Stephanie se sorprendió, pese a estar acostumbrada al
caprichoso tiempo de Nueva Inglaterra, al comprobar que el domingo
resultó ser un día de cielo azul y temperatura agradable. Aunque el
sol invernal no tenía mucha fuerza, el aire era templado y los
pájaros estaban omnipresentes, como si la primavera estuviese a la
vuelta de la esquina. No se parecía en nada a la caminata del
viernes por la noche desde Harvard Square a su casa, con las calles
alfombradas de nieve.
Había aparcado el coche de Daniel en el garaje subterráneo de
Government Center y de allí se había dirigido a pie en dirección
este hacia el North End, uno de los barrios más pintorescos de
Boston. Era un laberinto de callejuelas con casas pareadas de tres
y cuatro pisos. Los inmigrantes del sur de Italia se habían hecho
con el lugar en el siglo xix para transformarlo en una Pequeña
Italia, con todos los detalles, incluidas las habituales vistas y
olores. Siempre había gente que charlaba animadamente en las calles
y el aroma de la salsa boloñesa predominaba en el aire. Cuando se
acababa el horario de clases, había niños por todas
partes.
Todo le pareció entrañable mientras recorría Hanover Street,
la avenida comercial que dividía el barrio. En general, la
comunidad le había ofrecido mientras crecía un entorno agradable,
abierto y protector. Los únicos problemas eran los asuntos
familiares que había comentado con Daniel. Dicha conversación había
reavivado sensaciones y pensamientos que había reprimido hacía
mucho, de la misma manera que lo había hecho la acusación contra
Anthony.
Stephanie se detuvo delante de la puerta abierta del café
Cosenza. Era uno de los locales propiedad de su familia, y ofrecía
pastas y helados italianos junto con los típicos espressos y capuchinos. El rumor de las
conversaciones mezclado con las risas y acompañado por los silbidos
y los golpes de la cafetera exprés se escuchaba desde la acera, al
igual que se olía el aroma del café recién molido. Había pasado
muchas horas muy agradables en compañía de sus amigos en este local
con las paredes pintadas con las típicas vistas del Vesubio y la
bahía de Nápoles. Sin embargo, desde su perspectiva actual, le
parecía como si hubiese pasado un siglo desde
entonces.
Al mirar al interior desde la acera, Stephanie comprendió lo
muy distante que se sentía de su infancia y de su familia excepto,
quizá, de su madre, a la que telefoneaba con frecuencia. Aparte de
su hermano menor Carlo, que había ingresado en el sacerdocio, una
decisión que no acababa de entender, ella era la única de toda la
familia que había ido a un colegio universitario y tenía un
doctorado. Casi todas sus compañeras de la escuela primaria e
incluso las que habían hecho el bachillerato, vivían en la
actualidad en North End o en los suburbios de Boston con sus
maridos, hijos, en casas con jardín y monovolúmenes en los garajes.
Ella, en cambio, cohabitaba con un hombre que le llevaba dieciséis
años, con quien luchaba para sacar a flote una empresa de
biotecnología a través de un tratamiento secreto a un senador
norteamericano al que someterían a una terapia experimental, no
aprobada pero prometedora.
Mientras caminaba por Hanover Street, Stephanie pensó en su
desconexión con la vida que había llevado allí. Le pareció
interesante que no le preocupara. Ahora se daba cuenta de que había
sido una reacción natural a su disconformidad con las actividades
de su padre y el papel de su familia en la comunidad. Se preguntó
si su vida hubiese seguido por otros derroteros de haber estado su
padre más disponible emocionalmente. En la adolescencia había
intentado atravesar la barrera de su egocéntrico paternalismo y su
preocupación por lo que fuese que estuviera haciendo, pero no había
funcionado. El vano intento había acabado por alimentar una fuerte
voluntad de independencia que la había llevado hasta su situación
actual.
Stephanie se detuvo cuando se le ocurrió un pensamiento
curioso. Su padre y Daniel tenían algunas cosas en común, a pesar
de sus enormes y obvias diferencias. Ambos eran egocéntricos, en
ocasiones podían ser ariscos hasta el punto de ser considerados
antisociales, y los dos eran tremendamente competitivos en sus
respectivos mundos. Además, Daniel también era machista, solo que
en su caso lo era en un plano intelectual. Se rió para sus
adentros. Se preguntó por qué no se le había ocurrido antes, dado
que Daniel muchas veces no estaba emocionalmente disponible, y
menos todavía desde que habían aparecido las dificultades
financieras de CURE. Aunque la psicología no era su fuerte, se
planteó vagamente si las similitudes entre su padre y Daniel podían
tener algo que ver con la atracción que sentía por el
científico.
Reanudó la marcha al tiempo que se prometía volver a pensar
en el tema cuando tuviese un momento libre. Ahora le era del todo
imposible con todo lo que aún le quedaba por hacer antes de
embarcar para Roma y Turín aquella noche. Se había levantado con el
alba para acabar el equipaje. Luego había pasado gran parte de la
mañana en el laboratorio con Peter, para explicarle exactamente qué
quería que hiciera con el cultivo de Butler. Afortunadamente, las
células progresaban a buen ritmo. Le había asignado al cultivo el
nombre de John Smith, en consonancia con lo que había propuesto
Daniel en su conversación con Spencer Wingate. Si Peter tenía
alguna pregunta sobre por qué se iban a Nassau, y por qué debía
enviar parte de las células de John Smith criopreservadas, no la
mencionó.
Stephanie giró a la izquierda en Prince Street y apuró el
paso. Esta zona la conocía todavía mejor, sobre todo cuando pasó
por delante de su vieja escuela. La casa donde había nacido y donde
aún vivían sus padres estaba media manzana más allá de la escuela a
mano derecha.
El North End era una comunidad segura, gracias a una «guardia
de vecinos» extraoficial. Siempre había a la vista por lo menos una
media docena de personas interesadas en saber lo que hacían los
demás. La parte mala radicaba en que cuando eras pequeño no podías
ir con mentiras, pero ahora Stephanie disfrutó de la sensación de
seguridad. A diferencia de Daniel, que aparentemente se había
recuperado del incidente de la tarde anterior y lo había descartado
como algo menor dentro del esquema general, ella no se había
repuesto, al menos del todo, y estar de nuevo en el viejo barrio le
resultaba reconfortante. Lo más desconcertante era que sin una
explicación, el episodio tendía a aumentar su inquietud en todo lo
relacionado con el caso Butler.
Se detuvo delante de su viejo hogar, y contempló la fachada
de falsa piedra gris de la planta baja, la marquesina de aluminio
rojo con los festones blancos en la puerta principal y la imagen de
un santo de escayola pintada de colores chillones en su nicho.
Sonrió al recordar cuánto tiempo le había llevado darse cuenta de
lo vulgares que eran estos adornos. Antes de aquella revelación, ni
siquiera se había fijado en ellos.
Aunque tenía llave, llamó a la puerta y esperó. Había
telefoneado desde la oficina para avisar que pasaría, así no habría
ninguna sorpresa. Un momento más tarde, su madre abrió la puerta.
Thea la recibió con los brazos abiertos. El abuelo de Thea era
griego y los nombres que puso a las mujeres de la rama materna de
la familia, incluido el de Stephanie, habían sido griegos a lo
largo de los años.
–Tienes que estar hambrienta -comentó Thea, al tiempo que se
apartaba para mirar a su hija. Para su madre, la comida era algo
importante.
–No me vendría mal un bocadillo -dijo Stephanie, consciente
de que era inútil rehusar. Siguió a la delgada figura de su madre
hasta la cocina donde reinaba un olor delicioso-. Huele muy
bien.
–Estoy preparando ossobuco, el plato favorito de tu padre.
¿Por qué no te quedas a comer? Comeremos alrededor de las
dos.
–No puedo, mamá.
–Ve a decirle hola a tu padre.
Stephanie, obediente, asomó la cabeza en la sala contigua a
la cocina. La decoración no había cambiado ni un ápice desde que
tenía memoria. Como siempre, antes de la comida dominical, su padre
estaba oculto detrás del periódico que sostenía en sus manos
carnosas. Un cenicero lleno de colillas se mantenía en precario
equilibrio en uno de los brazos del sillón.
–Hola, papá -dijo Stephanie alegremente.
Anthony D'Agostino padre bajó el periódico unos centímetros.
Miró a Stephanie por encima de las gafas de lectura con sus ojos
ligeramente lagrimosos. Le rodeaba una aureola de humo de
cigarrillo como una niebla espesa. A pesar de haber sido un hombre
atlético en su juventud, ahora era la imagen de la inmovilidad
corpulenta. Había engordado mucho durante la última década, en
contra de las severas advertencias de sus médicos, incluso después
del infarto que había sufrido tres años atrás. Mientras su esposa
perdía peso, él lo ganaba en una muy poco saludable proporción
inversa.
–No quiero que alteres a tu madre, ¿me oyes? Ha pasado bien
los últimos días.
Volvió a levantar el periódico. Bueno, ya hemos tenido
nuestra conversación, pensó Stephanie mientras se encogía de
hombros y ponía los ojos en blanco. Volvió a la cocina. Thea había
puesto en la mesa queso, pan, jamón de Parma y fruta. Stephanie la
observó mientras trabajaba. Su madre había vuelto a perder peso
desde la última vez que la había visto, cosa que no era buena
señal. Los huesos de las manos y la cara tenían una mínima capa de
carne. Dos años antes, le habían diagnosticado un cáncer de mama.
Después de la intervención quirúrgica y la quimioterapia había
mejorado sensiblemente hasta hacía poco más de tres meses, cuando
había tenido una recaída. Le habían encontrado un tumor en uno de
los pulmones. Las perspectivas eran graves.
Stephanie se sentó a la mesa y se preparó el bocadillo. Su
madre se sirvió una taza de té y se sentó.
–¿Por qué no puedes quedarte a comer? – preguntó Thea-. Viene
tu hermano mayor.
–¿Con o sin la esposa y los hijos?
–Sin -contestó Thea-. Él y tu padre tienen que ocuparse de
unos asuntos.
–Eso me suena conocido.
–¿Por qué no te quedas? Apenas si te vemos.
–Me gustaría, pero no puedo. Esta noche me marcho por un mes,
por eso quería verte. Todavía tengo que preparar un montón de
cosas.
–¿Vas con ese hombre?
–Se llama Daniel y sí, nos vamos juntos.
–No tendrías que vivir con él. No está bien. Además, es
demasiado viejo. Tendrías que estar casada con un hombre joven y
agradable. Ya no eres una jovencita.
–Mamá, ya hemos hablado de todo esto.
–Escucha a tu madre -gritó Anthony padre desde la sala-. Sabe
de lo que habla.
Stephanie se mordió la lengua.
–¿Adónde irás?
–Casi siempre estaré en Nassau, en las Bahamas. Iremos
primero a otro lugar, pero solo un par de días.
–¿Te tomas vacaciones?
–No -exclamó Stephanie. Le explicó a su madre que se trataba
de un viaje relacionado con el trabajo. No le dio detalles ni su
madre se los pidió, sobre todo cuando Stephanie cambió de tema y
comenzó a hablar de sus sobrinas y sobrinos. Los nietos era el tema
favorito de Thea. Una hora más tarde, cuando Stephanie estaba a
punto de marcharse, se abrió la puerta y entró Anthony
hijo.
–¿Es que no se acabarán nunca los milagros? – preguntó Tony
con un tono de fingida sorpresa cuando vio a Stephanie. Hablaba con
un acento muy fuerte como si fuese un trabajador-. La muy
importante y poderosa doctora de Harvard ha decidido hacer una
visita a los pobres tontos trabajadores.
Stephanie le dedicó una sonrisa a su hermano mayor. Se mordió
la lengua como había hecho antes con su padre. Había aprendido
hacía mucho a no dejarse provocar. Tony siempre había despreciado
los estudios de Stephanie, como su padre, pero no por la misma
razón. Sospechaba que en el caso de Tony era más una cuestión de
celos, porque apenas si había conseguido acabar el graduado
escolar. El problema de Tony no era falta de inteligencia, sino la
falta de motivación en la adolescencia. Ya adulto, prefería fingir
que no le importaba no haber ido la universidad, pero Stephanie no
se engañaba.
–Mamá dice que tu hijo se está convirtiendo en todo un
jugador de hockey -comentó Stephanie, para llevar la conversación
lejos del espinoso tema de los estudios. Tony tenía un hijo de doce
años y una hija de diez.
–Sí, de tal palo tal astilla -respondió Tony. Compartía el
mismo color de piel y aproximadamente la misma estatura de su
hermana, pero era más fornido, con el cuello grueso y las manos
grandes del padre. También como él, Tony le parecía a Stephanie de
una desagradable agresividad machista, que le hacía sentir pena por
su cuñada y preocupación por el futuro de su
sobrina.
Tony besó a su madre en las mejillas antes de entrar en la
sala.
Stephanie escuchó el ruido del periódico cuando cayó al
suelo, una palmada que interpretó como un apretón de manos, y un
intercambio de «¿Cómo estás? ¡Bien! ¿Cómo estás tú? ¡Bien!». Cuando
la conversación pasó a los deportes y la actuación de los diversos
equipos de Boston, desconectó.
–Tengo que irme, mamá.
–¿Por qué no te quedas? Serviré la comida en unos
minutos.
–No puedo, mamá.
–¡Papá y Tony te echarán de menos!
–Oh, sí, claro.
–Te quieren a su manera.
–Estoy segura de que es así -respondió Stephanie y sonrió. La
ironía era que su madre se lo creía. Apretó cariñosamente la muñeca
de Thea. La notó frágil, y tuvo la sensación de que si apretaba un
poco más, le rompería los huesos. Apartó la silla y se levantó.
Thea la imitó, y se abrazaron.
–Te llamaré desde las Bahamas en cuanto esté instalada y te
diré dónde nos alojamos y el número de teléfono -le prometió
Stephanie. Le dio un beso en la mejilla antes de asomar la cabeza
en la sala-. Adiós a los dos. Me marcho.
–¿Qué es esto? – dijo Tony-. ¿Ya te vas?
–Se va un mes de viaje -le informó Thea por encima del hombro
de Stephanie-. Tiene que acabar de hacer las
maletas.
–¡No! No te puedes ir. ¡Todavía no! – protestó Tony-. Tengo
que hablar contigo. Iba a llamarte, pero ya que estás aquí, mejor
hacerlo cara a cara.
–Pues entonces más te vale venir aquí ahora mismo. Tengo el
tiempo justo.
–Te esperarás hasta que hayamos acabado -intervino Anthony-.
Tony y yo estamos hablando de negocios.
–No pasa nada, papá -dijo Tony. Apretó la rodilla del padre
al tiempo que se levantaba-. Lo que tengo que decirle a Steph solo
me llevará un momento.
Anthony rezongó por lo bajo mientras recogía el
periódico.
Tony entró en la cocina. Le dio la vuelta a la silla y se
sentó con las manos apoyadas en el respaldo. Le indicó a Stephanie
que se sentara en cualquiera de las otras. Stephanie vaciló por un
momento. Tony se estaba volviendo más autoritario a medida que
asumía más responsabilidades, y resultaba irritante. Para no montar
una discusión, se sentó, pero como un compromiso consigo misma, le
dijo a su hermano que se diera prisa. También le pidió que apagara
el cigarrillo, cosa que él hizo de mala voluntad.
–La razón por la que iba a llamarte -comenzó Tony-, es que
Mickey Gulario, mi contable, me dijo que CURE está a punto de
quebrar. Le respondí que era imposible, porque mi hermanita me lo
hubiera dicho. Pero él dice que lo leyó en el Globe. ¿Cuál es la verdad?
–Tenemos dificultades financieras -admitió Stephanie-. Hay un
problema político que está retrasando nuestra segunda línea de
financiación.
–¿Eso quiere decir que el Globe no
mentía?
–No leí el artículo, pero como digo, estamos pasando por un
apuro.
Tony hizo una mueca como si le costara pensar. Asintió varias
veces.
–Pues no es precisamente una buena noticia. Supongo que
comprenderás que me debo preocupar por el futuro de mi préstamo de
doscientos mil dólares.
–¡Te equivocas! No fue un préstamo. Fue una
inversión.
–¡Un momento! Viniste a mí llorando que necesitabas
dinero.
–¡Otra equivocación! Te dije que necesitábamos reunir dinero,
y desde luego no lloraba.
–Vale, sí, pero dijiste que era una cosa
segura.
–Dije que me parecía una buena inversión, porque estaba
basada en un brillante y nuevo procedimiento patentado que prometía
ser un notable avance en la medicina. Pero también hablé de que
existían riesgos, y te di un prospecto. ¿Lo
leíste?
–No, no lo leí. No entiendo ni jota de todas esas palabrejas.
Sin embargo, si la inversión era excelente, ¿cuál es el
problema?
–El problema es que nadie pensó en la posibilidad de que el
Congreso pudiera considerar la prohibición del procedimiento. Sin
embargo, te aseguro que estamos ocupándonos del tema, y creemos que
lo tenemos controlado. Todo el asunto ha sido como si nos hubiese
caído un rayo, y la prueba es que Daniel y yo hemos invertido hasta
el último centavo en la compañía; Daniel hasta hipotecó el piso.
Lamento que en estos momentos la inversión no parezca segura. Si me
lo permites, te diré que lamento haber aceptado tu
dinero.
–¡Tú y yo!
–¿Qué pasará con la acusación en tu contra?
Tony agitó la mano como si estuviese espantando a una
mosca.
–Nada. Son un montón de tonterías. El fiscal de distrito está
buscando un poco de publicidad para que lo reelijan. Pero no
cambiemos de tema. Dices que crees tener controlado el problema
político.
–Eso creemos.
–¿Esto tiene algo que ver con el viaje de un
mes?
–Tiene -respondió Stephanie-, aunque no puedo darte
detalles.
–¿Ah, no? – preguntó Tony sarcásticamente-. Tengo doscientos
papeles metidos en esto y tú no puedes darme detalles. Aquí hay
algo que no funciona.
–Si divulgara lo que estamos haciendo, pondría en jaque su
eficacia.
-¡Divulgar, en jaque, eficacia!
-repitió Tony con un tono de desprecio-. ¡Dame un respiro! Espero
que no creas que me daré por satisfecho con un montón de palabras
altisonantes. ¡Ni lo sueñes! ¿Adónde vas? ¿A
Washington?
–Se va a Nassau -manifestó Thea intempestivamente desde donde
estaba junto a los fogones-. No seas desagradable con tu hermana.
¿Me escuchas?
Tony se sentó muy erguido en la silla, con las manos inertes
a los lados. Abrió la boca lentamente en una expresión del más
completo asombro.
–¡Nassau! – chilló-. Esto es una locura. ¿Si CURE está a
punto de hundirse por razones políticas, ¿no crees que tendrías que
quedarte por aquí y hacer algo?
–Por eso mismo voy a Nassau -replicó
Stephanie.
–¡Ja! – gritó Tony-. A mí todo esto me suena como que tu
amiguito tiene la intención de estafarnos a todos.
–No digas más tonterías, Tony. Desearía poder decirte algo
más, pero no puedo. Si las cosas van bien, dentro de un mes todo
volverá a su cauce, y para entonces nos sentiremos muy felices de
considerar tu aportación como un préstamo y te lo devolveremos con
intereses.
–Intentaré no olvidarme de respirar mientras llega ese
momento -se burló Tony-. Afirmas que no puedes decirme nada más,
pero yo sí te diré una cosa. Parte de esos doscientos mil dólares
no eran míos.
–¿No? – preguntó Stephanie. Intuyó que la conversación iba a
resultar todavía más desagradable.
–Me pintaste un negocio tan tentador, que me sentí obligado a
compartirlo. La mitad del dinero lo aportaron los hermanos
Castigliano.
–¡Eso no me lo dijiste!
–Te lo digo ahora.
–¿Quiénes son los hermanos Castigliano?
–Socios comerciales. Te diré algo más. No les va a gustar
enterarse de que su inversión está a punto de perderse. No están
acostumbrados a que pasen esas cosas. Como tu hermano, creo que es
mi obligación decirte que no es una buena idea irte a las
Bahamas.
–Tenemos que hacerlo.
–Eso es lo que dices, pero no me das ninguna explicación. Me
obligas a repetirme: a ti y tu amiguito de Harvard más os vale
quedaros por aquí y vigilar la tienda, porque todo parece indicar
que tenéis la intención de retozar al sol con nuestro dinero
mientras nosotros como unos imbéciles nos pelamos el culo de frío
en Boston.
–Tony -declaró Stephanie con el tono más sereno y seguro de
que fue capaz-, nos vamos a Nassau, y nos ocuparemos de resolver
este desafortunado problema.
Tony levantó las manos en un gesto de
impotencia.
–¡Lo intenté! ¡Dios sabe que lo intenté!
Tony solo necesitó el dedo índice de su mano derecha para
girar el volante de su Cadillac DeVille negro, gracias a la
dirección asistida. Con una temperatura casi primaveral en el
exterior, condujo con la ventanilla abierta y la mano izquierda con
la que sostenía el cigarrillo afuera. El ruido de los neumáticos al
circular por la gravilla apagó el sonido de la radio cuando entró
en el aparcamiento delante del local de la empresa de fontanería de
los hermanos Castigliano. Era un edificio de una sola planta,
construido con bloques de hormigón y el techo plano, cuya parte
trasera daba a un albañal.
Tony aparcó junto a otros tres vehículos similares al suyo:
todos eran Cadillac negros. Arrojó la colilla a una pila de
fregaderos oxidados y apagó el motor. En el momento de salir del
coche, frunció la nariz al oler el desagradable olor del albañal.
No era nada agradable. Con la caída de la noche, el viento había
girado al este.
La fachada del edificio necesitaba una urgente mano de
pintura. Además del nombre de la empresa en letras de molde, todo
lo demás lo ocupaban las pintadas. La puerta estaba sin llave, y
Tony entró sin llamar, como era su costumbre. Un mostrador dividía
el salón. Al otro lado del mostrador estaban las estanterías
metálicas con toda clase de suministros de fontanería. No había
nadie a la vista. La radio encendida en el mostrador estaba
sintonizada en una emisora que transmitía música de los
cincuenta.
Tony pasó al otro lado del mostrador y caminó por el pasillo
central. Cuando llegó al final, abrió otra puerta que daba a un
despacho. Comparado con la habitación anterior, esta era
relativamente más acogedora, con un sofá de cuero y dos mesas, y
una raída alfombra oriental. Las pequeñas ventanas daban a un solar
donde había pilas de chatarra y neumáticos viejos. Había tres
hombres en el despacho, uno en cada mesa y otro en el
sofá.
D'Agostino saludó a los presentes, y después de estrechar las
manos de los que estaban sentados a las mesas, hizo lo mismo con el
ocupante del sofá, antes de sentarse. Los dos primeros eran los
hermanos Castigliano. Eran mellizos y respondían a los nombres de
Sal y Louie. Tony los conocía desde la escuela pero solo de nombre,
no como amigos. En el instituto habían sido unos chicos
esqueléticos y granujientos que habían soportado toda clase de
burlas por parte de sus compañeros. Ahora seguían siendo muy
delgados, con las mejillas chupadas y los ojos hundidos en las
órbitas.
El hombre sentado en el sofá junto a Tony era Gaetano
Baresse, que se había criado en la ciudad de Nueva York. Era
fornido como Tony, pero más alto y con unas facciones muy marcadas.
Oficialmente, se encargaba de atender a los clientes de la empresa.
Su segundo trabajo era de matón al servicio de los mellizos. La
mayoría creía que los hermanos lo tenían contratado para cobrarse
las burlas que habían soportado en la escuela, pero Tony sabía la
verdad. Gaetano solo oficiaba de matón de vez en cuando como parte
de las otras actividades comerciales de los gemelos: algunas
legales, y otras no tanto. Era en estas actividades comerciales que
se habían conocido Tony y los hermanos.
–En primer lugar -manifestó Tony-, quiero daros las gracias
por haber venido aquí un domingo.
–Ningún problema -afirmó Sal. Estaba sentado a la izquierda
de Tony-. Espero que no te importe que hayamos invitado a
Gaetano.
–Cuando llamaste para decir que había un problema,
consideramos que debía estar presente -añadió
Louie.
–Ningún problema -respondió Tony-. Solo lamento no haber
podido mantener esta reunión un poco antes, cosa que ahora os
explicaré.
–Hicimos todo lo posible -señaló Sal.
–Mi móvil se quedó sin batería -dijo Gaetano-. Estaba jugando
al billar en la casa de mi hermana. No fue fácil
localizarme.
Tony encendió un cigarrillo y les ofreció el paquete. Todos
cogieron uno y los encendieron.
Después de unas cuantas caladas, Tony dejó el cigarrillo.
Necesitaba tener las manos libres para gesticular mientras hablaba.
Le relató a los hermanos Castigliano palabra a palabra tal como la
recordaba la conversación que había mantenido a mediodía con
Stephanie. No omitió nada, ni se anduvo con rodeos. Manifestó que
su opinión y la de su contable era que la compañía de Stephanie iba
a la quiebra.
Mientras Tony hablaba, la agitación de los mellizos iba en
aumento. Sal, que había estado jugando con un clip, acabó
partiéndolo. Louie aplastó en el cenicero su cigarrillo a medio
fumar, con un gesto furioso.
–¡No me lo creo! – afirmó Sal cuando Tony
acabó.
–¿Tu hermana está casada con ese imbécil? – preguntó
Louie.
–No, solo viven juntos.
–Pues te diré una cosa, no nos vamos a quedar aquí sentados
mientras ese cabrón toma el sol -dijo Sal-. ¡De ninguna
manera!
–Tenemos que hacerle saber que no estamos conformes -señaló
Louie-. Si no mueve el culo y se ocupa de poner en orden las cosas,
sabrá lo que es bueno. ¿Lo tienes claro, Gaetano?
–Sí. ¿Cuándo?
Louie miró a su hermano. Sal miró a Tony.
–Hoy ya es tarde -manifestó Tony-. Es por eso que quería
verlos más temprano. Ahora mismo están de viaje a no sé dónde antes
de ir a las Bahamas. Mi hermana llamará a mi madre cuando llegue a
Nassau.
–¿Nos lo dirás? – preguntó Sal.
–Sí, por supuesto. El trato es este: dejad a mi hermana fuera
de este asunto.
–No tenemos nada en su contra -comentó Sal-. Al menos, eso
creo.
–No tiene nada que ver -dijo Tony-. ¡Confiad en mí! No quiero
que haya mala sangre entre nosotros.
–Solo nos interesa el tipo -añadió Sal.
Louie miró a Gaetano.
–Me parece que tendrás que ir a Nassau.
Gaetano hizo sonar los nudillos de su mano derecha con la
izquierda.
–Será un placer -afirmó.
–¡Stephanie! – susurró Daniel, mientras la sacudía suavemente
por el hombro-. Van a servir el desayuno. ¿Quieres desayunar, o
prefieres dormir hasta que aterricemos?
Stephanie abrió los ojos con un esfuerzo, se los frotó, al
tiempo que bostezaba. Luego parpadeó rápidamente varias veces hasta
que fue capaz de ver. Tenía los ojos secos debido a la muy baja
humedad en la cabina.
–¿Dónde estamos? – preguntó con voz ronca. También tenía la
garganta seca. Se sentó para estirar los músculos. Luego se inclinó
para mirar a través de la ventanilla. Aunque en el horizonte se
divisaba una muy tenue luminosidad, la tierra seguía a oscuras. Vio
las luces de las ciudades y pueblos que salpicaban el
paisaje.
–Supongo que estamos volando sobre algún lugar de Francia
-respondió Daniel.
A pesar de los intentos por evitar las prisas de última hora,
la noche anterior había sido una desesperada carrera para salir del
apartamento de Daniel, llegar al aeropuerto Logan y pasar los
controles de seguridad. Habían subido al avión cuando solo faltaban
diez minutos para el despegue. Gracias al dinero de Butler,
viajaban en la clase Magnífica de Alitalia y ocupaban los dos
primeros asientos en el lado izquierdo del Boeing 767. Stephanie
enderezó el respaldo del asiento.
–¿Cómo es que estás tan despejado? ¿Has
dormido?
–No he pegado ojo -admitió Daniel-. Comencé a leer tus libros
sobre la Sábana Santa, en particular el de Ian Wilson. Ahora
entiendo por qué te enganchaste. Es algo
fascinante.
–Tienes que estar agotado.
–No lo estoy. Leer me ha infundido nuevas energías. Incluso
me siento mucho más dispuesto a tratar a Butler y a utilizar los
fragmentos de ADN de la mortaja. Se me ha ocurrido que quizá
después de acabar con Butler, podríamos seguir adelante y tratar a
algún personaje célebre con el mismo ADN, alguien a quien no le
importe la publicidad. En cuanto los medios se hagan eco de la
historia, no habrá ningún político dispuesto a interferir; mejor
todavía, la FDA se verá obligada a cambiar el protocolo para la
aprobación del tratamiento.
–¡Espera, espera, no corras tanto! Por ahora tenemos que
concentrarnos en Butler. Por mucho que lo deseemos, no sabemos si
se curará o no.
–¿No crees que tratar a algún otro famoso sea una buena
idea?
–Tengo que pensarlo un poco antes de dar una respuesta
inteligente -manifestó Stephanie, en un intento por ser
diplomática-. Ahora mismo aún estoy un poco dormida. Necesito ir al
lavabo, y después quiero desayunar. Estoy hambrienta. Cuando tenga
mi mente funcionado a pleno rendimiento, quiero escuchar lo que has
leído sobre el sudario, y en particular si tienes una hipótesis
sobre cómo se formó la imagen.
Menos de una hora más tarde, aterrizaron en el aeropuerto de
Fulmínico en Roma. Junto con la multitud que llegaba al mismo
tiempo de diversos destinos internacionales, pasaron por el control
de pasaportes y luego consiguieron encontrar el vuelo que los
llevaría a Turín. En uno de los muchos cafés Daniel pidió un
espresso que se bebió de un trago como los
clientes locales. No había clase Magnífica en este vuelo, y cuando
subieron al avión se encontraron con una cabina llena de hombres de
negocios. Stephanie se sentó en el asiento del medio y Daniel en el
que daba al pasillo, más o menos en la mitad del
avión.
–Esto es lo que yo llamo comodidad -comentó Daniel. Como
medía un metro ochenta y cinco de estatura, tenía las rodillas
apretadas contra el respaldo del asiento de
delante.
–¿Cómo te encuentras ahora? ¿Estás cansado? – preguntó
Stephanie.
–No, y menos ahora que me he tomado una bomba de
cafeína.
–¡Entonces háblame del sudario! Quiero escuchar tu opinión. –
Debido a la larga cola para usar el lavabo en el vuelo de Boston a
Roma, no habían tenido tiempo para continuar con el tema antes del
aterrizaje.
–En primer lugar, no tengo ninguna teoría referente a cómo se
formó la imagen. Estoy de acuerdo en que es un gran misterio, y me
gustó mucho la manera poética que Ian Wilson utiliza para
describirlo como «un negativo fotográfico que espera como una
cápsula del tiempo a la invención de la fotografía». Pero no me
trago la idea que él propone y tú compartes de que la imagen es una
prueba de la resurrección. Es un razonamiento científico falso. No
puedes postular un proceso de desmaterialización desconocido y
contraintuitivo para explicar un fenómeno
desconocido.
–¿Qué me dices de los agujeros negros?
–¿De qué estás hablando?
–Los agujeros negros han sido postulados para explicar
fenómenos desconocidos, y los agujeros negros son evidentemente
contraintuitivos respecto a nuestra experiencia científica
directa.
Hubo un período de silencio, donde solo se escuchaba el rumor
de las turbinas mezclado con el roce de las hojas de los periódicos
de la mañana, y el tecleo de los ordenadores
portátiles.
–En eso tienes razón -admitió Daniel
finalmente.
–¡Continuemos! ¿Qué más te llamó la
atención?
–Unas cuantas cosas. Lo primero que me viene a la memoria es
el resultado de las pruebas de la espectroscopia reflectante que
muestran la presencia de tierra en las imágenes de los pies. A mí
me pareció que no tenía nada fuera de lo normal, hasta que me
enteré de que algunos de los gránulos fueron identificados por la
cristalografía óptica como aragonita travertina que tiene un
espectro idéntico a las muestras de piedra caliza recogidas en las
tumbas del antiguo Jerusalén.
Stephanie se echó a reír.
–Es absolutamente típico de ti mostrarte impresionado por uno
de los detalles científicos más oscuros. Ni siquiera recordaba esa
información.
–Hay que ser muy crédulo para suponer que un falsificador
francés del siglo xiv llegara al extremo de obtener y espolvorear
con esa clase de piedra su supuesta creación.
–Estoy totalmente de acuerdo.
–Otro hecho que me llamó la atención fue que si miras la
intersección de los tres hábitats de las tres plantas de Oriente
Próximo cuyos pólenes son los más abundantes en el sudario, reduce
el aparente origen de la tela a un sector de unos treinta y seis
kilómetros entre Hebrón y Jerusalén.
–Curioso, ¿verdad?
–Es más que curioso -afirmó Daniel-. Si el sudario es o no la
mortaja de Jesucristo es algo que no se ha probado, ni creo que
pueda llegar a probarse, pero tengo la idea de que vino de
Jerusalén y que amortajó a alguien que había sido flagelado a la
manera que lo hacían los romanos, que tenía la nariz rota, heridas
de espinas en la cabeza, que había sido crucificado, y que
presentaba una herida de lanza en el pecho.
–¿Qué me dices del aspecto histórico?
–Está muy bien presentado y atrae -reconoció Daniel-. Después
de leerlo, estoy dispuesto a aceptar que la Sábana Santa de Turín y
la tela de Edesa son la misma. Me llamó mucho la atención que la
marca de los dobleces del sudario se utilizaran para explicar que
se exhibiera en Constantinopla como la representación de la cabeza
de Jesús, que es como se describía generalmente la tela de Edesa, o
como un Jesús de cuerpo entero, por delante y por detrás, como la
describió el cruzado Robert de Clari, que fue quien la vio muy poco
antes de su desaparición durante el saqueo de Constantinopla en el
año 1204.
–Todo eso significa que los resultados de la datación del
carbono son erróneos.
–Por problemático que me resulte como científico, esa parecer
ser la verdad.
Hacía un minuto que les habían servido el zumo de naranja
cuando se encendió la luz de abrocharse el cinturón, y se escuchó
el anuncio de que los pilotos iniciaban la maniobra de aterrizaje
en el aeropuerto Caselle de Turín. Quince minutos más tarde,
aterrizaron. Lleno como estaba el avión, tardaron casi tanto como
la duración del vuelo desde Roma en desembarcar, caminar hasta la
terminal y encontrar la sala de recogida del
equipaje.
Mientras Daniel esperaba a que aparecieran las maletas,
Stephanie vio una tienda de telefonía móvil, y entró para alquilar
un teléfono. Antes de salir de Boston, se había enterado de que su
móvil no le serviría en Europa, aunque sí en Nassau, y para estar
segura de que no se perdería ningún e-mail de Butler mientras
estaba en Turín, necesitaba un teléfono móvil con un número
europeo. En cuanto pudiera, programaría el teléfono para que los
mensajes de Butler fueran a ambos números.
Salieron de la terminal con las maletas y los abrigos puestos
y se unieron a la cola en la parada de taxis. Mientras esperaban,
tuvieron la oportunidad de echar su primera mirada al Piamonte. Al
oeste y al norte estaban las montañas con las cumbres nevadas.
Hacia el sur, una niebla malva formaba un manto en la zona
industrial de la ciudad. La temperatura era baja y bastante
parecida a la de Boston, cosa que tenía sentido, dado que ambas
ciudades estaban aproximadamente en la misma
latitud.
–Espero no tener que lamentar no haber alquilado un coche
-comentó Daniel, al ver lo lejos que estaban del principio de la
cola.
–La guía señalaba que aparcar en la ciudad es imposible -le
recordó Stephanie-. La parte positiva es que al parecer los
conductores italianos son buenos, aunque conduzcan
deprisa.
Una vez en camino, Daniel se sujetó con todas sus fuerzas
mientras el conductor respondía plenamente a la descripción de
Stephanie. El taxi era un Fiat posmoderno, con una línea que le
hacía parecer un monovolumen y un coche compacto.
Desafortunadamente para Daniel, era muy sensible al
acelerador.
Stephanie había estado varias veces en Italia y tenía una
visión muy clara de cómo sería la ciudad. En un primer momento, se
llevó una desilusión. Turín no tenía nada del encanto medieval o
renacentista que asociaba a lugares como Florencia y Siena. En
cambio, parecía otra de tantas ciudades modernas ahogadas por la
expansión suburbana y que, en estos momentos, padecía los
habituales atascos de primera hora de la mañana. El tráfico era
intenso, y todos los conductores italianos parecían comportarse con
idéntica agresividad: hacían sonar las bocinas continuamente,
aceleraban a fondo y clavaban los frenos. El viaje fue terrible,
sobre todo para Daniel. Stephanie intentó iniciar una conversación,
pero a su compañero solo le preocupaba no salir disparado a través
del parabrisas en la próxima frenada.
Daniel había reservado habitación para una noche en el que su
guía mencionaba como mejor hotel de la ciudad: el Grand Belvedere.
Estaba en el centro del casco antiguo, y cuando entraron en la
zona, la impresión que se había hecho Stephanie de Turín comenzó a
cambiar. Seguía sin ver el tipo de arquitectura que esperaba, pero
la ciudad comenzaba a tener su encanto particular, con los amplios
bulevares, las plazas porticadas, y los elegantes edificios
barrocos. Cuando el taxi se detuvo delante del hotel, la desilusión
de Stephanie se había transformado en un bien fundado
aprecio.
El Grand Belvedere era la última palabra del lujo del siglo
xix. El vestíbulo era todo un despliegue de marcos dorados,
angelotes y querubines. Las columnas de mármol se elevaban a gran
altura para sostener las bóvedas, mientras que unas pilastras
aflautadas decoraban las paredes. Dos porteros con libreas se
apresuraron a cargar con su equipaje, que era considerable, dado
que llevaban todo lo necesario para un mes de estancia en
Nassau.
La habitación tenía un techo muy alto, un gran candelabro de
cristal de Murano y una decoración que no llegaba a los extremos
del vestíbulo, aunque era igual de resplandeciente. Había
querubines dorados en cada una de las cuatro esquinas de la
cornisa. Las ventanas se abrían a la Piazza Carlo Alberto, donde
estaba situado el hotel. Las cortinas de brocado rojo y centenares
de borlas doradas enmarcaban las ventanas. El mobiliario, incluida
la cama, era de madera oscura tallada. El suelo estaba cubierto por
una mullida alfombra oriental.
Después de darles las preceptivas propinas a los botones y al
atildado recepcionista que les había acompañado hasta la
habitación, Daniel echó una ojeada en derredor con expresión
satisfecha.
–¡No está mal! ¡No está nada mal! – comentó. Abrió la puerta
y miró el baño que era todo de mármol antes de volverse hacia
Stephanie-. Por fin estoy viviendo como me
corresponde.
–¡Lo que me faltaba por escuchar! – se burló Stephanie. Abrió
el neceser.
–¡Es verdad! – replicó Daniel, entre risas-. No sé cómo he
aguantado vivir como un pobre académico durante tanto
tiempo.
–¡Es hora de trabajar, rey Midas! Tenemos que averiguar cómo
se llama a la cancillería de la archidiócesis para encontrar a
monseñor Mansoni -dijo Stephanie mientras entraba en el baño. Tenía
prisa por lavarse los dientes.
Daniel se acercó a la mesa y comenzó a abrir los cajones, en
busca de una guía de teléfonos. Como no tuvo éxito, miró en los
armarios.
–Creo que deberíamos bajar y decirle al recepcionista que lo
haga -gritó Stephanie desde el baño-. De paso podríamos pedirle que
nos reserven una mesa para la cena.
–Buena idea.
Tal como había supuesto Stephanie, el recepcionista les ayudó
con mucho gusto. Sacó una guía de un cajón, y en cuestión de
segundos tenía a monseñor Mansoni al aparato, mientras Stephanie y
Daniel aún discutían quién hablaría con el sacerdote. Después de
unos momentos de confusión, Daniel se puso al teléfono. Tal como le
había indicado Butler en su e-mail, Daniel se identificó como el
representante de Ashley Butler y añadió que estaba en Turín para
recoger la muestra. En un intento por ser lo más discreto posible,
no dio más explicaciones.
–Estaba esperando su llamada -respondió Mansoni en inglés con
un fuerte acento italiano-. Estoy preparado para reunirme con usted
esta misma mañana, si lo considera adecuado.
–En lo que respecta a nosotros, cuanto antes mejor -dijo
Daniel.
–¿Nosotros? – preguntó el sacerdote.
–Estoy aquí con mi colega -explicó Daniel. Consideró que el
término «colega» era suficientemente vago. Le molestaba un tanto
hablar con un sacerdote católico que podía sentirse ofendido porque
él y Stephanie fueran una pareja de hecho.
–¿Debo asumir que su colega es una mujer?
–Efectivamente -respondió Daniel. Miró a Stephanie para
asegurarse de que había aceptado el término «colega». Nunca lo
había empleado antes para describir su relación, a pesar de que era
apropiado. Stephanie sonrió al ver su inquietud.
–¿Asistirá a nuestro encuentro?
–Por supuesto -afirmó Daniel-. ¿Dónde sería un lugar
conveniente para usted?
–Quizá el Caffè Torino en Piazza San Carlo no estaría mal.
¿Usted y su colega están alojados en algún hotel de la
ciudad?
–Creo que estamos en pleno centro.
–Excelente -comentó el monseñor-. El café estará cerca de su
hotel. El recepcionista le dirá cómo llegar.
–Muy bien -dijo Daniel-. ¿A qué hora debemos estar
allí?
–¿Digamos dentro de una hora?
–Allí estaremos. ¿Cómo le reconoceremos?
–No creo que vea a muchos otros sacerdotes, pero si los hay,
yo seré seguramente el más corpulento. Me temo que he ganado
demasiado peso debido a lo sedentario de mi actual
cargo.
Daniel miró a Stephanie. Sabía que ella escuchaba al
sacerdote.
–Supongo que no le costará mucho vernos a nosotros. Mucho me
temo que nuestras prendas indicarán que somos norteamericanos.
Además, mi colega es una hermosa morena.
–En ese caso, estoy seguro de que nos reconoceremos. Los
espero alrededor de las once y cuarto.
–Será un placer -manifestó Daniel, antes de devolverle el
teléfono al recepcionista.
–¿Una hermosa morena? – preguntó Stephanie con un susurro
forzado después de que el conserje les indicara el camino para
llegar al café, y se alejaban de la recepción. Parecía molesta-.
Nunca me habías descrito de una manera tan absolutamente tópica.
Peor aún, es del todo sexista.
–Lo siento -se disculpó Daniel-. No me ha resultado nada
agradable tener que tratar con un sacerdote.
Luigi Mansoni abrió uno de los cajones de su mesa. Metió la
mano, sacó una caja de plata alargada y se la guardó en un
bolsillo. Luego se recogió los faldones de la sotana para no pisar
el ruedo cuando se levantó y salió apresuradamente de su despacho.
Al final del pasillo, llamó a la puerta de monseñor Valerio
Garibaldi. Le faltaba el aliento, cosa que le avergonzaba, porque
no había caminado más de treinta metros. Miró su reloj y se
preguntó si no tendría que haberle dicho a Daniel una hora y media.
El vozarrón de Valerio le gritó que entrara.
Luigi le relató a su superior y amigo la conversación
telefónica que acababa de mantener.
–Oh, no -comentó Garibaldi-. Estoy seguro de que es mucho
antes de lo que el padre Maloney esperaba. Confiemos en que esté en
su habitación. – Valerio cogió el teléfono. Se tranquilizó al
escuchar la voz de Maloney. Le explicó la situación al
norteamericano, y añadió que él y monseñor Garibaldi le esperaban
en su despacho.
–Todo esto es muy curioso -le dijo Valerio a Luigi mientras
esperaban.
–Desde luego. Me pregunto si tendríamos que avisar a alguno
de los secretarios del arzobispo. De esa manera, si al final surge
algún problema, sería falta de usted que Su Reverencia no hubiese
estado sobreaviso. Después de todo, Su Reverencia es el custodio
oficial de la Sábana Santa.
–Una muy buena observación -manifestó Valerio-. Creo que
seguiré su consejo.
Una llamada a la puerta precedió a la aparición del padre
Maloney. Valerio le señaló una silla. Aunque Valerio y Luigi
estaban por encima de Michael en la jerarquía eclesiástica, el
hecho de que Maloney fuese el representante oficial del cardenal
O'Rourke, el prelado más poderoso de la Iglesia católica de Estados
Unidos y amigo personal de su propio arzobispo, el cardenal
Manfredi, hacía que ambos le trataran con una deferencia
especial.
Michael se sentó. A diferencia de los purpurados, vestía un
traje de calle negro con el alzacuello blanco. También a diferencia
de los otros, que eran muy corpulentos, Michael era extremadamente
delgado, y con la nariz aguileña, sus facciones resultaban mucho
más italianas que las de sus colegas. Por último, sus cabellos
rojos contrastaban vivamente con los cabellos canosos de los
purpurados.
Luigi volvió a relatar su conversación con Daniel. Recalcó
que había dos personas en la misión y que una de ellas era una
mujer.
–Eso es sorprendente -opinó Michael-, y no me agradan las
sorpresas. Pero tendremos que tomar las cosas tal como vienen.
Supongo que la muestra está preparada.
–Por supuesto -dijo Luigi. Para facilitarle las cosas a
Michael hablaba en inglés, aunque Maloney hablaba un italiano
pasable. Michael había estudiado en una de las escuelas vaticanas,
donde aprender italiano era obligatorio.
Luigi metió la mano en el bolsillo y sacó la caja de plata
que recordaba una pitillera de los años cincuenta.
–Aquí está. El profesor Ballasari se ocupó personalmente de
la selección de las fibras para que sea representativa. Provienen
de un trozo manchado de sangre.
–¿Puedo? – preguntó Michael, y tendió la
mano.
–Desde luego. – Luigi le entregó la caja.
Michael la sujetó con las dos manos. Era toda una
experiencia. Siempre había estado convencido de la autenticidad del
sudario, y tener en sus manos una caja donde estaba la sangre de su
Salvador en lugar del vino convertido en sangre era algo
abrumador.
Luigi recuperó la caja, y la guardó de nuevo en el
bolsillo.
–¿Hay alguna instrucción particular que deba saber? –
preguntó.
–Desde luego que sí -respondió Michael-. Necesito saber todo
lo que pueda averiguar sobre las personas a las que le entregará la
muestra; nombres, direcciones, lo que sea. Pídale los pasaportes y
tome nota de los números. Con esa información y sus contactos con
las autoridades civiles, podremos enterarnos de muchas cosas
referentes a sus identidades.
–¿Qué está buscando? – quiso saber Valerio.
–No estoy seguro -admitió Michael-. Su Eminencia el cardenal
James O'Rourke quiere entregar esta pequeña muestra a cambio de un
muy importante beneficio político para la Iglesia. Al mismo tiempo,
quiere estar absolutamente seguro de que se respetan las órdenes
del Santo Padre que prohíben cualquier nueva prueba científica del
sudario.
Valerio asintió como si lo hubiese entendido, aunque en
realidad no era así. Entregar un trozo de una reliquia a cambio de
unos favores políticos era algo que estaba más allá de su
experiencia, sobre todo cuando no había ninguna documentación
oficial. Era preocupante. Al mismo tiempo, sabía que las pocas
fibras guardadas en la caja de plata correspondían a una muestra
del sudario tomada hacía muchos años, y que nadie había vuelto a
tocar el sudario. La preocupación principal del Santo Padre era
asegurar la conservación de la reliquia.
Luigi se levantó.
–Si quiero llegar puntual a la cita, tengo que marcharme
ahora mismo.
–Si no le importa, le acompañaré -manifestó Michael, y se
levantó-. Quiero presenciar la entrega desde lejos. Después de que
usted les entregue la muestra, seguiré a esas personas. Me interesa
saber dónde se alojan, por si sus identidades presentan algún
problema.
Valerio también se levantó. Parecía un tanto
desconcertado.
–¿Qué hará si, como usted dice, sus identidades presentan
algún problema?
–Me veré obligado a improvisar -respondió Michael-. En ese
punto, las instrucciones del cardenal fueron un tanto
vagas.
–La ciudad no está nada mal -comentó Daniel, mientras él y
Stephanie caminaban en dirección oeste por unas calles donde
abundaban los palacios ducales-. Al principio no me impresionó,
pero ahora sí.
–Tengo la misma impresión -manifestó
Stephanie.
Al cabo de unas pocas calles, llegaron a la Piazza San Carlo,
y se encontraron con una gran plaza del tamaño de un campo de
fútbol rodeada por unos hermosos edificios barrocos color crema.
Las fachadas estaban ornamentadas con una agradable profusión de
detalles. En el centro se levantaba una imponente estatua ecuestre.
El Caffè Torino se encontraba en el lado oeste de la plaza, más o
menos en el medio. En el interior dominaba el aroma del café recién
molido. Varios grandes candelabros de cristal colgaban del techo
decorado con pinturas al fresco, y sus luces contribuían a crear un
ambiente cálido y acogedor.
No tuvieron que esforzarse mucho para dar con monseñor
Mansoni. El sacerdote se levantó en cuanto los vio entrar y les
hizo un gesto para que se unieran a él en una mesa junto a la pared
más alejada. Mientras cruzaban el local, Stephanie echó una ojeada
a los clientes. El curioso comentario de monseñor Mansoni referente
a que no habría muchos más sacerdotes en el café era correcto. Solo
vio a uno más. Estaba solo y, por una fracción de segundo,
Stephanie tuvo la inquietante sensación de que la mirada del cura
se cruzaba con la de ella.
–Bienvenidos a Turín -dijo Luigi. Estrechó las manos de ambos
y los invitó a sentarse. Su mirada se detuvo en Stephanie el tiempo
suficiente para hacerla sentir un tanto incómoda, mientras
recordaba la poco apropiada descripción de Daniel.
Apareció un camarero en respuesta a la llamada del sacerdote
y tomó el pedido de la pareja. Daniel pidió otro espresso, mientras que Stephanie pidió agua con
gas.
Daniel observó al sacerdote. La descripción que había hecho
de sí mismo como corpulento no era errónea. La papada casi ocultaba
el alzacuello. Como médico, se preguntó cuál sería su nivel de
colesterol.
–Supongo que debemos comenzar con las presentaciones. Soy
Luigi Mansoni. Vivía en Verona, hasta que me trasladaron a
Turín.
Daniel y Stephanie le dieron sus nombres y añadieron que
vivían en Cambridge, Massachusetts. En ese momento, apareció el
camarero con el café y el agua.
Daniel bebió un sorbo y dejó la taza en el
platillo.
–No pretendo ser descortés, pero vayamos a lo nuestro.
Supongo que habrá traído la muestra.
–Por supuesto -replicó Luigi.
–Debemos asegurarnos de que la muestra procede de una parte
del sudario con una mancha de sangre -añadió
Daniel.
–Le aseguro que lo es. Fue seleccionada por el profesor
encargado de la conservación del sudario por el arzobispo, cardenal
Manfredi, que es el actual custodio.
–¿Nos la entrega?
–En un momento -dijo Luigi. Metió la mano en un bolsillo y
sacó una libreta y un bolígrafo-. Antes de entregarles la muestra,
se me ha dicho que debo tomar nota de sus señas de identidad. A la
vista de las controversias y el permanente interés de los medios en
todo lo referente al sudario, la Iglesia insiste en saber quiénes
disponen de las muestras.
–El senador Ashley Butler será el receptor -manifestó
Daniel.
–Eso es lo que me han dicho. Sin embargo, necesitamos tener
pruebas de sus identidades. Lo siento, pero esas son mis
instrucciones.
Daniel miró a Stephanie que se encogió de
hombros.
–¿Qué clase de pruebas necesita?
–Creo que será suficiente con sus pasaportes y el
domicilio.
–No veo ningún inconveniente -señaló Stephanie-. El domicilio
que figura en el pasaporte es el actual.
–Yo tampoco tengo nada que objetar -dijo
Daniel.
Los norteamericanos sacaron sus pasaportes y los dejaron en
la mesa. Luigi copió los nombres, las direcciones y los números.
Luego se los devolvió. Después de guardar la libreta y el
bolígrafo, sacó la caja de plata. La puso sobre la mesa y la empujó
hacia el científico con mucha deferencia.
–¿Puedo? – preguntó Daniel.
–Por supuesto.
Daniel cogió la caja de plata. Tenía un cierre en un lado, y
lo movió a la posición de abierto. Levantó la tapa con mucho
cuidado. Stephanie se inclinó para mirar por encima de su hombro.
En el interior, guardado en un sobre de celofán, había un pequeño
trozo de tela de un color indeterminado.
–Parece adecuada -comentó Daniel. Cerró la tapa y aseguró el
cierre. Le entregó la caja a Stephanie, que la guardó en su bolso
junto con los pasaportes.
Quince minutos más tarde, Daniel y Stephanie salieron a la
plaza iluminada por el débil sol de invierno. Cruzaron la plaza en
diagonal camino de regreso al hotel. A pesar del jet lag, caminaban con paso atlético. Ambos se
sentían un tanto eufóricos.
–No podría haber resultado más fácil -comentó
Daniel.
–Estoy de acuerdo.
–Nunca se me pasaría por la cabeza recordarte tu pesimismo
inicial -se burló Daniel-. Jamás de los jamases.
–Espera un momento. Hemos conseguido la muestra sin
problemas, pero todavía nos queda por delante un largo camino para
tratar a Butler. Mis preocupaciones abarcan todo el
proceso.
–Creo que este pequeño episodio es el heraldo de las cosas
que vendrán.
–Confío en que tengas toda la razón.
–¿Qué podríamos hacer para ocupar el resto del día? –
preguntó Daniel-. Nuestro vuelo a Londres no sale hasta las siete y
cinco de la mañana.
–Necesito dormir un rato -dijo Stephanie-, y tú también. ¿Qué
te parece si volvemos al hotel, comemos alguna cosa, dormimos media
horita, y después salimos? Hay unas cuantas cosas que me gustaría
ver mientras estamos aquí. En particular la iglesia donde tienen la
Sábana Santa.
–Me parece un plan excelente -opinó Daniel,
complacido.
Michael Maloney se mantuvo todo lo lejos que pudo sin perder
de vista a Daniel y Stephanie. Le sorprendió la rapidez de su
marcha, y tuvo que apretar el paso. Cuando salió del café, tuvo
suerte de verlos, porque estaban a punto de salir de la
plaza.
En cuanto los dos norteamericanos dejaron el café, él había
mantenido una breve conversación con Luigi para recordarle que
hiciera investigar las identidades de ambos y que después lo
llamara al móvil para comunicarle la información que hubiesen
podido suministrarle las autoridades civiles. Añadió que su
propósito era no perder de vista a la pareja o al menos saber dónde
se encontraban, hasta recibir la información.
Daniel y Stephanie desaparecieron al dar la vuelta en una
esquina, y Michael echó a correr hasta que los volvió a ver. Estaba
dispuesto a no perderlos. Tal como le había dicho su superior, el
cardenal O'Rourke, Michael se tomaba su actual cometido con una
gran responsabilidad. Su aspiración era llegar a las más altas
jerarquías eclesiásticas y hasta ahora, las cosas le iban saliendo
de acuerdo con sus planes. Primero, tuvo la oportunidad de estudiar
en Roma. Luego había seguido el reconocimiento de sus méritos por
parte del entonces obispo O'Rourke, cuando lo invitó a unirse a su
personal, y el posterior ascenso de O'Rourke a arzobispo. En este
momento de su carrera, Michael sabía que su éxito dependía
exclusivamente de complacer a su muy poderoso superior, y el
instinto le decía que esta misión vinculada a la Sábana Santa era
una oportunidad de oro. Gracias a su importancia para el cardenal,
le ofrecía una ocasión única para demostrar su inquebrantable
lealtad, dedicación, e incluso su capacidad de improvisación, a la
vista de la carencia de unas guías específicas.
En el momento en que llegaron a la Piazza Carlo Alberto,
Michael decidió que la pareja se encaminaba hacia el Grand
Belvedere. Aceleró el paso hasta casi un trote para estar
directamente detrás de los norteamericanos cuando entraron. En el
interior, esperó hasta que entraron en el ascensor, y comprobó que
se detenía en el cuarto piso. Satisfecho fue a sentarse en uno de
los sofás tapizados en terciopelo del vestíbulo, cogió un ejemplar
del Corriere della Sera, y comenzó a leer
mientras echaba una ojeada de vez en cuando a los ascensores. Hasta
ahora, todo en orden, pensó.
No tuvo que esperar mucho. La pareja reapareció en el
vestíbulo, y esta vez se dirigieron al comedor. Michael fue a
sentarse en otro sofá, desde donde podía ver mejor la entrada del
comedor. Estaba seguro de que nadie le prestaba la menor atención.
Sabía que en Italia, la vestimenta de sacerdote garantizaba el
acceso a cualquier lugar además del anonimato.
Media hora más tarde, cuando la pareja salió del comedor,
Michael no pudo contener la sonrisa. Destinar media hora a la
comida era algo típicamente norteamericano. Sabía que los
comensales italianos la dedicarían por lo menos dos horas. Les vio
subir de nuevo en el ascensor hasta el cuarto
piso.
Esta vez tuvo que esperar mucho más. Acabó de leer el
periódico, y buscó más material de lectura. Cuando no encontró nada
y poco dispuesto a correr el riesgo de levantarse para ir hasta el
quiosco, comenzó a pensar en lo que haría si la información que le
transmitiría Luigi no era la correcta. Ni siquiera sabía qué debía
considerar como una información incorrecta. Esperaba enterarse de
que al menos uno de los miembros de la pareja trabajaba para el
senador o probablemente para alguna organización relacionada con
Butler. Recordaba claramente que el senador había dicho que
enviaría a un agente a recoger la muestra. Aún estaba por ver qué
había querido decir con «agente».
Michael se desperezó; consultó su reloj. Eran casi las tres,
y su estómago comenzaba a protestar. No había probado bocado,
excepto la pasta con el café en el Caffè Torino. Mientras su mente
lo atormentaba con las imágenes de sus platos favoritos, percibió
el zumbido del móvil que llevaba en el bolsillo. Había quitado el
timbre. Se apresuró a responder. Era Luigi.
–Acabo de recibir el informe de mis contactos en la oficina
de inmigración -dijo Luigi-. No creo que le resulte agradable la
información que me han dado.
–¡Oh! – exclamó Michael. Intentó mantener la calma. Para su
mala fortuna, en aquel mismo momento los norteamericanos salieron
del ascensor con los abrigos puestos y las guías turísticas en la
mano, sin duda dispuestos a visitar los lugares de interés.
Preocupado ante la posibilidad de que tomaran un taxi, cosa que
representaría una dificultad añadida, Michael intentó ponerse el
abrigo mientras mantenía el teléfono pegado al oído. La pareja
caminaba con la misma rapidez de antes-. Espere un momento, Luigi,
ahora mismo estoy caminando. – Con un brazo en una manga, y antes
de que pudiera evitarlo la manga libre se enganchó en la puerta
giratoria. Tuvo que retroceder para soltarla.
-Prego -dijo el portero, mientras le
ayudaba.
-Mi scuso -respondió Michael. Salvado
el obstáculo, corrió a la calle y se calmó en parte al ver a los
norteamericanos que dejaban atrás la parada de los taxis y
caminaban hacia la esquina noroeste de la plaza. Acortó un poco el
paso.
–Lo siento, Luigi -dijo Michael-. La pareja salía del hotel
en el momento que llamó. ¿Qué decía?
–Le decía que ambos son científicos -respondió
Luigi.
Michael notó que se le aceleraba el pulso.
–No es una buena noticia.
–Comparto su opinión. Al parecer, sus nombres aparecieron
inmediatamente en cuanto las autoridades italianas se pusieron en
contacto con los colegas norteamericanos para pedirles información.
Ambos son investigadores en el área biomolecular. Daniel Lowell es
químico y Stephanie D'Agostino, bióloga. Son personas muy conocidas
en sus especialidades, él más que su compañera. Dado que ambos
viven en la misma dirección, supongo que
cohabitan.
–¡Dios del cielo! – exclamó Michael.
–Desde luego no parecen ser unos correos
normales.
–Esta es la peor de las situaciones.
–Estoy de acuerdo. A la vista de sus antecedentes, deben
estar pensando en algún tipo de prueba. ¿Qué va usted a
hacer?
–Todavía no lo sé. Tendré que pensarlo.
–Avíseme si necesita ayuda.
–Me mantendré en contacto -dijo Michael y se
despidió.
Aunque Michael acababa de decirle a Luigi que no sabía qué
haría, eso no era del todo verdad. Ya había decidido que
recuperaría la muestra de la Sábana Santa; ahora solo tenía que
descubrir cómo hacerlo. Sí tenía claro que quería hacerlo él solo,
de forma que cuando informara al cardenal O'Rourke, se pudiera
atribuir todo el mérito de haber evitado que la sangre del Salvador
pasara por más indignidades científicas.
Los norteamericanos llegaron a la inmensa Piazza Castello
pero continuaron caminando al mismo paso. Michael había supuesto
que irían a visitar el Palazzo Reale, la antigua residencia de la
Casa de Saboya. Sin embargo, comprobó que se había equivocado
cuando la pareja dejó atrás la Piazzeta Reale para entrar en la
Piazza Giovanni.
–¡Por supuesto! – exclamó en voz alta. En la plaza estaba el
Duomo di San Giovanni, el templo que albergaba la Sábana Santa
después del incendio que se había iniciado en su capilla en 1997.
Michael avanzó un poco más para asegurarse del destino de los
norteamericanos. En cuanto les vio subir las escalinatas de la
catedral, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Seguro de que
la pareja estaría tiempo lejos del hotel, decidió aprovechar la
oportunidad. Si quería recuperar la muestra del sudario, este
podría ser el mejor momento, o quizá el único, si es que tenían
proyectado marcharse a la mañana siguiente.
Si bien ya le faltaba un poco el aliento, se obligó a apurar
el paso. Quería llegar al Grand Belvedere lo antes posible. A pesar
de su inexperiencia en cuestiones de intrigas en general y el robo
en particular, tenía que averiguar cuál era la habitación de Daniel
y Stephanie, conseguir entrar y luego coger la caja de plata, todo
en un plazo de un par de horas.
–¿Esta es la Sábana Santa original? – susurró Daniel. Había
más personas en la catedral, pero estaban de rodillas en los bancos
entregados a sus oraciones, o encendían cirios en los altares de
los santos. Los únicos sonidos eran los ecos de los tacos cuando
entraba o salía alguien.
–No, no es el original -respondió Stephanie en voz baja-. Es
una réplica fotográfica de tamaño natural. – Sostenía la guía
abierta en la página correspondiente al sudario. Se encontraban
delante de una alcoba con el frente de vidrio que abarcaba el
primer piso del crucero norte del templo. Un piso por encima de la
parte cerrada estaba el balcón con baldaquino desde donde los
antiguos duques de Saboya asistían a la celebración de la
misa.
La fotografía se exhibía como una panorámica. Las cabezas de
las imágenes por delante y detrás del hombre crucificado casi se
tocaban en el centro, algo que quedaba explicado porque al hombre
lo habían colocado en posición supina sobre la tela y a
continuación lo habían envuelto en la mortaja. La imagen frontal se
encontraba a la izquierda. La fotografía estaba colocada en lo que
parecía ser una mesa de casi cinco metros de largo por un metro
veinte de ancho, cubierta por una tela azul que llegaba hasta el
suelo.
–La fotografía está encima de la nueva caja que contiene el
sudario original -le explicó Stephanie-. Está dotada con un sistema
hidráulico, de forma que cuando se exhibe, la parte superior se
coloca en posición vertical, y la reliquia se puede ver a través de
un cristal blindado.
–Recuerdo haberlo leído -comentó Daniel-. Es un montaje
realmente impresionante. Por primera vez en la larga historia del
sudario, descansa completamente horizontal en una atmósfera
controlada.
–La verdad es que resulta sorprendente que la imagen se haya
conservado, si tenemos en cuenta lo que ha pasado.
–Ahora que miro la foto de tamaño natural, me resulta más
difícil de lo que había imaginado discernir la imagen. Te diré que
si es así el sudario, te puedes llevar una desilusión. Se ve y se
aprecia mucho mejor en el libro que tú tienes.
–Donde se ve mejor es en el negativo -manifestó
Stephanie.
–Aparentemente, la imagen no se ha desdibujado. Lo que pasa
es que el fondo ha amarilleado, por lo que es menor el
contraste.
–Confío en que el nuevo sistema de conservación impida que
continúe el proceso -comentó Stephanie-. Bueno, ya lo hemos visto.
– Se volvió para observar el interior de la catedral-. Esperaba
recorrer la catedral, pero para ser una iglesia renacentista
italiana, esta no da mucho de sí.
–Lo mismo pensaba yo -admitió Daniel-. Vayamos a otra parte.
¿Qué te parece una visita al palacio real? Se supone que el
interior es la quintaesencia del rococó.
Stephanie miró a Daniel de reojo.
–¿Desde cuándo te has convertido en un experto en
arquitectura y decoración interior?
–Lo leí en la guía antes de salir del hotel -respondió Daniel
con un tono risueño.
–Me encantaría visitar el palacio, si no fuese por un
problema.
–¿Qué clase de problema?
Stephanie se miró los pies.
–Me olvidé ponerme unos zapatos cómodos en lugar de estos que
me puse para ir a comer. Mucho me temo que acabaré con los pies
destrozados si nos pasamos toda la tarde caminando. Lo siento, pero
¿te molestaría mucho si pasamos un momento por el hotel y me cambio
los zapatos?
–Por lo que a mí respecta, ahora que tenemos la muestra de la
Sábana Santa, no tenemos nada más que hacer. Así que vamos si
quieres.
–Gracias -dijo Stephanie, más tranquila. Daniel solía
irritarse por esta clase de cosas-. Lo siento mucho. Tendría que
haberlo pensado antes. Ya que estamos, me pondré otro suéter. Hace
más frío de lo que imaginaba.
Salvo en las contadas ocasiones de alguna inocente travesura
en su época de estudiante, el padre Michael Maloney nunca había
violado a sabiendas ley alguna, y lo que se disponía a hacer le
provocaba mucha más ansiedad de lo que había imaginado. No solo
temblaba y sudaba, sino que notaba tantas molestias gástricas que
deseó tener a mano un antiácido. Para colmo de males tenía la
preocupación añadida del tiempo. Desde luego no quería que los
norteamericanos lo sorprendieran in fraganti. Aunque estaba
convencido de que tardarían dos horas o más en su recorrido
turístico, decidió darse un máximo de una hora para la misión. Solo
pensar en que le podrían sorprender hacía que le temblaran las
rodillas.
Mientras se acercaba al Grand Belvedere, no tenía idea de
cómo conseguiría su objetivo, pero todo cambió al pasar delante de
una floristería en la misma plaza del hotel. Entró en el local, y
preguntó si podían enviar inmediatamente alguno de los ramos
preparados al hotel. Cuando le dijeron que sí, cogió el que tenía
más a mano, escribió en el sobre el nombre de los norteamericanos,
y en la tarjeta: «Bienvenidos al Grand Belvedere. La
Dirección».
Cinco minutos más tarde, mientras Michael estaba sentado en
el mismo sofá que anteriormente en el vestíbulo del hotel, vio
entrar por la puerta giratoria las flores que había comprado.
Levantó el periódico para ocultar su rostro, y espió a la misma
mujer que le había vendido el ramo cuando lo entregó en la
recepción. Uno de los botones firmó el recibo, y la mujer se
marchó.
Desafortunadamente, durante los siguientes diez minutos no
pasó nada. Las flores continuaban en el mostrador de la recepción
mientras los botones mantenían una muy animada conversación entre
ellos.
¡Venga!, pensó Michael con las mandíbulas apretadas. Pensó
levantarse para ir a protestar al mostrador, pero no se atrevió. No
quería llamar la atención. Su plan era aprovechar al máximo la
ventaja de su vestimenta sacerdotal para parecer inofensivo, y
relativamente invisible.
Por fin, uno de los botones echó una ojeada al sobre sujeto
al ramo y pasó al otro lado del mostrador. Michael se dio cuenta de
que estaba consultando el ordenador por el reflejo de la luz de la
pantalla en el rostro del hombre. Un momento más tarde, se apartó
del mostrador, recogió el ramo, y se dirigió a los ascensores.
Michael dejó el periódico y caminó hasta colocarse detrás del
botones.
El empleado lo saludó con un gesto cuando las puertas se
cerraron. Michael le respondió con una sonrisa. El ascensor llegó a
la cuarta planta. El botones salió primero y Michael lo siguió a
una distancia prudencial. Cuando el botones se detuvo delante de la
puerta de la habitación 408 y llamó, Michael siguió caminando. El
empleado repitió el gesto de saludo acompañado de una sonrisa.
Michael hizo lo mismo.
Se detuvo en cuanto dio la vuelta a una esquina. Con mucho
cuidado espió a lo largo del pasillo. Vio que el botones repetía la
llamada antes de coger un manojo de llaves. Abrió la puerta y
desapareció por un momento. Cuando reapareció sin las flores,
silbaba suavemente. Cerró la puerta y se alejó en dirección a los
ascensores.
Michael caminó hasta la habitación 408 en el mismo momento en
que el ascensor bajaba. No esperaba que la puerta estuviese
abierta, y no lo estaba. Miró a un lado y otro del pasillo; vio un
carrito de la limpieza. Inspiró a fondo e hinchó los carrillos por
un instante para infundirse coraje, y luego caminó hacia el
carrito. Estaba junto a una puerta abierta. Golpeó
discretamente.
-Scusi! -llamó. Escuchó las voces
procedentes de un televisor. Entró en la habitación. Dos mujeres de
mediana edad, vestidas con uniformes marrones estaban haciendo la
cama-. Scusi! -repitió con un tono mucho
más alto.
Las mujeres se detuvieron, sorprendidas. Ambas palidecieron.
Al cabo de un par de segundos, una se recuperó lo suficiente como
para correr a apagar el televisor.
Michael apeló a su mejor italiano para preguntar a las
sirvientas si podían ayudarle. Les explicó que se había dejado la
llave en la habitación 408, y necesitaba hacer una llamada
telefónica urgente. Quería saber si ellas tendrían la amabilidad de
abrirle la puerta para no tener que bajar a la
recepción.
Las mujeres se miraron la una a la otra, desconcertadas.
Michael tardó un momento en comprender que ambas hablaban muy poco
italiano. Volvió a explicarles la excusa, con voz muy lenta y
clara. En esta ocasión, una de las mujeres captó el mensaje y, para
alivio de Michael, le enseñó su llave maestra. El sacerdote
asintió.
Como si quisiera compensarlo por las dificultades en la
comunicación, la mujer pasó junto a Michael y casi corrió por el
pasillo. Michael no pudo hacer otra cosa que seguirla al mismo
paso. La empleada abrió la cerradura y mantuvo la puerta abierta de
la habitación 408. Michael le dio las gracias mientras entraba. La
puerta se cerró a sus espaldas.
Michael exhaló con fuerza. Había retenido el aliento sin
darse cuenta. Se apoyó en la puerta mientras echaba una ojeada. Las
cortinas estaban descorridas y había mucha luz. Había más maletas
de las que esperaba, aunque un par de ellas no estaban abiertas.
Lamentablemente, no había ninguna caja de plata a la vista en la
cómoda, la mesa, o en los veladores.
Notó que se le aceleraba el pulso. También sudaba
copiosamente. «No sirvo para estas cosas», susurró. Deseaba con
auténtica desesperación encontrar la caja de plata y marcharse.
Tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para permanecer en la
habitación.
Se apartó de la puerta, y se acercó primero a la mesa. Sobre
el escritorio, entre dos bolsas de ordenador estaba la llave de la
habitación. Michael vaciló por un instante, y luego se guardó la
llave en un bolsillo. A toda prisa, buscó en las bolsas: la caja no
estaba. Solo tardó unos segundos en mirar en los cajones de la
mesa. No había nada más que papel y sobres con el membrete del
hotel. Luego la cómoda. También estaba vacía, excepto por las notas
para la lavandería y las bolsas de plástico para la ropa sucia.
Tampoco tuvo suerte con los cajones de los veladores. Buscó en el
baño, sin encontrar nada. Cuando abrió el armario y vio la caja de
seguridad, pensó que había acabado la búsqueda, pero también estaba
vacía. Metió la mano en los bolsillos de una americana colgada de
una percha: nada.
Volvió a mirar en derredor, y esta vez se fijó en las maletas
abiertas. Estaban en un soporte a los pies de la cama. Levantó la
tapa de una, metió la mano y la deslizó por los lados. Encontró
diversos artículos pero ni rastro de la caja. Repitió la operación
con la otra con idéntico resultado. Luego comenzó a levantar las
prendas para profundizar la búsqueda. De pronto, escuchó unas voces
que, para su espanto, le sonaron a inglés norteamericano. Se irguió
como impulsado por un resorte. Un instante después, se quedó de
piedra al escuchar el más terrible de los ruidos. ¡El sonido de una
llave introduciéndose en la cerradura!
–¿Qué demonios? – preguntó Stephanie, desde el umbral de la
habitación. Daniel miró por encima de su hombro.
–¿Qué pasa? – preguntó.
–Hay un ramo de flores en la cómoda. ¿A quién se le ocurriría
enviarnos flores?
–¿Butler?
–No sabe que estamos en Turín, a menos que tú le hayas
enviado un e-mail.
–Yo no le he enviado ningún e-mail -replicó Daniel, como si
se tratara de algo fuera del reino de lo posible-. Claro que con
sus vinculaciones, quizá lo sepa. Después de hacer que me
investigaran, cualquier cosa es posible. También está la
posibilidad de que monseñor Mansoni le informara de la entrega de
la muestra.
Stephanie se acercó a la cómoda y abrió el sobre que
acompañaba al ramo.
–¡Vaya por Dios! Solo es un obsequio de la dirección del
hotel.
–Son muy amables -comentó Daniel con indiferencia. Entró en
el baño.
Stephanie fue a buscar los zapatos que tenía guardados en el
lado izquierdo de la maleta. En cuanto levantó la tapa, apareció en
su rostro una expresión de enfado. La camisa de lino que había
doblado con tanto esmero en Boston, mostraba un pliegue. La
desdobló con un dedo, pero como temía, no pudo borrar la marca del
doblez por mucho que intentara alisarlo con la palma de la mano.
Murmuró una vulgaridad mientras buscaba los zapatos. Fue entonces
cuando vio una pieza de ropa interior, que también había guardado
con idéntico esmero, y que ahora estaba arrugada. Se irguió
bruscamente, con la mirada fija en la maleta
abierta.
–¡Daniel! ¡Ven aquí!
Daniel asomó la cabeza por la puerta del baño, mientras se
escuchaba el ruido de la descarga de la cisterna. Sostenía una
toalla en la mano.
–¿Qué pasa? – preguntó con las cejas enarcadas. Se había dado
cuenta por el sonido de su voz que estaba
alterada.
–¡Alguien ha estado en nuestra habitación!
–Ya lo sabíamos desde el momento en que vimos las
flores.
–¡Ven aquí!
Daniel se echó la toalla al hombro mientras se acercaba a
Stephanie, que le señaló la maleta abierta.
–Alguien ha revisado mi maleta.
–¿Cómo lo sabes?
Stephanie se lo explicó.
–Son unos cambios muy sutiles -dijo Daniel. Le dio una
palmadita en la espalda con una actitud paternal-. Tú misma has
buscado cosas en la maleta antes de que saliéramos. ¿Estás segura
de que no tienes un ataque de paranoia por culpa del episodio de
Cambridge?
–¡Alguien ha metido mano en mi maleta! – repitió Stephanie,
acalorada. Apartó la mano de su compañero. Debido al jet lag y la tensión, se sintió muy herida ante
la actitud despreocupada de Daniel-. ¡Mira en la
tuya!
Daniel puso los ojos en blanco; levantó la tapa de su maleta
que estaba junto a la de Stephanie.
–Muy bien, miro en la mía.
–¿Ves algo fuera de lo normal?
Daniel se encogió de hombros. Distaba mucho de ser una
persona ordenada a la hora de hacer maletas, y además ya había
rebuscado en el interior para coger una muda limpia. De pronto,
hizo ver como si se hubiese quedado atónito, y alzó la cabeza
lentamente para mirar a Stephanie.
–¡Dios mío! – exclamó-. ¡Aquí falta algo!
–¿Qué? – Stephanie sujetó el brazo de Daniel con una fuerza
tremenda mientras miraba en el interior de la
maleta.
–¡Alguien se ha llevado mi cápsula de
plutonio!
Stephanie descargó una palmada en el hombro de Daniel, que
respondió levantando los brazos de una manera exagerada, como si
quisiera protegerse de nuevos golpes que nunca
llegaron.
–¡No estoy para bromas! – protestó con voz aguda. Volvió a
mirar su maleta, cogió el cepillo de cabello y lo agitó en el
aire-. ¡Aquí tienes otra prueba! Cuando salimos, este cepillo
estaba encima de mis prendas, y no en el fondo de la maleta. Lo
recuerdo porque pensé si no sería mejor dejarlo en el baño. Te lo
digo: ¡alguien ha estado revisando mi maleta!
–¡De acuerdo! ¡De acuerdo! – dijo Daniel con un tono amable-.
¡Cálmate!
Stephanie buscó en el bolsillo lateral de la maleta y sacó
una bolsa de terciopelo. La abrió para mirar su
contenido.
–Al menos mis joyas están aquí y también el dinero que
guardé. Es bueno saber que no traje nada demasiado
valioso.
–¿Crees que las empleadas tuvieron que mover las maletas? –
sugirió Daniel.
–¿Por qué te cuesta tanto creerme? – se quejó Stephanie, como
si la idea de Daniel fuera algo descabellado. Echó una ojeada a la
habitación, y se fijó en la mesa-. ¡Ha desaparecido mi llave de la
habitación! La dejé encima del escritorio.
–¿Estás segura?
–¿No recuerdas lo que hablamos antes de salir? ¿Si era
necesario que lleváramos dos llaves?
–Vagamente.
Stephanie entró en el baño. Daniel miró en derredor. No
acababa de decidir si valía la pena hacer caso de la paranoia de
Stephanie, a la vista de que aún estaba alterada por la aparición
de aquel intruso en el piso de Cambridge. Sabía que el personal del
hotel como las sirvientas, los encargados de reponer el minibar,
los camareros y los botones entraban y salían de las habitaciones a
todas horas. Quizá alguien había metido la mano en la maleta. Para
algunas personas podía ser una gran tentación.
–Alguien ha mirado también en mi bolsa de cosméticos -gritó
Stephanie desde el baño.
Daniel se acercó a la puerta y se detuvo en el
umbral.
–¿Falta alguna cosa?
–¡No, no falta nada! – respondió Stephanie,
furiosa.
–¡Eh, no te enfades conmigo!
Stephanie se irguió, cerró los ojos, y realizó una
inspiración profunda: Asintió varias veces.
–Tienes razón. Lo siento. No estoy enfadada contigo, solo
decepcionada porque este asunto no te altera tanto como a
mí.
–Si nos hubiesen robado algo, sería
diferente.
Stephanie cerró la tapa de su bolsa de cosméticos. Se acercó
a Daniel para abrazarlo. Él le correspondió.
–Me altera que alguien revise mis pertenencias, sobre todo
después de lo que ocurrió el día anterior a que iniciáramos el
viaje.
–Eso es muy comprensible -admitió Daniel.
–Es curioso que no falte nada, ni siquiera el dinero. Esto
hace que este episodio sea idéntico al de Cambridge, pero que haya
ocurrido aquí lo hace todavía más extraño. Allá al menos podíamos
achacarlo al espionaje industrial, por improbable que fuese. ¿Qué
podrían buscar aquí aparte de las joyas y el
dinero?
–La única cosa que se me ocurre es la muestra de la Sábana
Santa.
Stephanie se apartó un poco para mirarle a la
cara.
–¿Por qué querría alguien llevarse la
muestra?
–Que me maten si lo sé. Es la única cosa que tenemos que es
fuera de lo corriente.
–Yo diría que la única persona enterada de que está en
nuestro poder es quien nos la dio. – Stephanie frunció el entrecejo
como si lo que acababa de decir fuese una preocupación
añadida.
–¡Tranquilízate! No creo que nadie estuviese buscando la
muestra del sudario. Solo pensaba en voz alta. Por cierto, ahora
que la mencionamos, ¿dónde está?
–La tengo en mi bolso -contestó Stephanie.
–¡Búscala! ¡Le echaremos otra mirada! – Daniel consideró que
lo mejor era desviar el tema de un posible
intruso.
Volvieron a la habitación. Stephanie cogió el bolso que
estaba sobre la cama. Sacó la caja de plata y la abrió. Daniel sacó
con mucho cuidado el sobre de celofán y lo sostuvo a la luz que
entraba por las ventanas. Iluminado por detrás, el pequeño
rectángulo de tela se veía con toda claridad, aunque el color era
indeterminado.
–¡Caray! – exclamó Daniel y sacudió la cabeza-. Es del todo
increíble pensar que exista la más pequeña posibilidad de que aquí
esté la sangre de la persona más famosa que haya pisado este mundo,
y eso sin mencionar su vertiente divina.
Stephanie dejó la caja de plata en la mesa y cogió el sobre.
Se acercó a la ventana, y ella también lo sostuvo a la luz. Se
llevó la mano libre a la frente a modo de visera para protegerse
los ojos de los rayos de sol, y observó el contenido del sobre
expuesto a la luz directa. Ahora se apreciaban hasta las fibras
teñidas de un color rojo pardo.
–Parece sangre -comentó-. ¿Sabes una cosa? Tiene que ser que
mi educación católica vuele a aflorar, porque tengo una sensación
muy fuerte de que es la sangre de Jesucristo.
Aunque el padre Michael Maloney no podía ver a Stephanie
D'Agostino, la tenía tan cerca que escuchaba su respiración. Le
aterrorizaba la posibilidad de que los estrepitosos latidos de su
corazón lo delataran o, si no eso, entonces el ruido de las gotas
de sudor que le corrían por el rostro y caían al suelo. La mujer
solo estaba a un palmo de su escondite.
Llevado por la desesperación cuando escuchó que metían la
llave en la cerradura, había corrido a ocultarse detrás de las
cortinas. Había sido un acto reflejo. Visto ahora, esconderse
detrás de las cortinas le parecía un acto indigno, en sí mismo y
por su parte. Como si se tratara de un vulgar ladrón. Tendría que
haberse quedado donde estaba, aceptar que le descubrieran, asumir
toda la responsabilidad de sus acciones. Se reprochó no haber
pensado que la mejor defensa era el ataque, y que en la presente
situación, para justificar sus acciones tendría que haber apelado a
la justa indignación provocada por la verdadera identidad de estas
personas y sus intenciones de someter la muestra del sudario a una
serie de pruebas no autorizadas.
Desafortunadamente, ante el dilema de plantar cara o huir,
había optado por lo segundo; ahora que veía las cosas con mayor
claridad, el hecho de haberse ocultado detrás de las cortinas le
impedía jugar la carta de la indignación. Solo le quedaba rezar con
toda su alma para que no le descubrieran.
En un primer momento se había dado por perdido cuando escuchó
la exclamación de Stephanie al abrir la puerta. Había creído que la
mujer le había visto o como mínimo había visto moverse las
cortinas. Se estremeció de alivio al advertir que el ramo de flores
había sido el motivo de la exclamación.
Después había tenido que soportar el descubrimiento de su
ineptitud a la hora de revisar la maleta de la mujer y el hecho de
que se había apoderado de la llave que estaba en la mesa. Aquel fue
el momento en que su pulso volvió a dispararse después de haberse
moderado un poco tras el susto inicial. Había temido que ella
comenzara a revisar la habitación sin más, cosa que hubiese
significado ser descubierto en el acto. Ni siquiera se atrevía a
imaginar la vergüenza y las consecuencias. Aquello que había
comenzado como una manera de asegurar el futuro de su carrera,
ahora amenazaba con tener el efecto absolutamente
contrario.
–Nuestra opinión referente al sudario no es en absoluto
relevante -manifestó Daniel-. Lo único que importa es lo que crea
Butler.
–No estoy muy segura de compartir tu parecer -replicó
Stephanie-. Pero creo que es un tema que podemos discutir en otra
ocasión.
Michael se quedó petrificado cuando Stephanie rozó las
cortinas. Afortunadamente, eran de una tela muy tupida y pesada, y
aparentemente la mujer no advirtió que también había rozado el
brazo de Michael. Otro torrente de adrenalina se volcó en sus
venas, con la consecuencia de que comenzó a sudar todavía más
copiosamente. Para él, el mido de las gotas que iban cayendo en el
suelo le parecía el de unas piedras cayendo en un bidón metálico.
Nunca hubiera imaginado que podía sudar hasta tal punto, máxime
cuando ni siquiera tenía calor.
–¿Qué haré con la muestra? – preguntó Stephanie mientras se
apartaba de las cortinas.
–Dámela -respondió Daniel desde algún lugar de la
habitación.
Michael se permitió una inspiración más profunda, y se relajó
un poco. Le dolía todo el cuerpo como consecuencia de la fuerza con
la que se había mantenido apretado contra la pared, en un esfuerzo
por reducir el bulto de su cuerpo en las cortinas. Escuchó otros
sonidos que no fue capaz de identificar, junto con lo que supuso el
chasquido de la tapa de la caja de la muestra al
cerrarse.
–Podríamos cambiar de habitación -propuso Daniel-, o incluso
de hotel si quieres.
–¿Qué crees que deberíamos hacer?
–Creo que da lo mismo quedarnos aquí. Hay múltiples llaves
para todas las habitaciones de todos los hoteles. Esta noche,
cuando nos acostemos, nos aseguraremos de echar el
cerrojo.
Michael escuchó el fuerte sonido del pesado
cerrojo.
–Es un cerrojo de padre y señor mío -comentó Daniel-. ¿Tú qué
dices? No quiero que estés nerviosa. No hay ningún
motivo.
Esta vez Michael escuchó cómo sacudían la
puerta.
–Supongo que el cerrojo bastará -dijo Stephanie-. Parece
seguro.
–Con el cerrojo echado, no habrá nadie capaz de entrar sin
que nosotros nos enteremos. Tendrían que utilizar un
ariete.
–Vale. Quedémonos aquí. No es más que una noche, bastante
corta si tenemos en cuenta que has reservado billetes para el vuelo
a Londres que sale a las siete y cinco. Vaya hora. Por cierto,
¿cómo es que volamos vía París?
–No había otra opción. Al parecer, British Airways no tiene
vuelos a Turín. Solo tienen Air France a París o Lufthansa a
Frankfurt. Me pareció mejor no retroceder.
–Pues a mí me parece ridículo que no haya un vuelo directo a
Londres. Me refiero a que Turín es una de las grandes ciudades
industriales de Italia.
–¿Qué quieres que te diga? – Daniel se encogió de hombros-.
¿Qué te parece si te pones los zapatos cómodos y el suéter, y
continuamos el paseo?
Oh, por favor, marchaos, rogó Michael para sus
adentros.
–Ya no me apetece salir -declaró Stephanie, con el
consiguiente desconsuelo para Michael-. ¿Por qué no nos quedamos
aquí hasta la hora de ir a cenar? Son casi las cuatro, y no tardará
en oscurecer. Con lo poco que has dormido esta noche, debes estar
agotado.
–Estoy cansado -admitió Daniel.
–Venga, lo mejor que podemos hacer es meternos en la cama. Te
daré un masaje en la espalda, y ya veremos qué más pasa, según lo
cansado que estés. ¿Qué respondes?
Daniel se echó a reír.
–Nunca he escuchado una idea mejor en toda mi vida. A fuer de
sincero, no me interesaba en absoluto hacer un recorrido turístico.
Lo hacía más que nada por complacerte.
–¡Pues ya no es necesario, príncipe mío!
Michael se encogió mientras escuchaba cómo se desnudaban,
entre risitas y arrumacos. Tenía miedo de que alguno de ellos se
acercara a las cortinas, pero no fue así. Escuchó los sonidos de la
cama cuando se acostaron. Escuchó el ruido de una loción al salir
del frasco e incluso el ruido de la carne al frotar la carne
resbaladiza. Escuchó el ronroneo de placer de Daniel, a medida que
progresaba el masaje.
–Muy bien, ya está -dijo Daniel finalmente-. Ahora te toca a
ti.
Sonaron nuevos crujidos procedentes de la cama cuando la
pareja cambió de posición.
Pasaron los minutos. A Michael comenzaron a dolerle los
músculos, sobre todo los de las piernas. Preocupado por la
posibilidad de tener un calambre, que seguramente le descubriría,
cambió el peso de un pie a otro varias veces y luego contuvo la
respiración por si acaso advertían el movimiento. Afortunadamente
no fue así, pero el dolor volvió al poco rato. Peor que la
incomodidad física era el tormento de escuchar los sonidos de la
intimidad entre un hombre y una mujer, que culminaron con los
rítmicos e inconfundibles sonidos del acto sexual. Michael se vio
forzado por las circunstancias a convertirse en un mirón auditivo,
y a pesar de sus intentos de aislarse con la silenciosa recitación
de trozos de su breviario, la excitación sexual que sintió fue una
burla a sus votos de castidad.
Después de unos cuantos gemidos de placer, en la habitación
reinó el silencio durante unos minutos. Luego se escucharon unos
susurros que Michael no alcanzó a entender, seguidos por risas. Por
fin, para tranquilidad de Michael, la pareja fue al baño. Escuchó
sus voces por encima del ruido de la ducha.
Michael se permitió rotar la cabeza, mover los hombros,
levantar los brazos e incluso caminar sin moverse, durante un par
de minutos. Luego, se convirtió de nuevo en una estatua, al no
saber en qué momento volvería a la habitación alguno de los dos. No
tuvo que esperar mucho para escuchar los ruidos de alguien que
movía las maletas.
Desafortunadamente para Michael, Stephanie y Daniel tardaron
tres cuartos de hora en vestirse, ponerse los abrigos y buscar la
llave de la habitación antes de marcharse a cenar. En un primer
momento, el silencio le resultó ensordecedor, mientras se esforzaba
por escuchar cualquier ruido que pudiera sugerir que regresaban
para coger algún objeto olvidado. Transcurrieron cinco minutos. Por
fin, Michael acercó una mano precavidamente al borde de la cortina
y la apartó poco a poco; vio la habitación en penumbras. La pareja
había dejado encendida la luz del baño, y había un trozo iluminado
junto a la cama.
Michael miró la puerta que daba al pasillo e intentó calcular
cuánto tardaría en cruzar la habitación, abrirla, salir al pasillo
y cerrarla. No podía tardar mucho, pero le ponía nervioso verse
expuesto antes de alejarse todo lo posible de la habitación 408. Si
lo pillaban en este momento sería mucho más problemático salir bien
librado que cuando vinieron la vez anterior.
Mientras intentaba reunir el coraje para abandonar la
relativa seguridad de las cortinas, su mirada recorría la
habitación. El brillo de un objeto metálico junto al ramo de flores
en la cómoda le llamó la atención. Parpadeó mientras en su rostro
aparecía una expresión de incredulidad.
–¡Alabado sea Dios! – susurró. Era la caja de
plata.
Maravillado ante este inesperado golpe de suerte, Michael
inspiró profundamente y salió de su escondite. Vaciló durante un
momento, atento a cualquier sonido antes de correr hasta la cómoda.
Cogió la caja, se la metió en el bolsillo y continuó la carrera
hasta la puerta. Para su alivio, no vio a nadie en el pasillo. Se
alejó rápidamente de la habitación 408 con miedo de mirar atrás y
aterrorizado ante la posibilidad de que alguien le saliera al paso.
Hasta que llegó a los ascensores no se permitió mirar hacia atrás.
El pasillo continuaba desierto.
Unos pocos minutos más tarde, Michael pasó por la puerta
giratoria y salió a la oscuridad del anochecer. Nunca la sensación
del viento frío de un anochecer de mediados de invierno en su
rostro arrebolado le había parecido tan deliciosa. Se alejó
rápidamente, cada paso más alegre y decidido que el anterior. Con
la mano derecha, que aferraba la caja de plata como un recordatorio
de lo que había sido capaz de conseguir, en el bolsillo de la
chaqueta, experimentó una sensación muy parecida a la euforia de la
absolución que sentía de vez en cuando después de una visita
especialmente difícil al confesionario. Era como si la agotadora
prueba y las tribulaciones sufridas para recuperar la muestra de
sangre del Salvador hubiese hecho la experiencia mucho más
intensa.
Cogió un taxi en la parada junto al hotel y le dijo al
taxista que lo llevara a la cancillería de la archidiócesis. Se
reclinó en el asiento y procuró relajarse. Consultó su reloj. Eran
casi las seis y media. ¡Había estado oculto detrás de las cortinas
durante más de dos horas! Pero había sido una pesadilla con un
final feliz, como atestiguaba la caja de metal que llevaba en el
bolsillo.
Cerró los ojos y se preguntó cuál sería el mejor momento para
llamar al cardenal James O'Rourke para explicar el desgraciado
problema referente a las identidades de los supuestos correos, y la
solución que había dado al tema. Ahora que estaba sano y salvo,
sonrió al recordar las cosas que había soportado. Permanecer oculto
detrás de las cortinas mientras la pareja practicaba el sexo era
algo tan descabellado como para parecer increíble. Deseaba poder
contárselo al cardenal, pero sabía que era imposible. La única
persona a la que acabaría diciéndoselo sería su confesor, e incluso
eso no sería nada fácil.
Como conocía la agenda del cardenal, se dijo que lo mejor
sería esperar a las diez y media de la noche, hora italiana, para
hacer la llamada. Durante la hora previa a la cena resultaba más
fácil ponerse en contacto con el cardenal. Para Michael lo más
grato de la llamada sería dar a entender más que decirle al
cardenal que había sido él quien gracias a su ingenio y sin la
ayuda de nadie, había evitado lo que podía haber sido algo muy
embarazoso para la Iglesia en general y el cardenal en
particular.
Cuando el taxi se detuvo delante de la cancillería, Michael
había recuperado casi del todo la normalidad. Aunque aún tenía el
pulso un tanto acelerado, ya no sudaba, y su respiración era del
todo regular. La única molestia era que tenía la camisa y la ropa
interior húmedas del sudor, y le producía sensación de
frío.
En cuanto entró en el edificio, fue a ver a Valerio
Garibaldi, su amigo de sus tiempos de estudiante en el colegio
norteamericano en Roma, pero le informaron de que su amigo había
salido para asistir a un acto oficial. Michael decidió ir al
despacho de Luigi Mansoni. Llamó a la puerta abierta, y el prelado,
que hablaba por teléfono, lo invitó a pasar con un ademán y le
señaló una silla. Se dio prisa por acabar la llamada, y dirigió
toda su atención a Michael. Pasó del italiano al inglés para
preguntar qué tal había ido el asunto. La intensidad de su mirada
parecía demostrar un muy profundo interés.
–Muy bien, dada la situación -respondió Michael
indirectamente.
–¿Dada qué situación?
–La que he tenido que pasar. – Con una expresión triunfal,
metió la mano el bolsillo y sacó la caja de plata. La colocó con
mucho cuidado en la mesa de Luigi antes de empujarla hacia el
monseñor. Luego se apoyó en el respaldo de la silla sin disimular
la sonrisa de complacencia en su rostro delgado.
Luigi enarcó las cejas. Tendió la mano, levantó
cuidadosamente la caja y la sostuvo entre las
palmas.
–Me sorprende que aceptaran devolverla. Parecían dos personas
muy apasionadas.
–Su valoración es mucho más acertada de lo que imagina
-replicó Michael-. Sin embargo, todavía no saben que han devuelto
la muestra a la Iglesia. A fuer de sincero, ni siquiera hablé con
ellos del tema.
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro hinchado de
Luigi.
–Creo que quizá no deba preguntar cómo la
consiguió.
–No debe hacerlo.
–Muy bien, en ese caso, será así como procederemos. Por mi
parte, me limitaré sencillamente a devolverle la muestra al
profesor Ballasari, y nos olvidaremos de todo este asunto. – Luigi
accionó el cierre y levantó la tapa. Dio un respingo cuando
descubrió que estaba vacía. Después de mirar rápida y
alternativamente a Michael y a la caja, declaró-: Estoy
desconcertado. ¡La muestra no está aquí!
–¡No! ¡No me diga eso! – Michael tuvo que hacer un esfuerzo
para no levantarse de un salto.
–Pues tengo que decírselo -respondió Luigi. Volvió la caja
vacía para que Michael lo comprobara.
–¡Oh, no! – gritó Michael. Se llevó las manos a la cabeza y
después se tumbó hacia adelante hasta apoyar los codos en las
rodillas-. ¡No me lo puedo creer!
–Han tenido que sacar la muestra.
–Es evidente -admitió Michael, con voz ahogada. Parecía muy
abatido.
–Parece usted muy preocupado.
–Más de lo que se imagina.
–Desde luego, no está todo perdido. Quizá ahora podrá abordar
a los norteamericanos directamente y reclamarles que le devuelvan
la muestra.
Michael se frotó la cara. Inspiró profundamente y miró a
Luigi.
–No creo que esa sea una opción, y menos después de lo que
hice para recuperar una caja vacía. Incluso si lo hiciera, la
valoración de su carácter posiblemente sea correcta. Se negarían.
Tengo la sensación de que están comprometidos con un proyecto
específico para la muestra.
–¿Sabe cuándo se marchan?
–Mañana por la mañana a las siete y cinco, en un vuelo de Air
France. Viajan a Londres vía París.
–Bueno, hay otra opción -comentó Luigi, que entrecruzó los
dedos e hizo presión-. Hay una manera segura de recuperar la
muestra. Da la casualidad de que estoy emparentado por el lado de
la familia de mi madre con un caballero llamado Carlo Ricciardi. Es
un primo hermano. También es el superintendente de Arqueología del
Piamonte, cargo que significa que es el director regional del NPPA,
siglas del Nucleo Protezione Patrimonio Artístico e
Archeologico.
–Nunca lo he escuchado mencionar.
–No tiene nada de particular, dado que la mayor parte de sus
actividades se realizan en secreto, pero se trata de un cuerpo
especial de los carabinieri encargado de la
seguridad del vasto tesoro monumental y artístico italiano, en el
que se incluye el sudario de Turín, aunque la Santa Sede sea su
legítimo propietario. Si llamara a Carlo, él no tendría ningún
inconveniente en recuperar la muestra.
–¿Qué le diría? Me refiero a que usted le dio la muestra a
los norteamericanos; no es como si ellos la hubiesen robado. De
hecho, dado que usted la entregó en un lugar público, cualquier
abogado italiano emprendedor probablemente encontraría algún
testigo.
–No sugeriría que hubiesen robado la muestra. Solo diría que
la muestra fue obtenida con falsos pretextos, que aparentemente es
el caso. Pero por encima de todo, recalcaría que no se dio ninguna
autorización para que la muestra fuese sacada de Italia. Incluso
añadiría que sacar la muestra de Italia había sido estrictamente
prohibido, y así y todo, de acuerdo con las informaciones en mi
poder los norteamericanos se disponen a hacerlo mañana por la
mañana.
–¿Esta policía arqueológica tendría autoridad para
confiscarla?
–¡Por supuesto! Son un departamento muy poderoso e
independiente. Para ponerle un ejemplo, hace unos años su entonces
presidente Reagan preguntó al entonces presidente italiano si los
bronces que habían sido rescatados del mar frente a las costas de
Reggio Calabria podían ser llevados a Los Ángeles como un símbolo
de los Juegos Olímpicos. El presidente italiano accedió, pero el
superintendente de arqueología de la región dijo que no, y las
estatuas permanecieron en Italia.
–De acuerdo. Estoy impresionado -manifestó Michael-. ¿Dicho
departamento tiene su propio cuerpo uniformado?
–Tienen sus propios ispettori que van
de paisano, pero en muchos procedimientos utilizan a agentes
uniformados de los carabinieri o de la
Guardia di Finanza. En el aeropuerto es posible que sean los
agentes de la Guardia di Finanza, aunque si actúan a las órdenes
directas de Carlo, puede contar que también participarán los
carabinieri.
–Si hace la llamada, ¿qué le pasará a los
norteamericanos?
–Mañana por la mañana, cuando vayan a recoger las tarjetas de
embarque para su vuelo internacional, los detendrán, los llevarán a
la cárcel, y a su debido momento los juzgarán. En Italia, este tipo
de cargos son considerados delitos graves. Sin embargo, no los
juzgarán inmediatamente. Los trámites judiciales son muy lentos y
complicados. En cambio, nos devolverán la muestra inmediatamente, y
el problema quedará resuelto.
–¡Haga la llamada! – dijo Michael sencillamente. Estaba
desilusionado, aunque aún no estaba todo perdido. Era obvio que no
podría atribuirse el mérito de haber recuperado la muestra él solo.
Por otro lado, aún podía asegurarse de que el cardenal se enterara
de que él había sido el elemento fundamental en su
rescate.
Un eructo se abrió paso desde el estómago de Daniel para
emerger entre sus carrillos hinchados. Se llevó una mano a la cara
en un pobre intento por ocultar una sonrisa
traviesa.
Stephanie le dirigió lo que ella consideraba su mirada más
despreciativa. Nunca le había resultado divertido cuando él daba
salida a su lado juvenil más vulgar. Daniel se echó a
reír.
–Eh, relájate. Hemos disfrutado de una cena excelente y nos
hemos bebido una botella de Barolo. ¡No lo
estropeemos!
–Me relajaré después de que compruebe que no hay nadie en
nuestra habitación -replicó Stephanie-. Creo que tengo todo el
derecho a estar inquieta después de que alguien metiera mano en mis
pertenencias.
Daniel abrió la puerta. Stephanie cruzó el umbral y echó una
ojeada. Daniel se dispuso a pasar, y ella extendió el brazo para
impedírselo.
–Tengo que usar el baño -protestó Daniel.
–¡Hemos tenido visita!
–¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?
Stephanie le señaló la cómoda.
–Ha desaparecido la caja de plata.
–Es cierto, no está. Supongo que has tenido razón desde el
primer momento.
–Por supuesto que tenía razón. – Stephanie se acercó y apoyó
una mano en la cómoda donde había estado la caja, como si no
creyera en su desaparición-. Claro que tú también. Querían
apoderarse de la muestra del sudario.
–Te felicito por tu brillante idea de coger la muestra y
dejar la caja.
–Muchas gracias. Pero antes vamos a asegurarnos de que no se
llevaron la caja solo porque la consideraron valiosa. – Se acercó a
la maleta, y miró de nuevo en su joyero. Todo estaba allí, incluido
el dinero.
Daniel hizo lo mismo. Nadie se había llevado las joyas ni el
dinero en efectivo, ni los cheques de viaje. Cerró la
maleta.
–¿Qué quieres hacer?
–Marcharme de Italia. Nunca creí que podría desear tal cosa.
– Stephanie se desplomó en la cama, con el abrigo puesto, y miró el
gran candelabro multicolor.
–Hablo de esta noche.
–¿Te refieres a si cambiamos de habitación o de
hotel?
–Eso.
–Creo que es mejor quedarnos aquí y echar el
cerrojo.
–Esperaba que lo dijeras -afirmó Daniel mientras se quitaba
el pantalón. Lo sostuvo por los bajos para que no perdieran la
raya-. No veo la hora de meterme en la cama -añadió, mientras
miraba a Stephanie tendida boca arriba. Luego fue al armario y
colgó el pantalón. Se sujetó del marco para quitarse los
mocasines.
–Sería un esfuerzo inútil moverse, y estoy reventada -declaró
Stephanie. Le costó ponerse de pie y quitarse el abrigo-. Además,
no tengo ninguna seguridad de que la persona que nos ha robado no
pueda encontrarnos allí donde vayamos. Propongo no salir de esta
habitación hasta la hora de abandonar el hotel. – Pasó junto a
Daniel y colgó el abrigo.
–Por mí, de acuerdo -dijo Daniel. Comenzó a desabrocharse la
camisa-. Por la mañana, podríamos incluso saltarnos el desayuno en
el hotel. Podríamos comer algo en cualquiera de los bares del
aeropuerto. Todos parecen servir pastas de toda clase. El
recepcionista dijo que tendríamos que estar allí alrededor de las
seis, y eso significa que tendremos que madrugar muchísimo, incluso
si no hacemos un alto para comer.
–Una idea excelente -afirmó Stephanie-. No tengo palabras
para explicar cuánto deseo llegar al aeropuerto, coger la tarjeta
de embarque y subir al avión.
A pesar de la solidez del cerrojo, Stephanie durmió mal. Cada
ruido dentro y fuera del hotel le había causado una leve reacción
de pánico, y los ruidos habían sido considerables. En una ocasión,
unos minutos después de la medianoche, cuando los huéspedes habían
entrado en la habitación vecina, Stephanie se había sentado en la
cama, dispuesta a defenderse, convencida de que alguien intentaba
entrar en el cuarto. Se había sentado con tanta brusquedad que
había destapado a Daniel, cuya reacción fue coger la manta para
volver a taparse, con una exclamación de enfado.
Stephanie se quedó dormida pasadas las dos. Pero fue un sueño
intranquilo, y se alegró cuando Daniel la sacudió suavemente para
despertarla después de lo que a ella le parecieron unos quince
minutos.
–¿Qué hora es? – preguntó con voz somnolienta, mientras se
levantaba apoyada en un codo.
–Son las cinco de la mañana. ¡Venga, a ver esos ánimos!
Tenemos que coger un taxi dentro de media hora.
«Venga, a ver esos ánimos» había sido la frase que su madre
empleaba para despertarla cuando Stephanie era una adolescente, y
como siempre había sido una dormilona de cuidado que detestaba que
la despertaran, la frase siempre la había irritado. Daniel conocía
la historia y utilizaba la frase con toda la intención de
provocarla, cosa que, por supuesto, era la mejor manera de
despertarla.
–Ya estoy despierta -protestó, enfadada, cuando él la volvió
a sacudir. Miró a su torturador, pero él se limitó a sonreír antes
de desordenarle los cabellos con la palma de la mano. Este gesto
era otra de las cosas que irritaban a Stephanie, incluso cuando los
tenía desordenados, como ciertamente era el caso en estos momentos;
lo consideraba denigrante, y se lo había dicho a Daniel en varias
ocasiones. La hacía sentirse como si él la considerara una niña o,
todavía peor, una mascota.
Stephanie miró a Daniel que iba al baño. Se incorporó, y
entornó los párpados ante la intensidad de la luz. El candelabro de
cristales multicolores resplandecía como un sol. En el exterior,
todavía era noche cerrada. Bostezó. Tenía la sensación de que la
única cosa que deseaba hacer en este mundo era seguir durmiendo.
Pero entonces comenzaron a borrarse los vestigios del sueño, y con
la mente más despejada pensó en lo mucho que deseaba subir al avión
con la muestra del sudario y abandonar Italia.
–¿Te has levantado? – gritó Daniel desde el
baño.
–¡Estoy levantada! – gritó a su vez. No le importaba
remolonear en la cama, y mucho menos después de lo despiadado que
había sido él a la hora de despertarla. Se desperezó, bostezó, y se
sentó en la cama. Luego de librarse de una sensación muy próxima a
la náusea, se levantó.
La ducha obró maravillas. A pesar de que Daniel había hecho
lo posible para demostrar lo contrario, él tampoco estaba muy
animoso al despertarse y le había costado lo suyo levantarse cuando
sonó el despertador. Sin embargo, cuando ambos salieron del baño,
se encontraban muy animados y ansiosos por llegar al aeropuerto. Se
vistieron y acabaron de hacer las maletas en cuestión de minutos. A
las cinco y cuarto, Daniel llamó a la recepción para que les
buscaran un taxi y enviaran a alguien a recoger las
maletas.
–Se me hace difícil creer que estaremos en Nassau a última
hora de la tarde -comentó Daniel, mientras cerraba la maleta. El
itinerario del día era volar a Londres vía París en un avión de Air
France, enlazar con British Airways, y desde Londres volar
directamente a la isla de New Providence en las
Bahamas.
–A mí me resulta difícil hacerme a la idea de que pasaremos
del invierno al verano en un mismo día. Siento como si hiciera
siglos que no me pongo un pantalón corto y un top.
Apareció el botones que se encargó de bajar las maletas al
vestíbulo con la orden de cargarlas en el taxi. Daniel permaneció
en el umbral de la puerta del baño mientras Stephanie acababa de
secarse el cabello.
–Creo que deberíamos comunicar en la recepción que alguien se
coló en nuestro cuarto -dijo Stephanie, en voz muy alta para
hacerse escuchar por encima del ruido del secador.
–¿De qué serviría?
–Supongo que de muy poco, pero aun así tendrían que
saberlo.
–Creo que sería una pérdida de tiempo, y no vamos muy
sobrados de tiempo -respondió Daniel después de consultar su
reloj-. Son casi las cinco y media. Tenemos que ponernos en
marcha.
–¿Por qué no bajas y pagas? – sugirió Stephanie-. No tardaré
ni dos minutos.
–Nassau, allá vamos -dijo Daniel mientras
salía.
El incesante campanilleo del teléfono arrancó a Michael
Maloney de las profundidades del sueño. Descolgó antes de estar
despierto del todo. Se trataba del padre Peter Fleck, el otro
secretario privado del cardenal O'Rourke.
–¿Está despierto? – preguntó Peter-. Lamento llamarlo a esta
hora.
–¿Qué hora es? – replicó Michael. Buscó el interruptor de la
lámpara, y luego intentó ver qué hora era en su
reloj.
–Son las doce menos veinte de la noche aquí en Nueva York.
¿Qué hora es en Italia?
–Son las seis menos veinticinco de la
mañana.
–Lo lamento, pero usted me dijo cuando llamó esta tarde que
necesitaba hablar con el cardenal cuanto antes y Su Eminencia acaba
de regresar en este mismo momento. Ahora se pone.
Michael se frotó la cara y se dio unas palmaditas en las
mejillas para acabar de despertarse. Al cabo de unos segundos, la
suave voz del cardenal James O'Rourke sonó en su oído. El prelado
se disculpó por llamarlo a una hora tan intempestiva y le explicó
que se había visto forzado a quedarse con el gobernador en un acto
público que se había iniciado a última hora de la
tarde.
–Siento mucho tener que añadir otra a sus preocupaciones
-manifestó Michael con una cierta inquietud. No se dejaba engañar
por la actitud humilde de un hombre muy poderoso. Sabía que detrás
de la aparente benevolencia había un ser despiadado, sobre todo con
cualquier subordinado lo bastante estúpido o desafortunado como
para provocarle algún disgusto. Al mismo tiempo, con aquellos que
le complacían, podía mostrarse extraordinariamente
generoso.
–¿Está dando a entender que se ha producido algún problema en
Turín? – preguntó el cardenal.
–Desafortunadamente, así es -respondió Michael-. Las dos
personas enviadas por el senador Butler para recoger la muestra del
sudario son ambas científicos biomoleculares.
–Comprendo -manifestó James.
–Se trata del doctor Daniel Lowell y la doctora Stephanie
D'Agostino.
–Comprendo -repitió James.
–De acuerdo con sus instrucciones -prosiguió Michael-, sabía
que le preocuparía este imprevisto dadas sus relaciones con una
prueba no autorizada. La buena noticia es que con la rápida y
valiosa colaboración de monseñor Mansoni, he conseguido disponerlo
todo para que la muestra sea recuperada en cuestión de
horas.
–Oh -dijo James sencillamente. Hubo una pausa incómoda. En lo
que concernía a Michael, no era la respuesta que esperaba. En este
momento de la conversación, contaba con una reacción muy positiva
por parte del cardenal.
–Es obvio que la meta es evitar que se cometan nuevas
indignidades científicas con el sudario -añadió Michael
rápidamente. Notó como si una mano helada le recorriera la espalda.
Su intuición le avisaba de que estaba a punto de producirse un giro
inesperado.
–¿Los doctores Lowell y D'Agostino han aceptado
voluntariamente devolver la muestra?
–No exactamente -admitió Michael-. La muestra será confiscada
por las autoridades italianas cuando se presenten en la mesa de
embarque del aeropuerto para tomar el vuelo a
París.
–¿Qué le pasará a los científicos?
–Creo que los detendrán.
–¿Es verdad que, como dijo el senador Butler, no se tocó el
sudario para conseguir esta muestra?
–Es verdad. La muestra es un pequeño trozo de una tira que
cortaron del sudario hace unos cuantos años.
–¿Se la entregaron a los científicos en la más estricta
confidencialidad, sin ningún documento oficial?
–Así se hizo. Comuniqué que ese era su deseo. – Michael
comenzó a sudar, no tan copiosamente como lo había hecho mientras
estaba escondido detrás de las cortinas en la habitación del hotel
la tarde anterior, pero como consecuencia del mismo estímulo: el
miedo. Notaba un dolor en la boca del estómago y la tensión en los
músculos. El tono de las preguntas del cardenal tenía un filo
apenas perceptible que la mayoría de las personas pasarían por
alto, pero que Michael identificó en el acto. Sabía que la cólera
de Su Eminencia crecía por momentos.
–¡Padre Maloney! Para su conocimiento, el senador ya ha
presentado la legislación prometida para limitar las
indemnizaciones que han de pagar las instituciones de beneficencia
y ahora cree que su respaldo tendrá muchas más posibilidades de ser
aprobada que cuando propuso la idea el viernes. No es necesario que
le explique el valor que tiene dicha legislación para la Iglesia.
En cuanto a lo que se refiere a la muestra del sudario, sin una
documentación oficial, incluso si se realizaran algunas pruebas no
autorizadas, los resultados carecerían de todo valor y bastaría con
rechazarlos.
–Lo siento -balbuceó Michael dócilmente-. Creía que Su
Eminencia deseaba recuperar la muestra.
–Padre Maloney, sus instrucciones eran claras. No se le envió
a Turín para que pensara. Fue allí para descubrir quién recibía la
muestra y seguirlo si era necesario para ver quién era el
destinatario final. No debía intervenir para que se recuperara la
muestra con la consecuencia de poner en peligro un proceso
legislativo extremadamente importante.
–No sé qué decir -tartamudeó Michael.
–No diga nada. En cambio, le recomiendo que invierta lo que
ha puesto en movimiento si no es ya un hecho consumado; eso, por
supuesto, si no es que el objetivo inmediato de su carrera es ser
destinado a alguna pequeña parroquia de las montañas Catskill. No
quiero que confisquen la muestra del sudario ni quiero que arresten
a los científicos norteamericanos, que es un término más acertado
que el eufemismo que utilizó. Por encima de todo, no quiero que el
senador Butler me llame para decirme que ha retirado su proyecto de
ley, cosa que seguramente hará si ocurre lo que me ha dicho. ¿Está
claro, padre?
–Absolutamente claro -consiguió decir Michael. Escuchó un
zumbido en el teléfono. El cardenal había colgado sin
más.
Michael tragó con cierta dificultad mientras colgaba el
teléfono. Ser trasladado a una pequeña parroquia en el norte del
estado de Nueva York era el equivalente eclesiástico de ser enviado
a Siberia.
Sin perder ni un segundo, volvió a coger el teléfono. El
avión de los científicos norteamericanos no despegaba hasta las
siete y cinco. Eso significaba que aún tenía una posibilidad de
evitar el hundimiento de su carrera. Primero, llamó al Grand
Belvedere, donde le dijeron que la pareja ya se había marchado. A
continuación, intentó llamar a monseñor Mansoni, pero el prelado ya
había salido de su residencia media hora antes para dirigirse al
aeropuerto donde debía atender un asunto relacionado con la
Iglesia.
Acicateado por estas informaciones, Michael se vistió con las
prendas que tenía en una silla junto a la cama. Sin afeitarse,
ducharse, o incluso utilizar el lavabo, salió corriendo de su
habitación. Demasiado alterado para esperar el ascensor, bajó las
escaleras de dos en dos. En cuestión de minutos y sin aliento,
llegó al aparcamiento, sacó las llaves de su coche alquilado y
subió al Fiat. Arrancó, salió de la plaza marcha atrás y abandonó
el aparcamiento a toda velocidad.
Mientras conducía, consultó su reloj. Calculó que llegaría al
aeropuerto muy poco después de las seis. El problema más grave era
que no sabía qué haría cuando estuviese allí.
–¿Vas a darle una buena propina? – preguntó Stephanie con un
tono provocador, cuando el taxi comenzó a subir la rampa que
llevaba a la terminal de vuelos internacionales. La fobia de Daniel
a los taxis comenzaba a agotarle la paciencia, aunque el conductor
había hecho caso omiso de las repetidas peticiones de Daniel para
que aminorara la velocidad. Cada vez que Daniel había dicho algo,
el hombre se había limitado a encogerse de hombros y a responder:
«¡No inglés!». Por otro lado, tampoco había circulado más aprisa
que los demás coches de la autopista.
–¡Tendrá suerte si le pago la carrera! – replicó
Daniel.
El taxi se detuvo entre otros muchos taxis y coches que
descargaban a sus pasajeros. A diferencia del centro de la ciudad,
el aeropuerto funcionaba a pleno rendimiento. Stephanie y Daniel se
apearon junto con el taxista. Entre los tres, sacaron las maletas
encajadas en el pequeño maletero, y las apilaron en la acera.
Daniel le pagó al taxista sin disimular su
disgusto.
–¿Cómo hacemos para mover todo esto? – preguntó Stephanie.
Tenían más maletas de las que podían cargar sin grandes
dificultades. Miró en derredor.
–No me atrae la idea de dejar nada sin vigilancia -manifestó
Daniel.
–A mí tampoco. ¿Qué te parece si uno va a buscar un carrito
mientras el otro hace guardia?
–Me parece bien. ¿Qué prefieres?
–Dado que tú tienes los billetes y los pasaportes, podrías ir
preparándolos mientras busco un carrito.
Stephanie se abrió paso entre la muchedumbre, atenta a
cualquier carrito disponible, pero todos estaban en uso. Tuvo mejor
suerte en el interior de la terminal, sobre todo más allá de los
mostradores de embarque y antes de la zona de seguridad. Los
viajeros que tenían que pasar por los controles dejaban los
carritos. Stephanie se hizo con uno y emprendió el camino de
regreso. Encontró a Daniel sentado en la maleta más grande; era la
viva imagen de la impaciencia.
–Has tardado lo tuyo -protestó.
–Lo siento. Hice todo lo posible. El lugar está repleto.
Seguramente hay unos cuantos vuelos que salen más o menos a la
misma hora.
Cargaron todas las maletas en el carrito excepto las bolsas
con los ordenadores, en una pila un tanto precaria. Las bolsas con
los ordenadores se las colgaron al hombro. Mientras Daniel
empujaba, Stephanie caminaba a un lado con una mano sobre la pila
de maletas para impedir que bambolearan.
–He visto a muchos policías rondando por todas partes
-comentó Stephanie, cuando entraron en la terminal-. Más de lo
habitual. Por supuesto, los carabinieri
destacan mucho con esos uniformes.
Se detuvieron a unos seis metros más allá de la puerta. La
multitud pasaba a su lado como un río. Inmóviles como estaban,
acabaron por provocar una pequeña catarata humana.
–¿Adónde tenemos que ir? – preguntó Daniel. Varias personas
lo empujaron-. No veo ningún cartel de Air France.
–Los vuelos aparecen en las pantallas junto a cada mostrador
de embarque -le explicó Stephanie-. ¡Espera aquí! Buscaré el
mostrador.
Stephanie solo tardó unos minutos en dar con el mostrador.
Cuando volvió para buscar a Daniel, encontró que él se había
apartado para no molestar a la riada que entraban por la puerta. Le
indicó la dirección que debían seguir y se pusieron en
marcha.
–Yo también he visto a la policía -dijo Daniel-. Pasaron una
media docena mientras tú no estabas. Van armados con
metralletas.
–Hay un grupo detrás del mostrador donde tenemos que recoger
las tarjetas de embarque -le informó Stephanie.
Se unieron a la larga cola que esperaba en el mostrador de
embarque para el vuelo a París. Pasaron cinco minutos antes de que
la cola se moviera.
–¿Qué demonios están haciendo en el mostrador? – protestó
Daniel. Se puso de puntillas para ver cuál era el motivo del
retraso-. No sé por qué tardan tanto. Me pregunto si la policía no
estará retrasando el embarque.
–Mientras no nos quedemos atascados en el control de
seguridad, todo irá bien. – Stephanie consultó su reloj. Eran las
seis y veinte.
–Como este mostrador es solo para este vuelo, estamos todos
en el mismo barco -dijo Daniel, con la mirada puesta en el inicio
de la cola.
–No se me había ocurrido. Tienes toda la
razón.
–¡Vaya por Dios! – exclamó Daniel.
–¿Qué pasa? – La exclamación de Daniel y el cambio de tono
hicieron consciente a Stephanie de lo tensa que estaba. Intentó
mirar hacia donde miraba su pareja, pero no podía ver por encima de
las personas que tenían delante.
–Monseñor Mansoni, el sacerdote que nos dio la muestra de la
Sábana Santa, está con la policía detrás del mostrador de
embarque.
–¿Estás seguro? – preguntó Stephanie. No parecía lógico
suponer que se tratara de una coincidencia. Intentó de nuevo ver el
mostrador sin conseguirlo.
Daniel se encogió de hombros. Volvió a mirar el mostrador
antes de responder.
–Desde luego parece él. No creo que haya muchos otros
sacerdotes que sean tan obesos como él.
–¿Crees que esto tiene alguna relación con
nosotros?
–No sé qué decirte, aunque si sumamos su presencia al hecho
de que alguien intentó llevarse la muestra del sudario de la
habitación del hotel, no puedo menos que sentirme
inquieto.
–Esto no me gusta -afirmó Stephanie-. No me gusta ni un
pelo.
La cola avanzó. Daniel titubeó, sin saber qué hacer hasta que
el hombre que tenía detrás lo empujó, impaciente. Daniel empujó el
carrito aunque con la precaución de mantenerse detrás para que le
ocultara. Había cuatro grupos entre ellos y el inicio de la cola.
Stephanie se movió hacia un lado para espiar el mostrador. Volvió
inmediatamente junto a Daniel.
–No hay duda de que es monseñor Mansoni -confirmó. La pareja
intercambió una mirada.
–¿Qué demonios podemos hacer? – preguntó
Daniel.
–No lo sé. Es la policía la que me preocupa, no el
sacerdote.
–Naturalmente -replicó Daniel, furioso.
–¿Dónde está la muestra del sudario?
–Te lo dije antes. En la bolsa del
ordenador.
–Eh, no me grites.
La cola avanzó. Con el hombre que tenían detrás dispuesto a
arrollarlos, Daniel se sintió obligado a empujar el carrito.
Acercarse al mostrador aumentó la ansiedad de
ambos.
–Quizá esto solo sea un caso de imaginaciones hiperactivas
-comentó Stephanie con un tono ilusionado.
–Es una coincidencia demasiado grande para explicarla como
pura paranoia -señaló Daniel-. Si fuese solo el sacerdote o la
policía sería una cosa, pero que estén los dos en el mismo
mostrador, es otra cosa muy distinta. El problema es que tendremos
que tomar una decisión ahora mismo. Me refiero a que no hacer nada
es una decisión, porque en un par de minutos estaremos en el
mostrador y lo que deba pasar pasará.
–¿Qué podemos hacer en este momento? Estamos encajonados en
medio de una multitud y cargados con un montón de maletas. En el
peor de los casos, les podemos dar la muestra si es eso lo que
quieren.
–No habría tantos policías de uniforme si solo quisieran
confiscar la muestra.
–Perdón -dijo una voz entrecortada detrás de ellos, en un
impecable inglés norteamericano.
Tensos como estaban, Stephanie y Daniel volvieron las cabezas
al unísono para enfrentarse a un clérigo muy agitado que los miraba
con una expresión desesperada. El pecho del hombre se movía
rápidamente, como si hubiese estado corriendo, y las gotas de sudor
perlaban su frente. Para añadir todavía mayor desaliño a su
aspecto, se le veía barbudo y despeinado, algo que resaltaba al
compararlo con su impecable atuendo. Al parecer, se había abierto
paso sin muchas contemplaciones, a la vista de las expresiones de
enfado de los pasajeros que hacían cola.
–¡Doctor Lowell y doctora D'Agostino! – añadió el sacerdote-.
¡Es imperativo que hable con ustedes!
-Scusi! -dijo el hombre que los
seguía, cada vez más enojado. Le hizo un gesto a Daniel para que se
moviera. La cola había avanzado, y Daniel también debía
hacerlo.
Le hizo un gesto al hombre para que pasara, cosa que hizo sin
demora.
Michael espió por encima del carrito con el equipaje de la
pareja. Se agachó inmediatamente al ver al monseñor y a la policía,
y se apretujó contra Daniel.
–Solo disponemos de unos segundos -susurró-. ¡No pueden pedir
las tarjetas de embarque para volar a París!
–¿Cómo es que sabe nuestros nombres? – preguntó
Daniel.
–No tenemos tiempo para explicaciones.
–¿Quién es usted? – inquirió Stephanie. El hombre le
resultaba conocido, pero no conseguía
identificarlo.
–No importa quién soy. Lo importante es que están a punto de
ser detenidos, y que les confiscarán la muestra de la Sábana
Santa.
–Ahora le recuerdo -exclamó Stephanie-. Estaba en el café
cuando nos entregaron la muestra.
–¡Por favor! – suplicó Michael-. Tienen que salir de aquí.
Tengo un coche. Los sacaré de Italia.
–¿En coche? – dijo Daniel, como si la idea le pareciera
ridícula.
–Es la única manera. Los aviones, los trenes… vigilarán todos
los medios de transporte público, pero especialmente los aviones y
en particular este vuelo a París. Hablo muy en serio; están a punto
de ser detenidos y encarcelados. ¡Créanme!
Daniel y Stephanie intercambiaron una mirada. Ambos estaban
pensando lo mismo: la súbita llegada y la advertencia de este
sacerdote desesperado era algo inaudito, pero que confirmaba del
todo lo que unos segundos antes había sido una mera aunque temible
suposición. No iban a embarcar en el vuelo a París. Daniel empujó
el carrito para darle la vuelta. Michael se lo
impidió.
–No hay tiempo para ocuparse del equipaje.
–¿De qué está hablando? – protestó Daniel.
Michael asomó la cabeza fuera de la cola para echar una
ojeada al mostrador que estaba a unos seis metros de distancia.
Inmediatamente, ocultó la cabeza como si fuese una tortuga, alzando
los hombros.
–¡Maldición! Ahora me han visto, y eso significa que estamos
a un paso del desastre. A menos que les entusiasme la idea de pasar
una temporada en la cárcel, tenemos que correr. ¡Habrán de
abandonar casi todo el equipaje! Tienen que tomar una decisión
sobre lo que es más importante: la libertad o el
equipaje.
–Ahí está toda mi ropa de verano -se quejó Stephanie,
espantada ante la idea de perder las maletas.
-Signore! -dijo el hombre detrás de
Daniel, con evidente irritación, al tiempo que gesticulaba para que
Daniel se moviera-. Va! Va
vía!
Varios más se sumaron a la protesta. La cola había avanzado,
y al no moverse, Daniel y Stephanie estaban montando una
escena.
–¿Dónde está la muestra? – preguntó Michael-. ¿Los
pasaportes?
–Está todo en mi bolso -respondió Daniel.
–¡Bien! ¡Quédense con los bolsos, y dejen todo lo demás! Ya
me ocuparé de llamar al consulado norteamericano para que rescaten
sus pertenencias y se las envíen allí donde vayan después de
Londres. ¡Vamos! – Tiró del brazo de Daniel y señaló en la
dirección opuesta al mostrador.
Daniel miró por encima de las maletas apiladas en el carrito
en el momento en que monseñor Mansoni cogía del brazo a uno de los
policías uniformados y señalaba en su dirección. Sin perder ni un
segundo, se dirigió a Stephanie.
–Creo que más nos vale hacer lo que dice.
–¡Fantástico! ¡Dejemos las maletas! – respondió Stephanie, y
levantó los brazos en un gesto de resignación.
–¡Síganme! – ordenó Michael. Encabezaba la marcha lo más
rápido que podía. Los viajeros que se apretujaban en las
respectivas colas, se apartaban de mala gana y lentamente. Al
tiempo que repetía «scusi», Michael se veía
obligado a apartar a algunos de los pasajeros, y más de una vez,
tropezó con los equipajes de mano que estaban en el suelo. Daniel y
Stephanie le seguían pegados a sus talones porque el sendero que
abría el sacerdote amenazaba con cerrarse al instante. Era una
lucha a brazo partido, y en el esfuerzo le recordó a Stephanie la
pesadilla que la atormentaba cuando Daniel la había despertado una
hora y media antes.
Los gritos de «alt!» que sonaron
detrás de ellos los animaron a redoblar los esfuerzos. En cuanto
consiguieron apartarse de la muchedumbre delante de los mostradores
de embarque, avanzaron sin problemas, pero Michael les impidió
correr.
–Una cosa sería entrar corriendo en la terminal -les explicó
Michael-. Correr hacia la salida llamaría demasiado la atención.
¡Solo caminen a paso ligero!
De pronto, directamente delante, aparecieron dos policías
jóvenes, que caminaban hacia ellos apresuradamente con las
metralletas en las manos.
–¡Oh, no! – gimió Daniel, y acortó el paso.
–¡Siga caminando! – masculló Michael. Detrás se escuchaban
unos gritos ininteligibles a medida que aumentaba la
conmoción.
Los dos grupos continuaron acercándose rápidamente. Daniel y
Stephanie estaban convencidos de que los policías venían dispuestos
a detenerlos, y no fue hasta el último momento en que comprendieron
que no era así. Ambos respiraron mucho más tranquilos cuando los
agentes pasaron a su lado sin siquiera mirarlos, al parecer con el
objetivo de intervenir en el alboroto en la zona de los mostradores
de embarque.
Otros viajeros comenzaron a detenerse para mirar a los
policías, con expresiones de preocupación e incluso miedo. Después
del 11 de septiembre, los disturbios en un aeropuerto en cualquier
parte del mundo, con independencia de la causa, ponían nerviosa a
la gente.
–Mi coche está en las llegadas en el nivel inferior -explicó
Michael, mientras los guiaba hacia las escaleras-. No hubo manera
de que pudiese dejarlo aunque solo fuera unos minutos aquí
delante.
Bajaron las escaleras lo más rápido que pudieron. El nivel
inferior estaba relativamente desierto, dado que aún no habían
comenzado a llegar los vuelos. Las únicas personas a la vista eran
algunos trabajadores del aeropuerto que se preparaban para la
avalancha de pasajeros y equipajes, y los empleados de las agencias
de alquiler de coches que abrían los locales.
–Ahora es más importante que nunca no mostrar que tenemos
prisa -murmuró Michael. Algunos los miraron al pasar, pero solo por
un momento, antes de seguir con sus ocupaciones. Michael llevó a
Daniel y Stephanie hacia una de las puertas que se abrió
automáticamente. Salieron, pero entonces Michael se detuvo. Levantó
un poco los brazos para impedir que los otros siguieran
caminando.
–Esto no pinta nada bien -gimió Michael-. Desafortunadamente,
mi coche está allí.
A unos quince metros, había una furgoneta Fiat beige aparcada
con los intermitentes funcionando. Inmediatamente detrás había un
coche azul y blanco de la policía con las luces azules encendidas.
Se veían las siluetas de dos agentes a través del
parabrisas.
–¿Qué hacemos ahora? – preguntó Daniel, angustiado-. ¿Qué le
parece alquilar otro?
–No creo que las agencias de alquiler de coches estén
abiertas a esta hora -respondió Michael-. Además, tardaríamos
demasiado.
–¿Qué tal un taxi? – propuso Stephanie-. Tenemos que
alejarnos del aeropuerto. Podríamos alquilar un coche en la
ciudad.
–Es una buena idea -admitió Michael. Miró la parada de taxis
que estaba desierta-. El problema es que no aparecerá ningún taxi
hasta que llegue el primer vuelo, y no sé cuándo será. Si queremos
coger un taxi, tendremos que volver a subir, y eso es algo que no
podemos hacer. Creo que debemos arriesgarnos a recuperar mi coche.
Son guardias urbanos. Dudo que nos estén buscando, al menos ahora.
Lo más probable es que estén esperando que llegue una
grúa.
–¿Qué les dirá?
–No estoy muy seguro -reconoció Michael-. No es el momento
para ser especialmente creativo. Intentaré aprovecharme de mi
condición de sacerdote. – Inspiró profundamente para darse ánimos-.
¡Vamos! Cuando lleguemos al coche, suban sin más. Yo me encargaré
de la conversación.
–Esto no me gusta -declaró Stephanie.
–Ni a mí -admitió Michael. Les animó a seguir con un gesto-.
Sin embargo, creo que es nuestra mejor oportunidad. Dentro de unos
pocos minutos, todos los que tengan algo que ver con la seguridad
nos estarán buscando por todo el aeropuerto. Monseñor Mansoni me
vio.
–¿Ustedes dos son amigos? – preguntó
Stephanie.
–Digamos que somos conocidos -respondió
Michael.
No hablaron más mientras el grupo caminaba con paso decidido
hacia el Fiat Ulysse. Michael dio la vuelta por detrás del vehículo
de la policía para llegar a la puerta del conductor. Abrió y se
sentó al volante como si no hubiese visto a la policía. Stephanie y
Daniel abrieron una de las puertas de atrás y subieron al
coche.
-Padre! -gritó uno de los policías.
Se bajó del coche cuando vio a Michael subir al Fiat. El segundo
agente permaneció en el vehículo.
Michael no había cerrado la puerta cuando sonó el grito del
policía.
Daniel y Stephanie seguían los acontecimientos desde el
asiento trasero. El policía se acercó a Michael. Vestía un uniforme
de dos tonos de azul con el correaje y la pistolera blanca. Era un
hombre menudo que hablaba muy rápido, lo mismo que Michael. La
conversación iba acompañada de numerosos gestos y culminaron cuando
el agente señaló hacia adelante y luego a un lado y a otro. En
aquel momento, Michael volvió a subir al coche y arrancó el motor.
Unos segundos más tarde, el Fiat encaró hacia la salida del
aeropuerto.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Stephanie, muy nerviosa. Miró a
través de la ventanilla trasera para asegurarse de que no los
seguían.
–Afortunadamente, se amilanó un poco al ver que yo era un
sacerdote.
–¿Qué le dijo? – quiso saber Daniel.
–Solo me disculpé y le dije que se trataba de una emergencia.
Luego le pregunté dónde estaba el hospital más cercano. Me creyó, y
luego me dio las indicaciones necesarias.
–¿Usted habla italiano? – preguntó
Stephanie.
–Me defiendo bastante bien. Estudié en el seminario de
Roma.
A la primera oportunidad, Michael salió de la autovía para
seguir por una carretera comarcal. No tardaron mucho en encontrarse
en pleno campo.
–¿Adónde vamos? – preguntó Daniel. Miraba a través de la
ventanilla con evidente preocupación.
–Vamos a mantenernos apartados de las autopistas -le explicó
Michael-. Será más seguro. En honor a la verdad, no sé hasta qué
punto están dispuestos a perseguirlos. En cualquier caso, no quiero
correr el riesgo de pasar por las cabinas de
peajes.
Al cabo de unos kilómetros, Michael detuvo el coche en el
arcén. Dejó el motor en marcha, salió del coche, y desapareció
durante unos minutos detrás de unos arbustos. Aún no había
amanecido, pero había algo de luz.
–¿Qué está pasando? – preguntó Stephanie.
–No tengo ni la menor idea, pero si quieres que adivine,
diría que ha ido a orinar.
Michael reapareció y subió al coche.
–Lo siento -dijo, sin dar más explicaciones. Abrió la
guantera y sacó unos cuantos mapas-. Necesitaré un copiloto.
¿Alguno de los dos sabe leer un mapa?
Daniel y Stephanie intercambiaron una
mirada.
–Probablemente ella es la mejor de los dos -declaró
Daniel.
Michael desplegó uno de los mapas. Miró a Stephanie por
encima del hombro.
–Venga a sentarse conmigo. Voy a necesitar ayuda hasta que
pasemos Cuneo.
Stephanie se encogió de hombros, bajó del coche, y fue a
sentarse en el asiento del acompañante.
–Aquí es donde estamos ahora -explicó Michael, que encendió
la luz interior y señaló un punto en el mapa al nordeste de Turín-,
y aquí es donde vamos. – Movió el dedo hacia la parte inferior del
mapa y se detuvo en la costa mediterránea.
–¿A Niza, Francia? – preguntó Stephanie.
–Sí. Es el aeropuerto más importante y más cercano fuera de
Italia si vamos hacia el sur, cosa que recomiendo, dado que
viajaremos por carreteras secundarias. Podríamos ir al norte hacia
Génova, pero eso nos obligaría a ir por las autovías, y a pasar por
un puesto fronterizo principal. Creo que ir hacia el sur es más
seguro, y por lo tanto mejor. ¿Están de acuerdo?
Daniel y Stephanie se encogieron de hombros.
–Esperemos que así sea -opinó Daniel.
–De acuerdo. Esta es la ruta. – Una vez más, Michael movió el
dedo mientras hablaba-. Atravesaremos Turín en dirección a Cuneo.
De allí, pasaremos el Colle di Tenda. Después de cruzar la
frontera, donde no hay controles, seguiremos por territorio
francés, aunque la carretera principal hacia el sur vuelve a entrar
en Italia. En Menton, que está en la costa, podremos ir por la
autopista, que nos llevará rápidamente hasta Niza. Ese tramo será
el más rápido. En cuanto al tiempo, calculo que todo el viaje nos
llevará entre cinco y seis horas. ¿Les parece
aceptable?
Daniel y Stephanie volvieron a encogerse de hombros después
de intercambiar una mirada. Ambos estaban aturdidos hasta tal punto
por los acontecimientos que no sabían qué decir. Les resultaba
difícil pensar, y todavía más hablar. Michael los
miró.
–Interpretaré el silencio como un sí. Comprendo su
desconcierto; ha sido una mañana agitada, por decir algo. Así que
primero atravesaremos Turín. Con un poco de suerte, quizá nos
libraremos de los peores atascos. – Desplegó un segundo mapa, que
era un plano de Turín. Le señaló a Stephanie dónde estaban y dónde
quería ir. Ella asintió-. No tendría que ser difícil -añadió
Michael-. Si hay algo que los italianos saben hacer bien son las
señales. Primero debemos seguir los carteles que indican Centro Città, y después seguir los que señalan la
carretera S-20 que va al sur. ¿De acuerdo?
Stephanie asintió de nuevo.
–¡Pues entonces en marcha! – Michael arrancó sin más
demoras.
Al principio el tráfico no estuvo mal, pero a medida que se
acercaban a la ciudad, comenzó a empeorar; cuanto más empeoraba,
más tardaban y cuanto más tardaban, más empeoraba el tráfico, en un
círculo vicioso. Poco antes de que llegaran al centro de la ciudad,
el día amaneció claro y despejado. Viajaban en silencio, excepto
las ocasionales indicaciones de Stephanie, que seguía atentamente
su marcha en el plano y señalaba los carteles correctos. Daniel
permanecía mudo. Al menos le complacía que Michael fuera un
conductor prudente.
Eran casi las nueve cuando salieron de los atascos de la hora
punta en Turín y llegaron a la S-20. Para ese momento Stephanie y
Daniel habían tenido tiempo para relajarse un poco y poner en orden
sus pensamientos, que se centraban sobre todo en el conductor y el
equipaje abandonado.
Stephanie plegó cuidadosamente los mapas y los dejó sobre el
tablero. A partir de aquí, la ruta era clara. Miró el perfil
aguileño de Michael, las mejillas hundidas sin afeitar, y los
cabellos rojos desordenados.
–Quizá este sea un buen momento para preguntarle quién es
usted -dijo.
–No soy más que un simple sacerdote -respondió Michael.
Esbozó una sonrisa. Se imaginaba las preguntas que le harían, y no
tenía muy claro cuánto quería decir.
–Creo que nos merecemos saber algo más -insistió
Stephanie.
–Me llamo Michael Maloney. Pertenezco al arzobispado de Nueva
York y me encuentro en Italia por un tema relacionado con la
Iglesia.
–¿Cómo es que sabía nuestros nombres? – preguntó Daniel desde
el asiento trasero.
–Estoy seguro de que ambos sienten una gran curiosidad -dijo
Michael-, y no les falta razón. No obstante, preferiría no entrar
en los detalles de mi participación. Sería lo más conveniente para
todos. ¿Sería posible para ustedes aceptar que he conseguido
salvarlos del inconveniente de ser arrestados sin necesidad de
interrogarme? Lo pido como un favor. Quizá podrían atribuir mi
ayuda a la intervención divina.
Stephanie miró por un instante a Daniel antes de mirar de
nuevo al sacerdote.
–Es interesante que haya empleado la frase «intervención
divina». Es una coincidencia, dado que la hemos escuchado en
relación con lo que nos ha traído a Italia: recoger la muestra del
sudario de Turín.
–Oh -dijo Michael con un tono vago. Intentó pensar en algo
que le permitiera desviar la conversación hacia temas menos
comprometidos, pero no se le ocurrió nada.
–¿Por qué iban a detenernos? – preguntó Daniel-. Eso es algo
que no debería tener nada que ver con su
participación.
–Porque las autoridades tuvieron conocimiento de que eran
ustedes científicos biomédicos. Esa fue una sorpresa mal recibida.
En estos momentos, la Iglesia no quiere que se realicen más pruebas
científicas sobre la autenticidad de la Sábana Santa, y debido a
sus antecedentes se planteó la legítima preocupación de que eso
fuera lo que ustedes pretendían hacer. En un primer momento, la
Iglesia solo quería la devolución de la muestra de la Sábana Santa,
pero cuando pareció que no era posible, decidieron
confiscarla.
–Eso explica unas cuantas cosas -declaró Stephanie-. Excepto
la razón por la que usted decidió ayudarnos. ¿Está seguro de que no
realizaremos pruebas?
–Prefiero no entrar en ese tema, por favor.
–¿Cómo sabía que íbamos a Londres cuando estábamos a punto de
embarcarnos para París? – Daniel se adelantó un poco para escuchar
mejor, porque no conseguía entender con claridad las palabras del
sacerdote desde el asiento trasero.
–Esa es una pregunta que me resulta muy difícil de responder.
– Michael enrojeció mientras recordaba las horas que había pasado
oculto detrás de las cortinas de la habitación del hotel-. Se lo
ruego. ¿No podría dejarlo pasar? Acepte lo que he hecho como un
favor, la intervención de un amigo dispuesto a ayudar a una pareja
de compatriotas metidos en un apuro.
Viajaron en silencio durante unos cuantos kilómetros. Por
fin, Stephanie se decidió a hablar.
–Muchas gracias por su ayuda, y si en realidad le interesa
saberlo, no tenemos la más mínima intención de hacer pruebas con la
muestra de la Sábana Santa para establecer su
autenticidad.
–Se lo comunicaré a las autoridades eclesiásticas
pertinentes. Estoy seguro de que les gustará
saberlo.
–¿Qué pasará con nuestro equipaje? – preguntó Stephanie-.
¿Hay alguna posibilidad de que pueda ayudarnos a
recuperarlo?
–Haré todo lo que esté a mi alcance, y confío en tener éxito,
sobre todo ahora que sé que no tienen la intención de hacer pruebas
con la muestra. Si todo va bien, haré que les envíen el equipaje a
su casa de Massachusetts.
–No volveremos a casa hasta dentro de un mes -le informó
Daniel.
–Les dejaré mi tarjeta -dijo Michael-. En cuanto tengan una
dirección, llámenme.
–Ya tenemos una dirección -manifestó Daniel.
–Yo tengo una pregunta -dijo Stephanie-. ¿A partir de ahora
seremos personas non gratas en
Italia?
–Lo mismo que con sus equipajes, estoy seguro de que podré
conseguir que se borre cualquier antecedente desfavorable. No
tendrán ningún inconveniente para visitar Italia en el futuro, si
eso les preocupa.
Stephanie se volvió para mirar a Daniel.
–Supongo que podré vivir sin conocer los peores detalles. ¿Tú
qué dices?
–Supongo que sí. Sin embargo, me gustaría saber quién
consiguió entrar en nuestra habitación del hotel.
–No quiero hablar de ese tema -señaló Michael rápidamente-,
aunque eso no significa que sepa algo al respecto.
–Al menos dígame una cosa: ¿fue algún miembro de la Iglesia,
un profesional contratado, o alguien del personal del
hotel?
–No se lo puedo decir. Lo siento.
Cuando por fin Daniel y Stephanie se resignaron al hecho de
que Michael no les ofrecería más explicaciones sobre los motivos
para su intervención, y en cuanto se hizo evidente que habían
escapado de las autoridades italianas porque el Fiat circulaba por
las carreteras francesas, se relajaron y disfrutaron del viaje. El
panorama era espectacular mientras circulaban por los Alpes nevados
y pasaban por la estación de esquí de Limone
Piemonte.
En el lado francés del paso, descendieron por la Gorge de
Saorge, por una carretera cortada en la pared de la garganta. Se
detuvieron para comer en la ciudad de Sospel. Eran poco más de las
dos de la tarde cuando llegaron al aeropuerto de
Niza.
Michael les dio su tarjeta y apuntó la dirección del Ocean
Club en Nassau, donde Daniel había reservado una habitación. Les
dio la mano, prometió ocuparse del equipaje en cuanto llegara a
Turín, y se marchó.
Daniel y Stephanie observaron cómo el Fiat se perdía en la
distancia antes de mirarse el uno al otro. Stephanie sacudió la
cabeza, asombrada.
–¡Qué experiencia más extraordinaria!
–Ya lo puedes decir.
Stephanie se echó a reír con una risa un tanto
burlona.
–No pretendo ser cruel pero recuerdo cómo te ufanabas ayer de
lo sencillo que había sido recoger la muestra, y que eso era un
feliz augurio de que el tratamiento de Butler no presentaría
problemas. ¿Quieres retirar lo dicho?
–Quizá me anticipé un poco -admitió Daniel-. Sin embargo, las
cosas se han solucionado. Es probable que perdamos un día o dos,
pero por lo demás, no tendría que haber más problemas a partir de
ahora.
–Ruego para que sea cierto. – Stephanie se cargó la bolsa del
ordenador al hombro-. Vamos a ver qué vuelos hay a Londres. Esa
será la primera prueba.
Entraron en la terminal y buscaron en el enorme tablero
electrónico. Casi al mismo tiempo descubrieron un vuelo directo a
Londres de British Airways que salía a las cuatro menos
diez.
–¿Ves lo que te decía? – exclamó Daniel alegremente-. No
podría ser más conveniente.