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Debido a que el almacén estaba prosperando, mis padres pudieron enviarme a la Academia Escolar Pelham, un colegio de mujeres dirigido por las señoritas Pelham en la calle East Bourne, junto a las ruinas de la Muralla de la ciudad medieval y cerca del puerto. Allí, en medio del persistente hedor de los pescados podridos esparcidos por la playa y los alrededores del puerto, y rodeado por el constante pero elocuente estruendo de las gaviotas argénteas, me enseñaron las tres R, así como un mínimo de historia, geografía y el temible idioma francés. Todo esto me serviría de mucho más adelante en mi vida, pero mis infructuosas batallas para aprender francés tuvieron un resultado irónico, pues en mi vida de adulto mi personaje en el escenario es el de un profesor francés.
El camino de ida y vuelta al colegio pasaba a través de la cresta de West Hill, que había sido construida en el vecindario más cercano a nuestra casa. La mayor parte del camino consistía en estrechos y empinados senderos, a través de los aromáticos tamariscos, que habían colonizado tantos espacios abiertos de Hastings. En ese entonces Hastings estaba experimentando un período de intenso desarrollo, y se estaban construyendo numerosas casas y hoteles nuevos para alojar a los visitantes veraniegos. Yo no me daba cuenta, porque el colegio estaba en la parte antigua de la ciudad, mientras que el área de esparcimiento se construía detrás de White Rock, un espolón rocoso, que un día de mi infancia fue dinamitado de un modo fascinante hasta su destrucción para dejar lugar a la creación de un paseo marítimo. A pesar de todo esto, la vida en el centro antiguo de Hastings continuaba de la misma forma en que lo había hecho por cientos de años.
Podría decir mucho acerca de mi padre, bueno y malo, pero quiero concentrarme en mi propia historia, así me limitaré a lo mejor. Lo quise, y aprendí de él muchas de las técnicas de construcción de las cajas que, inadvertidamente para él, me han dado fama y renombre. Puedo atestiguar que mi padre era trabajador, honesto, sobrio, inteligente y, a su manera, generoso. Era justo con sus empleados. Sin ser un hombre temeroso de Dios, ni creyente, educó a su familia para que actuase conforme un bondadoso laicismo, en el que nada ocurriría ni dejaría de ocurrir para perjudicar o lastimar a otros. Era un brillante constructor de armarios y un buen carretero. Más adelante me di cuenta de que los eventuales estallidos emocionales que mi familia tuvo que soportar (pues fueron varios) y, en suma, el origen de su rabia, debieron de haber sido causados por frustraciones internas, a pesar de que nunca estuve completamente seguro de cuáles eran. A pesar de que yo nunca fui el blanco de sus peores momentos, crecí temiendo a mi padre, aunque lo amaba profundamente.
El nombre de mi madre era Betsy May Borden (Robertson de soltera), el nombre de mi padre era Joseph Andrew Borden. Tengo un total de siete hermanos y hermanas, aunque debido a las muertes prematuras solamente conocí a cinco de ellos. Yo no era ni el mayor ni el más pequeño, y no era el preferido de ninguno de mis padres. Crecí en razonable armonía con casi todos, si no todos, mis hermanos.
Cuando tenía doce años me sacaron del colegio y me pusieron a trabajar de aprendiz de carretero en el almacén de mi padre. Aquí comenzó mi vida de adulto, puesto que desde entonces pasaba más tiempo con adultos que con niños, y también porque comenzaba a ver claro mi propio futuro. Dos factores jugaron un papel fundamental.
El primero fue, simplemente, aprender a manejar la madera. Había crecido observándola y oliéndola, por lo que su aspecto y su olor me eran familiares. Sin embargo, no tenía ni idea de lo bien que podía uno sentirse al recogerla, o al surcarla, o al cortarla. Desde el primer momento en que utilicé la madera comencé a respetarla y a darme cuenta de las posibilidades que ocultaba. La madera, si está bien cortada y ha sido talada de manera que pueda aprovecharse la veta, es hermosa, fuerte, liviana y flexible. Puede cortarse de casi cualquier forma, trabajarse o adherirse a cualquier otro material; puedes pintarla, mancharla, teñirla, moldearla. Es atractiva y común al mismo tiempo, por lo tanto, donde haya algo fabricado en madera, se obtiene una tranquila sensación de sólida normalidad, así que casi nunca llama la atención.
En resumen, es el material ideal para el ilusionista.
En el almacén no me trataban de forma especial por ser el hijo del propietario. El primer día empecé a aprender el oficio realizando el trabajo más duro, más difícil del taller: nos pusieron a mí y a otro aprendiz a trabajar con una sierra. Fueron jornadas de doce horas (comenzábamos a las seis de la mañana y terminábamos a las ocho de la noche cada día, con sólo tres cortos descansos para las comidas) que endurecieron mi cuerpo como ningún otro trabajo que pueda imaginar, y me enseñaron a temer y a respetar las pesadas cuerdas de la madera. Tras mi iniciación, que prosiguió durante varios meses, empecé a cortar madera. Era menos exigente físicamente, pero más arduo; volteaba y alisaba la madera para los colegas y los compañeros de los carros.
Aquí entré en contacto habitual con los carreteros y otros hombres que trabajaban para mi padre, y vi menos a mis compañeros aprendices.
Una mañana, aproximadamente un año después de haber dejado el colegio, un contratista llamado Robert Noonan vino al taller, a realizar un trabajo de reparación y decoración de la pared del fondo del almacén que se necesitaba hacía tiempo, ya que había sido dañada durante una tormenta hacía algunos años. La llegada de Noonan supuso la segunda influencia que afectaría mi vida futura.
Estaba ocupado en mis labores y apenas lo noté, pero a la una del mediodía, cuando paramos para almorzar, Noonan vino y se sentó conmigo y con los otros hombres en la mesa de caballetes mientras comíamos. Sacó un mazo de cartas y preguntó si alguno de nosotros quería «encontrar a la dama». Algunos de los hombres mayores intentaron advertir a los otros, pero algunos de nosotros simplemente nos quedamos mirando. Pequeñas sumas de dinero fueron pasando de mano en mano; no por las mías, ya que no tenía nada para gastar, pero un par de trabajadores estaban ansiosos por apostar unos peniques.
Me fascinaba la forma relajada y natural en que Noonan manipulaba las cartas.
¡Era tan rápido! ¡Tan diestro! Hablaba suave y persuasivamente, mostrándonos las caras de las tres cartas en juego, colocándolas boca abajo sobre la pequeña caja frente a él con movimientos rápidos pero fluidos y luego moviéndolas con sus largos dedos antes de detenerse para desafiarnos y preguntarnos cuál era la reina. Los trabajadores tenían ojos más lentos que los míos; no veían la carta tan a menudo como yo (a pesar de que me equivocaba más de lo que acertaba).
Más tarde le dije a Noonan:
—¿Cómo lo haces? ¿Me lo enseñas?
Primero comenzó a darme largas hablándome de manos flojas, pero yo insistí.
—¡Quiero saber cómo lo haces! —gritaba—. ¡La reina se coloca en el medio de las tres pero tú sólo mueves las cartas dos veces y ya no está donde yo creo que está! ¿Cuál es el secreto?
Entonces, un día a la hora del almuerzo, en lugar de intentar desplumar a los demás, me llevó a un rincón tranquilo del galpón y me enseñó a manipular las tres cartas de manera que las manos engañaran a los ojos. La reina y otra carta se cogían suavemente entre el pulgar y el dedo medio de la mano izquierda, una sobre la otra; la tercera carta se cogía con la mano derecha. Una vez colocadas las cartas movía sus manos en diagonal, rozando suavemente la punta de los dedos sobre la superficie y pausando brevemente, sugiriendo así que la reina era colocada primero. De hecho, era casi invariablemente una de las otras cartas la que se deslizaba discretamente debajo de ella. Éste es el clásico truco conocido como «Monte de tres cartas».
Cuando entendí el funcionamiento de este truco, Noonan me mostró varias técnicas más. Me enseñó cómo pegar una carta a la palma de la mano, cómo mover la mesa engañosamente para no alterar el orden de las cartas, cómo cortar la baraja para poner una determinada carta encima o debajo de la mano, cómo ofrecer a alguien un abanico de cartas y obligarlo a elegir una carta en particular. Hacía todo esto de forma despreocupada, presumiendo más que mostrando, probablemente sin darse cuenta de la absorta atención con la que yo lo estaba asimilando. Cuando terminó su demostración intenté poner en práctica la técnica de repartir las cartas con la reina, pero las cartas se desparramaron por todas partes. Lo intenté otra vez. Y una vez más. Una y otra vez después de que el propio Noonan perdiera interés y se fuera por ahí. La tarde del primer día, solo en mi habitación, ya había conseguido dominar el «Monte de tres cartas», y me ponía a trabajar en las otras técnicas que había visto brevemente.
Un día, cuando terminó su trabajo, Noonan dejó el almacén y desapareció de mi vida. Nunca volví a verlo. Dejó tras él a un niño adolescente excitado y animado por un deseo irrefrenable. Mi intención era no descansar hasta dominar el arte que ahora sabía (de un libro que saqué urgentemente de la biblioteca) se llamaba Legerdemain.
«Legerdemain», los juegos de manos, la prestidigitación, se convirtieron en el mayor interés de mi vida.