiencia para lucirse con una retórica
sensiblera.
–Si me permite que se lo diga -manifestó Butler con un tono
condescendiente-, ese tipo de declaraciones antagónicas y
acusaciones sin fundamento son muy mal vistas en el Congreso. Esto
no es Crossfire ni ningún otro circo
mediático. Sin embargo, me niego a sentirme ofendido. En cambio, le
aseguro una vez más que su opinión consta en actas, y que, como
dije antes, quisiera seguir con el tema. Como descubridor del RSHT,
no se puede esperar que sea del todo objetivo en lo referente a los
méritos morales del procedimiento, pero me gustaría hacerle algunas
preguntas al respecto. Antes quiero decir que resulta muy difícil
no tomar en cuenta la presencia de la muy bella mujer que le
acompaña en esta comparecencia. ¿Está aquí para ayudarle en sus
manifestaciones? Si es así, quizá quiera identificarla para que
conste en actas.
–Es la doctora Stephanie D'Agostino -contestó Daniel con el
mismo tono brusco-. Es mi colaboradora científica.
–¿Otra doctora en medicina y biología? – preguntó
Ashley.
–Soy bióloga -respondió Stephanie-. Señor presidente, quiero
hacerme eco de la opinión del doctor Lowell sobre la manera
tendenciosa en que se está desarrollando esta audiencia, aunque sin
sus apasionadas palabras. Creo firmemente en que las alusiones al
mito de Frankenstein en relación al RSHT son inapropiadas, dado que
juegan con los temores fundamentales de las
personas.
–Me siento mortificado -replicó el senador-. Siempre he
creído que a personas tan cultas como ustedes les encantaba citar
las obras maestras de la literatura, pero aquí, la única vez que se
me ocurre hacerlo, me dicen que es inapropiado. Me pregunto si eso
es justo, sobre todo cuando recuerdo claramente que me enseñaron en
mi modesto colegio universitario baptista que Frankenstein era,
entre otras cosas, una advertencia en contra de las consecuencias
morales del materialismo científico descontrolado. En mi opinión,
la obra viene muy a cuento. ¡Pero ya está bien de hablar de la
novela! Esta es una audiencia, no un debate
literario.
Antes de que Butler pudiese continuar, se acercó Rob y le
tocó en el hombro. Ashley tapó el micrófono con una mano para
impedir que se escucharan los comentarios de su
colaborador.
–Senador -susurró Rob al oído de Butler-. Esta mañana, en
cuanto llegó la solicitud para que la doctora D'Agostino acompañara
al doctor Lowell en la mesa de los testigos, hicimos una rápida
investigación de sus antecedentes. Es licenciada por Harvard. Se
crió en el North End de Boston.
–¿Eso tiene alguna relevancia?
El colaborador se encogió de hombros.
–Podría tratarse de una coincidencia, aunque lo dudo. El
inversor acusado en la compañía del doctor Lowell del que nos
informó el FBI también es un D'Agostino que se crió en el North
End. Probablemente estén emparentados.
–Vaya, vaya, es ciertamente curioso -comentó Ashley. Cogió la
hoja que le ofrecía Rob y la dejó junto al informe financiero de la
compañía de Daniel. Le costó reprimir la sonrisa ante este
inesperado golpe de suerte.
–Doctora D'Agostino -dijo el senador, después de apartar la
mano del micrófono-. ¿Por alguna casualidad está emparentada con
Anthony D'Agostino que reside en el número 14 de Acorn Street en
Medford, Massachusetts?
–Es mi hermano.
–¿Es el mismo Anthony D'Agostino que está acusado de
actividades mafiosas?
–Desafortunadamente, sí -respondió Stephanie. Miró a Daniel,
que la observaba con una expresión de absoluta
incredulidad.
–Doctor Lowell -continuó Ashley-. ¿Sabía usted que uno de sus
primeros y principales accionistas está acusado de actividades
mafiosas?
–No, no lo sabía -declaró Daniel-, aunque dista mucho de ser
uno de los principales accionistas.
–Puede que sí -replicó Ashley-. Sin embargo, para mí unos
centenares de miles de dólares es mucho dinero. Pero no vamos a
discutir por eso. Supongo que no es uno de los directivos,
¿verdad?
–No lo es.
–Es algo de agradecer. También supongo que podemos asumir que
el acusado Anthony D'Agostino no figura en su comisión de ética,
que, si no me equivoco, tiene su compañía.
Unas risas mal contenidas se escucharon en la
sala.
–No forma parte de nuestra comisión de ética -afirmó
Daniel.
–Algo más que debemos agradecer. Hablemos ahora por un
momento de su compañía. Se llama CURE, que debo interpretar como un
acrónimo.
–Así es -respondió Daniel y exhaló un suspiro, como si
estuviese aburrido con los procedimientos-. El nombre completo es
Cellular Replacement Enterprises.
–Le pido disculpas si le cansan los rigores de la audiencia,
doctor. Intentaremos acabar con todo esto lo más rápido posible.
Según tengo entendido su compañía intenta conseguir una segunda
línea de financiación a través de capitalistas de riesgo, con el
RSHT como su mayor propiedad intelectual. ¿Es su último intento
para conseguir nuevos inversores para su compañía a través de una
oferta pública?
–Sí -respondió Daniel escuetamente. Se reclinó en la
silla.
–Bien, lo siguiente no constará en actas -anunció Ashley.
Miró a su izquierda-. Quisiera preguntarle al distinguido senador
por el gran estado de Montana si cree que a la Comisión de Valores
le parecerá interesante que el inversor inicial de una compañía que
tiene la intención de ser pública haya sido acusado de actividades
mafiosas. Me refiero a que aquí se plantea una cuestión de tipo
moral. Un dinero que bien podría derivar de la extorsión y quizá
incluso de la prostitución, puede acabar blanqueado a través de una
empresa de biotecnología.
–Creo que estarían muy interesados -manifestó el senador por
Montana.
–Estoy de acuerdo -dijo Ashley. Consultó sus notas y luego
miró a Daniel-. Tengo entendido que su segunda ronda de
financiación está paralizada por la ley 1103 y el hecho que la
Cámara ya aprobó su versión. ¿Es eso correcto?
Daniel asintió.
–Tiene que hablar para que conste en actas -le pidió
Ashley.
–Es correcto.
–Tengo entendido que la cantidad de dinero que invierte en
estos momentos para mantener su compañía a flote es muy grande, y
que si no consigue una segunda línea de financiación, se enfrenta a
la quiebra.
–Así es.
–Lo lamento -declaró Ashley, con un tono de aparente
sinceridad-. Sin embargo, para nuestros propósitos en esta
audiencia, debo asumir que su objetividad en relación a los
aspectos morales del RSHT plantea serias dudas. Me refiero a que el
futuro de su compañía depende de que no se apruebe la ley 1103. ¿No
es esa la verdad, doctor?
–Mi opinión es y seguirá siendo que es moralmente incorrecto
no continuar las investigaciones y luego utilizar el RSHT para
curar a millones de seres humanos.
–Su opinión consta en acta. Para que quede constancia, quiero
señalar que el doctor Daniel Lowell ha escogido no contestar a la
pregunta planteada. – Ashley se echó hacia atrás, y miró a su
derecha-. No tengo más preguntas para este testigo. ¿Alguno de mis
estimados colegas tiene alguna pregunta?
Butler miró a cada uno de los senadores que lo acompañaban en
el estrado.
–Muy bien. El subcomité de Salud Pública les da las gracias a
los doctores Lowell y D'Agostino por su amable participación. Ahora
llamamos a nuestro siguiente testigo: el señor Harold Mendes de la
organización Derecho a la Vida.
Stephanie vio un taxi desocupado en medio de la jauría de
coches, y levantó la mano, expectante. Daniel y ella habían seguido
el consejo de uno de los guardias de seguridad del edificio del
Senado y habían ido hasta Constitution Avenue con la esperanza de
coger un taxi, pero no habían tenido mucha suerte. Lo que por la
mañana había comenzado como un día frío y soleado había ido a peor.
Unos oscuros nubarrones habían aparecido por el este, y con la
temperatura muy cerca a los cero grados centígrados, había una
clara posibilidad de que nevara. Al parecer, en tales condiciones
climáticas, la demanda de taxis superaba ampliamente la
oferta.
–Aquí viene uno -exclamó Daniel con un tono brusco, como si
Stephanie tuviese algo que ver con la falta de taxis-. ¡No lo dejes
pasar!
–Lo veo -replicó Stephanie con idéntica
brusquedad.
Después de salir de la sala de la audiencia, ninguno de los
dos había dicho más de lo mínimo necesario para decidirse a aceptar
el consejo de caminar hasta Constitution Avenue. De la misma manera
que los nubarrones habían estropeado la mañana, sus ánimos habían
ido cambiando con el desarrollo de la audiencia.
–¡Maldita sea! – refunfuñó Stephanie cuando el taxi pasó como
una exhalación. Fue como si el conductor llevara anteojeras. La
mujer había hecho todo lo posible por detenerlo, excepto lanzarse
delante del vehículo.
–Lo has dejado escapar -le reprochó Daniel.
–¿Que lo he dejado escapar? – gritó Stephanie-. Le he hecho
señas. He silbado. Incluso he saltado. No he visto que tú hicieras
ningún esfuerzo.
–¿Qué diablos vamos a hacer? – preguntó Daniel-. Aquí hace
más frío que en el polo.
–Pues si se te ocurre alguna idea brillante, Einstein,
dímela.
–¿Qué? ¿Es culpa mía que no haya taxis?
–Tampoco es culpa mía -replicó Stephanie.
Se arrebujaron en sus abrigos en un inútil intento por
mantenerse calientes, pero ninguno de los dos hizo nada para
acercarse al otro. Ninguno había traído un buen abrigo de invierno.
Habían creído que no los necesitarían dado que iban a una ciudad
seiscientos kilómetros más al sur.
–Ahí viene otro -avisó Daniel.
–Es tu turno.
Daniel levantó una mano y se aventuró en la calzada hasta
donde creyó que era seguro. Casi de inmediato tuvo que correr de
vuelta a la acera al ver que una furgoneta de reparto se le echaba
encima. Gritó e hizo señas, pero el taxi pasó de largo entre la
marea de coches.
–Bien hecho -comentó Stephanie.
–¡Cállate!
En el momento en que estaban a punto de darse por vencidos y
emprender a pie el camino de regreso a lo largo de la avenida en
dirección oeste, un taxista tocó la bocina. Había estado detenido
en el semáforo de First Street y Constitution, y había visto las
piruetas de Daniel. Cuando cambió la señal, giró a la izquierda y
se acercó al bordillo.
Stephanie y Daniel subieron deprisa y se abrocharon los
cinturones.
–¿Adónde? – preguntó el taxista que los miraba por el espejo
retrovisor. Llevaba un turbante y tenía la piel bronceada como si
acabara de pasar una semana de vacaciones en el
Sahara.
–Al Four Seasons -le indicó Stephanie.
La pareja permaneció en silencio, cada uno entretenido en
mirar a través de su respectiva ventanilla. Daniel fue el primero
en iniciar el diálogo.
–Diría que la audiencia ha ido todo lo mal que podía
ir.
–Fue peor -opinó Stephanie.
–No hay ninguna duda de que el cabrón de Butler conseguirá
que aprueben su proyecto de ley, y cuando eso ocurra, según me han
dicho en la Organización de la Industria Biotecnológica, recibirá
la aprobación de todo el comité y del Senado.
–Así que adiós a CURE, Inc.
–Es una vergüenza que en este país la investigación médica
esté prisionera de los políticos demagogos -afirmó Daniel,
enfadado-. No tendría que haberme molestado en venir a
Washington.
–Quizá no tendrías que haber venido. Quizá hubiese sido mucho
mejor que viniera sola. Desde luego no has ayudado mucho al decirle
a Ashley que se estaba pavoneando y que no tenía una mentalidad
abierta.
Daniel se volvió para mirar fijamente la nuca de
Stephanie.
–¿Cómo has dicho? – tartamudeó, rabioso.
–No tendrías que haber perdido el control.
–No me lo creo -exclamó Daniel-. ¿Estás sugiriendo que este
resultado nefasto es culpa mía?
Esta vez Stephanie se volvió para
responderle.
–Ser sensible a los sentimientos de las demás personas no es
uno de tus puntos fuertes, y lo ocurrido en la audiencia es un
ejemplo. ¿Quién sabe lo que hubiera ocurrido si no hubieses perdido
la calma? Atacarlo de aquella manera fue poco acertado porque
impidió cualquier clase de diálogo que hubieses podido mantener.
Eso es lo único que digo.
El rostro pálido de Daniel se puso rojo.
–¡La audiencia fue una maldita farsa!
–Puede que sí, pero eso no justifica que se lo dijeras a
Butler en la cara. Cortó de raíz cualquier posibilidad de éxito que
pudiéramos tener, por pequeña que fuese. Creo que su objetivo era
que te enfadaras para que quedaras mal, y lo consiguió. Fue su
manera de desacreditarte como testigo.
–Me estás cabreando.
–Daniel, estoy tan enfadada con el resultado como lo estás
tú.
–Sí, pero dices que es culpa mía.
–No, digo que tu comportamiento no ayudó en nada. Hay una
diferencia.
–Pues tu comportamiento tampoco ayudó mucho. ¿Cómo es que
nunca me dijiste que a tu hermano le acusan de actividades
mafiosas? Lo único que me dijiste fue que era un inversor
calificado. ¡Vaya calificaciones! Fue el momento perfecto para
enterarme de algo absolutamente sórdido.
–Ocurrió después de que invirtiera en la compañía, y se
publicó en los periódicos de Boston. Así que no es ningún secreto,
aunque preferí no hablar del tema, al menos en el momento. Creí que
la razón por la que no lo habías sacado a relucir era una muestra
de consideración. Veo que estaba en un error.
–¿Preferiste no hablar del tema? – preguntó Daniel con un
asombro exagerado-. Sabes que no pierdo el tiempo leyendo los
periodicuchos de Boston. Por lo tanto, ¿de qué otra manera podía
enterarme? Hubiera acabado enterándome de todas maneras porque
Butler tenía razón. Si hubiésemos ido a buscar una segunda línea de
financiación, hubiese salido que tenemos a un delincuente como
inversor, y eso hubiese acabado con todo.
–Lo han acusado -replicó Stephanie-. No lo han condenado. Te
recuerdo que en nuestro sistema de justicia eres inocente hasta que
se demuestre que eres culpable.
–Esa es una mala excusa para no decírmelo -dijo Daniel,
airado-. ¿Lo condenarán?
–No lo sé. – La voz de Stephanie perdió su tono cortante
mientras se enfrentaba al sentimiento de culpa por no haber hablado
a Daniel de su hermano. Había pensado en hablarle de la acusación
pero siempre lo había dejado para el día
siguiente.
–¿No tienes ni la más mínima idea? Resulta un tanto difícil
de creer.
–Tenía algunas vagas sospechas -admitió Stephanie-. También
las tuve respecto a mi padre, y Tony es quien se hizo cargo de los
negocios de papá.
–¿De qué negocios estamos hablando?
–Negocios inmobiliarios y unos cuantos restaurantes, además
de un restaurante y un café en la calle Hanover.
–¿Eso es todo?
–Eso es lo que no sé. Siempre me provocaron sospechas ver las
idas y venidas a mi casa de toda clase de personas a cualquier hora
del día y la noche, y que a las mujeres y a los niños nos mandaran
salir del comedor después de las largas comidas familiares para que
los hombres pudiesen hablar. En muchos sentidos, al verlo en
retrospectiva, me parece que éramos la típica familia de
pandilleros italoamericana. Desde luego no era en la escala que ves
en las películas de gángsteres, pero muy parecido en un plan más
humilde. Se esperaba que las mujeres nos dedicáramos a la cocina,
el hogar y la iglesia sin interesarnos o meternos en cualquier tipo
de negocio. Si quieres saber la verdad, todo aquello me resultaba
muy molesto, porque los chicos del barrio nos trataban de otra
manera. No veía la hora de marcharme, y fui lo bastante lista como
para comprender que la mejor manera de lograrlo era ser una buena
estudiante.
–Eso lo puedo entender -dijo Daniel. También su voz se hizo
más suave-. Mi padre estaba metido en toda clase de negocios, y
algunos de ellos bordeaban la estafa. El problema era que fracasaba
en todos, con la consecuencia de que él y por lo tanto mis hermanos
y yo nos convertimos en el hazmerreír de Revere, sobre todo en la
escuela, al menos aquellos de nosotros que no formábamos parte de
ningún grupo. El apodo de mi padre era el Perdedor, y
desafortunadamente el apodo tiene tendencia a
transmitirse.
–En mi caso, fue todo lo contrario -manifestó Stephanie-. Nos
trataban con una deferencia que no era nada agradable. Ya sabes que
a los adolescentes les gusta integrarse. Pues no me dejaron, y ni
siquiera sabía la razón.
–¿Cómo es que nunca me has hablado de todo
esto?
–¿Cómo es que tú nunca me has hablado de tu familia más que
para decirme que tienes ocho hermanos a ninguno de los cuales, si
se me permite decirlo, conozco? Yo al menos te he preguntado por tu
familia en varias ocasiones.
–Una muy buena pregunta -opinó Daniel, distraído. Volvió a
contemplar el exterior donde se veían unos pocos copos de nieve
arrastrados por las rachas de viento. Sabía que la verdadera
respuesta a la pregunta de Stephanie era que a él nunca le había
importado su familia más que la propia. Se aclaró la garganta y se
volvió hacia su compañera.
–Quizá nunca hablamos de nuestras familias porque ambos
estamos avergonzados de nuestra infancia. Claro que también podría
ser una combinación de eso con nuestra preocupación por la ciencia
y fundar la compañía.
–Quizá -admitió Stephanie sin mucha convicción. Miró a través
del parabrisas-. Es verdad que la vida académica siempre ha sido mi
vía de escape. Por supuesto, mi padre nunca lo aprobó, pero eso
solo sirvió para reforzar mi decisión. Demonios, no quería que
estudiara. Creía que era una pérdida de tiempo y dinero, y afirmaba
que debía casarme y tener hijos como hace cincuenta años
atrás.
–A mi padre le avergonzaba que destacara tanto en las
ciencias. Decía a todos que debía ser algo heredado de mi madre,
como si fuese una enfermedad genética.
–¿Qué hay de tus hermanos y hermanas? ¿También pasaron por lo
mismo?
–Hasta cierto punto, porque mi padre era una persona lo
bastante miserable como para culparnos de sus fracasos. Decía que
nos comíamos el capital que necesitaba para tener éxito de verdad
en la última idea brillante que había tenido. Sin embargo, mis
hermanos, que destacaban en los deportes, lo tenían un poco mejor,
al menos cuando estaban en el instituto, porque mi padre era un
fanático de los deportes. Pero volvamos otra vez a tu hermano,
Tony. ¿De quién fue la idea de que invirtiera en CURE, suya o tuya?
– La voz de Daniel recuperó parte de la brusquedad
anterior.
–¿Esto se convertirá de nuevo en una
discusión?
–Tú responde a la pregunta.
–¿Qué más da de quién fue la idea?
–Fue un tremendo error de juicio permitir a un posible, o
probable, ya se verá, gángster que invirtiera en nuestra
compañía.
–Creo que fue una combinación de los dos -manifestó
Stephanie-. A diferencia de mi padre, se mostró interesado en mis
actividades, y le dije que la biotecnología era un buen campo para
invertir parte de las ganancias de los
restaurantes.
–¡Estupendo! – exclamó Daniel con un tono sarcástico-. Confío
en que te darás cuenta de que a los inversores en general no les
gusta perder dinero, aunque se les haya advertido adecuadamente de
los riesgos de una empresa que comienza. Supongo que eso es algo
que un gángster da por sobreentendido. ¿Has escuchado alguna vez
algo absolutamente desagradable como que te rompan las
piernas?
–¡Por amor de Dios, es mi hermano! Nadie le romperá las
piernas a nadie.
–Sí, pero yo no soy su hermano.
–Sugerir algo así es un insulto -replicó Stephanie. Volvió a
mirar a través de la ventanilla. Por lo general, tenía una reserva
de paciencia para aguantar los sarcasmos, el ego, y la negatividad
antisocial de Daniel, gracias al respeto que sentía por su
extraordinaria capacidad científica, pero en este momento y después
de los acontecimientos de la mañana, se le estaba
agotando.
–A la vista de las circunstancias, no tengo ningún interés en
quedarme en Washington otra noche -manifestó Daniel-. Creo que
deberíamos recoger nuestras cosas, y tomar el próximo avión del
puente aéreo a Boston.
–Por mí, de acuerdo -dijo Stephanie
bruscamente.
Se apeó del taxi por su lado mientras Daniel pagaba la
carrera. Entró en el vestíbulo del hotel, casi sin darse cuenta de
que él la seguía un par de pasos más atrás. Stephanie estaba lo
bastante alterada como para plantearse qué haría cuando estuvieran
en Boston. Dada su ofuscación mental en estos momentos, la idea de
volver al apartamento de Daniel en Cambridge donde había estado
viviendo no le resultaba en absoluto atractiva. La sugerencia de
Daniel de que su familia era tan infame como para llegar a la
violencia física era directamente un insulto. No tenía muy claro si
alguien de su familia era un usurero o participaba en otras
actividades dudosas, pero sí estaba absolutamente segura de que
nunca habían atacado a nadie.
–¡Doctora D'Agostino, un momento por favor! – llamó uno de
los recepcionistas.
Escuchar que alguien decía su nombre en voz alta en medio del
vestíbulo sorprendió a Stephanie hasta el punto de que se detuvo
bruscamente. Daniel chocó contra ella, con la consecuencia de que
se le cayó la carpeta que llevaba.
–¡Maldita sea, ten un poco más de cuidado! – protestó Daniel,
mientras se agachaba para recoger las hojas que se habían salido de
la carpeta. Un botones acudió en su ayuda. Eran copias del
procedimiento RSHT. Las había llevado a la audiencia por si se
presentaba la oportunidad de distribuirlas y facilitar a los
presentes la comprensión del procedimiento. Desafortunadamente, no
había surgido la oportunidad.
Cuando Daniel acabó de recoger las hojas, Stephanie ya había
vuelto de la recepción.
–Podrías haberme avisado de que ibas a parar -se quejó
Daniel.
–¿Quién es Carol Manning? – replicó ella, sin hacerle
caso.
–No tengo ni la más mínima idea. ¿Por qué lo
preguntas?
–Tienes un mensaje urgente de su parte. – Stephanie le
alcanzó una nota.
Daniel le echó un vistazo.
–Se supone que debo llamarla. Dice que es una emergencia.
¿Cómo puede ser una emergencia si ni siquiera sé quién
es?
–¿Cuál es el código de área? – le preguntó Stephanie,
mientras miraba por encima del hombro de su
compañero.
–Dos, cero, dos. ¿Sabes tú a cuál
corresponde?
–¡Por supuesto que sí! Es aquí mismo, en el distrito
federal.
–¡Washington! – exclamó Daniel-. Bueno, solucionado el
misterio. – Hizo una bola con el mensaje, se acercó al mostrador de
la recepción, y le pidió a uno de los empleados que la tirara a la
papelera.
Stephanie parecía haber echado raíces en el lugar donde le
había entregado la nota a Daniel. Su mente funcionaba a toda
velocidad mientras miraba a Daniel que iba hacia los ascensores.
Llevada por una súbita decisión, se acercó rápidamente a la
recepción, cogió la nota que el recepcionista todavía tenía en la
mano mientras hablaba con uno de los huéspedes, y corrió detrás de
su socio.
–Creo que deberías llamar -dijo, con voz entrecortada cuando
lo alcanzó.
–¿Sí? – preguntó Daniel con un tono de arrogancia-. No lo
creo.
Se abrió la puerta del ascensor. Daniel entró en la cabina.
Stephanie lo siguió.
–No, creo deberías llamar. Después de todo, ¿qué puedes
perder?
–Un poco más de mi autoestima -manifestó
Daniel.
El ascensor comenzó a subir. La mirada de Daniel permaneció
fija en la botonera. La de Stephanie permaneció fija en Daniel. Se
abrió la puerta. Caminaron por el pasillo.
–Recuerdo el prefijo porque lo marqué la semana pasada cuando
llamé al despacho del senador Ashley Butler. Si no recuerdo mal, el
prefijo era dos, dos, cuatro, y si es así, entonces corresponde a
la centralita del Senado.
–Razón de más para no llamar. – Daniel abrió la puerta de la
habitación y entró. Stephanie lo siguió.
Mientras Daniel se quitaba el abrigo, Stephanie fue a
sentarse a la mesa de la sala. Alisó la nota.
–Es dos, dos, cuatro -le gritó-. El urgente está subrayado. ¡Quizá el viejo carcamal
haya cambiado de opinión!
–Eso es tan improbable como que la luna se caiga de su órbita
-respondió Daniel. Se acercó a la mesa y miró el mensaje-. Es
curioso. ¿Qué demonios de emergencia podría ser? Por un momento
creí que era de algún periodista, pero eso es imposible si el
número corresponde a la centralita del Senado. Sabes, me da lo
mismo. Mostrarme dispuesto a cooperar con cualquiera que tenga la
más mínima relación con el Senado es algo que no me interesa en
este momento.
–¡Llama! No vaya a ser que escupas al cielo y acabes
escupiéndote a la cara. Si no lo haces, lo haré yo. Me haré pasar
por tu secretaria.
–¿Tú, una secretaria? ¡Qué divertido! ¡De acuerdo, venga,
llama!
–Utilizaré el altavoz para que escuches la
conversación.
–¡Fantástico! – se burló Daniel. Se tumbó en el sofá con la
cabeza apoyada en uno de los brazos y los pies en el
otro.
Stephanie marcó el número. Se escuchó un único timbrazo antes
de que se efectuara la conexión. Una voz femenina dijo «Hola» con
un tono brusco como si la persona hubiese estado esperando la
llamada impacientemente.
–Llamo de parte del doctor Daniel Lowell. – La joven sostuvo
la mirada de Daniel-. ¿Hablo con Carol Manning?
–Soy yo. Gracias por llamar. Es extremadamente importante que
hable con el doctor antes de que se marche del hotel. ¿Está
disponible?
–¿Puedo preguntar cuál es el motivo de la
llamada?
–Soy la jefa de personal del senador Ashley Butler -respondió
Carol-. Quizá me viera usted esta mañana. Estaba sentada detrás del
senador.
Daniel se pasó el dedo índice por la garganta para indicarle
a Stephanie que colgara. Ella no le hizo caso.
–Necesito hablar con el doctor -prosiguió Carol-. Tal como le
dije antes, es extremadamente importante.
Daniel repitió el gesto de antes al que añadió una expresión
de enfado, y lo hizo una tercera vez al ver que ella
titubeaba.
Stephanie le replicó con un ademán que dejara de hacer
muecas. Tenía claro que él no quería hablar con Carol Manning, pero
no estaba dispuesta a colgar.
–¿El doctor está allí? – preguntó Carol.
–Está, pero no se puede poner en este
momento.
Daniel puso los ojos en blanco.
–¿Puedo preguntar con quién hablo?
Stephanie titubeó una vez más mientras pensaba en qué decir,
después de haberle dicho a Daniel que se haría pasar por su
secretaria. Sin embargo, ahora que estaba al teléfono le pareció
ridículo, así que acabó dando su nombre.
–¡Oh, bien! – respondió Carol-. Por lo que dijo el doctor
Lowell en sus declaraciones, deduzco que es usted una colaboradora.
¿Puedo preguntar si su colaboración es cercana y quizá incluso
personal?
En el rostro de Stephanie apareció una sonrisa agria. Por un
momento miró el teléfono como si el aparato pudiera decirle por qué
Carol Manning se había saltado las reglas de cortesía para
formularle la pregunta. En circunstancias normales, Stephanie se
habría enfadado. Ahora solo sirvió para aumentar su
curiosidad.
–No quiero parecer descortés -añadió la jefa de personal,
como si quisiera anticiparse a una dura respuesta por parte de
Stephanie-. Esta es una situación un tanto violenta, pero me
informaron de que se alojaban ustedes en la misma habitación.
Confío en que comprenda que no es mi propósito entrometerme en su
vida privada sino mostrarme lo más discreta posible. Verá, el
senador quiere mantener una reunión secreta con el doctor Lowell, y
en esta ciudad eso no es nada fácil, si tenemos en cuenta la
importancia y la notoriedad del senador.
Stephanie abrió cada vez más la boca mientras escuchaba esta
sorprendente propuesta. Incluso Daniel apartó los pies del brazo
del sofá y se sentó.
–Esperaba -continuó Carol-, poderle comunicar este mensaje
directamente al doctor Lowell de forma que solo el senador, el
doctor, y yo tuviésemos conocimiento del encuentro. Es obvio que
eso ya no es posible. Espero poder contar con su discreción,
doctora D'Agostino.
–El doctor Lowell y yo trabajamos en estrecha colaboración
-señaló Stephanie-. Puede usted contar con mi discreción. –
Gesticuló frenéticamente para saber si Daniel quería intervenir en
la conversación ahora que había tomado un giro del todo
sorprendente. Daniel sacudió la cabeza y le indicó por señas que
continuara.
–Nos gustaría poder concertar el encuentro para esta noche
-dijo Carol.
–¿Puedo comunicarle al doctor Lowell el motivo de la
reunión?
–No se lo puedo decir.
–Si no me lo dice, tendremos un problema. Sé que el doctor
Lowell está muy disgustado con lo ocurrido en la audiencia de esta
mañana. No tengo ninguna seguridad de que se muestre dispuesto a
reunirse con el senador si no sabe que puede significarle algún
beneficio. – Stephanie miró a Daniel, que cerró el puño y levantó
el pulgar para comunicarle que aprobaba cómo estaba llevando el
tema.
–Eso también es difícil para mí -comentó Carol-. Aunque soy
la jefa de personal del senador y normalmente sé todo lo que pasa
en este despacho, no tengo la más mínima idea de por qué el senador
quiere reunirse con el doctor. El senador dijo que si bien el
doctor Lowell podía estar molesto por las cosas dichas en la
audiencia, debería evitar cualquier conclusión referente a la S.
1103 hasta después de la entrevista.
–Eso es un tanto vago.
–Es todo lo que puedo decir a tenor de la información de la
que dispongo. En cualquier caso, insisto en la conveniencia de que
el doctor acceda a la entrevista. Creo que le resultará
beneficiosa. No se me ocurre ninguna otra razón para este
encuentro. Se aparta de lo normal, y lo sé por experiencia
personal. Llevo dieciséis años al servicio del
senador.
–¿Dónde tendría lugar la reunión?
–El lugar más seguro sería un coche en
marcha.
–Eso suena muy melodramático.
–El senador insiste en el máximo secreto, y como le dije
antes, eso no es fácil en esta ciudad.
–¿Quién conduciría el coche?
–Yo.
–Si el doctor Lowell accede a la entrevista, insisto en estar
presente.
Daniel volvió a poner los ojos en blanco.
–Dado que ya está enterada de la invitación, supongo que no
habrá inconvenientes. En cualquier caso, para tener la certeza
absoluta, tendré que consultar con el senador.
–¿Debo suponer que vendrá a recogernos al
hotel?
–Mucho me temo que eso no podrá ser. El plan más seguro es
que usted y el doctor Lowell vayan en taxi a la Union Station. A
las nueve en punto, llegaré en un monovolumen Chevrolet negro con
cristales tintados. El número de la matrícula es GDF471. Aparcaré
delante mismo de la estación. Le daré el número de mi móvil por si
surge algún problema.
Stephanie anotó el número que le dictó
Carol.
–¿El senador puede confiar en que el doctor Lowell acudirá a
la cita?
–Le transmitiré la información al doctor Lowell tal como me
la ha comunicado.
–Eso es todo lo que pido. De todas maneras, quiero recalcar
de nuevo lo extremadamente importante que es esta cita, tanto para
el senador como para el doctor Lowell. El senador utilizó estas
mismas palabras.
Stephanie le dio las gracias, dijo que la volvería a llamar
en quince minutos y colgó. Miró a Daniel.
–Este es uno de los episodios más extravagantes en los que me
he visto metido -comentó Stephanie-. ¿A ti qué te
parece?
–¿Qué demonios se traerá entre manos el viejo
carcamal?
–Mucho me temo que solo hay una manera de
averiguarlo.
–¿De verdad crees que debo ir?
–Digámoslo de esta manera -respondió Stephanie-. Creo que
sería una tontería de tu parte no ir. Dado que el encuentro es
secreto, ni siquiera tendrás que preocuparte de perder un poco más
de autoestima, a menos que te importe lo que Ashley Butler piense
de ti, y sabiendo la opinión que te merece, no creo que sea el
caso.
–¿Crees que Carol Manning no sabe nada de la razón para la
cita?
–Sí, me lo creo. Capté un cierto resentimiento cuando lo
dijo. Tengo la sensación de que el senador oculta algo en la manga
que ni siquiera está dispuesto a compartir con su más íntima
colaboradora.
–De acuerdo -aceptó Daniel con una cierta renuencia-. Llámala
y dile que estaré en la estación a las nueve.
–Le diré que estaremos en la estación a las nueve. No mentí
cuando le dije a la señorita Manning que quería estar presente.
Insisto en ir.
–¿Por qué no? Podríamos celebrar una fiesta.
A Carol le pareció que en la modesta casa del senador en
Arlington, Virginia, estaban encendidas todas las luces cuando
entró en el camino de coches. Miró su reloj. Con las extravagancias
del tráfico de Washington, no sería lo más fácil del mundo llegar a
la Union Station a las nueve en punto. Confiaba en haberlo
calculado bien, aunque las cosas no habían comenzado
auspiciosamente. Había tardado diez minutos más de lo planeado en
venir desde su apartamento en Foggy Bottom a la casa de Ashley.
Afortunadamente, había añadido en su plan un margen de error de
quince minutos.
Puso el freno de mano, y sin apagar el motor, se dispuso a
bajar del vehículo. Pero no fue necesario que se expusiera a la
llovizna helada que caía en el exterior. Se abrió la puerta
principal de la casa, y apareció el senador. Detrás de él, vio a su
rubicunda esposa que parecía el epítome de una feliz vida
doméstica, con un delantal blanco con volantes sobre el vestido de
algodón a cuadros. Al reparo de la galería, y al parecer en
obediencia a sus órdenes, el senador consiguió abrir su paraguas
después de un par de intentos. Lo que al principio del día habían
sido unos pocos copos de nieve se había convertido en lluvia
mezclada con aguanieve.
Ashley comenzó a bajar la escalinata de su casa con el rostro
oculto por la copa del paraguas. Se movía lenta y deliberadamente,
y le dio tiempo a Carol para observar la figura fornida,
ligeramente encorvada de un hombre que en otra vida hubiese podido
ser un granjero o incluso un trabajador metalúrgico. Para Carol, no
era una visión especialmente alegre ver acercarse a su jefe. Había
algo claramente patético y deprimente en la escena. La cortina de
lluvia y el color sepia contribuían a ello, lo mismo que el
monótono vaivén de los limpiaparabrisas que trazaban implacables
sus arcos sobre el cristal mojado. Sin embargo, para Carol era más
lo que sabía que lo que veía. Aquí estaba un hombre al que había
respetado casi hasta la reverencia, para quien había hecho
innumerables sacrificios durante más de una década, pero que ahora
era imprevisible y ocasionalmente incluso ruin. A pesar de todos
los intentos que había hecho a lo largo del día, seguía sin saber
por qué había insistido en el encuentro clandestino y políticamente
arriesgado con el doctor Lowell, y debido a su insistencia en el
más absoluto secreto, no había podido preguntarle a nadie más. Para
empeorar todavía más las cosas, no podía evitar la sensación de que
Ashley le había ocultado el motivo del encuentro exclusivamente por
maldad, solo porque percibía instintivamente su desesperación por
saberlo. Durante el último año, gracias a muchos inmerecidos
comentarios sarcásticos, se había dado cuenta de que él envidiaba
su relativa juventud y su buena salud.
Carol observó cómo Ashley se detenía al pie de la escalinata
para acomodarse al terreno llano. Por un momento, pareció haberse
convertido en una estatua, una metáfora de su prepotente tozudez,
una cualidad que Carol había admirado cuando se trataba de sus
creencias políticas populistas pero que ahora la irritaba. En el
pasado, él había luchado por el poder que necesitaba para sacar
adelante sus postulados conservadores. En cambio, ahora parecía
luchar por el poder en sí mismo como si se hubiera hecho adicto a
detentarlo. Siempre le había tenido por un gran hombre que sabía
cuándo le había llegado el momento de apartarse, pero ahora ella no
lo tenía muy claro.
Ashley comenzó a caminar lentamente; con el abrigo negro, los
hombros caídos, y los pasos cortos arrastrando los pies, le recordó
a un enorme pingüino. Ganó velocidad a medida que caminaba. Carol
esperaba que diera la vuelta para sentarse en el asiento del
acompañante, pero el senador abrió la puerta trasera izquierda.
Notó el suave balanceo del vehículo cuando subió. Luego escuchó el
golpe de la puerta al cerrarse y el ruido del paraguas cuando lo
tiró al suelo.
Carol se volvió. Ashley estaba arrellanado en el asiento. En
la débil luz grisácea del interior del coche, su rostro se veía
pálido, casi fantasmagórico, y sus facciones vulgares se hundían en
la carne como si las hubiesen marcado en una masa de pan cruda. Sus
cabellos grises siempre bien peinados tenían el aspecto de un
puñado de lana de acero. El reflejo de las luces de la casa en los
cristales de sus gafas de montura ancha tenía algo de
siniestro.
–Llegas tarde -protestó Ashley, sin el menor rastro de deje
sureño en la voz.
–Lo siento -respondió Carol mecánicamente. Siempre se estaba
disculpando-. Así y todo llegaremos a la hora. ¿Quiere que hablemos
antes de ir a la ciudad?
–¡Conduce! – le ordenó Ashley.
Carol sintió cómo la dominaba la rabia. Pero se mordió la
lengua, consciente de las consecuencias si manifestaba sus
sentimientos. Ashley tenía una memoria de elefante para la más
mínima afrenta y la malicia de sus venganzas era legendaria. La
jefa de personal salió marcha atrás del camino de
coches.
La ruta era sencilla con carreteras de acceso limitado
durante la mayor parte del camino. Carol se dirigió hacia la
autopista 395 sin ninguna dificultad al pillar todos los semáforos
en verde. Cuando entró en la autopista, observó complacida que
había muchos menos coches que quince minutos antes, y aceleró hasta
la velocidad permitida. Segura de que cumpliría el horario
previsto, se relajó un poco, pero cuando se acercaron al río
Potomac, un reactor de pasajeros que despegaba del aeropuerto
Reagan pasó con gran estruendo por encima de la autopista. Tensa
como estaba, el súbito y terrible aullido de los motores la
sorprendió hasta el punto que movió bruscamente el volante y el
coche se desvió.
–Si no supiera que no puede ser -comentó Ashley, que rompió
el silencio que había mantenido después de su brusca orden, y de
nuevo con el deje sureño-, hubiera jurado por la memoria de mi
madre que la turbulencia provocada por ese avión se extendió hasta
la autopista. ¿Tienes el absoluto control de este vehículo,
querida?
–Todo va bien -respondió Carol escuetamente. En este momento,
le parecía insultante hasta el acento teatral del senador, porque
sabía que lo manejaba a voluntad.
–He estado ojeando el informe que tú y el resto del equipo
preparasteis sobre el buen doctor -prosiguió Ashley después de una
breve pausa-. Casi me lo he aprendido de memoria. No puedo menos
que felicitaros. Habéis hecho un gran trabajo. Creo que sé más de
ese muchacho que él mismo.
Carol asintió con un gesto. Continuaron en silencio hasta que
entraron en el túnel que pasaba por debajo del Washington
Mall.
–Sé que estás enfadada conmigo -dijo Ashley sorpresivamente-,
y sé la razón.
Carol miró al senador por el espejo retrovisor. Los destellos
de luz de los azulejos del túnel le iluminaban el rostro de manera
intermitente, cosa que le daba un aspecto más fantasmal que
antes.
–Estás enfadada conmigo porque no he divulgado mis motivos
para esta inminente reunión.
Carol lo miró de nuevo. Estaba sorprendida. La admisión era
algo absolutamente fuera de contexto. Nunca había sugerido que
conocía o que le importaban los sentimientos de Carol. Esta era una
prueba más de su actual imprevisibilidad, y no sabía qué
decir.
–Esto me recuerda una ocasión en que mi mamá se enfadó
conmigo -añadió Ashley, que ahora añadió su tono anecdótico al
deje. Carol gimió para sus adentros. Era un gesto que le resultaba
insoportable-. Fue cuando yo levantaba un palmo del suelo. Quería
ir a pescar yo solo en un río que estaba a un par de kilómetros de
nuestra casa donde, según decía, los bagres tenían el tamaño de
armadillos. Me marché antes del amanecer, cuando nadie más se había
levantado, y le causé a mi madre una terrible preocupación. Cuando
regresé a casa, estaba como loca. Me agarró del cuello y me
preguntó por qué no le había pedido permiso para hacer semejante
tontería a mi tierna edad. Le respondí que no le había pedido
permiso porque sabía que me diría que no. Bien, Carol, querida, me
encuentro en la misma situación ante este inminente encuentro con
el doctor. Te conozco lo bastante bien como para saber que harías
lo imposible para hacerme cambiar de opinión, y yo estoy decidido a
hacerlo.
–Solo intentaría hacerlo si fuese en su mejor interés
-replicó Carol.
–Hay ocasiones en que tus intenciones son absolutamente
transparentes. La mayoría de las personas se negarían a creer tus
verdaderos motivos, a la vista de tu aparentemente desinteresada
devoción, pero yo te conozco mejor.
Carol tragó saliva. No sabía muy bien cómo interpretar el
pomposo comentario de Ashley, pero sabía que no le interesaba ir
por la dirección que sugería, porque era una indicación de que él
sospechaba de sus secretas ambiciones.
–¿Al menos ha discutido este encuentro con Phil para estar
seguro de sus potenciales implicaciones políticas?
–¡Santo cielo, no! No he hablado de este asunto con nadie, ni
siquiera con mi esposa, bendita sea. Tú, los doctores, y yo somos
los únicos que sabemos que tendrá lugar.
Carol salió de la autopista y se dirigió hacia Massachusetts
Avenue. Se tranquilizó al ver que se acercaban a la estación, cosa
que evitaría la posibilidad de que la conversación volviera al tema
de sus metas no manifestadas. Miró su reloj. Las nueve menos
cuarto.
–Llegaremos un poco antes de la hora
-anunció.
–Entonces párate un poco -sugirió Ashley-. Preferiría llegar
a la hora en punto. Ayudará a dar el tono correcto a la
cita.
Carol giró a la derecha en North Capital y luego a la
izquierda en la D. Era una zona conocida, dada su proximidad al
edificio del Senado. Cuando se dirigió de nuevo a la estación,
faltaban tres minutos para las nueve. Eran las nueve en punto
cuando aparcó delante de la estación.
–Allí están -dijo Ashley, y señaló por encima del hombro de
Carol. Daniel y Stephanie se protegían de la lluvia con un paraguas
del Four Seasons. Destacaban entre la multitud por su inmovilidad.
Todos los demás corrían a buscar refugio, ya fuera en el edificio
de la estación o en los taxis que hacían cola.
Carol encendió por un momento las luces largas para llamar la
atención de los doctores.
–No es necesario montar una escena -protestó Ashley-. Nos han
visto.
Vieron cómo Daniel miraba su reloj antes de caminar hacia el
vehículo. Stephanie le cogía el brazo izquierdo. La pareja se
acercó a la ventanilla de Carol. Ella bajó el
cristal.
–¿Señorita Manning? – preguntó Daniel
despreocupadamente.
–¡Estoy en el asiento de atrás, doctor! – gritó Ashley antes
de que Carol pudiese responder-. ¿Qué le parece si se sienta usted
conmigo aquí atrás y su bella colaboradora se sienta delante con
Carol?
Daniel se encogió de hombros antes de que él y Stephanie
dieran la vuelta al coche. Cubrió a Stephanie con el paraguas
mientras subía, y luego subió él a la parte de
atrás.
–¡Bienvenido! – le saludó Ashley con un tono alegre, al
tiempo que le extendía su mano de dedos gruesos-. Gracias por
aceptar reunirse conmigo en una noche desagradablemente fría y
lluviosa.
Daniel miró la mano del senador pero no hizo el menor gesto
de estrechársela.
–¿Qué se le ha ocurrido, senador?
–Esto es lo que se llama un auténtico norteño -comentó Ashley
con el mismo tono, mientras bajaba la mano sin parecer ofendido en
lo más mínimo por el rechazo del científico-. Siempre dispuestos a
ir por la vía rápida sin desperdiciar el tiempo en los
refinamientos de la vida. Bien, que así sea. Ya habrá tiempo más
tarde para los apretones de mano. Mientras tanto, mi propósito es
que usted y yo nos conozcamos mejor. Verá, estoy profundamente
interesado en sus conocimientos esculapianos.
–¿Dónde vamos, senador? – preguntó Carol, que miró a su jefe
por el espejo retrovisor.
–¿Por qué no llevamos a estos buenos doctores a dar un paseo
por nuestra bella ciudad? – sugirió Ashley-. Ve hacia el Tidal
Basin para que puedan disfrutar del monumento más elegante de
nuestra ciudad.
Carol puso el coche en marcha y fue hacia el sur. Carol y
Stephanie se miraron la una a la otra en una rápida
valoración.
–Aquí a la derecha tenemos el Capitolio -añadió Ashley, y lo
señaló-. A nuestra izquierda está el Tribunal Supremo, un edificio
cuya arquitectura me encanta, y la biblioteca del
Congreso.
–Senador -manifestó Daniel-, con todo el debido respeto, que
no es mucho, no me interesa que nos ofrezca un recorrido turístico
por la ciudad, ni tampoco me interesa conocerle mejor,
especialmente después de la parodia en la que nos hizo participar
esta mañana.
–Mi querido, queridísimo amigo… -comenzó Ashley después de
una breve pausa.
–¡Acabe de una vez con el rollo sureño! – le interrumpió
Daniel despectivamente-. Además, que conste que no soy su
queridísimo amigo. Ni siquiera soy su amigo.
–Doctor, con el debido respeto, que en mi caso es sincero, se
hace usted un flaco favor con todas esas afrentas. Si me lo permite
le daré un pequeño consejo: esta mañana perjudicó su propia causa
cuando permitió que sus emociones dominaran su considerable
intelecto. A pesar de su muy claramente manifestada animosidad
hacia mí, deseo negociar con usted de hombre a hombre y mejor dicho
de caballero a caballero un tema muy importante y delicado. Ambos
tenemos algo que el otro desea, y si queremos conseguir nuestros
deseos, ambos tendremos que hacer algo que preferiríamos no
hacer.
–Habla usted con acertijos -protestó Daniel.
–Quizá sí -admitió Ashley-. ¿He captado su interés? No
añadiré nada más a menos que esté convencido de
ello.
Ashley escuchó el suspiro de impaciencia de Daniel. Por su
lenguaje corporal imaginó que el doctor había puesto los ojos en
blanco, aunque no podía estar seguro dada la oscuridad del interior
del vehículo. El senador esperó mientras Daniel miraba fugazmente a
través de la ventanilla los edificios del instituto
Smithsoniano.
–El mero hecho de admitir su interés no le obliga ni lo
amenaza en ningún sentido -añadió-. Nadie más excepto aquellos que
estamos en este vehículo está enterado de esta reunión; siempre,
claro está, que usted no se lo haya comunicado a
alguien.
–Me hubiese sentido muy avergonzado.
–Prefiero hacer caso omiso de sus groserías, doctor, de la
misma manera que esta mañana hice caso omiso de la falta de
cortesía que me demostró con su atuendo, su desdeñoso lenguaje
corporal y sus ataques verbales. Como corresponde a un caballero,
podría haberme dado por ofendido, pero no lo hice. ¡Así que
ahórrese la molestia! Lo que quiero saber es si está interesado en
negociar.
–¿Se puede saber exactamente qué debo
negociar?
–La viabilidad de su compañía, su actual carrera, sus
oportunidades de convertirse en famoso, y quizá lo más importante
de todo, la oportunidad de evitar el fracaso. Tengo razones para
creer que el fracaso es su fobia particular.
Daniel miró a Butler en la penumbra del coche. El senador fue
consciente de la fuerza de la mirada del científico, a pesar de que
no podía verla. Se animó al comprobar que poco a poco iba
consiguiendo captar su interés.
–¿Cree usted que soy una persona especialmente sensible al
fracaso? – replicó Daniel, con una voz que había perdido parte de
su tono sardónico.
–No me cabe la menor duda -afirmó Ashley-. Es usted una
persona tremendamente competitiva, algo que, combinado con su
capacidad intelectual, ha sido la fuerza impulsora de su éxito.
Pero a las personas tremendamente competitivas no les gusta
fracasar, sobre todo cuando parte de su motivación es escapar de su
pasado. A usted le ha ido bien y ha progresado mucho desde sus años
en Revere, Massachusetts, y, sin embargo, su peor pesadilla es un
fracaso que lo llevara de nuevo a sus raíces infantiles. No es una
preocupación racional, si tenemos en cuenta sus credenciales, pero
de todas maneras le acosa.
Daniel soltó una carcajada desabrida.
–¿Cómo es que se le ha ocurrido esta teoría absolutamente
ridícula y estrafalaria? – preguntó.
–Sé muchísimas cosas de usted, amigo mío. Mi padre siempre me
decía que el conocimiento era el poder. Dado que nosotros dos
tendremos que negociar, me aproveché de mis considerables recursos,
incluidos mis contactos en el FBI, para averiguar todo lo posible
sobre su compañía y su persona. A fuer de sincero, lo sé todo de
usted y de su familia desde hace generaciones.
–¿Me ha hecho investigar por el FBI? – exclamó Daniel,
atónito-. Me resulta difícil de creer.
–¡Pues créalo! Le indicaré algunos de los puntos destacados
de lo que ha resultado ser una historia muy interesante. En primer
término, está directamente emparentado con la familia Lowell de
Nueva Inglaterra, que se menciona en la famosa descripción de la
sociedad de Boston donde los Lowell solo hablaban con los Cabot y
los Cabot solo hablaban con Dios. ¿O era al revés? Carol, ¿me
puedes ayudar?
–Lo ha dicho bien, senador -respondió Carol.
–Me tranquiliza. No quiero perjudicar mi credibilidad apenas
iniciado el discurso. Desafortunadamente, doctor, su parentesco con
los famosos Lowell no le ha sido de ninguna ayuda. Al parecer, el
borracho de su abuelo fue expulsado de la familia y, lo que es más
importante, desheredado después de oponerse a los deseos
familiares, primero al abandonar los estudios para alistarse como
soldado de infantería en la Primera Guerra Mundial, y luego, cuando
lo licenciaron, casándose con una chica de clase media baja de
Medford. Por lo que se sabe fue tan terrible la experiencia que
vivió en Europa durante la guerra que estaba psicológicamente
incapacitado para reintegrarse a una sociedad privilegiada. Esto,
desde luego, era muy distinto a la situación de sus hermanos y
hermanas, que no habían ido a la guerra y que disfrutaban al máximo
de los excesos de los locos años veinte y quienes, incluso a pesar
del riesgo de convertirse en alcohólicos, estaban acabando sus
carreras y se casaban con personas de su mismo nivel
social.
–Senador, esto no me resulta nada divertido. ¿Podemos ir al
grano?
–Paciencia, amigo mío. Permítame que continúe con mi
historia. Al parecer el beodo de su abuelo paterno tampoco fue un
buen padre ni un modelo para sus diez hijos, uno de los cuales fue
su padre. El refrán «De tal palo tal astilla» es ciertamente
aplicable a su padre, que prestó servicio en la Segunda Guerra
Mundial. Aunque consiguió no acabar alcohólico perdido, tampoco fue
un buen padre ni un modelo para sus nueve hijos, y creo que está de
acuerdo conmigo. Afortunadamente, con su competitividad, su
capacidad intelectual, y por no haber tenido que vivir la
experiencia de la guerra en Vietnam, ha conseguido romper la
espiral descendente, pero no sin algunas heridas.
–Senador, por última vez, a menos que me diga en qué está
pensando con palabras, insistiré en que nos lleven de regreso a
nuestro hotel.
–Ya se lo he dicho -contestó Ashley-. En cuanto subió al
coche.
–Será mejor que me lo repita -se mofó Daniel-. Al parecer,
fue algo tan sutil que lo pasé por alto.
–Le dije que estaba interesado en sus conocimientos
esculapianos.
–Citar al dios de la medicina convierte todavía más todo esto
en una adivinanza que no tengo paciencia para resolver. Seamos
específicos, sobre todo dado que mencionó que esto era una
negociación.
–De acuerdo. Específicamente, le ofrezco un trueque entre sus
poderes como médico y mis poderes como político.
–Soy un investigador, no un médico con
ejercicio.
–Así y todo es un médico, y las investigaciones que realiza
son para curar a las personas.
–Siga.
–Lo que voy a decirle es la razón por la que estamos ahora
manteniendo esta conversación. Pero necesito su palabra de
caballero de que lo que voy a decirle será absolutamente
confidencial, sea cual sea el resultado de esta
reunión.
–Si es algo de verdad personal, no tengo ningún inconveniente
en mantener el secreto.
–¡Excelente! ¿Y usted, doctora D'Agostino? ¿También tengo su
palabra?
–Por supuesto -tartamudeó Stephanie, sorprendida por lo
inesperado de la pregunta. Estaba sentada de lado, para mirar a los
dos hombres. Llevaba en esa posición desde que el senador había
comenzado a hablar sobre el miedo al fracaso de
Daniel.
Carol tenía dificultades para seguir conduciendo y había
disminuido la velocidad considerablemente. Fascinada por la
conversación que tenía lugar en el asiento trasero, su mirada
estaba más pendiente del reflejo de Ashley en el espejo retrovisor
que de la carretera. Estaba segura de saber lo que Ashley se
disponía a decir y ahora sospechaba cuál era el plan del senador.
Estaba asombrada. El senador se aclaró la
garganta.
–Desafortunadamente, me han diagnosticado la enfermedad de
Parkinson. Para empeorar las cosas, mi neurólogo cree que tengo una
variante de la dolencia que se desarrolla rápidamente. En la última
visita incluso comentó que quizá pronto la enfermedad comience a
afectar a mi capacidad cognitiva.
Durante unos instantes reinó en el coche el más absoluto
silencio.
–¿Cuánto tiempo hace que lo sabe? – preguntó Daniel-. No he
observado ningún temblor.
–Alrededor de un año. La medicación ha ayudado pero, como
dijo mi neurólogo, cada vez hace menos efecto. Por lo tanto, mi
enfermedad no tardará en ser del conocimiento público a menos que
se haga algo y pronto. Mucho me temo que mi carrera política está
en juego.
–Espero que toda esta pantomima no acabe en lo que estoy
pensando -manifestó Daniel.
–Supongo que así es -admitió Ashley-. Doctor, quiero ser su
cobaya o, más exactamente, uno de sus ratones. Según anunció con
tanto orgullo esta mañana, ha tenido mucha suerte con sus
ratones.
Daniel sacudió la cabeza.
–¡Esto es absurdo! ¿Quiere que lo trate como he tratado a
nuestras ratas?
–Efectivamente, doctor. Ahora bien, sabía que no querría
hacerlo por una multitud de razones, y por eso esta charla es una
negociación.
–Iría contra la ley -intervino Stephanie-. La FDA nunca lo
permitiría.
–No tenía la intención de informar a la FDA -respondió Ashley
tranquilamente-. Sé lo entrometidos que llegan a ser en
ocasiones.
–Tendría que hacerse en un hospital -señaló Stephanie-. Sin
la aprobación de la FDA, ninguno lo permitiría.
–Ninguno en este país -le corrigió Ashley-. La verdad es que
pensaba en las Bahamas. Es una buena época del año para ir a las
Bahamas. Además, allí hay una clínica que satisfaría nuestras
necesidades a la perfección. Hace seis meses, mi subcomité realizó
una serie de audiencias sobre la falta de una regulación adecuada
de las clínicas de esterilidad en este país. Una clínica llamada
Wingate apareció durante las audiencias como ejemplo de cómo
algunas de estas clínicas no hacen caso de las normas más básicas
para de esa manera obtener unos cuantiosos beneficios. La clínica
Wingate se trasladó no hace mucho a la isla de New Providence para
eludir las pocas leyes aplicables a sus operaciones, que incluye
algunos tratamientos muy dudosos. Pero lo que más me llamó la
atención fue que estaban a punto de construir un centro de
investigación y un hospital con los adelantos más
modernos.
–Senador, hay unas razones muy claras por las que las
investigaciones se hacen primero con los animales antes de pasar a
los seres humanos. Hacer otra cosa es contrario a la ética en el
mejor de los casos y una verdadera locura en todos los demás. No
puede ser parte de algo semejante.
–Sabía que de entrada no le entusiasmaría la idea -señaló
Ashley-. Por eso hablo de una negociación. Verá, estoy dispuesto a
darle mi palabra de caballero de que mi proyecto de ley, el S.
1103, nunca saldrá de mi subcomité si usted acepta tratarme con su
RSHT en el más absoluto secreto. Eso significa que podrá seguir
adelante con su segunda línea de financiación, salvar a su
compañía, y convertirse en el millonario empresario biotecnológico
que aspira a ser. En cuanto a mí mismo, mi poder político todavía
está en ascenso, y seguirá así, siempre y cuando desaparezca la
amenaza del Parkinson. De esta manera, como una consecuencia de que
cada uno de nosotros hará algo que preferiría no hacer, ambos
saldríamos ganando.
–¿Qué está haciendo que no querría hacer? – preguntó
Daniel.
–Acepto el riesgo de convertirme en una cobaya -declaró
Ashley-. Soy el primero en admitir que preferiría que nuestros
papeles estuvieran invertidos, pero así es la vida. También me
arriesgo al castigo político de mis votantes conservadores que
esperan que el subcomité dé el visto bueno al proyecto de ley S.
1103.
Daniel sacudió la cabeza con una expresión de
asombro.
–Esto es un disparate.
–Hay algo más -dijo Ashley-. Consciente del riesgo que asumo
al someterme a esta nueva terapia, no creo que nuestro intercambio
de servicios esté igualado. Para rectificar ese desequilibrio y
disminuir el riesgo, reclamo una intervención
divina.
–Me da miedo preguntar a qué se refiere con una intervención divina.
–Si no lo he entendido mal, si acepta tratarme con su RSHT,
necesitará un segmento de ADN de alguien que no tiene la enfermedad
de Parkinson.
–Es correcto, pero no importa quién sea la persona. No es
necesario que los tejidos sean compatibles, como en los trasplantes
de órganos.
–A mí me importa quién sea la persona -replicó Ashley-.
También tengo entendido que podría conseguir el pequeño segmento de
ADN de la sangre.
–No podría obtenerlo de los glóbulos rojos, que no tienen
núcleo -le explicó Daniel-. En cambio, podría sacarlo de los
glóbulos blancos, que siempre encuentras en la sangre. Por lo
tanto, sí, podría obtenerlo de la sangre.
–Agradezco al buen Dios que nos diera los glóbulos blancos
-declaró Ashley-. Es la fuente de la sangre lo que ha captado mi
interés. Mi padre era un ministro baptista, pero mi madre, Dios la
tenga en su santa gloria, era una irlandesa católica. Ella me
enseñó unas cuantas cosas que nunca he olvidado. Permítame que le
haga una pregunta: ¿sabe algo sobre la Sábana Santa de
Turín?
Daniel miró a Stephanie. Una desabrida sonrisa de
incredulidad había aparecido en su rostro.
–Me criaron en la fe católica -manifestó Stephanie-. Sé lo
que es la Sábana Santa.
–Eso lo sé yo también -intervino Daniel-. Es una reliquia
religiosa que se decía que era la mortaja de Jesucristo, algo que
se demostró como una falsedad hará unos cinco
años.
–Es verdad -dijo Stephanie-. Pero fue hace más de diez años.
Según la datación del carbono 14 es de mediados del siglo
xiii.
–No me importa en lo más mínimo la datación del carbono 14
-proclamó el senador-. Sobre todo después de que fuera criticado
por varios científicos de gran prestigio. Es más, incluso si el
informe no hubiese sido puesto en duda, mi interés hubiera sido el
mismo. El sudario tenía un lugar especial en el corazón de mamá, y
se me pegó parte de su devoción cuando nos llevó a mí y a mis dos
hermanos mayores a Turín para que lo viéramos cuando yo no era más
que un chiquillo impresionable. Más allá de las dudas referentes a
su autenticidad, el hecho innegable es que hay manchas de sangre en
la tela. La mayoría está de acuerdo en ese punto. Quiero que el
pequeño segmento de ADN que se necesita para el RSHT se obtenga de
la Sábana Santa de Turín. Esa es mi exigencia y mi
oferta.
Daniel no pudo contener una carcajada de
desprecio.
–Esto es mucho más que ridículo. Es una locura. Además, ¿cómo
podría conseguir una muestra de sangre de la Sábana Santa de
Turín?
–Eso es cosa suya, doctor -señaló Ashley-. Pero estoy
dispuesto y puedo ayudarle. Estoy seguro de que podré conseguir los
detalles sobre cómo acceder a la mortaja a través de un arzobispo
que conozco, y que siempre está dispuesto a intercambiar favores
por una consideración política especial. Sé que han tomado muestras
de las manchas de sangre de la mortaja para cederlas en préstamo, y
que posteriormente fueron devueltas a la iglesia. Quizá se podría
conseguir alguna, pero usted tendría que ir a
recogerla.
–Me ha dejado sin respuestas -admitió Daniel, que hizo lo
posible para evitar la burla.
–Eso es muy comprensible -manifestó Ashley-. Estoy seguro de
que la oportunidad que le ofrezco lo ha pillado desprevenido. No
espero que me responda inmediatamente. Como un hombre reflexivo,
estoy seguro de que preferirá considerarlo a fondo. Mi propuesta es
que me llame, y le daré un número especial para que lo haga. Pero
me gustaría añadir que si no tengo noticias suyas mañana a las
diez, aceptaré que ha decidido no aprovechar mi oferta. A las diez,
le ordenaré a mi equipo que convoque al subcomité a la brevedad
posible para que vote el proyecto de ley S. 1103, de forma tal que
pase a consideración del pleno del comité y luego al Senado. Estoy
seguro de que el grupo de presión del BIO ya le ha informado de que
el S. 1103 será aprobado sin problemas.
Las luces traseras del coche de Carol Manning se perdieron a
lo lejos mientras el vehículo seguía por Louisiana Avenue y se
confundieron con el tráfico general antes de desaparecer en la
oscuridad de la noche. Stephanie y Daniel las siguieron hasta
perderlas, y luego se miraron el uno al otro. Sus rostros estaban
separados solo unos centímetros, dado que mantenían sus cuerpos
apretados debajo del paraguas. Una vez más, permanecían inmóviles
en la acera delante de la estación, en el mismo lugar donde una
hora antes habían esperado a que vinieran a recogerlos. Entonces
les había dominado la curiosidad y la intriga. Ahora estaban
atónitos.
–Mañana por la mañana, juraré que todo esto fue una
alucinación -opinó Stephanie, y sacudió la cabeza.
–Tengo la sensación de que el tema tiene algo de irreal
-admitió Daniel.
–Creo que grotesco es un adjetivo mucho más
adecuado.
Daniel miró la tarjeta del senador que tenía en la mano
libre. Le dio la vuelta. En el dorso, Butler había garabateado el
número de un teléfono móvil donde podía ponerse en contacto directo
con él durante las siguientes doce horas. Leyó el número varias
veces como si quisiera aprenderlo de memoria.
Una súbita racha de viento hizo que la lluvia se moviera en
un plano horizontal. Stephanie se estremeció cuando las gotas
heladas le azotaron el rostro.
–¡Hace frío! ¡Volvamos al hotel! No tiene sentido quedarnos
aquí y acabar empapados.
Daniel, como si despertara de un trance, se disculpó y echó
una ojeada a la explanada de delante de la estación. Había una
parada de taxis en uno de los lados, y varios vehículos que hacían
cola. Con el paraguas a modo de escudo para protegerse del viento,
caminó hacia la parada con Stephanie pegada a sus talones. Llegaron
al primer vehículo de la cola, y Daniel sostuvo el paraguas para
evitar que su compañera se mojara mientras subía al coche, y luego
la siguió.
–Al hotel Four Seasons -le indicó al taxista, que lo miraba
por el espejo retrovisor.
–Esta noche ha sido irónica además de grotesca -comentó
Stephanie sin más, mientras arrancaba el taxi-. El mismo día que
escucho de tu boca cuatro palabras sobre tu familia, el senador
Butler me ofrece un relato con pelos y señales.
–A mí me pareció más irritante que irónico -replicó Daniel-.
Diablos, que me hiciera investigar por el FBI es una flagrante
violación de mi vida privada. También es pasmoso que el FBI lo
hiciera. Me refiero a que soy un ciudadano particular que no es
sospechoso de ningún delito. Semejante abuso recuerda los días de
J. Edgar Hoover.
–¿Así que todo lo que dijo Butler de ti es
verdad?
–Supongo que lo es en lo esencial -respondió Daniel con un
tono vago-. Escucha, hablemos de la oferta del
senador.
–Te puedo decir mi reacción ahora mismo. ¡Creo que es
repugnante!
–¿No le ves ningún aspecto positivo?
–El único aspecto positivo que le veo es que confirma nuestra
impresión de que el hombre es la quintaesencia del demagogo.
También es un hipócrita detestable. Está en contra del RSHT
exclusivamente por razones políticas, y está dispuesto a prohibir
el procedimiento y la investigación a pesar de su potencial para
salvar vidas y aliviar los sufrimientos. Al mismo tiempo, lo quiere
para él. Eso es imperdonable y obsceno, y desde luego no vamos a
ser partícipes de algo semejante. – Stephanie soltó una breve
carcajada de desprecio-. Lamento mucho haber prometido guardar el
secreto de su enfermedad. Todo este asunto es una historia que
volvería locos a los medios, y a mí me encantaría servírsela en
bandeja.
–Desde luego que no podemos ir a los medios -manifestó Daniel
categóricamente-, y tampoco creo que debamos actuar impulsivamente.
Creo que la oferta de Butler merece ser
considerada.
Stephanie, sorprendida, se volvió para mirar a Daniel.
Intentó verle el rostro en la penumbra.
–No lo dirás en serio, ¿verdad?
–Hagamos una lista de las cosas que sabemos. Conocemos muy
bien el desarrollo de las neuronas productoras de dopamina a partir
de las células madre, así que en ese aspecto no es como si
estuviésemos dando manotazos en la oscuridad.
–Lo hemos hecho con células madre de ratones, no con células
humanas.
–El proceso es el mismo. Hay colegas que lo han hecho con
células madre humanas utilizando la misma metodología. Hacer las
células no es el problema. En cuanto las tengamos, podemos seguir
exactamente el mismo protocolo que utilizamos con los ratones. No
hay ninguna razón para creer que no dará resultados en los humanos.
Después de todo, las últimas ratas que tratamos han respondido
perfectamente bien.
–Excepto aquellas que murieron.
–Sabemos por qué murieron todas las que no respondieron al
tratamiento. Fue antes de que perfeccionáramos la técnica de la
inyección. Todos los ratones que inyectamos correctamente han
sobrevivido y se han curado. En el caso de un voluntario humano,
tendremos un aparato esterotaxis que no existe para los ratones.
Eso permitirá que la inyección sea más precisa, infinitamente más
fácil, y por lo tanto, más segura. Además, nosotros no nos
encargaríamos de la inyección. Buscaríamos a un neurocirujano que
esté dispuesto a echarnos una mano.
–No puedo creer lo que escucho -exclamó Stephanie-. Suena
como si ya te hubieses convencido a ti mismo de hacer este
experimento que además de descabellado va contra todos los
principios éticos, y eso es lo que sería: un experimento peligroso
e incontrolado en un único sujeto humano. No importa cuál sea el
resultado; carecería de todo valor, excepto quizá para
Butler.
–No estoy de acuerdo. Al aceptar la propuesta, salvaremos
CURE y el RSHT, y al final serán millones de personas las que
resultarán beneficiadas. A mí me parece que una pequeña falta ética
es un precio asumible a la vista de los extraordinarios beneficios
finales.
–Si aceptamos, estaremos haciendo exactamente aquello de lo
que el senador Butler acusó esta mañana a la industria
biotecnológica en su discurso de apertura: utilizar los fines para
justificar los medios. Sería una falta ética muy grave experimentar
con el senador. Así de claro y sencillo.
–Sí, bueno, quizá hasta cierto punto, pero ¿a quién estamos
poniendo en peligro? ¡Al villano! Es él quien lo pide. Peor aún,
nos chantajea para que lo hagamos gracias a la información que
consiguió después de convencer al FBI, vaya a saber con qué medios,
para que hiciera una investigación ilegal.
–Todo eso puede ser cierto, pero la suma de dos males no son
un bien y no nos absuelve de nuestra complicidad.
–Yo creo que sí. Haremos que Butler firme un documento que
nos exonere de cualquier responsabilidad, incluido el hecho de que
somos absolutamente conscientes de que aplicar el procedimiento
puede ser considerado antiético por cualquier junta investigadora
de este país, porque se hace sin un protocolo debidamente aprobado.
El documento dejará bien claro que fue idea de Butler utilizar el
procedimiento y que se utilizara fuera del país. También dejará
constancia de que se valió de la extorsión para que
participáramos.
–¿Crees que firmará un documento así?
–No le daremos elección. Si no firma, no se beneficiará del
RSHT. Me gusta la idea de que utilicemos el procedimiento en las
Bahamas. De esa manera no estaremos violando ninguna regla de la
FDA, y tendremos un documento que nos descarga de cualquier culpa
en el caso de que lo necesitemos. La responsabilidad caerá
directamente sobre los hombros de Butler.
–Déjame que lo piense unos minutos.
–Tómate tiempo, pero de verdad creo que el peso moral está de
nuestra parte. Sería diferente si le estuviéramos forzando en
cualquier sentido. No es así. Es todo lo
contrario.
–Se podría argumentar que no estaba informado. Es un
político, no un médico. No conoce a fondo los riesgos. Podría
morir.
–No va a morir -declaró Daniel enfáticamente-. Seremos el
máximo de conservadores en el margen de error, y con esto quiero
decir que el peor de los casos será que no le inyectemos las
células suficientes para mantener la concentración de dopamina en
un nivel lo bastante alto como para eliminar todos los síntomas. Si
eso ocurre, nos suplicará que lo hagamos de nuevo, algo que será
fácil, dado que mantendremos un cultivo de las células
tratadas.
–Déjame que lo piense.
–Claro -dijo Daniel.
Durante el resto del trayecto permanecieron en silencio.
Cuando subían en el ascensor del hotel Stephanie
preguntó:
–¿Crees sinceramente que encontraremos un lugar adecuado para
aplicar el procedimiento?
–Butler ha dedicado muchos esfuerzos a este asunto. No creo
que haya dejado nada al azar. Sinceramente, me sorprendería que no
hubiera hecho investigar la clínica que mencionó al mismo tiempo
que a mí.
–Supongo que eso es posible. Si no me equivoco, me parece
haber leído algo sobre la clínica Wingate hará cosa de un año. Era
una clínica de reproducción asistida muy conocida en Bookford,
Massachusetts, antes de que, obligada por las presiones, se
trasladara a las Bahamas. Fue todo un escándalo.
–Yo también lo recuerdo. La dirigían un par de tipos que iban
por libre. Su departamento de investigación estuvo realizando
experimentos de clonación reproductiva antiéticos.
–Absurdos sería una descripción más ajustada, como querer
gestar fetos humanos en cerdos. Recuerdo que también estuvieron
implicados en la desaparición de un par de estudiantes de Harvard
donantes de óvulos. Los directores tuvieron que escapar del país, y
se salvaron por los pelos de que los extraditaran. En conjunto,
parece lo más opuesto a la clase de lugar y personas con las que
deberíamos relacionarnos.
–No nos relacionaremos con ellos. Aplicaremos el
procedimiento, nos lavaremos las manos, y nos
marcharemos.
Se abrieron las puertas del ascensor. Caminaron por el
pasillo hacia la suite.
–¿Qué pasa con el neurocirujano? – preguntó Stephanie-.
¿Crees que podremos encontrar a alguien que quiera tomar parte en
toda esta trama? El que sea sabrá que hay algo sospechoso en todo
esto.
–Con el incentivo adecuado, eso no será un problema. Lo mismo
pasará con la clínica.
–Te refieres al dinero.
–¡Por supuesto! El motivador universal.
–¿Cómo piensas respetar la palabra que diste a Butler de
mantener el secreto?
–Ese es un tema que le afecta más a él que a nosotros. No
utilizaremos su verdadero nombre. Sin las gafas y el traje oscuro,
supongo que será uno de esos tipos anónimos. Si se viste con una
camisa de manga corta en plan hawaiano y se pone gafas de sol,
quizá nadie le reconozca.
Stephanie utilizó su tarjeta magnética para abrir la puerta.
Se quitaron los abrigos y fueron a sentarse en la
sala.
–¿Te apetece algo del minibar? – preguntó Daniel-. Quiero
celebrarlo. Hace un par de horas, creía que nos había engullido una
nube negra. Ahora hay un rayo de sol.
–No vendría mal una copa de vino -respondió Stephanie. Se
frotó las manos para calentárselas antes de acurrucarse en una
esquina del sofá.
Daniel descorchó una botella de cabernet y llenó una copa
balón. Se la dio a Stephanie antes de servirse un copa de whisky.
Se sentó en el otro extremo del sofá. Brindaron y bebieron un sorbo
de sus respectivas copas.
–¿Así que quieres seguir adelante con este plan descabellado?
– preguntó Stephanie.
–Lo haré, a menos que tú encuentres unas muy buenas razones
para no hacerlo.
–¿Qué me dices de esa tontería del Santo Sudario? Me refiero
a eso de la «intervención divina». ¡Qué idea más idiota y
presuntuosa!
–No estoy de acuerdo. Considero que es algo
genial.
–No lo dirás en serio.
–¡Por supuesto! Será el mejor de los placebos, y sabemos lo
poderosos que pueden ser. Si quiere creer que está recibiendo algo
del ADN de Jesucristo, por mí no hay ningún inconveniente. Le dará
un poderoso incentivo para creer en la cura. Opino que es una idea
brillante. No estoy proponiendo que estamos obligados a conseguir
el ADN del sudario. Podríamos decirle que lo hicimos, y el
resultado será el mismo. Pero podemos echarle una ojeada. Si hay
sangre en el sudario como dice y podemos tener acceso a ella como
sugiere, podría servir.
–¿Aunque las manchas de sangre sean del siglo
xiii?
–Los años no significan nada. El ADN estará fragmentado, pero
no será un problema. Podríamos utilizar la misma prueba que usamos
con una muestra de ADN fresca para formar el segmento que
necesitamos, y después aumentarlo con el PCR. Esto añadiría un
toque de desafío e interés en muchos aspectos. Lo más duro será
resistir a la tentación de escribir el procedimiento para Nature o Science después de
hacerlo. ¿Te imaginas el título: «El RHST y el Santo Sudario de
Turín se combinan para producir la primera cura de la enfermedad de
Parkinson en los seres humanos»?
–No podremos publicar ni una palabra de todo esto -afirmó
Stephanie.
–¡Lo sé! Solo que es divertido pensar en ser el heraldo de
las cosas que vendrán. El próximo paso será un experimento
controlado, y ese sí que lo podremos publicar. En ese momento, CURE
estará en el candelero y se habrán acabado para siempre nuestros
problemas financieros.
–Desearía poder compartir tu entusiasmo.
–Creo que lo harás en cuanto las cosas comiencen a encajar.
Aunque esta noche no hemos hablado de fechas, asumiré que el
senador está dispuesto a que se haga cuanto antes. Eso significa
que tendremos que empezar con los preliminares mañana en cuanto
lleguemos a Boston. Me ocuparé de hacer los arreglos con la clínica
Wingate y buscar al neurocirujano. ¿Qué te parece si tú te ocupas
de la muestra de la Sábana Santa?
–Eso al menos será interesante -manifestó Stephanie, que
intentó mostrar un poco de entusiasmo ante la idea de tratar a
Butler, a pesar de las advertencias de su intuición-. Siento
curiosidad por descubrir por qué la Iglesia todavía lo considera
una reliquia después de haberse demostrado que es
falso.
–Es obvio que el senador cree que es
auténtico.
–Tal como lo recuerdo, la datación del carbono 14 fue
confirmada por tres laboratorios independientes. Eso es algo muy
difícil de descartar por las buenas.
–Ya veremos lo que encuentras -dijo Daniel-. Mientras tanto,
tendremos que pensar en algunos viajes
importantes.
–¿Te refieres a Nassau?
–A Nassau y probablemente a Turín, según lo que tú
averigües.
–¿De dónde sacaremos el dinero para pagar los
viajes?
–De Ashley Butler.
Stephanie enarcó las cejas.
–Quizá, después de todo, esta escapada no esté nada
mal.
–¿Entras en esto conmigo? – preguntó Daniel.
–Supongo que sí.
–No suena muy positivo.
–Es lo mejor que puedo ofrecer en este momento. En cualquier
caso, tal como has dicho, puede que me anime a medida que progresen
las cosas.
–Cogeré todo lo que me den -anunció Daniel. Se levantó del
sofá y le apretó el hombro a Stephanie mientras lo hacía-. Me
tomaré otra copa. Dame la tuya.
Daniel sirvió el vino y el whisky, y volvió a sentarse.
Después de mirar su reloj, dejó la tarjeta de Butler en la mesa de
centro y cogió el teléfono.
–Vamos a comunicarle al senador la buena noticia. Estoy
seguro de que se mostrará la mar de ufano, pero como dice él: «Así
es la vida». – Daniel apretó el botón de altavoz para tener tono.
La llamada fue atendida en el acto. La voz de barítono de Ashley
Butler con el típico deje sureño sonó en toda la
habitación.
–Senador -dijo Daniel que interrumpió la verborrea de
Ashley-. No quiero parecer descortés, pero es tarde y solo quería
comunicarle que he decidido aceptar su oferta.
–¡Dios sea loado! – entonó Ashley-. ¡Sin demoras! Me temía
que fuera a permitir que esta sencilla decisión le perturbara su
descanso y que no llamara hasta mañana. ¡No puedo estar más
complacido! ¿Puedo suponer que la doctora D'Agostino también ha
aceptado participar?
–He aceptado -respondió Stephanie, que intentó imprimir a su
voz un tono positivo.
–¡Excelente, excelente! – exclamó Ashley-. No es que me
sorprenda, dado que este asunto redundará en beneficio de todos.
Pero creo muy sinceramente que compartir todos la misma opinión y
la identidad de propósitos son factores clave para el éxito, porque
todos desearemos que la empresa culmine con el mayor de los
éxitos.
–Suponemos que usted querrá empezar inmediatamente -comentó
Daniel.
–Por supuesto, mis queridos amigos, por supuesto. Se me acaba
el tiempo en lo que se refiere a ocultar mi enfermedad -explicó
Ashley-. No hay tiempo que perder. Muy oportunamente para nuestros
propósitos, habrá unas vacaciones del Senado. Será del veintidós de
marzo al ocho de abril. Normalmente, es un tiempo que me reservo
para hacer campaña en mi estado, pero he decidido dedicarlo a mi
tratamiento. ¿Un mes es tiempo suficiente para que usted y los
científicos tengan preparadas las células
sanadoras?
Daniel miró a Stephanie y le susurró:
–Es más rápido de lo que esperaba. ¿Tú qué opinas? ¿Podremos
hacerlo?
–Es arriesgado -susurró Stephanie a su vez, y se encogió de
hombros-. Primero, necesitaremos unos días para cultivar sus
fibroblastos. Luego, suponiendo que no tengamos problemas con la
transferencia nuclear para crear un preembrión viable,
necesitaremos cinco o seis días para que se forme el blastocito.
Después, necesitaremos otro par de semanas de cultivo de las
células alimentadoras cuando recojamos las células
madre.
–¿Hay algún problema? – preguntó Ashley-. No consigo escuchar
ni jota de lo que están discutiendo.
–¡Un segundo, senador! – le rogó Daniel-. Estoy hablando con
la doctora D'Agostino de los plazos. Ella será la encargada de
hacer la mayor parte del trabajo manual.
–A continuación tendremos que diferenciarlas en las células
nerviosas correctas -añadió Stephanie-. Eso nos llevará otro par de
semanas, o quizá un poco menos. Las células de los ratones solo
tardaron diez días.
–¿Cuánto calculas si todo va bien? – preguntó Daniel-.
¿Tendremos bastante con un mes?
–Teóricamente es posible. Se podría hacer, pero tendríamos
que empezar casi de inmediato con el trabajo celular, mañana mismo
si es posible. El problema es que necesitaríamos tener disponibles
óvulos humanos y no los tenemos.
–¡Maldita sea! – murmuró Daniel. Se mordió el labio inferior
y frunció el entrecejo-. Estoy tan acostumbrado a trabajar con
óvulos de vaca que me olvidé del problema del suministro de óvulos
humanos.
–Es un problema grave -admitió Stephanie-. Incluso en las
mejores circunstancias donde ya tenemos a la espera a una donante
de óvulos, necesitamos más o menos un mes para estimularla y
obtenerlos.
–Bueno, quizá nuestros alocados amigos de la clínica puedan
ayudarnos también en este aspecto. Como es un centro de
reproducción asistida, sin duda tendrán unos cuantos óvulos de
reserva. Si tenemos en cuenta su nada ética reputación, estoy
seguro de que con el incentivo adecuado podremos convencerlos de
que nos den lo que necesitamos.
–Supongo que es posible, pero en ese caso nos veremos todavía
más comprometidos con ellos. Cuanto más hagan por nosotros, más nos
costará lavarnos las manos de todo este asunto y marcharnos tan
alegremente como has sugerido hace unos momentos.
–Pues no tenemos mucho más donde elegir. La alternativa es
renunciar a CURE, al RSHT, y a todos nuestros sacrificios y
esfuerzos.
–A ti te corresponde decidir. Pero que conste que a la vista
de su historial me molesta mucho verme comprometida con la gente de
Wingate en lo que sea.
Daniel asintió un par de veces mientras reflexionaba; luego
lanzó un suspiro, y reanudó la conversación.
–Senador, hay una posibilidad de que tengamos unas cuantas
células para el tratamiento en un mes. No obstante, debo advertirle
que requerirá esfuerzos y un poco de suerte, y que debemos comenzar
inmediatamente. Tendrá que prestarnos toda su
colaboración.
–Seré dócil como un cordero. Ya puse en marcha el proceso
hace un mes cuando arreglé todo para llegar a Nassau el veintitrés
de marzo y quedarme en la isla durante el período de vacaciones.
Incluso hice una reserva para usted. Para que vea lo seguro que
estaba de su participación. Era importante hacerlo con tiempo
porque esta época del año es temporada alta en las Bahamas. Nos
alojaremos en el Atlantis, donde tuve el placer de alojarme el año
pasado mientras maduraba este plan. Es un complejo hotelero lo
suficientemente grande como para garantizar el anonimato e ir y
venir sin despertar sospechas. También hay un casino, y como podrá
usted imaginar, disfruto jugando cuando tengo la fortuna de
disponer de unos cuantos dólares en el bolsillo y me lo puedo
permitir.
Daniel miró a Stephanie. Por un lado, le alegraba que Ashley
hubiese hecho las reservas y así adelantar en el proyecto, pero por
el otro le irritaba comprobar que el senador tenía la seguridad de
poder manipularlo.
–¿Se inscribirá con su verdadero nombre? – le preguntó
Stephanie.
–Por supuesto. Solo utilizaré un nombre falso cuando ingrese
en la clínica Wingate.
–¿Qué hay de la clínica? – le interrogó Daniel-. Confío en
que los haya investigado absolutamente a fondo, como hizo con mi
pasado.
–Ha acertado. Creo que encontrará la clínica muy adecuada
para nuestros propósitos, aunque no puedo decir lo mismo del
personal. El director de la clínica es el doctor Spencer Wingate,
un tipo algo fanfarrón aunque al parecer bien calificado en el
campo de la esterilidad. Parece estar más interesado en ser una
figura de la vida social de la isla y, por lo visto, piensa volar
al Viejo Continente para buscar clientes en las cortes europeas. Su
segundo es el doctor Paul Saunders, que se encarga del trabajo
diario. Es un individuo más complicado, que se ve a sí mismo como
un investigador de primera a pesar de su falta de preparación
adecuada, más allá del tema de la esterilidad. Estoy seguro de que
ambos individuos estarán dispuestos a colaborar en lo que sea tan
solo con alabar su vanidad. Para ellos, la perspectiva de trabajar
con alguien con sus conocimientos y fama es una oportunidad única
en la vida.
–Me halaga, senador.
Stephanie sonrió al captar el sarcasmo en la voz de
Daniel.
–Solo porque se lo merece -replicó Ashley-. Además, uno debe
tener fe en su médico.
–Diría que los doctores Wingate y Saunders estarán más
interesados en el dinero que en mi historial.
–Mi opinión es que les interesará su historial como una
manera de obtener el prestigio que les ayudará a ganar dinero -dijo
Ashley-. En cualquier caso, su naturaleza venal y su carencia de
preparación como investigadores no es algo que nos concierna, más
allá de tenerlo presente y aprovecharlo en nuestro beneficio. Son
las instalaciones y los equipos lo que nos
interesa.
–Espero que tenga presente que hacer este procedimiento en
estas circunstancias no resultará precisamente
barato.
–No pretendo en absoluto que sea barato -respondió Ashley-.
Quiero un servicio de primera calidad, lo mejor de lo mejor. No se
preocupe, tengo acceso a fondos más que suficientes para cubrir
cualquier gasto necesario para el bien de mi carrera política. Pero
espero que sus servicios personales sean pro
bono. Después de todo, es un intercambio de
favores.
–De acuerdo -asintió Daniel-. Pero antes de prestar cualquier
servicio, la doctora D'Agostino y yo necesitaremos que firme un
documento de descargo que redactaremos. En este documento
describirá exactamente la manera en que se inició este asunto y
también todos los riesgos que supone, incluido el hecho de que
nunca hemos experimentado este procedimiento en un ser
humano.
–Mientras tenga la garantía de la confidencialidad de este
documento de descargo, no tendré ningún reparo en firmarlo.
Comprendo que lo quieran para su protección. Estoy absolutamente
seguro de que reclamaría lo mismo si estuviese en su posición, por
lo tanto no habrá ningún problema, siempre y cuando no incluya nada
irrazonable o inapropiado.
–Le puedo asegurar que será muy razonable -afirmó Daniel-.
Por otro lado, quiero pedirle que utilice los recursos que mencionó
para acceder a la Sábana Santa de Turín, y obtener una
muestra.
–Ya le he dado instrucciones a la señorita Manning para que
establezca los debidos contactos con los prelados con quienes
mantengo una relación de trabajo. Supongo que solo tardará unos
días. ¿Cuál es el tamaño de la muestra que
necesita?
–Puede ser extremadamente pequeño. Unas pocas fibras
bastarían, siempre que sean fibras tomadas de una parte del sudario
que tenga una mancha de sangre.
–Hasta un ignorante como yo sabe esa parte. El hecho de que
necesite una muestra tan pequeña simplificará mucho las cosas. Tal
como le mencioné esta noche, sé que se han sacado muestras que
después fueron devueltas a la Iglesia.
–La necesitamos lo más pronto posible -señaló
Daniel.
–Comprendo muy bien la necesidad de la rapidez -respondió
Ashley-. ¿Necesitan alguna cosa más de mí?
–Sí -intervino Stephanie-. Necesitaremos una biopsia de su
piel mañana por la mañana. Si existe la posibilidad de que podamos
producir las células sanadoras en un mes, tendremos que llevarnos
su biopsia cuando regresemos mañana a Boston. Su médico de cabecera
puede arreglar que un dermatólogo le haga la biopsia y nos la envíe
por mensajero al hotel. Servirá como fuente de los fibroblastos que
criaremos en un cultivo de tejido.
–Me ocuparé de la muestra mañana a primera
hora.
–Creo que eso es todo por ahora -dijo Daniel. Miró a
Stephanie, y ella asintió.
–Tengo que pedirles algo muy importante -manifestó Ashley-.
Creo que deberíamos intercambiarnos unas direcciones de e-mail
especiales y utilizar el correo electrónico para todas nuestras
comunicaciones, que deberán ser breves y genéricas. La próxima vez
que hablemos directamente será en la clínica Wingate en la isla
Nueva Providencia. Quiero mantener este asunto en el más estricto
secreto, y cuanto menos contacto directo tengamos, mejor. ¿Les
parece bien?
–Por supuesto -asintió Daniel.
–En cuanto al dinero para gastos -añadió el senador-, le
enviaré un mensaje con el número de una cuenta en un banco de
Nassau, abierta por uno de mis comités de acción política, de la
cual podrán retirar fondos. Por supuesto, esperaré que, en su
momento, me presenten una rendición de cuentas. ¿Les parece
bien?
–Siempre que haya bastante dinero -dijo Daniel-. Uno de los
mayores gastos será para obtener los óvulos
humanos.
–Le reitero que tendrá a su disposición fondos más que
adecuados. ¡Puede estar seguro!
Unos minutos más tarde, después de una larga despedida por
parte de Ashley, Daniel se inclinó para desconectar el altavoz.
Levantó el teléfono para dejarlo de nuevo sobre la mesa. Luego se
volvió para mirar a Stephanie.
–No pude menos que reírme cuando llamó fanfarrón al director
de la clínica Newgate. Se cree el ladrón que todos son de su
condición.
–Has acertado al decir que le ha dedicado mucho tiempo a este
asunto. Me sorprendió cuando dijo que había hecho las reservas hace
un mes. No tengo ninguna duda de que mandó investigar la
clínica.
–¿Ahora ya no te da tanto reparo implicarte en su
tratamiento?
–Hasta cierto punto -admitió Stephanie-. Sobre todo cuando
dice que no tendrá ningún inconveniente en firmar el documento de
descargo que escribiremos. Al menos tengo la sensación de que ha
considerado el carácter experimental de lo que haremos y los
riesgos inherentes. Antes no lo tenía claro.
Daniel se desplazó en el sofá, rodeó a Stephanie con sus
brazos y la estrechó contra su cuerpo. Notaba los latidos de su
corazón. Echó la cabeza un poco hacia atrás para contemplar las
oscuras profundidades de sus ojos.
–Ahora que aparentemente tenemos las cosas controladas en el
campo científico, político y financiero, ¿qué te parece si seguimos
con lo que empezamos la noche pasada?
Stephanie le devolvió la mirada.
–¿Es una proposición?
–Claro que sí.
–¿Tu sistema nervioso autónomo está dispuesto a
cooperar?
–Mucho más que la noche pasada, te lo
aseguro.
Daniel se levantó y ayudó a Stephanie.
–Nos hemos olvidado del cartel de no molestar -comentó
Stephanie, mientras Daniel la llevaba rápidamente hacia el
dormitorio.
–Vivamos peligrosamente -respondió él, con una mirada
pícara.