Capítulo XVII
Nuevos rumbos
Lo que ocurrió en la isla en los días de la erupción del Mont Pelée, los treinta mil dramas que se escribieron en un instante, concluyeron con una última historia escrita con palabras de odio entre partidos, de cainismo ente los que se culparon mutuamente de la catástrofe y los que la aprovecharon para lucrarse o para desprestigiar al rival. Quizá sea esta la condición del hombre, que no sabe renunciar a sus miserias ni en medio de la mayor tribulación.
Finalmente, las elecciones se celebraron, aunque la isla solo designó uno de los dos representantes a los que tenía derecho. Las autoridades del continente acudieron tarde y cargadas de palabras vanas y promesas de ayuda que nunca cumplieron, únicamente los norteamericanos llegaron pronto demostrando una generosidad admirable.
Los treinta mil muertos, lo poco que quedó de ellos, fueron sepultados allí mismo, en grandes fosas excavadas entre los escombros de lo que habían sido sus casas y sus calles. Nuevas explosiones arrasaron unos días después los escasos muros que había dejado en pie la ola de fuego del ocho de mayo y la lluvia de cenizas que siguió cayendo sobre la Martinica causó escenas de pánico en Fort de France y en el resto de pueblos de la isla que temían correr la misma suerte que sus convecinos de Saint Pierre.
Entre tanto, la familia Berard se alojó en casa del jefe de aduanas de la capital, un acto de compañerismo cuando todo era miedo y caos. El destino de Vincent como responsable de la oficina de Saint Pierre había dejado de existir, una situación que difícilmente podían haber previsto los reglamentos del cuerpo. No hubo tiempo para consultas ni trámites. Se autorizó la evacuación de todos los ciudadanos que lo desearan, sin necesidad de permisos ni salvoconductos. Buques de todo el mundo atracaron en Fort de France con ayuda para los damnificados y pasaje abierto para los que quisieran marchar a las islas cercanas o incluso a la remota Francia.
Marcel visitaba diariamente a Julie y paseaban por el parque de la Savane tratando de reprimir su sonrisa en medio de la desolación de todos. Ambos se sentían extrañamente culpables, como si aquel fuera un lugar en el que hubieran de desterrar un sentimiento tan natural en el hombre. Ellos evitaban mostrar su felicidad mientras que otros no podían contener su tristeza e incluso algunos se enorgullecían sacando a la luz su miseria, su avaricia o su envidia.
—Me siento extraña, como si la dicha de estar a tu lado fuera casi un delito.
—No digas eso, Julie. Aprovechemos el poco tiempo que...
Julie puso su mano sobre la boca de Marcel. Aquel lugar devastado tardaría décadas en superar la tragedia, pero si Marcel hubiera insistido en pedirle que se quedara, Julie hubiera accedido aun a costa de las lágrimas de sus padres.
—Solo cinco días. Un suspiro.
—O una eternidad. Puedo asegurarte que cada minuto que pase contigo hasta entonces lo recordaré siempre, hasta que cumpla la promesa que te hice a bordo de la Rosaline: viajar hasta Cherburgo, buscarte y pedir tu mano.
—Hay un océano por medio, Marcel.
—Si he de cruzarlo a nado, dalo por hecho. Espérame.
—Claro. Mi corazón se queda aquí. Tendré que aguardar a que regreses para que me lo devuelvas. —Y ambos reprimieron su risa.
—Me hubiera gustado enseñarte la biblioteca, pero la han cerrado.
—Pronto pasará todo y la abrirán de nuevo —dijo Julie.
—Y yo cogeré más libros, pero no podré enviártelos, ni usarlos como excusa para subir por tu calle y llamar a tu puerta.
—Aquella calle y aquella puerta ya no existen. Qué lejos parece todo.
Tras un doloroso silencio cargado de recuerdos, Marcel solo pudo responder en voz baja:
—Se hace tarde. Volvamos ya.
Cogidos de la mano, sin hablar, caminaron por una avenida desierta donde nadie se molestaba en retirar la ceniza, dejando dos hileras de huellas paralelas como si hubieran andado sobre la nieve. La ciudad era un sepulcro lleno de personas.
—Pasa, Marcel. No me dirás ahora que te avergüenza saludar a mis padres —dijo Julie, animándose al llegar frente a su puerta.
—Un poco, aunque te parezca una tontería.
—Pues sí, me lo parece. Vamos. —Y le cogió por una oreja, como una maestra a un alumno revoltoso.
Los Berard se hacían notar lo menos posible, sin salir apenas de los dos pequeños cuartos que ocupaban. El aduanero de Fort de France era un hombre extremadamente amable, pero todos eran conscientes de lo violento de su situación.
—Marcel, ¿cómo estás? —Agnes salió a su encuentro, poco después apareció Vincent tras el marco de la puerta.
—Bien, bien. Desocupado. Una sensación que no recordaba. La Rosaline está camino de la Dominica llevando evacuados, nunca había pedido permiso a mi patrón para quedarme en tierra, pero claro, tampoco antes había tenido un motivo tan poderoso para hacerlo.
Julie se ruborizó.
—Entra, Marcel, que tenemos que hablar —intervino Vincent con un tono enigmático.
Los dos jóvenes se miraron intrigados y pasaron a la pequeña habitación en la que había servidas unas tazas de té.
—Marcel —habló el padre—, no tenemos palabras para agradecerte lo que has hecho por nosotros.
—No, no, señor Berard, ya lo hemos hablado. No tiene nada que agradecerme. Se lo ruego.
—Aguarda, Marcel —dijo Agnes—. Queremos proponerte algo. Julie nos dijo que llevabas tiempo ahorrando para estudiar la carrera de marino mercante.
—Sí, así es.
—En Cherburgo está una de las mejores escuelas de Francia.
—En efecto. Ojalá algún día pueda...
—Calla, hombre —gruñó Vincent con una amplia sonrisa—. ¡Qué trabajo os cuesta a los jóvenes entender las cosas! Te pedimos que vengas con nosotros. Los estudios son cosa nuestra, no te preocupes.
—No, por favor, no puedo aceptar...
—Escucha, hombre de Dios: si quieres, considéralo un regalo, pero si lo preferís los dos —miró a su hija—, la familia de los funcionarios tiene un buen descuento en la matrícula, solo deberíais arreglarlo en su momento... en la iglesia. Yo, personalmente, creo que es un ahorro considerable y...
Julie se echó en brazos de sus padres mientras Marcel se quedaba con la boca abierta.
Cinco días después el vapor ponía rumbo hacia Europa. El pasaje experimentaba una confusa mezcla de sensaciones, entre el alivio por abandonar aquel lugar de pesadilla y la tristeza inconsolable de quienes dejaron allí mucho de lo que amaron. Una pareja de niñas vestidas de negro lloraba viendo cómo se desvanecía la isla, de la que quedaba solo un rastro de humo negro sobre el horizonte. Sus padres habían perecido en Saint Pierre y marchaban a Francia, a casa de sus abuelos, ya ancianos. No tenían a nadie que cuidase de ellas y una institutriz que había escapado los días previos a la tragedia había decidido cruzar con ellas el océano y todo el país hasta dejarlas en manos de sus únicos familiares en la lejana Borgoña. Todos los pasajeros podrían contar historias desgarradoras con finales mucho más trágicos que el de las dos pequeñas.
En aquellos rostros se apreciaba la marca de la derrota, la del emigrante que regresa sin fortuna y se avergüenza de llamar de nuevo a la puerta de su casa. Más que un buque de repatriados parecía conducirles a un nuevo destierro. A fin de cuentas, la mayor parte de aquellos desdichados llevaba sus raíces antillanas arrancadas de cuajo. Fueran o no martiniqueses, allí habían dejado familias, amigos, negocios, recuerdos y esperanzas. Para ellos las quemaduras del volcán seguirían doliendo para siempre en lo más profundo del alma.
Marcel y Julie no desperdiciaban un solo instante en el que pudieran estar juntos, a pesar del gentío que abarrotaba cada rincón del barco. Si la felicidad podía florecer en aquel buque cargado de lágrimas y dolor, ¿cómo no iba a sonreírles la vida cuando dejaran atrás el recuerdo de la tragedia? Para ellos, quizá solo para ellos, el porvenir se pintaba con colores brillantes.
El ser humano está predestinado a amar, esa es su naturaleza y lo que le convierte en una criatura distinta de los demás seres de la creación y no hay lugar ni situación en que el amor no pueda brotar con la fuerza de un torrente. Sí, ellos eran felices sin medida porque se tenían el uno al otro y toda una vida para demostrárselo.
El buque llevaba varias jornadas de navegación. Durante el almuerzo, el señor Berard pidió prestado a un pasajero el último ejemplar de Les Colonies que se distribuyó antes de soltar amarras. Toda la familia, incluido Marcel, compartía una pequeña mesa en el comedor del barco.
—Política. Cochina política. Ni siquiera después de lo que ha pasado son capaces de mirar por encima de sus rencillas y sus miserias. Ahora todos habían previsto la catástrofe y vienen con aquello de «ya lo advertí». Farsantes. Avivasteis la llama del odio para que os votaran los blancos o los mulatos. ¿Os atrevéis a pedir responsabilidades? ¿A quién? ¿Al Gobernador que murió con su esposa? ¿Al ministro de Colonias que nada sabía? Malnacidos.
Vincent apartó su taza del centro de la pequeña mesita para dejar sobre ella el diario. Una ráfaga de aire había revuelto sus páginas y trataba de recomponerlo con evidente fastidio, como si aquellas pocas hojas llenas de bilis y tópicos no merecieran el esfuerzo de extender los brazos para evitar que terminasen en el agua.
—¡Espera, papá! —gritó Julie con los ojos desmesuradamente abiertos, atrayendo la atención de los comensales.
La joven arrebató el periódico de las manos de su padre rebuscando un titular que había podido entrever en las páginas interiores.
Marcel notó que le temblaban las manos. ¿Qué ocurría? Julie fue incapaz de seguir y entregó el periódico a su madre que, con los ojos arrasados en lágrimas, leyó:
—«Un milagro en Saint Pierre. El único superviviente de la tragedia. En el día de ayer, cuando el párroco de Morne Rouge ayudaba en las tareas de sepelio de los cadáveres, oyó un débil gemido procedente de una celda en el lugar que ocupó la cárcel de Saint Pierre. Milagrosamente, después de haber permanecido varios días sin comida ni agua, el único prisionero que estaba allí recluido sobrevivió a la catástrofe gracias al grosor de los muros del calabozo y al hecho de encontrarse a varios metros bajo tierra y con solo una pequeña abertura orientada en dirección contraria a la ola de fuego. El superviviente, de nombre Louis Auguste Cyparis, ha sido trasladado a la casa rectoral de Morne Rouge, donde ya se recupera de las numerosas quemaduras que presenta por todo el cuerpo. “Si después de haber permitido la muerte de tantos inocentes, Dios ha querido salvar a un pecador”, dijo el venerable sacerdote, “los hombres no tienen ya autoridad para pedirle cuentas. Vamos a solicitar el indulto de este hombre, sea cual sea el crimen que lo llevó a prisión. Hágase su voluntad”».