De vez en cuando, si era preciso, Daniel reconocía los
méritos de otros. No había ninguna duda en su mente de que
Stephanie era muy superior a él en la manipulación celular,
y dicha realidad era patente ante lo que
veía en aquel momento a través de los oculares del
estereomicroscopio diseccionador doble. Habían pedido que colocaran
el instrumento en una esquina de su banco en el laboratorio de la
clínica Wingate para que Daniel pudiera mirar mientras Stephanie
trabajaba. La bióloga estaba a punto de comenzar el procedimiento
de transferencia nuclear, conocido también con el nombre de
clonación terapéutica, que consistía en extraer el núcleo de un
ovocito maduro cuyo ADN había sido marcado con un tinte
fluorescente. Ya lo tenía sujeto por succión con una pipeta de
punta roma.
–Consigues que parezca muy sencillo -comentó
Daniel.
–Lo es -respondió Stephanie, mientras guiaba una segunda
pipeta en el campo microscópico con un micromanipulador. Comparada
con la pipeta de sujeción, el extremo hueco de esta otra pipeta era
más aguzado que la más fina de las agujas, y la pipeta en sí solo
tenía un diámetro de veinticinco micrones.
–Quizá lo sea para ti, pero no lo es en absoluto para
mí.
–El truco está en no tener prisa. Todo tiene que ser muy
lento y regular; nada de sacudidas.
Fiel a su palabra, la afilada pipeta se movió suave y
firmemente hacia el ovocito para empujar contra la capa exterior de
la célula sin penetrarla.
–Esa es la parte en la que invariablemente me equivoco
-señaló Daniel-. La mitad de las veces, acabo atravesando la célula
y salgo por el otro lado.
–Quizá sea porque eres muy ansioso y por lo tanto se te va un
poco la mano -sugirió Stephanie-. Una vez que la célula está
marcada adecuadamente, solo hace falta un toque muy suave con el
índice en el extremo del micromanipulador.
–¿No utilizas el micromanipulador para hacer la
perforación?
–Nunca.
Stephanie realizó la maniobra con el dedo índice dentro del
campo microscópico y vio cómo la pipeta entraba limpiamente en el
citoplasma del desafortunado ovocito.
–Vive y aprenderás -comentó Daniel-. Esto demuestra que soy
un pobre aficionado en este campo.
Stephanie se apartó de los oculares para mirar a Daniel.
Menospreciarse no era propio de él.
–No seas muy duro contigo mismo. Este es un trabajo
rutinario, que puede realizar cualquier técnico bien capacitado. Lo
aprendí en mis años de estudiante.
–Lo supongo -dijo Daniel sin mirarla.
Stephanie se encogió de hombros y prosiguió con la
tarea.
–Ahora utilizaré el micromanipulador para acercarme al ADN
fluorescente -explicó.
La punta de la pipeta se acercó al objetivo, y cuando
Stephanie aplicó una pequeña succión, el ADN desapareció en el
interior de la pipeta como si esta fuera una aspiradora en
miniatura.
–Tampoco soy muy bueno en esta parte -afirmó Daniel-. Me
parece que siempre succiono demasiado citoplasma.
–Es importante coger solo el ADN.
–Cada vez que observo esta técnica, me sorprende más que
funcione -admitió Daniel-. La imagen mental que tengo de la
estructura interna submicroscópica de una célula viva es similar al
de una casa de cristal en miniatura. ¿Cómo puede ser que podamos
arrancar el núcleo por las raíces, meterlo en otro núcleo de una
célula adulta diferenciada, y que tenga un resultado? Desafía la
imaginación.
–No solo eso, sino que hace que el núcleo adulto en el que lo
metemos vuelva a ser joven.
–Eso también -asintió Daniel-. Te lo repito, el proceso de la
transferencia nuclear es algo que a todas luces parece
imposible.
–Estoy absolutamente de acuerdo -manifestó Stephanie-. Para
mí, la imposibilidad de que funcione es una prueba de la
participación de Dios en el proceso, cosa que sacude todavía más mi
agnosticismo que aquello que aprendimos sobre la Sábana Santa. –
Mientras hablaba, metió una tercera pipeta en el campo
microscópico. Esta pipeta contenía una única célula fibroblástica
obtenida del cultivo de los fibroblastos de Ashley Butler: una
célula cuyo núcleo ancestral había manipulado Daniel
cuidadosamente, primero con el RSHT para reemplazar los genes
responsables de la enfermedad de Parkinson del senador con aquellos
obtenidos de la sangre de la Sábana, y después, con un gen añadido
a propuesta de Stephanie para disponer de una superficie antigén
especial. Este ADN nuclear del fibroblasto reemplazaría el ADN que
Stephanie había extraído del ovocito.
Mientras Daniel observaba las cuidadosas manipulaciones de
Stephanie, se maravilló al pensar en todo lo que él y su compañera
habían conseguido realizar en la semana y media que había
transcurrido desde que lo atacara el matón de Boston.
Afortunadamente, las heridas habían curado y ahora casi no eran más
que un mero recuerdo, salvo unas molestias residuales en su mejilla
derecha y el morado en el ojo. Pero aún se enfrentaba al daño
psicológico. Grabada en su mente y como imagen recurrente en sus
pesadillas, aparecía la silueta del atacante que se cernía sobre él
con su cabezota, las orejas pequeñas y las facciones abotagadas.
Mucho más preocupantes eran la sonrisa retorcida y los ojillos
crueles del hombre. Incluso después de once días, Daniel continuaba
teniendo pesadillas donde aparecía aquel rostro siniestro, lo que
le provocaba una sensación de total indefensión.
Durante el día, Daniel se sentía mucho mejor que mientras
dormía. Tal como él y Stephanie decidieron inmediatamente después
del episodio, se habían mantenido juntos casi como si fuesen
hermanos siameses y no habían salido de las dependencias del hotel,
excepto para ir a la clínica Wingate. Tal como habían ido las
cosas, había sido muy fácil hacerlo, ya que estaban en el
laboratorio desde la mañana hasta la noche todos y cada uno de los
días. Allí, Megan Finnigan les había ayudado mucho facilitándoles
un pequeño despacho, además de su propio banco. Disponer de espacio
para todo el papeleo que producían había sido una bendición, además
de un premio a su eficacia. Hasta Paul Saunders había ayudado al
cumplir con su palabra y proveerlos con diez ovocitos humanos
frescos doce horas después de habérselos pedido.
Al principio, Stephanie y Daniel se habían repartido el
trabajo adecuadamente. El trabajo de la bióloga había sido ocuparse
del cultivo de los fibroblastos enviado por Peter, que no le había
creado casi ninguna dificultad. Daniel, a su vez, se había centrado
en la muestra de la Sábana guardada en la solución salina. Después
de una sola pasada por la máquina PCR para ampliar el ADN presente
en el líquido, Daniel había llegado a la conclusión de que el ADN
presente era de un primate y probablemente humano aunque estaba
fragmentado, tal como había supuesto.
Después de purificarlo con la utilización de cuentas de
vidrio microscópicas, había pasado los fragmentos aislados del ADN
del sudario por la PCR antes de emplear las sondas de genes
dopaminérgicos. Consiguió un éxito inmediato, pero solo con parte
de los genes necesarios, una situación que le había obligado a
secuenciar las fracturas. Después de varios días de jornadas de
dieciséis horas, Daniel había logrado encadenar los fragmentos
apropiados con los ligamentos nucleares para formar los genes. En
aquel momento tenía todo a punto para los fibroblastos de Butler,
que Stephanie ya tenía en reserva.
El siguiente paso fue el RSHT, donde no se había producido
ningún problema. Como creador del proceso, Daniel conocía a la
perfección todas sus sutilezas y dificultades, pero con su guía
experta, las enzimas y los vectores virales habían funcionado muy
bien, y no había tardado en disponer de los fibroblastos. El único
estorbo había sido Paul Saunders, que había insistido en seguir
todos los pasos de Daniel y en más de una ocasión se había
entrometido demasiado. Paul había reconocido sin el menor empacho
que pensaba añadir la técnica a la terapia de las células madre que
realizaban en la clínica, con la intención de cobrarle mucho más a
los pacientes. Daniel había hecho todo lo posible por hacer caso
omiso de su presencia y en más de una ocasión, aunque le había
resultado duro, se había mordido la lengua para no echarle de su
propio laboratorio.
Una vez que hubo acabado con el RSHT, Daniel pensó que ya
estaban en condiciones de hacer la transferencia nuclear, pero
Stephanie le había sorprendido con la idea de añadir a la célula
modificada con el RSHT una combinación de varios genes capaces de
crear una superficie antigén no humana en las células destinadas al
tratamiento. Stephanie había defendido su propuesta con la
explicación de que si alguna vez surgía la necesidad o el interés
de visualizar las células del tratamiento dentro del cerebro de
Butler después del implante, se podría hacer fácilmente, dado que
en las células del tratamiento habría un antigén que no tendrían
ninguno de los otros billones de células de Butler. A Daniel le
pareció bien y aceptó el paso adicional, sobre todo cuando
Stephanie le informó de que había tenido la previsión de pedirle a
Peter que le enviara el preparado y el vector viral junto con el
cultivo del tejido de Butler que tenían en el laboratorio de
Cambridge. Daniel y Stephanie habían empleado la misma técnica
cuando trataron con éxito a los ratones enfermos de Parkinson, lo
que fue un valioso añadido al protocolo.
–Siempre utilizo el micromanipulador en este paso -comentó
Stephanie, y su voz sacó a Daniel de sus reflexiones. La pipeta con
el fibroblasto modificado de Butler atravesó la envoltura del
ovocito sin perforar la membrana de la célula.
–Otro paso donde siempre tengo problemas -reconoció Daniel.
Observó atentamente mientras Stephanie inyectaba los relativamente
pequeños fibroblastos en el espacio comprendido entre la membrana
del ovocito y la cubierta exterior comparativamente más gruesa.
Luego la pipeta desapareció del campo visual.
–El truco consiste en acercarse tangencialmente a la cubierta
del ovocito -comentó Stephanie-. De lo contrario, puedes acabar
entrando en la célula sin darte cuenta.
–Eso tiene sentido.
–Pues yo diría que esto ha quedado estupendo -añadió
306
Stephanie, después de observar el resultado de sus
manipulaciones. El ovocito desprovisto de núcleo y los
comparativamente pequeños fibroblastos estaban ligados íntimamente
dentro de la envoltura del ovocito-. Ahora hay que dejar que se
realice el proceso de fusión y luego la
activación.
Stephanie se apartó de los oculares del microscopio y retiró
el platillo de Petri de la platina del microscopio. Se levantó del
taburete para ir hasta la cámara de fusión, donde iba a someter a
las células pareadas a una breve descarga eléctrica para
fusionarlas.
Daniel la observó. Junto con las recurrentes pesadillas tras
la paliza que recibió a manos del matón de los hermanos
Castigliano, se enfrentaba a las otras secuelas psicológicas de la
experiencia. Durante los primeros días siguientes al suceso, había
soportado una permanente sensación de ansiedad y miedo ante la
posibilidad de que el hombre pudiese reaparecer, a pesar de las
manifestaciones en contra que le había hecho a Stephanie,
inmediatamente después de que ocurriera. Solo le habían calmado un
poco las medidas adoptadas por el hotel después de que Daniel
informó a la dirección de lo ocurrido. El director había dispuesto
que un agente del servicio de seguridad permaneciera de vigilancia
en el edificio donde estaba la suite de la pareja. Todas las
noches, el guardia acompañaba a los dos científicos a la habitación
después de cenar en el Courtyard Terrace, y el gigantón había
mantenido la vigilancia en el vestíbulo hasta que se marchaban a la
clínica Wingate por la mañana.
A medida que los temores de Daniel fueron disminuyendo con el
paso de los días, dejó de preocuparse tanto por lo ocurrido, y
volvió a centrar gran parte de su enojo en Stephanie. Aunque ella
se había disculpado y compadecido sinceramente, a Daniel le
enfurecían sus dudas sobre la participación de la familia en el
episodio. Ella no se lo había dicho abiertamente, pero Daniel lo
había deducido de sus comentarios indirectos. Con una familia de
poco fiar y su falta de juicio a la hora de tratar con ellos,
Daniel se preguntaba si Stephanie no acabaría a la larga
convirtiéndose en un riesgo.
También eran un problema los pruritos de conciencia de su
compañera. A pesar de la promesa de no complicar las cosas con la
gente de la clínica, no dejaba de hacerlo con sus constantes e
inapropiados comentarios sobre la supuesta terapia de las células
madre y las jóvenes nativas embarazadas que trabajaban allí, algo
que era un tema muy delicado en el trato con Paul Saunders. Para
colmo, se mostraba muy despectiva con Spencer Wingate. Daniel
aceptaba que el hombre se había mostrado cada vez más atrevido a la
hora de expresar su interés personal por Stephanie, algo que podía
haber sido motivado por la pasividad de Daniel ante los comentarios
de Spencer, pero había maneras mucho más corteses de resolver el
asunto que el que ella había escogido. A Daniel le irritaba
sobremanera que Stephanie no pareciera entender que su
comportamiento estaba deteriorando las relaciones. Si los echaban
de la clínica, habrían perdido todo.
Daniel exhaló un suspiro mientras la observaba trabajar.
Aunque no tenía muy claro su contribución a largo plazo, no había
ninguna duda de que la necesitaba en estos momentos. Solo faltaban
once días para la llegada de Ashley Butler a la isla, y en ese
plazo tenían que desarrollar las neuronas productoras de dopamina a
partir de los fibroblastos del senador, necesarias para el
tratamiento. Habían acabado con el RSHT y la transferencia nuclear,
pero aún quedaba mucho por hacer. La habilidad de Stephanie en la
manipulación celular era absolutamente imprescindible y no tenía
tiempo de reemplazarla.
Stephanie era consciente de la mirada de Daniel. Admitía que
la sensación de culpa y sus dudas respecto a las implicaciones de
su familia en el ataque sufrido la hacían especialmente sensible,
pero él no se comportaba como siempre. Solo podía imaginar cómo
sería que te propinaran una paliza, pero había esperado una
recuperación más rápida. En cambio, él continuaba mostrándose
distante de muchas y muy sutiles maneras, y si bien dormían en la
misma cama, habían dejado de tener relaciones íntimas. Dicha
conducta había resucitado el viejo fantasma de que Daniel era
incapaz o carecía de la motivación para ofrecerle el apoyo
emocional que ella necesitaba, sobre todo en los momentos de
tensión, con independencia de la causa o de quién fuese el
responsable.
Stephanie había seguido las indicaciones de Daniel al pie de
la letra; por lo tanto, eso no podía ser la explicación a su
conducta. A pesar de su vehemente deseo de llamar a su hermano para
aclarar las cosas, no lo había hecho. Además, en las relativamente
frecuentes conversaciones que tenía con su madre se había
preocupado en insistir en que ella y Daniel se encontraban en
Nassau por motivos de trabajo y que trabajaban mucho, cosa que era
la pura verdad. También le había dicho que no habían ido a la playa
ni una sola vez, algo que también era verdad. Por si todo esto
fuese poco, en todas y cada una de las ocasiones, había recalcado
que no tardarían en acabar su trabajo y que regresarían sobre el
veinticinco de marzo para ocuparse de una empresa financieramente
saneada. Había evitado en todo lo posible hablar de su hermano con
ella, aunque en la llamada del día anterior había cedido finalmente
a la tentación.
–¿Tony te ha preguntado por mí? – le preguntó con un tono lo
más indiferente posible.
–Por supuesto, querida -respondió Thea-. Tu hermano se
preocupa por ti y no deja de preguntar.
–¿Qué dice?
–No recuerdo exactamente sus palabras. Te echa de menos. Solo
quiere saber cuándo regresas a casa.
–¿Tú qué le respondes?
–Le digo lo que tú me dices. ¿Por qué? ¿Debo decir otra
cosa?
–Por supuesto que no. Dile que estaremos de regreso en menos
de dos semanas y que no veo la hora de reunirme con él. También
dile que nuestro trabajo va muy bien.
En muchos sentidos, Stephanie agradecía que ella y Daniel
estuviesen ocupados a todas horas. Así no tenía ocasión para
angustiarse por los problemas sentimentales y no le dejaba tiempo
para preguntarse por el aspecto ético del tratamiento de Butler.
Sus recelos habían aumentado debido al ataque sufrido por Daniel y
al hecho de tener que hacer la vista gorda ante la depravación de
los directivos de la clínica. Paul Saunders era el peor. Lo tenía
por un hombre sin escrúpulos, carente de los principios éticos más
elementales y estúpido. Los resultados de la terapia de las células
madre de los que tanto se vanagloriaba no eran más que una broma
pesada. Solo eran una recopilación de casos individuales y sus
resultados subjetivos. No había ni una pizca de método científico
por ninguna parte, y lo más preocupante de todo era que Paul no
parecía darse cuenta o que le importara.
Spencer Wingate era otra historia; era un pesado, pero no se
daba aires de ser un científico como Paul. Así y todo, a Stephanie
no le hubiese gustado verse sola en la casa de Spencer, como le
proponía una y otra vez. El problema radicaba en que su lujuria se
veía reforzada por un orgullo que no hacía el más mínimo caso de
los rechazos a sus avances. Al principio, Stephanie había procurado
mostrarse razonablemente cortés en sus excusas, pero al final había
tenido que mostrarse tajante, sobre todo a la vista de la
indiferencia de Daniel. Algunas de las invitaciones más descaradas
las había hecho Spencer en presencia de Daniel sin que este
reaccionara.
Como si el carácter y la conducta de estos charlatanes no
fuese suficiente para que Stephanie pusiese en duda la corrección
de trabajar en la clínica, estaba el enigma de la procedencia de
los ovocitos humanos. Intentó hacer algunas averiguaciones
discretas pero fue rechazada por todos, excepto por Mare, la
técnica del laboratorio. Tampoco ella había sido muy explícita,
aunque al menos le había dicho que los gametos procedían de la
llamada sala de huevos, que estaba a cargo de Cindy Drexler y que
funcionaba en el sótano. Cuando le había pedido que le explicara
mejor qué era la sala de huevos, Mare había eludido la respuesta
limitándose a decirle que preguntara a Megan Finnigan, la
supervisora del laboratorio. Desafortunadamente, Megan ya le había
repetido las palabras de Paul en el sentido de que la fuente de los
ovocitos era un secreto del oficio. Más tarde, cuando había
abordado a Cindy Drexler, ella le había respondido cortésmente que
cualquier pregunta sobre los ovocitos debía hacerse al doctor
Saunders.
Stephanie había cambiado de táctica y había intentado hablar
con varias de las jóvenes que trabajaban en la cafetería. Todas se
habían mostrado muy amables y dispuestas hasta que Stephanie había
tocado el tema de si estaban casadas, momento en el que habían
comenzado a responder con evasivas, y luego cuando se interesó por
sus embarazos, se habían negado a decir nada más, cosa que solo
sirvió para avivar su curiosidad. Llegó a la conclusión de que no
era necesario ser una lumbrera científica para adivinar lo que
estaba pasando, y a pesar de la prohibición de Daniel, quería
probárselo a ella misma. Su idea era que, armada con dicha
información, notificaría anónimamente a las autoridades locales
después de que ella, Daniel y Butler estuvieran bien lejos de la
isla.
Stephanie necesitaba entrar en la sala de los huevos. Muy a
su pesar, no había tenido ninguna oportunidad por lo muy atareados
que habían estado. Pero en las próximas horas se produjo un cambio.
El ovocito que se estaba fusionando con uno de los fibroblastos de
Butler alterados con el RSHT reemplazaba a uno de los diez ovocitos
originales que les había suministrado Paul Saunders que no se había
dividido después de la transferencia nuclear. En cumplimiento de la
garantía, Paul les había entregado un undécimo huevo. Los otros
nueve se estaban dividiendo sin problemas después de recibir el
nuevo núcleo. Algunos ya llevaban cinco días de desarrollo y
comenzaban a formar los blastocitos.
El plan que Stephanie y Daniel habían preparado consistía en
crear diez células madre separadas, cada una con células clonadas
de Butler. Las diez aportarían otras, que serían diferenciadas como
productoras de dopamina. Esta cantidad serviría como una red de
seguridad, dado que solo se utilizaría una de las líneas en el
tratamiento del senador.
Quizá a última hora de la tarde, o mejor al día siguiente a
primera hora, Stephanie comenzaría el proceso de recoger las
células madre multipotenciales de los blastocitos en formación;
hasta entonces dispondría de algún tiempo libre. El único problema
sería apartarse de Daniel sin abandonar la seguridad de la clínica
Wingate; gracias al distanciamiento afectivo que le demostraba su
pareja, no sería un obstáculo insalvable, aunque fuera de la
clínica él se negaba a perderla de vista.
–¿Qué tal va la fusión? – gritó Daniel desde donde estaba
sentado.
–Se ve bien -respondió Stephanie, que miraba el preparado a
través del microscopio. El ovocito tenía ahora un núcleo nuevo con
todo el complemento de cromosomas. De acuerdo con un proceso que
nadie alcanzaba todavía a entender, el huevo comenzaría a
reprogramar al núcleo de sus tareas como controlador de una célula
epitelial adulta para devolverla a su estado primitivo. En cuestión
de horas, el preparado imitaría a un huevo acabado de fertilizar.
Para iniciar la conversión, Stephanie había transferido
cuidadosamente el ovocito modificado artificialmente al primero de
varios medios activadores.
–¿Tienes tanta hambre como yo? – preguntó
Daniel.
–Es probable -contestó ella. Miró su reloj. No era de
extrañar que estuviese hambrienta. Eran casi las doce. Llevaba sin
probar bocado desde las seis de la mañana, y solo había consistido
en un desayuno continental de café y tostadas-. Podemos ir a la
cafetería en cuanto meta este ovocito en la incubadora. Solo faltan
otros cuatro minutos en este medio.
–Me parece bien. – Daniel dejó el taburete y desapareció en
el despacho para quitarse la bata.
Mientras Stephanie preparaba el siguiente medio activador
para el ovocito reconstruido, intentó pensar en alguna excusa para
volver sola al laboratorio durante la comida. Sería un buen momento
para su labor detectivesca, dado que la mayoría iba a comer entre
las doce y la una, incluida la técnica encargada de la sala de
huevos, Cindy Drexler. La hora de la comida era el momento de
reunión favorito del personal de la clínica. Stephanie pensó
primero en decirle que necesitaba ocuparse del proceso de
activación del undécimo ovocito, pero lo descartó rápidamente.
Daniel sospecharía porque sabía que el ovocito necesitaba
permanecer en la incubadora dentro del segundo medio de activación
durante seis horas.
Necesitaba otra excusa y no se le ocurrió nada hasta que
recordó el móvil. Después de la agresión de Daniel, había insistido
en llevarlo siempre encima, y Daniel lo sabía. Había varias razones
para esta obsesión, una de las cuales era que le había dicho a su
madre que la llamara al móvil y no al hotel. Como había hablado con
su madre aquella mañana y sabía que no había ninguna novedad en su
estado de salud, no le preocupaba perderse una llamada durante la
siguiente media hora. Después de mirar hacia el despacho para
asegurarse de que Daniel no la vigilaba, sacó el pequeño teléfono
Motorola del bolsillo, lo apagó y lo escondió en el estante de los
reactivos en el banco.
Satisfecha con el plan, Stephanie volvió a ocuparse del
proceso de activación. Al cabo de treinta segundos, sería el
momento de pasar el ovocito del primer medio al
segundo.
–¿Qué? – preguntó Daniel, cuando reapareció sin la bata-,
¿estás lista?
–Dame otro par de minutos. Voy a transferir el ovocito y lo
pondré en la incubadora. Después ya nos podremos
ir.
–Muy bien -respondió Daniel. Mientras esperaba, se acercó a
la incubadora para mirar en los otros recipientes, algunos de los
cuales llevaban allí cinco días-. Algunos de estos quizá estén a
punto para recoger las células madre esta tarde.
–Lo mismo pensaba yo. – Con mucho cuidado, transportó el
ovocito reconstruido hasta la incubadora y lo dejó con los
demás.
Kurt Hermann dejó que sus pies bajaran con un súbito
movimiento incontrolado. Los había tenido apoyados en el borde de
la mesa de la sala de vídeo. Al mismo tiempo, se sentó muy erguido,
lo que hizo que la silla rodara hacia atrás. Recuperó la serenidad
que había desarrollado a lo largo de muchos años de entrenamiento
en las artes marciales y se propulsó hacia delante para acercarse
lenta pero decididamente a la pantalla que había estado mirando
durante la última hora. No daba crédito a lo que acababa de ver.
Había sucedido muy rápido, pero le había parecido que Stephanie
D'Agostino acababa de sacar del bolsillo el móvil que él pretendía
tener en sus manos desde hacía una semana y media y lo había
colocado con toda intención detrás de unos frascos en el estante
del banco de laboratorio. Si lo había visto bien, estaba
ocultándolo.
Kurt utilizó el botón en la parte superior del mando que
estaba conectado a la minicámara para activar el zoom y con él,
mantuvo la cámara enfocada directamente en lo que esperaba que
fuese el móvil. ¡Lo era! Un extremo de la carcasa de plástico negro
asomaba muy poco por detrás de una botella de ácido
hidroclorídico.
Desconcertado por este inesperado pero prometedor suceso,
Kurt desconectó el zoom, y fue entonces cuando advirtió que
Stephanie había desaparecido del campo visual. Utilizó de nuevo el
mando para que la cámara hiciera un barrido del laboratorio y de
inmediato vio las imágenes de Stephanie y Daniel delante de una de
las incubadoras. Aumentó al máximo el volumen del micrófono para
escuchar si la mujer mencionaba el teléfono, pero no lo hizo.
Continuaron hablando de la comida, y en cuestión de minutos
abandonaron el laboratorio.
La mirada de Kurt se dirigió al monitor instalado encima del
que había observado hasta ahora. Vio salir a la pareja del edificio
número uno y cruzar el patio central para dirigirse al edificio
número tres.
Durante la construcción de la clínica Paul Saunders le había
dado carta blanca a su jefe de seguridad para que tomara todas las
medidas destinadas a convertirlo en un lugar seguro y evitar una
catástrofe similar a la que habían sufrido en la clínica de
Massachusetts, cuando una pareja de chivatos se habían colado en la
base de datos de la clínica. Debido a que aquellas personas habían
conseguido entrar sin autorización en la sala del ordenador central
y luego habían escapado sin problemas, Kurt se había ocupado de que
todos los edificios estuviesen vigilados con equipos de vídeo y
sonido. Tanto las cámaras como los micrófonos eran la última
palabra en tecnología; se controlaban por ordenador y estaban
perfectamente disimulados. Sin que Paul lo supiera, Kurt los había
instalado también en las salas de descanso, las habitaciones de los
huéspedes, y en casi todas las habitaciones del personal, ocultos
en los lugares más insospechados. El centro de control era la sala
de vídeo en el despacho de Kurt que, por las noches, se pasaba
horas observando las pantallas, incluso cuando no se trataba de
cuestiones de seguridad. Por supuesto, Kurt siempre podía alegar lo
contrario, porque era importante para una organización como la
clínica Wingate saber quién se acostaba con quién.
Kurt continuó observando a Daniel y Stephanie hasta que
entraron en el edificio número tres, aunque se centraba en
Stephanie. Durante la última semana y media se había aficionado a
observarla a pesar de la ambivalencia que evocaba. Se sentía
atraído y repelido por su innata sensualidad. Como le ocurría con
el resto de las mujeres en general, apreciaba su belleza y sin
embargo al tiempo veía en ellas las cualidades de Eva. Kurt la
había visto hacer y recibir llamadas en el laboratorio, y aunque
con mucha frecuencia escuchaba su parte de la conversación, no
podía escuchar al otro interlocutor. Por consiguiente, no había
podido darle a Paul Saunders el nombre del paciente como le había
prometido y al jefe de seguridad le gustaba cumplir sus
promesas.
La actitud de Kurt hacia las mujeres había sido marcada a
fuego por la gran traidora: su madre. Ambos habían mantenido una
relación íntima propiciada por las largas ausencias del nada
expresivo y estricto cabeza de familia que había exigido la
perfección tanto de la esposa como del hijo pero que solo se había
fijado en los fracasos. El padre había precedido a Kurt en los
cuerpos especiales del ejército y como su hijo, que había acabado
siguiendo sus pasos, había sido un asesino que se ocupaba de
misiones encubiertas. Pero cuando Kurt tenía trece años, su padre
murió en el curso de una operación secreta en Camboya durante las
últimas semanas de la guerra de Vietnam. La reacción de la madre
había sido la de un pájaro al que acaban de abrirle la jaula. Sin
hacer el menor caso de la confusión emocional de su hijo, que se
debatía entre la pena y el alivio, se lanzó a una serie de
aventuras amorosas cuyas intimidades Kurt había tenido que soportar
audiblemente a través de las delgadas paredes de su casa en la base
militar. En cuestión de meses, la madre de Kurt había consumado sus
frenéticas experiencias sexuales casándose con un mojigato vendedor
de seguros a quien Kurt despreciaba. El jefe de seguridad creía que
todas las mujeres, y en particular las atractivas, eran como la
madre idealizada de su juventud, que conspiraban para seducirlo,
arrebatarle su fuerza y después abandonarlo.
En cuanto Daniel y Stephanie desaparecieron de la vista en el
interior del edificio número tres, la mirada de Kurt pasó
inmediatamente al monitor doce y esperó a verlos aparecer en la
cafetería. Cuando se unieron a la cola en el mostrador de los
platos calientes, Kurt se levantó para ir a su despacho. Del
respaldo de la silla, cogió la americana de seda negra y se la puso
sobre la camiseta negra. Necesitaba la americana para ocultar el
arma que llevaba en una pistolera sujeta al cinturón. Se arremangó
hasta más arriba de los codos. Luego recogió la caja que contenía
el micrófono en miniatura que quería instalar en el móvil de
Stephanie y el aparato de escucha. También recogió la caja de
herramientas de relojería, que incluía un soldador y una lente de
relojero.
Salió del edificio número dos por una puerta del sótano con
el equipo de espionaje electrónico y la caja de herramientas en la
mano, y con el andar elástico de un felino, se dirigió al edificio
número uno. No tardó en llegar junto al banco asignado a los dos
científicos. Después de una rápida ojeada en derredor para
asegurarse de que estaba solo, cogió el móvil de Stephanie, se
ajustó la lente y puso manos a la obra.
Tardó menos de cinco minutos en colocar y probar el
micrófono. Estaba atornillando la tapa del móvil cuando escuchó que
se abría la puerta al otro extremo del laboratorio. Se inclinó para
mirar por debajo del estante en dirección a la puerta que estaba a
unos treinta metros, convencido de que vería a algún miembro del
personal o quizá a Paul Saunders. Se quedó de piedra al comprobar
que se trataba de Stephanie, y que la mujer se acercaba con paso
rápido y decidido.
Durante unos segundos, Kurt debatió qué hacer. No obstante,
prevaleció su preparación, y no tardó en recuperar la compostura
habitual. Terminó de atornillar la tapa, cerró el teléfono, y lo
devolvió a su sitio detrás de la botella de ácido hidroclorídico. A
continuación recogió las herramientas, el aparato de escucha y la
lente. Sin hacer ruido, lo metió todo en un cajón y lo cerró
empujándolo con la cadera. Stephanie D'Agostino se encontraba ahora
solo a unos seis metros y se acercaba rápidamente. Kurt retrocedió
con la intención de mantener el banco y el estante entre él y la
científica. No tenía mucho más donde ocultarse, y ella acabaría por
verle, pero no había más opciones.
A Tony le molestaba haber tenido que renunciar a una buena
comida, que era uno de los mejores momentos del día, para tener que
hacer una nueva visita a la horrorosa tienda de suministros de
fontanería de los hermanos Castigliano. El olor a huevos podridos
procedente del albañal tampoco ayudaba mucho, aunque con la baja
temperatura no molestaba tanto como en la visita de hacía casi dos
semanas. Al menos tenía el consuelo de visitar el sumidero en pleno
día y no en la oscuridad de la noche, porque así se evitaba la
preocupación de tropezar con alguna de las pilas de desperdicios
que se acumulaban delante del local. La parte buena era que tenía
buenas razones para creer que esta sería la última visita, al menos
en lo referente al problema con CURE.
Entró en el local y fue directamente al despacho en el fondo.
Gaetano, que estaba atendiendo a un par de clientes en el
mostrador, lo miró por un segundo y lo saludó con un gesto. Tony no
le hizo caso. Si Gaetano hubiera hecho bien su trabajo, él no
tendría que estar ahora caminando entre estanterías cubiertas de
polvo y respirando el hedor a huevos podridos. En cambio, estaría
sentado a su mesa favorita en su restaurante Blue Grotto, en
Hanover Street, con una copa de chianti del 97, muy entretenido en
decidir qué pasta debía pedir. Le cabreaba horrores que los
subordinados metieran la pata, porque siempre terminaban
complicándole la vida. A medida que se hacía mayor, más se
convencía de la verdad del dicho: «Si quieres que algo se haga
bien, hazlo tú mismo».
Tony abrió la puerta del despacho, entró, y cerró de un
portazo. Lou y Sal estaban en sus respectivas mesas, con sendas
pizzas. Una náusea estremeció a Tony. Detestaba el olor de las
anchoas, sobre todo si estaba mezclado con el hedor a huevos
podridos que se filtraba en la habitación.
–Tíos, tenéis un problema -anunció Tony, y apretó los labios
en una severa expresión de disgusto al tiempo que movía la cabeza
como uno de aquellos perritos de plástico que algunos conductores
colocaban en la bandeja trasera de sus coches. No obstante, para
establecer claramente que no se trataba de una falta de respeto a
los mellizos, se acercó y chocó las manos con cada uno de ellos
antes de ir al sofá y sentarse. Se desabrochó la chaqueta pero no
se la quitó. Solo iba a quedarse un par de minutos. No había nada
complicado en lo que había venido a comunicar.
–¿Qué pasa? – preguntó Lou con la boca llena de
pizza.
–Gaetano la ha jorobado. Lo que sea que hizo en Nassau no ha
tenido ningún efecto. Nada.
–Bromeas.
–¿Tengo cara de estar bromeando? – Tony frunció el entrecejo
y extendió las manos.
–¿Nos estás diciendo que el profesor y tu hermana no han
regresado?
–Es más que eso -manifestó Tony despectivamente-. No solo que
no han vuelto, sino que las andanzas de Gaetano, las que fueran, no
han merecido ni una sola palabra de mi hermana a mi madre, y eso
que hablan todos los días.
–¡Espera un momento! – intervino Sal-. ¿Estás diciendo que tu
hermana no dijo nada de que hubiesen tenido un problema o que a su
novio le hubieran dado una paliza?
–¡Absolutamente nada! ¡Cero! Lo único que escucho es que todo
va de ensueño en el paraíso.
–Eso no encaja con lo que dijo Gaetano -afirmó Lou-, cosa que
me resulta difícil de creer, dado que, por lo general, tiende a
pasarse en las palizas.
–Pues en esta ocasión, desde luego, no lo parece. Los
tortolitos siguen allí muy felices, pasándoselo de fábula, e
insisten, según mi madre, en que se quedarán las tres semanas, el
mes, o el tiempo que habían decidido. Mientras tanto, mi contable
dice que nada ha cambiado y que la compañía va de cabeza a la
bancarrota. Afirma que dentro de un mes no les quedará ni un
centavo, así que ya podemos despedirnos de nuestros doscientos
billetes.
Sal y Lou intercambiaron una mirada donde se combinaban la
incredulidad, el desconcierto, y la furia.
–¿Qué dijo Gaetano que había hecho? – añadió Tony-. ¿Pegarle
al profesor en la mano y decirle que era un niño
malo?
¿No será que ni siquiera fue a Nassau y en cambio dijo que
sí? – Tony se reclinó en el sofá con los brazos y las piernas
cruzadas.
–¡En este asunto hay algo que no encaja! – declaró Lou-. ¡Las
cosas no cuadran! – Dejó la porción de pizza de anchoas y
salchichón, se pasó la lengua por el interior de los labios para
despegar los restos de comida pegados a los dientes, tragó, y a
continuación apretó un timbre instalado en la mesa. A través de la
puerta se escuchó el sonido amortiguado de la campanilla que sonaba
en el local.
–¡Gaetano fue a Nassau! – afirmó Sal-. Eso lo sabemos a
ciencia cierta.
Tony asintió, aunque con una expresión de incredulidad. Era
consciente de que estaba apretando las clavijas a los hermanos,
porque a ambos les gustaba creer que lo tenían todo controlado. La
intención era provocar su furia, y por ahora lo estaba logrando.
Cuando Gaetano asomó la cabeza en el despacho, los gemelos estaban
fuera de sí.
–¡Entra de una puñetera vez y cierra la puerta! – le ordenó
Sal.
–Tengo clientes en la tienda -protestó Gaetano, y señaló por
encima del hombro.
–Como si tuvieras al mismísimo presidente de Estados Unidos,
imbécil -gritó Sal-. ¡Mueve el culo! – Para dar respaldo a sus
palabras, Sal abrió el cajón central de la mesa, sacó un revólver
del calibre 38 de cañón corto, y lo dejó sobre la carpeta que tenía
delante.
Gaetano frunció el entrecejo mientras obedecía. Había visto
el arma en repetidas ocasiones y no le preocupaba porque era uno de
los numeritos que montaba su jefe. Al mismo tiempo, tenía claro que
Sal estaba furioso por algo, y Lou no parecía mucho más contento.
Echó una ojeada al sofá pero como Tony estaba sentado en el centro,
decidió permanecer de pie.
–¿Qué pasa? – preguntó.
–¡Queremos saber exactamente qué demonios hiciste en Nassau!
– le espetó Sal.
–Te lo dije. Hice lo que me ordenasteis que hiciera. Incluso
lo hice en un día, cosa que en realidad me tocó los
cojones.
–Pues quizá tendrías que haberte quedado un día más -replicó
Sal despectivamente-. Al parecer, el profesor no captó el mensaje
que le enviamos.
–¿Qué le dijiste exactamente a ese montón de mierda? –
preguntó Lou con un tono de inquina.
–Que moviera el culo, y que regresara aquí para ocuparse de
su compañía -respondió Gaetano-. Demonios, no fue nada complicado.
No tuve que meterme en demasiadas complicaciones ni nada por el
estilo.
–¿Lo zamarreaste un poco? – inquirió Sal.
–Hice mucho más que zamarrearlo. De entrada le di un
puñetazo, que lo convirtió en un flan, hasta tal punto que tuve que
levantarlo del suelo. Quizá le rompí la nariz, pero no estoy
seguro. Sé que le puse un ojo a la funerala. Cuando acabamos la
charla, le aticé un sopapo que lo tumbó de la
silla.
–¿Qué hay del mensaje? – añadió Sal-. ¿Le dijiste que le
harías otra visita si no movía el culo y regresaba a Boston para
poner en orden su compañía?
–¡Pues claro! Le dije que le haría daño de verdad si tenía
que volver, y no hay duda de que captó el mensaje.
Los mellizos miraron a Tony, y se encogieron de hombros al
unísono.
–Gaetano no miente cuando se trata de estas cosas -afirmó
Sal. Lou asintió con un gesto.
–Pues entonces es una prueba más de que el profesor pasa de
nosotros -señaló Tony-. Salta a la vista que no se tomó en serio a
Gaetano, y que no le importa para nada que se pierdan nuestros
doscientos papeles.
Durante unos minutos, reinó el silencio en la habitación. Los
cuatro hombres se miraron los unos a los otros. Era obvio que todos
pensaban en lo mismo. Tony esperó a que alguien sacara el tema, y
fue Sal quien lo hizo.
–Es como si lo estuviese pidiendo -comentó-. Ya habíamos
decidido que si no hacía caso nos lo cargaríamos y dejaríamos que
la hermana de Tony llevara las riendas.
–Gaetano, me parece que tendrás que hacer otro viaje a las
Bahamas.
–¿Cuándo? – preguntó el matón-. Se supone que mañana por la
noche tengo que atizarle al oculista de Newton.
–No lo he olvidado -contestó Lou. Consultó su reloj-. Son las
doce y media. Puedes ir esta tarde vía Miami, cargarte al profesor,
y estar aquí mañana.
Gaetano puso los ojos en blanco.
–¿Qué pasa? – continuó Lou-. ¿Tienes algún otro
plan?
–Algunas veces no es fácil cargarse a alguien -señaló
Gaetano-. ¡Demonios, primero tengo que encontrar al
tipo!
–¿Sabes dónde están ahora tu hermana y el
novio?
–Claro que sí, están en el mismo hotel -respondió Tony, y se
rió en son de burla-. Eso indica lo muy en serio que se tomaron los
cachetes de Gaetano.
–Lo dije antes -insistió Gaetano-. Nada de cachetes. Lo aticé
con ganas.
–¿Cómo sabes que están en el mismo hotel? – preguntó
Lou.
–A través de mi madre. La mayoría de las veces la llama al
móvil, pero me dijo que también la llamó al hotel, un día que tenía
el móvil apagado. Los tórtolos no solo están en el mismo hotel,
sino que siguen en la misma habitación.
–Pues ya sabes dónde tienes que ir -le dijo Lou al
matón.
–¿Puedo cargármelo en el hotel? Eso simplificaría mucho las
cosas.
Lou miró a Sal, y este miró a Tony.
–No veo ninguna razón en contra. – Tony se encogió de
hombros-. Siempre y cuando mi hermana no esté en medio, y que las
cosas se hagan con discreción, sin montar una
escena.
–Eso no es necesario decirlo -replicó Gaetano. Comenzaba a
entusiasmarse. Viajar hasta Nassau para pasar solo una noche era un
poco denso, y no se podría considerar como unas soleadas
vacaciones, pero podía resultar divertido-. ¿Qué pasa con el arma?
Tiene que tener un silenciador.
–Estoy seguro de que nuestros amigos colombianos se pueden
ocupar del tema -dijo Lou-. Con toda la mierda que les pasamos en
Nueva Inglaterra, nos lo deben.
–¿Cómo la conseguiré?
–Supongo que alguien se te acercará cuando llegues a Nassau
-respondió Lou-. Ahora mismo los llamaré. Avísame en cuanto sepas
el número del vuelo.
–¿Qué pasa si hay algún problema, y no me hago con un arma?
Si queréis que esté de regreso mañana por la noche, todo tiene que
ir sobre ruedas.
–Si llegas y nadie se te acerca, llámame -dijo
Lou.
–Vale -asintió Gaetano, contento-. Toca mover el
culo.
El mensaje del cartel era claro. Decía: acceso restringido,
solo personal autorizado. la prohibición se cumplirá estrictamente.
Stephanie se detuvo por un momento, con la mirada puesta en el
cartel enmarcado. Estaba atornillado a la puerta junto al
montacargas. Era esta la puerta por la que entraba y salía Cindy
Drexler habitualmente, la misma por la que había salido para
entregarle los ovocitos a Stephanie y Daniel. Stephanie había visto
el cartel de reojo, pero nunca se había acercado para leerlo. Ahora
que lo había hecho, dudaba. Se preguntó cuál podía ser el
significado de que la prohibición se cumplirá estrictamente, sobre
todo a la vista de la tendencia de los directivos de la clínica
Wingate a exagerar todo lo referente a la seguridad. Sin embargo,
había llegado hasta aquí y no era cuestión de dar media vuelta y
renunciar solo por un cartel con una advertencia genérica. Empujó
la puerta. Se abrió sin más. Al otro lado, había una escalera que
bajaba. Se tranquilizó al pensar que si les preocupaba tanto la
presencia de intrusos en la sala de huevos no tendrían la puerta
cerrada sin llave.
Con una última mirada por encima del hombro para asegurarse
de que estaba sola en el laboratorio, cruzó el umbral y la puerta
se cerró sola. De inmediato, notó el contraste con el frío seco del
aire acondicionado del laboratorio. En la escalera, el aire era
mucho más cálido y húmedo. Comenzó a bajar rápidamente, calzada
como iba con zapatos de tacón bajo.
Stephanie se daba prisa porque había calculado que no podría
estar más de quince minutos -estirando mucho, veinte- lejos de
Daniel. Miró su reloj mientras bajaba; había consumido cinco
minutos en ir desde la cafetería hasta allí. Solo se había desviado
unos momentos para recoger el móvil. No quería olvidarlo y aparecer
sin el teléfono en la cafetería, porque era la excusa que había
dado. Daniel la había mirado con una expresión de curiosidad cuando
ella se había levantado al minuto siguiente de dejar la bandeja con
la comida en la mesa. Tenía claro que se enfadaría si se enteraba
de sus intenciones.
Se tambaleó cuando se detuvo bruscamente al pie de la
escalera. Se encontró en un pasillo corto y mal iluminado que daba
acceso al montacargas en un lado y una puerta de acero inoxidable
en el fondo. No tenía pomo ni cerradura. Stephanie se acercó, apoyó
la mano en el metal, y empujó. Estaba caliente al tacto pero no
cedió en lo más mínimo. Apoyó una oreja y le pareció escuchar un
muy leve zumbido.
Stephanie se apartó un poco para observar todo el contorno.
Parecía sellada en el marco metálico con una precisión milimétrica.
Se puso a gatas, y comprobó que el encaje también era perfecto en
el suelo. El esmero de la puerta aumentó su ya enorme curiosidad.
Se levantó, y con el borde del puño, golpeó suavemente el metal.
Intentaba calcular el grosor, y llegó a la conclusión de que era
considerable, dado que no había notado ninguna
vibración.
–Pues aquí se acaba mi muy cacareada investigación -susurró
Stephanie. Sacudió la cabeza en una muestra de desilusión al tiempo
que volvía a fijarse en el contorno. Le sorprendió que no hubiese
un timbre, un interfono ni ninguna otra manera a la vista de abrir
la puerta o de comunicarse con alguien en el
interior.
Con un último suspiro de enfado, a juego con su expresión
desilusionada, se volvió hacia la escalera, consciente de que debía
inventarse alguna otra estrategia si pretendía continuar con su
investigación clandestina. Sin embargo, solo había dado un paso
cuando descubrió algo que había pasado por alto. Apenas si
sobresalía de la pared delante del montacargas, y resultaba difícil
de ver en la penumbra: se trataba de un pequeño lector de tarjetas
magnéticas. No lo había visto antes porque solo había tenido ojos
para la brillante puerta metálica. Además, el lector tenía el mismo
color de la pared y estaba a dos metros de la
puerta.
Megan Finnigan se había ocupado de que Stephanie y Daniel
tuviesen las tarjetas de identificación de la clínica Wingate. Cada
una llevaba una foto que parecía de presidiario plastificada en una
cara y la banda magnética en la otra. La supervisora les había
dicho que las tarjetas tendrían más valor para los temas de
seguridad cuando tuvieran completa la plantilla, momento en que
llevarían más datos de sus titulares, y añadió que ahora las
necesitarían para entrar en el depósito del laboratorio si les
hacía falta algún suministro.
Ante la remota posibilidad de que la tarjeta pudiese servir
para esta sala a la vista de que estaban en los primeros meses de
funcionamiento de la clínica, Stephanie la pasó por el lector. Su
intento se vio recompensado de inmediato cuando vio cómo se abría
la puerta de acero y escuchaba el suave silbido del aire
comprimido. Al mismo tiempo, se vio envuelta en un extraño
resplandor procedente de la sala, y que era una mezcla de luz
incandescente y luz ultravioleta. También notó la corriente de aire
cálido y húmedo; el lejano zumbido que había oído antes se
escuchaba ahora con toda claridad.
Complacida con este súbito y bienvenido golpe de suerte,
entró sin perder ni un segundo y se encontró en lo que parecía ser
una incubadora gigante. Con una temperatura que rondaba los treinta
y seis grados y la humedad de casi el ciento por ciento, notó cómo
el sudor comenzaba a empaparle todo el cuerpo, a pesar de que
llevaba una blusa sin mangas y una bata de laboratorio corta. Ahora
comprendía por qué Cindy vestía unas prendas de algodón tan
ligeras.
Unas estanterías similares a las de una biblioteca, con la
única diferencia de que en lugar de libros estaban llenas de
recipientes con cultivos de tejidos, ocupaban todo el espacio
formando una cuadrícula. Cada una tenía unos tres metros de
longitud, estaba hecha de aluminio con los estantes regulables y se
alzaba desde el suelo de mosaico hasta casi el techo bajo. Todos
los recipientes al alcance de su vista estaban vacíos. Delante de
ella tenía un largo pasillo, y las estanterías parecían un dibujo
en perspectiva. Era tan largo que una ligera bruma oscurecía el
final. Por el tamaño de las instalaciones, era obvio que la clínica
se estaba preparando para una gran capacidad
productiva.
Stephanie avanzó a paso rápido mientras miraba a uno y otro
lado. Después de caminar unos treinta pasos se detuvo cuando
encontró una estantería donde había cultivos de tejidos en marcha,
como lo demostraban los niveles del líquido en los recipientes de
vidrio. Levantó uno. En la etiqueta pegada a la tapa ponía cultivo
de oogonios, además de una fecha reciente y un código
alfanumérico.
Dejó el recipiente en su lugar y comprobó los demás. Todos
tenían fecha y código diferentes. Saber que la clínica parecía
tener éxito en el cultivo de células germinales primitivas despertó
su interés aunque también la preocupó por diversas razones, si bien
no era este su objetivo. Deseaba confirmar el origen de los
oogonios y los ovocitos que cultivaban y maduraban. Estaba segura
de saberlo, pero quería una prueba definitiva que pudiera
transmitir a las autoridades locales después de haber tratado al
senador y de que ella, Daniel y Butler hubiesen regresado al
continente. Miró su reloj. Habían pasado unos ocho minutos, la
mitad del tiempo que se había dado.
Stephanie, dominada por una creciente ansiedad, avanzó
rápidamente al tiempo que echaba una ojeada a los pasillos
laterales y a cada una de las estanterías. El problema radicaba en
que no sabía qué buscaba, y la sala era enorme. Para empeorar las
cosas, comenzó a notar una leve sensación de falta de oxígeno.
Entonces se le ocurrió que la atmósfera en el recinto tendría
probablemente un elevado nivel de dióxido de carbono para ayudar a
los cultivos de tejidos.
Se detuvo de nuevo después de otros veinte pasos. Había
llegado junto a una estantería donde los recipientes tenían una
forma particular. Nunca había visto antes nada parecido. No solo
eran más grandes y profundos de lo habitual, sino que además tenían
una matriz interna donde crecían las células cultivadas. Por otro
lado, estaban colocados en unas bases giratorias que les imprimían
un movimiento circular, al parecer con el propósito de facilitar la
circulación del medio de cultivo. Sin perder ni un segundo,
Stephanie levantó uno de los recipientes. En la etiqueta habían
escrito: ovario fetal troceado, veintiuna semana de gestación,
ovocitos suspendidos en la etapa diploide de profase, seguido por
una fecha y un código. Hizo lo mismo con los demás recipientes de
la estantería. Como con los cultivos oogónicos, todos tenían fechas
y códigos diferentes.
Las estanterías que quedaban todavía eran más interesantes.
Contenían recipientes más grandes y profundos que los anteriores,
aunque había menos por estante. La mayoría estaban vacíos. Los
llenos contenían un líquido nutriente que circulaba a través de
diversos tubos hasta unas máquinas centrales, que parecían unidades
de diálisis en miniatura y que eran el origen del zumbido que
llenaba la sala. Stephanie se inclinó para mirar en uno de los
recipientes. Sumergido en el líquido había un pequeño trozo de
tejido filamentoso, aproximadamente del tamaño de una chirla. Los
vasos que salían del pequeño órgano estaban canulados con unos
diminutos tubos de plástico conectados a una máquina aún más
pequeña que las otras. El órgano era objeto de una perfusión
interna además en estar sumergido en un caldo de cultivo que
circulaba continuamente.
Stephanie metió la cabeza entre los dos estantes para poder
mirar la tapa del recipiente sin moverlo. En la etiqueta habían
escrito con rotulador rojo: ovario fetal, veinte semanas de
gestación junto con la fecha y el código. A pesar de las
implicaciones, no pudo menos que sentirse impresionada. Al parecer,
Saunders y su equipo estaban manteniendo vivos ovarios fetales al
menos durante unos días.
Se apartó de la estantería. Aunque no se trataba de una
prueba concluyente, lo que estaba descubriendo allí era del todo
coherente con sus sospechas de que Paul Saunders y su socio estaban
pagando a las jóvenes lugareñas para embarazarlas y luego
practicarles un aborto al cabo de unas veinte semanas para recoger
los ovarios fetales. Con sus conocimientos de embriología, sabía
más que los legos, sobre todo que un diminuto ovario fetal de
veintiuna semanas contenía alrededor de siete millones de células
germinales capaces de convertirse en ovocitos maduros. La mayoría
de estos ovocitos estaban inexplicablemente condenados a
desaparecer antes del nacimiento y durante la infancia, de forma
que cuando una mujer joven comenzaba sus años reproductivos, su
población de células germinales había quedado reducida a
aproximadamente unas trescientas mil. Si la meta era la obtención
de ovocitos humanos, el ovario fetal era la fuente primordial.
Desafortunadamente Paul Saunders parecía saberlo muy
bien.
Stephanie sacudió la cabeza, desconsolada ante la absoluta
inmoralidad de abortar fetos humanos para obtener los ovocitos,
cosa que acababa de ver confirmada al menos parcialmente. Para
ella, era peor que seguir con la clonación reproductiva, que
también sospechaba que era parte del plan de Saunders. Era
consciente de que con estas prácticas inescrupulosas las
organizaciones dedicadas a la reproducción asistida como la clínica
Wingate, desprestigiaban la biotecnología y ponían trabas a su
desarrollo. También le cruzó por la mente que la capacidad de
Daniel para cerrar los ojos a la realidad en estas circunstancias
le descubría algo de él que hubiese preferido no saber; ese
conocimiento, junto al distanciamiento afectivo que mostraba, la
hacía interrogarse sobre el futuro de la relación más de lo que
había hecho en el pasado. Se dejó llevar por un impulso y decidió
que como mínimo en cuanto regresaran a Cambridge se iría a vivir
por su cuenta.
Sin embargo, quedaba mucho por hacer hasta entonces.
Stephanie volvió a consultar su reloj. Habían pasado once minutos.
Se le agotaba el tiempo, porque como mucho solo disponía de otros
cuatro minutos antes de dar por concluida la visita. Necesitaba
encontrar una prueba irrefutable para que Saunders no pudiera
afirmar que los abortos eran terapéuticos. Si bien teóricamente
podría volver a esta sala otro día, el instinto le decía que no
sería fácil, máxime por la dificultad de encontrar otra excusa
creíble para alejarse de Daniel. Su pareja no le daba apoyo, pero
desde luego insistía en estar muy cerca
físicamente.
Cuatro minutos no eran mucho tiempo. Llevada por la
desesperación, Stephanie decidió correr todo el resto del pasillo
hasta el final de la sala, desviarse a uno de los lados, y luego
volver hacia la puerta por cualquiera de los otros pasillos
longitudinales. No había corrido más de seis metros cuando se
detuvo bruscamente. Al mirar a la izquierda por uno de los pasillos
laterales, vio lo que parecía ser un laboratorio o un despacho
separado de la sala principal por una cristalera. Se encontraba a
casi siete metros de su posición. La brillante luz fluorescente
alumbraba la zona cercana. Sin pensárselo dos veces, cambió de
dirección para ir hacia allí.
Mientras se acercaba, comprobó que la impresión inicial había
sido correcta. Sin duda se trataba de la oficina y laboratorio de
Cindy, convenientemente ubicada en el centro y contra la pared del
edificio. La habitación era rectangular, de unos tres metros de
fondo por unos nueve de longitud. A todo lo largo de la pared había
un mostrador con cajones y en el centro un espacio para utilizar el
mostrador como mesa. La iluminación provenía de los tubos
fluorescentes instalados en la parte inferior de los armarios
colgados, que hacía resplandecer la superficie del
mostrador.
El mostrador estaba abarrotado con recipientes,
centrifugadoras, y toda clase de equipos, pero nada de todo esto le
interesaba a Stephanie. Su atención se centró de inmediato hacia lo
que parecía ser un gran libro de registro en la parte que servía de
mesa. Lo ocultaba en parte el respaldo de la
silla.
Consciente de que el tiempo corría implacablemente, miró a un
lado y a otro de la oficina en busca de una puerta. Para su
sorpresa, la tenía delante mismo de sus ojos; excepto por el pomo,
no se distinguía del resto de los cristales. Las bisagras estaban
por el lado interior.
Al ver el ojo de la cerradura, Stephanie pensó que podría
estar cerrada con llave; rogó para que no fuese así. Sujetó el pomo
y lo hizo girar. Exhaló un suspiro de satisfacción cuando la puerta
se abrió silenciosamente. En el momento de entrar en la larga y
poco profunda habitación, notó una brisa proveniente de la sala,
algo que sugería que la sala estaba presurizada, probablemente para
evitar la presencia de microbios transportados por el aire. La
temperatura y la humedad en el interior del despacho eran normales.
Dejó la puerta entreabierta y se acercó al libro. Un segundo más
tarde estaba absorta en la lectura, convencida de que había
encontrado lo que buscaba.
Apartó la silla y se inclinó sobre el libro para ver mejor
las entradas manuscritas. Era un libro de registro, pero no
financiero. Aparecía toda una lista de las mujeres que habían sido
fertilizadas para después someterlas a un aborto, incluidas las
fechas de las dos intervenciones, junto con otra información.
Volvió unas cuantas páginas atrás, y comprobó que el programa había
comenzado mucho antes de que la clínica abriera sus puertas. Paul
Saunders se había ocupado de asegurarse el suministro de ovocitos
con mucha antelación.
Stephanie se fijó en unos cuantos casos individuales, y
siguió con el dedo las correspondientes entradas. Así se enteró de
que las mujeres habían sido embarazadas después de una fecundación
in vitro. Esto era coherente, dado que solo necesitaban fetos
femeninos, y la FIV era la única manera de garantizar dicho
resultado. Advirtió que los cromosomas X utilizados en todos los
casos pertenecían al esperma de Paul Saunders, algo que ofrecía un
claro testimonio de una megalomanía sin
escrúpulos.
Se sintió fascinada. Todo estaba debidamente registrado con
letra clara. Aparecían los tipos de cultivos de tejido empleados en
cada caso junto con el estado actual de los cultivos en la sala.
Según el registro, algunos fetos aportaban ovarios enteros, a otros
se los extraían para trocearlos y hacer nuevos cultivos, mientras
que unos solo servían para proveer líneas de células germinales no
agregadas.
Stephanie volvió a la página que había encontrado abierta, y
comenzó a contar cuántas mujeres estaban embarazadas en estos
momentos. No pudo evitar sacudir la cabeza al ver que Saunders y
sus secuaces no solo habían tenido la temeridad de ejecutar
semejante programa sino también la audacia de anotar todos y cada
uno de los sórdidos detalles. Tras este descubrimiento, ahora
Stephanie no tenía más que informar a las autoridades locales de la
existencia del libro de registro y dejar que ellos adoptaran las
medidas pertinentes.
De pronto se quedó de una pieza cuando un estremecimiento de
terror le recorrió la espalda. No había acabado de contar el número
de mujeres embarazadas cuando un puño helado le oprimió el corazón.
En el más absoluto silencio y sin ningún aviso previo, un círculo
de acero helado había pasado entre sus cabellos para apoyarse en la
nuca bañada en sudor. En el acto comprendió sin ninguna duda de que
se trataba del cañón de un arma.
–¡No te muevas, y apoya las manos en la mesa! – le ordenó una
voz incorpórea.
Stephanie notó que se le doblaban las rodillas. Sufrió una
parálisis momentánea. Todos los temores relacionados con su
espionaje, agravados por la presión del tiempo, se condensaron en
una descarga de terror. Estaba inclinada sobre el libro, con una
mano en la mesa y la otra levantada en el aire. Había utilizado el
índice para ayudarse en la cuenta.
–¡Pon las manos en la mesa! – repitió Kurt sin disimular la
furia. Le tembló la voz. Tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle
con el arma a esta desvergonzada y provocadora mujer que había
tenido el descaro de entrar en la sala de los
huevos.
El cañón del arma se mantuvo apretado contra la nuca de
Stephanie sin llegar a producirle dolor. La científica recuperó el
movimiento; obedeció la orden y apoyó la otra mano en la mesa.
Tenerlas apoyadas evitó que se desplomara. Temblaba tanto que
notaba como si los músculos de las piernas estuviesen hechos de
gelatina.
Agradeció para sus adentros que Kurt apartara el arma.
Inspiró profundamente. Advirtió, sin mucha atención, que unas manos
buscaban en el interior de los bolsillos de la bata, que cogían el
móvil, un puñado de bolígrafos y papeles, y los volvían a guardar.
Comenzó a recuperarse un poco, cuando notó que las manos se metían
por debajo de la bata y le tocaban los pechos.
–¿Qué demonios está haciendo? – preguntó.
–¡Cállate! – gritó Kurt. Le palpó los costados del tórax.
Luego las manos bajaron hasta las caderas, donde se detuvieron por
un instante.
Stephanie contuvo la respiración. Se sentía mortificada y
humillada. Al cabo de un segundo, las manos le sujetaron las
nalgas.
–¡Esto es un abuso! – tartamudeó. La furia comenzó a
imponerse al miedo. Intentó levantarse para enfrentarse a su
captor.
–¡Cállate! – repitió Kurt. Apoyó una mano en la espalda de la
bióloga y la empujó hasta hacerle caer sobre el libro con los
brazos extendidos sobre el mostrador. Una vez más, el arma se apoyó
en su nuca y esta vez le hizo daño-. No dudes ni por un segundo de
que te puedo disparar aquí y ahora.
–Soy la doctora D'Agostino -dijo Stephanie con voz ahogada
por la terrible presión en la espalda-. Trabajo
aquí.
–Sé quién eres -replicó Kurt con el mismo tono feroz-, y
también que no trabajas en esta sala. Esto es una zona
vedada.
Stephanie notaba el aliento caliente de Kurt. Estaba
inclinado sobre ella, y la apretaba contra el mostrador. Le costaba
respirar.
–Si te vuelves a mover, disparo.
–Vale -gimió Stephanie. Para su alivio, desapareció el peso
que la sofocaba. Hizo una inspiración a fondo en el mismo momento
en que una mano le palpó la entrepierna. Apretó los dientes ante
este nuevo abuso. Luego las dos manos le palparon una pierna y
después la otra, pero no antes de tocarle de nuevo en la
entrepierna. Después, el peso del hombre volvió a descansar sobre
ella, aunque no con la misma violencia de antes. Al mismo tiempo,
notó el calor de su aliento en la nuca cuando él se frotó
lujuriosamente contra su cuerpo y le susurró al
oído:
–Las mujeres como tú se merecen esto y más.
Stephanie contuvo el impulso de resistirse o siquiera gritar.
El hombre que la aplastaba seguramente era un desequilibrado, y su
intuición le gritaba silenciosamente que, por ahora, debía
mostrarse pasiva. Después de todo, se encontraba en una clínica y
no en algún lugar aislado. No tardaría en aparecer Cindy Drexler o
algún otro.
–Verás, zorra -añadió Kurt-. Tenía que asegurarme de que no
llevaras una cámara o un arma. Es algo que suelen hacer los
intrusos, y no lo puedes saber si no los cacheas.
Stephanie permaneció callada e inmóvil. El hombre se
apartó.
–¡Pon las manos detrás!
Stephanie obedeció la orden. Entonces, antes de que pudiese
saber qué estaba pasando, notó el frío de las esposas. Sucedió tan
rápido que no lo comprendió hasta escuchar el segundo chasquido
metálico. La situación iba de mal en peor. Nunca la habían
esposado, y las argollas le hacían daño en las muñecas. Para colmo,
ahora se sentía muchísimo más indefensa.
Kurt la sujetó por la nuca, la levantó bruscamente, y la
obligó a volverse. Miró a su asaltante, y se fijó en los finos
labios desfigurados en una sonrisa cruel e insultante, como si
hiciera alarde de que apenas conseguía mantenerse
controlado.
Lo reconoció de inmediato. Aunque nunca había escuchado su
voz hasta ahora, lo había visto por las dependencias de la clínica
y en la cafetería. Incluso sabía su nombre y que era el jefe de
seguridad. Había sido en su despacho donde a ella y Daniel los
habían fotografiado para hacerles las tarjetas de identidad. El
hombre estuvo presente, pero no dijo ni una palabra. En aquella
ocasión, Stephanie había evitado en todo momento la mirada de sus
ojos pequeños como cuentas.
Kurt se hizo a un lado y le señaló la puerta abierta de la
oficina. Había guardado el arma. Stephanie no veía la hora de
marcharse, pero cuando intentó volver por la dirección en que había
venido, el jefe de seguridad la cogió del brazo.
–Vas en la dirección equivocada -dijo con voz áspera. Cuando
ella se volvió para mirarlo, Kurt le señaló la dirección
opuesta.
–Quiero volver al laboratorio -manifestó Stephanie. Intentó
dar un tono autoritario a su voz, a pesar de lo difícil de las
circunstancias.
–No me importa en lo más mínimo lo que quieras. ¡Camina! –
Kurt le dio un empellón. Sin los brazos para ayudarla a mantener el
equilibrio, a punto estuvo de caer de bruces. Afortunadamente,
evitó la caída al golpear con el hombro contra una de las
estanterías. Kurt la volvió a empujar, y ella avanzó tambaleante en
la dirección indicada.
–No sé a qué viene tanto escándalo por esto -comentó
Stephanie, después de recuperar la compostura hasta cierto punto-.
Solo estaba echando una ojeada. Tenía curiosidad por conocer el
origen de los ovocitos que nos suministró el doctor Saunders. – En
su mente debatía si lo lógico era seguir las órdenes de Kurt o
sencillamente negarse a dar un solo paso más. Si no iban a volver
al laboratorio, quería quedarse en el despacho de Cindy Drexler,
donde tenía la seguridad de que la técnica tendría que aparecer en
algún momento. No saber dónde pretendía llevarla el jefe de
seguridad la aterrorizaba, pero no se detuvo. La amenaza de que el
hombre no vacilaría en dispararle la obligó a seguir caminando. Por
muy loco y exaltado que pareciera, ella se lo tomaba muy en
serio.
–Entrar sin autorización en la sala de los huevos es algo muy
grave -replicó Kurt despectivamente, como si le hubiese leído el
pensamiento.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, dieron una vuelta
de noventa grados para ir hacia una puerta idéntica a aquella por
donde había entrado Stephanie, pero en el lado opuesto del recinto.
Kurt apretó un botón en el marco, y la pesada puerta metálica se
deslizó silenciosamente sobre las guías. Kurt la hizo pasar con
otro empellón. Como nunca había tenido que moverse con los brazos
sujetos a la espalda, Stephanie tuvo problemas para mantener el
equilibrio. Ahora estaban en un largo y angosto pasillo con las
paredes de cemento que se curvaba hacia la izquierda. La
iluminación era escasa y el aire húmedo olía a
viciado.
Stephanie se detuvo. Intentó volverse, pero esta vez el
empellón de Kurt la tumbó. Al no poder utilizar las manos para
amortiguar la caída, cayó sobre un hombro, y se raspó la mejilla
contra el suelo de cemento. Un segundo más tarde, Kurt la cogió por
la bata y la levantó como si fuese una muñeca de trapo. En cuanto
Stephanie se sostuvo de pie, la volvió a empujar. La bióloga se
resignó a continuar caminando, consciente de que resistirse solo
serviría para aumentar los riesgos.
–Exijo hablar con el doctor Wingate y el doctor Saunders
-manifestó Stephanie, en un segundo intento por mostrarse
autoritaria. Su miedo crecía por momentos mientras se preguntaba
adónde quería llevarla. El calor y la humedad indicaban que se
trataría de algún lugar subterráneo.
–En el momento oportuno -replicó Kurt y soltó una risa
libidinosa que la hizo estremecer.
Stephanie no tardó mucho en darse cuenta de que caminaban en
la misma dirección del camino cubierto que conectaba el edificio
del laboratorio con el de la administración, solo que lo hacían por
un pasaje subterráneo. Al cabo de unos minutos, llegaron a una
puerta a prueba de incendios. Kurt la abrió, y Stephanie comprobó
que había acertado. Se encontraban en el sótano del edificio de la
administración. Recordaba el lugar de cuando ella y Daniel habían
estado ahí para recoger las tarjetas de identificación. Respiró un
poco más tranquila, al suponer que se encaminaban hacia el despacho
del jefe de seguridad, una suposición que no tardó en verse
confirmada.
–¡Sigue caminando! – le ordenó Kurt cuando entraron en su
despacho. Se mantuvo detrás de ella, fuera de su campo
visual.
Stephanie pasó a otra habitación donde una de las paredes
aparecía cubierta con monitores de televisión. Kurt la obligó a
continuar. La científica se detuvo cuando llegaron al final del
pasillo.
–Verás que hay una celda a la izquierda y un dormitorio a la
derecha -añadió Kurt con un tono burlón-. ¡Tú
eliges!
Stephanie no respondió, sino que entró sin vacilar en la
celda. Kurt cerró la puerta, y el chasquido del cerrojo resonó en
el recinto de cemento.
–¿Qué pasa con las esposas? – preguntó
Stephanie.
–Por ahora se quedan donde están -contestó Kurt, y en su
rostro apareció de nuevo la sonrisa cruel-. Es por cuestión de
seguridad. A la dirección no les gusta que los prisioneros se
suiciden. – Kurt se echó a reír. Era obvio que disfrutaba mucho con
la situación. Se volvió dispuesto a marcharse pero vaciló. En
cambio, se acercó para mirar a Stephanie fijamente-. Hay un inodoro
que está a tu disposición. Si lo quieres usar, adelante. Haz como
si yo no estuviera.
Stephanie volvió la cabeza para mirar el inodoro. No solo
estaba a la vista, sino que ni siquiera disponía de asiento. Miró a
Kurt con una expresión furiosa.
–Quiero hablar con los doctores Wingate y Saunders
inmediatamente.
–Mucho me temo que no estás en condiciones de dar órdenes -se
mofó Kurt. Miró a su prisionera durante unos segundos antes de
desaparecer por el pasillo.
Stephanie soltó el aliento y se relajó un poco en cuanto se
marchó el jefe de seguridad. Solo alcanzaba a ver una parte del
corredor. No podía consultar su reloj, y se preguntó qué hora era.
Daniel no podía tardar mucho en comenzar a buscarla; quizá ya lo
estaba haciendo. Entonces la asaltó otro miedo: ¿Qué pasaría si se
había enfadado tanto con ella por lo que había hecho que no le
importaba en absoluto que la tuviesen encerrada?
Kurt Hermann se sentó a su mesa y apoyó los brazos en la
superficie. Temblaba del deseo no consumado. Stephanie D'Agostino
lo había excitado al máximo. Desafortunadamente, el placer de
acariciar su cuerpo había sido demasiado breve y ansiaba una
repetición. Ella se había comportado de una manera despectiva, pero
Kurt estaba seguro de conocer bien a las mujeres. Les gustaba
comportarse de esa manera: primero provocaban, y luego fingían que
no les gustaban las consecuencias. No era más que puro fingimiento,
una broma.
Durante unos minutos buscó excusas para no llamar a Saunders.
De haber estado dentro de sus atribuciones, no lo hubiese hecho. La
doctora D'Agostino bien podía desaparecer sin más. Demonios, era lo
que se merecía. Sin embargo, era consciente de que no podía
hacerlo. Saunders se enteraría, porque sabía que Kurt controlaba
las entradas y salidas de la clínica. Si desaparecía la doctora,
Saunders sabría que Kurt era el responsable o por lo menos que
estaba al corriente de lo que le había pasado.
Kurt apeló a su entrenamiento en las artes marciales para
tranquilizarse. En cuestión de minutos, sus músculos se relajaron y
desaparecieron los temblores. Incluso los latidos de su corazón
bajaron a menos de cincuenta por minuto. Lo sabía porque se
controló el pulso varias veces. Cuando recuperó el control de sus
emociones, se levantó para ir a la sala de los
monitores.
El reloj de pared marcaba las 12.41. Eso significaba que
Spencer Wingate y Paul Saunders estarían en la cafetería. Kurt se
sentó delante de los monitores. Se fijó en el número doce. Con el
teclado, conectó el mando a la minicámara doce y comenzó un barrido
del local. Antes de encontrar a sus jefes, encontró a Daniel
Lowell. Kurt amplió la imagen. El hombre leía una revista
científica mientras comía, absolutamente ajeno al entorno. Al otro
lado de la mesa estaba la bandeja de Stephanie. Una mueca burlona
apareció en el rostro de Kurt. Tenía a la novia del científico
encerrada en su celda particular después de haberla magreado a
placer, y el tipo no tenía ni la menor idea. ¡Menudo
imbécil!
Kurt cerró el zoom y continuó buscando a Spencer y
Paul.
Los encontró en la mesa habitual, en compañía de varios
empleados. Ellos también eran unos imbéciles, porque Kurt sabía con
quiénes follaban, y la palma se la llevaba Paul, que vivía en la
clínica. Para Kurt, la mayoría de los hombres eran unos gilipollas,
incluida la mayoría de sus comandantes cuando había estado en el
ejército. Era la cruz que le había tocado cargar.
Cogió el teléfono y llamó a la supervisora de la cafetería.
Cuando la mujer se puso al teléfono, le pidió que le comunicara a
Spencer y Paul que acababa de producirse una emergencia que
requería la inmediata presencia de ambos en su despacho. Le indicó
las palabras exactas que debía decirle: «Es un problema grave».
Unos segundos después de colgar el teléfono, vio aparecer a la
supervisora en el monitor. Se la veía muy nerviosa. Primero tocó el
hombro de Spencer y luego el de Paul, y se agachó para susurrarles
el mensaje. Ambos se levantaron de un salto, y con expresiones
preocupadas, se dirigieron directamente hacia la puerta. Spencer
precedía a su socio porque se encontraba más cerca de la
salida.
Kurt activó desde el teclado la cámara de la celda, y la
imagen apareció en el monitor que tenía delante. Centró toda la
atención en la pantalla. Stephanie se movía por la celda como una
fiera. Era como si lo estuviese provocando con su
cuerpo.
Incapaz de seguir mirándola, Kurt se levantó bruscamente.
Regresó a su despacho para valerse de nuevo del entrenamiento para
calmarse. Cuando Spencer Wingate y Paul Saunders entraron sin
aliento, Kurt había recuperado el estoicismo habitual. Solo movió
los ojos cuando los dos médicos se acercaron a su
mesa.
–¿Cuál es el problema grave? – preguntó Spencer. Como
director de la clínica le correspondía a él hacer las preguntas. El
rostro de Wingate, como el de Paul, estaban un tanto enrojecidos.
Los dos hombres habían corrido todo el camino desde el edificio
número tres, un ejercicio que superaba al habitual. Ambos estaban
muy asustados, porque el mensaje de Kurt había sido idéntico al que
había transmitido cuando los agentes federales habían asaltado la
clínica Wingate en su sede de Massachusetts.
Kurt disfrutó del miedo como una venganza por el escaso
reconocimiento a todos sus esfuerzos para poner en marcha los
servicios de seguridad de la nueva clínica. Le hizo un ademán a sus
jefes para que guardaran silencio mientras los llevaba a la sala de
los monitores. Una vez allí, cerró la puerta y les señaló las dos
sillas. Él permaneció de pie. Los observó sin dejar de recrearse
con la atención que le dispensaban.
–¿Se puede saber cuál es la maldita emergencia? – preguntó
Spencer, impaciente-. ¡Dígalo de una vez!
–Hemos tenido una entrada no autorizada en la sala de huevos.
Es una evidente situación de espionaje industrial que compromete
todo el programa de obtención de huevos.
–¡No! – exclamó Paul. Se movió hacia adelante en la silla. El
programa de obtención de ovocitos era fundamental en sus planes
para el futuro de la clínica y su reputación
profesional.
Kurt asintió, cada vez más complacido.
–¿Quién es? – inquirió Paul-. ¿Ha sido alguien que trabaja
aquí?
–Sí y no -respondió Kurt ambiguamente, sin dar más
detalles.
–¡Venga ya! – se quejó Spencer-. No estamos jugando a las
adivinanzas.
–La persona fue sorprendida leyendo el registro de los
ovocitos y detenida en el acto.
–¡Dios santo! – soltó Paul-. ¿Esta persona estaba leyendo el
registro?
Kurt señaló el monitor central delante mismo de la mesa.
Stephanie se había sentado en el camastro de hierro. Sin saberlo,
miraba casi directamente a la cámara de vigilancia. Su inquietud no
podía ser más evidente.
Durante unos minutos, reinó el silencio en la sala de vídeo.
Todas las miradas estaban puestas en Stephanie.
–¿Cómo es que no se mueve? – preguntó Spencer-. Está bien,
¿no?
–Está bien -le tranquilizó Kurt.
–¿Por qué le sangra la mejilla?
–Se cayó cuando iba a la celda.
–¿Qué le hizo? – le espetó Spencer.
–No quería cooperar. Necesitaba un estímulo.
–¡Por todos los diablos! – protestó Spencer. En su conjunto,
no era una emergencia del nivel que había sospechado, pero no
dejaba de ser seria-. ¿Cómo es que tiene los brazos a la
espalda?
–Está esposada.
–¿Esposada? – repitió Spencer-. ¿No le parece que es
excesivo? Aunque, con su historial, tenemos que dar gracias que no
le disparara en el acto.
–Spencer -intervino Paul-, debemos agradecerle a Kurt su
vigilancia, y no mostrarnos críticos.
–Es el procedimiento habitual esposar a un individuo cuando
se le detiene -declaró Kurt, con un tono agrio.
–Sí, pero ahora está en una celda -replicó Spencer-. Podría
haberle quitado las esposas.
–Olvidemos las esposas por un momento -sugirió Paul-.
Pensemos en las implicaciones de su comportamiento. No me hace
ninguna gracia que estuviese en la sala de los huevos, y mucho
menos que leyera el registro. Se ha mostrado bastante crítica con
nuestros trabajos, y en particular con nuestra terapia de las
células madre.
–Es un tanto soberbia -admitió Spencer.
–No quiero que trastorne nuestro programa de ovocitos, aunque
es bien poco lo que puede hacer aquí en las Bahamas -comentó Paul-.
No es como si estuviésemos en Estados Unidos. Así y todo, aún
podría montar un escándalo que perjudicaría nuestra imagen, y
provocaría algunos trastornos en nuestros esfuerzos para el
reclutamiento de úteros de alquiler, cosa que acabaría afectando a
nuestras ganancias. Debemos asegurarnos de que no ocurre tal
cosa.
–Quizá esa sea la razón por la que Lowell y ella están aquí
-sugirió Spencer-. Bien podría ser que todo el montaje sobre el
presunto tratamiento no sea más que una farsa. Nada nos garantiza
que no sean espías industriales dispuestos a arrebatarnos nuestros
secretos.
–Son legales -afirmó Paul.
–¿Cómo puedes estar seguro? – replicó Spencer. Apartó la
mirada del monitor para prestar atención a Paul-. Eres un tanto
ingenuo cuando tratas con científicos de verdad.
–¿Qué has dicho? – exclamó Paul.
–Oh, no seas tan sensible -contestó Spencer-. Ya sabes lo que
quiero decir. Esas personas son médicos.
–Algo que podría explicar su falta de creatividad -señaló
Paul-. No necesitas un doctorado para abrir camino en la ciencia.
En cualquier caso, te aseguro que estas personas saben lo que
hacen. He visto con mis propios ojos que el RSHT es
impresionante.
–Así y todo podrían estar engañándote. A eso me refiero. Son
investigadores profesionales, y tú no.
Paul desvió la mirada por un momento para controlar su furia.
Spencer era la persona menos indicada para sugerir que era una
autoridad a la hora de decidir quién era un científico y quién no.
Spencer no sabía absolutamente nada de investigación científica. No
era más que un empresario vestido de médico y ni siquiera era bueno
como empresario.
Después de un par de inspiraciones profundas, Paul miró a su
jefe.
–Sé que están realizando unas manipulaciones celulares de
primer orden, porque cogí algunas de las células donde añadieron el
ADN de Jesucristo. Las células son sorprendentes y absolutamente
viables. Las he utilizado para ver si funcionaban y
funcionan.
–Espera un momento. No irás a decir que han demostrado que
estas células tienen el ADN de Jesucristo.
–Por supuesto que no. – Paul hizo un esfuerzo para mantener
la compostura. Había veces en las que discutir de ciencia
biomolecular con Spencer era como hablar con un niño de cinco
años-. No hay ninguna prueba de tal cosa. Lo que intento decirte es
que trajeron con ellos un cultivo de fibroblastos de una persona
con la enfermedad de Parkinson a la que pretenden tratar. Dentro de
dichas células, han reemplazado los genes defectuosos con genes que
han construido del ADN extraído de la muestra de la Sábana Santa.
Ya han hecho toda esa parte, y ahora están preparando las células
para el tratamiento. Es verdad. No tengo ni la más mínima duda de
que es eso. Estoy absolutamente seguro. ¡Confía en
mí!
–De acuerdo, de acuerdo -manifestó Spencer-. Dado que has
estado con ellos en el laboratorio, supongo que debo aceptar tu
palabra de que están aquí para realizar una tarea terapéutica
legítima. Sin embargo, está pendiente la identidad del paciente,
donde también acepté tu palabra. Dijiste que averiguarías quién es
el paciente. Ahora falta poco más de una semana para el inicio del
tratamiento y seguimos sin saber nada.
–Ese es otro problema.
–Sí, pero va asociado. Si no tenemos un nombre, está muy
claro que no sacaremos ningún beneficio financiero de todo este
asunto. ¿Por qué no hemos podido averiguar su identidad? A primera
vista, no parece ser un imposible.
Paul miró al jefe de seguridad.
–¡Díselo! – ordenó.
–Ha sido un trabajo más difícil de lo que había supuesto en
un primer momento -explicó Kurt, tras unos segundos de vacilación-.
Buscamos cualquier pista en su apartamento y en la empresa incluso
antes de que vinieran a Nassau. En el tiempo que llevan aquí nos
hicimos con sus ordenadores y copiamos los contenidos de los discos
duros, pero no encontramos nada que nos pudiese orientar. Por el
lado positivo tenemos que hoy mismo conseguí colocar un micro en el
móvil de la mujer. Lo venía intentando desde el primer día, pero
ella nunca me dio la oportunidad. Ni una sola vez lo perdía de
vista.
–¿Ha colocado el micro mientras ella está en la celda? –
preguntó Spencer-. ¿No cree que sospechará?
–No. El micro lo coloqué antes de detenerla. Hoy, por primera
vez, se dejó el móvil en el laboratorio antes de ir a la cafetería.
Acababa de instalarlo cuando ella volvió inesperadamente para ir a
la sala de los huevos. Yo la seguía cuando entró.
–En ese caso, ¿por qué no la detuvo antes de entrar? – dijo
Spencer.
–Quería pillarla con las manos en la masa -respondió Kurt. La
sonrisa de lujuria reapareció en su rostro.
–Supongo que a mí tampoco me hubiese importado pillarla con
las manos en la masa -comentó Spencer, con la misma
sonrisa.
–Con un micro en su móvil, estamos bien situados -manifestó
Paul-. Desde el principio, Kurt insistió en que pincharle el móvil
nos daría la identidad del paciente.
–¿Eso es verdad? – preguntó Spencer.
–Sí -contestó Kurt sencillamente-. Claro que tenemos otra
opción. Ahora que la tenemos bajo custodia, podríamos exigirle que
nos diga el nombre como condición para dejarla en
libertad.
Los dos directores de la clínica Wingate se miraron el uno al
otro mientras pensaban en la idea del jefe de seguridad. Fue
Spencer quien respondió primero.
–No me gusta la idea -manifestó, y sacudió la
cabeza.
–¿Por qué? – quiso saber Paul.
–Sobre todo porque no creo que nos lo vaya a decir, y eso
descubriría nuestra desesperación por obtener el nombre. Es obvio
que para ellos es muy importante mantener en secreto el nombre del
paciente; de lo contrario, ya lo sabríamos. En este momento, con
todo el avance que según tú han hecho en el laboratorio, bien
podrían recogerlo todo y marcharse a otra parte para el tratamiento
final. No quiero arriesgarme a perder los otros veintidós mil
quinientos dólares que faltan por cobrar. No será una fortuna, pero
es algo. Además, descubrirían que lo nuestro es un farol. No
podemos tenerla en la celda a menos que lo encerremos a él también,
cosa que no podemos hacer, y Lowell montará un escándalo mayúsculo
en cuanto se entere de dónde está y cómo la han
tratado.
–Has señalado todos los puntos importantes -declaró Paul-.
Estoy de acuerdo contigo, y preferiría que la condición para
dejarla en libertad sea una promesa de confidencialidad, algo muy
razonable a la vista de las circunstancias. Es muy libre de tener
sus propias opiniones, pero debería guardárselas. Tengo la
sensación de que el doctor Lowell nos respaldará en este punto.
Siempre me ha parecido que intenta poner freno a su
arrogancia.
Spencer miró al jefe de seguridad.
–¿Está seguro de que descubrirá la identidad del paciente
gracias a tenerle pinchado el móvil?
Kurt se limitó a asentir con un gesto.
–Entonces, confiemos en que así sea -añadió Spencer-. También
insistiremos en la promesa de confidencialidad.
–De acuerdo -dijo Paul-. Por cierto, ahora que lo hemos
mencionado. ¿Dónde está el doctor Lowell?
–Está en la cafetería -respondió Kurt. Miró el monitor número
doce-. Al menos, estaba allí hace unos minutos.
–Creo que es significativo que la doctora D'Agostino
estuviese sola cuando entró en la sala de los huevos -opinó
Paul.
–¿Por qué? – preguntó Spencer.
–Tengo la casi seguridad de que el doctor Lowell no sabía
nada de lo que ella estaba haciendo.
–Es probable que estés en lo cierto.
–El doctor Lowell va hacia el laboratorio -informó Kurt.
Señaló el monitor, y los directores miraron la pantalla. Daniel
caminaba a paso rápido por el camino que iba del edificio tres al
uno, con una mano apoyada en el bolsillo de la camisa donde llevaba
varios bolígrafos y lápices. Llegó al edificio uno y
entró.
–¿Cuál es el monitor del laboratorio? – preguntó Paul. Kurt
se lo señaló. Todos miraron mientras Daniel aparecía por la
izquierda de la pantalla. Spencer comentó que parecía estar
buscando a Stephanie. Kurt utilizó el mando para seguirlo. Después
de acercarse al banco que tenían asignado, Daniel fue a mirar en el
despacho. Incluso asomó la cabeza en el tocador de señoras. Luego
se dirigió directamente al despacho de Megan
Finnigan.
–Creo que hubiese ido a la sala de los huevos si supiese que
estaba allí -apuntó Paul.
–Me parece que estás en lo cierto.
Paul cogió el teléfono y marcó el número de la extensión de
Megan.
–Le diré a la supervisora dónde podrá encontrar el doctor
Lowell a su colaboradora.
–Si no es alguna otra cosa -manifestó Spencer
despectivamente-. No acabo de entenderla. Dígame, Kurt, ¿cómo
consiguió entrar en la sala?
–Utilizó la tarjeta de identificación de la clínica. El
acceso aún no está restringido, aunque se pedía que lo estuviese en
la lista que presenté a la administración hace un
mes.
–Eso es culpa mía -admitió Paul mientras colgaba el teléfono
después de su breve conversación con Megan Finnigan-. Lo olvidé con
todo el ajetreo de poner la clínica en marcha. Además, no teníamos
previsto alquilar el laboratorio a extraños, y ni por un momento lo
recordé cuando se presentaron los doctores Lowell y
D'Agostino.
–Vayamos a charlar con la hermosa doctora D'Agostino antes de
que se presente el doctor Lowell -propuso Spencer y se levantó-.
Quizá ayude a facilitar la negociación. Kurt, quiero que por el
momento se mantenga apartado.
Los dos médicos salieron al pasillo para dirigirse hacia la
celda.
–No deja de ser una situación complicada -susurró Spencer-.
Pero desde luego es mucho mejor de lo que me temía cuando vinimos
aquí deprisa y corriendo.
Cuando las cosas se ponían serias, Gaetano era realista. Por
mucho que esperaba con ansia llegar a Nassau en esta segunda visita
para acabar aquello que había comenzado en la primera, estaba
nervioso. Sobre todo le preocupaba el tema de que le dieran un
arma, y tenía que ser un arma de primera, porque si no lo era, los
problemas eran inevitables. No tenía la menor intención de aporrear
al tipo hasta matarlo, ahogarlo en la bañera, o estrangularlo con
una cuerda, como ocurría a veces en las películas. Cargarse a un
tipo no era algo que se hacía como si nada. Requería una buena
planificación. El método debía ser rápido y decisivo, y el lugar
moderadamente remoto, para facilitar una huida rápida, y cuando se
hablaba de rapidez, no había nada mejor que un arma. Una que fuese
buena y silenciosa.
Para Gaetano, el problema en la actual situación radicaba en
que dependía de personas a quienes no conocía y que no le conocían.
Se suponía que alguien debía reunirse con él cuando aterrizara en
la isla, pero no tenía ninguna garantía de que fuera así. Dado que
el viaje se había montado a la carrera, no había ningún plan
secundario o contactos a quienes llamar, excepto Lou en Boston, y
Lou era un tipo difícil de encontrar fuera de los horarios
normales. Incluso si el hombre misterioso se presentaba en el
aeropuerto, siempre estaba la posibilidad de que él y Gaetano no se
encontraran en la inevitable confusión, dado que ninguno de los dos
sabía cómo era el otro. Para empeorar las cosas, se suponía que
Gaetano debía estar de regreso en Boston al día siguiente, o sea
que ni siquiera disponía del beneficio del tiempo.
La otra razón para el nerviosismo de Gaetano era que no le
gustaban los aviones pequeños. Los grandes no estaban mal, porque
podía engañarse a sí mismo y creer que no estaba volando. Los
pequeños eran otra historia, y en el que volaba ahora era el más
pequeño de todos. Como si eso fuese poco, el avión vibraba como un
cepillo de dientes eléctrico y botaba como un balón. Gaetano no
tenía dónde sujetarse, excepto el respaldo del asiento que tenía
casi pegado a la nariz. No era una cabina precisamente amplia. Con
su corpachón, estaba literalmente encajonado contra la
ventanilla.
Había cogido un vuelo de American hasta Miami, donde había
hecho transbordo al avión en que volaba ahora. El sol se ponía
cuando inició la segunda etapa del viaje, y ahora no se veía más
que oscuridad al otro lado de la ventanilla. Intentó no pensar en
lo que había debajo del avión saltarín, aunque cada vez que los
motores sonaban como si perdiesen potencia, la imagen de un vasto
océano negro aparecía involuntariamente en su cabeza para aumentar
todavía más su ansiedad. Gaetano tenía un secreto: no sabía nadar y
soñar con ahogarse era una de sus pesadillas más
habituales.
Echó una ojeada a los otros pasajeros. Nadie hablaba, como si
todos compartiesen su terror. La mayoría miraba al frente. Unos
pocos leían, y los finos rayos de luz de las lámparas individuales
eran como brillantes columnas en medio de la penumbra. La azafata
estaba sentada de cara a los pasajeros en respuesta a una orden del
piloto referente a las turbulencias. Su expresión de profundo
aburrimiento ofrecía un cierto consuelo, aunque lo estropeaba en
parte el hecho de que ella utilizaba un cinturón que le sujetaba
los hombros, como si esperase lo peor.
Un golpe muy duro seguido por una fuerte sacudida del avión
hizo que Gaetano diera un bote en el asiento. Era como si hubiesen
chocado con algún objeto volante. Durante casi un minuto no se
atrevió ni a respirar, pero no hubo ningún cambio. Resignado a su
suerte, cerró los ojos y se apoyó en el respaldo. No había acabado
de acomodarse, cuando se escuchó la voz del piloto que anunciaba el
aterrizaje en pocos minutos.
Con un súbito estallido de optimismo, Gaetano apretó la nariz
contra el cristal de la ventanilla y miró hacia abajo. En lugar de
la oscuridad, ahora vio el brillo de las luces. Respiró más
tranquilo. Al parecer, saldría bien librado después de
todo.
El avión aterrizó con un sonoro y reconfortante golpe de las
ruedas. Al cabo de un segundo, se escuchó el rugido de las turbinas
a plena potencia, acompañado por la sensación de un frenado rápido.
Gaetano se sujetó al respaldo del asiento que tenía delante. La
alegría que le embargaba al comprobar que el avión estaba en tierra
hizo que le sonriera al pasajero sentado a su derecha. El hombre le
devolvió la sonrisa. Miró de nuevo a través de la ventanilla, y se
concentró en sus preocupaciones por el arma.
Como eran muy pocos los pasajeros, no perdieron mucho tiempo
en el desembarco, y Gaetano fue uno de los primeros en pisar la
pista. Respiró a fondo el cálido aire tropical y disfrutó con la
sensación de encontrarse de nuevo en tierra firme. Cuando todos
descendieron de la cabina, los llevaron a la
terminal.
Gaetano, que solo llevaba un bolso de mano, se detuvo apenas
pasada la puerta. No sabía muy bien qué hacer. Supuso que su físico
le haría destacar, pero nadie lo abordó. Vestía las mismas prendas
de la visita anterior: camisa de manga corta con estampados
hawaianos, pantalones beige claro, y americana azul oscuro. La
presión de las personas que tenía detrás le obligaron a avanzar.
Era como dejarse llevar por la corriente de un río hacia el control
de pasaportes. Entregó su documento cuando le llegó el turno. El
funcionario ya se disponía a sellarlo cuando advirtió los sellos de
la anterior visita. No solo había muy poco tiempo, sino que además
había sido de un día. Miró a Gaetano con una expresión
interrogativa.
–La primera vez solo vine a ver cómo era el lugar -le explicó
Gaetano-. Me gustó, así que ahora he vuelto de
vacaciones.
El hombre no respondió. Estampó el sello en el pasaporte, lo
empujó hacia Gaetano, y cogió el siguiente.
Gaetano pasó junto a los pasajeros que esperaban recoger sus
equipajes para ir hacia el control de aduana. Al ver que solo
llevaba un bolso de mano y tenía pasaporte norteamericano, los
funcionarios le dejaron pasar con un gesto. Salió al vestíbulo de
la terminal donde una multitud se agrupaba detrás de una endeble
barrera metálica. Todos permanecían atentos a la aparición de
familiares y amigos. Nadie mostró el más mínimo interés por
Gaetano.
Continuó caminando sin saber qué debía hacer. Caminó a lo
largo de la barrera hasta dar con la abertura y mezclarse con la
multitud. En cuanto la dejó atrás, se detuvo para mirar a un lado y
a otro, con la idea de establecer contacto visual con alguien.
Nadie le hizo caso. Se rascó la cabeza mientras pensaba. Al final,
acabó por ir hacia el mostrador de una compañía de coches de
alquiler y se puso en la cola.
Al cabo de quince minutos, tenía las llaves de otro Cherokee,
aunque esta vez era de color verde. Volvió a la zona de las
llegadas internacionales y se disponía a llamar a Lou cuando
alguien le tocó en el hombro.
En un acto reflejo, Gaetano se volvió como una centella,
dispuesto a pelear. Se encontró mirando los ojos oscuros del hombre
más calvo y más negro que hubiese visto en toda su vida. Llevaba
suficientes cadenas de oro alrededor del cuello como para que no
inclinarse fuese todo un ejercicio de resistencia, y la luz que se
reflejaba en la calva casi cegó al matón. El hombre respondió a la
violenta reacción de Gaetano, dando un paso atrás al tiempo que
levantaba las dos manos como si fuese a parar un golpe. En una de
las manos sostenía una bolsa de papel muy
arrugada.
–Tranqui, tío -dijo el individuo. Hablaba con el mismo tono
nativo que Gaetano recordaba de la primera visita-. No pasa
nada.
Gaetano se avergonzó de su agresividad e intentó
disculparse.
–Ningún problema, tío. – La voz era claramente cantarina-.
¿Eres Gaetano Baresse de Boston?
–¡En persona! – respondió Gaetano, con una alegre sonrisa.
Por un momento, sintió ganas de abrazar al extraño, como si fuese
un familiar al que no veía desde hacía años-. ¿Tienes algo para
mí?
–Lo tengo si tú eres Gaetano Baresse. Me llamo Robert. Deja
que te enseñe lo que tengo. – El hombre abrió la bolsa y metió la
mano en el interior con la intención de sacar el
contenido.
–¡Eh, no saques esa cosa aquí! – le susurró Gaetano,
horrorizado-. ¿Estás loco? – Echó una ojeada a la terminal. Había
varios policías armados bastante cerca, aunque afortunadamente
ninguno de ellos les prestaba atención.
–Quieres verla, ¿no? – replicó el hombre.
–Sí, pero no delante de todo el mundo. ¿Has venido en
coche?
–Claro que he venido en coche.
–Pues vamos.
El hombre se encogió de hombros y se dirigió a la salida.
Unos pocos minutos después, subieron a un viejo Cadillac color
pastel con unas enormes aletas traseras. El hombre encendió la luz
del techo y le entregó la bolsa a Gaetano. El matón esperaba
encontrarse con una pistola barata, pero la que sacó lo dejó
boquiabierto. Era una SW99 de nueve milímetros equipada con un
LaserMax y un silenciador Bowers CAC9.
–¿A que es guay? – preguntó Robert-. ¿Eres
feliz?
–Más que feliz -afirmó Gaetano. Admiró el impecable acabado,
que indicaba que el arma era nueva. Se trataba de un arma que
imponía. Aunque solo tenía un cañón de diez centímetros, con el
silenciador medía casi veinticinco.
Después de asegurarse de que no había nadie más cerca,
Gaetano apuntó a un coche a través del parabrisas, y activó el
láser por un momento. Vio el destello del punto rojo en el
parachoques trasero del vehículo que estaba a poco más de quince
metros. Se sintió entusiasmado con el arma hasta que advirtió que
faltaba el cargador en la culata.
–¿Dónde está el cargador? – preguntó. Sin el cargador ni las
balas, el arma no servía para nada.
Robert sonrió en la penumbra del coche. Contra su piel negra,
los dientes parecían perlas fluorescentes. Se palmeó el bolsillo
izquierdo del pantalón.
–Lo tengo aquí, tío, cargado y listo para usar. Tengo otro
más por si te hace falta.
–Bien. – Gaetano tendió la mano, mucho más
tranquilo.
–No tengas tanta prisa -dijo Robert-. Me parece que esto
también vale algo para mí. Me refiero a que me tomé la molestia de
venir hasta aquí en lugar de quedarme tranquilamente en casa
tomándome una cerveza. ¿Captas la idea?
Gaetano miró por un momento los ojos del hombre, que en la
penumbra se parecían sorprendentemente a dos agujeros de bala en
una manta blanca sucia. Se daba cuenta de que intentaba
aprovecharse, y que probablemente era una iniciativa propia. Lo
primero que pensó fue en coger la cabeza del tipo y estrellársela
contra el volante para hacerle saber con quién estaba tratando,
pero luego prevaleció la sensatez. El tipo podía tener un arma,
algo que complicaría las cosas y desde luego no era la manera
correcta de iniciar el viaje. Además, Gaetano no tenía idea de cuál
era la relación de este tipo con los colombianos de Miami con los
que había establecido contacto Lou para organizar la entrega. Lo
que menos le interesaba mientras estaba en Nassau para hacer su
trabajo era tener a un grupo de tíos que quisieran cargárselo,
sobre todo si se trataba de colombianos.
Gaetano se aclaró la garganta. Llevaba encima un buen fajo,
dado que en estos tipos de trabajo todo lo hacía por
dinero.
–Robert, supongo que te mereces una pequeña muestra de
aprecio. ¿De cuánto hablamos?
–Uno de cien no estaría mal -respondió
Robert.
Sin decir nada más, Gaetano se inclinó hacia adelante para
meter la mano libre en el bolsillo derecho del pantalón. Mientras
lo hacía, no dejó de mirar ni por un instante a Robert. Cogió un
billete de cien del fajo y se lo dio. Robert le entregó los
cargadores. Gaetano metió uno en la culata. Se escuchó un
chasquido. Descartó la pasajera fantasía de probar el arma en
Robert, y se apeó del coche. Se guardó el segundo cargador en un
bolsillo de la americana.
–¡Eh, tío! – gritó Robert-. ¿Quieres que te lleve a la
ciudad?
Gaetano se agachó para meter la cabeza por la
ventanilla.
–Gracias. He alquilado un coche.
Volvió a erguirse, y metió la pistola en el bolsillo
izquierdo del pantalón, que tenía un agujero en el fondo hecho a
medida para acomodar el silenciador del arma. El agujero era un
truco que le había enseñado un mentor cuando había comenzado a
trabajar para la familia de Nueva York. La única pega era tener
presente no poner nada más en el bolsillo, como las monedas y las
llaves, porque acabarían en el suelo. Mientras caminaba hacia el
aparcamiento de los coches de alquiler, sintió el contacto del
acero del silenciador contra el muslo. Para él era como una
caricia.
Veinte minutos más tarde, Gaetano entró con el Cherokee en el
aparcamiento del Ocean Club. El viaje le había dado tiempo para
calmarse después del episodio de la extorsión de Robert. El ruido
de los neumáticos al aplastar la gravilla le sonó muy fuerte al
tener bajados los cristales de todas las ventanillas. Para
disfrutar del aire cálido de la noche, Gaetano no había encendido
el aire acondicionado. Dio una vuelta al aparcamiento. Buscaba una
plaza que no solo estuviese cerca del hotel sino que también le
permitiera una salida directa al camino. Después de matar al
profesor, era imprescindible salir pitando.
Antes de apearse del coche, Gaetano encendió la luz interior
y se miró en el espejo retrovisor. Quería asegurarse de que tenía
un aspecto presentable en el lujoso hotel. Se peinó un poco las
abundantes cejas y se arregló las solapas de la americana. Cuando
le pareció que tenía un aspecto inmejorable, se apeó del Cherokee.
Guardó las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, y las palmeó
a través de la tela para asegurarse. Sería una catástrofe tener que
buscar las llaves cuando tenía que darse a la fuga. Acabada la
preparación, se puso en marcha.
Gaetano siguió el mismo camino que había utilizado en su
primera visita al hotel y fue hacia el edificio donde estaba la
habitación 108. Eran las ocho y media de la noche; lo más probable
era que el profesor y su novia estuviesen cenando, pero así y todo
quería comprobar que no estuviesen todavía en la habitación. Caminó
a paso tranquilo y se cruzó con varios de los huéspedes
elegantemente vestidos que iban en la dirección
opuesta.
En el lugar adecuado, Gaetano acortó camino entre dos
edificios para llegar a la zona ajardinada que daba al océano.
Siguió caminando hasta casi llegar a las uñas de gato que cubrían
la aguda pendiente que acababa en la playa. En ese punto giró para
seguir en paralelo al mar hasta llegar delante del edificio que
buscaba. Se encontraba lo bastante cerca del agua como para
escuchar el suave chapoteo de las olas en la playa a su derecha.
Hacía un tiempo glorioso, con unas pocas nubes que pasaban
rápidamente por una bóveda celeste parcialmente oculta por el
fuerte resplandor de la luna. La brisa del mar hacía susurrar las
hojas de las palmeras. No resultaba difícil comprender que a la
gente le gustara el Ocean Club.
Cuando llegó delante mismo de la habitación 108, desde donde
veía el interior, la excitación hizo que se le erizaran los pelos
de la nuca y que un estremecimiento le recorriera todo el cuerpo.
No solo estaban todas las luces encendidas y las cortinas abiertas,
sino que el profesor y su novia estaban a la vista. Le parecía
imposible que su misión pudiese realizarse con tanta facilidad y
rapidez, y por un momento, se limitó a mirar mientras se le
aceleraba el pulso como un preámbulo a la violencia. Sin embargo,
las cosas cambiaran cuando se cuestionó lo que estaba viendo.
Parpadeó varias veces para asegurarse de que no le pasaba nada a
sus ojos. Algo raro estaba pasando con el profesor y la hermana de
Tony, que iban de un lado para otro como un par de gallinas y que
después sacudían lo que parecían ser mantas o sábanas. En el fondo
se veía la puerta abierta que comunicaba el dormitorio con la sala.
El televisor estaba encendido.
El pistolero, atraído por el desconcertante espectáculo,
avanzó a través de la zona ajardinada. Su mano se había deslizado
instintivamente en el bolsillo izquierdo para empuñar el arma. De
pronto, se detuvo al ver la realidad. Las personas que veía no eran
sus objetivos sino las doncellas que daban un último repaso a la
habitación.
–¡Maldita sea! – exclamó. Luego exhaló un suspiro y sacudió
la cabeza, desilusionado.
Gaetano permaneció en la oscuridad durante unos minutos
mientras se convencía de que era mejor de esta manera. Si hubiese
podía acercarse a la habitación, cargarse al profesor de un
disparo, y después largarse, hubiese sido muy poco gratificante.
Hubiese sido excesivamente fácil y rápido. Era mucho mejor el
acecho, aderezado con un poco de peligro, que requiriese utilizar
su habilidad y experiencia. Era así cuando el proceso resultaba
auténticamente satisfactorio.
Soltó la pistola, movió la pierna para que el silenciador se
acomodara correctamente en el pantalón, y se abrochó la
americana.
Luego se volvió para dirigirse a las zonas de uso público del
hotel: si el profesor y la muchacha no habían ido a cenar a alguna
otra parte, era allí donde los encontraría.
El primer restaurante estaba mucho más cerca de la playa que
los demás edificios, así que Gaetano volvió a caminar a lo largo de
la pendiente con la playa a la izquierda. Los ventanales del
comedor miraban directamente al mar, y Gaetano se encontraba lo
bastante cerca como para escuchar algunas de las conversaciones.
Aceleró el paso para apartarse rápidamente del campo visual de los
comensales. Le preocupaba la posibilidad de que el profesor pudiese
reconocerlo. Ese era el principal peligro, porque si el profesor le
veía, llamaría a seguridad y probablemente a la
policía.
Pasados los ventanales, Gaetano entró en el restaurante por
la puerta principal, siempre atento a la presencia del profesor.
Pasó junto al mostrador de la recepción, donde varias parejas
esperaban mesa, y se detuvo en la entrada del comedor. Rápida y
metódicamente inspeccionó el comedor. En cuanto estuvo seguro de
que el profesor no estaba allí, se marchó sin perder ni un
segundo.
A continuación se dirigió al restaurante más informal, con un
bar en el centro, que había visto en su primera visita. Estaba
construido al borde mismo de la playa, con un techo de cañas como
una enorme choza polinesia. Estaba abarrotado, sobre todo el bar.
Una vez más, con mucho cuidado, caminó por el pasillo entre el bar
y las mesas. No vio ni rastro del profesor.
Resignado a aceptar que su presa probablemente hubiera salido
del hotel para ir a cenar a alguna otra parte, caminó por el
sendero que atravesaba la zona ajardinada hasta el edificio
principal. Su intención era sentarse en el mismo sofá de la vez
anterior, desde donde se podía vigilar sin problemas la entrada
principal. Rogó para que estuviesen los boles de frutas. Después de
recorrer dos restaurantes y oler los deliciosos aromas de los
diferentes platos, el estómago de Gaetano comenzaba a
protestar.
Había poca gente en el vestíbulo. Desafortunadamente, el sofá
de Gaetano estaba ocupado por una pareja que conversaba con otras
dos personas sentadas en sendas butacas. Se acercó a la pequeña
barra del bar con su bol de cacahuetes salados. Por una de esas
coincidencias, lo atendía el mismo camarero con quien había
conversado la vez anterior. Desde aquí se veía la entrada, no tan
bien como desde el sofá, pero sí con suficiente
claridad.
–¡Eh, hola! – le saludó el camarero. Le extendió la mano-.
¡Bienvenido!
A Gaetano le inquietó un poco que el hombre lo recordara,
entre la cantidad de personas que sin duda veía todos los días.
Esbozó una débil sonrisa, estrechó la mano del hombre, y cogió un
puñado de cacahuetes. El camarero era un neoyorquino trasplantado,
y ese había sido el tema de la conversación que habían mantenido
una semana y media antes.
–¿Qué le sirvo?
Gaetano vio aparecer en la arcada de la recepción a uno de
los fornidos agentes de seguridad. Con los brazos en jarras, echó
una ojeada al recinto. Vestía un traje azul. No había ninguna duda
de que pertenecía al servicio de seguridad, porque llevaba un
audífono en la oreja izquierda y el cable oculto debajo de la
chaqueta.
–Una Coke no estaría mal -respondió Gaetano. Era mejor
mostrarse relajado y ocupado para no dar la apariencia de que
estaba fuera de lugar. Se apoyó en uno de los taburetes con la
pierna izquierda recta, para que no se viera el bulto de la pistola
y el silenciador-. Con unos cuantos cubitos y limón sería
perfecto.
–Eso está hecho, compañero -dijo el camarero. Abrió la
botella de gaseosa y echó la bebida en un vaso con los cubitos.
Exprimió una rodaja de limón, la frotó contra el borde del vaso, y
se lo sirvió-. ¿Sus amigos todavía se alojan en el
hotel?
–Tenía que encontrarme con ellos aquí, pero no están en su
habitación ni en ninguno de los dos restaurantes.
–¿Probó en el Courtyard?
–¿Qué es eso? – preguntó Gaetano. Vio por el rabillo del ojo
que el agente de seguridad se marchaba.
–Es nuestro mejor restaurante -le explicó el camarero-. Solo
sirven cenas.
–¿Dónde está?
–Vaya hasta la recepción y doble a la izquierda. No tiene más
que cruzar la puerta. Está en el patio de la parte antigua del
hotel.
–Iré a echar una ojeada. – Gaetano se acabó la bebida en un
par de tragos, y no pudo evitar una mueca ante el exceso de
gas.
Puso un billete de diez dólares en la barra y le dio una
palmadita-. Gracias, colega.
–Vuelva cuando quiera -dijo el camarero, y se embolsó el
dinero.
Gaetano subió los dos escalones hasta la recepción, con un
ojo atento a la presencia del agente de seguridad. Lo vio casi en
el acto, muy entretenido en una conversación con el portero. De
acuerdo con las indicaciones del camarero, dobló a la izquierda, y
cruzó la puerta que comunicaba con el patio. Era un amplio espacio
rectangular lleno de palmeras, flores exóticas e incluso una fuente
en el centro. El patio estaba rodeado por el edificio de dos
plantas del viejo hotel. Una galería con balaustrada de hierro
forjado recorría todo el segundo piso. La música que se escuchaba
la interpretaba una orquesta situada fuera de la vista del
pistolero.
–¿En qué puedo servirle? – le preguntó una mujer de cabellos
oscuros que atendía la recepción. Llevaba un vestido estampado con
motivos tropicales, sin hombros, largo hasta los tobillos, tan
ceñido que Gaetano se preguntó si podría caminar sin recogérselo
hasta la cintura.
–Solo estoy mirando -respondió Gaetano, con una sonrisa-. Es
muy bonito. – Aunque entraba un poco de luz desde el vestíbulo del
hotel, el patio estaba iluminado con la luz de las velas en las
mesas y la luna en el cielo.
–Necesitará hacer una reserva si quiere cenar con nosotros
una noche -le informó la encargada-. Esta noche estamos
llenos.
–No lo olvidaré. ¿Puedo echar una ojeada?
–Por supuesto -respondió la mujer, y lo invitó a
pasar.
Gaetano vio las escaleras que llevaban al segundo piso y,
convencido de que dispondría de una mejor vista desde arriba, subió
las escaleras. Lo primero que vio fue a los músicos. Ocupaban un
pequeño lugar directamente encima del mostrador de la encargada.
Para disponer de un poco más de espacio habían corrido algunos
muebles del hotel.
El matón caminó a lo largo de la galería, con una mano
apoyada en la balaustrada. Veía muy bien las mesas, al menos
aquellas que no quedaban ocultas por la vegetación. La luz de las
velas iluminaba los rostros de los comensales. Gaetano estaba
seguro de que cuando diera toda la vuelta habría visto a todos los
presentes sin que se apercibieran de su presencia.
De pronto se detuvo en seco, y de nuevo se le erizaron los
cabellos de la nuca. A no más de unos quince metros de distancia,
sentado a una mesa detrás de una adelfa en flor, estaba el
profesor, que mantenía una conversación muy animada. Sacudía la
cabeza mientras hablaba e incluso agitaba un dedo en el aire como
si quisiera recalcar un punto. Gaetano no alcanzaba a ver el rostro
de Stephanie, porque miraba en la dirección opuesta. Sin perder ni
un segundo, Gaetano retrocedió para que la adelfa se interpusiera
entre él y el profesor. Ahora venía la parte divertida. De haber
tenido un fusil con mira telescópica, hubiese podido cargarse al
profesor desde donde estaba, pero no lo tenía, y por otra parte,
cargárselo de esa manera hubiese sido poco deportivo. Sabía muy
bien que con una pistola, incluso con una mira láser, tenías que
estar casi encima del blanco para asegurarte de que lo matabas. En
consecuencia, era consciente de que debía esperar.
Miró en derredor. Ahora que había encontrado a los
tortolitos, se preguntó dónde podría esperar a que acabaran su cena
romántica. No había ninguna duda de que en cuanto lo hicieran,
regresarían a su habitación por alguno de los muchos y oscuros
senderos, que sería el lugar perfecto para el ataque. En el peor de
los casos, quizá irían a dar un paseo por la playa, cosa que
tampoco planteaba ningún problema. Gaetano, cada vez más excitado,
sonrió complacido. Por fin todo comenzaba a
encajar.
Delante no había nada más que las escaleras. Conducían a un
balneario, al menos según el cartel que Gaetano alcanza a ver desde
su posición. Miró de nuevo hacia donde estaban los músicos, y
decidió que allí sería el lugar perfecto para esperar. Aunque
probablemente no podría ver al profesor o a la hermana de Tony,
debido a la adelfa que ocultaba la mesa, sí que los vería cuando se
levantaran, y eso era lo importante. También lo era que mientras
esperaba, pareciera que estaba sentado allí escuchando a la
orquesta si se daba el caso de que pasara algún agente de
seguridad.
Daniel se frotó los ojos como una excusa para recuperar la
paciencia. Parpadeó varias veces antes de mirar de nuevo a
Stephanie, cuya expresión de furia reflejaba perfectamente la
suya.
–Lo único que digo es que el tipo de seguridad, como sea que
se llame, afirmó que te cacheó cuando te encontró en una zona no
autorizada, algo que no está fuera de lugar.
–¡Se llama Kurt Hermann! – manifestó Stephanie, indignada-.
Te lo repito, me manoseó con todo descaro. Me sentí humillada y
aterrorizada, no estoy muy segura de qué fue lo
peor.
–Vale, así que te manoseó además de cachearte. No tengo muy
claro dónde termina lo uno y empieza lo otro. Pero, sea lo que sea,
tú no tendrías que haber entrado en la sala de los huevos. ¡Es como
si te lo hubieses estado buscando!
Stephanie lo miró boquiabierta. Le horrorizó que Daniel
pudiese decir algo así. Era la cosa más desconsiderada que le había
dicho, y le había dicho muchas durante su relación. Apartó
bruscamente la silla de hierro forjado con un rechinar contra el
suelo de ladrillos que sonó muy fuerte, y se levantó. Daniel
reaccionó casi con la misma rapidez. Se inclinó sobre la mesa y la
sujetó por la muñeca.
–¿Dónde te crees que vas? – preguntó.
–No estoy segura -respondió Stephanie tajantemente-. Ahora
mismo, solo quiero marcharme.
Se miraron el uno al otro durante unos segundos. Daniel no la
soltó, y Stephanie tampoco intentó soltarse. Acababan de darse
cuenta de que los comensales sentados a las mesas vecinas guardaban
silencio. Cuando ambos miraron en derredor, comprobaron que todas
las miradas estaban puestas en ellos. Incluso varios de los
camareros se habían detenido para observarlos.
A pesar de su enfado, Stephanie volvió a sentarse. Daniel
continuó sujetándola, aunque con mucha menos
fuerza.
–No pretendía decir tal cosa -manifestó Daniel-. Estoy
furioso e intranquilo y se me escapó. Sé que no lo
buscabas.
Los ojos de Stephanie parecían echar llamas.
–Hablas como una de esas personas convencidas de que las
víctimas de una violación se lo tienen merecido por provocar con su
forma de vestir o su conducta.
–De ninguna manera -insistió Daniel-. Se me escapó. Solo
estoy furioso contigo porque entraste en la maldita sala y montaste
todo este lío. Me habías prometido que no ibas a hacer ningún
escándalo.
–No lo prometí -replicó Stephanie. Su voz había perdido parte
de su agresividad-. Dije que lo intentaría. Pero la conciencia me
persigue. Entré en aquella sala con la intención de demostrar lo
que me temía, y lo hice. Además de las otras cosas que sabíamos,
están fecundando a las mujeres y luego les practican un aborto para
obtener los ovarios fetales.
–¿Cómo puedes estar tan segura?
–Porque encontré pruebas concluyentes.
–De acuerdo. ¿Podríamos hablar de todo esto sin gritarnos el
uno al otro? – Daniel espió las mesas vecinas. Los comensales
habían reanudado sus conversaciones, y los camareros ya no les
prestaban atención.
–No, a menos que evites decir cosas como la que acabas de
decir.
–Haré todo lo posible.
Stephanie miró a Daniel, en un intento por decidir si estas
últimas palabras eran deliberadamente pasivas-agresivas, o si se
burlaba de ella con la repetición de las suyas. Desde su
perspectiva, debía ser una u otra, y junto con todo lo demás, no
era una buena señal.
–¡Venga! – la animó Daniel-. ¡Dime cuál es la prueba
concluyente!
Ella continuó mirándolo. Ahora intentaba decidir si Daniel
había cambiado durante los últimos seis meses o si siempre había
sido indiferente a todo excepto a su trabajo. Desvió la mirada unos
momentos para reprogramar sus emociones y recuperar el control. No
conseguiría resolver nada si se marchaba o si no hacían otra cosa
que discutir. Miró de nuevo a Daniel, inspiró a fondo y le
describió todo lo que había visto, en particular los detalles que
aparecían reflejados en el libro de registro. Cuando acabó, se
miraron el uno al otro. Fue Daniel quien rompió el
silencio.
–Tenías toda la razón. ¿Tenerla te da alguna satisfacción al
menos?
–¡Ninguna! – declaró Stephanie, con una risa sarcástica-. La
cuestión es: ¿podemos seguir adelante a pesar de lo que
sabemos?
Daniel miró los platos que apenas si habían probado, y jugó
distraídamente con los cubiertos.
–Tal como yo lo veo, debemos aceptar los ovocitos antes de
conocer detalles de su procedencia.
–¡Ja! – se mofó Stephanie-. Esa es una excusa muy conveniente
y un claro ejemplo de una ética de pacotilla.
Daniel hizo frente a la mirada de Stephanie.
–Estamos muy cerca -manifestó, recalcando cada una de las
palabras con un tono solemne-. Mañana comenzaremos a diferenciar
las células. No pienso detenerme ahora por lo que pase en la
clínica Wingate. Siento mucho el maltrato y la humillación que has
sufrido. También lamento que me dieran una paliza. Esto no ha sido
precisamente una fiesta, pero sabíamos que tratar a Butler no sería
una cosa fácil. Sabíamos muy bien desde el principio que los
responsables de la clínica Wingate eran unos tipos sin escrúpulos,
y sin embargo lo aceptamos. La pregunta es: ¿todavía estás en esto
conmigo, o no?
–Deja que te haga antes una pregunta -dijo Stephanie en voz
baja-. Después de haber acabado el tratamiento de Butler, cuando ya
estemos en casa, la compañía esté a salvo y todo marche sobre
ruedas, ¿podríamos denunciar anónimamente a la policía de las
Bahamas lo que pasa en la clínica Wingate?
–Eso sería bastante problemático -respondió Daniel-. Para
sacarte inmediatamente de la cárcel privada de Kurt Hermann, cosa
que me pareció de primordial importancia para todos, firmé un
compromiso de confidencialidad que impide hacer lo que acabas de
proponer. Las personas con quienes estamos tratando quizá sean unos
locos, pero no son estúpidos. En el compromiso también se detalla
lo que estamos haciendo en la clínica, y eso significa que si
descubrimos su secreto, ellos revelarán el nuestro, cosa que echará
por tierra todo lo que estamos intentando conseguir con el
tratamiento de Butler.
Stephanie cogió la copa de vino que no había probado, y la
movió en círculos.
–A ver qué te parece esta idea -dijo impulsivamente-. Quizá
cuando Butler esté curado, no le importará tanto el
secreto.
–Supongo que es una posibilidad -admitió
Daniel.
–Por lo tanto, ¿podemos decir que al menos dejaremos el tema
abierto para discutirlo en otra ocasión?
–Supongo que sí -repitió Daniel-. Me refiero a que ¿quién
sabe? Podrían ocurrir cosas que no hemos previsto.
–Esa parece una descripción bastante acertada de todo este
asunto hasta la fecha.
–¡Muy graciosa!
–¡No ha ocurrido nada exactamente como lo habíamos
planeado!
–Eso no es totalmente cierto. Gracias a ti, el trabajo
celular ha progresado tal como lo habías programado. Para cuando
Butler llegue aquí dispondremos de diez líneas celulares y
cualquiera de ellas podría curarlo. Lo que necesito saber es si
estarás conmigo para acabar con nuestro trabajo y marcharnos de
Nassau.
–Tengo que pedir una cosa más.
–¿Sí?
–Quiero que le dejes claro a Spencer Wingate que no te gusta
en absoluto que quiera ligar conmigo. Por cierto, ahora que
hablamos del tema, ¿por qué te has mostrado absolutamente pasivo al
respecto? Es humillante. Ni siquiera lo has mencionado entre
nosotros.
–Solo intento no montar ningún escándalo.
–¿Eso es montar un escándalo? ¡No lo entiendo! Si Sheila
Donaldson estuviese intentando hacer lo mismo contigo, yo desde
luego te daría mi apoyo, lo quisieras o no.
–Spencer Wingate es un egocéntrico gilipollas que se
considera como un don para las mujeres. Estaba seguro de que
podrías manejarlo sin convertir la situación en un
escándalo.
–Ya es un escándalo. Lo suyo raya en la insolencia, e incluso
ha tenido el descaro de tocarme, aunque después de lo de hoy, quizá
vaya con más cuidado. En cualquier caso, quiero que me des tu
apoyo, ¿de acuerdo?
–¡Está bien! ¡De acuerdo! ¿Ya está? ¿Podemos seguir con lo
nuestro y dedicarnos al tema Butler?
–Supongo que sí -manifestó Stephanie, sin mucho
entusiasmo.
Daniel se pasó la mano por los cabellos varias veces, hinchó
las mejillas, y luego soltó el aliento como un globo que se
desinfla. Esbozó una sonrisa.
–Me disculpo de nuevo por lo que dije antes. Me desesperó
enterarme de que te habían encerrado en aquella celda. Estaba
seguro de que nos echarían a patadas de la clínica como
consecuencia de tu curiosidad, precisamente cuando estamos a un
paso del éxito.
Stephanie se preguntó si Daniel tenía la más mínima sospecha
de su tremendo egoísmo.
–Confío en que todo esto no te lleve a decir que no debería
haber entrado en aquella sala.
–No, no, en absoluto -negó Daniel-. Comprendo que lo hicieras
porque te lo mandaba tu conciencia. Solo me alegro de que el
proyecto no se fuera al traste. Pero este episodio me ha hecho
comprender algo más. Hemos estado tan ocupados e inmersos en
nuestro trabajo que no hemos tenido ni un momento para nosotros
excepto la hora de comer. – Echó la cabeza hacia atrás para
contemplar el cielo estrellado entre las hojas de las palmeras-. Me
refiero a que estamos en las Bahamas en pleno invierno, y no lo
hemos aprovechado en ningún sentido.
–¿Estás sugiriendo algo en particular? – preguntó Stephanie.
De vez en cuando, Daniel la sorprendía.
–Así es. – Daniel cogió la servilleta y la dejó sobre el
mantel-. Ninguno de los dos tenemos mucho apetito, y ambos estamos
estresados. ¿Qué te parece si damos un paseo a la luz de la luna
por el jardín del hotel y visitamos aquel claustro medieval que
vimos desde lejos la primera mañana que llegamos aquí? Nos picó la
curiosidad, y sería un lugar muy apropiado. En la época medieval,
los claustros servían como refugio del tumulto del mundo
real.
Stephanie también dejó la servilleta sobre el mantel. A pesar
de su enfado con Daniel y las dudas que tenía sobre el futuro de la
relación, no pudo menos que sonreír ante su inteligencia y la
viveza de su intelecto, dos rasgos que tenían mucho que ver con su
atracción inicial hacia él. Se levantó.
–Creo que es la mejor proposición que me has hecho en seis
meses.
¡Esto promete!, pensó Gaetano cuando vio la cabeza de
Stephanie y luego la de Daniel que aparecían por encima de la
adelfa que le impedía ver la mesa. Antes había visto a Stephanie
durante unos segundos, pero aparentemente había vuelto a sentarse.
Se acurrucó un poco en la silla, ante la posibilidad de que a
Daniel se le ocurriera mirar hacia la orquesta. Esperaba que la
pareja caminara en su dirección y pasara junto al mostrador de la
recepcionista en el camino de regreso a su habitación. Pero lo
engañaron. Se dirigieron en la dirección opuesta sin mirar atrás ni
una sola vez.
–¡Maldita sea! – masculló el pistolero. Cada vez que se
convencía de que lo tenía todo bajo control, ocurría algo
inesperado. Miró al director de la orquesta, con quien había
intercambiado varias miradas durante el tiempo que había estado
esperando. El hombre se había mostrado muy agradecido por la
atención del desconocido. Gaetano le dedicó una sonrisa y se
despidió con un gesto mientras se levantaba.
Al principio caminó a paso normal para no dar la impresión de
que tenía prisa. Pero en cuanto se alejó lo suficiente de los
músicos, apuró el paso mientras sujetaba el arma para impedir que
golpeara contra la pierna. En el patio, el profesor y la muchacha
ya habían desaparecido en el balneario, en el lado este del
edificio.
Gaetano llegó al final de la galería, y bajó las escaleras de
dos en dos, sin soltar la pistola. Cuando llegó a la puerta del
balneario, se detuvo, adoptó una actitud despreocupada mientras
miraba disimuladamente hacia el patio para comprobar que nadie le
prestaba atención, y después la abrió. No tenía idea de lo que
podía encontrar. Si el profesor y la chica estaban a la vista,
dispuestos a solicitar un tratamiento, no podría hacer otra cosa
que pensar en el siguiente paso. Pero las instalaciones ya estaban
cerradas; testimonio de ello era el cartel en el mostrador de la
recepción iluminado con una única lámpara. Entonces, recordó haber
pasado por este mismo lugar en su primera visita cuando buscaba la
piscina del hotel. Convencido de que el profesor y su novia se
dirigían a la piscina, cruzó el salón desierto y salió por la otra
puerta.
Ahora se encontraba en una zona donde estaban las casas
individuales del hotel. Unas luces mortecinas señalaban las
entradas, pero el resto del lugar estaba a oscuras. Gaetano caminó
con paso firme por entre las palmeras, porque recordaba el camino.
Se sentía complacido. Seguramente la piscina y el bar también
estarían cerrados y desiertos, así que podía elegir el lugar más
conveniente para realizar su trabajo.
Cuando llegó a un recodo a la derecha, vio por un momento al
profesor y a la hermana de Tony antes de que bajaran un breve tramo
de escaleras más allá de la balaustrada barroca. Volvió a apurar el
paso. Se detuvo por un momento junto a la balaustrada para mirar la
zona de la piscina. Tal como había esperado, ya había cerrado y no
había luz alguna en los edificios vecinos. La piscina estaba
iluminada por los focos submarinos, y parecía una enorme
esmeralda.
–¡No me lo puedo creer! – susurró Gaetano-. ¡Esto es
perfecto!
Su tensión era palpable. Daniel y Stephanie habían rodeado la
piscina y ahora entraban en el amplio y solitario jardín. En la
oscuridad, Gaetano no veía muchos detalles más allá de las aisladas
y confusas siluetas de estatuas y setos. En cambio, veía con toda
claridad el iluminado claustro medieval. Brillaba a la luz de la
luna como una corona en la cumbre de las terrazas del
jardín.
Gaetano metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y
empuñó la pistola. Se estremeció al sentir el contacto del acero y
en su mente vio el punto rojo del láser en la frente del profesor,
una fracción de segundo antes de apretar el
gatillo.
–Recuerdo esta estatua de alguna otra parte -comentó Daniel-.
¿Sabes si es famosa?
Daniel y Stephanie contemplaban un desnudo reclinado de
mármol blanco que parecía resplandecer en la húmeda y neblinosa
penumbra del jardín estilo Versalles del Ocean Club. Una luz
azulada bañaba el paisaje y el contraste con las sombras era muy
marcado.
–Creo que es una copia de Canova -respondió Stephanie-. Sí,
es bastante famosa. Si es la que pienso, el original se encuentra
en el museo Borghese en Roma.
Stephanie no se dio cuenta de la mirada de asombro de Daniel.
Acariciaba el muslo de la mujer.
–Es sorprendente lo mucho que se parece el mármol a la piel
con la luz de la luna.
–¿Cómo demonios sabes que es una copia de Canova? ¿Quién
diablos era ese tipo?
–Antonio Canova era un famoso escultor neoclásico italiano
del siglo xviii.
–Estoy impresionado -manifestó Daniel, con la misma expresión
de asombro-. ¿Cómo puedes citar como si nada unos hechos tan
arcanos? ¿No será que has leído el folleto sobre el jardín que está
en la habitación y ahora me tomas el pelo?
–No leí el folleto, pero te vi a ti cuando lo leías. Quizá
tendrías que ser tú el guía.
–¡Ni hablar! La única parte que leí con atención fue la
referente al claustro de lo alto de la colina. En serio, ¿cómo
sabías lo de Canova?
–Me apunté a un curso de historia en el colegio
universitario. Una de las clases era historia del arte, y es la que
mejor recuerdo.
–Algunas veces me sorprendes -admitió Daniel. Imitó el
ejemplo de Stephanie, y acercó la mano para tocar el almohadón de
mármol donde se reclinaba la mujer-. Es un misterio cómo estos
tipos eran capaces de conseguir que el mármol pareciera tan suave.
Fíjate cómo el cuerpo hunde la tela.
–¡Daniel! – exclamó Stephanie con un súbito tono de
urgencia.
Daniel se volvió e intentó interpretar la expresión de
Stephanie que miraba hacia la piscina. Él también miró en la misma
dirección pero no advirtió nada extraño en el paisaje iluminado por
la luna.
–¿Qué pasa? ¿Has visto algo?
–Sí. Vi un movimiento por el rabillo del ojo. Creo que hay
alguien junto a la balaustrada.
–¡Vaya! Es lógico que haya más personas por aquí, a la vista
de lo hermoso que es todo esto. No creo que pudiéramos tener este
enorme jardín para nosotros solos.
–Es verdad -admitió Stephanie-. Solo que me pareció que la
persona que vi se escondió en cuanto volví la cabeza. Fue como si
quisiera permanecer oculto.
–¿Qué intentas sugerir? – preguntó Daniel, con una de sus
risas despreciativas-. ¿Que alguien nos está
espiando?
–Pues sí, algo por estilo.
–¡Oh, venga, Stephanie! No lo decía en
serio.
–Pues yo sí. Creo que vi a alguien. – Stephanie se puso de
puntillas y se esforzó para ver en la oscuridad-. ¡Hay alguien más!
– añadió, excitada.
–¿Dónde? No veo a nadie.
–Junto a la piscina. Alguien acaba de ocultarse en las
sombras del bar.
Daniel sujetó a Stephanie por los hombros y la obligó a
volverse. Ella se resistió por un instante.
–¡Eh, vamos! Hemos venido aquí a relajarnos. Ambos hemos
pasado un día nefasto, y tú más.
–Quizá tendríamos que volver y dar un paseo por la playa
donde siempre hay gente. Este jardín es demasiado grande, demasiado
oscuro y demasiado solitario para mi gusto.
–Subiremos al claustro -dijo Daniel con un tono firme, y
señaló hacia lo alto de la colina-. Es algo que nos interesa a
ambos, y como dije antes, visitarlo es algo metafísicamente
perfecto. Necesitamos un lugar donde aislarnos de tantas tensiones.
Además, la noche es el mejor momento para visitar ruinas. ¡Así que
anímate y en marcha!
–¿Qué pasará si es verdad que vi a alguien ocultarse detrás
de la balaustrada? – Stephanie volvió a girar la cabeza para mirar
por encima de las buganvillas.
–¿Quieres que vaya hasta allí para echar una ojeada? Lo haré
con mucho gusto si con eso te tranquilizas. Comprendo tu paranoia,
aunque no deja de ser una paranoia. Por todos los diablos, todo
esto es del hotel. Hay agentes de seguridad por todas
partes.
–Supongo que sí -admitió Stephanie sin mucho entusiasmo. Por
un momento recordó la expresión lujuriosa de Kurt Hermann. Tenía
muchas razones para sentirse nerviosa.
–¿Qué me dices? ¿Quieres que vaya hasta
allí?
–No, quiero que te quedes aquí.
–¡En ese caso, vamos! Subamos al claustro.
Daniel la cogió de la mano y la llevó hasta el camino central
que cruzaba las terrazas y subía las escalinatas hasta la cumbre de
la colina donde estaba situado el claustro. A diferencia del
jardín, el edificio estaba iluminado con unos focos instalados a
ras de tierra para resaltar los arcos góticos y hacer que, visto
desde lejos, pareciera flotar en el aire.
Mientras pasaban por las diferentes terrazas y rodeaban
alguna fuente o estatua central, vieron que a cada lado había
glorietas con más esculturas. Algunas eran de mármol, pero también
las había de piedra y bronce. Aunque estuvieron tentados de
acercarse para contemplarlas, evitaron dar más
rodeos.
–No tenía idea de que aquí tuvieran tantas obras de arte
-comentó Stephanie.
–Todo esto era una finca privada antes de que la convirtieran
en un hotel -le explicó Daniel-. Al menos, eso es lo que dice el
folleto.
–¿Qué dice del claustro?
–Lo único que recuerdo es que francés y que lo construyeron
en el siglo xii.
Stephanie soltó un silbido de asombro.
–Son muy pocos los claustros que han llegado de Francia. Yo
solo sé de uno, y no es ni de lejos tan antiguo.
Subieron el último tramo de escaleras, y cuando llegaron a la
cima, se encontraron con una carretera pública que separaba el
claustro del resto del jardín. Desde abajo era imposible saber que
había una carretera a menos que pasara algún coche, y no había
pasado ninguno.
–Esto sí que es una sorpresa -afirmó Daniel. Miró a un lado y
a otro. La carretera iba de este a oeste por el centro de isla
Paradise.
–Supongo que es el precio del progreso -opinó Stephanie-. Lo
más probable es que vaya hasta el campo de golf.
Cruzaron la carretera y notaron el calor acumulado por el
asfalto a lo largo del día. Subieron unos pocos escalones más para
llegar a la cumbre dominada por el claustro. La antigua estructura
consistía solo en una planta cuadrada de arcos góticos. La hilera
de columnas interiores conservaba algo de la tracería, con un
lóbulo dentro de cada arco.
Daniel y Stephanie se acercaron al edificio. Tuvieron que
caminar con mucho cuidado porque a diferencia del jardín, el
terreno cercano al claustro era desigual y estaba lleno de piedras
y conchas aplastadas.
–Tengo la sensación de que esta será una de esas cosas que se
ven mejor de lejos -comentó Stephanie.
–Esa es una de las razones por las que es mejor ver las
ruinas de noche.
Llegaron al claustro y caminaron precavidos por el pasillo
formado por las dos hileras de columnas. Sus ojos tardaron unos
segundos en acomodarse al resplandor de la iluminación después de
haberse habituado a la oscuridad del jardín.
–Toda esta parte estaba techada cuando lo construyeron
-explicó Stephanie.
Daniel contempló la parte superior de los arcos y
asintió.
Se abrieron paso entre los cascotes para acercarse a la
balaustrada interior. Ambos se apoyaron en la vieja balaustrada de
piedra y miraron el patio central. Tenía una superficie de unos
cuarenta metros cuadrados y estaba lleno de pequeños montículos y
fragmentos de conchas; el juego de luces y sombras le confería un
aspecto muy curioso.
–No deja de ser una pena -opinó Stephanie-. Cuando este patio
era el centro del claustro en plena actividad, seguramente tenía un
pozo o quizá incluso una fuente, además de un
jardín.
Daniel observó el patio y el entorno.
–A mí me parece una pena que después de haber durado casi mil
años en Francia, todos estos restos estén condenados a desaparecer
como consecuencia del sol tropical y el aire marino. – Se apartaron
de la balaustrada y se miraron el uno al otro-. No deja de ser una
desilusión -añadió Daniel-. Me parece que es hora de ir a dar un
paseo por la playa.
–Buena idea -asintió Stephanie-. Pero antes, vamos a darle a
estos restos el beneficio de la duda y un poco de respeto. Al menos
demos un paseo alrededor del claustro.
Cogidos de la mano, se ayudaron el uno al otro a evitar los
obstáculos en el suelo. El resplandor de las luces exteriores, les
impedía ver los detalles. En el lado opuesto al hotel, se
detuvieron brevemente para admirar la vista de la bahía de Nassau.
Sin embargo, aquí también les molestó la iluminación del claustro,
así que no se entretuvieron mucho más.
Gaetano no daba crédito a su suerte. No hubiese podido
planearlo mejor. El profesor y la hermana de Tony estaban ahora en
un cuadrado de luz que convirtió al pistolero en invisible mientras
se acercaba a la distancia de tiro. Podría haber atacado en la
oscuridad del jardín, pero había acertado con su destino, y sabía
que era perfecto.
Había decidido que lo mejor para la hermana de Tony era saber
sin la menor sombra de duda quién había ordenado la ejecución, para
que no creyera que se trataba de un acto de violencia al azar.
Gaetano consideraba que esto era importante, dado que ella sería
quien tendría el control de la empresa. A su modo de ver, era
fundamental que ella supiese exactamente la opinión de los hermanos
Castigliano respecto al préstamo y cómo se debía dirigir la
compañía.
En aquel momento, la pareja daba una vuelta al claustro y
estaba en el lado opuesto de las ruinas. Gaetano se había situado
muy cerca de la zona iluminada en el lado oeste. Su intención era
esperar hasta tenerlos a unos cinco metros de distancia antes de
saltar al camino para interceptarlos.
Se le aceleró el pulso cuando vio que Daniel y Stephanie
aparecían por la última esquina y caminaban hacia él. Cada vez más
excitado, sacó el arma del bolsillo y se aseguró de que hubiese un
proyectil en la recámara. La sostuvo en alto, junto a la cabeza, y
se preparó para lo que más le gustaba en el mundo: ¡la
acción!
–No creo que debamos volver a este tema -declaró Stephanie-,
ni ahora ni quizá nunca más.
–Me disculpé por lo que dije en el restaurante. Lo único que
digo ahora es que prefiero que me toquen a que me den una paliza.
No estoy diciendo que resulte agradable que te manoseen; solo que
es más fácil de soportar que no que te peguen y acabes herido
físicamente.
–¿Qué es esto, un concurso? – preguntó Stephanie
despectivamente-. ¡No me respondas! No quiero hablar más de este
asunto.
Daniel estaba a punto de responder cuando soltó una
exclamación ahogada, se detuvo en seco, y apretó muy fuerte la mano
de su compañera. Stephanie, que había estado mirando el suelo para
no tropezar con unas piedras, se sobresaltó al escuchar la
exclamación y alzó la mirada. Cuando lo hizo, ella también soltó un
gemido.
Una figura descomunal había aparecido en su camino y les
apuntaba con una pistola que sostenía con el brazo extendido.
Daniel, más que Stephanie, se fijó en el punto rojo inmediatamente
debajo del cañón.
Ninguno de los dos fue capaz de moverse mientras el hombre se
acercaba lentamente. La expresión burlona y despectiva destacaba en
su ancho rostro que Daniel reconoció con un estremecimiento.
Gaetano se detuvo a un par de metros de la despavorida pareja que
parecían haberse convertido en estatuas. En aquel instante, quedó
sobradamente claro que la pistola apuntaba directamente a la frente
de Daniel.
–Me has obligado a volver, imbécil -dijo Gaetano con voz
áspera-. ¡Una decisión equivocada! A los hermanos Castigliano no
les ha hecho ninguna gracia que no regresaras a Boston para
ocuparte de su dinero. Creía que habías captado mi mensaje, pero
está visto que no ha sido así, con la consecuencia de que me has
hecho quedar mal. Así que adiós.
El sonido del disparo fue como un trueno en el silencio de la
noche. El brazo de Gaetano que sostenía el arma bajó bruscamente
mientras Daniel se tambaleaba hacia atrás y arrastraba a Stephanie
con él. Stephanie soltó un grito mientras el cuerpo caía
pesadamente, y se estrellaba de bruces contra el suelo con los
brazos abiertos. Durante unos segundos, se produjeron algunas
contracciones musculares, y después yació inmóvil. Del enorme
orificio de salida en la parte de atrás del cráneo manó un reguero
de sangre y materia gris.