3

En la entrada principal del ala me recibió una mujer entrada en años, a quien llamé «Señora Angier». Sin embargo, ella apenas prestó atención a mi nombre, y se limitó a mirar atentamente mi carnet de prensa. Luego me llevó a una habitación contigua y me pidió que esperara. El aspecto señorial de la sala, sencilla pero vistosamente amueblada con alfombras hindúes, sillas antiguas y una mesa impecable, me hizo sentir desaliñado con mi traje arrugado y empapado. Después de aproximadamente cinco minutos la mujer regresó, y pronunció unas palabras que me produjeron escalofríos.

—Lady Katherine lo verá ahora —dijo.

Me condujo subiendo las escaleras hacia una amplia y agradable sala de estar, desde donde podía verse el fondo del valle y la alta y rocosa escarpa en el horizonte, en aquel momento apenas visible.

Había una joven de pie frente a la chimenea, donde ardían unos leños, y extendió su mano para saludarme mientras me acercaba a ella. Estaba desconcertado ante la inesperada noticia de que estaba visitando a un miembro de la aristocracia, aunque sus modales eran cordiales. Me sorprendieron, favorablemente, varios rasgos de su apariencia física. Era alta, de cabellos oscuros, tenía un rostro amplio y las mandíbulas marcadas. Su cabello estaba arreglado de manera tal que suavizaba los rasgos más duros de su rostro. Sus ojos eran grandes. Tenía una expresión nerviosa, como si estuviera preocupada por lo que yo pudiera decir o pensar.

Me saludó formalmente, pero en cuanto la otra mujer dejó el salón su comportamiento cambió. Se presentó como Kate, no Katherine, Angier, y me dijo que no le diera importancia al título ya que ella misma no lo utilizaba muy a menudo. Me pidió que le confirmara que yo era Andrew Westley. Le dije que así era.

—Supongo que ha estado en la parte principal de la casa.

—¿En la Iglesia Extasiada? Apenas crucé la puerta.

—Creo que eso fue culpa mía. Les advertí que podía venir, pero a la señora Holloway no le hizo mucha gracia.

—Supongo que fue usted quien envió el mensaje a mi periódico.

—Quería conocerle.

—Eso me imaginé. ¿Cómo es que sabe usted de mí?

—Pensaba decírselo. Pero todavía no he almorzado. ¿Y usted?

Le dije que me había detenido antes en el pueblo, pero que por lo demás no había comido nada desde el desayuno. La seguí hacia la planta baja, donde la mujer que me había abierto la puerta, a quien Lady Katherine llamó señora Makin, estaba preparando un ligero almuerzo de viandas y queso, con ensalada. Mientras nos sentábamos, le pregunté a Kate Angier por qué me había hecho venir desde Londres para lo que ahora parecía una tontería.

—No creo que sea así —dijo.

—Tengo que entregar una historia esta tarde.

—Bueno, tal vez eso sea difícil. ¿Come carne, señor Westley?

Me pasó el plato de viandas. Mientras comíamos, mantuvimos una conversación muy cortés, durante la cual me hizo preguntas acerca del periódico, de mi carrera, de dónde vivía, etcétera. Todavía era consciente de su título, y me sentía cohibido a causa de ello, pero a medida que hablábamos me sentía más cómodo. Tenía un semblante vacilante, casi nervioso, y frecuentemente apartaba la vista a un lado y volvía a mirarme mientras yo hablaba. Supuse que no se debía a una falta de interés en mis palabras, sino que era algo natural en ella. Me di cuenta, por ejemplo, de que sus manos temblaban cuando se estiraba para alcanzar algo en la mesa. Cuando finalmente sentí que había llegado el momento de preguntarle acerca de ella, me dijo que la casa en la que estábamos había pertenecido a su familia durante más de trescientos años. La mayor parte del valle pertenecía al Estado, y algunas granjas estaban alquiladas. Su padre era conde, pero vivía en el extranjero. Su madre estaba muerta, y su otro único familiar cercano, una hermana mayor, estaba casada y vivía en Bristol con su esposo y sus hijos.

La casa había sido un hogar familiar, con servidumbre, hasta el comienzo de la segunda guerra mundial, cuando el Ministerio de Defensa había requisado una gran parte del edificio con el fin de utilizarlo de cuartel general para la Base de Comando de las fuerzas aéreas británicas. A estas alturas su familia ya se había mudado al ala este, que de todas maneras siempre había sido la parte favorita de la casa. Cuando las fuerzas aéreas británicas se retiraron, después de la guerra, la casa fue tomada por la Diputación del Condado de Derbyshire para sus oficinas, y los actuales inquilinos (ésas fueron sus palabras) llegaron en 1980. Dijo que sus padres habían estado preocupados al principio ante la perspectiva de que una secta religiosa estadounidense se mudara allí, debido a los rumores que se oían acerca de este tipo de personas, pero en aquel momento la familia necesitaba el dinero y les había venido bien. La Iglesia profesaba sus enseñanzas en silencio, los miembros eran educados y de trato muy agradable, y en aquella época ni ella ni la gente del pueblo se preocuparon por lo que hacían o dejaban de hacer.

En aquel instante de la conversación ya habíamos terminado de almorzar, y la señora Makin nos había traído algo de café.

—¿Debo pensar que la historia que me trajo hasta aquí, acerca de un cura con la facultad de estar en dos lugares al mismo tiempo, es falsa? —pregunté.

—Sí y no. El culto no esconde el hecho de que basa sus enseñanzas en las palabras de su líder. El Padre Franklin tiene un estigma, y se supone que posee la habilidad de estar en dos lugares a la vez, pero nunca lo habían presenciado testigos independientes, o al menos no en circunstancias controladas.

—¿Pero fue real?

—No estoy segura. Esta vez había un médico de la localidad involucrado, y por alguna razón dijo algo a un periódico sensacionalista, que publicó una versión resumida de la historia. Escuché algo sobre ella cuando estaba en el pueblo el otro día, pero no veo cómo podría haber sido verdad: su líder está preso en Estados Unidos, ¿no es así?

—Si el incidente ocurrió realmente, entonces eso lo haría más interesante.

—Es más probable que sea un fraude. ¿Cómo sabe el doctor Ellis el aspecto que tiene este hombre, por ejemplo? Solamente hay, por lo tanto, la palabra de uno de los miembros.

—Usted hizo que pareciera una historia verdadera.

—Le dije que quería verle. Y el hecho de que ese hombre pueda estar en dos lugares al mismo tiempo es demasiado bueno para ser verdad.

Se rió como se ríe la gente cuando dice algo y espera que los demás lo encuentren divertido. No tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando.

—¿No podría haber simplemente telefoneado al periódico? —dije—. ¿O escribirme una carta?

—Sí, hubiera podido…, pero no estaba segura de que fuera quien yo creía. Quería verle antes.

—No entiendo por qué pensó que un fanático religioso con el don de la ubicuidad podría tener algo que ver conmigo.

—Fue sólo una coincidencia. Ya sabe, la controversia que provoca el ilusionismo, y todo eso. —De nuevo, me miró expectante.

—¿Quién pensaba que era?

—El hijo de Clive Borden. ¿No es así?

Intentó sostenerme la mirada, pero la suya, irresistiblemente, se apartó otra vez. Se produjo una cierta tensión entre nosotros, originada únicamente por su forma de actuar, nerviosa y evasiva. Los restos del almuerzo aún estaban sobre la mesa.

—Un hombre llamado Clive Borden es mi padre biológico —dije—. Pero fui adoptado cuando tenía tres años.

—Bueno. No me equivoqué contigo. Ya nos habíamos visto una vez, hace muchos años, cuando los dos éramos niños. Tu nombre era Nicky en aquel entonces.

—No lo recuerdo —dije—. Debía de ser muy pequeño. ¿Dónde fue?

—Aquí, en esta casa. ¿Realmente no te acuerdas?

—En absoluto.

—¿Tienes algún otro recuerdo de cuando tenías esa edad? —me preguntó.

—Sólo fragmentos. Pero ninguno sobre este lugar. Es la clase de casa que impresionaría a un niño, ¿no es así?

—Está bien. No eres el primero que dice eso. Mi hermana… odia esta casa, y estaba ansiosa por mudarse. —Estiró la mano para alcanzar una pequeña campanilla que estaba detrás de ella sobre una barra, y la hizo sonar dos veces—. Suelo tomar un trago después del almuerzo. ¿Te apetecería acompañarme?

—Sí, gracias.

Enseguida apareció la señora Makin, y lady Katherine se puso de pie.

—El señor Westley y yo estaremos en el salón esta tarde, señora Makin.

Mientras subíamos las amplias escaleras sentí el impulso de escapar de ella, de alejarme de esta casa. Sabía más sobre mí que yo mismo, aunque se trataba de una parte de mi vida que no me interesaba. Obviamente, aquel día tenía que convertirme nuevamente en un Borden, tanto si quería hacerlo como si no. Primero el libro escrito por él, ahora esto. Estaba todo conectado, pero sentía que sus intrigas no eran las mías. ¿Por qué debería importarme el hombre, la familia, que me había dado la espalda?

Me condujo a la habitación donde la había visto por primera vez, y cerró la puerta con decisión detrás de nosotros, casi como si ella hubiera sentido mi deseo de escapar, y quisiera detenerme todo lo que pudiera. Habían colocado una bandeja de plata con unas cuantas botellas, vasos y un cubo de hielo sobre una mesa baja entre algunas sillas de apariencia muy cómoda y un largo sofá. Uno de los vasos ya tenía un trago largo, seguramente preparado por la señora Makin. Kate dijo que podía sentarme, y luego preguntó:

—¿Qué quieres beber?

En realidad hubiera querido un vaso de cerveza, pero la bandeja únicamente contenía bebidas blancas. Dije:

—Tomaré lo mismo que tú.

—Es whisky de centeno americano con gaseosa. ¿Tú también quieres eso?

Dije que sí, y miré cómo lo mezclaba. Cuando se sentó sobre el sofá lo hizo sobre sus piernas, y acto seguido se tomó casi medio vaso de whisky de un trago.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —me preguntó.

—Tal vez sólo lo que dure este trago.

—Quiero hablarte de muchas cosas. Y preguntar muchas otras.

—¿Por qué?

—Por lo que sucedió cuando éramos pequeños.

—No creo poder serte de mucha ayuda —dije.

Ahora que no estaba moviéndose tan nerviosamente como antes, empezaba a verla con objetividad, como a una mujer muy atractiva, más o menos de mi edad.

Evidentemente le gustaba beber, y estaba acostumbrada a ello. Sólo eso hizo que me sintiera en territorio familiar; yo pasaba la mayoría de los fines de semana bebiendo con mis amigos. Sus ojos seguían desconcertándome, ya que me miraba, desviaba la mirada y luego volvía a mirarme, haciéndome sentir como si hubiera alguien detrás de mí, moviéndose por el salón donde yo no podía verlo.

—Una respuesta de tan sólo una palabra puede ahorrar mucho tiempo —dijo.

—Está bien.

—¿Tienes un hermano gemelo idéntico? ¿O tuviste uno que murió cuando eras muy joven?

No pude evitar una reacción de temor y sorpresa. Dejé mi vaso, para no derramar todo su contenido, y limpié el líquido que había salpicado sobre mis piernas.

—¿Por qué preguntas eso? —dije.

—¿Lo tienes? ¿Lo tuviste?

—No lo sé. Creo que sí, pero nunca pude encontrarlo. Quiero decir…, no estoy seguro.

—Creo que me has dado la respuesta que esperaba —dijo—. Pero no la que deseaba.

—Si esto tiene algo que ver con la familia Borden, también puedo decirte que no sé nada acerca de ellos —le dije—. ¿Te das cuenta de eso?

—Sí, pero tú eres un Borden.

—Lo era, pero no significa nada para mí. —De pronto tuve una visión de la familia de esta joven mujer, remontándose a más de trescientos años atrás en una ininterrumpida secuencia de generaciones: mismo nombre, misma casa, mismo todo. Mis propias raíces familiares se remontaban a cuando yo tenía tres años—. No creo que puedas darte cuenta de lo que significa ser adoptado. Era sólo un niño pequeño, casi un bebé, y mi padre me echó de su vida. Si me pasara el resto de mi vida sufriendo por eso, no tendría tiempo para nada más. Hace mucho que decidí olvidarlo porque tenía que hacerlo. Ahora tengo una nueva familia.

—Sin embargo, tu hermano todavía es un Borden.

Cada vez que ella mencionaba a mi hermano sentía una punzada de culpa, de preocupación y de curiosidad. Era como si lo usara a él para atacar mis defensas.

Durante toda mi vida la existencia de mi hermano había sido una certeza secreta, una parte de mí que mantenía completamente oculta al resto del mundo. Aun así, aquí estaba esta mujer extraña hablando de él como si lo conociera.

—¿Por qué te interesa tanto este asunto? —pregunté.

—Cuando por primera vez oíste hablar de mí, o viste mi nombre, ¿significó algo para ti?

—No.

—¿Has oído hablar alguna vez de Rupert Angier?

—No.

—¿O de El gran Danton, el ilusionista?

—No. Mi único interés en mi antigua familia radica en que, a través de ellos, tal vez algún día pueda rastrear a mi hermano gemelo.

Había estado bebiendo a sorbos rápidos de su vaso de whisky mientras hablábamos, hasta que quedó vacío. Se inclinó hacia adelante para preparar otro trago e intentó poner un poco más en mi vaso. Sabiendo que tendría que conducir más tarde, aparté mi vaso antes de que pudiera llenarlo del todo.

Entonces dijo:

—Creo que el destino de tu hermano está relacionado con algo que sucedió hace aproximadamente cien años. Uno de mis ancestros, Rupert Angier (dices que nunca escuchaste nada acerca de él, y no hay razón por la que podrías haberlo hecho), era un mago de escenario a fines del siglo pasado. Trabajaba con el nombre de El gran Danton, porque en aquella época todos los magos utilizaban nombres artísticos grandiosos. Fue víctima de una serie de victoriosos ataques realizados por un hombre llamado Alfred Borden, tu bisabuelo, que también era un ilusionista. ¿No sabes nada acerca de esto?

—Sólo lo que dice el libro. Supongo que lo enviaste tú.

Asintió con la cabeza.

—Mantenían una disputa, y duró años. Se atacaban constantemente el uno al otro, generalmente interfriendo en la actuación del otro. La historia de su enfrentamiento está en el libro de Borden. Al menos, su versión de la historia. ¿Ya lo has leído?

—Llegó con el correo esta mañana. No he tenido la oportunidad…

—Pensé que te fascinaría saber lo que sucedió.

Estaba pensando, de nuevo: ¿por qué seguir con los Borden? Estaban ya muy lejos de mí, y yo sabía poco de ellos. Hablaba de algo que le interesaba a ella, no a mí.

Sentía ser amable, escuchar lo que decía, pero lo que ella nunca podía saber era la resistencia que había dentro de mí, el mecanismo de defensa inconsciente que un niño autogenera cuando ha sido rechazado. Para adaptarme a mi nueva familia, había tenido que deshacerme de todo lo que sabía de la vieja. ¿Cuántas veces tendría que repetirle esto para convencerla?

Dijo que quería mostrarme algo; dejó su vaso en la mesa y atravesó el salón hacia un escritorio que estaba contra la pared, justo detrás de donde yo estaba sentado. Al inclinarse para buscar algo en un cajón bajo, el escote de su vestido se abrió hacia adelante, y me atreví a mirar: un fino tirante blanco, parte de la copa de un sostén de encaje, y dentro, la curva superior del pecho. Tuvo que buscar dentro del cajón, lo que hizo que se girara para poder estirar el brazo, y vi las esbeltas curvas de su espalda, los tirantes nuevamente discernibles a través del fino material de su vestido, luego su pelo cayendo hacia adelante sobre su rostro. Intentaba despertar mi interés acerca de algo de lo cual yo nada sabía, y en cambio yo estaba examinándola crudamente, pensando distraído en cómo sería tener relaciones sexuales con ella.

Relaciones sexuales con una honorable dama; era la clase de chiste semigracioso que harían los periodistas en la oficina. Para bien o para mal ésa era mi propia vida, más interesante y problemática para mí que todo este asunto de antiguos magos.

Katherine me había preguntado en qué parte de Londres vivía, no con quién vivía en Londres, y por lo tanto yo no había dicho nada acerca de Zelda. La exquisita y enloquecedora Zelda, con el pelo corto y el pendiente en la nariz, las botas con tachuelas y un cuerpo de ensueño, que tres noches antes había dicho que quería tener una relación abierta y se fue a las once y media de la noche, llevándose muchos de mis libros y la mayoría de mis discos. No la había visto desde entonces y empezaba a preocuparme, a pesar de que no era la primera vez que hacía algo parecido. Quería hablarle a esta honorable dama de Zelda, no porque estuviera interesado en lo que ella pudiera decirme, sino porque Zelda era real para mí. ¿Cómo crees que podría recuperarla? O, ¿cómo me libro del trabajo en el periódico sin que parezca que rechazo a mi padre? O, ¿dónde voy a vivir si Zelda me abandona, ya que el apartamento es de sus padres? ¿De qué voy a vivir si no tengo un trabajo? Y si mi hermano es real, ¿dónde está y cómo lo encuentro?

Cualquiera de estas cosas me importaba más que la noticia de una vieja discusión entre bisabuelos de quienes nunca había oído hablar. Sin embargo, uno de ellos había escrito un libro. Tal vez era interesante averiguar algo sobre eso.

—Hace años que no los miro —dijo Kate, con una voz ligeramente apagada por el esfuerzo de buscar dentro del cajón. Había sacado algunos álbumes de fotos, y estaban apilados en el piso mientras intentaba llegar al fondo del cajón—. Aquí están.

Tenía una desordenada pila de papeles, aparentemente viejos y gastados, todos de diferentes tamaños. Los esparció en el sofá a su lado, y cogió su vaso antes de empezar a hojearlos.

—Mi bisabuelo era uno de esos hombres obsesivamente ordenados —dijo—. No solamente lo guardaba todo, sino que ponía etiquetas, hacía listas, tenía armarios específicos, destinados para guardar ciertas cosas. Cuando era niña, mis padres tenían un dicho: «Las cosas del abuelo». Nunca las tocamos, en realidad ni siquiera se nos permitía verlas. Pero Rosalie y yo no pudimos resistir la tentación de mirar parte de ellas. Cuando Rosalie se fue para casarse, y yo estaba aquí sola, finalmente lo revisé todo y lo descifré. Me las arreglé para vender algunos de los artefactos y los trajes, y obtuve buenos precios. Encontré estos carteles en la habitación que había sido su estudio.

Mientras hablaba, examinaba cuidadosamente los programas, y ahora me pasaba una hoja de papel frágil y amarillenta. Había sido doblada y redoblada varias veces, y los pliegues estaban gastados y casi separados. El programa era para el Teatro Empress en la calle Evering, en Stoke Newington. Había una lista de espectáculos y anunciaba un número limitado de actuaciones, por la tarde y por la noche, desde el 14 al 21 de abril. («Ver anuncios en el periódico para más detalles»). Al principio del programa, impreso en tinta roja, aparecía un tenor irlandés llamado Dennis O’Canaghan («Llénense el corazón con la alegría de Irlanda»). Otros actos incluían a Las Hermanas McKee («Un trío de adorables chanteuses»), a Sammy Renaldo («¿Muriéndose de risa, su alteza?»), y a Robert y Roberta Franks («Recitación por excelencia»). A mitad del programa, señalado por Kate con pequeños golpecitos de su dedo índice mientras se inclinaba hacia mí, estaba El gran Danton («El mejor ilusionista del mundo»).

—Esto fue antes de que realmente lo fuera —dijo—. Pasó la mayor parte de su vida sin dinero, y realmente se hizo famoso pocos años antes de morir. Este programa es de 1881, cuando todo empezaba a irle bastante bien.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, indicando una columna de números cuidadosamente escritos en tinta sobre el margen del programa. Había más en el dorso.

—Ése es el sistema de archivo obsesivo de El gran Danton —dijo. Se levantó del sofá y se arrodilló informalmente sobre la alfombra junto a mi silla. Inclinándose hacia mí para poder ver el programa en mis manos, continuó—: No lo he descifrado todo, pero el primer número corresponde a la función. Existe un libro mayor en alguna parte, con una lista completa de todas las actuaciones que hizo. Debajo pone cuántas presentaciones realizó, y cuántas de ellas fueron funciones vespertinas y cuántas nocturnas. Los números siguientes son una lista de los trucos que hizo.

También tenía alrededor de una docena de cuadernos en su estudio con descripciones de todos los trucos que podía hacer. Todavía guardo algunos de los cuadernos por aquí, y probablemente podrías buscar algunos de los trucos que realizó en Stoke Newington. Pero es aún más complicado que eso, porque muchos de los trucos tienen pequeñas variaciones, y también las tiene todas con referencias.

Mira este número de aquí, «10g». Creo que eso fue lo que le pagaron: 10 guineas.

—¿Eso estaba bien?

—Si era por una noche, era brillante. Pero probablemente fuera por toda la semana, por lo tanto era simplemente lo normal. No creo que éste fuera un gran teatro.

Cogí la pila de los otros programas, y tal como Kate había dicho, cada uno tenía apuntados números de código similares.

—Todos sus artefactos estaban etiquetados de la misma manera —dijo—. ¡A veces me pregunto cómo encontraba tiempo para salir al mundo y ganarse la vida! Cuando estaba despejando el altillo, cada una de las piezas de equipamiento con las que me encontré tenía un número de identificación, y cada una tenía su lugar en un inmenso índice, todas con las referencias de los otros libros.

—Tal vez tenía a alguien que se lo hacía.

—No, siempre está escrito con la misma letra.

—¿Cuándo murió? —pregunté.

—En realidad, curiosamente, hay algunas dudas acerca de eso. Los periódicos dicen que murió en 1903, y apareció una nota necrológica en el Times, pero alguna gente del pueblo dice que todavía vivía aquí al año siguiente. Lo que me parece extraño es que encontré esa nota necrológica en el álbum de recortes que él tenía, y estaba pegado, etiquetado y con número de referencia, como todo lo demás.

—¿Por qué crees que la guardó?

—No lo sé. Alfred Borden habla acerca de esto en su libro. Allí fue donde me enteré de más detalles, y después de eso intenté averiguar qué había pasado entre ellos.

—¿Tienes más cosas suyas?

Mientras buscaba los álbumes de recortes, me serví otro trago de whisky americano, el cual nunca había probado antes y empezaba a darme cuenta de que me gustaba. También me gustaba tener a Kate allí en el suelo junto a mis piernas, volteando su cabeza hacia arriba para mirarme mientras hablaba, inclinándose hacia mí, permitiéndome echarle más miradas al escote, probablemente, bien consciente de ello. Era un poco desconcertante estar allí, sin entender del todo lo que estaba sucediendo: una conversación sobre magos, encuentros en la niñez, fuera del trabajo cuando no debería haberlo estado, y en lugar de conducir hasta la casa de mis padres para verlos, tal como lo había planeado.

En esa parte de mi mente ocupada por mi hermano, sentí una sensación de satisfacción, diferente de cualquier otra cosa que nunca antes había sentido viniendo de él. Me incitaba a quedarme.

Por la ventana se veía oscurecer el frío cielo de la tarde, y la lluvia de los Montes Peninos seguía cayendo. Una corriente de aire helado entraba persistentemente por las ventanas. Kate puso otro leño en el fuego.