PARA AUDREY
Si bien su capacidad para recordar se ha perdido, la mía no;
así que mis más sinceras gracias, mamá, por todo tu amor,
dedicación y sacrificios especialmente durante mis primeros años…
un cariño que se ha hecho más conmovedor y profundo
ahora que tengo a un sano, feliz y travieso hijo de tres años.



AGRADECIMIENTOS


Lo mismo que con muchas de mis novelas, en particular aquellas que tratan con conocimientos que exceden mis estudios de química y de medicina en el campo de la cirugía y la oftalmología, me he beneficiado enormemente de la erudición profesional, la sabiduría y la experiencia de mis amigos y de los amigos de mis amigos a la hora de buscar documentación, planear y escribir Convulsión, que toca temas de medicina, biotecnología y política. Una multitud de personas han sido extraordinariamente generosas con su valioso tiempo y conocimientos. Aquellos a los que quiero manifestar mi agradecimiento son (en orden alfabético):


Jean Cook, MSW, CAGS: una psicóloga, una lectora muy perceptiva, una crítica valiente y una valiosa tabla de resonancia.

Joe Cox, J.D., LLM: un dotado abogado experto en impuestos además de lector de obras de ficción, que lo sabe todo de las estructuras corporativas, la financiación y los temas legales internacionales.

Gerald Doyle, M.D.: un comprensivo internista forjado en un molde de épocas pasadas, con una lista de referencia de primer orden de médicos clínicos de éxito.

Orrin Hatch, J.D.: un venerado senador de Utah, quien me permitió generosamente conocer de primera mano un día típico en la vida de un senador y me obsequió con divertidas historias de senadores cuyas biografías fueron una magnífica fuente para crear a mi ficticio Ashley Butler.

Robert Lanza, M.D.: una dínamo humana que lucha incansablemente por cerrar la brecha entre la medicina clínica y la biotecnología del siglo xxi.

Valerio Manfredi, Ph. D.: un entusiasta arqueólogo y escritor italiano, quien generosamente se ocupó de las presentaciones y de preparar mi visita a Turín, Italia, para documentarme sobre el extraordinario Santo Sudario de Turín.


PRÓLOGO


El lunes, 22 de febrero de 2001, fue uno de esos días de mediados de invierno sorprendentemente cálidos que profetizaban falsamente la llegada de la primavera para los habitantes de la costa atlántica. El sol brillaba desde Maine hasta la punta de los cayos de Florida, y asombrosamente ofrecía una diferencia de temperatura entre uno y otro extremo inferior a los diez grados centígrados. Estaba destinado a ser un día normal y feliz para la gran mayoría de los habitantes de este extenso litoral, aunque para dos individuos excepcionales marcaría el comienzo de una serie de acontecimientos que, en última instancia, harían que sus vidas se cruzaran trágicamente.



Hora: 13.35

Cambridge, Massachusetts


Daniel Lowell apartó la mirada de la hoja rosa que tenía en la mano. Había dos cosas en la nota que la hacían única: primero, la persona que había hecho la llamada era el doctor Heinrich Wortheim, director del departamento de química de Harvard, que reclamaba la presencia del doctor Lowell en su despacho, y segundo, la casilla de urgente aparecía marcada con una cruz. El doctor Wortheim siempre se comunicaba por carta y esperaba recibir una respuesta escrita. Como uno de los más eminentes químicos mundiales que ocupaba el sillón directivo del lujoso y muy bien remunerado departamento de Harvard, era un personaje excéntricamente napoleónico. En contadas ocasiones trataba directamente con el vulgo que incluía a Daniel, a pesar de que Daniel era el titular de su propio departamento, sometido a la autoridad de Wortheim.

–¡Eh, Stephanie! – gritó Daniel a través del laboratorio-. ¿Has visto el aviso de llamada que está en mi mesa? Es del emperador. Quiere verme en su despacho.

Stephanie apartó la cabeza de los oculares del estereomicroscopio que estaba utilizando y miró a Daniel.

–No tiene buena pinta -comentó.

–Tú no le dijiste nada, ¿verdad?

–¿Cómo podría tener la oportunidad de decirle nada? Solo le he visto en dos ocasiones mientras hice el doctorado: cuando defendí la tesis y cuando me entregó el diploma.

–Seguramente se huele algo de nuestros planes -opinó Daniel-. Supongo que no debería sorprenderme, si tengo en cuenta la cantidad de personas con las que he hablado para que formen parte de nuestro consejo científico asesor.

–¿Piensas ir?

–No me lo perdería por nada del mundo.

Solo era un breve paseo desde el laboratorio hasta el edificio que albergaba las dependencias administrativas del departamento. Daniel tenía claro que caminaba hacia una confrontación, pero en realidad no le importaba. Al contrario, era algo que esperaba con interés.

En cuanto Daniel entró en la oficina, la secretaria del departamento le indicó que pasara sin más al despacho de Wortheim. El viejo ganador del Nobel le esperaba sentado al otro lado de su mesa escritorio antigua. Los cabellos blancos y el rostro afilado hacían que Wortheim pareciera más viejo de los setenta y dos años que decía tener. Pero su apariencia no disminuía en nada su autoritaria personalidad, que irradiaba de él como un campo magnético.

–Por favor, siéntese, doctor Lowell -dijo Wortheim, que miró a su visitante por encima de las gafas de montura metálica. Aún conservaba un muy leve rastro de acento alemán a pesar de que había vivido casi toda su vida en Estados Unidos.

Daniel aceptó la invitación. Era consciente de que una débil y despreocupada sonrisa, que sin ninguna duda no escaparía a la mirada del director del departamento, se mantenía en su rostro. A pesar de su edad, las facultades de Wortheim seguían siendo tan agudas como siempre y atentas a cualquier desliz. El hecho de que Daniel tuviera que rendir pleitesía a este dinosaurio era en parte el motivo de haber acertado en su decisión de abandonar la vida académica. Wortheim era brillante, y había obtenido el premio Nobel, pero continuaba empantanado en la química inorgánica sintética del siglo pasado. La química orgánica en forma de proteína y sus respectivos genes era el presente y el futuro del campo.

Fue Wortheim quien rompió el silencio después del cruce de miradas entre los dos hombres.

–Deduzco de su expresión que los rumores son ciertos.

–¿Podría ser un poco más específico? – replicó Daniel. Quería tener la seguridad de que sus sospechas eran correctas. No pensaba hacer el anuncio hasta dentro de un mes.

–Ha estado formando un consejo de asesores científicos -añadió Wortheim. Dejó la silla y comenzó a pasearse por el despacho-. Un consejo asesor solo puede significar una cosa. – Se detuvo para mirar a Daniel con un desdén hostil-. Tiene la intención de presentar su renuncia, y ha fundado o está a punto de fundar una empresa.

–Culpable con todas las de la ley -proclamó Daniel. No pudo evitar una sonrisa de oreja a oreja mientras el rostro de Wortheim mostraba un color rojo subido. Era evidente que Wortheim equiparaba su proceder con la traición cometida por Benedict Arnold durante la guerra de la Independencia norteamericana.

–Hice lo imposible en su favor cuando lo contratamos -replicó Wortheim, furioso-. Incluso le construimos el laboratorio que exigió.

–No me llevaré su dichoso laboratorio -manifestó Daniel. No podía creer que Wortheim intentara hacerle sentirse culpable.

–Su insolencia es insultante.

–Podría disculparme, pero no sería sincero.

Wortheim volvió a sentarse.

–Su marcha me pondrá en una situación difícil como presidente de la universidad.

–Lo siento mucho, y esta vez lo digo con toda sinceridad. Pero todos esos tejemanejes burocráticos forman parte de las razones por las que no lamentaré abandonar la vida académica.

–¿Qué más?

–Estoy harto de sacrificar mis investigaciones para dedicarme a la enseñanza.

–Usted es uno de los que menos clases dan de todo el departamento. Fue algo que negociamos cuando se sumó al equipo.

–Así y todo me roba tiempo a mi trabajo. Sin embargo, no es ese el tema principal. Quiero recoger los beneficios de mi creatividad. Ganar premios y publicar artículos en las revistas científicas no es suficiente.

–Quiere convertirse en una celebridad.

–Supongo que esa es una manera de decirlo. El dinero tampoco me vendrá nada mal. ¿Por qué no? Hay personas con la mitad de mi talento que lo han hecho.

–¿Alguna vez ha leído Arrowsmith de Sinclair Lewis?

–No tengo muchas ocasiones de leer novelas.

–Quizá tendría que buscarse un hueco para hacerlo -sugirió Wortheim despectivamente-. Pudiera ser que se replanteara su decisión antes de que sea irreversible.

–Ya lo he pensado todo lo que hacía falta y más. Creo que es lo correcto.

–¿Quiere saber mi opinión?

–Me parece que ya sé cuál es su opinión.

–Creo que será un desastre para ambos, pero sobre todo para usted.

–Muchas gracias por sus palabras de aliento -dijo Daniel. Se levantó-. Nos veremos por el campus -añadió, y luego salió del despacho.


Hora: 17.15

Washington


–Gracias a todos por venir a verme -manifestó el senador Ashley Butler con su cordial deje sureño. Con una sonrisa pintada en su rostro fofo, estrechó las manos de un grupo de hombres y mujeres de expresión ansiosa que se habían levantado al unísono en el momento en que entró en su pequeña sala de reuniones en el edificio del Senado en compañía del jefe de su equipo. Los visitantes estaban agrupados alrededor de la mesa que ocupaba el centro de la sala. Eran los representantes de una organización de pequeños empresarios de la capital del estado del senador que pretendían conseguir una reducción de impuestos, o quizá una rebaja en los seguros. El senador no recordaba exactamente cuál de las dos, y no figuraba en su agenda como correspondía. Tendría que llamarle la atención al encargado de su despacho por el fallo-. Lamento llegar tarde -añadió mientras estrechaba vigorosamente la mano del último de los visitantes-. Esperaba con gran interés la ocasión de reunirme con ustedes, y quería ser puntual, pero hoy ha sido uno de esos días en que todo se complica. – Puso los ojos en blanco para dar más énfasis a la disculpa-. Desafortunadamente, debido a la hora y a otro compromiso urgente, no puedo quedarme. Lo siento. De todas maneras, les dejo con Mike. Es fabuloso.

El senador dio una palmada en el hombro del miembro de su equipo asignado a atender al grupo, e insistió en que el joven se acercara hasta que sus muslos tocaron el borde de la mesa.

–Mike es el mejor de mis ayudantes. Él escuchará sus problemas y después me informará. Estoy seguro de que podemos ayudarlos, y queremos hacerlo.

El senador volvió a palmear varias veces el hombro de Mike, y le dedicó una sonrisa de admiración como si fuese un padre orgulloso en la graduación de su hijo.

Los visitantes agradecieron a coro la atención del senador al recibirlos, sobre todo a la vista de su recargada agenda. Todos los rostros mostraban idénticas sonrisas de entusiasmo. Si los había desilusionado la brevedad de la visita y el hecho de que hubiesen tenido que esperar casi media hora, no lo demostraron en lo más mínimo.

–Ha sido un placer -afirmó Ashley-. Estamos aquí para servir. – Se volvió para dirigirse a la puerta. Antes de salir, repitió un gesto de despedida. Los visitantes de su estado le respondieron de la misma guisa.

–Ha sido fácil -le murmuró Ashley a Carol Manning, su jefa de personal, que había salido de la sala al mismo tiempo que su jefe-. Tenía miedo de que me retuvieran con una letanía de historias a cuál más penosa y unas peticiones imposibles de atender.

–Parecían unas personas agradables -comentó Carol con un tono vago.

–¿Crees que Mike podrá apañárselas con ellos?

–No lo sé -admitió Carol-. No lleva mucho tiempo por aquí, así que no tengo idea.

El senador caminó con paso rápido por el largo pasillo hacia su despacho privado. Miró su reloj. Eran las cinco y veinte.

–Supongo que tienes presente dónde me llevarás ahora.

–Por supuesto. Vamos de nuevo a la consulta del doctor Whitman.

El senador miró a Carol con una expresión de reproche al tiempo que apoyaba el índice en sus labios.

–No es una información para consumo general -susurró, irritado.

Sin hacer el menor caso de su jefa de despacho, Dawn Shackelton, Ashley cogió al vuelo las hojas que ella le ofreció cuando pasó junto a su mesa y entró en su despacho. En las hojas aparecían un esbozo de las actividades del día siguiente junto con una lista de las llamadas recibidas durante el tiempo que había estado en la sala de sesiones para una votación de última hora, y la transcripción de una entrevista improvisada con alguien de la CNN que lo había pillado en los pasillos.

–Será mejor que vaya a buscar el coche -dijo Carol después de mirar la hora en su reloj-. Tenemos que estar en la consulta a las seis y media, y nadie sabe cómo estará el tráfico cuando salgamos de aquí.

–Buena idea. – Ashley fue a sentarse en su silla mientras leía la lista de llamadas.

–¿Le recojo en la esquina de C y la Segunda?

El senador respondió con un gruñido. Varias de las llamadas eran importantes, dado que las habían hecho los jefes de algunos de sus muchos comités de acción política. Para él, recaudar fondos era la parte más importante de su trabajo, sobre todo cuando tenía por delante la campaña para la reelección en noviembre del año siguiente. Escuchó el suave chasquido de la puerta cuando salió Carol. Por primera vez en todo el día, se encontró inmerso en el silencio. Miró en derredor. También, por primera vez en todo el día, estaba solo.

Inmediatamente, la ansiedad que había notado en cuanto había abierto los ojos aquella mañana se extendió por todo su cuerpo como un incendio fuera de control. La notaba desde la boca del estómago a la punta de los dedos. Nunca le había gustado ir al médico. Cuando era un niño, había sido sencillamente el miedo a las inyecciones o a cualquier otra experiencia dolorosa o vergonzante. Pero a medida que se había hecho mayor, el miedo había cambiado y se había convertido en más fuerte y angustioso. Visitar al médico se había convertido en un desagradable recordatorio de su mortalidad y el hecho de que ya no era un jovenzuelo. Ahora era como si el mero hecho de acudir al médico aumentase las posibilidades de tener que enfrentarse a algún diagnóstico espantoso como el cáncer o, peor todavía, el síndrome de Lou Gehrig.

Unos pocos años atrás, a uno de los hermanos de Ashley le habían diagnosticado dicha enfermedad después de experimentar unos vagos síntomas neurológicos. Tras el diagnóstico, el hombre, de recia complexión física y aficionado a los deportes, que había sido la viva imagen de la salud, se había convertido rápidamente en un inválido y había fallecido en cuestión de meses ante la impotencia de los médicos.

Ashley dejó los papeles sobre la mesa con aire ausente y miró a la distancia. Él también había comenzado a tener unos vagos síntomas neurológicos desde hacía un mes. Al principio no les había hecho caso, y los había atribuido al estrés del trabajo, a beber demasiado café o a no haber dormido bien. Los síntomas eran más o menos claros pero nunca desaparecían del todo. En realidad, poco a poco parecían ir empeorando. Lo más preocupante eran los temblores intermitentes en su mano izquierda. En algunas ocasiones había tenido que sujetarla con la derecha para evitar que alguien se diera cuenta. Después estaba la sensación de tener arena en los ojos, cosa que les hacía lloriquear de una forma llamativa. Por último, había una ocasional sensación de rigidez que le obligaba a realizar un esfuerzo físico y mental para levantarse y caminar.

Una semana antes, el problema le había impulsado a ver a un médico a pesar de su supersticiosa renuencia a hacerlo. No había acudido al Walter Reed o al Centro Médico Naval de Bethesda. También tenía miedo de que los periodistas descubrieran que algo no iba bien. Ashley no quería esa clase de publicidad. Después de casi treinta años en el Senado se había convertido en una fuerza para tener en cuenta, a pesar de su reputación como un obstruccionista que regularmente incumplía con las orientaciones de su partido. Gracias a su apoyo a cuestiones fundamentalistas y populistas como los derechos de los estados y la oración en las escuelas, además de su postura en contra de la acción afirmativa y el aborto, había conseguido desdibujar las posturas del partido al tiempo que se había hecho con una legión de partidarios cada vez mayor. La reelección para el Senado no le plantearía ningún problema gracias a su bien aceitada maquinaria política. La meta de Ashley era presentarse a candidato a la Casa Blanca en el 2004. No necesitaba que nadie se interesara o hiciera correr rumores referentes a su salud.

En cuanto superó su renuencia a buscar una opinión profesional, Ashley fue a visitar a un internista particular en Virginia que ya le había atendido en el pasado y que era un modelo de discreción. El internista a su vez lo había enviado inmediatamente al doctor Whitman, un neurólogo.

El doctor Whitman no había querido comprometerse, aunque después de escuchar los miedos específicos de Ashley, había manifestado sus dudas de que el problema pudiera estar relacionado con el síndrome de Lou Gehrig. Después de una revisión a fondo y de enviarle a que le hicieran una serie de pruebas, incluida una resonancia magnética, el médico no le había ofrecido un diagnóstico sino que le había recetado una medicación para ver si le aliviaba los síntomas. Luego le había dicho que volviera al cabo de una semana cuando ya dispondría de los resultados de las pruebas. Añadió que quizá para entonces ya estaría en condiciones de darle un diagnóstico. Era esta visita la que tanto preocupaba ahora a Ashley.

El senador se pasó la mano por la frente. Sudaba a pesar de la temperatura fresca de la habitación. Notaba el pulso acelerado. ¿Qué pasaría si al final tenía el síndrome? ¿Qué pasaría si tenía un tumor cerebral? A principios de los setenta, cuando Ashley era senador de su estado, uno de sus colegas había sido víctima de un tumor cerebral. Intentó en vano recordar cuáles habían sido los síntomas. Lo único que recordaba era haber visto cómo el hombre se convertía en una sombra de sí mismo antes de morir.

La puerta de la oficina exterior se abrió y Dawn asomó la cabeza que mostraba un peinado impecable.

–Carol acaba de llamar por el móvil. Estará en el punto de encuentro en cinco minutos.

Ashley asintió. Afortunadamente, se levantó sin dificultad. El hecho de que la medicación que le había recetado el doctor Whitman parecía haber obrado un milagro era para él la única nota alegre de todo el asunto. Los síntomas que tanto le preocupaban habían desaparecido salvo un ligero temblor de la mano cuando faltaban unos minutos para tomar la dosis. Si el problema se podía tratar con tanta facilidad, quizá no tendría sentido preocuparse tanto. Al menos eso fue lo que se dijo para convencerse.

Carol, tal como esperaba Ashley, se presentó puntualmente. Llevaba trabajando con él los últimos dieciséis años de su casi treinta en el Senado, y una y otra vez le había dado sobradas muestras de su capacidad, su dedicación, y su lealtad. Mientras se dirigían a Virginia, Carol intentó aprovechar el tiempo del viaje para discutir los acontecimientos del día y la agenda del día siguiente, pero no tardó en darse cuenta de que Ashley no le prestaba atención y guardó silencio. Así que se concentró en conducir en medio de un tráfico infernal.

La ansiedad de Ashley fue en aumento a medida que se acercaban a la consulta. Cuando se apeó del coche, estaba bañado en sudor. El senador había aprendido a lo largo de los años a escuchar a su intuición, y ahora sonaban todos los timbres de alarma. Había algo malo en su cerebro, él lo sabía, y lo que hacía ahora era pretender negarlo.

La cita había sido fijada para conveniencia de Ashley después del horario normal de la consulta, y un silencio sepulcral reinaba en la desierta sala de espera. La única luz la suministraba la pequeña lámpara en la mesa de la recepcionista. Ashley y Carol esperaron un momento, sin saber qué hacer. Luego se abrió una puerta y la brillante luz de los fluorescentes inundó la sala. En el umbral apareció la silueta recortada del doctor Whitman.

–Lamento esta bienvenida poco hospitalaria -manifestó el doctor Whitman-. Todo el mundo se ha ido a casa. – Accionó el interruptor. Vestía una impecable bata blanca. Su actitud era absolutamente profesional.

–No es necesario que se disculpe -respondió Ashley-. Agradecemos su discreción. – Miró el rostro del médico, con la ilusión de ver algo en su expresión que pudiera interpretarse como un buen augurio. No vio nada.

–Senador, por favor pase a mi despacho. – El doctor Whitman hizo un gesto-. Señorita Manning, si tuviese usted la bondad de esperar aquí…

El despacho del médico era un ejemplo de la pulcritud compulsiva. El mobiliario consistía en una mesa y dos sillas para los pacientes. Los objetos sobre la mesa estaban cuidadosamente alineados, mientras que los libros en la estantería estaban ordenados por su tamaño.

El doctor Whitman le señaló una de las sillas antes de sentarse. Apoyó los codos en la mesa, y unió las puntas de los dedos. Esperó a que el senador se sentara antes de mirarlo. Hubo una pausa inquietante.

Ashley nunca se había sentido tan incómodo. Su ansiedad había llegado al límite. Había dedicado la mayor parte de su vida a conseguir el poder, y lo había conseguido en una medida que superaba todas sus expectativas. Sin embargo, en este momento, estaba absolutamente indefenso.

–Me comentó cuando hablamos por teléfono que la medicación le había ayudado -comenzó el doctor Whitman.

–Ha sido fantástico -exclamó Ashley, que se animó inmediatamente al ver que el doctor Whitman había comenzado por el lado positivo-. Han desaparecido casi todos los síntomas.

El médico asintió como si hubiese esperado la respuesta afirmativa. Su expresión continuó siendo indescifrable.

–Yo hubiese dicho que es una buena noticia -añadió el senador.

–Nos ayuda a formular el diagnóstico -replicó el doctor Whitman.

–Bueno… ¿qué es? – preguntó Ashley después de una pausa que se le hacía eterna-. ¿Cuál es el diagnóstico?

–La medicación contiene levadopa -respondió el médico con el tono de un profesor-. El cuerpo la convierte en dopamina, que es una sustancia activa en la transmisión neuronal.

Ashley respiró con fuerza. Un súbito estallido de rabia amenazó con salir a la superficie. No quería que le dieran una conferencia, como si fuese un estudiante. Quería un diagnóstico. Tenía la sensación de que el médico jugaba con él como un gato que juega con un ratón acorralado.

–Ha perdido unas cuantas células que actúan en la producción de la dopamina -prosiguió el doctor Whitman-. Estas células están en una parte de su cerebro que recibe el nombre de substantia nigra.

Ashley levantó las manos como si se rindiera. Suprimió el deseo de cantarle cuatro frescas y tragó saliva.

–Doctor, vayamos al grano. ¿Cuál es el diagnóstico?

–Estoy seguro en un noventa y cinco por ciento que tiene usted la enfermedad de Parkinson -contestó el médico. Se echó hacia atrás. Un chirrido de la silla acompañó al movimiento.

Ashley permaneció callado durante unos momentos. No sabía gran cosa de la enfermedad de Parkinson, pero no sonaba bien. En su mente aparecieron las imágenes de algunos famosos que padecían la enfermedad. Al mismo tiempo, respiró más tranquilo al saber que no tenía un tumor cerebral o el síndrome de Lou Gehrig. Se aclaró la garganta.

–¿Es algo que se puede curar? – se permitió preguntar.

–En la actualidad no tiene cura -respondió el doctor Whitman-. Pero como usted ha podido comprobar con la medicación que le receté, se puede controlar durante un tiempo.

–¿Eso qué significa?

–Podemos mantenerle relativamente libre de los síntomas durante un tiempo, quizá un año, o quizá más. Desafortunadamente, dado su historial de unos síntomas que se desarrollan relativamente rápido, diría, de acuerdo con mi experiencia, que los medicamentos perderán su efectividad a un ritmo más rápido que en muchos otros pacientes. A partir de ese momento, la enfermedad le irá debilitando progresivamente. No nos quedará otra cosa que enfrentarnos a cada circunstancia a medida que aparezca.

–Esto es un desastre -murmuró Ashley. Se sentía abrumado por las implicaciones. Sus peores temores se habían convertido en realidad.


1


Miércoles, 20 de febrero de 2002. Hora: 18.30.


Un año más tarde.


A Daniel Lowell le pareció que el taxi se había detenido inútilmente en el mismo centro de la calle M en Georgetown, Washington, una arteria de cuatro carriles con un tráfico endemoniado. A Daniel nunca le había gustado viajar en taxi. Le parecía el colmo de la ridiculez confiarle la vida a un desconocido que casi siempre provenía de algún distante país del Tercer Mundo y que frecuentemente parecía más interesado en hablar por su teléfono móvil que en estar atento a la conducción. Estar sentado en medio de la calle M en hora punta, en la oscuridad y con los coches que pasaban a gran velocidad por ambos lados mientras el conductor hablaba desaforadamente en un idioma desconocido era la encarnación de sus pesadillas. Daniel miró a Stephanie. Parecía relajada y le sonrió en la penumbra. Ella le apretó la mano cariñosamente.

Solo cuando se inclinó hacia delante para mirar a través del parabrisas Daniel vio el semáforo que permitía un giro a la izquierda en mitad de la manzana. Al mirar al otro lado de la calle, vio una entrada de coches que conducía a un edificio que parecía una caja sin ninguna característica especial.

–¿Ese es el hotel? – preguntó Daniel-. Si lo es, no se parece mucho a un hotel.

–Esperemos a hacer nuestra evaluación hasta que dispongamos de más datos -respondió Stephanie, con un tono juguetón.

Cambió la luz y el taxi salió disparado como un caballo de carreras en la salida. El conductor sujetaba el volante con una sola mano mientras aceleraba en el giro. Daniel se sujetó para no verse lanzado contra la puerta del coche. Después de un gran salto al atravesar el desnivel entre la calle y el camino de entrada, y otro violento giro a la izquierda para situarse debajo de la marquesina, el conductor frenó con la brusquedad necesaria para tensar el cinturón de seguridad de Daniel. Un segundo más tarde, se abrió la puerta de Daniel.

–Bienvenidos al Four Seasons -les saludó alegremente un portero de librea-. ¿Se alojarán ustedes en el hotel?

Daniel y Stephanie dejaron el equipaje en manos del portero, entraron en el vestíbulo y se dirigieron a la recepción. Pasaron junto a una serie de esculturas dignas de un museo de arte moderno. La alfombra era gruesa y mullida. Casi todas las butacas de terciopelo estaban ocupadas por personas vestidas con mucha elegancia.

–¿Cómo me has convencido para que me aloje aquí? – preguntó Daniel-. El exterior puede ser feo, pero el interior sugiere que esto no tiene nada de barato.

Stephanie obligó a Daniel a detenerse.

–¿Pretendes sugerir que has olvidado nuestra conversación de ayer?

–Ayer hablamos de mil cosas -murmuró Daniel. Se fijó en una mujer que pasó a su lado con un caniche en brazos y que lucía una alianza con un diamante del tamaño de una pelota de ping-pong.

–¡Sabes perfectamente bien a qué me refiero! – proclamó Stephanie. Sujetó la barbilla de Daniel y le obligó a girar la cara-. Decidimos sacar el máximo provecho de este viaje. Nos quedaremos dos noches en este hotel. Vamos a disfrutarlo y espero que disfrutemos también el uno del otro.

Daniel no pudo evitar la sonrisa al captar la divertida lujuria de Stephanie.

–Mañana tendrás que responder a las preguntas del subcomité de política sanitaria del senador Butler, y no será precisamente una experiencia agradable -añadió Stephanie-. Eso está claro. Pero a pesar de lo que pase allí, al menos vamos a llevarnos de regreso a Cambridge el recuerdo de unos momentos gloriosos.

–¿No podríamos haber disfrutado de unos momentos gloriosos en algún hotel un poco menos extravagante?

–Ni hablar -declaró Stephanie-. Aquí hay gimnasio, masajistas y un servicio de habitaciones de primera. Nosotros lo aprovecharemos todo. Así que relájate y deja de sufrir. Además, yo pagaré la cuenta.

–¿Lo harás?

–¡Claro que sí! Con el sueldo que estoy cobrando, me parece justo devolverle una parte a la compañía.

–¡Ese ha sido un golpe bajo! – exclamó Daniel con un tono divertido, al tiempo que fingía apartarse de una bofetada imaginaria.

–Escucha -dijo Stephanie-. Sé que la compañía no ha podido pagarnos nuestros sueldos durante un tiempo, pero me ocuparé de que este viaje lo carguen a la cuenta de gastos de la compañía. Si mañana las cosas salen mal, algo que es muy posible, dejaremos que cuando nos declaremos en quiebra el juzgado decida cuánto cobrará el Four Seasons por nuestra indulgencia.

La sonrisa de Daniel dio paso a una franca carcajada.

–¡Stephanie, nunca dejas de sorprenderme!

–Todavía no has visto nada -replicó Stephanie con una sonrisa-. La pregunta es: ¿Vas a desmelenarte o qué? Incluso en el taxi, vi que estabas tenso como la cuerda de una guitarra.

–Eso fue porque me preocupaba saber si llegaríamos aquí sanos y salvos, y no cómo íbamos a pagar todo esto.

–Vamos, manirroto -dijo Stephanie, y empujó suavemente a Daniel hacia la recepción-. Subamos a nuestra suite.

–¿Suite? – exclamó Daniel, mientras se dejaba arrastrar hacia la recepción.

Stephanie no había exagerado. La habitación daba a una parte del Chesapeake y al canal de Ohio, con el río Potomac al fondo. En la mesa de centro de la sala había un cubo de hielo con una botella de champán. En la cómoda del dormitorio y en la repisa del enorme cuarto de baño de mármol había jarrones con flores frescas.

En cuanto salió el botones, Stephanie abrazó a Daniel. Sus ojos oscuros miraron los ojos azules del hombre. Una leve sonrisa apareció en sus labios carnosos.

–Sé que te preocupa mucho lo de mañana -comenzó-, así que te propongo una cosa. ¿Qué te parece si me dejas a mí a cargo de todo? Ambos sabemos que de aprobarse el proyecto de ley del senador Butler tu brillante procedimiento se convertirá en ilegal, tras lo cual cancelarán el segundo tramo de la financiación de la compañía, con las lógicas y desastrosas consecuencias. Dicho esto, y ahora que lo tenemos claro, vamos a olvidarnos de todo por esta noche. ¿Puedes hacerlo?

–Puedo intentarlo -manifestó Daniel, aun a sabiendas de que sería imposible. El fracaso era algo que le aterrorizaba.

–Eso es todo lo que te pido -insistió Stephanie. Le dio un beso antes de ocuparse de abrir el champán-. ¡Este es el programa! Nos tomaremos una copa, y luego a la ducha. Luego, iremos a un restaurante que se llama Critonelle que según me han dicho es fantástico, y donde ya tenemos reservada una mesa. Después de una maravillosa cena, volveremos aquí y haremos el amor hasta el agotamiento. ¿Qué dices?

–Que estaría loco si pusiera pegas -replicó Daniel, y levantó las manos como si se rindiera.

Stephanie y Daniel vivían juntos desde hacía algo más de dos años. Se habían fijado el uno en el otro a mediados de los ochenta, cuando Daniel había vuelto a la vida académica y Stephanie estudiaba biología en Harvard. Ninguno de los dos había hecho nada para satisfacer su mutua atracción porque las relaciones entre profesores y alumnos estaban en contra de la política universitaria. Además, ninguno de los dos tenía la menor idea de que sus sentimientos eran recíprocos, al menos hasta que Stephanie había completado su doctorado y había entrado a formar parte del profesorado, cosa que les había dado la oportunidad de tratarse en un nivel más igualado. Incluso sus respectivas áreas científicas se complementaban. Cuando Daniel abandonó la universidad para fundar su compañía, fue algo absolutamente natural que Stephanie lo acompañara.

–No está nada mal -opinó Stephanie cuando acabó la copa y la dejó en la mesa-. ¡Venga! Sorteemos a quién le toca primero la ducha.

–No hace falta sortearlo -dijo Daniel. Dejó su copa junto a la de Stephanie-. Te la cedo. Tú primero. Mientras te duchas, yo me afeitaré.

–Trato hecho.

Daniel no sabía si era el champán o el entusiasmo contagioso de Stephanie pero se sentía mucho menos tenso, aunque no menos preocupado, mientras se enjabonaba la cara y comenzaba a afeitarse. Como solo había tomado una copa, decidió que era Stephanie. Tal como ella había comentado, quizá mañana se produciría el desastre, un miedo que le recordaba inquietantemente la profecía de Heinrich Wortheim el día en que había descubierto que Daniel se reincorporaba a la industria privada. En cualquier caso, Daniel intentaría que dichos pensamientos no le estropearan la visita, al menos por esta noche. Intentaría dejarse llevar por Stephanie y divertirse.

Al mirar en el espejo más allá de su rostro enjabonado, vio la sombra de la silueta de Stephanie a través de la mampara de la bañera empañada de vapor. Escuchó la canción que cantaba por encima del estruendo del agua. Tenía treinta y seis años pero aparentaba diez años menos. Tal como él le había comentado en más de una ocasión, había sido afortunada en la lotería genética. Su alta y bien formada figura era delgada y firme como si hiciera gimnasia a diario, cosa que no hacía, y su piel morena no tenía casi ninguna imperfección. La abundante cabellera oscura a juego con los ojos negro azabache completaban la figura.

Stephanie abrió la puerta de la mampara y salió de la ducha. Se secó el cabello enérgicamente, sin preocuparse en absoluto de su desnudez. Durante un momento se dobló por la cintura para dejar que los cabellos colgaran libremente mientras se los secaba frenéticamente con la toalla. Luego se levantó bruscamente para que sus cabellos volaran hacia atrás como un caballo que sacude las crines. Cuando comenzó a secarse la espalda con un provocativo meneo de las caderas, vio que Daniel la miraba en el reflejo del espejo. Se detuvo.

–¡Eh! – exclamó-. ¿Qué miras? Se supone que te estás afeitando. – De pronto sintió vergüenza y se envolvió rápidamente con la toalla como si fuese un minivestido sin tirantes.

Daniel superó la vergüenza de haber sido sorprendido como un mirón; dejó la maquinilla de afeitar y se acercó a Stephanie. La sujetó por los hombros y miró sus ojos que parecían hechos de ónice líquido.

–No he podido evitarlo. Eres terriblemente sensual y absolutamente seductora.

Stephanie inclinó la cabeza hacia un lado para mirar a Daniel desde una nueva perspectiva.

–¿Estás bien? – le preguntó.

–Muy bien -respondió Daniel, y se echó a reír.

–¿No habrás vuelto al salón para pulirte la botella de champán tú solo?

–Lo digo en serio.

–No has dicho nada parecido desde hace meses.

–Decir que me carcomía la preocupación es poco. Cuando se me ocurrió fundar la compañía, nunca imaginé que conseguir fondos me ocuparía el ciento diez por ciento de mis esfuerzos. Ahora, como si aquello fuese poco, aparece esta amenaza política, que bien podría acabar destrozando toda la operación.

–Lo comprendo. De verdad que sí, y no me lo he tomado como algo personal.

–¿De verdad que han pasado meses?

–Confía en mí -dijo Stephanie, y asintió con la cabeza para recalcar las palabras.

–Me disculpo, y como muestra de mi arrepentimiento, me gustaría presentar una moción para cambiar el programa de la noche. Propongo que nos vayamos a la cama ahora mismo, y dejemos la cena para más tarde. ¿Alguien la secunda?

Daniel se inclinó para darle a Stephanie un beso juguetón, pero ella le apartó el rostro enjabonado apoyando la punta de su dedo índice en la nariz. Su expresión sugería que tocaba algo en extremo repugnante, sobre todo mientras se limpiaba la espuma que le manchaba el dedo en el hombro de su compañero.

–Las reglas parlamentarias no conseguirán que esta dama se pierda una buena cena -afirmó-. Me costó lo mío conseguir la reserva, así que se mantienen los planes para la noche tal como se votaron y aprobaron en su momento. ¡Ahora acaba de afeitarte! – Le dio un vigoroso empujón hacia el lavabo, y ella ocupó el contiguo para secarse el cabello.

–Bromas aparte -gritó Daniel para hacerse escuchar por encima del aullido del secador cuando acabó de afeitarse-. Estás preciosa. Algunas veces me pregunto qué ves en un viejo como yo. – Se hizo un masaje con loción para después del afeitado.

–No se puede decir que nadie con cincuenta y dos años sea viejo -gritó Stephanie a su vez-. Sobre todo cuando se es tan activo como tú. En honor a la verdad, tú también eres muy sexy.

Daniel se miró en el espejo. No tenía mal aspecto, aunque no iba a engañarse a sí mismo con la idea de que era un tipo sexy. Muchos años atrás, se había reconciliado con el hecho de que estaba en el lado negativo de la ecuación de la vida, después de crecer como un prodigio científico desde sexto grado. Stephanie solo pretendía ser amable. Siempre había tenido el rostro delgado, así que al menos no tendría el problema de que le saliera papada o incluso arrugas, salvo algunas discretas patas de gallo en las comisuras de los ojos cuando sonreía. Se había mantenido activo físicamente, aunque no mucho durante los últimos meses, debido al poco tiempo que le dejaba buscar financiación para su compañía. Como miembro del profesorado de Harvard, había aprovechado al máximo las instalaciones deportivas y había frecuentado las canchas de squash y balonmano, además de practicar el remo en el río Charles. A su juicio, el único problema real en su apariencia eran las entradas cada vez más grandes y la calvicie en la coronilla, junto con las canas que salpicaban sus cabellos castaños, pero eso era algo que no podía solucionar.

Cuando terminaron de acicalarse, se pusieron los abrigos, y salieron del hotel guiados por las sencillas indicaciones que les había dado el conserje para ir al restaurante. Cogidos del brazo, caminaron varias manzanas en dirección oeste por la calle M, y pasaron por delante de una amplia variedad de galerías de arte, librerías y tiendas de antigüedades. La noche era fresca pero no demasiado fría y se veían las estrellas en el cielo despejado a pesar de las luces de la ciudad.

En el restaurante un camarero los acompañó hasta una mesa situada en un lateral que les permitía un cierto grado de intimidad en la sala llena a rebosar. Pidieron la comida y una botella de vino, y se dispusieron a disfrutar de una cena romántica. Después de que les hubiesen servido los entrantes y que ambos se divirtieran recordando su mutua atracción antes de que comenzaran a salir, disfrutaron de un cómodo silencio. Desafortunadamente, Daniel lo rompió.

–Quizá no sea el momento más oportuno para sacar a colación el tema… -comenzó.

–Pues entonces no lo hagas -le interrumpió Stephanie, que adivinó de inmediato cuál era el tema.

–Debo hacerlo -replicó Daniel-. De hecho, tengo que hacerlo, y ahora mejor que más tarde. Hace ya unos cuantos días, dijiste que investigarías a nuestro torturador, el senador Ashley Butler, con la intención de encontrar algo que pudiera ayudarme en la audiencia de mañana. Sé que lo hiciste, aunque no has dicho ni pío. ¿Cómo es eso?

–Si no recuerdo mal estuviste de acuerdo en olvidarte de la audiencia por esta noche.

–Acepté intentar olvidarme de la audiencia -le corrigió Daniel-. No le he conseguido. ¿No has sacado el tema porque no has encontrado nada que pueda ayudarme o qué? Ayúdame ahora y nos olvidaremos del asunto durante el resto de la noche.

Stephanie desvió la mirada durante unos segundos mientras ordenaba sus pensamientos.

–¿Qué quieres saber?

Daniel soltó una breve carcajada.

–Me lo estás poniendo más difícil de lo necesario. A fuer de sincero, no sé qué quiero saber, porque no sé ni siquiera lo suficiente como para formular las preguntas.

–El hombre es un hueso.

–Ya teníamos esa impresión.

–Lleva en el Senado desde 1972, y su antigüedad hace que tenga mucha influencia.

–Eso ya me lo suponía, dado que es el presidente del subcomité. Lo que necesito saber es qué lo hace funcionar.

–En mi opinión se acerca mucho al típico demagogo sureño pasado de moda.

–Así que un demagogo -repitió Daniel. Se mordió el interior del carrillo por un momento-. Supongo que debo admitir mi desconocimiento en este punto. He escuchado antes la palabra «demagogo», pero si quieres saber la verdad, no sé exactamente lo que significa más allá de su sentido peyorativo.

–Se refiere a un político que se vale de los prejuicios y los miedos populares para conseguir y retener el poder.

–Te refieres, en este caso, a algo así como la preocupación pública en lo que respecta a la biotecnología en general.

–Así es -admitió Stephanie-. Sobre todo cuando la biotecnología involucra palabras como «embriones» y «clonación».

–Que la gente interpreta como fábricas de embriones y el monstruo de Frankenstein.

–Efectivamente. Se aprovecha de la ignorancia y los peores temores de la gente. En el Senado, es un obstruccionista. Siempre resulta más sencillo estar en contra de lo que sea que a favor. Lo ha convertido en su oficio, incluso no ha tenido inconveniente en echar por tierra proyectos de su propio partido en numerosas ocasiones.

–No parece una perspectiva que nos favorezca -se lamentó Daniel-. Descarta cualquier intento de convencerlo con argumentos racionales.

–Me duele decir que comparto tu impresión. Por eso mismo no te mencioné lo que había averiguado. Resulta deprimente que alguien como Butler pueda estar en el Senado, y más todavía que tenga tanto poder y peso. Se supone que los senadores deben ser líderes, no personas que están allí para beneficiarse del poder.

–Para mí lo que resulta deprimente es que este palurdo tenga el poder de frenar mis prometedores y creativos trabajos científicos.

–No creo que sea un palurdo -señaló Stephanie-. Todo lo contrario. Es un tipo muy creativo. Incluso diría que es maquiavélico.

–¿Cuáles son los otros temas que defiende?

–Todos los fundamentalistas y conservadores. Los derechos de los estados, por supuesto. Ese es su caballo de batalla. Pero también está en contra de la pornografía, la homosexualidad, el matrimonio entre personas del mismo sexo, y cosas por el estilo. Ah, sí, también está contra el aborto.

–¿El aborto? – repitió Daniel, sorprendido-. ¿Es un demócrata y no está a favor de la libertad de elección? A mí me parece un miembro de la extrema derecha republicana.

–Te dije que no le espanta ponerse en contra de su partido cuando le conviene. Está decididamente en contra del aborto, aunque en algunas ocasiones ha tenido que dar marcha atrás. De la misma manera, ha estado metiéndose con los derechos civiles. Es un tío listo, marrullero, y un populista conservador que, a diferencia de Strom Thurmond y Jesse Helms, no ha abandonado el Partido Demócrata.

–¡Sorprendente! – declaró Daniel-. Cualquiera creería que la gente acabaría por verle como es en realidad, un aprovechado a quien solo le interesa el poder, y dejaría de votarlo. ¿Por qué crees que el partido no se ha unido en su contra si ha cambiado de bando en temas esenciales?

–Es demasiado poderoso -manifestó Stephanie-. Es una máquina de recaudar dinero, con todo un entramado de comités de acción política, fundaciones, e incluso corporaciones que trabajan en beneficio de sus variados temas populistas. Los demás senadores le tienen verdadero miedo a la vista del dinero que puede disponer para las campañas de relaciones públicas. No le preocupa ni le asusta utilizar sus arcas contra cualquiera al que tenga entre ceja y ceja cuando se presenta a la reelección.

–Esto pinta cada vez peor -murmuró Daniel.

–Me enteré de algo curioso -añadió Stephanie-. Se podría decir que es una coincidencia, pero tú y él tenéis algunas cosas en común.

–¡Oh no, por favor! – protestó Daniel.

–Para empezar, ambos sois hijos de familias numerosas. Es más, ambos sois de familias con nueve hijos, y ambos sois los terceros con dos hermanos mayores.

–¡Eso es una coincidencia! ¿Cuáles son las probabilidades de que ocurra algo así?

–Muy pocas. Sería lógico asumir que sois más parecidos de lo que crees.

La expresión de Daniel se ensombreció.

–¿Hablas en serio?

–¡No, por supuesto que no! – Stephanie se echó a reír-.

¡Bromeaba! ¡Relájate! – Tendió la mano, cogió la copa de vino de Daniel, y se la ofreció. Luego cogió su copa-. ¡Se acabó hablar del senador Butler! Brindemos a nuestra salud y por nuestra relación, porque suceda lo que suceda mañana, al menos tenemos eso, y ¿qué es más importante?

–Tienes razón. ¡Por nosotros! – Sonrió, pero en su interior notaba un nudo en la boca del estómago. Por mucho que lo intentara, no podía disipar el espectro del fracaso que se cernía como una nube negra.

Chocaron las copas y bebieron, mientras se miraban a los ojos.

–Eres realmente preciosa -afirmó Daniel, en un intento por recuperar el momento en el baño del hotel cuando Stephanie había salido de la ducha-. Hermosa, inteligente, y absolutamente sensual.

–Eso está mucho mejor -dijo Stephanie-. Tú también.

–Además de ser una provocadora -añadió Daniel-. Así y todo, te quiero.

–Yo también te quiero.

En cuanto acabaron de cenar, Stephanie se mostró ansiosa por volver al hotel. Caminaron deprisa. Después del calor en el restaurante, el frío de la noche atravesó sus abrigos. Solos en el ascensor del hotel, Stephanie besó a Daniel apasionadamente, lo empujó contra un rincón, y se apretó contra su cuerpo.

–¡Para! – exclamó Daniel con una risa nerviosa-. Probablemente haya una cámara de vigilancia aquí dentro.

–¡Vaya! – murmuró Stephanie, mientras se apartaba rápidamente y se arreglaba el abrigo. Observó el techo del ascensor-. No se me había ocurrido.

El ascensor se detuvo en su piso. Stephanie cogió la mano de Daniel y le animó a caminar velozmente por el pasillo hasta la puerta de la habitación. Sonrió mientras introducía la tarjeta magnética en la cerradura. Una vez en el interior, buscó con muchos aspavientos el cartel de no molestar y lo colgó en el pomo. Hecho esto, volvió a coger la mano de Daniel y lo llevó al dormitorio.

–¡Abrigos fuera! – ordenó, al tiempo que arrojaba el suyo sobre la silla que tenía más cerca. Luego empujó a Daniel y lo hizo caer sobre la cama. Se montó sobre su compañero con las rodillas a cada lado del pecho y comenzó a aflojarle la corbata. De pronto, se detuvo. Vio las gotas de sudor que perlaban su frente.

–¿Estás bien? – le preguntó, preocupada.

–Estoy teniendo un sofoco -confesó Daniel.

Stephanie se apartó y tiró de Daniel para sentarlo en la cama. Él se enjugó la frente y miró el sudor en su mano.

–También estás pálido.

–Me lo imagino. Creo que estoy teniendo una minicrisis del sistema nervioso autónomo.

–Eso suena a jerigonza médica. ¿Podrías explicarlo en inglés normal?

–Estoy demasiado nervioso. Me temo que acabo de tener una descarga de adrenalina simpática. Lo siento, pero creo que han quitado el sexo del programa.

–No tienes que disculparte.

–Creo que sí. Sé que lo estabas esperando, pero mientras veníamos hacia aquí, tuve la sensación de que quedaba descartado.

–No pasa nada -insistió Stephanie-. No nos estropeará la velada. Me interesa mucho más asegurarme de que estarás bien.

Daniel exhaló un suspiro.

–Estaré perfectamente después de mañana, cuando sepa lo que va a suceder. La incertidumbre y yo nunca nos hemos llevado muy bien, especialmente cuando está de por medio algo malo.

Stephanie lo acunó entre sus brazos. Notaba con toda claridad la fuerza y la velocidad de los latidos de su corazón.

Más tarde, después de que Stephanie permaneciera inmóvil el tiempo suficiente para confirmar que se había dormido, Daniel apartó las mantas y se levantó de la cama. No había podido conciliar el sueño con la mente intranquila y el pulso acelerado. Se puso una bata del hotel y fue a la salita. Se acercó a la ventana para contemplar la vista.

Le acuciaba el recuerdo de la condena de Heinrich Wortheim y el hecho de que el desastre que le había profetizado pudiera convertirse en realidad. El problema radicaba en que Daniel había quemado los puentes cuando se había marchado de Harvard. Wortheim no volvería a admitirle en la universidad y quizá incluso podía poner trabas a su ingreso en otras instituciones. Para colmo, también se había cerrado otras puertas cuando se había marchado de Merck en 1985 para reincorporarse a la vida académica a raíz de aceptar el puesto en Harvard.

Vio la botella de champán en el cubo de hielo. La sacó del agua; el hielo se había fundido hacía tiempo. La sostuvo a la luz que entraba por la ventana. Todavía quedaba media botella. Se sirvió una copa y bebió un sorbo. El champán había perdido las burbujas, pero estaba fresco. Bebió un poco más mientras volvía a mirar a través de la ventana.

Sabía que el miedo a regresar a Revere Beach, en Massachusetts, era irracional, pero eso no lo hacía menos real. Revere Beach era el lugar donde había crecido, en el seno de una familia encabezada por un empresario de poca monta que culpaba de sus fracasos a su esposa y su prole, en particular a aquellos que le avergonzaban. Desafortunadamente, casi siempre había sido Daniel, que había tenido la desgracia de tener a dos hermanos mayores que habían sido los mejores atletas del instituto, un hecho que había ofrecido un cierto solaz al frágil ego del padre. Por contra, Daniel había sido un chiquillo debilucho, más interesado en jugar al ajedrez y a producir hidrógeno a partir de agua, limpiatuberías y papel de aluminio en el laboratorio que había instalado en el sótano. El hecho de que Daniel hubiese sido admitido en el Boston Latin, donde sobresalió en los estudios, no había tenido el más mínimo efecto en su padre, que había continuado utilizándolo sin piedad como chivo expiatorio. Las becas que había ganado Daniel para cursar estudios en la Universidad Wesleyan y después en la facultad de medicina de Columbia habían servido para apartarlo de sus hermanos.

Daniel se acabó la copa y se sirvió otra. Mientras bebía el champán, pensó en el senador Ashley Butler, que era su nueva bête noire. Stephanie le había dicho que bromeaba cuando había sugerido que él y el senador tenían más cosas en común de lo que creía. Se preguntó si ella lo creía de verdad, dado que era mucha coincidencia que él y el senador tuvieran familias similares. En el fondo de la mente de Daniel, estaba el pensamiento de que quizá había algo de verdad en la idea. Después de todo, Daniel debía admitir que envidiaba el poder del hombre que podía poner en peligro su carrera.

Dejó la copa en la mesa de centro y se dirigió al dormitorio. Caminó con precaución en la oscuridad de un entorno desconocido. No creía que pudiese conciliar el sueño mientras su intuición le avisaba de la inminencia del desastre. Sin embargo, no quería pasar la noche en pie. Se metería en la cama y procuraría relajarse. Si no podía dormir, al menos descansaría.


2


Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 9.51



La puerta del despacho del senador Ashley Butler se abrió violentamente, y el senador salió como una tromba escoltado por su jefa de personal. Cogió al paso la hoja de papel que le ofreció su secretaria, Dawn, sin moverse de su mesa.

–Es su declaración de apertura de la audiencia del subcomité -le gritó la mujer al senador, que se alejaba por el pasillo en dirección a la puerta principal de la oficina. Dawn estaba acostumbrada a que no le prestara atención, y no se lo tomaba como algo personal. Dado que era ella quien mecanografiaba el programa del día del senador, sabía que Butler llegaba tarde. Ya tendría que haber estado en la sala donde se celebraría la audiencia para poder empezar a las diez en punto.

Butler se limitó a gruñir después de leer el primer párrafo del escrito y se lo pasó a Carol para que le echara una ojeada. Carol era algo más que la jefa de personal de Ashley, la que contrataba y despedía a sus empleados. Cuando llegaron a la sala de espera de la oficina, y el senador se detuvo para saludar y estrechar las manos de la media docena de personas que esperaban ser atendidas por sus ayudantes, Carol tuvo que intervenir para llevárselo hacia la puerta, si no querían llegar todavía más tarde.

Apuraron el paso en cuanto llegaron al vestíbulo de mármol del senador. A Butler le resultó un tanto difícil, porque notaba una cierta rigidez en las piernas a pesar de la medicación que le había recetado el doctor Whitman. Butler había descrito la rigidez como la sensación de alguien que intenta caminar con el fango hasta la cintura.

–¿Qué te parece la declaración de apertura? – preguntó Butler.

–No está nada mal hasta donde he leído -respondió Carol-. ¿Cree que Rob y Phil le han echado una ojeada?

–Eso espero -replicó el senador con un tono brusco. Caminaron unos metros en silencio antes de que Butler añadiera-: ¿Quién demonios es Rob?

–Es su relativamente nuevo asesor principal en el subcomité de política sanitaria -le explicó Carol-. Estoy segura de que lo recuerda. Destaca en medio de cualquier multitud. Es un pelirrojo muy alto que trabajaba en el equipo de Kennedy.

Butler se limitó a asentir. Aunque se vanagloriaba de su facilidad para recordar los nombres, ya le resultaba imposible retener los de todas las personas que trabajaban para él dado que había más de setenta en su equipo; sin contar con los inevitables cambios. Phil, en cambio, era alguien bien conocido, ya que llevaba con él casi tanto tiempo como Carol. Era su principal analista político y una figura muy importante, dado que todo lo que figuraba en las transcripciones de las audiencias y en las actas del congreso pasaba por sus manos.

–¿Se ha tomado la medicación? – le preguntó Carol. Los golpes de sus tacones contra el suelo de mármol sonaban como disparos.

–Ya la tomé -respondió el senador, irritado. Para estar absolutamente seguro, metió la mano disimuladamente en el bolsillo de la chaqueta. Tal como sospechaba, no encontró la píldora que se había metido en el bolsillo a primera hora de la mañana; por lo tanto, era obvio que se la había tomado antes de salir del despacho. Quería tener un buen nivel de la droga en la sangre durante la audiencia. Le espantaba la posibilidad de que alguien de los medios pudiera advertir cualquiera de los síntomas, como que le temblara la mano durante la sesión, sobre todo ahora que tenía un plan para solucionar el problema.

Al doblar en una esquina, se encontraron con varios senadores muy liberales que caminaban en dirección opuesta. Butler se detuvo y con toda naturalidad utilizó su típico y meloso deje sureño para alabar los peinados, los trajes de última moda, y las corbatas de colores chillones. Comparó con un tono divertido la elegancia de sus atuendos con su traje y corbata oscuros, y la vulgar camisa blanca. Vestía con el mismo estilo desde que había ingresado en la cámara en 1972. Butler era animal de costumbres. No solo vestía con el mismo estilo de prendas, sino que continuaba comprándolas en la misma tienda de su ciudad natal.

En cuanto se despidieron de los senadores, Carol comentó la amabilidad de su jefe.

–Solo les estaba dando coba -replicó Butler despectivamente-. Necesitaré sus votos cuando presente mi proyecto de ley la semana que viene. Ya sabes que no soporto todas esas ridiculeces, sobre todo los trasplantes capilares.

–Por eso mismo me sorprendió tanta amabilidad.

Cuando ya estaban muy cerca de la entrada lateral de la sala de audiencias, Butler acortó el paso.

–Hazme un rápido repaso de todo lo que vosotros averiguasteis del primer testigo de la mañana. Se me ha ocurrido un plan muy especial y quiero que funcione.

–Sus antecedentes profesionales son realmente fantásticos -dijo Carol. Cerró los ojos por un momento mientras hacía memoria-. Ha sido un prodigio científico desde el instituto. Fue el número uno de su promoción en la facultad de medicina, y su tesis doctoral obtuvo el cum laude. ¡Eso es algo impresionante! Además, se convirtió rápidamente en el más joven de los directores científicos de Merck antes de que lo contrataran para un puesto de prestigio en Harvard. El hombre debe tener un coeficiente de inteligencia estratosférico.

–Tengo presente su curriculum vitae. Pero no es eso lo que me interesa ahora. Háblame de la valoración que hizo Phil de la personalidad del hombre.

–Recuerdo que, según Phil, es egocéntrico y presuntuoso a la vista de cómo desprecia el trabajo de sus colegas científicos. Me refiero a que la mayoría, incluso si piensan de esa manera, se lo calla. Él no se corta ni un pelo.

–¿Qué más?

Llegaron a la puerta y vacilaron. Más allá, en la entrada principal de la sala, había un grupo de personas que esperaban, y el rumor de sus voces llegó hasta ellos. Carol se encogió de hombros.

–No recuerdo mucho más, pero tengo conmigo el informe que preparó el equipo donde están las opiniones de Phil. ¿Quiere repasarlo antes de que comience la audiencia?

–Esperaba que me hablases de su miedo al fracaso -replicó el senador-. ¿Lo tienes presente?

–Sí, ahora que lo menciona. Creo que fue uno de los puntos que recalcó Phil.

–¡Bien! – Butler miró en dirección al grupo-. Si lo sumamos a un ego desmesurado, me parece que podré apretarle a fondo. ¿Tú qué opinas?

–Lo supongo, aunque no lo tengo muy claro. Recuerdo que Dan comentó que su miedo al fracaso era desproporcionado en relación a sus logros y su extraordinaria inteligencia. Después de todo, probablemente tendría éxito en cualquier cosa que quisiera hacer, siempre y cuando se concentrara en ella. ¿Por qué su miedo al fracaso le parece una ventaja? ¿Para qué necesita esa ventaja?

–Quizá pueda hacer cualquier cosa que le interese, pero aparentemente ahora mismo quiere convertirse en un empresario de primera fila, algo que no ha tenido el menor reparo en manifestar descaradamente en una de sus entrevistas. Para conseguirlo, ha hecho una jugada profesional y financiera muy arriesgada. Necesita que la explotación comercial de sus descubrimientos científicos sea un éxito por razones muy personales.

–Entonces, ¿qué es lo que quiere hacer? – preguntó Carol-. Phil quiere que figure en actas su postura en contra de la aplicación de dichos descubrimientos. Así de sencillo.

–Las circunstancias han hecho que todo esto sea un poco más complicado de lo que parece. Quiero que el buen doctor haga algo que, sin la menor duda, no querría hacer.

La preocupación apareció instantáneamente en el rostro de Carol.

–¿Phil está enterado?

Butler sacudió la cabeza. Le hizo un gesto a Carol para que le diera el texto de la declaración de apertura.

–¿Qué quiere que haga el doctor?

–Tú y él lo sabréis esta noche -respondió el senador, mientras comenzaba a leer el texto-. Me llevaría demasiado tiempo explicártelo ahora mismo.

–Esto me asusta -admitió Carol en voz alta. Miró a un extremo y otro del pasillo mientras Butler leía el discurso. Cambió el peso de un pie a otro. La meta final de Carol y la razón por la que había sacrificado tanto de su propia vida a su actual posición era su propósito de presentarse como candidata a suceder a Ashley cuando él se retirara, algo que prometía ocurrir dentro de un futuro próximo a la vista de que le habían diagnosticado la enfermedad de Parkinson. Estaba más que calificada para el puesto, después de haber sido senadora del estado antes de venir a Washington para llevar los asuntos de Ashley, y a estas alturas, con la meta a la vista, no quería que él la hiciera víctima de alguna jugarreta como había hecho Bill Clinton con Al Gore. Desde aquella fatídica visita al doctor Whitman, Butler se había mostrado preocupado e imprevisible. Tosió discretamente para llamar la atención de su jefe-. ¿Cómo piensa conseguir que el doctor Lowell haga algo que él no quiere hacer?

–Le haré creer que ha conseguido sus propósitos y luego se lo echaré todo a rodar -respondió el senador. Miró a Carol y le dedicó una sonrisa de complicidad-. Estoy librando una batalla, y pretendo ganarla. Para conseguirlo, utilizaré un antiguo consejo de El arte de la guerra; buscaré los puntos más propicios para librar la batalla, y me presentaré allí con una fuerza abrumadora. Déjame ver los informes financieros de su compañía.

Carol buscó entre los muchos documentos que llevaba en el maletín y le entregó los informes. El senador les echó una rápida ojeada. Ella le observó, atenta a cualquier cambio en su expresión que le pudiera dar una pista. Se preguntó si debería llamar a Phil por el teléfono móvil a la primera oportunidad y avisarle de que se preparara para lo inesperado.

–Esto está bien -murmuró Butler-. Está muy bien. Es una suerte que tenga buenos contactos en el FBI. No podríamos haber conseguido todo esto por nuestra cuenta.

–Quizá tendría usted que discutir con Phil lo que piense hacer -sugirió Carol.

–No hay tiempo -contestó Butler-. Por cierto, ¿qué hora es?

Carol consultó su reloj.

–Son más de las diez.

Butler extendió la mano izquierda y la apoyó sobre la derecha para ver si le temblaba. Comprobó que el temblor casi no se notaba.

–No creo que pueda pedir más. ¡Venga, a trabajar!

El senador entró en la sala de audiencia por la puerta lateral que estaba a la derecha del estrado con forma de herradura. Una nutrida concurrencia llenaba la sala. Tuvo que abrirse camino entre los colegas y varios miembros de su equipo para llegar a su asiento. El pelirrojo Rob apareció en el acto con una segunda copia del discurso de Butler, y el senador levantó la copia que tenía en la mano para indicarle que no le hacía falta. Se sentó y acomodó el micrófono a una altura conveniente.

La mirada de Butler hizo un rápido recorrido por la sala decorada al estilo griego, y luego se fijó en las dos personas sentadas a la mesa de los testigos que tenía delante a un nivel más bajo. Su atención se vio atraída como por un imán por la hermosa joven con el rostro enmarcado por una cabellera que parecía sedosa y brillante como el armiño. El senador sentía una profunda admiración por las mujeres hermosas, y esta cumplía con todos los requisitos. Vestía un traje de chaqueta azul con cuello blanco que resaltaba el bronceado de su tez. A pesar de la sobriedad del vestido, transmitía una sana sensualidad. Sus ojos oscuros miraban fijamente al presidente del subcomité, y él tuvo la sensación de que estaba mirando los cañones de una escopeta. No tenía idea de quién era ni por qué estaba allí, pero consideró que su presencia haría un poco más agradable el trámite de la audiencia.

A regañadientes, Ashley desvió su atención de la hermosa mujer para mirar al doctor Daniel Lowell. Los ojos del doctor eran más claros que los de su acompañante, aunque reflejaban el mismo descaro en su mirada fija. El senador calculó que el científico era alto, a pesar de que estaba despatarrado en la silla. Era de constitución delgada, con el rostro anguloso, rematado por una cabellera rebelde salpicada de canas. Incluso su atuendo sugería un punto de insolencia comparable a la que reflejaban sus ojos y la postura. A diferencia de la muy correcta vestimenta de su compañera, vestía una americana de espiga con coderas, una camisa sin corbata, y por lo que se veía debajo de la mesa, vaqueros y zapatillas de deporte.

Ashley sonrió para sus adentros mientras empuñaba el mazo. Sabía que la actitud despreocupada y la vestimenta informal de Daniel era un débil intento por demostrar que no se sentía amenazado por haber sido citado a declarar ante un subcomité del senado. Quizá Daniel pensaba que podía valerse de su brillante carrera para intimidar a alguien como el senador que se había educado en un modesto colegio universitario baptista. Pero no le serviría de nada. El senador tenía a Daniel en su campo y jugaba con la ventaja del equipo local.

–El subcomité de Salud Pública del Comité de Salud Pública, Educación, Trabajo y Pensiones abre su sesión -anunció Butler con una pronunciada entonación sureña al tiempo que daba un golpe con el mazo. Esperó unos momentos para que los últimos espectadores ocuparan sus asientos. Escuchó a su espalda el ruido de los ayudantes que hacían lo mismo. Miró a Daniel Lowell, pero el doctor no se había movido. Luego miró a izquierda y derecha. Solo había cuatro de los miembros del subcomité, y los que no estaban leyendo el temario, hablaban en voz baja con sus colaboradores. No había quorum, pero no era necesario. No había nada que votar, y Ashley no tenía pensado pedir una votación.

–Esta audiencia tratará el proyecto de ley del Senado 1103 -continuó Ashley, mientras dejaba la hoja de su parlamento inicial sobre la mesa. Luego cruzó los brazos, y se sujetó los codos con las manos para evitar cualquier posibilidad de un temblor. Echó la cabeza un poco hacia atrás para ver mejor la letra a través de los bifocales-. Este proyecto de ley es complementario de la ley ya aprobada por la Cámara de Representantes para prohibir el procedimiento de clonación llamado…

Butler vaciló y se inclinó sobre la mesa para mirar atentamente la hoja.

–Tengan un poco de paciencia -rogó, al verse obligado a desviarse del texto preparado-. Este procedimiento no solo espanta, sino que es un trabalenguas, y quizá el buen doctor quiera ayudarme si me equivoco. Se llama Recombinación Segmental Homologa Transgénica, o RSHT. ¡Caray! ¿Lo he dicho bien, doctor?

Daniel se irguió en la silla y se inclinó para acercarse al micrófono.

–Sí -respondió sencillamente y volvió a reclinarse. Él también mantenía los brazos cruzados.

–¿Por qué los médicos no hablan inglés? – preguntó Ashley, mientras miraba a Daniel por encima de las gafas.

Algunos de los espectadores dejaron escapar unas risas, para el placer del senador. Le encantaba actuar para la galería.

Daniel se inclinó para responder, pero Ashley levantó una mano.

–La pregunta no constará en acta, no es necesario que la responda.

La estenógrafa borró la pregunta de la máquina. Butler miró a su izquierda.

–Esto tampoco constará en acta, pero me gustaría saber si el distinguido senador por Montana está de acuerdo conmigo en que los médicos han desarrollado con toda intención un lenguaje propio, de forma que los simples mortales no tengamos ni la más mínima idea de lo que están diciendo.

Se escucharon más risas de los espectadores, cuando el senador por Montana interrumpió la lectura para asentir con entusiasmo.

–Veamos, ¿por dónde iba? – preguntó Ashley, y volvió a centrarse en el texto-. La necesidad de esta legislación surge como respuesta al problema de que en este país la biotecnología en general y la ciencia médica en particular han perdido sus bases morales y éticas. Los miembros del subcomité de Salud Pública consideramos que es nuestra obligación como norteamericanos morales y responsables invertir esta tendencia al seguir el camino marcado por nuestros colegas de la Cámara de Representantes. El fin no justifica los medios, sobre todo en el campo de la investigación médica, como quedó claramente señalado desde los juicios de Nuremberg. El RSHT es un ejemplo. Este procedimiento amenaza una vez más con crear embriones indefensos y luego desmembrarlos con la dudosa justificación de que las células obtenidas de estos diminutos seres humanos se utilizarán para tratar a los pacientes que sufren de una amplia variedad de enfermedades.

Pero eso no es todo. Tal como escucharemos en el testimonio de su descubridor, a quien hoy nos vemos honrados de tener como testigo, este no es un procedimiento de clonación terapéutica normal, y yo, como principal redactor del proyecto de ley, estoy asombrado al ver que se pretende convertir este procedimiento en algo habitual. Pues bien, solo les diré una cosa, ¡antes tendrán que pasar sobre mi cadáver!

Esta vez se escucharon algunos aplausos dispersos entre el público. El senador los agradeció con un gesto y una breve pausa. Luego respiró profundamente.

–Podría seguir hablando de esta nueva técnica, pero no soy médico, y me inclino respetuosamente ante el experto, que ha accedido muy cortésmente a presentarse ante este subcomité. Quisiera ahora preguntar al testigo, a menos que mi eminente colega del otro partido quiera decir algunas palabras.

Butler miró al senador sentado a su derecha, que sacudió la cabeza, tapó su micrófono con la mano, y se inclinó hacia el presidente.

–Ashley -susurró-, espero que abrevies. Tengo que salir de aquí a las diez y media.

–No te preocupes -le susurró Ashley a su vez-. Ahora voy a por la yugular.

El senador bebió un trago de agua de la copa que tenía delante, y miró a Daniel.

–Nuestro primer testigo es el brillante doctor Daniel Lowell, quien, como ya he mencionado, es el descubridor del RSHT. El doctor Lowell tiene unas credenciales impresionantes, incluidos los doctorados en medicina y química, que obtuvo en algunas de las más augustas instituciones de nuestro país. Por si fuese poco, encontró tiempo para ser médico residente. Ha recibido innumerables premios por sus trabajos y ha ostentado elevados cargos en la empresa farmacéutica Merck y la Universidad de Harvard. Bienvenido, doctor Lowell.

–Muchas gracias, senador -respondió Daniel. Se movió hacia adelante en la silla-. Agradezco sus amables comentarios sobre mi curriculum, pero, si me lo permite, quiero hacer una aclaración inmediata a un punto de su discurso de apertura.

–Por supuesto -manifestó Ashley.

–El RSHT y la clonación terapéutica no suponen, repito, no suponen el desmembramiento de embriones. – Daniel habló pausadamente, y recalcó cada palabra-. Las células terapéuticas son tomadas antes de que el embrión comience a formarse. Están tomadas de una estructura llamada blastocito.

–¿Niega que estos blastocitos son una vida humana incipiente?

–Son vida humana, pero cuando se los disgrega, sus células son similares a las células que pierde usted de las encías cuando se lava los dientes vigorosamente.

–No creo que me lave los dientes con tanto vigor -replicó Ashley con un tono risueño. Algunos espectadores se rieron.

–Todos desprendemos células epiteliales vivas.

–Quizá sea así, pero estas células epiteliales no forman embriones como un blastocito.

–Podrían -señaló Daniel-. Esa es la cuestión. Si las células epiteliales se fusionan con un óvulo al que se le ha extraído el núcleo, y después se activa la combinación, podrían formar un embrión.

–Que es lo que se hace en la clonación.

–Precisamente. Los blastocitos tienen potencial para formar un embrión viable, pero solo si se implanta en un útero. En la clonación terapéutica, nunca se les permite que formen embriones.

–Creo que nos estamos empantanando en cuestiones semánticas -manifestó Ashley, impaciente.

–Es una cuestión semántica -admitió Daniel-. Pero es una cuestión semántica muy importante. Las personas deben comprender que los embriones no tienen nada que ver con la clonación terapéutica o el RSHT.

–Su opinión respecto a mi discurso de apertura ha quedado registrada en actas -dijo Ashley-. Ahora quisiera pasar al procedimiento en sí. ¿Quiere usted describirlo para que nos enteremos y quede consignado en actas?

–Lo haré encantado. Recombinación Segmental Homologa Transgénica es el nombre que le hemos dado al procedimiento de reemplazar la parte del ADN de un individuo responsable de una determinada enfermedad con otra parte de ADN sana. Esto se hace en el núcleo de una de las células del paciente, que luego se utiliza para la clonación terapéutica.

–Un momento -le interrumpió Ashley-. Estoy cuando menos confuso, y estoy seguro que lo está la mayoría del público. A ver si lo he entendido bien. Habla usted de coger una célula de una persona enferma y cambiar su ADN antes de hacer la clonación terapéutica.

–Eso es correcto. Se reemplaza la pequeña porción del material genético de la célula que es el responsable de la enfermedad del individuo.

–Luego se hace la clonación terapéutica para producir una cantidad de estas células que curarán al paciente.

–¡Correcto una vez más! Las células son estimuladas con varias hormonas del crecimiento para que se conviertan en el tipo de células que necesita el paciente. Gracias al RSHT, estas células no tienen la predisposición genética para reproducir la enfermedad que se trata. Cuando estas células son introducidas en el cuerpo del paciente, no solo se curará, sino que no volverá a tener la tendencia genética que le indujo la enfermedad.

–Quizá podríamos hablar de una enfermedad determinada -sugirió Ashley-. Podría hacer que resultara más fácil de entender para todos aquellos que no somos científicos. Tengo entendido por algunos de los artículos que ha publicado que la enfermedad de Parkinson es una de las dolencias que usted cree que sería posible curar con este tratamiento.

–Eso es correcto. Como también muchas otras enfermedades, desde el Alzheimer y la diabetes a ciertas formas de artritis. Hay una lista impresionante de enfermedades, para muchas de las cuales no hay un tratamiento adecuado, y mucho menos una cura.

–Vamos a centrarnos por ahora en el Parkinson -manifestó Butler-. ¿Por qué cree que el RSHT funcionará con esta enfermedad?

–Porque en el caso de la enfermedad de Parkinson, tenemos la fortuna de haberlo ensayado en las ratas -declaró Daniel-. Estas ratas tienen la enfermedad de Parkinson, o sea que a sus cerebros les faltan las células nerviosas que producen un compuesto llamado dopamina que funciona como un neurotransmisor, y su enfermedad es una imagen calcada de la forma humana. Hemos cogido a estas ratas, las hemos sometido al proceso de RSHT, y se han curado de forma permanente.

–Eso es algo impresionante -comentó Butler.

–Es incluso más impresionante cuando ves cómo ocurre delante de tus ojos.

–Las células se inyectan.

–Sí.

–¿No hay ningún problema cuando se hace?

–No, ninguno en absoluto -contestó Daniel-. Ya tenemos una considerable experiencia en el uso de esta técnica en humanos para otras terapias. La inyección se debe hacer cuidadosamente, en condiciones controladas, pero por lo general no hay ningún tipo de problema. En nuestros experimentos, las ratas no han sufrido de ningún efecto secundario.

–¿Las ratas se curan después de la inyección?

–Por lo que hemos comprobado en nuestros experimentos, los síntomas de la enfermedad de Parkinson comienzan a remitir inmediatamente -afirmó Daniel-, y continúan haciéndolo a ritmo acelerado. En las ratas tratadas, es algo realmente asombroso. En menos de una semana, las ratas sometidas a tratamiento no se pueden distinguir de las demás.

–Supongo que estará ansioso por ensayar el procedimiento en humanos -sugirió el senador.

–Así es -admitió Daniel que movió la cabeza varias veces en señal de asentimiento para recalcar sus palabras-. En cuanto acabemos con los experimentos con los animales, que avanzan a un ritmo acelerado, confiamos en que la FDA nos autorice sin demora a comenzar con los ensayos en humanos en un entorno controlado.

Ashley vio cómo Daniel miraba a su acompañante e incluso le apretaba la mano por un instante. Sonrió para sus adentros, al darse cuenta de que Daniel creía que la audiencia se desarrollaba favorablemente para sus intereses. Había llegado el momento de sacarlo de su error.

–Dígame, doctor Lowell -preguntó Butler-. ¿Alguna vez ha escuchado el refrán que dice: «Si algo parece demasiado bueno como para ser verdad, es probable que no lo sea»?

–Por supuesto.

–Pues yo creo que el RSHT es un magnífico ejemplo. Opino que más allá de la discusión semántica sobre si los embriones son desmembrados o no, el RSHT presenta otro gran problema ético. – El senador hizo una pausa teatral. Todo el público estaba pendiente de sus palabras-. Doctor -añadió con un tono paternalista-, ¿ha leído alguna vez la novela de Mary Shelley titulada Frankenstein?

–El RSHT no tiene absolutamente nada que ver con el mito de Frankenstein -replicó Daniel con un tono de indignación, que indicaba claramente su conocimiento de las intenciones del senador-. Insinuar tal cosa es un intento irresponsable de aprovecharse de los miedos y el desconocimiento del público.

–Lamento no estar de acuerdo -señaló Ashley-. Creo que Mary Shelley debió olerse que el RSHT era algo que se cernía en el horizonte, y por esa razón escribió la novela.

Los espectadores volvieron a reír. Era obvio que estaban pendientes de todo lo que se decía y que estaban disfrutando.

–Admito no haber tenido los beneficios de una educación universitaria de primera fila, pero he leído Frankenstein, cuyo título incluye El moderno Prometeo, y creo que los paralelismos son notables. Tal como yo lo veo, la palabra «transgénico», que es una parte del confuso nombre de su procedimiento, significa tomar trozos y parte de los genomas de diversas personas y mezclarlos como quien prepara una tarta. Eso le suena a este pobre paleto muy parecido a lo que hizo Victor Frankenstein cuando creó al monstruo: cogió unas partes de este cadáver y partes de aquel otro, y las unió. Incluso utilizó algo de electricidad, de la misma manera que hacen ustedes con la clonación.

–En el RSHT, añadimos pequeños trozos de ADN, y no órganos enteros -replicó Daniel, enfadado.

–¡Tranquilícese, doctor! – le advirtió Ashley-. Esta es una audiencia que busca información, no una pelea. Lo que intento decir es que, con su procedimiento, usted toma partes de una persona y las pone en otra. ¿No es así?

–A nivel molecular.

–No me importa el nivel que sea -declaró el senador-. Solo quiero establecer los hechos.

–La ciencia médica lleva trasplantando órganos desde hace tiempo -dijo Daniel vivamente-. El público no ve ningún problema moral al respecto, todo lo contrario, y el trasplante de órganos es desde luego un paralelo conceptual mucho más cercano al RSHT que la novela de Mary Shelley, que es del siglo xix.

–En el ejemplo que nos ha dado referente a la enfermedad de Parkinson, admitió que planea inyectar estos pequeños Frankenstein moleculares que está preparando para que acaben en el cerebro de otra persona. Lo lamento, doctor, pero que yo sepa no se han realizado muchos trasplantes de cerebros dentro de nuestro actual programa de trasplantes de órganos, así que no considero válida la comparación. Tomar partes de una persona e inyectarlas en el cerebro de otra es algo que va más allá de lo tolerable, y yo creo en el libro sagrado.

–Las células terapéuticas que creamos no son Frankenstein moleculares -afirmó Daniel cada vez más enfadado.

–Su opinión ha quedado debidamente registrada -dijo el senador-. Continuemos.

–¡Esto es una farsa! – opinó Daniel. Levantó los brazos en un gesto de indefensión.

–Doctor, debo recordarle que esta es una audiencia de un subcomité del Congreso, y que se espera que se comporte con el debido decoro. Todos los aquí presentes somos personas razonables, de las que se espera que se respeten las unas a las otras mientras hacemos todo lo posible por recoger información.

–Cada vez resulta más evidente que esta audiencia se ha montado con falsas pretensiones. Usted no ha venido aquí para recoger información con una actitud abierta ante el RSHT, como ha sugerido con tanta magnanimidad. Solo está utilizando esta audiencia para lucirse con una retórica sensiblera.

–Si me permite que se lo diga -manifestó Butler con un tono condescendiente-, ese tipo de declaraciones antagónicas y acusaciones sin fundamento son muy mal vistas en el Congreso. Esto no es Crossfire ni ningún otro circo mediático. Sin embargo, me niego a sentirme ofendido. En cambio, le aseguro una vez más que su opinión consta en actas, y que, como dije antes, quisiera seguir con el tema. Como descubridor del RSHT, no se puede esperar que sea del todo objetivo en lo referente a los méritos morales del procedimiento, pero me gustaría hacerle algunas preguntas al respecto. Antes quiero decir que resulta muy difícil no tomar en cuenta la presencia de la muy bella mujer que le acompaña en esta comparecencia. ¿Está aquí para ayudarle en sus manifestaciones? Si es así, quizá quiera identificarla para que conste en actas.

–Es la doctora Stephanie D'Agostino -contestó Daniel con el mismo tono brusco-. Es mi colaboradora científica.

–¿Otra doctora en medicina y biología? – preguntó Ashley.

–Soy bióloga -respondió Stephanie-. Señor presidente, quiero hacerme eco de la opinión del doctor Lowell sobre la manera tendenciosa en que se está desarrollando esta audiencia, aunque sin sus apasionadas palabras. Creo firmemente en que las alusiones al mito de Frankenstein en relación al RSHT son inapropiadas, dado que juegan con los temores fundamentales de las personas.

–Me siento mortificado -replicó el senador-. Siempre he creído que a personas tan cultas como ustedes les encantaba citar las obras maestras de la literatura, pero aquí, la única vez que se me ocurre hacerlo, me dicen que es inapropiado. Me pregunto si eso es justo, sobre todo cuando recuerdo claramente que me enseñaron en mi modesto colegio universitario baptista que Frankenstein era, entre otras cosas, una advertencia en contra de las consecuencias morales del materialismo científico descontrolado. En mi opinión, la obra viene muy a cuento. ¡Pero ya está bien de hablar de la novela! Esta es una audiencia, no un debate literario.

Antes de que Butler pudiese continuar, se acercó Rob y le tocó en el hombro. Ashley tapó el micrófono con una mano para impedir que se escucharan los comentarios de su colaborador.

–Senador -susurró Rob al oído de Butler-. Esta mañana, en cuanto llegó la solicitud para que la doctora D'Agostino acompañara al doctor Lowell en la mesa de los testigos, hicimos una rápida investigación de sus antecedentes. Es licenciada por Harvard. Se crió en el North End de Boston.

–¿Eso tiene alguna relevancia?

El colaborador se encogió de hombros.

–Podría tratarse de una coincidencia, aunque lo dudo. El inversor acusado en la compañía del doctor Lowell del que nos informó el FBI también es un D'Agostino que se crió en el North End. Probablemente estén emparentados.

–Vaya, vaya, es ciertamente curioso -comentó Ashley. Cogió la hoja que le ofrecía Rob y la dejó junto al informe financiero de la compañía de Daniel. Le costó reprimir la sonrisa ante este inesperado golpe de suerte.

–Doctora D'Agostino -dijo el senador, después de apartar la mano del micrófono-. ¿Por alguna casualidad está emparentada con Anthony D'Agostino que reside en el número 14 de Acorn Street en Medford, Massachusetts?

–Es mi hermano.

–¿Es el mismo Anthony D'Agostino que está acusado de actividades mafiosas?

–Desafortunadamente, sí -respondió Stephanie. Miró a Daniel, que la observaba con una expresión de absoluta incredulidad.

–Doctor Lowell -continuó Ashley-. ¿Sabía usted que uno de sus primeros y principales accionistas está acusado de actividades mafiosas?

–No, no lo sabía -declaró Daniel-, aunque dista mucho de ser uno de los principales accionistas.

–Puede que sí -replicó Ashley-. Sin embargo, para mí unos centenares de miles de dólares es mucho dinero. Pero no vamos a discutir por eso. Supongo que no es uno de los directivos, ¿verdad?

–No lo es.

–Es algo de agradecer. También supongo que podemos asumir que el acusado Anthony D'Agostino no figura en su comisión de ética, que, si no me equivoco, tiene su compañía.

Unas risas mal contenidas se escucharon en la sala.

–No forma parte de nuestra comisión de ética -afirmó Daniel.

–Algo más que debemos agradecer. Hablemos ahora por un momento de su compañía. Se llama CURE, que debo interpretar como un acrónimo.

–Así es -respondió Daniel y exhaló un suspiro, como si estuviese aburrido con los procedimientos-. El nombre completo es Cellular Replacement Enterprises.

–Le pido disculpas si le cansan los rigores de la audiencia, doctor. Intentaremos acabar con todo esto lo más rápido posible. Según tengo entendido su compañía intenta conseguir una segunda línea de financiación a través de capitalistas de riesgo, con el RSHT como su mayor propiedad intelectual. ¿Es su último intento para conseguir nuevos inversores para su compañía a través de una oferta pública?

–Sí -respondió Daniel escuetamente. Se reclinó en la silla.

–Bien, lo siguiente no constará en actas -anunció Ashley. Miró a su izquierda-. Quisiera preguntarle al distinguido senador por el gran estado de Montana si cree que a la Comisión de Valores le parecerá interesante que el inversor inicial de una compañía que tiene la intención de ser pública haya sido acusado de actividades mafiosas. Me refiero a que aquí se plantea una cuestión de tipo moral. Un dinero que bien podría derivar de la extorsión y quizá incluso de la prostitución, puede acabar blanqueado a través de una empresa de biotecnología.

–Creo que estarían muy interesados -manifestó el senador por Montana.

–Estoy de acuerdo -dijo Ashley. Consultó sus notas y luego miró a Daniel-. Tengo entendido que su segunda ronda de financiación está paralizada por la ley 1103 y el hecho que la Cámara ya aprobó su versión. ¿Es eso correcto?

Daniel asintió.

–Tiene que hablar para que conste en actas -le pidió Ashley.

–Es correcto.

–Tengo entendido que la cantidad de dinero que invierte en estos momentos para mantener su compañía a flote es muy grande, y que si no consigue una segunda línea de financiación, se enfrenta a la quiebra.

–Así es.

–Lo lamento -declaró Ashley, con un tono de aparente sinceridad-. Sin embargo, para nuestros propósitos en esta audiencia, debo asumir que su objetividad en relación a los aspectos morales del RSHT plantea serias dudas. Me refiero a que el futuro de su compañía depende de que no se apruebe la ley 1103. ¿No es esa la verdad, doctor?

–Mi opinión es y seguirá siendo que es moralmente incorrecto no continuar las investigaciones y luego utilizar el RSHT para curar a millones de seres humanos.

–Su opinión consta en acta. Para que quede constancia, quiero señalar que el doctor Daniel Lowell ha escogido no contestar a la pregunta planteada. – Ashley se echó hacia atrás, y miró a su derecha-. No tengo más preguntas para este testigo. ¿Alguno de mis estimados colegas tiene alguna pregunta?

Butler miró a cada uno de los senadores que lo acompañaban en el estrado.

–Muy bien. El subcomité de Salud Pública les da las gracias a los doctores Lowell y D'Agostino por su amable participación. Ahora llamamos a nuestro siguiente testigo: el señor Harold Mendes de la organización Derecho a la Vida.


3


Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 11.05



Stephanie vio un taxi desocupado en medio de la jauría de coches, y levantó la mano, expectante. Daniel y ella habían seguido el consejo de uno de los guardias de seguridad del edificio del Senado y habían ido hasta Constitution Avenue con la esperanza de coger un taxi, pero no habían tenido mucha suerte. Lo que por la mañana había comenzado como un día frío y soleado había ido a peor. Unos oscuros nubarrones habían aparecido por el este, y con la temperatura muy cerca a los cero grados centígrados, había una clara posibilidad de que nevara. Al parecer, en tales condiciones climáticas, la demanda de taxis superaba ampliamente la oferta.

–Aquí viene uno -exclamó Daniel con un tono brusco, como si Stephanie tuviese algo que ver con la falta de taxis-. ¡No lo dejes pasar!

–Lo veo -replicó Stephanie con idéntica brusquedad.

Después de salir de la sala de la audiencia, ninguno de los dos había dicho más de lo mínimo necesario para decidirse a aceptar el consejo de caminar hasta Constitution Avenue. De la misma manera que los nubarrones habían estropeado la mañana, sus ánimos habían ido cambiando con el desarrollo de la audiencia.

–¡Maldita sea! – refunfuñó Stephanie cuando el taxi pasó como una exhalación. Fue como si el conductor llevara anteojeras. La mujer había hecho todo lo posible por detenerlo, excepto lanzarse delante del vehículo.

–Lo has dejado escapar -le reprochó Daniel.

–¿Que lo he dejado escapar? – gritó Stephanie-. Le he hecho señas. He silbado. Incluso he saltado. No he visto que tú hicieras ningún esfuerzo.

–¿Qué diablos vamos a hacer? – preguntó Daniel-. Aquí hace más frío que en el polo.

–Pues si se te ocurre alguna idea brillante, Einstein, dímela.

–¿Qué? ¿Es culpa mía que no haya taxis?

–Tampoco es culpa mía -replicó Stephanie.

Se arrebujaron en sus abrigos en un inútil intento por mantenerse calientes, pero ninguno de los dos hizo nada para acercarse al otro. Ninguno había traído un buen abrigo de invierno. Habían creído que no los necesitarían dado que iban a una ciudad seiscientos kilómetros más al sur.

–Ahí viene otro -avisó Daniel.

–Es tu turno.

Daniel levantó una mano y se aventuró en la calzada hasta donde creyó que era seguro. Casi de inmediato tuvo que correr de vuelta a la acera al ver que una furgoneta de reparto se le echaba encima. Gritó e hizo señas, pero el taxi pasó de largo entre la marea de coches.

–Bien hecho -comentó Stephanie.

–¡Cállate!

En el momento en que estaban a punto de darse por vencidos y emprender a pie el camino de regreso a lo largo de la avenida en dirección oeste, un taxista tocó la bocina. Había estado detenido en el semáforo de First Street y Constitution, y había visto las piruetas de Daniel. Cuando cambió la señal, giró a la izquierda y se acercó al bordillo.

Stephanie y Daniel subieron deprisa y se abrocharon los cinturones.

–¿Adónde? – preguntó el taxista que los miraba por el espejo retrovisor. Llevaba un turbante y tenía la piel bronceada como si acabara de pasar una semana de vacaciones en el Sahara.

–Al Four Seasons -le indicó Stephanie.

La pareja permaneció en silencio, cada uno entretenido en mirar a través de su respectiva ventanilla. Daniel fue el primero en iniciar el diálogo.

–Diría que la audiencia ha ido todo lo mal que podía ir.

–Fue peor -opinó Stephanie.

–No hay ninguna duda de que el cabrón de Butler conseguirá que aprueben su proyecto de ley, y cuando eso ocurra, según me han dicho en la Organización de la Industria Biotecnológica, recibirá la aprobación de todo el comité y del Senado.

–Así que adiós a CURE, Inc.

–Es una vergüenza que en este país la investigación médica esté prisionera de los políticos demagogos -afirmó Daniel, enfadado-. No tendría que haberme molestado en venir a Washington.

–Quizá no tendrías que haber venido. Quizá hubiese sido mucho mejor que viniera sola. Desde luego no has ayudado mucho al decirle a Ashley que se estaba pavoneando y que no tenía una mentalidad abierta.

Daniel se volvió para mirar fijamente la nuca de Stephanie.

–¿Cómo has dicho? – tartamudeó, rabioso.

–No tendrías que haber perdido el control.

–No me lo creo -exclamó Daniel-. ¿Estás sugiriendo que este resultado nefasto es culpa mía?

Esta vez Stephanie se volvió para responderle.

–Ser sensible a los sentimientos de las demás personas no es uno de tus puntos fuertes, y lo ocurrido en la audiencia es un ejemplo. ¿Quién sabe lo que hubiera ocurrido si no hubieses perdido la calma? Atacarlo de aquella manera fue poco acertado porque impidió cualquier clase de diálogo que hubieses podido mantener. Eso es lo único que digo.

El rostro pálido de Daniel se puso rojo.

–¡La audiencia fue una maldita farsa!

–Puede que sí, pero eso no justifica que se lo dijeras a Butler en la cara. Cortó de raíz cualquier posibilidad de éxito que pudiéramos tener, por pequeña que fuese. Creo que su objetivo era que te enfadaras para que quedaras mal, y lo consiguió. Fue su manera de desacreditarte como testigo.

–Me estás cabreando.

–Daniel, estoy tan enfadada con el resultado como lo estás tú.

–Sí, pero dices que es culpa mía.

–No, digo que tu comportamiento no ayudó en nada. Hay una diferencia.

–Pues tu comportamiento tampoco ayudó mucho. ¿Cómo es que nunca me dijiste que a tu hermano le acusan de actividades mafiosas? Lo único que me dijiste fue que era un inversor calificado. ¡Vaya calificaciones! Fue el momento perfecto para enterarme de algo absolutamente sórdido.

–Ocurrió después de que invirtiera en la compañía, y se publicó en los periódicos de Boston. Así que no es ningún secreto, aunque preferí no hablar del tema, al menos en el momento. Creí que la razón por la que no lo habías sacado a relucir era una muestra de consideración. Veo que estaba en un error.

–¿Preferiste no hablar del tema? – preguntó Daniel con un asombro exagerado-. Sabes que no pierdo el tiempo leyendo los periodicuchos de Boston. Por lo tanto, ¿de qué otra manera podía enterarme? Hubiera acabado enterándome de todas maneras porque Butler tenía razón. Si hubiésemos ido a buscar una segunda línea de financiación, hubiese salido que tenemos a un delincuente como inversor, y eso hubiese acabado con todo.

–Lo han acusado -replicó Stephanie-. No lo han condenado. Te recuerdo que en nuestro sistema de justicia eres inocente hasta que se demuestre que eres culpable.

–Esa es una mala excusa para no decírmelo -dijo Daniel, airado-. ¿Lo condenarán?

–No lo sé. – La voz de Stephanie perdió su tono cortante mientras se enfrentaba al sentimiento de culpa por no haber hablado a Daniel de su hermano. Había pensado en hablarle de la acusación pero siempre lo había dejado para el día siguiente.

–¿No tienes ni la más mínima idea? Resulta un tanto difícil de creer.

–Tenía algunas vagas sospechas -admitió Stephanie-. También las tuve respecto a mi padre, y Tony es quien se hizo cargo de los negocios de papá.

–¿De qué negocios estamos hablando?

–Negocios inmobiliarios y unos cuantos restaurantes, además de un restaurante y un café en la calle Hanover.

–¿Eso es todo?

–Eso es lo que no sé. Siempre me provocaron sospechas ver las idas y venidas a mi casa de toda clase de personas a cualquier hora del día y la noche, y que a las mujeres y a los niños nos mandaran salir del comedor después de las largas comidas familiares para que los hombres pudiesen hablar. En muchos sentidos, al verlo en retrospectiva, me parece que éramos la típica familia de pandilleros italoamericana. Desde luego no era en la escala que ves en las películas de gángsteres, pero muy parecido en un plan más humilde. Se esperaba que las mujeres nos dedicáramos a la cocina, el hogar y la iglesia sin interesarnos o meternos en cualquier tipo de negocio. Si quieres saber la verdad, todo aquello me resultaba muy molesto, porque los chicos del barrio nos trataban de otra manera. No veía la hora de marcharme, y fui lo bastante lista como para comprender que la mejor manera de lograrlo era ser una buena estudiante.

–Eso lo puedo entender -dijo Daniel. También su voz se hizo más suave-. Mi padre estaba metido en toda clase de negocios, y algunos de ellos bordeaban la estafa. El problema era que fracasaba en todos, con la consecuencia de que él y por lo tanto mis hermanos y yo nos convertimos en el hazmerreír de Revere, sobre todo en la escuela, al menos aquellos de nosotros que no formábamos parte de ningún grupo. El apodo de mi padre era el Perdedor, y desafortunadamente el apodo tiene tendencia a transmitirse.

–En mi caso, fue todo lo contrario -manifestó Stephanie-. Nos trataban con una deferencia que no era nada agradable. Ya sabes que a los adolescentes les gusta integrarse. Pues no me dejaron, y ni siquiera sabía la razón.

–¿Cómo es que nunca me has hablado de todo esto?

–¿Cómo es que tú nunca me has hablado de tu familia más que para decirme que tienes ocho hermanos a ninguno de los cuales, si se me permite decirlo, conozco? Yo al menos te he preguntado por tu familia en varias ocasiones.

–Una muy buena pregunta -opinó Daniel, distraído. Volvió a contemplar el exterior donde se veían unos pocos copos de nieve arrastrados por las rachas de viento. Sabía que la verdadera respuesta a la pregunta de Stephanie era que a él nunca le había importado su familia más que la propia. Se aclaró la garganta y se volvió hacia su compañera.

–Quizá nunca hablamos de nuestras familias porque ambos estamos avergonzados de nuestra infancia. Claro que también podría ser una combinación de eso con nuestra preocupación por la ciencia y fundar la compañía.

–Quizá -admitió Stephanie sin mucha convicción. Miró a través del parabrisas-. Es verdad que la vida académica siempre ha sido mi vía de escape. Por supuesto, mi padre nunca lo aprobó, pero eso solo sirvió para reforzar mi decisión. Demonios, no quería que estudiara. Creía que era una pérdida de tiempo y dinero, y afirmaba que debía casarme y tener hijos como hace cincuenta años atrás.

–A mi padre le avergonzaba que destacara tanto en las ciencias. Decía a todos que debía ser algo heredado de mi madre, como si fuese una enfermedad genética.

–¿Qué hay de tus hermanos y hermanas? ¿También pasaron por lo mismo?

–Hasta cierto punto, porque mi padre era una persona lo bastante miserable como para culparnos de sus fracasos. Decía que nos comíamos el capital que necesitaba para tener éxito de verdad en la última idea brillante que había tenido. Sin embargo, mis hermanos, que destacaban en los deportes, lo tenían un poco mejor, al menos cuando estaban en el instituto, porque mi padre era un fanático de los deportes. Pero volvamos otra vez a tu hermano, Tony. ¿De quién fue la idea de que invirtiera en CURE, suya o tuya? – La voz de Daniel recuperó parte de la brusquedad anterior.

–¿Esto se convertirá de nuevo en una discusión?

–Tú responde a la pregunta.

–¿Qué más da de quién fue la idea?

–Fue un tremendo error de juicio permitir a un posible, o probable, ya se verá, gángster que invirtiera en nuestra compañía.

–Creo que fue una combinación de los dos -manifestó Stephanie-. A diferencia de mi padre, se mostró interesado en mis actividades, y le dije que la biotecnología era un buen campo para invertir parte de las ganancias de los restaurantes.

–¡Estupendo! – exclamó Daniel con un tono sarcástico-. Confío en que te darás cuenta de que a los inversores en general no les gusta perder dinero, aunque se les haya advertido adecuadamente de los riesgos de una empresa que comienza. Supongo que eso es algo que un gángster da por sobreentendido. ¿Has escuchado alguna vez algo absolutamente desagradable como que te rompan las piernas?

–¡Por amor de Dios, es mi hermano! Nadie le romperá las piernas a nadie.

–Sí, pero yo no soy su hermano.

–Sugerir algo así es un insulto -replicó Stephanie. Volvió a mirar a través de la ventanilla. Por lo general, tenía una reserva de paciencia para aguantar los sarcasmos, el ego, y la negatividad antisocial de Daniel, gracias al respeto que sentía por su extraordinaria capacidad científica, pero en este momento y después de los acontecimientos de la mañana, se le estaba agotando.

–A la vista de las circunstancias, no tengo ningún interés en quedarme en Washington otra noche -manifestó Daniel-. Creo que deberíamos recoger nuestras cosas, y tomar el próximo avión del puente aéreo a Boston.

–Por mí, de acuerdo -dijo Stephanie bruscamente.

Se apeó del taxi por su lado mientras Daniel pagaba la carrera. Entró en el vestíbulo del hotel, casi sin darse cuenta de que él la seguía un par de pasos más atrás. Stephanie estaba lo bastante alterada como para plantearse qué haría cuando estuvieran en Boston. Dada su ofuscación mental en estos momentos, la idea de volver al apartamento de Daniel en Cambridge donde había estado viviendo no le resultaba en absoluto atractiva. La sugerencia de Daniel de que su familia era tan infame como para llegar a la violencia física era directamente un insulto. No tenía muy claro si alguien de su familia era un usurero o participaba en otras actividades dudosas, pero sí estaba absolutamente segura de que nunca habían atacado a nadie.

–¡Doctora D'Agostino, un momento por favor! – llamó uno de los recepcionistas.

Escuchar que alguien decía su nombre en voz alta en medio del vestíbulo sorprendió a Stephanie hasta el punto de que se detuvo bruscamente. Daniel chocó contra ella, con la consecuencia de que se le cayó la carpeta que llevaba.

–¡Maldita sea, ten un poco más de cuidado! – protestó Daniel, mientras se agachaba para recoger las hojas que se habían salido de la carpeta. Un botones acudió en su ayuda. Eran copias del procedimiento RSHT. Las había llevado a la audiencia por si se presentaba la oportunidad de distribuirlas y facilitar a los presentes la comprensión del procedimiento. Desafortunadamente, no había surgido la oportunidad.

Cuando Daniel acabó de recoger las hojas, Stephanie ya había vuelto de la recepción.

–Podrías haberme avisado de que ibas a parar -se quejó Daniel.

–¿Quién es Carol Manning? – replicó ella, sin hacerle caso.

–No tengo ni la más mínima idea. ¿Por qué lo preguntas?

–Tienes un mensaje urgente de su parte. – Stephanie le alcanzó una nota.

Daniel le echó un vistazo.

–Se supone que debo llamarla. Dice que es una emergencia. ¿Cómo puede ser una emergencia si ni siquiera sé quién es?

–¿Cuál es el código de área? – le preguntó Stephanie, mientras miraba por encima del hombro de su compañero.

–Dos, cero, dos. ¿Sabes tú a cuál corresponde?

–¡Por supuesto que sí! Es aquí mismo, en el distrito federal.

–¡Washington! – exclamó Daniel-. Bueno, solucionado el misterio. – Hizo una bola con el mensaje, se acercó al mostrador de la recepción, y le pidió a uno de los empleados que la tirara a la papelera.

Stephanie parecía haber echado raíces en el lugar donde le había entregado la nota a Daniel. Su mente funcionaba a toda velocidad mientras miraba a Daniel que iba hacia los ascensores. Llevada por una súbita decisión, se acercó rápidamente a la recepción, cogió la nota que el recepcionista todavía tenía en la mano mientras hablaba con uno de los huéspedes, y corrió detrás de su socio.

–Creo que deberías llamar -dijo, con voz entrecortada cuando lo alcanzó.

–¿Sí? – preguntó Daniel con un tono de arrogancia-. No lo creo.

Se abrió la puerta del ascensor. Daniel entró en la cabina. Stephanie lo siguió.

–No, creo deberías llamar. Después de todo, ¿qué puedes perder?

–Un poco más de mi autoestima -manifestó Daniel.

El ascensor comenzó a subir. La mirada de Daniel permaneció fija en la botonera. La de Stephanie permaneció fija en Daniel. Se abrió la puerta. Caminaron por el pasillo.

–Recuerdo el prefijo porque lo marqué la semana pasada cuando llamé al despacho del senador Ashley Butler. Si no recuerdo mal, el prefijo era dos, dos, cuatro, y si es así, entonces corresponde a la centralita del Senado.

–Razón de más para no llamar. – Daniel abrió la puerta de la habitación y entró. Stephanie lo siguió.

Mientras Daniel se quitaba el abrigo, Stephanie fue a sentarse a la mesa de la sala. Alisó la nota.

–Es dos, dos, cuatro -le gritó-. El urgente está subrayado. ¡Quizá el viejo carcamal haya cambiado de opinión!

–Eso es tan improbable como que la luna se caiga de su órbita -respondió Daniel. Se acercó a la mesa y miró el mensaje-. Es curioso. ¿Qué demonios de emergencia podría ser? Por un momento creí que era de algún periodista, pero eso es imposible si el número corresponde a la centralita del Senado. Sabes, me da lo mismo. Mostrarme dispuesto a cooperar con cualquiera que tenga la más mínima relación con el Senado es algo que no me interesa en este momento.

–¡Llama! No vaya a ser que escupas al cielo y acabes escupiéndote a la cara. Si no lo haces, lo haré yo. Me haré pasar por tu secretaria.

–¿Tú, una secretaria? ¡Qué divertido! ¡De acuerdo, venga, llama!

–Utilizaré el altavoz para que escuches la conversación.

–¡Fantástico! – se burló Daniel. Se tumbó en el sofá con la cabeza apoyada en uno de los brazos y los pies en el otro.

Stephanie marcó el número. Se escuchó un único timbrazo antes de que se efectuara la conexión. Una voz femenina dijo «Hola» con un tono brusco como si la persona hubiese estado esperando la llamada impacientemente.

–Llamo de parte del doctor Daniel Lowell. – La joven sostuvo la mirada de Daniel-. ¿Hablo con Carol Manning?

–Soy yo. Gracias por llamar. Es extremadamente importante que hable con el doctor antes de que se marche del hotel. ¿Está disponible?

–¿Puedo preguntar cuál es el motivo de la llamada?

–Soy la jefa de personal del senador Ashley Butler -respondió Carol-. Quizá me viera usted esta mañana. Estaba sentada detrás del senador.

Daniel se pasó el dedo índice por la garganta para indicarle a Stephanie que colgara. Ella no le hizo caso.

–Necesito hablar con el doctor -prosiguió Carol-. Tal como le dije antes, es extremadamente importante.

Daniel repitió el gesto de antes al que añadió una expresión de enfado, y lo hizo una tercera vez al ver que ella titubeaba.

Stephanie le replicó con un ademán que dejara de hacer muecas. Tenía claro que él no quería hablar con Carol Manning, pero no estaba dispuesta a colgar.

–¿El doctor está allí? – preguntó Carol.

–Está, pero no se puede poner en este momento.

Daniel puso los ojos en blanco.

–¿Puedo preguntar con quién hablo?

Stephanie titubeó una vez más mientras pensaba en qué decir, después de haberle dicho a Daniel que se haría pasar por su secretaria. Sin embargo, ahora que estaba al teléfono le pareció ridículo, así que acabó dando su nombre.

–¡Oh, bien! – respondió Carol-. Por lo que dijo el doctor Lowell en sus declaraciones, deduzco que es usted una colaboradora. ¿Puedo preguntar si su colaboración es cercana y quizá incluso personal?

En el rostro de Stephanie apareció una sonrisa agria. Por un momento miró el teléfono como si el aparato pudiera decirle por qué Carol Manning se había saltado las reglas de cortesía para formularle la pregunta. En circunstancias normales, Stephanie se habría enfadado. Ahora solo sirvió para aumentar su curiosidad.

–No quiero parecer descortés -añadió la jefa de personal, como si quisiera anticiparse a una dura respuesta por parte de Stephanie-. Esta es una situación un tanto violenta, pero me informaron de que se alojaban ustedes en la misma habitación. Confío en que comprenda que no es mi propósito entrometerme en su vida privada sino mostrarme lo más discreta posible. Verá, el senador quiere mantener una reunión secreta con el doctor Lowell, y en esta ciudad eso no es nada fácil, si tenemos en cuenta la importancia y la notoriedad del senador.

Stephanie abrió cada vez más la boca mientras escuchaba esta sorprendente propuesta. Incluso Daniel apartó los pies del brazo del sofá y se sentó.

–Esperaba -continuó Carol-, poderle comunicar este mensaje directamente al doctor Lowell de forma que solo el senador, el doctor, y yo tuviésemos conocimiento del encuentro. Es obvio que eso ya no es posible. Espero poder contar con su discreción, doctora D'Agostino.

–El doctor Lowell y yo trabajamos en estrecha colaboración -señaló Stephanie-. Puede usted contar con mi discreción. – Gesticuló frenéticamente para saber si Daniel quería intervenir en la conversación ahora que había tomado un giro del todo sorprendente. Daniel sacudió la cabeza y le indicó por señas que continuara.

–Nos gustaría poder concertar el encuentro para esta noche -dijo Carol.

–¿Puedo comunicarle al doctor Lowell el motivo de la reunión?

–No se lo puedo decir.

–Si no me lo dice, tendremos un problema. Sé que el doctor Lowell está muy disgustado con lo ocurrido en la audiencia de esta mañana. No tengo ninguna seguridad de que se muestre dispuesto a reunirse con el senador si no sabe que puede significarle algún beneficio. – Stephanie miró a Daniel, que cerró el puño y levantó el pulgar para comunicarle que aprobaba cómo estaba llevando el tema.

–Eso también es difícil para mí -comentó Carol-. Aunque soy la jefa de personal del senador y normalmente sé todo lo que pasa en este despacho, no tengo la más mínima idea de por qué el senador quiere reunirse con el doctor. El senador dijo que si bien el doctor Lowell podía estar molesto por las cosas dichas en la audiencia, debería evitar cualquier conclusión referente a la S. 1103 hasta después de la entrevista.

–Eso es un tanto vago.

–Es todo lo que puedo decir a tenor de la información de la que dispongo. En cualquier caso, insisto en la conveniencia de que el doctor acceda a la entrevista. Creo que le resultará beneficiosa. No se me ocurre ninguna otra razón para este encuentro. Se aparta de lo normal, y lo sé por experiencia personal. Llevo dieciséis años al servicio del senador.

–¿Dónde tendría lugar la reunión?

–El lugar más seguro sería un coche en marcha.

–Eso suena muy melodramático.

–El senador insiste en el máximo secreto, y como le dije antes, eso no es fácil en esta ciudad.

–¿Quién conduciría el coche?

–Yo.

–Si el doctor Lowell accede a la entrevista, insisto en estar presente.

Daniel volvió a poner los ojos en blanco.

–Dado que ya está enterada de la invitación, supongo que no habrá inconvenientes. En cualquier caso, para tener la certeza absoluta, tendré que consultar con el senador.

–¿Debo suponer que vendrá a recogernos al hotel?

–Mucho me temo que eso no podrá ser. El plan más seguro es que usted y el doctor Lowell vayan en taxi a la Union Station. A las nueve en punto, llegaré en un monovolumen Chevrolet negro con cristales tintados. El número de la matrícula es GDF471. Aparcaré delante mismo de la estación. Le daré el número de mi móvil por si surge algún problema.

Stephanie anotó el número que le dictó Carol.

–¿El senador puede confiar en que el doctor Lowell acudirá a la cita?

–Le transmitiré la información al doctor Lowell tal como me la ha comunicado.

–Eso es todo lo que pido. De todas maneras, quiero recalcar de nuevo lo extremadamente importante que es esta cita, tanto para el senador como para el doctor Lowell. El senador utilizó estas mismas palabras.

Stephanie le dio las gracias, dijo que la volvería a llamar en quince minutos y colgó. Miró a Daniel.

–Este es uno de los episodios más extravagantes en los que me he visto metido -comentó Stephanie-. ¿A ti qué te parece?

–¿Qué demonios se traerá entre manos el viejo carcamal?

–Mucho me temo que solo hay una manera de averiguarlo.

–¿De verdad crees que debo ir?

–Digámoslo de esta manera -respondió Stephanie-. Creo que sería una tontería de tu parte no ir. Dado que el encuentro es secreto, ni siquiera tendrás que preocuparte de perder un poco más de autoestima, a menos que te importe lo que Ashley Butler piense de ti, y sabiendo la opinión que te merece, no creo que sea el caso.

–¿Crees que Carol Manning no sabe nada de la razón para la cita?

–Sí, me lo creo. Capté un cierto resentimiento cuando lo dijo. Tengo la sensación de que el senador oculta algo en la manga que ni siquiera está dispuesto a compartir con su más íntima colaboradora.

–De acuerdo -aceptó Daniel con una cierta renuencia-. Llámala y dile que estaré en la estación a las nueve.

–Le diré que estaremos en la estación a las nueve. No mentí cuando le dije a la señorita Manning que quería estar presente. Insisto en ir.

–¿Por qué no? Podríamos celebrar una fiesta.


4


Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 20.15



A Carol le pareció que en la modesta casa del senador en Arlington, Virginia, estaban encendidas todas las luces cuando entró en el camino de coches. Miró su reloj. Con las extravagancias del tráfico de Washington, no sería lo más fácil del mundo llegar a la Union Station a las nueve en punto. Confiaba en haberlo calculado bien, aunque las cosas no habían comenzado auspiciosamente. Había tardado diez minutos más de lo planeado en venir desde su apartamento en Foggy Bottom a la casa de Ashley. Afortunadamente, había añadido en su plan un margen de error de quince minutos.

Puso el freno de mano, y sin apagar el motor, se dispuso a bajar del vehículo. Pero no fue necesario que se expusiera a la llovizna helada que caía en el exterior. Se abrió la puerta principal de la casa, y apareció el senador. Detrás de él, vio a su rubicunda esposa que parecía el epítome de una feliz vida doméstica, con un delantal blanco con volantes sobre el vestido de algodón a cuadros. Al reparo de la galería, y al parecer en obediencia a sus órdenes, el senador consiguió abrir su paraguas después de un par de intentos. Lo que al principio del día habían sido unos pocos copos de nieve se había convertido en lluvia mezclada con aguanieve.

Ashley comenzó a bajar la escalinata de su casa con el rostro oculto por la copa del paraguas. Se movía lenta y deliberadamente, y le dio tiempo a Carol para observar la figura fornida, ligeramente encorvada de un hombre que en otra vida hubiese podido ser un granjero o incluso un trabajador metalúrgico. Para Carol, no era una visión especialmente alegre ver acercarse a su jefe. Había algo claramente patético y deprimente en la escena. La cortina de lluvia y el color sepia contribuían a ello, lo mismo que el monótono vaivén de los limpiaparabrisas que trazaban implacables sus arcos sobre el cristal mojado. Sin embargo, para Carol era más lo que sabía que lo que veía. Aquí estaba un hombre al que había respetado casi hasta la reverencia, para quien había hecho innumerables sacrificios durante más de una década, pero que ahora era imprevisible y ocasionalmente incluso ruin. A pesar de todos los intentos que había hecho a lo largo del día, seguía sin saber por qué había insistido en el encuentro clandestino y políticamente arriesgado con el doctor Lowell, y debido a su insistencia en el más absoluto secreto, no había podido preguntarle a nadie más. Para empeorar todavía más las cosas, no podía evitar la sensación de que Ashley le había ocultado el motivo del encuentro exclusivamente por maldad, solo porque percibía instintivamente su desesperación por saberlo. Durante el último año, gracias a muchos inmerecidos comentarios sarcásticos, se había dado cuenta de que él envidiaba su relativa juventud y su buena salud.

Carol observó cómo Ashley se detenía al pie de la escalinata para acomodarse al terreno llano. Por un momento, pareció haberse convertido en una estatua, una metáfora de su prepotente tozudez, una cualidad que Carol había admirado cuando se trataba de sus creencias políticas populistas pero que ahora la irritaba. En el pasado, él había luchado por el poder que necesitaba para sacar adelante sus postulados conservadores. En cambio, ahora parecía luchar por el poder en sí mismo como si se hubiera hecho adicto a detentarlo. Siempre le había tenido por un gran hombre que sabía cuándo le había llegado el momento de apartarse, pero ahora ella no lo tenía muy claro.

Ashley comenzó a caminar lentamente; con el abrigo negro, los hombros caídos, y los pasos cortos arrastrando los pies, le recordó a un enorme pingüino. Ganó velocidad a medida que caminaba. Carol esperaba que diera la vuelta para sentarse en el asiento del acompañante, pero el senador abrió la puerta trasera izquierda. Notó el suave balanceo del vehículo cuando subió. Luego escuchó el golpe de la puerta al cerrarse y el ruido del paraguas cuando lo tiró al suelo.

Carol se volvió. Ashley estaba arrellanado en el asiento. En la débil luz grisácea del interior del coche, su rostro se veía pálido, casi fantasmagórico, y sus facciones vulgares se hundían en la carne como si las hubiesen marcado en una masa de pan cruda. Sus cabellos grises siempre bien peinados tenían el aspecto de un puñado de lana de acero. El reflejo de las luces de la casa en los cristales de sus gafas de montura ancha tenía algo de siniestro.

–Llegas tarde -protestó Ashley, sin el menor rastro de deje sureño en la voz.

–Lo siento -respondió Carol mecánicamente. Siempre se estaba disculpando-. Así y todo llegaremos a la hora. ¿Quiere que hablemos antes de ir a la ciudad?

–¡Conduce! – le ordenó Ashley.

Carol sintió cómo la dominaba la rabia. Pero se mordió la lengua, consciente de las consecuencias si manifestaba sus sentimientos. Ashley tenía una memoria de elefante para la más mínima afrenta y la malicia de sus venganzas era legendaria. La jefa de personal salió marcha atrás del camino de coches.

La ruta era sencilla con carreteras de acceso limitado durante la mayor parte del camino. Carol se dirigió hacia la autopista 395 sin ninguna dificultad al pillar todos los semáforos en verde. Cuando entró en la autopista, observó complacida que había muchos menos coches que quince minutos antes, y aceleró hasta la velocidad permitida. Segura de que cumpliría el horario previsto, se relajó un poco, pero cuando se acercaron al río Potomac, un reactor de pasajeros que despegaba del aeropuerto Reagan pasó con gran estruendo por encima de la autopista. Tensa como estaba, el súbito y terrible aullido de los motores la sorprendió hasta el punto que movió bruscamente el volante y el coche se desvió.

–Si no supiera que no puede ser -comentó Ashley, que rompió el silencio que había mantenido después de su brusca orden, y de nuevo con el deje sureño-, hubiera jurado por la memoria de mi madre que la turbulencia provocada por ese avión se extendió hasta la autopista. ¿Tienes el absoluto control de este vehículo, querida?

–Todo va bien -respondió Carol escuetamente. En este momento, le parecía insultante hasta el acento teatral del senador, porque sabía que lo manejaba a voluntad.

–He estado ojeando el informe que tú y el resto del equipo preparasteis sobre el buen doctor -prosiguió Ashley después de una breve pausa-. Casi me lo he aprendido de memoria. No puedo menos que felicitaros. Habéis hecho un gran trabajo. Creo que sé más de ese muchacho que él mismo.

Carol asintió con un gesto. Continuaron en silencio hasta que entraron en el túnel que pasaba por debajo del Washington Mall.

–Sé que estás enfadada conmigo -dijo Ashley sorpresivamente-, y sé la razón.

Carol miró al senador por el espejo retrovisor. Los destellos de luz de los azulejos del túnel le iluminaban el rostro de manera intermitente, cosa que le daba un aspecto más fantasmal que antes.

–Estás enfadada conmigo porque no he divulgado mis motivos para esta inminente reunión.

Carol lo miró de nuevo. Estaba sorprendida. La admisión era algo absolutamente fuera de contexto. Nunca había sugerido que conocía o que le importaban los sentimientos de Carol. Esta era una prueba más de su actual imprevisibilidad, y no sabía qué decir.

–Esto me recuerda una ocasión en que mi mamá se enfadó conmigo -añadió Ashley, que ahora añadió su tono anecdótico al deje. Carol gimió para sus adentros. Era un gesto que le resultaba insoportable-. Fue cuando yo levantaba un palmo del suelo. Quería ir a pescar yo solo en un río que estaba a un par de kilómetros de nuestra casa donde, según decía, los bagres tenían el tamaño de armadillos. Me marché antes del amanecer, cuando nadie más se había levantado, y le causé a mi madre una terrible preocupación. Cuando regresé a casa, estaba como loca. Me agarró del cuello y me preguntó por qué no le había pedido permiso para hacer semejante tontería a mi tierna edad. Le respondí que no le había pedido permiso porque sabía que me diría que no. Bien, Carol, querida, me encuentro en la misma situación ante este inminente encuentro con el doctor. Te conozco lo bastante bien como para saber que harías lo imposible para hacerme cambiar de opinión, y yo estoy decidido a hacerlo.

–Solo intentaría hacerlo si fuese en su mejor interés -replicó Carol.

–Hay ocasiones en que tus intenciones son absolutamente transparentes. La mayoría de las personas se negarían a creer tus verdaderos motivos, a la vista de tu aparentemente desinteresada devoción, pero yo te conozco mejor.

Carol tragó saliva. No sabía muy bien cómo interpretar el pomposo comentario de Ashley, pero sabía que no le interesaba ir por la dirección que sugería, porque era una indicación de que él sospechaba de sus secretas ambiciones.

–¿Al menos ha discutido este encuentro con Phil para estar seguro de sus potenciales implicaciones políticas?

–¡Santo cielo, no! No he hablado de este asunto con nadie, ni siquiera con mi esposa, bendita sea. Tú, los doctores, y yo somos los únicos que sabemos que tendrá lugar.

Carol salió de la autopista y se dirigió hacia Massachusetts Avenue. Se tranquilizó al ver que se acercaban a la estación, cosa que evitaría la posibilidad de que la conversación volviera al tema de sus metas no manifestadas. Miró su reloj. Las nueve menos cuarto.

–Llegaremos un poco antes de la hora -anunció.

–Entonces párate un poco -sugirió Ashley-. Preferiría llegar a la hora en punto. Ayudará a dar el tono correcto a la cita.

Carol giró a la derecha en North Capital y luego a la izquierda en la D. Era una zona conocida, dada su proximidad al edificio del Senado. Cuando se dirigió de nuevo a la estación, faltaban tres minutos para las nueve. Eran las nueve en punto cuando aparcó delante de la estación.

–Allí están -dijo Ashley, y señaló por encima del hombro de Carol. Daniel y Stephanie se protegían de la lluvia con un paraguas del Four Seasons. Destacaban entre la multitud por su inmovilidad. Todos los demás corrían a buscar refugio, ya fuera en el edificio de la estación o en los taxis que hacían cola.

Carol encendió por un momento las luces largas para llamar la atención de los doctores.

–No es necesario montar una escena -protestó Ashley-. Nos han visto.

Vieron cómo Daniel miraba su reloj antes de caminar hacia el vehículo. Stephanie le cogía el brazo izquierdo. La pareja se acercó a la ventanilla de Carol. Ella bajó el cristal.

–¿Señorita Manning? – preguntó Daniel despreocupadamente.

–¡Estoy en el asiento de atrás, doctor! – gritó Ashley antes de que Carol pudiese responder-. ¿Qué le parece si se sienta usted conmigo aquí atrás y su bella colaboradora se sienta delante con Carol?

Daniel se encogió de hombros antes de que él y Stephanie dieran la vuelta al coche. Cubrió a Stephanie con el paraguas mientras subía, y luego subió él a la parte de atrás.

–¡Bienvenido! – le saludó Ashley con un tono alegre, al tiempo que le extendía su mano de dedos gruesos-. Gracias por aceptar reunirse conmigo en una noche desagradablemente fría y lluviosa.

Daniel miró la mano del senador pero no hizo el menor gesto de estrechársela.

–¿Qué se le ha ocurrido, senador?

–Esto es lo que se llama un auténtico norteño -comentó Ashley con el mismo tono, mientras bajaba la mano sin parecer ofendido en lo más mínimo por el rechazo del científico-. Siempre dispuestos a ir por la vía rápida sin desperdiciar el tiempo en los refinamientos de la vida. Bien, que así sea. Ya habrá tiempo más tarde para los apretones de mano. Mientras tanto, mi propósito es que usted y yo nos conozcamos mejor. Verá, estoy profundamente interesado en sus conocimientos esculapianos.

–¿Dónde vamos, senador? – preguntó Carol, que miró a su jefe por el espejo retrovisor.

–¿Por qué no llevamos a estos buenos doctores a dar un paseo por nuestra bella ciudad? – sugirió Ashley-. Ve hacia el Tidal Basin para que puedan disfrutar del monumento más elegante de nuestra ciudad.

Carol puso el coche en marcha y fue hacia el sur. Carol y Stephanie se miraron la una a la otra en una rápida valoración.

–Aquí a la derecha tenemos el Capitolio -añadió Ashley, y lo señaló-. A nuestra izquierda está el Tribunal Supremo, un edificio cuya arquitectura me encanta, y la biblioteca del Congreso.

–Senador -manifestó Daniel-, con todo el debido respeto, que no es mucho, no me interesa que nos ofrezca un recorrido turístico por la ciudad, ni tampoco me interesa conocerle mejor, especialmente después de la parodia en la que nos hizo participar esta mañana.

–Mi querido, queridísimo amigo… -comenzó Ashley después de una breve pausa.

–¡Acabe de una vez con el rollo sureño! – le interrumpió Daniel despectivamente-. Además, que conste que no soy su queridísimo amigo. Ni siquiera soy su amigo.

–Doctor, con el debido respeto, que en mi caso es sincero, se hace usted un flaco favor con todas esas afrentas. Si me lo permite le daré un pequeño consejo: esta mañana perjudicó su propia causa cuando permitió que sus emociones dominaran su considerable intelecto. A pesar de su muy claramente manifestada animosidad hacia mí, deseo negociar con usted de hombre a hombre y mejor dicho de caballero a caballero un tema muy importante y delicado. Ambos tenemos algo que el otro desea, y si queremos conseguir nuestros deseos, ambos tendremos que hacer algo que preferiríamos no hacer.

–Habla usted con acertijos -protestó Daniel.

–Quizá sí -admitió Ashley-. ¿He captado su interés? No añadiré nada más a menos que esté convencido de ello.

Ashley escuchó el suspiro de impaciencia de Daniel. Por su lenguaje corporal imaginó que el doctor había puesto los ojos en blanco, aunque no podía estar seguro dada la oscuridad del interior del vehículo. El senador esperó mientras Daniel miraba fugazmente a través de la ventanilla los edificios del instituto Smithsoniano.

–El mero hecho de admitir su interés no le obliga ni lo amenaza en ningún sentido -añadió-. Nadie más excepto aquellos que estamos en este vehículo está enterado de esta reunión; siempre, claro está, que usted no se lo haya comunicado a alguien.

–Me hubiese sentido muy avergonzado.

–Prefiero hacer caso omiso de sus groserías, doctor, de la misma manera que esta mañana hice caso omiso de la falta de cortesía que me demostró con su atuendo, su desdeñoso lenguaje corporal y sus ataques verbales. Como corresponde a un caballero, podría haberme dado por ofendido, pero no lo hice. ¡Así que ahórrese la molestia! Lo que quiero saber es si está interesado en negociar.

–¿Se puede saber exactamente qué debo negociar?

–La viabilidad de su compañía, su actual carrera, sus oportunidades de convertirse en famoso, y quizá lo más importante de todo, la oportunidad de evitar el fracaso. Tengo razones para creer que el fracaso es su fobia particular.

Daniel miró a Butler en la penumbra del coche. El senador fue consciente de la fuerza de la mirada del científico, a pesar de que no podía verla. Se animó al comprobar que poco a poco iba consiguiendo captar su interés.

–¿Cree usted que soy una persona especialmente sensible al fracaso? – replicó Daniel, con una voz que había perdido parte de su tono sardónico.

–No me cabe la menor duda -afirmó Ashley-. Es usted una persona tremendamente competitiva, algo que, combinado con su capacidad intelectual, ha sido la fuerza impulsora de su éxito. Pero a las personas tremendamente competitivas no les gusta fracasar, sobre todo cuando parte de su motivación es escapar de su pasado. A usted le ha ido bien y ha progresado mucho desde sus años en Revere, Massachusetts, y, sin embargo, su peor pesadilla es un fracaso que lo llevara de nuevo a sus raíces infantiles. No es una preocupación racional, si tenemos en cuenta sus credenciales, pero de todas maneras le acosa.

Daniel soltó una carcajada desabrida.

–¿Cómo es que se le ha ocurrido esta teoría absolutamente ridícula y estrafalaria? – preguntó.

–Sé muchísimas cosas de usted, amigo mío. Mi padre siempre me decía que el conocimiento era el poder. Dado que nosotros dos tendremos que negociar, me aproveché de mis considerables recursos, incluidos mis contactos en el FBI, para averiguar todo lo posible sobre su compañía y su persona. A fuer de sincero, lo sé todo de usted y de su familia desde hace generaciones.

–¿Me ha hecho investigar por el FBI? – exclamó Daniel, atónito-. Me resulta difícil de creer.

–¡Pues créalo! Le indicaré algunos de los puntos destacados de lo que ha resultado ser una historia muy interesante. En primer término, está directamente emparentado con la familia Lowell de Nueva Inglaterra, que se menciona en la famosa descripción de la sociedad de Boston donde los Lowell solo hablaban con los Cabot y los Cabot solo hablaban con Dios. ¿O era al revés? Carol, ¿me puedes ayudar?

–Lo ha dicho bien, senador -respondió Carol.

–Me tranquiliza. No quiero perjudicar mi credibilidad apenas iniciado el discurso. Desafortunadamente, doctor, su parentesco con los famosos Lowell no le ha sido de ninguna ayuda. Al parecer, el borracho de su abuelo fue expulsado de la familia y, lo que es más importante, desheredado después de oponerse a los deseos familiares, primero al abandonar los estudios para alistarse como soldado de infantería en la Primera Guerra Mundial, y luego, cuando lo licenciaron, casándose con una chica de clase media baja de Medford. Por lo que se sabe fue tan terrible la experiencia que vivió en Europa durante la guerra que estaba psicológicamente incapacitado para reintegrarse a una sociedad privilegiada. Esto, desde luego, era muy distinto a la situación de sus hermanos y hermanas, que no habían ido a la guerra y que disfrutaban al máximo de los excesos de los locos años veinte y quienes, incluso a pesar del riesgo de convertirse en alcohólicos, estaban acabando sus carreras y se casaban con personas de su mismo nivel social.

–Senador, esto no me resulta nada divertido. ¿Podemos ir al grano?

–Paciencia, amigo mío. Permítame que continúe con mi historia. Al parecer el beodo de su abuelo paterno tampoco fue un buen padre ni un modelo para sus diez hijos, uno de los cuales fue su padre. El refrán «De tal palo tal astilla» es ciertamente aplicable a su padre, que prestó servicio en la Segunda Guerra Mundial. Aunque consiguió no acabar alcohólico perdido, tampoco fue un buen padre ni un modelo para sus nueve hijos, y creo que está de acuerdo conmigo. Afortunadamente, con su competitividad, su capacidad intelectual, y por no haber tenido que vivir la experiencia de la guerra en Vietnam, ha conseguido romper la espiral descendente, pero no sin algunas heridas.

–Senador, por última vez, a menos que me diga en qué está pensando con palabras, insistiré en que nos lleven de regreso a nuestro hotel.

–Ya se lo he dicho -contestó Ashley-. En cuanto subió al coche.

–Será mejor que me lo repita -se mofó Daniel-. Al parecer, fue algo tan sutil que lo pasé por alto.

–Le dije que estaba interesado en sus conocimientos esculapianos.

–Citar al dios de la medicina convierte todavía más todo esto en una adivinanza que no tengo paciencia para resolver. Seamos específicos, sobre todo dado que mencionó que esto era una negociación.

–De acuerdo. Específicamente, le ofrezco un trueque entre sus poderes como médico y mis poderes como político.

–Soy un investigador, no un médico con ejercicio.

–Así y todo es un médico, y las investigaciones que realiza son para curar a las personas.

–Siga.

–Lo que voy a decirle es la razón por la que estamos ahora manteniendo esta conversación. Pero necesito su palabra de caballero de que lo que voy a decirle será absolutamente confidencial, sea cual sea el resultado de esta reunión.

–Si es algo de verdad personal, no tengo ningún inconveniente en mantener el secreto.

–¡Excelente! ¿Y usted, doctora D'Agostino? ¿También tengo su palabra?

–Por supuesto -tartamudeó Stephanie, sorprendida por lo inesperado de la pregunta. Estaba sentada de lado, para mirar a los dos hombres. Llevaba en esa posición desde que el senador había comenzado a hablar sobre el miedo al fracaso de Daniel.

Carol tenía dificultades para seguir conduciendo y había disminuido la velocidad considerablemente. Fascinada por la conversación que tenía lugar en el asiento trasero, su mirada estaba más pendiente del reflejo de Ashley en el espejo retrovisor que de la carretera. Estaba segura de saber lo que Ashley se disponía a decir y ahora sospechaba cuál era el plan del senador. Estaba asombrada. El senador se aclaró la garganta.

–Desafortunadamente, me han diagnosticado la enfermedad de Parkinson. Para empeorar las cosas, mi neurólogo cree que tengo una variante de la dolencia que se desarrolla rápidamente. En la última visita incluso comentó que quizá pronto la enfermedad comience a afectar a mi capacidad cognitiva.

Durante unos instantes reinó en el coche el más absoluto silencio.

–¿Cuánto tiempo hace que lo sabe? – preguntó Daniel-. No he observado ningún temblor.

–Alrededor de un año. La medicación ha ayudado pero, como dijo mi neurólogo, cada vez hace menos efecto. Por lo tanto, mi enfermedad no tardará en ser del conocimiento público a menos que se haga algo y pronto. Mucho me temo que mi carrera política está en juego.

–Espero que toda esta pantomima no acabe en lo que estoy pensando -manifestó Daniel.

–Supongo que así es -admitió Ashley-. Doctor, quiero ser su cobaya o, más exactamente, uno de sus ratones. Según anunció con tanto orgullo esta mañana, ha tenido mucha suerte con sus ratones.

Daniel sacudió la cabeza.

–¡Esto es absurdo! ¿Quiere que lo trate como he tratado a nuestras ratas?

–Efectivamente, doctor. Ahora bien, sabía que no querría hacerlo por una multitud de razones, y por eso esta charla es una negociación.

–Iría contra la ley -intervino Stephanie-. La FDA nunca lo permitiría.

–No tenía la intención de informar a la FDA -respondió Ashley tranquilamente-. Sé lo entrometidos que llegan a ser en ocasiones.

–Tendría que hacerse en un hospital -señaló Stephanie-. Sin la aprobación de la FDA, ninguno lo permitiría.

–Ninguno en este país -le corrigió Ashley-. La verdad es que pensaba en las Bahamas. Es una buena época del año para ir a las Bahamas. Además, allí hay una clínica que satisfaría nuestras necesidades a la perfección. Hace seis meses, mi subcomité realizó una serie de audiencias sobre la falta de una regulación adecuada de las clínicas de esterilidad en este país. Una clínica llamada Wingate apareció durante las audiencias como ejemplo de cómo algunas de estas clínicas no hacen caso de las normas más básicas para de esa manera obtener unos cuantiosos beneficios. La clínica Wingate se trasladó no hace mucho a la isla de New Providence para eludir las pocas leyes aplicables a sus operaciones, que incluye algunos tratamientos muy dudosos. Pero lo que más me llamó la atención fue que estaban a punto de construir un centro de investigación y un hospital con los adelantos más modernos.

–Senador, hay unas razones muy claras por las que las investigaciones se hacen primero con los animales antes de pasar a los seres humanos. Hacer otra cosa es contrario a la ética en el mejor de los casos y una verdadera locura en todos los demás. No puede ser parte de algo semejante.

–Sabía que de entrada no le entusiasmaría la idea -señaló Ashley-. Por eso hablo de una negociación. Verá, estoy dispuesto a darle mi palabra de caballero de que mi proyecto de ley, el S. 1103, nunca saldrá de mi subcomité si usted acepta tratarme con su RSHT en el más absoluto secreto. Eso significa que podrá seguir adelante con su segunda línea de financiación, salvar a su compañía, y convertirse en el millonario empresario biotecnológico que aspira a ser. En cuanto a mí mismo, mi poder político todavía está en ascenso, y seguirá así, siempre y cuando desaparezca la amenaza del Parkinson. De esta manera, como una consecuencia de que cada uno de nosotros hará algo que preferiría no hacer, ambos saldríamos ganando.

–¿Qué está haciendo que no querría hacer? – preguntó Daniel.

–Acepto el riesgo de convertirme en una cobaya -declaró Ashley-. Soy el primero en admitir que preferiría que nuestros papeles estuvieran invertidos, pero así es la vida. También me arriesgo al castigo político de mis votantes conservadores que esperan que el subcomité dé el visto bueno al proyecto de ley S. 1103.

Daniel sacudió la cabeza con una expresión de asombro.

–Esto es un disparate.

–Hay algo más -dijo Ashley-. Consciente del riesgo que asumo al someterme a esta nueva terapia, no creo que nuestro intercambio de servicios esté igualado. Para rectificar ese desequilibrio y disminuir el riesgo, reclamo una intervención divina.

–Me da miedo preguntar a qué se refiere con una intervención divina.

–Si no lo he entendido mal, si acepta tratarme con su RSHT, necesitará un segmento de ADN de alguien que no tiene la enfermedad de Parkinson.

–Es correcto, pero no importa quién sea la persona. No es necesario que los tejidos sean compatibles, como en los trasplantes de órganos.

–A mí me importa quién sea la persona -replicó Ashley-. También tengo entendido que podría conseguir el pequeño segmento de ADN de la sangre.

–No podría obtenerlo de los glóbulos rojos, que no tienen núcleo -le explicó Daniel-. En cambio, podría sacarlo de los glóbulos blancos, que siempre encuentras en la sangre. Por lo tanto, sí, podría obtenerlo de la sangre.

–Agradezco al buen Dios que nos diera los glóbulos blancos -declaró Ashley-. Es la fuente de la sangre lo que ha captado mi interés. Mi padre era un ministro baptista, pero mi madre, Dios la tenga en su santa gloria, era una irlandesa católica. Ella me enseñó unas cuantas cosas que nunca he olvidado. Permítame que le haga una pregunta: ¿sabe algo sobre la Sábana Santa de Turín?

Daniel miró a Stephanie. Una desabrida sonrisa de incredulidad había aparecido en su rostro.

–Me criaron en la fe católica -manifestó Stephanie-. Sé lo que es la Sábana Santa.

–Eso lo sé yo también -intervino Daniel-. Es una reliquia religiosa que se decía que era la mortaja de Jesucristo, algo que se demostró como una falsedad hará unos cinco años.

–Es verdad -dijo Stephanie-. Pero fue hace más de diez años. Según la datación del carbono 14 es de mediados del siglo xiii.

–No me importa en lo más mínimo la datación del carbono 14 -proclamó el senador-. Sobre todo después de que fuera criticado por varios científicos de gran prestigio. Es más, incluso si el informe no hubiese sido puesto en duda, mi interés hubiera sido el mismo. El sudario tenía un lugar especial en el corazón de mamá, y se me pegó parte de su devoción cuando nos llevó a mí y a mis dos hermanos mayores a Turín para que lo viéramos cuando yo no era más que un chiquillo impresionable. Más allá de las dudas referentes a su autenticidad, el hecho innegable es que hay manchas de sangre en la tela. La mayoría está de acuerdo en ese punto. Quiero que el pequeño segmento de ADN que se necesita para el RSHT se obtenga de la Sábana Santa de Turín. Esa es mi exigencia y mi oferta.

Daniel no pudo contener una carcajada de desprecio.

–Esto es mucho más que ridículo. Es una locura. Además, ¿cómo podría conseguir una muestra de sangre de la Sábana Santa de Turín?

–Eso es cosa suya, doctor -señaló Ashley-. Pero estoy dispuesto y puedo ayudarle. Estoy seguro de que podré conseguir los detalles sobre cómo acceder a la mortaja a través de un arzobispo que conozco, y que siempre está dispuesto a intercambiar favores por una consideración política especial. Sé que han tomado muestras de las manchas de sangre de la mortaja para cederlas en préstamo, y que posteriormente fueron devueltas a la iglesia. Quizá se podría conseguir alguna, pero usted tendría que ir a recogerla.

–Me ha dejado sin respuestas -admitió Daniel, que hizo lo posible para evitar la burla.

–Eso es muy comprensible -manifestó Ashley-. Estoy seguro de que la oportunidad que le ofrezco lo ha pillado desprevenido. No espero que me responda inmediatamente. Como un hombre reflexivo, estoy seguro de que preferirá considerarlo a fondo. Mi propuesta es que me llame, y le daré un número especial para que lo haga. Pero me gustaría añadir que si no tengo noticias suyas mañana a las diez, aceptaré que ha decidido no aprovechar mi oferta. A las diez, le ordenaré a mi equipo que convoque al subcomité a la brevedad posible para que vote el proyecto de ley S. 1103, de forma tal que pase a consideración del pleno del comité y luego al Senado. Estoy seguro de que el grupo de presión del BIO ya le ha informado de que el S. 1103 será aprobado sin problemas.


5


Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 22.05



Las luces traseras del coche de Carol Manning se perdieron a lo lejos mientras el vehículo seguía por Louisiana Avenue y se confundieron con el tráfico general antes de desaparecer en la oscuridad de la noche. Stephanie y Daniel las siguieron hasta perderlas, y luego se miraron el uno al otro. Sus rostros estaban separados solo unos centímetros, dado que mantenían sus cuerpos apretados debajo del paraguas. Una vez más, permanecían inmóviles en la acera delante de la estación, en el mismo lugar donde una hora antes habían esperado a que vinieran a recogerlos. Entonces les había dominado la curiosidad y la intriga. Ahora estaban atónitos.

–Mañana por la mañana, juraré que todo esto fue una alucinación -opinó Stephanie, y sacudió la cabeza.

–Tengo la sensación de que el tema tiene algo de irreal -admitió Daniel.

–Creo que grotesco es un adjetivo mucho más adecuado.

Daniel miró la tarjeta del senador que tenía en la mano libre. Le dio la vuelta. En el dorso, Butler había garabateado el número de un teléfono móvil donde podía ponerse en contacto directo con él durante las siguientes doce horas. Leyó el número varias veces como si quisiera aprenderlo de memoria.

Una súbita racha de viento hizo que la lluvia se moviera en un plano horizontal. Stephanie se estremeció cuando las gotas heladas le azotaron el rostro.

–¡Hace frío! ¡Volvamos al hotel! No tiene sentido quedarnos aquí y acabar empapados.

Daniel, como si despertara de un trance, se disculpó y echó una ojeada a la explanada de delante de la estación. Había una parada de taxis en uno de los lados, y varios vehículos que hacían cola. Con el paraguas a modo de escudo para protegerse del viento, caminó hacia la parada con Stephanie pegada a sus talones. Llegaron al primer vehículo de la cola, y Daniel sostuvo el paraguas para evitar que su compañera se mojara mientras subía al coche, y luego la siguió.

–Al hotel Four Seasons -le indicó al taxista, que lo miraba por el espejo retrovisor.

–Esta noche ha sido irónica además de grotesca -comentó Stephanie sin más, mientras arrancaba el taxi-. El mismo día que escucho de tu boca cuatro palabras sobre tu familia, el senador Butler me ofrece un relato con pelos y señales.

–A mí me pareció más irritante que irónico -replicó Daniel-. Diablos, que me hiciera investigar por el FBI es una flagrante violación de mi vida privada. También es pasmoso que el FBI lo hiciera. Me refiero a que soy un ciudadano particular que no es sospechoso de ningún delito. Semejante abuso recuerda los días de J. Edgar Hoover.

–¿Así que todo lo que dijo Butler de ti es verdad?

–Supongo que lo es en lo esencial -respondió Daniel con un tono vago-. Escucha, hablemos de la oferta del senador.

–Te puedo decir mi reacción ahora mismo. ¡Creo que es repugnante!

–¿No le ves ningún aspecto positivo?

–El único aspecto positivo que le veo es que confirma nuestra impresión de que el hombre es la quintaesencia del demagogo. También es un hipócrita detestable. Está en contra del RSHT exclusivamente por razones políticas, y está dispuesto a prohibir el procedimiento y la investigación a pesar de su potencial para salvar vidas y aliviar los sufrimientos. Al mismo tiempo, lo quiere para él. Eso es imperdonable y obsceno, y desde luego no vamos a ser partícipes de algo semejante. – Stephanie soltó una breve carcajada de desprecio-. Lamento mucho haber prometido guardar el secreto de su enfermedad. Todo este asunto es una historia que volvería locos a los medios, y a mí me encantaría servírsela en bandeja.

–Desde luego que no podemos ir a los medios -manifestó Daniel categóricamente-, y tampoco creo que debamos actuar impulsivamente. Creo que la oferta de Butler merece ser considerada.

Stephanie, sorprendida, se volvió para mirar a Daniel. Intentó verle el rostro en la penumbra.

–No lo dirás en serio, ¿verdad?

–Hagamos una lista de las cosas que sabemos. Conocemos muy bien el desarrollo de las neuronas productoras de dopamina a partir de las células madre, así que en ese aspecto no es como si estuviésemos dando manotazos en la oscuridad.

–Lo hemos hecho con células madre de ratones, no con células humanas.

–El proceso es el mismo. Hay colegas que lo han hecho con células madre humanas utilizando la misma metodología. Hacer las células no es el problema. En cuanto las tengamos, podemos seguir exactamente el mismo protocolo que utilizamos con los ratones. No hay ninguna razón para creer que no dará resultados en los humanos. Después de todo, las últimas ratas que tratamos han respondido perfectamente bien.

–Excepto aquellas que murieron.

–Sabemos por qué murieron todas las que no respondieron al tratamiento. Fue antes de que perfeccionáramos la técnica de la inyección. Todos los ratones que inyectamos correctamente han sobrevivido y se han curado. En el caso de un voluntario humano, tendremos un aparato esterotaxis que no existe para los ratones. Eso permitirá que la inyección sea más precisa, infinitamente más fácil, y por lo tanto, más segura. Además, nosotros no nos encargaríamos de la inyección. Buscaríamos a un neurocirujano que esté dispuesto a echarnos una mano.

–No puedo creer lo que escucho -exclamó Stephanie-. Suena como si ya te hubieses convencido a ti mismo de hacer este experimento que además de descabellado va contra todos los principios éticos, y eso es lo que sería: un experimento peligroso e incontrolado en un único sujeto humano. No importa cuál sea el resultado; carecería de todo valor, excepto quizá para Butler.

–No estoy de acuerdo. Al aceptar la propuesta, salvaremos CURE y el RSHT, y al final serán millones de personas las que resultarán beneficiadas. A mí me parece que una pequeña falta ética es un precio asumible a la vista de los extraordinarios beneficios finales.

–Si aceptamos, estaremos haciendo exactamente aquello de lo que el senador Butler acusó esta mañana a la industria biotecnológica en su discurso de apertura: utilizar los fines para justificar los medios. Sería una falta ética muy grave experimentar con el senador. Así de claro y sencillo.

–Sí, bueno, quizá hasta cierto punto, pero ¿a quién estamos poniendo en peligro? ¡Al villano! Es él quien lo pide. Peor aún, nos chantajea para que lo hagamos gracias a la información que consiguió después de convencer al FBI, vaya a saber con qué medios, para que hiciera una investigación ilegal.

–Todo eso puede ser cierto, pero la suma de dos males no son un bien y no nos absuelve de nuestra complicidad.

–Yo creo que sí. Haremos que Butler firme un documento que nos exonere de cualquier responsabilidad, incluido el hecho de que somos absolutamente conscientes de que aplicar el procedimiento puede ser considerado antiético por cualquier junta investigadora de este país, porque se hace sin un protocolo debidamente aprobado. El documento dejará bien claro que fue idea de Butler utilizar el procedimiento y que se utilizara fuera del país. También dejará constancia de que se valió de la extorsión para que participáramos.

–¿Crees que firmará un documento así?

–No le daremos elección. Si no firma, no se beneficiará del RSHT. Me gusta la idea de que utilicemos el procedimiento en las Bahamas. De esa manera no estaremos violando ninguna regla de la FDA, y tendremos un documento que nos descarga de cualquier culpa en el caso de que lo necesitemos. La responsabilidad caerá directamente sobre los hombros de Butler.

–Déjame que lo piense unos minutos.

–Tómate tiempo, pero de verdad creo que el peso moral está de nuestra parte. Sería diferente si le estuviéramos forzando en cualquier sentido. No es así. Es todo lo contrario.

–Se podría argumentar que no estaba informado. Es un político, no un médico. No conoce a fondo los riesgos. Podría morir.

–No va a morir -declaró Daniel enfáticamente-. Seremos el máximo de conservadores en el margen de error, y con esto quiero decir que el peor de los casos será que no le inyectemos las células suficientes para mantener la concentración de dopamina en un nivel lo bastante alto como para eliminar todos los síntomas. Si eso ocurre, nos suplicará que lo hagamos de nuevo, algo que será fácil, dado que mantendremos un cultivo de las células tratadas.

–Déjame que lo piense.

–Claro -dijo Daniel.

Durante el resto del trayecto permanecieron en silencio. Cuando subían en el ascensor del hotel Stephanie preguntó:

–¿Crees sinceramente que encontraremos un lugar adecuado para aplicar el procedimiento?

–Butler ha dedicado muchos esfuerzos a este asunto. No creo que haya dejado nada al azar. Sinceramente, me sorprendería que no hubiera hecho investigar la clínica que mencionó al mismo tiempo que a mí.

–Supongo que eso es posible. Si no me equivoco, me parece haber leído algo sobre la clínica Wingate hará cosa de un año. Era una clínica de reproducción asistida muy conocida en Bookford, Massachusetts, antes de que, obligada por las presiones, se trasladara a las Bahamas. Fue todo un escándalo.

–Yo también lo recuerdo. La dirigían un par de tipos que iban por libre. Su departamento de investigación estuvo realizando experimentos de clonación reproductiva antiéticos.

–Absurdos sería una descripción más ajustada, como querer gestar fetos humanos en cerdos. Recuerdo que también estuvieron implicados en la desaparición de un par de estudiantes de Harvard donantes de óvulos. Los directores tuvieron que escapar del país, y se salvaron por los pelos de que los extraditaran. En conjunto, parece lo más opuesto a la clase de lugar y personas con las que deberíamos relacionarnos.

–No nos relacionaremos con ellos. Aplicaremos el procedimiento, nos lavaremos las manos, y nos marcharemos.

Se abrieron las puertas del ascensor. Caminaron por el pasillo hacia la suite.

–¿Qué pasa con el neurocirujano? – preguntó Stephanie-. ¿Crees que podremos encontrar a alguien que quiera tomar parte en toda esta trama? El que sea sabrá que hay algo sospechoso en todo esto.

–Con el incentivo adecuado, eso no será un problema. Lo mismo pasará con la clínica.

–Te refieres al dinero.

–¡Por supuesto! El motivador universal.

–¿Cómo piensas respetar la palabra que diste a Butler de mantener el secreto?

–Ese es un tema que le afecta más a él que a nosotros. No utilizaremos su verdadero nombre. Sin las gafas y el traje oscuro, supongo que será uno de esos tipos anónimos. Si se viste con una camisa de manga corta en plan hawaiano y se pone gafas de sol, quizá nadie le reconozca.

Stephanie utilizó su tarjeta magnética para abrir la puerta. Se quitaron los abrigos y fueron a sentarse en la sala.

–¿Te apetece algo del minibar? – preguntó Daniel-. Quiero celebrarlo. Hace un par de horas, creía que nos había engullido una nube negra. Ahora hay un rayo de sol.

–No vendría mal una copa de vino -respondió Stephanie. Se frotó las manos para calentárselas antes de acurrucarse en una esquina del sofá.

Daniel descorchó una botella de cabernet y llenó una copa balón. Se la dio a Stephanie antes de servirse un copa de whisky. Se sentó en el otro extremo del sofá. Brindaron y bebieron un sorbo de sus respectivas copas.

–¿Así que quieres seguir adelante con este plan descabellado? – preguntó Stephanie.

–Lo haré, a menos que tú encuentres unas muy buenas razones para no hacerlo.

–¿Qué me dices de esa tontería del Santo Sudario? Me refiero a eso de la «intervención divina». ¡Qué idea más idiota y presuntuosa!

–No estoy de acuerdo. Considero que es algo genial.

–No lo dirás en serio.

–¡Por supuesto! Será el mejor de los placebos, y sabemos lo poderosos que pueden ser. Si quiere creer que está recibiendo algo del ADN de Jesucristo, por mí no hay ningún inconveniente. Le dará un poderoso incentivo para creer en la cura. Opino que es una idea brillante. No estoy proponiendo que estamos obligados a conseguir el ADN del sudario. Podríamos decirle que lo hicimos, y el resultado será el mismo. Pero podemos echarle una ojeada. Si hay sangre en el sudario como dice y podemos tener acceso a ella como sugiere, podría servir.

–¿Aunque las manchas de sangre sean del siglo xiii?

–Los años no significan nada. El ADN estará fragmentado, pero no será un problema. Podríamos utilizar la misma prueba que usamos con una muestra de ADN fresca para formar el segmento que necesitamos, y después aumentarlo con el PCR. Esto añadiría un toque de desafío e interés en muchos aspectos. Lo más duro será resistir a la tentación de escribir el procedimiento para Nature o Science después de hacerlo. ¿Te imaginas el título: «El RHST y el Santo Sudario de Turín se combinan para producir la primera cura de la enfermedad de Parkinson en los seres humanos»?

–No podremos publicar ni una palabra de todo esto -afirmó Stephanie.

–¡Lo sé! Solo que es divertido pensar en ser el heraldo de las cosas que vendrán. El próximo paso será un experimento controlado, y ese sí que lo podremos publicar. En ese momento, CURE estará en el candelero y se habrán acabado para siempre nuestros problemas financieros.

–Desearía poder compartir tu entusiasmo.

–Creo que lo harás en cuanto las cosas comiencen a encajar. Aunque esta noche no hemos hablado de fechas, asumiré que el senador está dispuesto a que se haga cuanto antes. Eso significa que tendremos que empezar con los preliminares mañana en cuanto lleguemos a Boston. Me ocuparé de hacer los arreglos con la clínica Wingate y buscar al neurocirujano. ¿Qué te parece si tú te ocupas de la muestra de la Sábana Santa?

–Eso al menos será interesante -manifestó Stephanie, que intentó mostrar un poco de entusiasmo ante la idea de tratar a Butler, a pesar de las advertencias de su intuición-. Siento curiosidad por descubrir por qué la Iglesia todavía lo considera una reliquia después de haberse demostrado que es falso.

–Es obvio que el senador cree que es auténtico.

–Tal como lo recuerdo, la datación del carbono 14 fue confirmada por tres laboratorios independientes. Eso es algo muy difícil de descartar por las buenas.

–Ya veremos lo que encuentras -dijo Daniel-. Mientras tanto, tendremos que pensar en algunos viajes importantes.

–¿Te refieres a Nassau?

–A Nassau y probablemente a Turín, según lo que tú averigües.

–¿De dónde sacaremos el dinero para pagar los viajes?

–De Ashley Butler.

Stephanie enarcó las cejas.

–Quizá, después de todo, esta escapada no esté nada mal.

–¿Entras en esto conmigo? – preguntó Daniel.

–Supongo que sí.

–No suena muy positivo.

–Es lo mejor que puedo ofrecer en este momento. En cualquier caso, tal como has dicho, puede que me anime a medida que progresen las cosas.

–Cogeré todo lo que me den -anunció Daniel. Se levantó del sofá y le apretó el hombro a Stephanie mientras lo hacía-. Me tomaré otra copa. Dame la tuya.

Daniel sirvió el vino y el whisky, y volvió a sentarse. Después de mirar su reloj, dejó la tarjeta de Butler en la mesa de centro y cogió el teléfono.

–Vamos a comunicarle al senador la buena noticia. Estoy seguro de que se mostrará la mar de ufano, pero como dice él: «Así es la vida». – Daniel apretó el botón de altavoz para tener tono. La llamada fue atendida en el acto. La voz de barítono de Ashley Butler con el típico deje sureño sonó en toda la habitación.

–Senador -dijo Daniel que interrumpió la verborrea de Ashley-. No quiero parecer descortés, pero es tarde y solo quería comunicarle que he decidido aceptar su oferta.

–¡Dios sea loado! – entonó Ashley-. ¡Sin demoras! Me temía que fuera a permitir que esta sencilla decisión le perturbara su descanso y que no llamara hasta mañana. ¡No puedo estar más complacido! ¿Puedo suponer que la doctora D'Agostino también ha aceptado participar?

–He aceptado -respondió Stephanie, que intentó imprimir a su voz un tono positivo.

–¡Excelente, excelente! – exclamó Ashley-. No es que me sorprenda, dado que este asunto redundará en beneficio de todos. Pero creo muy sinceramente que compartir todos la misma opinión y la identidad de propósitos son factores clave para el éxito, porque todos desearemos que la empresa culmine con el mayor de los éxitos.

–Suponemos que usted querrá empezar inmediatamente -comentó Daniel.

–Por supuesto, mis queridos amigos, por supuesto. Se me acaba el tiempo en lo que se refiere a ocultar mi enfermedad -explicó Ashley-. No hay tiempo que perder. Muy oportunamente para nuestros propósitos, habrá unas vacaciones del Senado. Será del veintidós de marzo al ocho de abril. Normalmente, es un tiempo que me reservo para hacer campaña en mi estado, pero he decidido dedicarlo a mi tratamiento. ¿Un mes es tiempo suficiente para que usted y los científicos tengan preparadas las células sanadoras?

Daniel miró a Stephanie y le susurró:

–Es más rápido de lo que esperaba. ¿Tú qué opinas? ¿Podremos hacerlo?

–Es arriesgado -susurró Stephanie a su vez, y se encogió de hombros-. Primero, necesitaremos unos días para cultivar sus fibroblastos. Luego, suponiendo que no tengamos problemas con la transferencia nuclear para crear un preembrión viable, necesitaremos cinco o seis días para que se forme el blastocito. Después, necesitaremos otro par de semanas de cultivo de las células alimentadoras cuando recojamos las células madre.

–¿Hay algún problema? – preguntó Ashley-. No consigo escuchar ni jota de lo que están discutiendo.

–¡Un segundo, senador! – le rogó Daniel-. Estoy hablando con la doctora D'Agostino de los plazos. Ella será la encargada de hacer la mayor parte del trabajo manual.

–A continuación tendremos que diferenciarlas en las células nerviosas correctas -añadió Stephanie-. Eso nos llevará otro par de semanas, o quizá un poco menos. Las células de los ratones solo tardaron diez días.

–¿Cuánto calculas si todo va bien? – preguntó Daniel-. ¿Tendremos bastante con un mes?

–Teóricamente es posible. Se podría hacer, pero tendríamos que empezar casi de inmediato con el trabajo celular, mañana mismo si es posible. El problema es que necesitaríamos tener disponibles óvulos humanos y no los tenemos.

–¡Maldita sea! – murmuró Daniel. Se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo-. Estoy tan acostumbrado a trabajar con óvulos de vaca que me olvidé del problema del suministro de óvulos humanos.

–Es un problema grave -admitió Stephanie-. Incluso en las mejores circunstancias donde ya tenemos a la espera a una donante de óvulos, necesitamos más o menos un mes para estimularla y obtenerlos.

–Bueno, quizá nuestros alocados amigos de la clínica puedan ayudarnos también en este aspecto. Como es un centro de reproducción asistida, sin duda tendrán unos cuantos óvulos de reserva. Si tenemos en cuenta su nada ética reputación, estoy seguro de que con el incentivo adecuado podremos convencerlos de que nos den lo que necesitamos.

–Supongo que es posible, pero en ese caso nos veremos todavía más comprometidos con ellos. Cuanto más hagan por nosotros, más nos costará lavarnos las manos de todo este asunto y marcharnos tan alegremente como has sugerido hace unos momentos.

–Pues no tenemos mucho más donde elegir. La alternativa es renunciar a CURE, al RSHT, y a todos nuestros sacrificios y esfuerzos.

–A ti te corresponde decidir. Pero que conste que a la vista de su historial me molesta mucho verme comprometida con la gente de Wingate en lo que sea.

Daniel asintió un par de veces mientras reflexionaba; luego lanzó un suspiro, y reanudó la conversación.

–Senador, hay una posibilidad de que tengamos unas cuantas células para el tratamiento en un mes. No obstante, debo advertirle que requerirá esfuerzos y un poco de suerte, y que debemos comenzar inmediatamente. Tendrá que prestarnos toda su colaboración.

–Seré dócil como un cordero. Ya puse en marcha el proceso hace un mes cuando arreglé todo para llegar a Nassau el veintitrés de marzo y quedarme en la isla durante el período de vacaciones. Incluso hice una reserva para usted. Para que vea lo seguro que estaba de su participación. Era importante hacerlo con tiempo porque esta época del año es temporada alta en las Bahamas. Nos alojaremos en el Atlantis, donde tuve el placer de alojarme el año pasado mientras maduraba este plan. Es un complejo hotelero lo suficientemente grande como para garantizar el anonimato e ir y venir sin despertar sospechas. También hay un casino, y como podrá usted imaginar, disfruto jugando cuando tengo la fortuna de disponer de unos cuantos dólares en el bolsillo y me lo puedo permitir.

Daniel miró a Stephanie. Por un lado, le alegraba que Ashley hubiese hecho las reservas y así adelantar en el proyecto, pero por el otro le irritaba comprobar que el senador tenía la seguridad de poder manipularlo.

–¿Se inscribirá con su verdadero nombre? – le preguntó Stephanie.

–Por supuesto. Solo utilizaré un nombre falso cuando ingrese en la clínica Wingate.

–¿Qué hay de la clínica? – le interrogó Daniel-. Confío en que los haya investigado absolutamente a fondo, como hizo con mi pasado.

–Ha acertado. Creo que encontrará la clínica muy adecuada para nuestros propósitos, aunque no puedo decir lo mismo del personal. El director de la clínica es el doctor Spencer Wingate, un tipo algo fanfarrón aunque al parecer bien calificado en el campo de la esterilidad. Parece estar más interesado en ser una figura de la vida social de la isla y, por lo visto, piensa volar al Viejo Continente para buscar clientes en las cortes europeas. Su segundo es el doctor Paul Saunders, que se encarga del trabajo diario. Es un individuo más complicado, que se ve a sí mismo como un investigador de primera a pesar de su falta de preparación adecuada, más allá del tema de la esterilidad. Estoy seguro de que ambos individuos estarán dispuestos a colaborar en lo que sea tan solo con alabar su vanidad. Para ellos, la perspectiva de trabajar con alguien con sus conocimientos y fama es una oportunidad única en la vida.

–Me halaga, senador.

Stephanie sonrió al captar el sarcasmo en la voz de Daniel.

–Solo porque se lo merece -replicó Ashley-. Además, uno debe tener fe en su médico.

–Diría que los doctores Wingate y Saunders estarán más interesados en el dinero que en mi historial.

–Mi opinión es que les interesará su historial como una manera de obtener el prestigio que les ayudará a ganar dinero -dijo Ashley-. En cualquier caso, su naturaleza venal y su carencia de preparación como investigadores no es algo que nos concierna, más allá de tenerlo presente y aprovecharlo en nuestro beneficio. Son las instalaciones y los equipos lo que nos interesa.

–Espero que tenga presente que hacer este procedimiento en estas circunstancias no resultará precisamente barato.

–No pretendo en absoluto que sea barato -respondió Ashley-. Quiero un servicio de primera calidad, lo mejor de lo mejor. No se preocupe, tengo acceso a fondos más que suficientes para cubrir cualquier gasto necesario para el bien de mi carrera política. Pero espero que sus servicios personales sean pro bono. Después de todo, es un intercambio de favores.

–De acuerdo -asintió Daniel-. Pero antes de prestar cualquier servicio, la doctora D'Agostino y yo necesitaremos que firme un documento de descargo que redactaremos. En este documento describirá exactamente la manera en que se inició este asunto y también todos los riesgos que supone, incluido el hecho de que nunca hemos experimentado este procedimiento en un ser humano.

–Mientras tenga la garantía de la confidencialidad de este documento de descargo, no tendré ningún reparo en firmarlo. Comprendo que lo quieran para su protección. Estoy absolutamente seguro de que reclamaría lo mismo si estuviese en su posición, por lo tanto no habrá ningún problema, siempre y cuando no incluya nada irrazonable o inapropiado.

–Le puedo asegurar que será muy razonable -afirmó Daniel-. Por otro lado, quiero pedirle que utilice los recursos que mencionó para acceder a la Sábana Santa de Turín, y obtener una muestra.

–Ya le he dado instrucciones a la señorita Manning para que establezca los debidos contactos con los prelados con quienes mantengo una relación de trabajo. Supongo que solo tardará unos días. ¿Cuál es el tamaño de la muestra que necesita?

–Puede ser extremadamente pequeño. Unas pocas fibras bastarían, siempre que sean fibras tomadas de una parte del sudario que tenga una mancha de sangre.

–Hasta un ignorante como yo sabe esa parte. El hecho de que necesite una muestra tan pequeña simplificará mucho las cosas. Tal como le mencioné esta noche, sé que se han sacado muestras que después fueron devueltas a la Iglesia.

–La necesitamos lo más pronto posible -señaló Daniel.

–Comprendo muy bien la necesidad de la rapidez -respondió Ashley-. ¿Necesitan alguna cosa más de mí?

–Sí -intervino Stephanie-. Necesitaremos una biopsia de su piel mañana por la mañana. Si existe la posibilidad de que podamos producir las células sanadoras en un mes, tendremos que llevarnos su biopsia cuando regresemos mañana a Boston. Su médico de cabecera puede arreglar que un dermatólogo le haga la biopsia y nos la envíe por mensajero al hotel. Servirá como fuente de los fibroblastos que criaremos en un cultivo de tejido.

–Me ocuparé de la muestra mañana a primera hora.

–Creo que eso es todo por ahora -dijo Daniel. Miró a Stephanie, y ella asintió.

–Tengo que pedirles algo muy importante -manifestó Ashley-. Creo que deberíamos intercambiarnos unas direcciones de e-mail especiales y utilizar el correo electrónico para todas nuestras comunicaciones, que deberán ser breves y genéricas. La próxima vez que hablemos directamente será en la clínica Wingate en la isla Nueva Providencia. Quiero mantener este asunto en el más estricto secreto, y cuanto menos contacto directo tengamos, mejor. ¿Les parece bien?

–Por supuesto -asintió Daniel.

–En cuanto al dinero para gastos -añadió el senador-, le enviaré un mensaje con el número de una cuenta en un banco de Nassau, abierta por uno de mis comités de acción política, de la cual podrán retirar fondos. Por supuesto, esperaré que, en su momento, me presenten una rendición de cuentas. ¿Les parece bien?

–Siempre que haya bastante dinero -dijo Daniel-. Uno de los mayores gastos será para obtener los óvulos humanos.

–Le reitero que tendrá a su disposición fondos más que adecuados. ¡Puede estar seguro!

Unos minutos más tarde, después de una larga despedida por parte de Ashley, Daniel se inclinó para desconectar el altavoz. Levantó el teléfono para dejarlo de nuevo sobre la mesa. Luego se volvió para mirar a Stephanie.

–No pude menos que reírme cuando llamó fanfarrón al director de la clínica Newgate. Se cree el ladrón que todos son de su condición.

–Has acertado al decir que le ha dedicado mucho tiempo a este asunto. Me sorprendió cuando dijo que había hecho las reservas hace un mes. No tengo ninguna duda de que mandó investigar la clínica.

–¿Ahora ya no te da tanto reparo implicarte en su tratamiento?

–Hasta cierto punto -admitió Stephanie-. Sobre todo cuando dice que no tendrá ningún inconveniente en firmar el documento de descargo que escribiremos. Al menos tengo la sensación de que ha considerado el carácter experimental de lo que haremos y los riesgos inherentes. Antes no lo tenía claro.

Daniel se desplazó en el sofá, rodeó a Stephanie con sus brazos y la estrechó contra su cuerpo. Notaba los latidos de su corazón. Echó la cabeza un poco hacia atrás para contemplar las oscuras profundidades de sus ojos.

–Ahora que aparentemente tenemos las cosas controladas en el campo científico, político y financiero, ¿qué te parece si seguimos con lo que empezamos la noche pasada?

Stephanie le devolvió la mirada.

–¿Es una proposición?

–Claro que sí.

–¿Tu sistema nervioso autónomo está dispuesto a cooperar?

–Mucho más que la noche pasada, te lo aseguro.

Daniel se levantó y ayudó a Stephanie.

–Nos hemos olvidado del cartel de no molestar -comentó Stephanie, mientras Daniel la llevaba rápidamente hacia el dormitorio.

–Vivamos peligrosamente -respondió él, con una mirada pícara.


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