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Comenzó en un tren, atravesando Inglaterra hacia el norte, a pesar de que pronto descubriría que la historia había comenzado realmente hacía más de cien años.
En aquel momento no sabía nada; estaba trabajando en el reportaje de un incidente en una secta religiosa. Sobre mi regazo yacía el abultado sobre que había recibido de mi padre esa mañana, todavía sin abrir, porque cuando papá llamó para decírmelo, mi mente estaba en otra parte. El portazo de la puerta de una habitación, mi novia dejándome.
—Sí, papá —le había dicho, mientras Zelda pasaba como un tornado con una caja llena de mis discos compactos—. Échala en el correo, y le daré un vistazo.
Después de leer la edición matutina del Chronicle, comprar un bocadillo y una taza de café instantáneo del carrito de los refrigerios, abrí el sobre de papá. Un libro en rústica de gran tamaño se deslizó fuera, con una nota suelta dentro y un sobre usado doblado por la mitad.
La nota decía: «Querido Andy, aquí está el libro del que te hablé. Creo que lo envió la misma mujer que me telefoneó. Me preguntó si sabía dónde estabas. Envío también el sobre en el que llegó el libro. El sello está un poco borroso, pero tal vez puedas descifrarlo. A tu madre le gustaría saber cuándo vendrás de nuevo a quedarte con nosotros. ¿Qué tal el fin de semana que viene? Con amor, Papá».
Por fin recordé algo de la llamada de mi padre. Me había dicho que el libro había llegado y que la mujer que lo había enviado parecía ser algún pariente lejano, porque había estado hablando de mi familia. Debí haberle prestado más atención.
Sin embargo, aquí estaba el libro. Se llamaba Métodos secretos de magia, y el autor era un tal Alfred Borden. Parecía uno de esos libros de instrucciones para trucos de cartas, juegos de manos, trucos con guantes de seda y ese tipo de cosas. Lo único que me interesó a primera vista fue que, a pesar de ser un libro de reciente publicación, el texto en sí parecía ser un facsímil de una edición mucho más antigua: la tipografía, las ilustraciones, los encabezamientos de capítulo y la trabajada caligrafía sugerían esto.
No entendí por qué debía interesarme aquel libro. Lo único que me era familiar era el nombre del autor: Borden era el apellido con el que nací, pero cuando me adoptaron, lo cambiaron por el de mis padres adoptivos. Mi nombre completo y legal ahora es Andrew Westley, y a pesar de que siempre supe que era adoptado, crecí pensando en Duncan y Jillian Westley como papá y mamá, los quise como padres, y me comporté como su hijo. Todo esto todavía es cierto. No siento nada por mis padres biológicos. No siento curiosidad sobre ellos o sobre por qué me dieron en adopción, y no deseo para nada buscarlos ahora que soy un adulto. Todo aquello pertenece a un pasado lejano, y ellos siempre me han sido indiferentes.
Existe, sin embargo, una cuestión relativa a mi pasado que roza la obsesión.
Estoy seguro, o para ser más preciso casi seguro, de que soy uno de un par de gemelos idénticos, y de que mi hermano y yo fuimos separados en el momento de la adopción. No tengo idea de cuál fue la razón, ni de dónde puede estar mi hermano, pero siempre asumí que él fue adoptado al mismo tiempo que yo. Comencé a sospechar de su existencia justo cuando entraba en la adolescencia. Encontré por casualidad un párrafo en un libro, una historia de aventuras, que describía la forma en que muchos gemelos están unidos por un lazo inexplicable, un contacto aparentemente psíquico. Incluso estando separados por miles de kilómetros o viviendo en diferentes países, los gemelos comparten sentimientos de dolor, sorpresa, felicidad, depresión, de un gemelo al otro y viceversa. Leer esto fue uno de esos momentos en la vida en que de pronto muchas cosas cobran sentido.
Toda mi vida, desde que puedo recordar, he tenido la sensación de que alguien más compartía mi vida. De pequeño, con nada más que mi propia experiencia, no le daba mucha importancia y asumía que los demás tenían la misma sensación. Al ir creciendo, y al darme cuenta de que a ninguno de mis amigos le pasaba lo mismo, se convirtió en un misterio. Por lo tanto, leer aquel libro fue un gran alivio, ya que parecía explicarlo todo. Tenía un hermano gemelo en alguna parte.
En cierto sentido, la relación de comunicación es vaga, una sensación de ser cuidado, incluso protegido, pero a veces es mucho más específica. La sensación general es de un constante respaldo, mientras que los «mensajes» más directos llegan sólo ocasionalmente, y son precisos, a pesar de que la comunicación en sí es invariablemente no verbal.
Una o dos veces, al estar ebrio, por ejemplo, sentí que en mi interior crecía la preocupación de mi hermano, el miedo de que algo malo me sucediera. En una de estas ocasiones, cuando me iba de una fiesta tarde por la noche y a punto de conducir el coche hasta mi casa, la ola de preocupación que me invadió fue tan intensa que me recuperé en pocos instantes: ¡estaba sobrio! Intenté decírselo a los amigos con quienes estaba, pero únicamente hicieron bromas al respecto. Aun así, esa noche conduje el coche hasta mi casa inexplicablemente sobrio.
De la misma manera, algunas veces sentía el dolor de mi hermano, o su miedo, o percibía las amenazas a las que estaba expuesto, y era capaz de «mandarle» sentimientos de calma, solidaridad o autoconfianza. Es un mecanismo psíquico que puedo utilizar sin entenderlo. Nadie que yo sepa lo ha explicado satisfactoriamente jamás, a pesar de ser común y estar bien documentado.
En mi caso hay, sin embargo, un misterio extra.
No sólo que nunca he podido localizar a mi hermano, sino que según los archivos nunca tuve ningún hermano, y menos un gemelo. Tengo recuerdos intermitentes de mi vida antes de la adopción, aunque por aquel entonces solamente tenía tres años, y no puedo recordar a mi hermano en absoluto. Papá y mamá no sabían nada; me dijeron que cuando me adoptaron nunca se habló de que yo tuviera un hermano.
Como adoptado tienes ciertos derechos legales. El más importante es ser protegido de tus padres biológicos: ellos no pueden contactar contigo a través de ningún medio legal. Otro derecho consiste en preguntar, al ser adulto, acerca de algunas de las circunstancias relativas a tu adopción. Es posible averiguar los nombres de tus padres biológicos, por ejemplo, y la dirección del juzgado en donde se realizó la adopción, y por lo tanto, el lugar en que se encuentran, y pueden examinarse archivos relevantes.
Al cumplir los dieciocho, ansioso por saber lo que fuera acerca de mi hermano, seguí estos pasos. La agencia de adopción me envió al Juzgado Comarcal de Ealing, donde se encontraban los papeles, y aquí descubrí que había sido dado en adopción por mi padre, cuyo nombre era Clive Alexander Borden. El nombre de mi madre era Diana Ruth Borden (Ellington de soltera), pero ella había muerto poco después de que yo naciera. Supuse que la adopción se produjo debido a su muerte, pero de hecho yo no fui adoptado hasta dos años después de que ella muriera, período durante el cual mi padre me crió solo. Mi propio nombre real era Nicholas Julius Borden. No había nada sobre ningún otro niño, adoptado o no.
Luego revisé los archivos de St. Catherine House, en Londres, pero éstos confirmaron que era el único hijo de los Borden.
A pesar de esto, los contactos psíquicos con mi gemelo siguieron produciéndose, y han continuado desde entonces.
El libro había sido publicado en Estados Unidos por Dover Publications, y era una pieza atractiva y bien hecha. La pintura de la portada mostraba a un mago profesional vestido de etiqueta apuntando sus manos expresivamente hacia una caja de madera, de la cual emergía una joven dama. Ella lucía una sonrisa deslumbrante y un traje probablemente demasiado atrevido para la época.
Bajo el nombre del autor estaba impreso: «Edición y comentarios por Lord Colderdale». Al pie de la portada, en grandes letras blancas, había una nota publicitaria: «El famoso Libro de los secretos, protegido por juramento». Una nota más larga y mucho más descriptiva en la contraportada lo detallaba minuciosamente:
Publicado originalmente en 1905 en Londres como una edición estrictamente limitada, este libro se vendía únicamente a los magos profesionales dispuestos a hacer un juramento de confidencialidad acerca de sus contenidos. Las copias de la primera edición son ahora sumamente raras, y prácticamente imposibles de conseguir para el público en general.
Disponible por primera vez, esta nueva edición es totalmente completa y contiene todas las ilustraciones originales, así como las notas y textos complementarios proporcionados por el conde británico de Colderdale, un reconocido amateur de la magia contemporáneo.
El autor es Alfred Borden, inventor del legendario truco «El nuevo hombre transportado». Borden, cuyo nombre artístico era Le Professeur de la Magie, fue el mejor ilusionista profesional en la primera década de este siglo. Apoyado en sus primeros años por John Henry Anderson, y protegido de Nevil Maskelyne, Borden fue contemporáneo de Houdini, David Devant, Chung Ling Soo y Buatier de Kolta.
Residía en Londres, Inglaterra, pero a menudo hacía giras por Estados Unidos y Europa.
A pesar de no ser estrictamente un manual de instrucciones, este libro, con su amplio conocimiento de métodos de magia, ofrecerá, tanto a lectores legos como a profesionales, sorprendentes conocimientos acerca de la mente de uno de los más grandes magos que jamás haya existido.
Fue sorprendente descubrir que uno de mis ancestros había sido mago, pero yo no tenía ningún interés especial en el tema. Además, da la casualidad de que encuentro tediosos algunos trucos de magia; los trucos de cartas especialmente, pero muchos otros también. Los trucos que a veces se ven en la televisión son impresionantes, pero nunca he sentido curiosidad sobre cómo se logran, de hecho, los efectos. Recuerdo que alguna vez oí a alguien decir que el problema de la magia era que cuanto más protegía un mago sus secretos, más banales resultaban ser.
El libro de Alfred Borden contenía una larga sección sobre trucos de cartas, y en otra describía trucos con cigarrillos y monedas. Cada sección estaba acompañada de dibujos explicativos e instrucciones. Al final del libro había un capítulo sobre trucos pensados para ser realizados sobre un escenario, con muchas ilustraciones de cajas con compartimentos secretos, otras con botones falsos, mesas con mecanismos de elevación ocultos detrás de cortinas, y otros artefactos. Eché un vistazo por algunas de estas páginas.
La primera mitad del libro no estaba ilustrada, pero contenía una larga descripción de la vida del autor y de su actitud ante la magia. Comenzaba con las siguientes palabras:
«Escribo en el año 1901.
»Mi nombre, mi verdadero nombre, es Alfred Borden. La historia de mi vida es la historia de los secretos con los que he vivido. Están descritos en esta narración por primera y última vez; ésta es la única copia existente.
»Nací en 1856 en el octavo día del mes de mayo, en la ciudad costera de Hastings.
»Fui un niño saludable y vigoroso. Mi padre era un comerciante de ese municipio, un eximio carretero y tonelero. Nuestra casa…»
Enseguida imaginé al escritor de este libro acomodándose para comenzar sus memorias. Por ninguna razón en particular lo visualicé como un hombre alto, de cabellos oscuros, con rasgos duros y barba, un poco encorvado, llevando pequeñas gafas para leer, trabajando en un oasis de luz arrojada por una lámpara solitaria situada cerca de su codo. Imaginé el resto de la casa en un silencio deferencial, dejando al maestro en paz mientras escribía. La realidad era sin duda distinta, pero es difícil deshacerse de los estereotipos de nuestros antepasados.
Me pregunté qué relación tendría Alfred Borden conmigo. Si la línea de ascendencia era directa, en otras palabras, si no era un primo o un tío, entonces sería mi tatarabuelo. Si nació en 1856, rondaría los 45 años cuando escribió el libro; parecía más bien entonces que no se trataba del padre de mi padre, sino de una generación anterior.
La introducción estaba escrita con el mismo estilo que el texto principal, con variadas y largas explicaciones acerca del origen del libro, que parecía estar basado en el cuaderno de anotaciones privado de Borden, el cual no estaba pensado para ser publicado. Colderdale había ampliado y aclarado considerablemente la narración, y agregado las descripciones de muchos de los trucos. No había ninguna información biográfica adicional sobre Borden, pero seguramente encontraría alguna si leía el libro entero.
No veía de qué modo el libro iba a decirme nada acerca de mi hermano, y seguía siendo el único interés que yo sentía por mi familia biológica.
En aquel momento mi teléfono móvil comenzó a sonar. Contesté rápidamente, sabedor de que los otros pasajeros del tren pueden irritarse con estas cosas. Era Sonja, la secretaria de mi editor, Len Wickham. De inmediato sospeché que Len le había pedido que me llamara, para asegurarse de que estaba en el tren.
—Andy, ha habido un cambio de planes con respecto al coche —dijo—. Eric Lambert tuvo que llevarlo para que le repararan los frenos, y está en un garaje.
Me dio la dirección. Únicamente la disponibilidad de aquel coche en Sheffeld, un Ford con varios kilómetros encima, conocido por sus frecuentes averías, me había impedido venir en mi propio coche. Len no autorizaría los gastos si había un auto de la empresa disponible.
—¿Dijo algo más el jefe? —pregunté.
—¿Como qué?
—¿Sigo con esta historia?
—Sí.
—¿Llegó algo más de las agencias?
—Nos llegó una confirmación por fax de la Prisión Estatal de California. Franklin todavía está preso.
—Muy bien.
Colgamos. Aún con el teléfono en la mano marqué el número de mis padres, y hablé con mi padre. Le dije que estaba camino a Sheffeld, que conduciría desde allí hasta Peak District y que si les parecía bien (por supuesto que sí) podría ir a pasar la noche. Mi padre pareció alegrarse. Él y Jillian todavía vivían en Wilmslow, Cheshire, y en ese momento que yo trabajaba en Londres no iría a verlos muy frecuentemente.
Le dije que había recibido el libro.
—¿Tienes idea de por qué te lo han enviado a ti? —preguntó.
—Ni la más mínima.
—¿Lo leerás?
—No es mi estilo. Algún día lo miraré.
—Noté que fue escrito por alguien llamado Borden.
—Sí. ¿Ella dijo algo sobre eso?
—No, creo que no.
Después de colgar, metí el libro en mi maletín y me dispuse a mirar la campiña por la ventana del tren. El cielo estaba gris, y las gotas de lluvia surcaban el cristal; tenía que concentrarme en el incidente que me habían enviado a investigar. Yo trabajaba para el Chronicle, concretamente como un escritor de temas generales, cargo que parecía más importante de lo que era en realidad. Papá era también periodista, y había trabajado anteriormente para el Evening Post de Manchester, un periódico del mismo grupo que el Chronicle. Era una cuestión de orgullo para él que yo hubiera conseguido el puesto, a pesar de que siempre sospeché que había movido algunos hilos para mí. No soy un periodista desenvuelto, y en el programa de formación que he estado siguiendo no me ha ido bien. Una de mis grandes preocupaciones a largo plazo es que algún día tendré que explicarle a mi padre por qué renuncié a lo que él considera como un puesto de prestigio en el mejor periódico británico.
Mientras tanto, sigo adelante de mala gana. Cubrir el incidente por el que estaba viajando fue en parte consecuencia de otra historia que había entregado unos meses antes, acerca de un grupo de entusiastas de los ovnis. Desde entonces Len Wickham, mi editor supervisor, me encargaba cualquier historia relacionada con aquelarres de brujas, levitación, combustiones espontáneas y demás temas alternativos. Tal y como ya había descubierto, en la mayoría de los casos, una vez que me adentraba bien en estos temas, no había generalmente mucho que decir, y muy pocas de las historias que entregué fueron editadas. Aun así, Wickham continuaba enviándome a cubrirlas.
Aquella vez hubo una vuelta de tuerca. Con cierta complacencia, Wickham me informó de que alguien de la secta había telefoneado para preguntar si el Chronicle planeaba cubrir la historia, y si así era habían pedido que fuera yo en persona.
Habían visto algunos de mis artículos anteriores, pensaban que yo mostraba el grado correcto de honesto escepticismo, y por lo tanto se podía confiar en que escribiría un artículo sincero. A pesar de esto, o tal vez debido a esto, todo indicaba que resultaría ser otra birria.
Una secta religiosa californiana llamada Iglesia Extasiada de Jesús había establecido una comunidad en una gran casa de campo de un pueblo de Derbyshire. Una mujer miembro de esta comunidad había muerto por causas naturales hacía unos días. Su médico de cabecera estaba presente, al igual que su hija. Mientras yacía paralizada, al borde de la muerte, un hombre entró en la habitación. Se quedó de pie junto a la cama e hizo ciertos gestos tranquilizadores con sus manos. La mujer murió poco después, y el hombre abandonó la habitación inmediatamente sin hablarles a los otros dos. No se le volvió a ver. Fue reconocido por la hija de la mujer y por dos miembros de la secta, que habían entrado en la habitación mientras él estaba allí, como el fundador de la secta. Éste era el Padre Franklin, y la secta había surgido a su alrededor debido a su conocida habilidad para estar en dos lugares al mismo tiempo.
El incidente fue digno de noticia por dos razones. Era la primera vez que Franklin estaba en dos lugares al mismo tiempo, en presencia de personas que no eran miembros de la secta, una de las cuales resultaba ser un médico profesional, conocido en la zona. Y la otra razón era que el paradero de Franklin en el día en cuestión se podía establecer con seguridad: era un preso de la Prisión Estatal de California, y tal como Sonja me lo había confirmado por teléfono, aún estaba allí.