Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 11.30



De vez en cuando, si era preciso, Daniel reconocía los méritos de otros. No había ninguna duda en su mente de que Stephanie era muy superior a él en la manipulación celular, y dicha realidad era patente ante lo que veía en aquel momento a través de los oculares del estereomicroscopio diseccionador doble. Habían pedido que colocaran el instrumento en una esquina de su banco en el laboratorio de la clínica Wingate para que Daniel pudiera mirar mientras Stephanie trabajaba. La bióloga estaba a punto de comenzar el procedimiento de transferencia nuclear, conocido también con el nombre de clonación terapéutica, que consistía en extraer el núcleo de un ovocito maduro cuyo ADN había sido marcado con un tinte fluorescente. Ya lo tenía sujeto por succión con una pipeta de punta roma.

–Consigues que parezca muy sencillo -comentó Daniel.

–Lo es -respondió Stephanie, mientras guiaba una segunda pipeta en el campo microscópico con un micromanipulador. Comparada con la pipeta de sujeción, el extremo hueco de esta otra pipeta era más aguzado que la más fina de las agujas, y la pipeta en sí solo tenía un diámetro de veinticinco micrones.

–Quizá lo sea para ti, pero no lo es en absoluto para mí.

–El truco está en no tener prisa. Todo tiene que ser muy lento y regular; nada de sacudidas.

Fiel a su palabra, la afilada pipeta se movió suave y firmemente hacia el ovocito para empujar contra la capa exterior de la célula sin penetrarla.

–Esa es la parte en la que invariablemente me equivoco -señaló Daniel-. La mitad de las veces, acabo atravesando la célula y salgo por el otro lado.

–Quizá sea porque eres muy ansioso y por lo tanto se te va un poco la mano -sugirió Stephanie-. Una vez que la célula está marcada adecuadamente, solo hace falta un toque muy suave con el índice en el extremo del micromanipulador.

–¿No utilizas el micromanipulador para hacer la perforación?

–Nunca.

Stephanie realizó la maniobra con el dedo índice dentro del campo microscópico y vio cómo la pipeta entraba limpiamente en el citoplasma del desafortunado ovocito.

–Vive y aprenderás -comentó Daniel-. Esto demuestra que soy un pobre aficionado en este campo.

Stephanie se apartó de los oculares para mirar a Daniel. Menospreciarse no era propio de él.

–No seas muy duro contigo mismo. Este es un trabajo rutinario, que puede realizar cualquier técnico bien capacitado. Lo aprendí en mis años de estudiante.

–Lo supongo -dijo Daniel sin mirarla.

Stephanie se encogió de hombros y prosiguió con la tarea.

–Ahora utilizaré el micromanipulador para acercarme al ADN fluorescente -explicó.

La punta de la pipeta se acercó al objetivo, y cuando Stephanie aplicó una pequeña succión, el ADN desapareció en el interior de la pipeta como si esta fuera una aspiradora en miniatura.

–Tampoco soy muy bueno en esta parte -afirmó Daniel-. Me parece que siempre succiono demasiado citoplasma.

–Es importante coger solo el ADN.

–Cada vez que observo esta técnica, me sorprende más que funcione -admitió Daniel-. La imagen mental que tengo de la estructura interna submicroscópica de una célula viva es similar al de una casa de cristal en miniatura. ¿Cómo puede ser que podamos arrancar el núcleo por las raíces, meterlo en otro núcleo de una célula adulta diferenciada, y que tenga un resultado? Desafía la imaginación.

–No solo eso, sino que hace que el núcleo adulto en el que lo metemos vuelva a ser joven.

–Eso también -asintió Daniel-. Te lo repito, el proceso de la transferencia nuclear es algo que a todas luces parece imposible.

–Estoy absolutamente de acuerdo -manifestó Stephanie-. Para mí, la imposibilidad de que funcione es una prueba de la participación de Dios en el proceso, cosa que sacude todavía más mi agnosticismo que aquello que aprendimos sobre la Sábana Santa. – Mientras hablaba, metió una tercera pipeta en el campo microscópico. Esta pipeta contenía una única célula fibroblástica obtenida del cultivo de los fibroblastos de Ashley Butler: una célula cuyo núcleo ancestral había manipulado Daniel cuidadosamente, primero con el RSHT para reemplazar los genes responsables de la enfermedad de Parkinson del senador con aquellos obtenidos de la sangre de la Sábana, y después, con un gen añadido a propuesta de Stephanie para disponer de una superficie antigén especial. Este ADN nuclear del fibroblasto reemplazaría el ADN que Stephanie había extraído del ovocito.

Mientras Daniel observaba las cuidadosas manipulaciones de Stephanie, se maravilló al pensar en todo lo que él y su compañera habían conseguido realizar en la semana y media que había transcurrido desde que lo atacara el matón de Boston. Afortunadamente, las heridas habían curado y ahora casi no eran más que un mero recuerdo, salvo unas molestias residuales en su mejilla derecha y el morado en el ojo. Pero aún se enfrentaba al daño psicológico. Grabada en su mente y como imagen recurrente en sus pesadillas, aparecía la silueta del atacante que se cernía sobre él con su cabezota, las orejas pequeñas y las facciones abotagadas. Mucho más preocupantes eran la sonrisa retorcida y los ojillos crueles del hombre. Incluso después de once días, Daniel continuaba teniendo pesadillas donde aparecía aquel rostro siniestro, lo que le provocaba una sensación de total indefensión.

Durante el día, Daniel se sentía mucho mejor que mientras dormía. Tal como él y Stephanie decidieron inmediatamente después del episodio, se habían mantenido juntos casi como si fuesen hermanos siameses y no habían salido de las dependencias del hotel, excepto para ir a la clínica Wingate. Tal como habían ido las cosas, había sido muy fácil hacerlo, ya que estaban en el laboratorio desde la mañana hasta la noche todos y cada uno de los días. Allí, Megan Finnigan les había ayudado mucho facilitándoles un pequeño despacho, además de su propio banco. Disponer de espacio para todo el papeleo que producían había sido una bendición, además de un premio a su eficacia. Hasta Paul Saunders había ayudado al cumplir con su palabra y proveerlos con diez ovocitos humanos frescos doce horas después de habérselos pedido.

Al principio, Stephanie y Daniel se habían repartido el trabajo adecuadamente. El trabajo de la bióloga había sido ocuparse del cultivo de los fibroblastos enviado por Peter, que no le había creado casi ninguna dificultad. Daniel, a su vez, se había centrado en la muestra de la Sábana guardada en la solución salina. Después de una sola pasada por la máquina PCR para ampliar el ADN presente en el líquido, Daniel había llegado a la conclusión de que el ADN presente era de un primate y probablemente humano aunque estaba fragmentado, tal como había supuesto.

Después de purificarlo con la utilización de cuentas de vidrio microscópicas, había pasado los fragmentos aislados del ADN del sudario por la PCR antes de emplear las sondas de genes dopaminérgicos. Consiguió un éxito inmediato, pero solo con parte de los genes necesarios, una situación que le había obligado a secuenciar las fracturas. Después de varios días de jornadas de dieciséis horas, Daniel había logrado encadenar los fragmentos apropiados con los ligamentos nucleares para formar los genes. En aquel momento tenía todo a punto para los fibroblastos de Butler, que Stephanie ya tenía en reserva.

El siguiente paso fue el RSHT, donde no se había producido ningún problema. Como creador del proceso, Daniel conocía a la perfección todas sus sutilezas y dificultades, pero con su guía experta, las enzimas y los vectores virales habían funcionado muy bien, y no había tardado en disponer de los fibroblastos. El único estorbo había sido Paul Saunders, que había insistido en seguir todos los pasos de Daniel y en más de una ocasión se había entrometido demasiado. Paul había reconocido sin el menor empacho que pensaba añadir la técnica a la terapia de las células madre que realizaban en la clínica, con la intención de cobrarle mucho más a los pacientes. Daniel había hecho todo lo posible por hacer caso omiso de su presencia y en más de una ocasión, aunque le había resultado duro, se había mordido la lengua para no echarle de su propio laboratorio.

Una vez que hubo acabado con el RSHT, Daniel pensó que ya estaban en condiciones de hacer la transferencia nuclear, pero Stephanie le había sorprendido con la idea de añadir a la célula modificada con el RSHT una combinación de varios genes capaces de crear una superficie antigén no humana en las células destinadas al tratamiento. Stephanie había defendido su propuesta con la explicación de que si alguna vez surgía la necesidad o el interés de visualizar las células del tratamiento dentro del cerebro de Butler después del implante, se podría hacer fácilmente, dado que en las células del tratamiento habría un antigén que no tendrían ninguno de los otros billones de células de Butler. A Daniel le pareció bien y aceptó el paso adicional, sobre todo cuando Stephanie le informó de que había tenido la previsión de pedirle a Peter que le enviara el preparado y el vector viral junto con el cultivo del tejido de Butler que tenían en el laboratorio de Cambridge. Daniel y Stephanie habían empleado la misma técnica cuando trataron con éxito a los ratones enfermos de Parkinson, lo que fue un valioso añadido al protocolo.

–Siempre utilizo el micromanipulador en este paso -comentó Stephanie, y su voz sacó a Daniel de sus reflexiones. La pipeta con el fibroblasto modificado de Butler atravesó la envoltura del ovocito sin perforar la membrana de la célula.

–Otro paso donde siempre tengo problemas -reconoció Daniel. Observó atentamente mientras Stephanie inyectaba los relativamente pequeños fibroblastos en el espacio comprendido entre la membrana del ovocito y la cubierta exterior comparativamente más gruesa. Luego la pipeta desapareció del campo visual.

–El truco consiste en acercarse tangencialmente a la cubierta del ovocito -comentó Stephanie-. De lo contrario, puedes acabar entrando en la célula sin darte cuenta.

–Eso tiene sentido.

–Pues yo diría que esto ha quedado estupendo -añadió 306

Stephanie, después de observar el resultado de sus manipulaciones. El ovocito desprovisto de núcleo y los comparativamente pequeños fibroblastos estaban ligados íntimamente dentro de la envoltura del ovocito-. Ahora hay que dejar que se realice el proceso de fusión y luego la activación.

Stephanie se apartó de los oculares del microscopio y retiró el platillo de Petri de la platina del microscopio. Se levantó del taburete para ir hasta la cámara de fusión, donde iba a someter a las células pareadas a una breve descarga eléctrica para fusionarlas.

Daniel la observó. Junto con las recurrentes pesadillas tras la paliza que recibió a manos del matón de los hermanos Castigliano, se enfrentaba a las otras secuelas psicológicas de la experiencia. Durante los primeros días siguientes al suceso, había soportado una permanente sensación de ansiedad y miedo ante la posibilidad de que el hombre pudiese reaparecer, a pesar de las manifestaciones en contra que le había hecho a Stephanie, inmediatamente después de que ocurriera. Solo le habían calmado un poco las medidas adoptadas por el hotel después de que Daniel informó a la dirección de lo ocurrido. El director había dispuesto que un agente del servicio de seguridad permaneciera de vigilancia en el edificio donde estaba la suite de la pareja. Todas las noches, el guardia acompañaba a los dos científicos a la habitación después de cenar en el Courtyard Terrace, y el gigantón había mantenido la vigilancia en el vestíbulo hasta que se marchaban a la clínica Wingate por la mañana.

A medida que los temores de Daniel fueron disminuyendo con el paso de los días, dejó de preocuparse tanto por lo ocurrido, y volvió a centrar gran parte de su enojo en Stephanie. Aunque ella se había disculpado y compadecido sinceramente, a Daniel le enfurecían sus dudas sobre la participación de la familia en el episodio. Ella no se lo había dicho abiertamente, pero Daniel lo había deducido de sus comentarios indirectos. Con una familia de poco fiar y su falta de juicio a la hora de tratar con ellos, Daniel se preguntaba si Stephanie no acabaría a la larga convirtiéndose en un riesgo.

También eran un problema los pruritos de conciencia de su compañera. A pesar de la promesa de no complicar las cosas con la gente de la clínica, no dejaba de hacerlo con sus constantes e inapropiados comentarios sobre la supuesta terapia de las células madre y las jóvenes nativas embarazadas que trabajaban allí, algo que era un tema muy delicado en el trato con Paul Saunders. Para colmo, se mostraba muy despectiva con Spencer Wingate. Daniel aceptaba que el hombre se había mostrado cada vez más atrevido a la hora de expresar su interés personal por Stephanie, algo que podía haber sido motivado por la pasividad de Daniel ante los comentarios de Spencer, pero había maneras mucho más corteses de resolver el asunto que el que ella había escogido. A Daniel le irritaba sobremanera que Stephanie no pareciera entender que su comportamiento estaba deteriorando las relaciones. Si los echaban de la clínica, habrían perdido todo.

Daniel exhaló un suspiro mientras la observaba trabajar. Aunque no tenía muy claro su contribución a largo plazo, no había ninguna duda de que la necesitaba en estos momentos. Solo faltaban once días para la llegada de Ashley Butler a la isla, y en ese plazo tenían que desarrollar las neuronas productoras de dopamina a partir de los fibroblastos del senador, necesarias para el tratamiento. Habían acabado con el RSHT y la transferencia nuclear, pero aún quedaba mucho por hacer. La habilidad de Stephanie en la manipulación celular era absolutamente imprescindible y no tenía tiempo de reemplazarla.


Stephanie era consciente de la mirada de Daniel. Admitía que la sensación de culpa y sus dudas respecto a las implicaciones de su familia en el ataque sufrido la hacían especialmente sensible, pero él no se comportaba como siempre. Solo podía imaginar cómo sería que te propinaran una paliza, pero había esperado una recuperación más rápida. En cambio, él continuaba mostrándose distante de muchas y muy sutiles maneras, y si bien dormían en la misma cama, habían dejado de tener relaciones íntimas. Dicha conducta había resucitado el viejo fantasma de que Daniel era incapaz o carecía de la motivación para ofrecerle el apoyo emocional que ella necesitaba, sobre todo en los momentos de tensión, con independencia de la causa o de quién fuese el responsable.

Stephanie había seguido las indicaciones de Daniel al pie de la letra; por lo tanto, eso no podía ser la explicación a su conducta. A pesar de su vehemente deseo de llamar a su hermano para aclarar las cosas, no lo había hecho. Además, en las relativamente frecuentes conversaciones que tenía con su madre se había preocupado en insistir en que ella y Daniel se encontraban en Nassau por motivos de trabajo y que trabajaban mucho, cosa que era la pura verdad. También le había dicho que no habían ido a la playa ni una sola vez, algo que también era verdad. Por si todo esto fuese poco, en todas y cada una de las ocasiones, había recalcado que no tardarían en acabar su trabajo y que regresarían sobre el veinticinco de marzo para ocuparse de una empresa financieramente saneada. Había evitado en todo lo posible hablar de su hermano con ella, aunque en la llamada del día anterior había cedido finalmente a la tentación.

–¿Tony te ha preguntado por mí? – le preguntó con un tono lo más indiferente posible.

–Por supuesto, querida -respondió Thea-. Tu hermano se preocupa por ti y no deja de preguntar.

–¿Qué dice?

–No recuerdo exactamente sus palabras. Te echa de menos. Solo quiere saber cuándo regresas a casa.

–¿Tú qué le respondes?

–Le digo lo que tú me dices. ¿Por qué? ¿Debo decir otra cosa?

–Por supuesto que no. Dile que estaremos de regreso en menos de dos semanas y que no veo la hora de reunirme con él. También dile que nuestro trabajo va muy bien.

En muchos sentidos, Stephanie agradecía que ella y Daniel estuviesen ocupados a todas horas. Así no tenía ocasión para angustiarse por los problemas sentimentales y no le dejaba tiempo para preguntarse por el aspecto ético del tratamiento de Butler. Sus recelos habían aumentado debido al ataque sufrido por Daniel y al hecho de tener que hacer la vista gorda ante la depravación de los directivos de la clínica. Paul Saunders era el peor. Lo tenía por un hombre sin escrúpulos, carente de los principios éticos más elementales y estúpido. Los resultados de la terapia de las células madre de los que tanto se vanagloriaba no eran más que una broma pesada. Solo eran una recopilación de casos individuales y sus resultados subjetivos. No había ni una pizca de método científico por ninguna parte, y lo más preocupante de todo era que Paul no parecía darse cuenta o que le importara.

Spencer Wingate era otra historia; era un pesado, pero no se daba aires de ser un científico como Paul. Así y todo, a Stephanie no le hubiese gustado verse sola en la casa de Spencer, como le proponía una y otra vez. El problema radicaba en que su lujuria se veía reforzada por un orgullo que no hacía el más mínimo caso de los rechazos a sus avances. Al principio, Stephanie había procurado mostrarse razonablemente cortés en sus excusas, pero al final había tenido que mostrarse tajante, sobre todo a la vista de la indiferencia de Daniel. Algunas de las invitaciones más descaradas las había hecho Spencer en presencia de Daniel sin que este reaccionara.

Como si el carácter y la conducta de estos charlatanes no fuese suficiente para que Stephanie pusiese en duda la corrección de trabajar en la clínica, estaba el enigma de la procedencia de los ovocitos humanos. Intentó hacer algunas averiguaciones discretas pero fue rechazada por todos, excepto por Mare, la técnica del laboratorio. Tampoco ella había sido muy explícita, aunque al menos le había dicho que los gametos procedían de la llamada sala de huevos, que estaba a cargo de Cindy Drexler y que funcionaba en el sótano. Cuando le había pedido que le explicara mejor qué era la sala de huevos, Mare había eludido la respuesta limitándose a decirle que preguntara a Megan Finnigan, la supervisora del laboratorio. Desafortunadamente, Megan ya le había repetido las palabras de Paul en el sentido de que la fuente de los ovocitos era un secreto del oficio. Más tarde, cuando había abordado a Cindy Drexler, ella le había respondido cortésmente que cualquier pregunta sobre los ovocitos debía hacerse al doctor Saunders.

Stephanie había cambiado de táctica y había intentado hablar con varias de las jóvenes que trabajaban en la cafetería. Todas se habían mostrado muy amables y dispuestas hasta que Stephanie había tocado el tema de si estaban casadas, momento en el que habían comenzado a responder con evasivas, y luego cuando se interesó por sus embarazos, se habían negado a decir nada más, cosa que solo sirvió para avivar su curiosidad. Llegó a la conclusión de que no era necesario ser una lumbrera científica para adivinar lo que estaba pasando, y a pesar de la prohibición de Daniel, quería probárselo a ella misma. Su idea era que, armada con dicha información, notificaría anónimamente a las autoridades locales después de que ella, Daniel y Butler estuvieran bien lejos de la isla.

Stephanie necesitaba entrar en la sala de los huevos. Muy a su pesar, no había tenido ninguna oportunidad por lo muy atareados que habían estado. Pero en las próximas horas se produjo un cambio. El ovocito que se estaba fusionando con uno de los fibroblastos de Butler alterados con el RSHT reemplazaba a uno de los diez ovocitos originales que les había suministrado Paul Saunders que no se había dividido después de la transferencia nuclear. En cumplimiento de la garantía, Paul les había entregado un undécimo huevo. Los otros nueve se estaban dividiendo sin problemas después de recibir el nuevo núcleo. Algunos ya llevaban cinco días de desarrollo y comenzaban a formar los blastocitos.

El plan que Stephanie y Daniel habían preparado consistía en crear diez células madre separadas, cada una con células clonadas de Butler. Las diez aportarían otras, que serían diferenciadas como productoras de dopamina. Esta cantidad serviría como una red de seguridad, dado que solo se utilizaría una de las líneas en el tratamiento del senador.

Quizá a última hora de la tarde, o mejor al día siguiente a primera hora, Stephanie comenzaría el proceso de recoger las células madre multipotenciales de los blastocitos en formación; hasta entonces dispondría de algún tiempo libre. El único problema sería apartarse de Daniel sin abandonar la seguridad de la clínica Wingate; gracias al distanciamiento afectivo que le demostraba su pareja, no sería un obstáculo insalvable, aunque fuera de la clínica él se negaba a perderla de vista.

–¿Qué tal va la fusión? – gritó Daniel desde donde estaba sentado.

–Se ve bien -respondió Stephanie, que miraba el preparado a través del microscopio. El ovocito tenía ahora un núcleo nuevo con todo el complemento de cromosomas. De acuerdo con un proceso que nadie alcanzaba todavía a entender, el huevo comenzaría a reprogramar al núcleo de sus tareas como controlador de una célula epitelial adulta para devolverla a su estado primitivo. En cuestión de horas, el preparado imitaría a un huevo acabado de fertilizar. Para iniciar la conversión, Stephanie había transferido cuidadosamente el ovocito modificado artificialmente al primero de varios medios activadores.

–¿Tienes tanta hambre como yo? – preguntó Daniel.

–Es probable -contestó ella. Miró su reloj. No era de extrañar que estuviese hambrienta. Eran casi las doce. Llevaba sin probar bocado desde las seis de la mañana, y solo había consistido en un desayuno continental de café y tostadas-. Podemos ir a la cafetería en cuanto meta este ovocito en la incubadora. Solo faltan otros cuatro minutos en este medio.

–Me parece bien. – Daniel dejó el taburete y desapareció en el despacho para quitarse la bata.

Mientras Stephanie preparaba el siguiente medio activador para el ovocito reconstruido, intentó pensar en alguna excusa para volver sola al laboratorio durante la comida. Sería un buen momento para su labor detectivesca, dado que la mayoría iba a comer entre las doce y la una, incluida la técnica encargada de la sala de huevos, Cindy Drexler. La hora de la comida era el momento de reunión favorito del personal de la clínica. Stephanie pensó primero en decirle que necesitaba ocuparse del proceso de activación del undécimo ovocito, pero lo descartó rápidamente. Daniel sospecharía porque sabía que el ovocito necesitaba permanecer en la incubadora dentro del segundo medio de activación durante seis horas.

Necesitaba otra excusa y no se le ocurrió nada hasta que recordó el móvil. Después de la agresión de Daniel, había insistido en llevarlo siempre encima, y Daniel lo sabía. Había varias razones para esta obsesión, una de las cuales era que le había dicho a su madre que la llamara al móvil y no al hotel. Como había hablado con su madre aquella mañana y sabía que no había ninguna novedad en su estado de salud, no le preocupaba perderse una llamada durante la siguiente media hora. Después de mirar hacia el despacho para asegurarse de que Daniel no la vigilaba, sacó el pequeño teléfono Motorola del bolsillo, lo apagó y lo escondió en el estante de los reactivos en el banco.

Satisfecha con el plan, Stephanie volvió a ocuparse del proceso de activación. Al cabo de treinta segundos, sería el momento de pasar el ovocito del primer medio al segundo.

–¿Qué? – preguntó Daniel, cuando reapareció sin la bata-, ¿estás lista?

–Dame otro par de minutos. Voy a transferir el ovocito y lo pondré en la incubadora. Después ya nos podremos ir.

–Muy bien -respondió Daniel. Mientras esperaba, se acercó a la incubadora para mirar en los otros recipientes, algunos de los cuales llevaban allí cinco días-. Algunos de estos quizá estén a punto para recoger las células madre esta tarde.

–Lo mismo pensaba yo. – Con mucho cuidado, transportó el ovocito reconstruido hasta la incubadora y lo dejó con los demás.


Kurt Hermann dejó que sus pies bajaran con un súbito movimiento incontrolado. Los había tenido apoyados en el borde de la mesa de la sala de vídeo. Al mismo tiempo, se sentó muy erguido, lo que hizo que la silla rodara hacia atrás. Recuperó la serenidad que había desarrollado a lo largo de muchos años de entrenamiento en las artes marciales y se propulsó hacia delante para acercarse lenta pero decididamente a la pantalla que había estado mirando durante la última hora. No daba crédito a lo que acababa de ver. Había sucedido muy rápido, pero le había parecido que Stephanie D'Agostino acababa de sacar del bolsillo el móvil que él pretendía tener en sus manos desde hacía una semana y media y lo había colocado con toda intención detrás de unos frascos en el estante del banco de laboratorio. Si lo había visto bien, estaba ocultándolo.

Kurt utilizó el botón en la parte superior del mando que estaba conectado a la minicámara para activar el zoom y con él, mantuvo la cámara enfocada directamente en lo que esperaba que fuese el móvil. ¡Lo era! Un extremo de la carcasa de plástico negro asomaba muy poco por detrás de una botella de ácido hidroclorídico.

Desconcertado por este inesperado pero prometedor suceso, Kurt desconectó el zoom, y fue entonces cuando advirtió que Stephanie había desaparecido del campo visual. Utilizó de nuevo el mando para que la cámara hiciera un barrido del laboratorio y de inmediato vio las imágenes de Stephanie y Daniel delante de una de las incubadoras. Aumentó al máximo el volumen del micrófono para escuchar si la mujer mencionaba el teléfono, pero no lo hizo. Continuaron hablando de la comida, y en cuestión de minutos abandonaron el laboratorio.

La mirada de Kurt se dirigió al monitor instalado encima del que había observado hasta ahora. Vio salir a la pareja del edificio número uno y cruzar el patio central para dirigirse al edificio número tres.

Durante la construcción de la clínica Paul Saunders le había dado carta blanca a su jefe de seguridad para que tomara todas las medidas destinadas a convertirlo en un lugar seguro y evitar una catástrofe similar a la que habían sufrido en la clínica de Massachusetts, cuando una pareja de chivatos se habían colado en la base de datos de la clínica. Debido a que aquellas personas habían conseguido entrar sin autorización en la sala del ordenador central y luego habían escapado sin problemas, Kurt se había ocupado de que todos los edificios estuviesen vigilados con equipos de vídeo y sonido. Tanto las cámaras como los micrófonos eran la última palabra en tecnología; se controlaban por ordenador y estaban perfectamente disimulados. Sin que Paul lo supiera, Kurt los había instalado también en las salas de descanso, las habitaciones de los huéspedes, y en casi todas las habitaciones del personal, ocultos en los lugares más insospechados. El centro de control era la sala de vídeo en el despacho de Kurt que, por las noches, se pasaba horas observando las pantallas, incluso cuando no se trataba de cuestiones de seguridad. Por supuesto, Kurt siempre podía alegar lo contrario, porque era importante para una organización como la clínica Wingate saber quién se acostaba con quién.

Kurt continuó observando a Daniel y Stephanie hasta que entraron en el edificio número tres, aunque se centraba en Stephanie. Durante la última semana y media se había aficionado a observarla a pesar de la ambivalencia que evocaba. Se sentía atraído y repelido por su innata sensualidad. Como le ocurría con el resto de las mujeres en general, apreciaba su belleza y sin embargo al tiempo veía en ellas las cualidades de Eva. Kurt la había visto hacer y recibir llamadas en el laboratorio, y aunque con mucha frecuencia escuchaba su parte de la conversación, no podía escuchar al otro interlocutor. Por consiguiente, no había podido darle a Paul Saunders el nombre del paciente como le había prometido y al jefe de seguridad le gustaba cumplir sus promesas.

La actitud de Kurt hacia las mujeres había sido marcada a fuego por la gran traidora: su madre. Ambos habían mantenido una relación íntima propiciada por las largas ausencias del nada expresivo y estricto cabeza de familia que había exigido la perfección tanto de la esposa como del hijo pero que solo se había fijado en los fracasos. El padre había precedido a Kurt en los cuerpos especiales del ejército y como su hijo, que había acabado siguiendo sus pasos, había sido un asesino que se ocupaba de misiones encubiertas. Pero cuando Kurt tenía trece años, su padre murió en el curso de una operación secreta en Camboya durante las últimas semanas de la guerra de Vietnam. La reacción de la madre había sido la de un pájaro al que acaban de abrirle la jaula. Sin hacer el menor caso de la confusión emocional de su hijo, que se debatía entre la pena y el alivio, se lanzó a una serie de aventuras amorosas cuyas intimidades Kurt había tenido que soportar audiblemente a través de las delgadas paredes de su casa en la base militar. En cuestión de meses, la madre de Kurt había consumado sus frenéticas experiencias sexuales casándose con un mojigato vendedor de seguros a quien Kurt despreciaba. El jefe de seguridad creía que todas las mujeres, y en particular las atractivas, eran como la madre idealizada de su juventud, que conspiraban para seducirlo, arrebatarle su fuerza y después abandonarlo.

En cuanto Daniel y Stephanie desaparecieron de la vista en el interior del edificio número tres, la mirada de Kurt pasó inmediatamente al monitor doce y esperó a verlos aparecer en la cafetería. Cuando se unieron a la cola en el mostrador de los platos calientes, Kurt se levantó para ir a su despacho. Del respaldo de la silla, cogió la americana de seda negra y se la puso sobre la camiseta negra. Necesitaba la americana para ocultar el arma que llevaba en una pistolera sujeta al cinturón. Se arremangó hasta más arriba de los codos. Luego recogió la caja que contenía el micrófono en miniatura que quería instalar en el móvil de Stephanie y el aparato de escucha. También recogió la caja de herramientas de relojería, que incluía un soldador y una lente de relojero.

Salió del edificio número dos por una puerta del sótano con el equipo de espionaje electrónico y la caja de herramientas en la mano, y con el andar elástico de un felino, se dirigió al edificio número uno. No tardó en llegar junto al banco asignado a los dos científicos. Después de una rápida ojeada en derredor para asegurarse de que estaba solo, cogió el móvil de Stephanie, se ajustó la lente y puso manos a la obra.

Tardó menos de cinco minutos en colocar y probar el micrófono. Estaba atornillando la tapa del móvil cuando escuchó que se abría la puerta al otro extremo del laboratorio. Se inclinó para mirar por debajo del estante en dirección a la puerta que estaba a unos treinta metros, convencido de que vería a algún miembro del personal o quizá a Paul Saunders. Se quedó de piedra al comprobar que se trataba de Stephanie, y que la mujer se acercaba con paso rápido y decidido.

Durante unos segundos, Kurt debatió qué hacer. No obstante, prevaleció su preparación, y no tardó en recuperar la compostura habitual. Terminó de atornillar la tapa, cerró el teléfono, y lo devolvió a su sitio detrás de la botella de ácido hidroclorídico. A continuación recogió las herramientas, el aparato de escucha y la lente. Sin hacer ruido, lo metió todo en un cajón y lo cerró empujándolo con la cadera. Stephanie D'Agostino se encontraba ahora solo a unos seis metros y se acercaba rápidamente. Kurt retrocedió con la intención de mantener el banco y el estante entre él y la científica. No tenía mucho más donde ocultarse, y ella acabaría por verle, pero no había más opciones.


A Tony le molestaba haber tenido que renunciar a una buena comida, que era uno de los mejores momentos del día, para tener que hacer una nueva visita a la horrorosa tienda de suministros de fontanería de los hermanos Castigliano. El olor a huevos podridos procedente del albañal tampoco ayudaba mucho, aunque con la baja temperatura no molestaba tanto como en la visita de hacía casi dos semanas. Al menos tenía el consuelo de visitar el sumidero en pleno día y no en la oscuridad de la noche, porque así se evitaba la preocupación de tropezar con alguna de las pilas de desperdicios que se acumulaban delante del local. La parte buena era que tenía buenas razones para creer que esta sería la última visita, al menos en lo referente al problema con CURE.

Entró en el local y fue directamente al despacho en el fondo. Gaetano, que estaba atendiendo a un par de clientes en el mostrador, lo miró por un segundo y lo saludó con un gesto. Tony no le hizo caso. Si Gaetano hubiera hecho bien su trabajo, él no tendría que estar ahora caminando entre estanterías cubiertas de polvo y respirando el hedor a huevos podridos. En cambio, estaría sentado a su mesa favorita en su restaurante Blue Grotto, en Hanover Street, con una copa de chianti del 97, muy entretenido en decidir qué pasta debía pedir. Le cabreaba horrores que los subordinados metieran la pata, porque siempre terminaban complicándole la vida. A medida que se hacía mayor, más se convencía de la verdad del dicho: «Si quieres que algo se haga bien, hazlo tú mismo».

Tony abrió la puerta del despacho, entró, y cerró de un portazo. Lou y Sal estaban en sus respectivas mesas, con sendas pizzas. Una náusea estremeció a Tony. Detestaba el olor de las anchoas, sobre todo si estaba mezclado con el hedor a huevos podridos que se filtraba en la habitación.

–Tíos, tenéis un problema -anunció Tony, y apretó los labios en una severa expresión de disgusto al tiempo que movía la cabeza como uno de aquellos perritos de plástico que algunos conductores colocaban en la bandeja trasera de sus coches. No obstante, para establecer claramente que no se trataba de una falta de respeto a los mellizos, se acercó y chocó las manos con cada uno de ellos antes de ir al sofá y sentarse. Se desabrochó la chaqueta pero no se la quitó. Solo iba a quedarse un par de minutos. No había nada complicado en lo que había venido a comunicar.

–¿Qué pasa? – preguntó Lou con la boca llena de pizza.

–Gaetano la ha jorobado. Lo que sea que hizo en Nassau no ha tenido ningún efecto. Nada.

–Bromeas.

–¿Tengo cara de estar bromeando? – Tony frunció el entrecejo y extendió las manos.

–¿Nos estás diciendo que el profesor y tu hermana no han regresado?

–Es más que eso -manifestó Tony despectivamente-. No solo que no han vuelto, sino que las andanzas de Gaetano, las que fueran, no han merecido ni una sola palabra de mi hermana a mi madre, y eso que hablan todos los días.

–¡Espera un momento! – intervino Sal-. ¿Estás diciendo que tu hermana no dijo nada de que hubiesen tenido un problema o que a su novio le hubieran dado una paliza?

–¡Absolutamente nada! ¡Cero! Lo único que escucho es que todo va de ensueño en el paraíso.

–Eso no encaja con lo que dijo Gaetano -afirmó Lou-, cosa que me resulta difícil de creer, dado que, por lo general, tiende a pasarse en las palizas.

–Pues en esta ocasión, desde luego, no lo parece. Los tortolitos siguen allí muy felices, pasándoselo de fábula, e insisten, según mi madre, en que se quedarán las tres semanas, el mes, o el tiempo que habían decidido. Mientras tanto, mi contable dice que nada ha cambiado y que la compañía va de cabeza a la bancarrota. Afirma que dentro de un mes no les quedará ni un centavo, así que ya podemos despedirnos de nuestros doscientos billetes.

Sal y Lou intercambiaron una mirada donde se combinaban la incredulidad, el desconcierto, y la furia.

–¿Qué dijo Gaetano que había hecho? – añadió Tony-. ¿Pegarle al profesor en la mano y decirle que era un niño malo?

¿No será que ni siquiera fue a Nassau y en cambio dijo que sí? – Tony se reclinó en el sofá con los brazos y las piernas cruzadas.

–¡En este asunto hay algo que no encaja! – declaró Lou-. ¡Las cosas no cuadran! – Dejó la porción de pizza de anchoas y salchichón, se pasó la lengua por el interior de los labios para despegar los restos de comida pegados a los dientes, tragó, y a continuación apretó un timbre instalado en la mesa. A través de la puerta se escuchó el sonido amortiguado de la campanilla que sonaba en el local.

–¡Gaetano fue a Nassau! – afirmó Sal-. Eso lo sabemos a ciencia cierta.

Tony asintió, aunque con una expresión de incredulidad. Era consciente de que estaba apretando las clavijas a los hermanos, porque a ambos les gustaba creer que lo tenían todo controlado. La intención era provocar su furia, y por ahora lo estaba logrando. Cuando Gaetano asomó la cabeza en el despacho, los gemelos estaban fuera de sí.

–¡Entra de una puñetera vez y cierra la puerta! – le ordenó Sal.

–Tengo clientes en la tienda -protestó Gaetano, y señaló por encima del hombro.

–Como si tuvieras al mismísimo presidente de Estados Unidos, imbécil -gritó Sal-. ¡Mueve el culo! – Para dar respaldo a sus palabras, Sal abrió el cajón central de la mesa, sacó un revólver del calibre 38 de cañón corto, y lo dejó sobre la carpeta que tenía delante.

Gaetano frunció el entrecejo mientras obedecía. Había visto el arma en repetidas ocasiones y no le preocupaba porque era uno de los numeritos que montaba su jefe. Al mismo tiempo, tenía claro que Sal estaba furioso por algo, y Lou no parecía mucho más contento. Echó una ojeada al sofá pero como Tony estaba sentado en el centro, decidió permanecer de pie.

–¿Qué pasa? – preguntó.

–¡Queremos saber exactamente qué demonios hiciste en Nassau! – le espetó Sal.

–Te lo dije. Hice lo que me ordenasteis que hiciera. Incluso lo hice en un día, cosa que en realidad me tocó los cojones.

–Pues quizá tendrías que haberte quedado un día más -replicó Sal despectivamente-. Al parecer, el profesor no captó el mensaje que le enviamos.

–¿Qué le dijiste exactamente a ese montón de mierda? – preguntó Lou con un tono de inquina.

–Que moviera el culo, y que regresara aquí para ocuparse de su compañía -respondió Gaetano-. Demonios, no fue nada complicado. No tuve que meterme en demasiadas complicaciones ni nada por el estilo.

–¿Lo zamarreaste un poco? – inquirió Sal.

–Hice mucho más que zamarrearlo. De entrada le di un puñetazo, que lo convirtió en un flan, hasta tal punto que tuve que levantarlo del suelo. Quizá le rompí la nariz, pero no estoy seguro. Sé que le puse un ojo a la funerala. Cuando acabamos la charla, le aticé un sopapo que lo tumbó de la silla.

–¿Qué hay del mensaje? – añadió Sal-. ¿Le dijiste que le harías otra visita si no movía el culo y regresaba a Boston para poner en orden su compañía?

–¡Pues claro! Le dije que le haría daño de verdad si tenía que volver, y no hay duda de que captó el mensaje.

Los mellizos miraron a Tony, y se encogieron de hombros al unísono.

–Gaetano no miente cuando se trata de estas cosas -afirmó Sal. Lou asintió con un gesto.

–Pues entonces es una prueba más de que el profesor pasa de nosotros -señaló Tony-. Salta a la vista que no se tomó en serio a Gaetano, y que no le importa para nada que se pierdan nuestros doscientos papeles.

Durante unos minutos, reinó el silencio en la habitación. Los cuatro hombres se miraron los unos a los otros. Era obvio que todos pensaban en lo mismo. Tony esperó a que alguien sacara el tema, y fue Sal quien lo hizo.

–Es como si lo estuviese pidiendo -comentó-. Ya habíamos decidido que si no hacía caso nos lo cargaríamos y dejaríamos que la hermana de Tony llevara las riendas.

–Gaetano, me parece que tendrás que hacer otro viaje a las Bahamas.

–¿Cuándo? – preguntó el matón-. Se supone que mañana por la noche tengo que atizarle al oculista de Newton.

–No lo he olvidado -contestó Lou. Consultó su reloj-. Son las doce y media. Puedes ir esta tarde vía Miami, cargarte al profesor, y estar aquí mañana.

Gaetano puso los ojos en blanco.

–¿Qué pasa? – continuó Lou-. ¿Tienes algún otro plan?

–Algunas veces no es fácil cargarse a alguien -señaló Gaetano-. ¡Demonios, primero tengo que encontrar al tipo!

–¿Sabes dónde están ahora tu hermana y el novio?

–Claro que sí, están en el mismo hotel -respondió Tony, y se rió en son de burla-. Eso indica lo muy en serio que se tomaron los cachetes de Gaetano.

–Lo dije antes -insistió Gaetano-. Nada de cachetes. Lo aticé con ganas.

–¿Cómo sabes que están en el mismo hotel? – preguntó Lou.

–A través de mi madre. La mayoría de las veces la llama al móvil, pero me dijo que también la llamó al hotel, un día que tenía el móvil apagado. Los tórtolos no solo están en el mismo hotel, sino que siguen en la misma habitación.

–Pues ya sabes dónde tienes que ir -le dijo Lou al matón.

–¿Puedo cargármelo en el hotel? Eso simplificaría mucho las cosas.

Lou miró a Sal, y este miró a Tony.

–No veo ninguna razón en contra. – Tony se encogió de hombros-. Siempre y cuando mi hermana no esté en medio, y que las cosas se hagan con discreción, sin montar una escena.

–Eso no es necesario decirlo -replicó Gaetano. Comenzaba a entusiasmarse. Viajar hasta Nassau para pasar solo una noche era un poco denso, y no se podría considerar como unas soleadas vacaciones, pero podía resultar divertido-. ¿Qué pasa con el arma? Tiene que tener un silenciador.

–Estoy seguro de que nuestros amigos colombianos se pueden ocupar del tema -dijo Lou-. Con toda la mierda que les pasamos en Nueva Inglaterra, nos lo deben.

–¿Cómo la conseguiré?

–Supongo que alguien se te acercará cuando llegues a Nassau -respondió Lou-. Ahora mismo los llamaré. Avísame en cuanto sepas el número del vuelo.

–¿Qué pasa si hay algún problema, y no me hago con un arma? Si queréis que esté de regreso mañana por la noche, todo tiene que ir sobre ruedas.

–Si llegas y nadie se te acerca, llámame -dijo Lou.

–Vale -asintió Gaetano, contento-. Toca mover el culo.


19


Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 12.11



El mensaje del cartel era claro. Decía: acceso restringido, solo personal autorizado. la prohibición se cumplirá estrictamente. Stephanie se detuvo por un momento, con la mirada puesta en el cartel enmarcado. Estaba atornillado a la puerta junto al montacargas. Era esta la puerta por la que entraba y salía Cindy Drexler habitualmente, la misma por la que había salido para entregarle los ovocitos a Stephanie y Daniel. Stephanie había visto el cartel de reojo, pero nunca se había acercado para leerlo. Ahora que lo había hecho, dudaba. Se preguntó cuál podía ser el significado de que la prohibición se cumplirá estrictamente, sobre todo a la vista de la tendencia de los directivos de la clínica Wingate a exagerar todo lo referente a la seguridad. Sin embargo, había llegado hasta aquí y no era cuestión de dar media vuelta y renunciar solo por un cartel con una advertencia genérica. Empujó la puerta. Se abrió sin más. Al otro lado, había una escalera que bajaba. Se tranquilizó al pensar que si les preocupaba tanto la presencia de intrusos en la sala de huevos no tendrían la puerta cerrada sin llave.

Con una última mirada por encima del hombro para asegurarse de que estaba sola en el laboratorio, cruzó el umbral y la puerta se cerró sola. De inmediato, notó el contraste con el frío seco del aire acondicionado del laboratorio. En la escalera, el aire era mucho más cálido y húmedo. Comenzó a bajar rápidamente, calzada como iba con zapatos de tacón bajo.

Stephanie se daba prisa porque había calculado que no podría estar más de quince minutos -estirando mucho, veinte- lejos de Daniel. Miró su reloj mientras bajaba; había consumido cinco minutos en ir desde la cafetería hasta allí. Solo se había desviado unos momentos para recoger el móvil. No quería olvidarlo y aparecer sin el teléfono en la cafetería, porque era la excusa que había dado. Daniel la había mirado con una expresión de curiosidad cuando ella se había levantado al minuto siguiente de dejar la bandeja con la comida en la mesa. Tenía claro que se enfadaría si se enteraba de sus intenciones.

Se tambaleó cuando se detuvo bruscamente al pie de la escalera. Se encontró en un pasillo corto y mal iluminado que daba acceso al montacargas en un lado y una puerta de acero inoxidable en el fondo. No tenía pomo ni cerradura. Stephanie se acercó, apoyó la mano en el metal, y empujó. Estaba caliente al tacto pero no cedió en lo más mínimo. Apoyó una oreja y le pareció escuchar un muy leve zumbido.

Stephanie se apartó un poco para observar todo el contorno. Parecía sellada en el marco metálico con una precisión milimétrica. Se puso a gatas, y comprobó que el encaje también era perfecto en el suelo. El esmero de la puerta aumentó su ya enorme curiosidad. Se levantó, y con el borde del puño, golpeó suavemente el metal. Intentaba calcular el grosor, y llegó a la conclusión de que era considerable, dado que no había notado ninguna vibración.

–Pues aquí se acaba mi muy cacareada investigación -susurró Stephanie. Sacudió la cabeza en una muestra de desilusión al tiempo que volvía a fijarse en el contorno. Le sorprendió que no hubiese un timbre, un interfono ni ninguna otra manera a la vista de abrir la puerta o de comunicarse con alguien en el interior.

Con un último suspiro de enfado, a juego con su expresión desilusionada, se volvió hacia la escalera, consciente de que debía inventarse alguna otra estrategia si pretendía continuar con su investigación clandestina. Sin embargo, solo había dado un paso cuando descubrió algo que había pasado por alto. Apenas si sobresalía de la pared delante del montacargas, y resultaba difícil de ver en la penumbra: se trataba de un pequeño lector de tarjetas magnéticas. No lo había visto antes porque solo había tenido ojos para la brillante puerta metálica. Además, el lector tenía el mismo color de la pared y estaba a dos metros de la puerta.

Megan Finnigan se había ocupado de que Stephanie y Daniel tuviesen las tarjetas de identificación de la clínica Wingate. Cada una llevaba una foto que parecía de presidiario plastificada en una cara y la banda magnética en la otra. La supervisora les había dicho que las tarjetas tendrían más valor para los temas de seguridad cuando tuvieran completa la plantilla, momento en que llevarían más datos de sus titulares, y añadió que ahora las necesitarían para entrar en el depósito del laboratorio si les hacía falta algún suministro.

Ante la remota posibilidad de que la tarjeta pudiese servir para esta sala a la vista de que estaban en los primeros meses de funcionamiento de la clínica, Stephanie la pasó por el lector. Su intento se vio recompensado de inmediato cuando vio cómo se abría la puerta de acero y escuchaba el suave silbido del aire comprimido. Al mismo tiempo, se vio envuelta en un extraño resplandor procedente de la sala, y que era una mezcla de luz incandescente y luz ultravioleta. También notó la corriente de aire cálido y húmedo; el lejano zumbido que había oído antes se escuchaba ahora con toda claridad.

Complacida con este súbito y bienvenido golpe de suerte, entró sin perder ni un segundo y se encontró en lo que parecía ser una incubadora gigante. Con una temperatura que rondaba los treinta y seis grados y la humedad de casi el ciento por ciento, notó cómo el sudor comenzaba a empaparle todo el cuerpo, a pesar de que llevaba una blusa sin mangas y una bata de laboratorio corta. Ahora comprendía por qué Cindy vestía unas prendas de algodón tan ligeras.

Unas estanterías similares a las de una biblioteca, con la única diferencia de que en lugar de libros estaban llenas de recipientes con cultivos de tejidos, ocupaban todo el espacio formando una cuadrícula. Cada una tenía unos tres metros de longitud, estaba hecha de aluminio con los estantes regulables y se alzaba desde el suelo de mosaico hasta casi el techo bajo. Todos los recipientes al alcance de su vista estaban vacíos. Delante de ella tenía un largo pasillo, y las estanterías parecían un dibujo en perspectiva. Era tan largo que una ligera bruma oscurecía el final. Por el tamaño de las instalaciones, era obvio que la clínica se estaba preparando para una gran capacidad productiva.

Stephanie avanzó a paso rápido mientras miraba a uno y otro lado. Después de caminar unos treinta pasos se detuvo cuando encontró una estantería donde había cultivos de tejidos en marcha, como lo demostraban los niveles del líquido en los recipientes de vidrio. Levantó uno. En la etiqueta pegada a la tapa ponía cultivo de oogonios, además de una fecha reciente y un código alfanumérico.

Dejó el recipiente en su lugar y comprobó los demás. Todos tenían fecha y código diferentes. Saber que la clínica parecía tener éxito en el cultivo de células germinales primitivas despertó su interés aunque también la preocupó por diversas razones, si bien no era este su objetivo. Deseaba confirmar el origen de los oogonios y los ovocitos que cultivaban y maduraban. Estaba segura de saberlo, pero quería una prueba definitiva que pudiera transmitir a las autoridades locales después de haber tratado al senador y de que ella, Daniel y Butler hubiesen regresado al continente. Miró su reloj. Habían pasado unos ocho minutos, la mitad del tiempo que se había dado.

Stephanie, dominada por una creciente ansiedad, avanzó rápidamente al tiempo que echaba una ojeada a los pasillos laterales y a cada una de las estanterías. El problema radicaba en que no sabía qué buscaba, y la sala era enorme. Para empeorar las cosas, comenzó a notar una leve sensación de falta de oxígeno. Entonces se le ocurrió que la atmósfera en el recinto tendría probablemente un elevado nivel de dióxido de carbono para ayudar a los cultivos de tejidos.

Se detuvo de nuevo después de otros veinte pasos. Había llegado junto a una estantería donde los recipientes tenían una forma particular. Nunca había visto antes nada parecido. No solo eran más grandes y profundos de lo habitual, sino que además tenían una matriz interna donde crecían las células cultivadas. Por otro lado, estaban colocados en unas bases giratorias que les imprimían un movimiento circular, al parecer con el propósito de facilitar la circulación del medio de cultivo. Sin perder ni un segundo, Stephanie levantó uno de los recipientes. En la etiqueta habían escrito: ovario fetal troceado, veintiuna semana de gestación, ovocitos suspendidos en la etapa diploide de profase, seguido por una fecha y un código. Hizo lo mismo con los demás recipientes de la estantería. Como con los cultivos oogónicos, todos tenían fechas y códigos diferentes.

Las estanterías que quedaban todavía eran más interesantes. Contenían recipientes más grandes y profundos que los anteriores, aunque había menos por estante. La mayoría estaban vacíos. Los llenos contenían un líquido nutriente que circulaba a través de diversos tubos hasta unas máquinas centrales, que parecían unidades de diálisis en miniatura y que eran el origen del zumbido que llenaba la sala. Stephanie se inclinó para mirar en uno de los recipientes. Sumergido en el líquido había un pequeño trozo de tejido filamentoso, aproximadamente del tamaño de una chirla. Los vasos que salían del pequeño órgano estaban canulados con unos diminutos tubos de plástico conectados a una máquina aún más pequeña que las otras. El órgano era objeto de una perfusión interna además en estar sumergido en un caldo de cultivo que circulaba continuamente.

Stephanie metió la cabeza entre los dos estantes para poder mirar la tapa del recipiente sin moverlo. En la etiqueta habían escrito con rotulador rojo: ovario fetal, veinte semanas de gestación junto con la fecha y el código. A pesar de las implicaciones, no pudo menos que sentirse impresionada. Al parecer, Saunders y su equipo estaban manteniendo vivos ovarios fetales al menos durante unos días.

Se apartó de la estantería. Aunque no se trataba de una prueba concluyente, lo que estaba descubriendo allí era del todo coherente con sus sospechas de que Paul Saunders y su socio estaban pagando a las jóvenes lugareñas para embarazarlas y luego practicarles un aborto al cabo de unas veinte semanas para recoger los ovarios fetales. Con sus conocimientos de embriología, sabía más que los legos, sobre todo que un diminuto ovario fetal de veintiuna semanas contenía alrededor de siete millones de células germinales capaces de convertirse en ovocitos maduros. La mayoría de estos ovocitos estaban inexplicablemente condenados a desaparecer antes del nacimiento y durante la infancia, de forma que cuando una mujer joven comenzaba sus años reproductivos, su población de células germinales había quedado reducida a aproximadamente unas trescientas mil. Si la meta era la obtención de ovocitos humanos, el ovario fetal era la fuente primordial. Desafortunadamente Paul Saunders parecía saberlo muy bien.

Stephanie sacudió la cabeza, desconsolada ante la absoluta inmoralidad de abortar fetos humanos para obtener los ovocitos, cosa que acababa de ver confirmada al menos parcialmente. Para ella, era peor que seguir con la clonación reproductiva, que también sospechaba que era parte del plan de Saunders. Era consciente de que con estas prácticas inescrupulosas las organizaciones dedicadas a la reproducción asistida como la clínica Wingate, desprestigiaban la biotecnología y ponían trabas a su desarrollo. También le cruzó por la mente que la capacidad de Daniel para cerrar los ojos a la realidad en estas circunstancias le descubría algo de él que hubiese preferido no saber; ese conocimiento, junto al distanciamiento afectivo que mostraba, la hacía interrogarse sobre el futuro de la relación más de lo que había hecho en el pasado. Se dejó llevar por un impulso y decidió que como mínimo en cuanto regresaran a Cambridge se iría a vivir por su cuenta.

Sin embargo, quedaba mucho por hacer hasta entonces. Stephanie volvió a consultar su reloj. Habían pasado once minutos. Se le agotaba el tiempo, porque como mucho solo disponía de otros cuatro minutos antes de dar por concluida la visita. Necesitaba encontrar una prueba irrefutable para que Saunders no pudiera afirmar que los abortos eran terapéuticos. Si bien teóricamente podría volver a esta sala otro día, el instinto le decía que no sería fácil, máxime por la dificultad de encontrar otra excusa creíble para alejarse de Daniel. Su pareja no le daba apoyo, pero desde luego insistía en estar muy cerca físicamente.

Cuatro minutos no eran mucho tiempo. Llevada por la desesperación, Stephanie decidió correr todo el resto del pasillo hasta el final de la sala, desviarse a uno de los lados, y luego volver hacia la puerta por cualquiera de los otros pasillos longitudinales. No había corrido más de seis metros cuando se detuvo bruscamente. Al mirar a la izquierda por uno de los pasillos laterales, vio lo que parecía ser un laboratorio o un despacho separado de la sala principal por una cristalera. Se encontraba a casi siete metros de su posición. La brillante luz fluorescente alumbraba la zona cercana. Sin pensárselo dos veces, cambió de dirección para ir hacia allí.

Mientras se acercaba, comprobó que la impresión inicial había sido correcta. Sin duda se trataba de la oficina y laboratorio de Cindy, convenientemente ubicada en el centro y contra la pared del edificio. La habitación era rectangular, de unos tres metros de fondo por unos nueve de longitud. A todo lo largo de la pared había un mostrador con cajones y en el centro un espacio para utilizar el mostrador como mesa. La iluminación provenía de los tubos fluorescentes instalados en la parte inferior de los armarios colgados, que hacía resplandecer la superficie del mostrador.

El mostrador estaba abarrotado con recipientes, centrifugadoras, y toda clase de equipos, pero nada de todo esto le interesaba a Stephanie. Su atención se centró de inmediato hacia lo que parecía ser un gran libro de registro en la parte que servía de mesa. Lo ocultaba en parte el respaldo de la silla.

Consciente de que el tiempo corría implacablemente, miró a un lado y a otro de la oficina en busca de una puerta. Para su sorpresa, la tenía delante mismo de sus ojos; excepto por el pomo, no se distinguía del resto de los cristales. Las bisagras estaban por el lado interior.

Al ver el ojo de la cerradura, Stephanie pensó que podría estar cerrada con llave; rogó para que no fuese así. Sujetó el pomo y lo hizo girar. Exhaló un suspiro de satisfacción cuando la puerta se abrió silenciosamente. En el momento de entrar en la larga y poco profunda habitación, notó una brisa proveniente de la sala, algo que sugería que la sala estaba presurizada, probablemente para evitar la presencia de microbios transportados por el aire. La temperatura y la humedad en el interior del despacho eran normales. Dejó la puerta entreabierta y se acercó al libro. Un segundo más tarde estaba absorta en la lectura, convencida de que había encontrado lo que buscaba.

Apartó la silla y se inclinó sobre el libro para ver mejor las entradas manuscritas. Era un libro de registro, pero no financiero. Aparecía toda una lista de las mujeres que habían sido fertilizadas para después someterlas a un aborto, incluidas las fechas de las dos intervenciones, junto con otra información. Volvió unas cuantas páginas atrás, y comprobó que el programa había comenzado mucho antes de que la clínica abriera sus puertas. Paul Saunders se había ocupado de asegurarse el suministro de ovocitos con mucha antelación.

Stephanie se fijó en unos cuantos casos individuales, y siguió con el dedo las correspondientes entradas. Así se enteró de que las mujeres habían sido embarazadas después de una fecundación in vitro. Esto era coherente, dado que solo necesitaban fetos femeninos, y la FIV era la única manera de garantizar dicho resultado. Advirtió que los cromosomas X utilizados en todos los casos pertenecían al esperma de Paul Saunders, algo que ofrecía un claro testimonio de una megalomanía sin escrúpulos.

Se sintió fascinada. Todo estaba debidamente registrado con letra clara. Aparecían los tipos de cultivos de tejido empleados en cada caso junto con el estado actual de los cultivos en la sala. Según el registro, algunos fetos aportaban ovarios enteros, a otros se los extraían para trocearlos y hacer nuevos cultivos, mientras que unos solo servían para proveer líneas de células germinales no agregadas.

Stephanie volvió a la página que había encontrado abierta, y comenzó a contar cuántas mujeres estaban embarazadas en estos momentos. No pudo evitar sacudir la cabeza al ver que Saunders y sus secuaces no solo habían tenido la temeridad de ejecutar semejante programa sino también la audacia de anotar todos y cada uno de los sórdidos detalles. Tras este descubrimiento, ahora Stephanie no tenía más que informar a las autoridades locales de la existencia del libro de registro y dejar que ellos adoptaran las medidas pertinentes.

De pronto se quedó de una pieza cuando un estremecimiento de terror le recorrió la espalda. No había acabado de contar el número de mujeres embarazadas cuando un puño helado le oprimió el corazón. En el más absoluto silencio y sin ningún aviso previo, un círculo de acero helado había pasado entre sus cabellos para apoyarse en la nuca bañada en sudor. En el acto comprendió sin ninguna duda de que se trataba del cañón de un arma.

–¡No te muevas, y apoya las manos en la mesa! – le ordenó una voz incorpórea.

Stephanie notó que se le doblaban las rodillas. Sufrió una parálisis momentánea. Todos los temores relacionados con su espionaje, agravados por la presión del tiempo, se condensaron en una descarga de terror. Estaba inclinada sobre el libro, con una mano en la mesa y la otra levantada en el aire. Había utilizado el índice para ayudarse en la cuenta.

–¡Pon las manos en la mesa! – repitió Kurt sin disimular la furia. Le tembló la voz. Tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle con el arma a esta desvergonzada y provocadora mujer que había tenido el descaro de entrar en la sala de los huevos.

El cañón del arma se mantuvo apretado contra la nuca de Stephanie sin llegar a producirle dolor. La científica recuperó el movimiento; obedeció la orden y apoyó la otra mano en la mesa. Tenerlas apoyadas evitó que se desplomara. Temblaba tanto que notaba como si los músculos de las piernas estuviesen hechos de gelatina.

Agradeció para sus adentros que Kurt apartara el arma. Inspiró profundamente. Advirtió, sin mucha atención, que unas manos buscaban en el interior de los bolsillos de la bata, que cogían el móvil, un puñado de bolígrafos y papeles, y los volvían a guardar. Comenzó a recuperarse un poco, cuando notó que las manos se metían por debajo de la bata y le tocaban los pechos.

–¿Qué demonios está haciendo? – preguntó.

–¡Cállate! – gritó Kurt. Le palpó los costados del tórax. Luego las manos bajaron hasta las caderas, donde se detuvieron por un instante.

Stephanie contuvo la respiración. Se sentía mortificada y humillada. Al cabo de un segundo, las manos le sujetaron las nalgas.

–¡Esto es un abuso! – tartamudeó. La furia comenzó a imponerse al miedo. Intentó levantarse para enfrentarse a su captor.

–¡Cállate! – repitió Kurt. Apoyó una mano en la espalda de la bióloga y la empujó hasta hacerle caer sobre el libro con los brazos extendidos sobre el mostrador. Una vez más, el arma se apoyó en su nuca y esta vez le hizo daño-. No dudes ni por un segundo de que te puedo disparar aquí y ahora.

–Soy la doctora D'Agostino -dijo Stephanie con voz ahogada por la terrible presión en la espalda-. Trabajo aquí.

–Sé quién eres -replicó Kurt con el mismo tono feroz-, y también que no trabajas en esta sala. Esto es una zona vedada.

Stephanie notaba el aliento caliente de Kurt. Estaba inclinado sobre ella, y la apretaba contra el mostrador. Le costaba respirar.

–Si te vuelves a mover, disparo.

–Vale -gimió Stephanie. Para su alivio, desapareció el peso que la sofocaba. Hizo una inspiración a fondo en el mismo momento en que una mano le palpó la entrepierna. Apretó los dientes ante este nuevo abuso. Luego las dos manos le palparon una pierna y después la otra, pero no antes de tocarle de nuevo en la entrepierna. Después, el peso del hombre volvió a descansar sobre ella, aunque no con la misma violencia de antes. Al mismo tiempo, notó el calor de su aliento en la nuca cuando él se frotó lujuriosamente contra su cuerpo y le susurró al oído:

–Las mujeres como tú se merecen esto y más.

Stephanie contuvo el impulso de resistirse o siquiera gritar. El hombre que la aplastaba seguramente era un desequilibrado, y su intuición le gritaba silenciosamente que, por ahora, debía mostrarse pasiva. Después de todo, se encontraba en una clínica y no en algún lugar aislado. No tardaría en aparecer Cindy Drexler o algún otro.

–Verás, zorra -añadió Kurt-. Tenía que asegurarme de que no llevaras una cámara o un arma. Es algo que suelen hacer los intrusos, y no lo puedes saber si no los cacheas.

Stephanie permaneció callada e inmóvil. El hombre se apartó.

–¡Pon las manos detrás!

Stephanie obedeció la orden. Entonces, antes de que pudiese saber qué estaba pasando, notó el frío de las esposas. Sucedió tan rápido que no lo comprendió hasta escuchar el segundo chasquido metálico. La situación iba de mal en peor. Nunca la habían esposado, y las argollas le hacían daño en las muñecas. Para colmo, ahora se sentía muchísimo más indefensa.

Kurt la sujetó por la nuca, la levantó bruscamente, y la obligó a volverse. Miró a su asaltante, y se fijó en los finos labios desfigurados en una sonrisa cruel e insultante, como si hiciera alarde de que apenas conseguía mantenerse controlado.

Lo reconoció de inmediato. Aunque nunca había escuchado su voz hasta ahora, lo había visto por las dependencias de la clínica y en la cafetería. Incluso sabía su nombre y que era el jefe de seguridad. Había sido en su despacho donde a ella y Daniel los habían fotografiado para hacerles las tarjetas de identidad. El hombre estuvo presente, pero no dijo ni una palabra. En aquella ocasión, Stephanie había evitado en todo momento la mirada de sus ojos pequeños como cuentas.

Kurt se hizo a un lado y le señaló la puerta abierta de la oficina. Había guardado el arma. Stephanie no veía la hora de marcharse, pero cuando intentó volver por la dirección en que había venido, el jefe de seguridad la cogió del brazo.

–Vas en la dirección equivocada -dijo con voz áspera. Cuando ella se volvió para mirarlo, Kurt le señaló la dirección opuesta.

–Quiero volver al laboratorio -manifestó Stephanie. Intentó dar un tono autoritario a su voz, a pesar de lo difícil de las circunstancias.

–No me importa en lo más mínimo lo que quieras. ¡Camina! – Kurt le dio un empellón. Sin los brazos para ayudarla a mantener el equilibrio, a punto estuvo de caer de bruces. Afortunadamente, evitó la caída al golpear con el hombro contra una de las estanterías. Kurt la volvió a empujar, y ella avanzó tambaleante en la dirección indicada.

–No sé a qué viene tanto escándalo por esto -comentó Stephanie, después de recuperar la compostura hasta cierto punto-. Solo estaba echando una ojeada. Tenía curiosidad por conocer el origen de los ovocitos que nos suministró el doctor Saunders. – En su mente debatía si lo lógico era seguir las órdenes de Kurt o sencillamente negarse a dar un solo paso más. Si no iban a volver al laboratorio, quería quedarse en el despacho de Cindy Drexler, donde tenía la seguridad de que la técnica tendría que aparecer en algún momento. No saber dónde pretendía llevarla el jefe de seguridad la aterrorizaba, pero no se detuvo. La amenaza de que el hombre no vacilaría en dispararle la obligó a seguir caminando. Por muy loco y exaltado que pareciera, ella se lo tomaba muy en serio.

–Entrar sin autorización en la sala de los huevos es algo muy grave -replicó Kurt despectivamente, como si le hubiese leído el pensamiento.

Cuando llegaron al otro extremo de la sala, dieron una vuelta de noventa grados para ir hacia una puerta idéntica a aquella por donde había entrado Stephanie, pero en el lado opuesto del recinto. Kurt apretó un botón en el marco, y la pesada puerta metálica se deslizó silenciosamente sobre las guías. Kurt la hizo pasar con otro empellón. Como nunca había tenido que moverse con los brazos sujetos a la espalda, Stephanie tuvo problemas para mantener el equilibrio. Ahora estaban en un largo y angosto pasillo con las paredes de cemento que se curvaba hacia la izquierda. La iluminación era escasa y el aire húmedo olía a viciado.

Stephanie se detuvo. Intentó volverse, pero esta vez el empellón de Kurt la tumbó. Al no poder utilizar las manos para amortiguar la caída, cayó sobre un hombro, y se raspó la mejilla contra el suelo de cemento. Un segundo más tarde, Kurt la cogió por la bata y la levantó como si fuese una muñeca de trapo. En cuanto Stephanie se sostuvo de pie, la volvió a empujar. La bióloga se resignó a continuar caminando, consciente de que resistirse solo serviría para aumentar los riesgos.

–Exijo hablar con el doctor Wingate y el doctor Saunders -manifestó Stephanie, en un segundo intento por mostrarse autoritaria. Su miedo crecía por momentos mientras se preguntaba adónde quería llevarla. El calor y la humedad indicaban que se trataría de algún lugar subterráneo.

–En el momento oportuno -replicó Kurt y soltó una risa libidinosa que la hizo estremecer.

Stephanie no tardó mucho en darse cuenta de que caminaban en la misma dirección del camino cubierto que conectaba el edificio del laboratorio con el de la administración, solo que lo hacían por un pasaje subterráneo. Al cabo de unos minutos, llegaron a una puerta a prueba de incendios. Kurt la abrió, y Stephanie comprobó que había acertado. Se encontraban en el sótano del edificio de la administración. Recordaba el lugar de cuando ella y Daniel habían estado ahí para recoger las tarjetas de identificación. Respiró un poco más tranquila, al suponer que se encaminaban hacia el despacho del jefe de seguridad, una suposición que no tardó en verse confirmada.

–¡Sigue caminando! – le ordenó Kurt cuando entraron en su despacho. Se mantuvo detrás de ella, fuera de su campo visual.

Stephanie pasó a otra habitación donde una de las paredes aparecía cubierta con monitores de televisión. Kurt la obligó a continuar. La científica se detuvo cuando llegaron al final del pasillo.

–Verás que hay una celda a la izquierda y un dormitorio a la derecha -añadió Kurt con un tono burlón-. ¡Tú eliges!

Stephanie no respondió, sino que entró sin vacilar en la celda. Kurt cerró la puerta, y el chasquido del cerrojo resonó en el recinto de cemento.

–¿Qué pasa con las esposas? – preguntó Stephanie.

–Por ahora se quedan donde están -contestó Kurt, y en su rostro apareció de nuevo la sonrisa cruel-. Es por cuestión de seguridad. A la dirección no les gusta que los prisioneros se suiciden. – Kurt se echó a reír. Era obvio que disfrutaba mucho con la situación. Se volvió dispuesto a marcharse pero vaciló. En cambio, se acercó para mirar a Stephanie fijamente-. Hay un inodoro que está a tu disposición. Si lo quieres usar, adelante. Haz como si yo no estuviera.

Stephanie volvió la cabeza para mirar el inodoro. No solo estaba a la vista, sino que ni siquiera disponía de asiento. Miró a Kurt con una expresión furiosa.

–Quiero hablar con los doctores Wingate y Saunders inmediatamente.

–Mucho me temo que no estás en condiciones de dar órdenes -se mofó Kurt. Miró a su prisionera durante unos segundos antes de desaparecer por el pasillo.

Stephanie soltó el aliento y se relajó un poco en cuanto se marchó el jefe de seguridad. Solo alcanzaba a ver una parte del corredor. No podía consultar su reloj, y se preguntó qué hora era. Daniel no podía tardar mucho en comenzar a buscarla; quizá ya lo estaba haciendo. Entonces la asaltó otro miedo: ¿Qué pasaría si se había enfadado tanto con ella por lo que había hecho que no le importaba en absoluto que la tuviesen encerrada?

Kurt Hermann se sentó a su mesa y apoyó los brazos en la superficie. Temblaba del deseo no consumado. Stephanie D'Agostino lo había excitado al máximo. Desafortunadamente, el placer de acariciar su cuerpo había sido demasiado breve y ansiaba una repetición. Ella se había comportado de una manera despectiva, pero Kurt estaba seguro de conocer bien a las mujeres. Les gustaba comportarse de esa manera: primero provocaban, y luego fingían que no les gustaban las consecuencias. No era más que puro fingimiento, una broma.

Durante unos minutos buscó excusas para no llamar a Saunders. De haber estado dentro de sus atribuciones, no lo hubiese hecho. La doctora D'Agostino bien podía desaparecer sin más. Demonios, era lo que se merecía. Sin embargo, era consciente de que no podía hacerlo. Saunders se enteraría, porque sabía que Kurt controlaba las entradas y salidas de la clínica. Si desaparecía la doctora, Saunders sabría que Kurt era el responsable o por lo menos que estaba al corriente de lo que le había pasado.

Kurt apeló a su entrenamiento en las artes marciales para tranquilizarse. En cuestión de minutos, sus músculos se relajaron y desaparecieron los temblores. Incluso los latidos de su corazón bajaron a menos de cincuenta por minuto. Lo sabía porque se controló el pulso varias veces. Cuando recuperó el control de sus emociones, se levantó para ir a la sala de los monitores.

El reloj de pared marcaba las 12.41. Eso significaba que Spencer Wingate y Paul Saunders estarían en la cafetería. Kurt se sentó delante de los monitores. Se fijó en el número doce. Con el teclado, conectó el mando a la minicámara doce y comenzó un barrido del local. Antes de encontrar a sus jefes, encontró a Daniel Lowell. Kurt amplió la imagen. El hombre leía una revista científica mientras comía, absolutamente ajeno al entorno. Al otro lado de la mesa estaba la bandeja de Stephanie. Una mueca burlona apareció en el rostro de Kurt. Tenía a la novia del científico encerrada en su celda particular después de haberla magreado a placer, y el tipo no tenía ni la menor idea. ¡Menudo imbécil!

Kurt cerró el zoom y continuó buscando a Spencer y Paul.

Los encontró en la mesa habitual, en compañía de varios empleados. Ellos también eran unos imbéciles, porque Kurt sabía con quiénes follaban, y la palma se la llevaba Paul, que vivía en la clínica. Para Kurt, la mayoría de los hombres eran unos gilipollas, incluida la mayoría de sus comandantes cuando había estado en el ejército. Era la cruz que le había tocado cargar.

Cogió el teléfono y llamó a la supervisora de la cafetería. Cuando la mujer se puso al teléfono, le pidió que le comunicara a Spencer y Paul que acababa de producirse una emergencia que requería la inmediata presencia de ambos en su despacho. Le indicó las palabras exactas que debía decirle: «Es un problema grave». Unos segundos después de colgar el teléfono, vio aparecer a la supervisora en el monitor. Se la veía muy nerviosa. Primero tocó el hombro de Spencer y luego el de Paul, y se agachó para susurrarles el mensaje. Ambos se levantaron de un salto, y con expresiones preocupadas, se dirigieron directamente hacia la puerta. Spencer precedía a su socio porque se encontraba más cerca de la salida.

Kurt activó desde el teclado la cámara de la celda, y la imagen apareció en el monitor que tenía delante. Centró toda la atención en la pantalla. Stephanie se movía por la celda como una fiera. Era como si lo estuviese provocando con su cuerpo.

Incapaz de seguir mirándola, Kurt se levantó bruscamente. Regresó a su despacho para valerse de nuevo del entrenamiento para calmarse. Cuando Spencer Wingate y Paul Saunders entraron sin aliento, Kurt había recuperado el estoicismo habitual. Solo movió los ojos cuando los dos médicos se acercaron a su mesa.

–¿Cuál es el problema grave? – preguntó Spencer. Como director de la clínica le correspondía a él hacer las preguntas. El rostro de Wingate, como el de Paul, estaban un tanto enrojecidos. Los dos hombres habían corrido todo el camino desde el edificio número tres, un ejercicio que superaba al habitual. Ambos estaban muy asustados, porque el mensaje de Kurt había sido idéntico al que había transmitido cuando los agentes federales habían asaltado la clínica Wingate en su sede de Massachusetts.

Kurt disfrutó del miedo como una venganza por el escaso reconocimiento a todos sus esfuerzos para poner en marcha los servicios de seguridad de la nueva clínica. Le hizo un ademán a sus jefes para que guardaran silencio mientras los llevaba a la sala de los monitores. Una vez allí, cerró la puerta y les señaló las dos sillas. Él permaneció de pie. Los observó sin dejar de recrearse con la atención que le dispensaban.

–¿Se puede saber cuál es la maldita emergencia? – preguntó Spencer, impaciente-. ¡Dígalo de una vez!

–Hemos tenido una entrada no autorizada en la sala de huevos. Es una evidente situación de espionaje industrial que compromete todo el programa de obtención de huevos.

–¡No! – exclamó Paul. Se movió hacia adelante en la silla. El programa de obtención de ovocitos era fundamental en sus planes para el futuro de la clínica y su reputación profesional.

Kurt asintió, cada vez más complacido.

–¿Quién es? – inquirió Paul-. ¿Ha sido alguien que trabaja aquí?

–Sí y no -respondió Kurt ambiguamente, sin dar más detalles.

–¡Venga ya! – se quejó Spencer-. No estamos jugando a las adivinanzas.

–La persona fue sorprendida leyendo el registro de los ovocitos y detenida en el acto.

–¡Dios santo! – soltó Paul-. ¿Esta persona estaba leyendo el registro?

Kurt señaló el monitor central delante mismo de la mesa. Stephanie se había sentado en el camastro de hierro. Sin saberlo, miraba casi directamente a la cámara de vigilancia. Su inquietud no podía ser más evidente.

Durante unos minutos, reinó el silencio en la sala de vídeo. Todas las miradas estaban puestas en Stephanie.

–¿Cómo es que no se mueve? – preguntó Spencer-. Está bien, ¿no?

–Está bien -le tranquilizó Kurt.

–¿Por qué le sangra la mejilla?

–Se cayó cuando iba a la celda.

–¿Qué le hizo? – le espetó Spencer.

–No quería cooperar. Necesitaba un estímulo.

–¡Por todos los diablos! – protestó Spencer. En su conjunto, no era una emergencia del nivel que había sospechado, pero no dejaba de ser seria-. ¿Cómo es que tiene los brazos a la espalda?

–Está esposada.

–¿Esposada? – repitió Spencer-. ¿No le parece que es excesivo? Aunque, con su historial, tenemos que dar gracias que no le disparara en el acto.

–Spencer -intervino Paul-, debemos agradecerle a Kurt su vigilancia, y no mostrarnos críticos.

–Es el procedimiento habitual esposar a un individuo cuando se le detiene -declaró Kurt, con un tono agrio.

–Sí, pero ahora está en una celda -replicó Spencer-. Podría haberle quitado las esposas.

–Olvidemos las esposas por un momento -sugirió Paul-. Pensemos en las implicaciones de su comportamiento. No me hace ninguna gracia que estuviese en la sala de los huevos, y mucho menos que leyera el registro. Se ha mostrado bastante crítica con nuestros trabajos, y en particular con nuestra terapia de las células madre.

–Es un tanto soberbia -admitió Spencer.

–No quiero que trastorne nuestro programa de ovocitos, aunque es bien poco lo que puede hacer aquí en las Bahamas -comentó Paul-. No es como si estuviésemos en Estados Unidos. Así y todo, aún podría montar un escándalo que perjudicaría nuestra imagen, y provocaría algunos trastornos en nuestros esfuerzos para el reclutamiento de úteros de alquiler, cosa que acabaría afectando a nuestras ganancias. Debemos asegurarnos de que no ocurre tal cosa.

–Quizá esa sea la razón por la que Lowell y ella están aquí -sugirió Spencer-. Bien podría ser que todo el montaje sobre el presunto tratamiento no sea más que una farsa. Nada nos garantiza que no sean espías industriales dispuestos a arrebatarnos nuestros secretos.

–Son legales -afirmó Paul.

–¿Cómo puedes estar seguro? – replicó Spencer. Apartó la mirada del monitor para prestar atención a Paul-. Eres un tanto ingenuo cuando tratas con científicos de verdad.

–¿Qué has dicho? – exclamó Paul.

–Oh, no seas tan sensible -contestó Spencer-. Ya sabes lo que quiero decir. Esas personas son médicos.

–Algo que podría explicar su falta de creatividad -señaló Paul-. No necesitas un doctorado para abrir camino en la ciencia. En cualquier caso, te aseguro que estas personas saben lo que hacen. He visto con mis propios ojos que el RSHT es impresionante.

–Así y todo podrían estar engañándote. A eso me refiero. Son investigadores profesionales, y tú no.

Paul desvió la mirada por un momento para controlar su furia. Spencer era la persona menos indicada para sugerir que era una autoridad a la hora de decidir quién era un científico y quién no. Spencer no sabía absolutamente nada de investigación científica. No era más que un empresario vestido de médico y ni siquiera era bueno como empresario.

Después de un par de inspiraciones profundas, Paul miró a su jefe.

–Sé que están realizando unas manipulaciones celulares de primer orden, porque cogí algunas de las células donde añadieron el ADN de Jesucristo. Las células son sorprendentes y absolutamente viables. Las he utilizado para ver si funcionaban y funcionan.

–Espera un momento. No irás a decir que han demostrado que estas células tienen el ADN de Jesucristo.

–Por supuesto que no. – Paul hizo un esfuerzo para mantener la compostura. Había veces en las que discutir de ciencia biomolecular con Spencer era como hablar con un niño de cinco años-. No hay ninguna prueba de tal cosa. Lo que intento decirte es que trajeron con ellos un cultivo de fibroblastos de una persona con la enfermedad de Parkinson a la que pretenden tratar. Dentro de dichas células, han reemplazado los genes defectuosos con genes que han construido del ADN extraído de la muestra de la Sábana Santa. Ya han hecho toda esa parte, y ahora están preparando las células para el tratamiento. Es verdad. No tengo ni la más mínima duda de que es eso. Estoy absolutamente seguro. ¡Confía en mí!

–De acuerdo, de acuerdo -manifestó Spencer-. Dado que has estado con ellos en el laboratorio, supongo que debo aceptar tu palabra de que están aquí para realizar una tarea terapéutica legítima. Sin embargo, está pendiente la identidad del paciente, donde también acepté tu palabra. Dijiste que averiguarías quién es el paciente. Ahora falta poco más de una semana para el inicio del tratamiento y seguimos sin saber nada.

–Ese es otro problema.

–Sí, pero va asociado. Si no tenemos un nombre, está muy claro que no sacaremos ningún beneficio financiero de todo este asunto. ¿Por qué no hemos podido averiguar su identidad? A primera vista, no parece ser un imposible.

Paul miró al jefe de seguridad.

–¡Díselo! – ordenó.

–Ha sido un trabajo más difícil de lo que había supuesto en un primer momento -explicó Kurt, tras unos segundos de vacilación-. Buscamos cualquier pista en su apartamento y en la empresa incluso antes de que vinieran a Nassau. En el tiempo que llevan aquí nos hicimos con sus ordenadores y copiamos los contenidos de los discos duros, pero no encontramos nada que nos pudiese orientar. Por el lado positivo tenemos que hoy mismo conseguí colocar un micro en el móvil de la mujer. Lo venía intentando desde el primer día, pero ella nunca me dio la oportunidad. Ni una sola vez lo perdía de vista.

–¿Ha colocado el micro mientras ella está en la celda? – preguntó Spencer-. ¿No cree que sospechará?

–No. El micro lo coloqué antes de detenerla. Hoy, por primera vez, se dejó el móvil en el laboratorio antes de ir a la cafetería. Acababa de instalarlo cuando ella volvió inesperadamente para ir a la sala de los huevos. Yo la seguía cuando entró.

–En ese caso, ¿por qué no la detuvo antes de entrar? – dijo Spencer.

–Quería pillarla con las manos en la masa -respondió Kurt. La sonrisa de lujuria reapareció en su rostro.

–Supongo que a mí tampoco me hubiese importado pillarla con las manos en la masa -comentó Spencer, con la misma sonrisa.

–Con un micro en su móvil, estamos bien situados -manifestó Paul-. Desde el principio, Kurt insistió en que pincharle el móvil nos daría la identidad del paciente.

–¿Eso es verdad? – preguntó Spencer.

–Sí -contestó Kurt sencillamente-. Claro que tenemos otra opción. Ahora que la tenemos bajo custodia, podríamos exigirle que nos diga el nombre como condición para dejarla en libertad.

Los dos directores de la clínica Wingate se miraron el uno al otro mientras pensaban en la idea del jefe de seguridad. Fue Spencer quien respondió primero.

–No me gusta la idea -manifestó, y sacudió la cabeza.

–¿Por qué? – quiso saber Paul.

–Sobre todo porque no creo que nos lo vaya a decir, y eso descubriría nuestra desesperación por obtener el nombre. Es obvio que para ellos es muy importante mantener en secreto el nombre del paciente; de lo contrario, ya lo sabríamos. En este momento, con todo el avance que según tú han hecho en el laboratorio, bien podrían recogerlo todo y marcharse a otra parte para el tratamiento final. No quiero arriesgarme a perder los otros veintidós mil quinientos dólares que faltan por cobrar. No será una fortuna, pero es algo. Además, descubrirían que lo nuestro es un farol. No podemos tenerla en la celda a menos que lo encerremos a él también, cosa que no podemos hacer, y Lowell montará un escándalo mayúsculo en cuanto se entere de dónde está y cómo la han tratado.

–Has señalado todos los puntos importantes -declaró Paul-. Estoy de acuerdo contigo, y preferiría que la condición para dejarla en libertad sea una promesa de confidencialidad, algo muy razonable a la vista de las circunstancias. Es muy libre de tener sus propias opiniones, pero debería guardárselas. Tengo la sensación de que el doctor Lowell nos respaldará en este punto. Siempre me ha parecido que intenta poner freno a su arrogancia.

Spencer miró al jefe de seguridad.

–¿Está seguro de que descubrirá la identidad del paciente gracias a tenerle pinchado el móvil?

Kurt se limitó a asentir con un gesto.

–Entonces, confiemos en que así sea -añadió Spencer-. También insistiremos en la promesa de confidencialidad.

–De acuerdo -dijo Paul-. Por cierto, ahora que lo hemos mencionado. ¿Dónde está el doctor Lowell?

–Está en la cafetería -respondió Kurt. Miró el monitor número doce-. Al menos, estaba allí hace unos minutos.

–Creo que es significativo que la doctora D'Agostino estuviese sola cuando entró en la sala de los huevos -opinó Paul.

–¿Por qué? – preguntó Spencer.

–Tengo la casi seguridad de que el doctor Lowell no sabía nada de lo que ella estaba haciendo.

–Es probable que estés en lo cierto.

–El doctor Lowell va hacia el laboratorio -informó Kurt. Señaló el monitor, y los directores miraron la pantalla. Daniel caminaba a paso rápido por el camino que iba del edificio tres al uno, con una mano apoyada en el bolsillo de la camisa donde llevaba varios bolígrafos y lápices. Llegó al edificio uno y entró.

–¿Cuál es el monitor del laboratorio? – preguntó Paul. Kurt se lo señaló. Todos miraron mientras Daniel aparecía por la izquierda de la pantalla. Spencer comentó que parecía estar buscando a Stephanie. Kurt utilizó el mando para seguirlo. Después de acercarse al banco que tenían asignado, Daniel fue a mirar en el despacho. Incluso asomó la cabeza en el tocador de señoras. Luego se dirigió directamente al despacho de Megan Finnigan.

–Creo que hubiese ido a la sala de los huevos si supiese que estaba allí -apuntó Paul.

–Me parece que estás en lo cierto.

Paul cogió el teléfono y marcó el número de la extensión de Megan.

–Le diré a la supervisora dónde podrá encontrar el doctor Lowell a su colaboradora.

–Si no es alguna otra cosa -manifestó Spencer despectivamente-. No acabo de entenderla. Dígame, Kurt, ¿cómo consiguió entrar en la sala?

–Utilizó la tarjeta de identificación de la clínica. El acceso aún no está restringido, aunque se pedía que lo estuviese en la lista que presenté a la administración hace un mes.

–Eso es culpa mía -admitió Paul mientras colgaba el teléfono después de su breve conversación con Megan Finnigan-. Lo olvidé con todo el ajetreo de poner la clínica en marcha. Además, no teníamos previsto alquilar el laboratorio a extraños, y ni por un momento lo recordé cuando se presentaron los doctores Lowell y D'Agostino.

–Vayamos a charlar con la hermosa doctora D'Agostino antes de que se presente el doctor Lowell -propuso Spencer y se levantó-. Quizá ayude a facilitar la negociación. Kurt, quiero que por el momento se mantenga apartado.

Los dos médicos salieron al pasillo para dirigirse hacia la celda.

–No deja de ser una situación complicada -susurró Spencer-. Pero desde luego es mucho mejor de lo que me temía cuando vinimos aquí deprisa y corriendo.


20


Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 19.56



Cuando las cosas se ponían serias, Gaetano era realista. Por mucho que esperaba con ansia llegar a Nassau en esta segunda visita para acabar aquello que había comenzado en la primera, estaba nervioso. Sobre todo le preocupaba el tema de que le dieran un arma, y tenía que ser un arma de primera, porque si no lo era, los problemas eran inevitables. No tenía la menor intención de aporrear al tipo hasta matarlo, ahogarlo en la bañera, o estrangularlo con una cuerda, como ocurría a veces en las películas. Cargarse a un tipo no era algo que se hacía como si nada. Requería una buena planificación. El método debía ser rápido y decisivo, y el lugar moderadamente remoto, para facilitar una huida rápida, y cuando se hablaba de rapidez, no había nada mejor que un arma. Una que fuese buena y silenciosa.

Para Gaetano, el problema en la actual situación radicaba en que dependía de personas a quienes no conocía y que no le conocían. Se suponía que alguien debía reunirse con él cuando aterrizara en la isla, pero no tenía ninguna garantía de que fuera así. Dado que el viaje se había montado a la carrera, no había ningún plan secundario o contactos a quienes llamar, excepto Lou en Boston, y Lou era un tipo difícil de encontrar fuera de los horarios normales. Incluso si el hombre misterioso se presentaba en el aeropuerto, siempre estaba la posibilidad de que él y Gaetano no se encontraran en la inevitable confusión, dado que ninguno de los dos sabía cómo era el otro. Para empeorar las cosas, se suponía que Gaetano debía estar de regreso en Boston al día siguiente, o sea que ni siquiera disponía del beneficio del tiempo.

La otra razón para el nerviosismo de Gaetano era que no le gustaban los aviones pequeños. Los grandes no estaban mal, porque podía engañarse a sí mismo y creer que no estaba volando. Los pequeños eran otra historia, y en el que volaba ahora era el más pequeño de todos. Como si eso fuese poco, el avión vibraba como un cepillo de dientes eléctrico y botaba como un balón. Gaetano no tenía dónde sujetarse, excepto el respaldo del asiento que tenía casi pegado a la nariz. No era una cabina precisamente amplia. Con su corpachón, estaba literalmente encajonado contra la ventanilla.

Había cogido un vuelo de American hasta Miami, donde había hecho transbordo al avión en que volaba ahora. El sol se ponía cuando inició la segunda etapa del viaje, y ahora no se veía más que oscuridad al otro lado de la ventanilla. Intentó no pensar en lo que había debajo del avión saltarín, aunque cada vez que los motores sonaban como si perdiesen potencia, la imagen de un vasto océano negro aparecía involuntariamente en su cabeza para aumentar todavía más su ansiedad. Gaetano tenía un secreto: no sabía nadar y soñar con ahogarse era una de sus pesadillas más habituales.

Echó una ojeada a los otros pasajeros. Nadie hablaba, como si todos compartiesen su terror. La mayoría miraba al frente. Unos pocos leían, y los finos rayos de luz de las lámparas individuales eran como brillantes columnas en medio de la penumbra. La azafata estaba sentada de cara a los pasajeros en respuesta a una orden del piloto referente a las turbulencias. Su expresión de profundo aburrimiento ofrecía un cierto consuelo, aunque lo estropeaba en parte el hecho de que ella utilizaba un cinturón que le sujetaba los hombros, como si esperase lo peor.

Un golpe muy duro seguido por una fuerte sacudida del avión hizo que Gaetano diera un bote en el asiento. Era como si hubiesen chocado con algún objeto volante. Durante casi un minuto no se atrevió ni a respirar, pero no hubo ningún cambio. Resignado a su suerte, cerró los ojos y se apoyó en el respaldo. No había acabado de acomodarse, cuando se escuchó la voz del piloto que anunciaba el aterrizaje en pocos minutos.

Con un súbito estallido de optimismo, Gaetano apretó la nariz contra el cristal de la ventanilla y miró hacia abajo. En lugar de la oscuridad, ahora vio el brillo de las luces. Respiró más tranquilo. Al parecer, saldría bien librado después de todo.

El avión aterrizó con un sonoro y reconfortante golpe de las ruedas. Al cabo de un segundo, se escuchó el rugido de las turbinas a plena potencia, acompañado por la sensación de un frenado rápido. Gaetano se sujetó al respaldo del asiento que tenía delante. La alegría que le embargaba al comprobar que el avión estaba en tierra hizo que le sonriera al pasajero sentado a su derecha. El hombre le devolvió la sonrisa. Miró de nuevo a través de la ventanilla, y se concentró en sus preocupaciones por el arma.

Como eran muy pocos los pasajeros, no perdieron mucho tiempo en el desembarco, y Gaetano fue uno de los primeros en pisar la pista. Respiró a fondo el cálido aire tropical y disfrutó con la sensación de encontrarse de nuevo en tierra firme. Cuando todos descendieron de la cabina, los llevaron a la terminal.

Gaetano, que solo llevaba un bolso de mano, se detuvo apenas pasada la puerta. No sabía muy bien qué hacer. Supuso que su físico le haría destacar, pero nadie lo abordó. Vestía las mismas prendas de la visita anterior: camisa de manga corta con estampados hawaianos, pantalones beige claro, y americana azul oscuro. La presión de las personas que tenía detrás le obligaron a avanzar. Era como dejarse llevar por la corriente de un río hacia el control de pasaportes. Entregó su documento cuando le llegó el turno. El funcionario ya se disponía a sellarlo cuando advirtió los sellos de la anterior visita. No solo había muy poco tiempo, sino que además había sido de un día. Miró a Gaetano con una expresión interrogativa.

–La primera vez solo vine a ver cómo era el lugar -le explicó Gaetano-. Me gustó, así que ahora he vuelto de vacaciones.

El hombre no respondió. Estampó el sello en el pasaporte, lo empujó hacia Gaetano, y cogió el siguiente.

Gaetano pasó junto a los pasajeros que esperaban recoger sus equipajes para ir hacia el control de aduana. Al ver que solo llevaba un bolso de mano y tenía pasaporte norteamericano, los funcionarios le dejaron pasar con un gesto. Salió al vestíbulo de la terminal donde una multitud se agrupaba detrás de una endeble barrera metálica. Todos permanecían atentos a la aparición de familiares y amigos. Nadie mostró el más mínimo interés por Gaetano.

Continuó caminando sin saber qué debía hacer. Caminó a lo largo de la barrera hasta dar con la abertura y mezclarse con la multitud. En cuanto la dejó atrás, se detuvo para mirar a un lado y a otro, con la idea de establecer contacto visual con alguien. Nadie le hizo caso. Se rascó la cabeza mientras pensaba. Al final, acabó por ir hacia el mostrador de una compañía de coches de alquiler y se puso en la cola.

Al cabo de quince minutos, tenía las llaves de otro Cherokee, aunque esta vez era de color verde. Volvió a la zona de las llegadas internacionales y se disponía a llamar a Lou cuando alguien le tocó en el hombro.

En un acto reflejo, Gaetano se volvió como una centella, dispuesto a pelear. Se encontró mirando los ojos oscuros del hombre más calvo y más negro que hubiese visto en toda su vida. Llevaba suficientes cadenas de oro alrededor del cuello como para que no inclinarse fuese todo un ejercicio de resistencia, y la luz que se reflejaba en la calva casi cegó al matón. El hombre respondió a la violenta reacción de Gaetano, dando un paso atrás al tiempo que levantaba las dos manos como si fuese a parar un golpe. En una de las manos sostenía una bolsa de papel muy arrugada.

–Tranqui, tío -dijo el individuo. Hablaba con el mismo tono nativo que Gaetano recordaba de la primera visita-. No pasa nada.

Gaetano se avergonzó de su agresividad e intentó disculparse.

–Ningún problema, tío. – La voz era claramente cantarina-. ¿Eres Gaetano Baresse de Boston?

–¡En persona! – respondió Gaetano, con una alegre sonrisa. Por un momento, sintió ganas de abrazar al extraño, como si fuese un familiar al que no veía desde hacía años-. ¿Tienes algo para mí?

–Lo tengo si tú eres Gaetano Baresse. Me llamo Robert. Deja que te enseñe lo que tengo. – El hombre abrió la bolsa y metió la mano en el interior con la intención de sacar el contenido.

–¡Eh, no saques esa cosa aquí! – le susurró Gaetano, horrorizado-. ¿Estás loco? – Echó una ojeada a la terminal. Había varios policías armados bastante cerca, aunque afortunadamente ninguno de ellos les prestaba atención.

–Quieres verla, ¿no? – replicó el hombre.

–Sí, pero no delante de todo el mundo. ¿Has venido en coche?

–Claro que he venido en coche.

–Pues vamos.

El hombre se encogió de hombros y se dirigió a la salida. Unos pocos minutos después, subieron a un viejo Cadillac color pastel con unas enormes aletas traseras. El hombre encendió la luz del techo y le entregó la bolsa a Gaetano. El matón esperaba encontrarse con una pistola barata, pero la que sacó lo dejó boquiabierto. Era una SW99 de nueve milímetros equipada con un LaserMax y un silenciador Bowers CAC9.

–¿A que es guay? – preguntó Robert-. ¿Eres feliz?

–Más que feliz -afirmó Gaetano. Admiró el impecable acabado, que indicaba que el arma era nueva. Se trataba de un arma que imponía. Aunque solo tenía un cañón de diez centímetros, con el silenciador medía casi veinticinco.

Después de asegurarse de que no había nadie más cerca, Gaetano apuntó a un coche a través del parabrisas, y activó el láser por un momento. Vio el destello del punto rojo en el parachoques trasero del vehículo que estaba a poco más de quince metros. Se sintió entusiasmado con el arma hasta que advirtió que faltaba el cargador en la culata.

–¿Dónde está el cargador? – preguntó. Sin el cargador ni las balas, el arma no servía para nada.

Robert sonrió en la penumbra del coche. Contra su piel negra, los dientes parecían perlas fluorescentes. Se palmeó el bolsillo izquierdo del pantalón.

–Lo tengo aquí, tío, cargado y listo para usar. Tengo otro más por si te hace falta.

–Bien. – Gaetano tendió la mano, mucho más tranquilo.

–No tengas tanta prisa -dijo Robert-. Me parece que esto también vale algo para mí. Me refiero a que me tomé la molestia de venir hasta aquí en lugar de quedarme tranquilamente en casa tomándome una cerveza. ¿Captas la idea?

Gaetano miró por un momento los ojos del hombre, que en la penumbra se parecían sorprendentemente a dos agujeros de bala en una manta blanca sucia. Se daba cuenta de que intentaba aprovecharse, y que probablemente era una iniciativa propia. Lo primero que pensó fue en coger la cabeza del tipo y estrellársela contra el volante para hacerle saber con quién estaba tratando, pero luego prevaleció la sensatez. El tipo podía tener un arma, algo que complicaría las cosas y desde luego no era la manera correcta de iniciar el viaje. Además, Gaetano no tenía idea de cuál era la relación de este tipo con los colombianos de Miami con los que había establecido contacto Lou para organizar la entrega. Lo que menos le interesaba mientras estaba en Nassau para hacer su trabajo era tener a un grupo de tíos que quisieran cargárselo, sobre todo si se trataba de colombianos.

Gaetano se aclaró la garganta. Llevaba encima un buen fajo, dado que en estos tipos de trabajo todo lo hacía por dinero.

–Robert, supongo que te mereces una pequeña muestra de aprecio. ¿De cuánto hablamos?

–Uno de cien no estaría mal -respondió Robert.

Sin decir nada más, Gaetano se inclinó hacia adelante para meter la mano libre en el bolsillo derecho del pantalón. Mientras lo hacía, no dejó de mirar ni por un instante a Robert. Cogió un billete de cien del fajo y se lo dio. Robert le entregó los cargadores. Gaetano metió uno en la culata. Se escuchó un chasquido. Descartó la pasajera fantasía de probar el arma en Robert, y se apeó del coche. Se guardó el segundo cargador en un bolsillo de la americana.

–¡Eh, tío! – gritó Robert-. ¿Quieres que te lleve a la ciudad?

Gaetano se agachó para meter la cabeza por la ventanilla.

–Gracias. He alquilado un coche.

Volvió a erguirse, y metió la pistola en el bolsillo izquierdo del pantalón, que tenía un agujero en el fondo hecho a medida para acomodar el silenciador del arma. El agujero era un truco que le había enseñado un mentor cuando había comenzado a trabajar para la familia de Nueva York. La única pega era tener presente no poner nada más en el bolsillo, como las monedas y las llaves, porque acabarían en el suelo. Mientras caminaba hacia el aparcamiento de los coches de alquiler, sintió el contacto del acero del silenciador contra el muslo. Para él era como una caricia.

Veinte minutos más tarde, Gaetano entró con el Cherokee en el aparcamiento del Ocean Club. El viaje le había dado tiempo para calmarse después del episodio de la extorsión de Robert. El ruido de los neumáticos al aplastar la gravilla le sonó muy fuerte al tener bajados los cristales de todas las ventanillas. Para disfrutar del aire cálido de la noche, Gaetano no había encendido el aire acondicionado. Dio una vuelta al aparcamiento. Buscaba una plaza que no solo estuviese cerca del hotel sino que también le permitiera una salida directa al camino. Después de matar al profesor, era imprescindible salir pitando.

Antes de apearse del coche, Gaetano encendió la luz interior y se miró en el espejo retrovisor. Quería asegurarse de que tenía un aspecto presentable en el lujoso hotel. Se peinó un poco las abundantes cejas y se arregló las solapas de la americana. Cuando le pareció que tenía un aspecto inmejorable, se apeó del Cherokee. Guardó las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, y las palmeó a través de la tela para asegurarse. Sería una catástrofe tener que buscar las llaves cuando tenía que darse a la fuga. Acabada la preparación, se puso en marcha.

Gaetano siguió el mismo camino que había utilizado en su primera visita al hotel y fue hacia el edificio donde estaba la habitación 108. Eran las ocho y media de la noche; lo más probable era que el profesor y su novia estuviesen cenando, pero así y todo quería comprobar que no estuviesen todavía en la habitación. Caminó a paso tranquilo y se cruzó con varios de los huéspedes elegantemente vestidos que iban en la dirección opuesta.

En el lugar adecuado, Gaetano acortó camino entre dos edificios para llegar a la zona ajardinada que daba al océano. Siguió caminando hasta casi llegar a las uñas de gato que cubrían la aguda pendiente que acababa en la playa. En ese punto giró para seguir en paralelo al mar hasta llegar delante del edificio que buscaba. Se encontraba lo bastante cerca del agua como para escuchar el suave chapoteo de las olas en la playa a su derecha. Hacía un tiempo glorioso, con unas pocas nubes que pasaban rápidamente por una bóveda celeste parcialmente oculta por el fuerte resplandor de la luna. La brisa del mar hacía susurrar las hojas de las palmeras. No resultaba difícil comprender que a la gente le gustara el Ocean Club.

Cuando llegó delante mismo de la habitación 108, desde donde veía el interior, la excitación hizo que se le erizaran los pelos de la nuca y que un estremecimiento le recorriera todo el cuerpo. No solo estaban todas las luces encendidas y las cortinas abiertas, sino que el profesor y su novia estaban a la vista. Le parecía imposible que su misión pudiese realizarse con tanta facilidad y rapidez, y por un momento, se limitó a mirar mientras se le aceleraba el pulso como un preámbulo a la violencia. Sin embargo, las cosas cambiaran cuando se cuestionó lo que estaba viendo. Parpadeó varias veces para asegurarse de que no le pasaba nada a sus ojos. Algo raro estaba pasando con el profesor y la hermana de Tony, que iban de un lado para otro como un par de gallinas y que después sacudían lo que parecían ser mantas o sábanas. En el fondo se veía la puerta abierta que comunicaba el dormitorio con la sala. El televisor estaba encendido.

El pistolero, atraído por el desconcertante espectáculo, avanzó a través de la zona ajardinada. Su mano se había deslizado instintivamente en el bolsillo izquierdo para empuñar el arma. De pronto, se detuvo al ver la realidad. Las personas que veía no eran sus objetivos sino las doncellas que daban un último repaso a la habitación.

–¡Maldita sea! – exclamó. Luego exhaló un suspiro y sacudió la cabeza, desilusionado.

Gaetano permaneció en la oscuridad durante unos minutos mientras se convencía de que era mejor de esta manera. Si hubiese podía acercarse a la habitación, cargarse al profesor de un disparo, y después largarse, hubiese sido muy poco gratificante. Hubiese sido excesivamente fácil y rápido. Era mucho mejor el acecho, aderezado con un poco de peligro, que requiriese utilizar su habilidad y experiencia. Era así cuando el proceso resultaba auténticamente satisfactorio.

Soltó la pistola, movió la pierna para que el silenciador se acomodara correctamente en el pantalón, y se abrochó la americana.

Luego se volvió para dirigirse a las zonas de uso público del hotel: si el profesor y la muchacha no habían ido a cenar a alguna otra parte, era allí donde los encontraría.

El primer restaurante estaba mucho más cerca de la playa que los demás edificios, así que Gaetano volvió a caminar a lo largo de la pendiente con la playa a la izquierda. Los ventanales del comedor miraban directamente al mar, y Gaetano se encontraba lo bastante cerca como para escuchar algunas de las conversaciones. Aceleró el paso para apartarse rápidamente del campo visual de los comensales. Le preocupaba la posibilidad de que el profesor pudiese reconocerlo. Ese era el principal peligro, porque si el profesor le veía, llamaría a seguridad y probablemente a la policía.

Pasados los ventanales, Gaetano entró en el restaurante por la puerta principal, siempre atento a la presencia del profesor. Pasó junto al mostrador de la recepción, donde varias parejas esperaban mesa, y se detuvo en la entrada del comedor. Rápida y metódicamente inspeccionó el comedor. En cuanto estuvo seguro de que el profesor no estaba allí, se marchó sin perder ni un segundo.

A continuación se dirigió al restaurante más informal, con un bar en el centro, que había visto en su primera visita. Estaba construido al borde mismo de la playa, con un techo de cañas como una enorme choza polinesia. Estaba abarrotado, sobre todo el bar. Una vez más, con mucho cuidado, caminó por el pasillo entre el bar y las mesas. No vio ni rastro del profesor.

Resignado a aceptar que su presa probablemente hubiera salido del hotel para ir a cenar a alguna otra parte, caminó por el sendero que atravesaba la zona ajardinada hasta el edificio principal. Su intención era sentarse en el mismo sofá de la vez anterior, desde donde se podía vigilar sin problemas la entrada principal. Rogó para que estuviesen los boles de frutas. Después de recorrer dos restaurantes y oler los deliciosos aromas de los diferentes platos, el estómago de Gaetano comenzaba a protestar.

Había poca gente en el vestíbulo. Desafortunadamente, el sofá de Gaetano estaba ocupado por una pareja que conversaba con otras dos personas sentadas en sendas butacas. Se acercó a la pequeña barra del bar con su bol de cacahuetes salados. Por una de esas coincidencias, lo atendía el mismo camarero con quien había conversado la vez anterior. Desde aquí se veía la entrada, no tan bien como desde el sofá, pero sí con suficiente claridad.

–¡Eh, hola! – le saludó el camarero. Le extendió la mano-. ¡Bienvenido!

A Gaetano le inquietó un poco que el hombre lo recordara, entre la cantidad de personas que sin duda veía todos los días. Esbozó una débil sonrisa, estrechó la mano del hombre, y cogió un puñado de cacahuetes. El camarero era un neoyorquino trasplantado, y ese había sido el tema de la conversación que habían mantenido una semana y media antes.

–¿Qué le sirvo?

Gaetano vio aparecer en la arcada de la recepción a uno de los fornidos agentes de seguridad. Con los brazos en jarras, echó una ojeada al recinto. Vestía un traje azul. No había ninguna duda de que pertenecía al servicio de seguridad, porque llevaba un audífono en la oreja izquierda y el cable oculto debajo de la chaqueta.

–Una Coke no estaría mal -respondió Gaetano. Era mejor mostrarse relajado y ocupado para no dar la apariencia de que estaba fuera de lugar. Se apoyó en uno de los taburetes con la pierna izquierda recta, para que no se viera el bulto de la pistola y el silenciador-. Con unos cuantos cubitos y limón sería perfecto.

–Eso está hecho, compañero -dijo el camarero. Abrió la botella de gaseosa y echó la bebida en un vaso con los cubitos. Exprimió una rodaja de limón, la frotó contra el borde del vaso, y se lo sirvió-. ¿Sus amigos todavía se alojan en el hotel?

–Tenía que encontrarme con ellos aquí, pero no están en su habitación ni en ninguno de los dos restaurantes.

–¿Probó en el Courtyard?

–¿Qué es eso? – preguntó Gaetano. Vio por el rabillo del ojo que el agente de seguridad se marchaba.

–Es nuestro mejor restaurante -le explicó el camarero-. Solo sirven cenas.

–¿Dónde está?

–Vaya hasta la recepción y doble a la izquierda. No tiene más que cruzar la puerta. Está en el patio de la parte antigua del hotel.

–Iré a echar una ojeada. – Gaetano se acabó la bebida en un par de tragos, y no pudo evitar una mueca ante el exceso de gas.

Puso un billete de diez dólares en la barra y le dio una palmadita-. Gracias, colega.

–Vuelva cuando quiera -dijo el camarero, y se embolsó el dinero.

Gaetano subió los dos escalones hasta la recepción, con un ojo atento a la presencia del agente de seguridad. Lo vio casi en el acto, muy entretenido en una conversación con el portero. De acuerdo con las indicaciones del camarero, dobló a la izquierda, y cruzó la puerta que comunicaba con el patio. Era un amplio espacio rectangular lleno de palmeras, flores exóticas e incluso una fuente en el centro. El patio estaba rodeado por el edificio de dos plantas del viejo hotel. Una galería con balaustrada de hierro forjado recorría todo el segundo piso. La música que se escuchaba la interpretaba una orquesta situada fuera de la vista del pistolero.

–¿En qué puedo servirle? – le preguntó una mujer de cabellos oscuros que atendía la recepción. Llevaba un vestido estampado con motivos tropicales, sin hombros, largo hasta los tobillos, tan ceñido que Gaetano se preguntó si podría caminar sin recogérselo hasta la cintura.

–Solo estoy mirando -respondió Gaetano, con una sonrisa-. Es muy bonito. – Aunque entraba un poco de luz desde el vestíbulo del hotel, el patio estaba iluminado con la luz de las velas en las mesas y la luna en el cielo.

–Necesitará hacer una reserva si quiere cenar con nosotros una noche -le informó la encargada-. Esta noche estamos llenos.

–No lo olvidaré. ¿Puedo echar una ojeada?

–Por supuesto -respondió la mujer, y lo invitó a pasar.

Gaetano vio las escaleras que llevaban al segundo piso y, convencido de que dispondría de una mejor vista desde arriba, subió las escaleras. Lo primero que vio fue a los músicos. Ocupaban un pequeño lugar directamente encima del mostrador de la encargada. Para disponer de un poco más de espacio habían corrido algunos muebles del hotel.

El matón caminó a lo largo de la galería, con una mano apoyada en la balaustrada. Veía muy bien las mesas, al menos aquellas que no quedaban ocultas por la vegetación. La luz de las velas iluminaba los rostros de los comensales. Gaetano estaba seguro de que cuando diera toda la vuelta habría visto a todos los presentes sin que se apercibieran de su presencia.

De pronto se detuvo en seco, y de nuevo se le erizaron los cabellos de la nuca. A no más de unos quince metros de distancia, sentado a una mesa detrás de una adelfa en flor, estaba el profesor, que mantenía una conversación muy animada. Sacudía la cabeza mientras hablaba e incluso agitaba un dedo en el aire como si quisiera recalcar un punto. Gaetano no alcanzaba a ver el rostro de Stephanie, porque miraba en la dirección opuesta. Sin perder ni un segundo, Gaetano retrocedió para que la adelfa se interpusiera entre él y el profesor. Ahora venía la parte divertida. De haber tenido un fusil con mira telescópica, hubiese podido cargarse al profesor desde donde estaba, pero no lo tenía, y por otra parte, cargárselo de esa manera hubiese sido poco deportivo. Sabía muy bien que con una pistola, incluso con una mira láser, tenías que estar casi encima del blanco para asegurarte de que lo matabas. En consecuencia, era consciente de que debía esperar.

Miró en derredor. Ahora que había encontrado a los tortolitos, se preguntó dónde podría esperar a que acabaran su cena romántica. No había ninguna duda de que en cuanto lo hicieran, regresarían a su habitación por alguno de los muchos y oscuros senderos, que sería el lugar perfecto para el ataque. En el peor de los casos, quizá irían a dar un paseo por la playa, cosa que tampoco planteaba ningún problema. Gaetano, cada vez más excitado, sonrió complacido. Por fin todo comenzaba a encajar.

Delante no había nada más que las escaleras. Conducían a un balneario, al menos según el cartel que Gaetano alcanza a ver desde su posición. Miró de nuevo hacia donde estaban los músicos, y decidió que allí sería el lugar perfecto para esperar. Aunque probablemente no podría ver al profesor o a la hermana de Tony, debido a la adelfa que ocultaba la mesa, sí que los vería cuando se levantaran, y eso era lo importante. También lo era que mientras esperaba, pareciera que estaba sentado allí escuchando a la orquesta si se daba el caso de que pasara algún agente de seguridad.

Daniel se frotó los ojos como una excusa para recuperar la paciencia. Parpadeó varias veces antes de mirar de nuevo a Stephanie, cuya expresión de furia reflejaba perfectamente la suya.

–Lo único que digo es que el tipo de seguridad, como sea que se llame, afirmó que te cacheó cuando te encontró en una zona no autorizada, algo que no está fuera de lugar.

–¡Se llama Kurt Hermann! – manifestó Stephanie, indignada-. Te lo repito, me manoseó con todo descaro. Me sentí humillada y aterrorizada, no estoy muy segura de qué fue lo peor.

–Vale, así que te manoseó además de cachearte. No tengo muy claro dónde termina lo uno y empieza lo otro. Pero, sea lo que sea, tú no tendrías que haber entrado en la sala de los huevos. ¡Es como si te lo hubieses estado buscando!

Stephanie lo miró boquiabierta. Le horrorizó que Daniel pudiese decir algo así. Era la cosa más desconsiderada que le había dicho, y le había dicho muchas durante su relación. Apartó bruscamente la silla de hierro forjado con un rechinar contra el suelo de ladrillos que sonó muy fuerte, y se levantó. Daniel reaccionó casi con la misma rapidez. Se inclinó sobre la mesa y la sujetó por la muñeca.

–¿Dónde te crees que vas? – preguntó.

–No estoy segura -respondió Stephanie tajantemente-. Ahora mismo, solo quiero marcharme.

Se miraron el uno al otro durante unos segundos. Daniel no la soltó, y Stephanie tampoco intentó soltarse. Acababan de darse cuenta de que los comensales sentados a las mesas vecinas guardaban silencio. Cuando ambos miraron en derredor, comprobaron que todas las miradas estaban puestas en ellos. Incluso varios de los camareros se habían detenido para observarlos.

A pesar de su enfado, Stephanie volvió a sentarse. Daniel continuó sujetándola, aunque con mucha menos fuerza.

–No pretendía decir tal cosa -manifestó Daniel-. Estoy furioso e intranquilo y se me escapó. Sé que no lo buscabas.

Los ojos de Stephanie parecían echar llamas.

–Hablas como una de esas personas convencidas de que las víctimas de una violación se lo tienen merecido por provocar con su forma de vestir o su conducta.

–De ninguna manera -insistió Daniel-. Se me escapó. Solo estoy furioso contigo porque entraste en la maldita sala y montaste todo este lío. Me habías prometido que no ibas a hacer ningún escándalo.

–No lo prometí -replicó Stephanie. Su voz había perdido parte de su agresividad-. Dije que lo intentaría. Pero la conciencia me persigue. Entré en aquella sala con la intención de demostrar lo que me temía, y lo hice. Además de las otras cosas que sabíamos, están fecundando a las mujeres y luego les practican un aborto para obtener los ovarios fetales.

–¿Cómo puedes estar tan segura?

–Porque encontré pruebas concluyentes.

–De acuerdo. ¿Podríamos hablar de todo esto sin gritarnos el uno al otro? – Daniel espió las mesas vecinas. Los comensales habían reanudado sus conversaciones, y los camareros ya no les prestaban atención.

–No, a menos que evites decir cosas como la que acabas de decir.

–Haré todo lo posible.

Stephanie miró a Daniel, en un intento por decidir si estas últimas palabras eran deliberadamente pasivas-agresivas, o si se burlaba de ella con la repetición de las suyas. Desde su perspectiva, debía ser una u otra, y junto con todo lo demás, no era una buena señal.

–¡Venga! – la animó Daniel-. ¡Dime cuál es la prueba concluyente!

Ella continuó mirándolo. Ahora intentaba decidir si Daniel había cambiado durante los últimos seis meses o si siempre había sido indiferente a todo excepto a su trabajo. Desvió la mirada unos momentos para reprogramar sus emociones y recuperar el control. No conseguiría resolver nada si se marchaba o si no hacían otra cosa que discutir. Miró de nuevo a Daniel, inspiró a fondo y le describió todo lo que había visto, en particular los detalles que aparecían reflejados en el libro de registro. Cuando acabó, se miraron el uno al otro. Fue Daniel quien rompió el silencio.

–Tenías toda la razón. ¿Tenerla te da alguna satisfacción al menos?

–¡Ninguna! – declaró Stephanie, con una risa sarcástica-. La cuestión es: ¿podemos seguir adelante a pesar de lo que sabemos?

Daniel miró los platos que apenas si habían probado, y jugó distraídamente con los cubiertos.

–Tal como yo lo veo, debemos aceptar los ovocitos antes de conocer detalles de su procedencia.

–¡Ja! – se mofó Stephanie-. Esa es una excusa muy conveniente y un claro ejemplo de una ética de pacotilla.

Daniel hizo frente a la mirada de Stephanie.

–Estamos muy cerca -manifestó, recalcando cada una de las palabras con un tono solemne-. Mañana comenzaremos a diferenciar las células. No pienso detenerme ahora por lo que pase en la clínica Wingate. Siento mucho el maltrato y la humillación que has sufrido. También lamento que me dieran una paliza. Esto no ha sido precisamente una fiesta, pero sabíamos que tratar a Butler no sería una cosa fácil. Sabíamos muy bien desde el principio que los responsables de la clínica Wingate eran unos tipos sin escrúpulos, y sin embargo lo aceptamos. La pregunta es: ¿todavía estás en esto conmigo, o no?

–Deja que te haga antes una pregunta -dijo Stephanie en voz baja-. Después de haber acabado el tratamiento de Butler, cuando ya estemos en casa, la compañía esté a salvo y todo marche sobre ruedas, ¿podríamos denunciar anónimamente a la policía de las Bahamas lo que pasa en la clínica Wingate?

–Eso sería bastante problemático -respondió Daniel-. Para sacarte inmediatamente de la cárcel privada de Kurt Hermann, cosa que me pareció de primordial importancia para todos, firmé un compromiso de confidencialidad que impide hacer lo que acabas de proponer. Las personas con quienes estamos tratando quizá sean unos locos, pero no son estúpidos. En el compromiso también se detalla lo que estamos haciendo en la clínica, y eso significa que si descubrimos su secreto, ellos revelarán el nuestro, cosa que echará por tierra todo lo que estamos intentando conseguir con el tratamiento de Butler.

Stephanie cogió la copa de vino que no había probado, y la movió en círculos.

–A ver qué te parece esta idea -dijo impulsivamente-. Quizá cuando Butler esté curado, no le importará tanto el secreto.

–Supongo que es una posibilidad -admitió Daniel.

–Por lo tanto, ¿podemos decir que al menos dejaremos el tema abierto para discutirlo en otra ocasión?

–Supongo que sí -repitió Daniel-. Me refiero a que ¿quién sabe? Podrían ocurrir cosas que no hemos previsto.

–Esa parece una descripción bastante acertada de todo este asunto hasta la fecha.

–¡Muy graciosa!

–¡No ha ocurrido nada exactamente como lo habíamos planeado!

–Eso no es totalmente cierto. Gracias a ti, el trabajo celular ha progresado tal como lo habías programado. Para cuando Butler llegue aquí dispondremos de diez líneas celulares y cualquiera de ellas podría curarlo. Lo que necesito saber es si estarás conmigo para acabar con nuestro trabajo y marcharnos de Nassau.

–Tengo que pedir una cosa más.

–¿Sí?

–Quiero que le dejes claro a Spencer Wingate que no te gusta en absoluto que quiera ligar conmigo. Por cierto, ahora que hablamos del tema, ¿por qué te has mostrado absolutamente pasivo al respecto? Es humillante. Ni siquiera lo has mencionado entre nosotros.

–Solo intento no montar ningún escándalo.

–¿Eso es montar un escándalo? ¡No lo entiendo! Si Sheila Donaldson estuviese intentando hacer lo mismo contigo, yo desde luego te daría mi apoyo, lo quisieras o no.

–Spencer Wingate es un egocéntrico gilipollas que se considera como un don para las mujeres. Estaba seguro de que podrías manejarlo sin convertir la situación en un escándalo.

–Ya es un escándalo. Lo suyo raya en la insolencia, e incluso ha tenido el descaro de tocarme, aunque después de lo de hoy, quizá vaya con más cuidado. En cualquier caso, quiero que me des tu apoyo, ¿de acuerdo?

–¡Está bien! ¡De acuerdo! ¿Ya está? ¿Podemos seguir con lo nuestro y dedicarnos al tema Butler?

–Supongo que sí -manifestó Stephanie, sin mucho entusiasmo.

Daniel se pasó la mano por los cabellos varias veces, hinchó las mejillas, y luego soltó el aliento como un globo que se desinfla. Esbozó una sonrisa.

–Me disculpo de nuevo por lo que dije antes. Me desesperó enterarme de que te habían encerrado en aquella celda. Estaba seguro de que nos echarían a patadas de la clínica como consecuencia de tu curiosidad, precisamente cuando estamos a un paso del éxito.

Stephanie se preguntó si Daniel tenía la más mínima sospecha de su tremendo egoísmo.

–Confío en que todo esto no te lleve a decir que no debería haber entrado en aquella sala.

–No, no, en absoluto -negó Daniel-. Comprendo que lo hicieras porque te lo mandaba tu conciencia. Solo me alegro de que el proyecto no se fuera al traste. Pero este episodio me ha hecho comprender algo más. Hemos estado tan ocupados e inmersos en nuestro trabajo que no hemos tenido ni un momento para nosotros excepto la hora de comer. – Echó la cabeza hacia atrás para contemplar el cielo estrellado entre las hojas de las palmeras-. Me refiero a que estamos en las Bahamas en pleno invierno, y no lo hemos aprovechado en ningún sentido.

–¿Estás sugiriendo algo en particular? – preguntó Stephanie. De vez en cuando, Daniel la sorprendía.

–Así es. – Daniel cogió la servilleta y la dejó sobre el mantel-. Ninguno de los dos tenemos mucho apetito, y ambos estamos estresados. ¿Qué te parece si damos un paseo a la luz de la luna por el jardín del hotel y visitamos aquel claustro medieval que vimos desde lejos la primera mañana que llegamos aquí? Nos picó la curiosidad, y sería un lugar muy apropiado. En la época medieval, los claustros servían como refugio del tumulto del mundo real.

Stephanie también dejó la servilleta sobre el mantel. A pesar de su enfado con Daniel y las dudas que tenía sobre el futuro de la relación, no pudo menos que sonreír ante su inteligencia y la viveza de su intelecto, dos rasgos que tenían mucho que ver con su atracción inicial hacia él. Se levantó.

–Creo que es la mejor proposición que me has hecho en seis meses.

¡Esto promete!, pensó Gaetano cuando vio la cabeza de Stephanie y luego la de Daniel que aparecían por encima de la adelfa que le impedía ver la mesa. Antes había visto a Stephanie durante unos segundos, pero aparentemente había vuelto a sentarse. Se acurrucó un poco en la silla, ante la posibilidad de que a Daniel se le ocurriera mirar hacia la orquesta. Esperaba que la pareja caminara en su dirección y pasara junto al mostrador de la recepcionista en el camino de regreso a su habitación. Pero lo engañaron. Se dirigieron en la dirección opuesta sin mirar atrás ni una sola vez.

–¡Maldita sea! – masculló el pistolero. Cada vez que se convencía de que lo tenía todo bajo control, ocurría algo inesperado. Miró al director de la orquesta, con quien había intercambiado varias miradas durante el tiempo que había estado esperando. El hombre se había mostrado muy agradecido por la atención del desconocido. Gaetano le dedicó una sonrisa y se despidió con un gesto mientras se levantaba.

Al principio caminó a paso normal para no dar la impresión de que tenía prisa. Pero en cuanto se alejó lo suficiente de los músicos, apuró el paso mientras sujetaba el arma para impedir que golpeara contra la pierna. En el patio, el profesor y la muchacha ya habían desaparecido en el balneario, en el lado este del edificio.

Gaetano llegó al final de la galería, y bajó las escaleras de dos en dos, sin soltar la pistola. Cuando llegó a la puerta del balneario, se detuvo, adoptó una actitud despreocupada mientras miraba disimuladamente hacia el patio para comprobar que nadie le prestaba atención, y después la abrió. No tenía idea de lo que podía encontrar. Si el profesor y la chica estaban a la vista, dispuestos a solicitar un tratamiento, no podría hacer otra cosa que pensar en el siguiente paso. Pero las instalaciones ya estaban cerradas; testimonio de ello era el cartel en el mostrador de la recepción iluminado con una única lámpara. Entonces, recordó haber pasado por este mismo lugar en su primera visita cuando buscaba la piscina del hotel. Convencido de que el profesor y su novia se dirigían a la piscina, cruzó el salón desierto y salió por la otra puerta.

Ahora se encontraba en una zona donde estaban las casas individuales del hotel. Unas luces mortecinas señalaban las entradas, pero el resto del lugar estaba a oscuras. Gaetano caminó con paso firme por entre las palmeras, porque recordaba el camino. Se sentía complacido. Seguramente la piscina y el bar también estarían cerrados y desiertos, así que podía elegir el lugar más conveniente para realizar su trabajo.

Cuando llegó a un recodo a la derecha, vio por un momento al profesor y a la hermana de Tony antes de que bajaran un breve tramo de escaleras más allá de la balaustrada barroca. Volvió a apurar el paso. Se detuvo por un momento junto a la balaustrada para mirar la zona de la piscina. Tal como había esperado, ya había cerrado y no había luz alguna en los edificios vecinos. La piscina estaba iluminada por los focos submarinos, y parecía una enorme esmeralda.

–¡No me lo puedo creer! – susurró Gaetano-. ¡Esto es perfecto!

Su tensión era palpable. Daniel y Stephanie habían rodeado la piscina y ahora entraban en el amplio y solitario jardín. En la oscuridad, Gaetano no veía muchos detalles más allá de las aisladas y confusas siluetas de estatuas y setos. En cambio, veía con toda claridad el iluminado claustro medieval. Brillaba a la luz de la luna como una corona en la cumbre de las terrazas del jardín.

Gaetano metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y empuñó la pistola. Se estremeció al sentir el contacto del acero y en su mente vio el punto rojo del láser en la frente del profesor, una fracción de segundo antes de apretar el gatillo.


21


Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 21.37



–Recuerdo esta estatua de alguna otra parte -comentó Daniel-. ¿Sabes si es famosa?

Daniel y Stephanie contemplaban un desnudo reclinado de mármol blanco que parecía resplandecer en la húmeda y neblinosa penumbra del jardín estilo Versalles del Ocean Club. Una luz azulada bañaba el paisaje y el contraste con las sombras era muy marcado.

–Creo que es una copia de Canova -respondió Stephanie-. Sí, es bastante famosa. Si es la que pienso, el original se encuentra en el museo Borghese en Roma.

Stephanie no se dio cuenta de la mirada de asombro de Daniel. Acariciaba el muslo de la mujer.

–Es sorprendente lo mucho que se parece el mármol a la piel con la luz de la luna.

–¿Cómo demonios sabes que es una copia de Canova? ¿Quién diablos era ese tipo?

–Antonio Canova era un famoso escultor neoclásico italiano del siglo xviii.

–Estoy impresionado -manifestó Daniel, con la misma expresión de asombro-. ¿Cómo puedes citar como si nada unos hechos tan arcanos? ¿No será que has leído el folleto sobre el jardín que está en la habitación y ahora me tomas el pelo?

–No leí el folleto, pero te vi a ti cuando lo leías. Quizá tendrías que ser tú el guía.

–¡Ni hablar! La única parte que leí con atención fue la referente al claustro de lo alto de la colina. En serio, ¿cómo sabías lo de Canova?

–Me apunté a un curso de historia en el colegio universitario. Una de las clases era historia del arte, y es la que mejor recuerdo.

–Algunas veces me sorprendes -admitió Daniel. Imitó el ejemplo de Stephanie, y acercó la mano para tocar el almohadón de mármol donde se reclinaba la mujer-. Es un misterio cómo estos tipos eran capaces de conseguir que el mármol pareciera tan suave. Fíjate cómo el cuerpo hunde la tela.

–¡Daniel! – exclamó Stephanie con un súbito tono de urgencia.

Daniel se volvió e intentó interpretar la expresión de Stephanie que miraba hacia la piscina. Él también miró en la misma dirección pero no advirtió nada extraño en el paisaje iluminado por la luna.

–¿Qué pasa? ¿Has visto algo?

–Sí. Vi un movimiento por el rabillo del ojo. Creo que hay alguien junto a la balaustrada.

–¡Vaya! Es lógico que haya más personas por aquí, a la vista de lo hermoso que es todo esto. No creo que pudiéramos tener este enorme jardín para nosotros solos.

–Es verdad -admitió Stephanie-. Solo que me pareció que la persona que vi se escondió en cuanto volví la cabeza. Fue como si quisiera permanecer oculto.

–¿Qué intentas sugerir? – preguntó Daniel, con una de sus risas despreciativas-. ¿Que alguien nos está espiando?

–Pues sí, algo por estilo.

–¡Oh, venga, Stephanie! No lo decía en serio.

–Pues yo sí. Creo que vi a alguien. – Stephanie se puso de puntillas y se esforzó para ver en la oscuridad-. ¡Hay alguien más! – añadió, excitada.

–¿Dónde? No veo a nadie.

–Junto a la piscina. Alguien acaba de ocultarse en las sombras del bar.

Daniel sujetó a Stephanie por los hombros y la obligó a volverse. Ella se resistió por un instante.

–¡Eh, vamos! Hemos venido aquí a relajarnos. Ambos hemos pasado un día nefasto, y tú más.

–Quizá tendríamos que volver y dar un paseo por la playa donde siempre hay gente. Este jardín es demasiado grande, demasiado oscuro y demasiado solitario para mi gusto.

–Subiremos al claustro -dijo Daniel con un tono firme, y señaló hacia lo alto de la colina-. Es algo que nos interesa a ambos, y como dije antes, visitarlo es algo metafísicamente perfecto. Necesitamos un lugar donde aislarnos de tantas tensiones. Además, la noche es el mejor momento para visitar ruinas. ¡Así que anímate y en marcha!

–¿Qué pasará si es verdad que vi a alguien ocultarse detrás de la balaustrada? – Stephanie volvió a girar la cabeza para mirar por encima de las buganvillas.

–¿Quieres que vaya hasta allí para echar una ojeada? Lo haré con mucho gusto si con eso te tranquilizas. Comprendo tu paranoia, aunque no deja de ser una paranoia. Por todos los diablos, todo esto es del hotel. Hay agentes de seguridad por todas partes.

–Supongo que sí -admitió Stephanie sin mucho entusiasmo. Por un momento recordó la expresión lujuriosa de Kurt Hermann. Tenía muchas razones para sentirse nerviosa.

–¿Qué me dices? ¿Quieres que vaya hasta allí?

–No, quiero que te quedes aquí.

–¡En ese caso, vamos! Subamos al claustro.

Daniel la cogió de la mano y la llevó hasta el camino central que cruzaba las terrazas y subía las escalinatas hasta la cumbre de la colina donde estaba situado el claustro. A diferencia del jardín, el edificio estaba iluminado con unos focos instalados a ras de tierra para resaltar los arcos góticos y hacer que, visto desde lejos, pareciera flotar en el aire.

Mientras pasaban por las diferentes terrazas y rodeaban alguna fuente o estatua central, vieron que a cada lado había glorietas con más esculturas. Algunas eran de mármol, pero también las había de piedra y bronce. Aunque estuvieron tentados de acercarse para contemplarlas, evitaron dar más rodeos.

–No tenía idea de que aquí tuvieran tantas obras de arte -comentó Stephanie.

–Todo esto era una finca privada antes de que la convirtieran en un hotel -le explicó Daniel-. Al menos, eso es lo que dice el folleto.

–¿Qué dice del claustro?

–Lo único que recuerdo es que francés y que lo construyeron en el siglo xii.

Stephanie soltó un silbido de asombro.

–Son muy pocos los claustros que han llegado de Francia. Yo solo sé de uno, y no es ni de lejos tan antiguo.

Subieron el último tramo de escaleras, y cuando llegaron a la cima, se encontraron con una carretera pública que separaba el claustro del resto del jardín. Desde abajo era imposible saber que había una carretera a menos que pasara algún coche, y no había pasado ninguno.

–Esto sí que es una sorpresa -afirmó Daniel. Miró a un lado y a otro. La carretera iba de este a oeste por el centro de isla Paradise.

–Supongo que es el precio del progreso -opinó Stephanie-. Lo más probable es que vaya hasta el campo de golf.

Cruzaron la carretera y notaron el calor acumulado por el asfalto a lo largo del día. Subieron unos pocos escalones más para llegar a la cumbre dominada por el claustro. La antigua estructura consistía solo en una planta cuadrada de arcos góticos. La hilera de columnas interiores conservaba algo de la tracería, con un lóbulo dentro de cada arco.

Daniel y Stephanie se acercaron al edificio. Tuvieron que caminar con mucho cuidado porque a diferencia del jardín, el terreno cercano al claustro era desigual y estaba lleno de piedras y conchas aplastadas.

–Tengo la sensación de que esta será una de esas cosas que se ven mejor de lejos -comentó Stephanie.

–Esa es una de las razones por las que es mejor ver las ruinas de noche.

Llegaron al claustro y caminaron precavidos por el pasillo formado por las dos hileras de columnas. Sus ojos tardaron unos segundos en acomodarse al resplandor de la iluminación después de haberse habituado a la oscuridad del jardín.

–Toda esta parte estaba techada cuando lo construyeron -explicó Stephanie.

Daniel contempló la parte superior de los arcos y asintió.

Se abrieron paso entre los cascotes para acercarse a la balaustrada interior. Ambos se apoyaron en la vieja balaustrada de piedra y miraron el patio central. Tenía una superficie de unos cuarenta metros cuadrados y estaba lleno de pequeños montículos y fragmentos de conchas; el juego de luces y sombras le confería un aspecto muy curioso.

–No deja de ser una pena -opinó Stephanie-. Cuando este patio era el centro del claustro en plena actividad, seguramente tenía un pozo o quizá incluso una fuente, además de un jardín.

Daniel observó el patio y el entorno.

–A mí me parece una pena que después de haber durado casi mil años en Francia, todos estos restos estén condenados a desaparecer como consecuencia del sol tropical y el aire marino. – Se apartaron de la balaustrada y se miraron el uno al otro-. No deja de ser una desilusión -añadió Daniel-. Me parece que es hora de ir a dar un paseo por la playa.

–Buena idea -asintió Stephanie-. Pero antes, vamos a darle a estos restos el beneficio de la duda y un poco de respeto. Al menos demos un paseo alrededor del claustro.

Cogidos de la mano, se ayudaron el uno al otro a evitar los obstáculos en el suelo. El resplandor de las luces exteriores, les impedía ver los detalles. En el lado opuesto al hotel, se detuvieron brevemente para admirar la vista de la bahía de Nassau. Sin embargo, aquí también les molestó la iluminación del claustro, así que no se entretuvieron mucho más.


Gaetano no daba crédito a su suerte. No hubiese podido planearlo mejor. El profesor y la hermana de Tony estaban ahora en un cuadrado de luz que convirtió al pistolero en invisible mientras se acercaba a la distancia de tiro. Podría haber atacado en la oscuridad del jardín, pero había acertado con su destino, y sabía que era perfecto.

Había decidido que lo mejor para la hermana de Tony era saber sin la menor sombra de duda quién había ordenado la ejecución, para que no creyera que se trataba de un acto de violencia al azar. Gaetano consideraba que esto era importante, dado que ella sería quien tendría el control de la empresa. A su modo de ver, era fundamental que ella supiese exactamente la opinión de los hermanos Castigliano respecto al préstamo y cómo se debía dirigir la compañía.

En aquel momento, la pareja daba una vuelta al claustro y estaba en el lado opuesto de las ruinas. Gaetano se había situado muy cerca de la zona iluminada en el lado oeste. Su intención era esperar hasta tenerlos a unos cinco metros de distancia antes de saltar al camino para interceptarlos.

Se le aceleró el pulso cuando vio que Daniel y Stephanie aparecían por la última esquina y caminaban hacia él. Cada vez más excitado, sacó el arma del bolsillo y se aseguró de que hubiese un proyectil en la recámara. La sostuvo en alto, junto a la cabeza, y se preparó para lo que más le gustaba en el mundo: ¡la acción!


–No creo que debamos volver a este tema -declaró Stephanie-, ni ahora ni quizá nunca más.

–Me disculpé por lo que dije en el restaurante. Lo único que digo ahora es que prefiero que me toquen a que me den una paliza. No estoy diciendo que resulte agradable que te manoseen; solo que es más fácil de soportar que no que te peguen y acabes herido físicamente.

–¿Qué es esto, un concurso? – preguntó Stephanie despectivamente-. ¡No me respondas! No quiero hablar más de este asunto.

Daniel estaba a punto de responder cuando soltó una exclamación ahogada, se detuvo en seco, y apretó muy fuerte la mano de su compañera. Stephanie, que había estado mirando el suelo para no tropezar con unas piedras, se sobresaltó al escuchar la exclamación y alzó la mirada. Cuando lo hizo, ella también soltó un gemido.

Una figura descomunal había aparecido en su camino y les apuntaba con una pistola que sostenía con el brazo extendido. Daniel, más que Stephanie, se fijó en el punto rojo inmediatamente debajo del cañón.

Ninguno de los dos fue capaz de moverse mientras el hombre se acercaba lentamente. La expresión burlona y despectiva destacaba en su ancho rostro que Daniel reconoció con un estremecimiento. Gaetano se detuvo a un par de metros de la despavorida pareja que parecían haberse convertido en estatuas. En aquel instante, quedó sobradamente claro que la pistola apuntaba directamente a la frente de Daniel.

–Me has obligado a volver, imbécil -dijo Gaetano con voz áspera-. ¡Una decisión equivocada! A los hermanos Castigliano no les ha hecho ninguna gracia que no regresaras a Boston para ocuparte de su dinero. Creía que habías captado mi mensaje, pero está visto que no ha sido así, con la consecuencia de que me has hecho quedar mal. Así que adiós.

El sonido del disparo fue como un trueno en el silencio de la noche. El brazo de Gaetano que sostenía el arma bajó bruscamente mientras Daniel se tambaleaba hacia atrás y arrastraba a Stephanie con él. Stephanie soltó un grito mientras el cuerpo caía pesadamente, y se estrellaba de bruces contra el suelo con los brazos abiertos. Durante unos segundos, se produjeron algunas contracciones musculares, y después yació inmóvil. Del enorme orificio de salida en la parte de atrás del cráneo manó un reguero de sangre y materia gris.


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