Capítulo VII

Azúcar, azufre y sangre

Por la tarde llegó el mensajero. Lo esperaban, estaba todo acordado, el día y la hora. De un pequeño sobre el padre sacó solemnemente la tarjeta escrita con letra inglesa.

El señor y la señora Clerc tienen el honor de invitar al señor Berard y su distinguida familia a la velada que tendrá lugar el próximo día cuatro en la Hacienda Perrinelle, con motivo de la presentación oficial de su candidatura al Senado. Rogamos que confirmen...

En aquella ocasión no bastaría con salir del paso en un entreacto de teatro. Un domingo entero en la hacienda del señor Clerc era un privilegio que muy raramente se ofrecía a un simple funcionario. El palacete en que el señor Clerc pasaba algunas temporadas fuera de Saint Pierre tenía fama de ser el lugar más exquisitamente decorado de todas las Antillas francesas. Junto a sus plantaciones de caña de azúcar y la fábrica de ron, poseía una residencia en lo alto de una colina, con vistas a la ciudad y su bahía y, por otro lado, a la falda de la imponente montaña. Desde allí era capaz de controlar todo el proceso de fabricación del licor y a cada uno de los trabajadores que lo llevaban a cabo. La casa estaba en pie desde los tiempos de la esclavitud y para muchos era un recuerdo de tiempos mejores, de tiempos que se llevó el viento y que nunca volverían.

Las mujeres de la familia Berard ya estaban sobre aviso. Mandaron confeccionar dos vestidos, bastó con advertir a la modista que se lucirían en la fiesta de candidatura del señor Clerc para que ella entendiera el encargo sin necesidad de aportarle más detalles.

Los Berard, en compañía de Sansón, subieron el empinado camino hasta la hacienda en un landó alquilado. Marcharon por un valle encajado en cuyo fondo se escuchaba un torrente que ocultaba la espesura. Caminaron durante más de una hora, la mañana era fresca pero, a medida que subían la pendiente, aquel desagradable olor a azufre se les iba metiendo por los poros de la piel. Los martiniqueses estaban habituados a los gases que salían por las fisuras de la montaña tanto como a los temblores, e incluso a la interrupción de las comunicaciones cada vez que alguna fumarola abrasaba el cable submarino, a muchos metros de profundidad, hasta el punto que el buque Pouyer-Quertier, de la compañía telegráfica, fondeaba habitualmente en Fort de France y reparaba el cable varias veces al año. Sin embargo, la convivencia con un volcán activo era algo que intranquilizaba a los continentales, al menos durante sus primeros meses de estancia en la isla.

Los criados del señor Clerc, apostados en la carretera, les indicaban por dónde debían continuar en cada cruce o cada recodo.

Pronto llegaron a la finca. Atravesaron una puerta de hierro y siguieron entre el mar de cañas de azúcar que flanqueaba un camino ancho y recto. Al fondo aparecía la casa de campo de su anfitrión, amplia pero no en exceso, elegante pero no ostentosa. El matrimonio Clerc daba la bienvenida a sus invitados a medida que descendían de sus vehículos.

—Amigos, cuánto os agradezco que hayáis aceptado nuestra invitación. Pasad, por favor, que vendréis cansados —dijo la señora Clerc.

Julie pensó que los únicos verdaderamente agotados serían los dos caballos, después de haber arrastrado el coche cuesta arriba respirando aquel aire insano, pero también para ellos hubo un digno recibimiento cuando un criado los desunció y se los llevó a la cuadra.

Los Berard permanecieron juntos, un tanto cohibidos hasta que el señor Guèrin, un viejo caballero casi tan rico como los Clerc y de familia aún más antigua, se acercó jovialmente a Vincent.

—Vamos, vamos, amigo, te estábamos esperando.

Como ocurriera en el teatro, un grupo de hombres impecablemente vestidos atrajo al padre de la familia al tiempo que cada una de las mujeres se integraba en el entorno que le correspondía.

Al menos Julie trabó conversación con una joven de su edad a la que dos niños inquietos habían obligado a salir de un corrillo.

—La niñera —se excusaba— no ha querido subir, dice que le da miedo el Mont Pelée. Tendría que haber dejado a los niños en Saint Pierre.

—Entiendo —asintió Julie—. La verdad es que a mí también me impresiona un poco. Aquí arriba se nota cómo la tierra se estremece, como si latiera.

—Latir, así decimos los pierrotins. Nuestra montaña está viva, a veces tose y una vez cada doscientos o trescientos años se despierta enfadada. Pero la última erupción fue hace solo cincuenta años. No hay nada que temer. Al menos en lo que queda de siglo, y eso que acabamos de estrenarlo.

—Me dejas más tranquila. Soy Julie Patrice Berard, la hija del jefe de la aduana.

—Lo sé, aquí todas sabemos quién llega y quién se marcha. No creas que somos unas chismosas, sencillamente, somos muy pocas. Yo soy Ángela, la esposa del capitán Osso de la artillería colonial. Llevo aquí ya siete años, por eso me considero isleña. Dos más de los que tiene ese salvaje que corre por la escalera. ¡Théodore, por favor, que vas a matarte!

La madre miró con resignación las cabriolas de su hijo mientras acariciaba el pelo de otro pequeñín que se ponía en pie con dificultad, pegado a sus faldas.

—¿Te aburres, Julie?

—La verdad es que sí. No te voy a mentir.

—Te entiendo perfectamente. Cuando llegué aquí pasé meses metida en casa o asistiendo a veladas en las que no conocía a nadie. Lo recuerdo como una pesadilla. Pero llegó el capitán, entonces teniente, y creo que empezamos a conocernos y a visitarnos porque no teníamos nada mejor que hacer. En menos de un año ya estaba casada y en nueve meses y tres semanas vino Théodore. Así son aquí las cosas. Pero con la excusa de los niños —bajó la voz— puedo escaparme de vez en cuando. —Señalaba con los ojos al círculo de madres jóvenes que hablaban y reían como gallinas.

Entre tanto, desde el grupo de los hombres se escuchaba una voz bien modulada. Los demás guardaban silencio no porque aquella fuera más alta sino por su tono de autoridad incuestionable.

El señor Clerc hablaba de la situación de la isla; al parecer, una tormenta política estaba a punto de estallar entre los dos partidos.

—Llevamos las de perder. Eso lo sabemos todos.

—Sí, sí —asentían varias voces.

—Desde que los negros tienen derecho a votar jamás decidiremos nada en la Martinica, por más que hayamos sido nosotros los que la hemos sacado adelante. El senador Knight es negro, negro es el alcalde de Fort de France, el de Le Prêcheur e incluso el nuevo director del Banco Colonial, ese tal Michon. Pero, sin embargo, todo el dinero que allí se deposita es bien blanco, porque es el fruto de nuestro trabajo. ¿Necesitas un crédito para ampliar tu fábrica? Ya puedes arrastrarte, que no conseguirás un solo franco. ¿Por qué? Porque quizá tu abuelo era el amo del abuelo del banquero y por eso te odia. Sí, te odia, y ahora él tiene la llave de la caja. Tú acabarás en la ruina y detrás de ti vendrán los doscientos trabajadores a los que empleas, y detrás los comercios en los que ellos compran su pan o su ropa, pero eso no le importa. Tú eres un béké y ellos te odian.

—Sí, señor. Muy bien.

—Así, amigos, me veo en la necesidad de dejar a un lado a mi familia, mi negocio, mi trabajo en el que he invertido todo el esfuerzo de mi vida, para presentarme al Senado. Ya es hora de que tengamos una voz en la cámara, pero una voz propia, no de alguien que no sabe cómo vivimos ni qué pensamos. Y por eso os necesito a todos vosotros.

—Aquí estamos, ya lo sabes.

—Claro que lo sé, amigo, y por eso confío en que tengamos éxito en esta empresa común. Pero necesitamos todos vuestros votos y los de vuestra familia, los de vuestros conocidos... Ellos son muchos, nosotros muy pocos, no podéis faltar el once de mayo. Ni uno solo de vosotros.

El señor Berard se encontraba incómodo. Él era un funcionario designado por el gobierno, y el gobierno apoyaba al partido mulato. No pertenecía a la antigua aristocracia de la isla que trataba de movilizar el señor Clerc; no obstante estaba allí invitado, como varios oficiales del ejército, algunos comerciantes y profesores del Liceo. Sabía que su papel era el de hacer bulto y no decir nada. Los problemas de los viejos hacendados nada tenían que ver con su situación ni la de su familia por más que le halagase haber entrado en aquel selecto grupo de terratenientes. Miró con el rabillo del ojo y vio a su hija hablando con una mujer que sujetaba a un niño de la mano.

—Si necesitas algo, Julie, no dudes en venir a verme. Aunque solo sea para hablar un rato, recuerdo que eso era lo que más extrañaba cuando llegué a la Martinica. Pregunta por la esposa del capitán Osso, todos saben dónde vivimos. Esto es como una ciudad en miniatura.

La mujer se fue al mismo tiempo que un grupo ruidoso de niñas se acercaban a Julie y la rodeaban entre risas y gritos.

—Vamos a dar un paseo. Ven. Queremos llegar al Étang Sec. Está monte arriba, pero el camino es bueno.

—¿El estanque seco?

—Sí, es una antigua boca del volcán. Siempre ha estado sin agua, pero ahora se va llenando un poco más cada día. Al principio solo salió algo de barro pero ahora es una caldera de agua caliente, a veces asusta. Vamos, ven —insistió la hija pequeña de los Clerc.

—¿No será peligroso? —dijo Julie con un hilo de voz.

—No. Es una excursión muy agradable. Todas hemos ido allí a pasar algún domingo, incluso algunas mujeres se ponen pantalones para seguir más adelante y subir hasta la cima. Yo solo he llegado una vez y había tanta niebla que no pude ver nada, pero dicen que cuando está despejado se divisan todas las islas y hasta la costa de Francia, pero eso no me lo creo.

Sin poder zafarse del brazo de la niña, Julie y una docena de jovencitas salieron de la hacienda acompañadas por varios criados.

Entre tanto, desde un rincón del jardín, medio ocultos por un macizo de flores, los dos amigos del palco del teatro miraban la escena como el cazador que ve acercarse a su presa.

—Vamos a ver de qué madera está hecha la señorita Berard, amigo Alphonse.

—De la misma que todas, no pienses que esta va a ser diferente —hablaba mientras abría su pitillera de plata.

—Recuerda que hay maderas blandas como las que sirven para hacer embalajes y otras mucho más duras. Trabajarlas es más difícil, pero la labor queda más fina. Los mejores muebles son de caoba y de ébano.

—Tienes razón, pero las cosas duraderas no me atraen. ¿Ves estas flores? —Señaló un brote de azaleas—. Dentro de una semana estarán marchitas. Si quieres gozarlas, tienes que arrancarlas en su momento, sin que te tiemble la mano. No sirven ni antes ni después, sin embargo, cuando florecen, son maravillosas. —Desvió de nuevo la mirada a su cigarrillo—. ¿Con cuál de estas flores preferirías quedarte, con las de verdad o con las que están labradas aquí, en la pitillera?

—No lo sé, Alphonse. Las auténticas son más bellas, huelen mejor y su color es incomparable, pero estas otras son de plata.

—Pues yo aspiro a tenerlas todas. Mientras pueda, cogeré las flores frescas, cuando me obliguen a casarme la elegiré de buena plata... sin perjuicio de que también busque de las primeras, claro.

—A veces me asusta lo canalla que puedes llegar a ser.

—Bah, te aguantarás el miedo mientras te pague los vicios. Pero la apuesta del teatro no te la pienso perdonar. Dentro de unas horas, cuando bajen de la montaña, lo tengo todo preparado.

—Supongo que contarás con ayuda. Desde luego, si tu hermana se parece a ti, cuando cumpla unos cuantos años más, será más temible que el Mont Pelée echando fuego por los cuatro costados.

Los dos jóvenes reían a grandes carcajadas mientras se perdía el grupo de excursionistas ladera arriba.

Las muchachas tomaron un camino que subía en zigzag y pronto dejaron atrás la valla de la finca, aunque todo allí era propiedad del señor Clerc. Los árboles eran pequeños pero cuajados de unas flores que caían como penachos rojos y violetas. En Cherburgo hubieran pagado una fortuna por poseer alguno de aquellos árboles maravillosos en un invernadero o sus ramos en la floristería de la Place de la Fontaine. Caminaban sobre un suelo verde entre jirones de niebla, parecía más una pradera de su añorada Normandía que una isla en medio del Caribe. Todo hubiera resultado delicioso de no ser por el olor a azufre que irritaba los ojos de Julie y la hacía toser. Solo a ella.

Una hora después llegaron al borde de la caldera. El Étang Sec era una concavidad grande, dentro hubiera cabido la carpa de un circo. El agua negruzca llegaba hasta cerca del borde, un lodo hirviente que parecía brotar directamente del infierno. La imagen era aterradora. Las plantas que durante años habían crecido en sus inmediaciones se habían secado por las emanaciones sulfurosas que se escapaban por las grietas entre las rocas.

—¿Habías visto algo así, Julie?

—No, nunca. Solo en los libros.

—Seguro que en París tenéis muchas cosas bonitas, pero nada como el Étang Sec. Eso está aquí, en la Martinica.

Julie observaba aquella escena con estupor, sorprendida de que solo a ella le pareciera una visión espantosa en lugar de una atracción para turistas.

—Y si el agua sigue subiendo, ¿puede llegar a desbordarse? —se atrevió a preguntar.

—Probablemente —contestó una niña aparentando desprecio— caerá por ese lado, por el valle, hasta el mar.

—Sí —prosiguió la hija el señor Clerc, que no podía permitir que nadie le tomara la delantera—, aquí nace la Rivière Blanche, aunque a este paso acabará por convertirse en Noire.

Todas rieron por la ocurrencia, menos Julie.

—¿No vive nadie cerca del río?

—Sí, claro. Pero el cauce es muy profundo. No hay peligro. En todo caso, la fábrica de ron del señor Guèrin está justo en la desembocadura. Solo la suya es más grande que la de mi padre, así que...

—De hecho —añadió otra niña—, dicen que se llama Rivière Blanche porque nace en la finca del Señor Clerc y muere de en la Guèrin. No hay un solo metro que cruce las tierras de un mulato.

Y de nuevo todas las niñas rompieron a reír con estrépito mientras se preparaban para descender.

Julie se sentía más aliviada a medida que dejaban atrás aquel lugar sobrecogedor. Estaba convencida de que jamás llegaría a acostumbrarse a la presencia de un monstruo como aquel, tan cerca, tan amenazante. Pero aquellas niñas y sus padres se habían criado a la sombra de la gran montaña a la que veían como un ser protector, el que retiene las nubes de lluvia, el que engendra los manantiales y fertiliza la tierra de la que se alimentan. Era su montaña.

Continuaron la marcha lentamente, estaban cansadas pero no habían perdido las ganas de reír y bromear. Llegaron a una pequeña explanada rodeada de árboles y se sentaron. Como si todo estuviera ya previsto —seguramente lo estaba—, un grupo de criados apareció con cestas de mimbre y manteles de cuadros.

Gritaron entusiasmadas y se sentaron sobre la hierba sin acordarse demasiado de sus elegantes vestidos mientras aparecían platos de fiambre y dulces.

—¿Estás bien, Julie?

Todas se preocupaban por la recién llegada, aunque a ella le disgustaba ser el centro de atención. Siempre había sido una chica discreta de las que se ruborizaban cuando la profesora la hacía ponerse en pie para recitar la lección. Verse agasajada de aquel modo la hacía sentirse extraña e incómoda.

—Sí, gracias. Eres muy amable. Todo está buenísimo.

Poco después ya sonaban las canciones, una música alegre acompañada de palmadas y golpes que tenía más de africano que de europeo, aunque Julie nunca se hubiera atrevido a mencionarlo siquiera. Luego llegaron las historias cómicas, las habladurías y los rumores de próximas bodas, noviazgos secretos que todas conocían, chicos guapos y oficiales de marina recién llegados a la isla.

Por fin levantaron los manteles. Las niñas se dividieron en pequeños grupos de tres o cuatro y fueron bajando la pendiente, cada vez más suave. Julie se quedó atrás con la hija del señor Clerc. Aunque ella intentaba acelerar el paso, la niña parecía obligarla a retener la marcha. ¿Acaso no había sido la más ágil en la subida? Las que caminaban por delante se volvían para mirarlas, se tapaban la boca y reían.

—Y, ahora que estamos solas, quiero preguntarte algo, pero no te enfades.

—No, claro.

—¿Tienes novio? Todas quieren saberlo, pero a ellas les da vergüenza decírtelo.

—¿Por qué? Qué tontería. No, no lo tengo.

—¿Lo dejaste en Francia?

—No. Allí apenas salía de casa y no hace tanto que acabé el colegio. Tenía amigos, pero nada más.

—Pues a tu edad, aquí todas las chicas están casadas. Siempre decimos que las muchachas que vienen del continente van a tener nietos en vez de hijos.

—Ya me he dado cuenta.

—Pues en la isla hay jóvenes muy guapos.

—También de eso me he dado cuenta, no creas. —Y rieron las dos.

Continuaron caminando y a los pocos pasos la niña guiñó un ojo a Julie.

—Pues hablando de chicos guapos, mira, por allí viene mi hermano.

En efecto, subiendo la ladera con la camisa entreabierta y la chaqueta recogida en el brazo, subía Alphonse Clerc. Su piel brillaba con el sudor del esfuerzo, pero, como el gato del país de las maravillas, la sonrisa del joven caminaba por delante de él. Qué coincidencia encontrarle allí... ¿o no? En todo caso, le parecía una gran suerte tener la oportunidad de charlar con él.

—Vaya, hermanita, te has escapado de la fiesta. Has sido la más inteligente. No sabes lo aburrido que puede ser papá hablando de política. Y además insiste en que yo esté también con los hombres, como si no tuviera nada mejor que hacer. Hola, Julie Berard. ¿Cómo te tratan estas pillas?

—No me puedo quejar. Me llevan de excursión y me sirven el almuerzo. Hacía tanto que no tenía una comida campestre...

—¿Habéis llegado hasta el Étang Sec?

—Sí —contestó la niña—. A Julie le ha dado miedo.

—¿Miedo? ¿Cómo es posible?

—Yo no he dicho eso —replicó.

—No hizo falta, se te notaba en los ojos.

—Es normal —trató de conciliar Alphonse—. Es un lugar que no te deja indiferente, y más ahora que está prácticamente lleno. Hasta hace unos meses impresionaba su tamaño y pensar en cómo se vería rebosando de agua hirviente. Ahora, sin embargo, no hace falta imaginar nada. ¿Me permites que te acompañe?

—No sé... —titubeó Julie.

—¡Adiós! —gritó la niña mientras corría ladera abajo en busca de sus amigas.

Julie y Alphonse se quedaron solos. Él le ofreció su brazo como hubiera hecho en un elegante bulevar de París. ¿Qué estaba pasando? Julie no sabía si dar gracias al destino por aquel encuentro o al diablo por haberlo planeado todo con la complicidad de aquella niña que bajaba dando brincos sobre las rocas.

—¿Cómo estás? ¿Te vas habituando a la isla?

Julie había oído ya esas mismas preguntas tantas veces que repetía de memoria las respuestas, pero Alphonse les imprimía otro acento.

—Esta isla es pequeña —continuó—, hasta nos lo parece a nosotros que hemos nacido en ella, más aún a los que llegáis del continente.

—Bueno, no tan pequeña. De todos modos, tampoco en Francia viajábamos mucho.

Alphonse tenía ensayado su discurso.

—Dicen que lo que más siente una chica recién llegada es una sensación de soledad. Echa de menos tener amigas... y amigos.

—No, en absoluto —Julie instintivamente pasó a la defensiva—. Conozco ya a varias mujeres de mi edad, por ejemplo —improvisó—, la esposa del capitán Osso.

—¿Ángela? —La nombró con una extraña familiaridad—. ¿La conocías antes de la fiesta?

—Sí —mintió—, ya habíamos coincidido aunque aún no la he visitado. Un día de estos iré a su casa, sus niños son encantadores.

—Son dos fieras, no mientas. —Rio—. Veo que te gustan los niños.

—Asados preferiblemente —intentó ser ingeniosa y salir de aquella conversación incómoda.

Alphonse rio de nuevo con la ocurrencia, pero no quiso cambiar de tema.

—Si de verdad quieres conocer a personas interesantes y no marchitarte como una planta de invernadero, dímelo. Por mi trabajo conozco a todo el mundo. Soy el que lleva las finanzas de la fábrica, ya sabes, el banco, los contratos...

¿Acaso intentaba impresionarla?

—No entiendo de esas cosas, pero debe de ser muy absorbente. —Julie prefería hablar de fábricas antes que seguir por aquel camino.

—Bueno... no tanto como para no encontrar algo de tiempo libre. Lo malo es no tener con quién compartirlo.

—¿No decías que tienes muchos amigos?

—Sí, pero solo eso. Amigos. A veces no basta con reír y jugar a las cartas, cuando se busca algo más... profundo. No sé si me entiendes.

Julie no respondió, solo miraba con ansiedad la distancia que los separaba del último grupo de chicas y del muro de la finca.

—¿Estás cansada? —preguntó Alphonse, viendo con satisfacción cómo se agitaba la respiración de Julie, imaginando que aquella alteración se debía al efecto mágico de sus encantos. «Esto va a ser más fácil de lo que pensaba», se decía—. Ven, sentémonos un rato. No hay prisa. Mira, entre aquellos árboles estaremos cómodos.

—No, prefiero seguir.

—Vamos, no seas tonta. —El chico la tomó con firmeza de la mano y la obligó a salir del camino. Julie no sabía si resistirse o dejarse llevar. ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué la cabeza le daba vueltas? ¿Sería el aire enrarecido o acaso aquel joven tan atractivo? Quizá en aquella isla todos fueran así de atrevidos, tan impulsivos.

Caminaron unos metros hasta un claro entre árboles, donde quedaron ocultos de la vista de todos.

—Siéntate, que el camino ha sido largo.

—Prefiero llegar a la casa, no te molestes.

—Vamos. —La tomó nuevamente con más fuerza y la atrajo hacia él.

Entonces empezaron a sonar todas las alarmas que estaban dormidas.

—Me haces daño, Alphonse, por favor. Quiero irme.

—Espera, no seas tonta. ¿Acaso no estás bien aquí?

—Por favor —gemía—, me haces daño. Suéltame, por favor.

Pero el chico no dejaba de apretar su mano y acercarse a ella, con los ojos encendidos de deseo y de ira al mismo tiempo.

En un instante, rodeó el cuerpo de Julie con sus dos brazos, fuertes como unos grilletes de hierro. Se diría que tenían ya la forma adaptada al talle de las mujeres de tantas como habían abrazado, y no pocas contra su voluntad.

Julie se mordía los labios y a duras penas retenía las lágrimas. Lo que prometía ser un sueño se había tornado en pesadilla en cuestión de segundos.

—Vamos, Julie. ¿De qué tienes miedo? —El aliento de Alphonse llegó cargado de ron y nicotina al rostro congestionado de Julie.

—Por favor, por favor, suéltame, te lo suplico... —pudo decir en un susurro cuando los labios de Alphonse ya tocaban los suyos.

—Te ha dicho que la sueltes. ¿No la has oído?

Alphonse se volvió rojo de ira.

—¿Quién es este negro? ¿Qué haces aquí? ¡Vete!

—¡Sansón! —exclamó Julie.

—Te he dicho que te vayas —ordenó Alphonse con los puños cerrados.

—Y yo te he dicho que la sueltes. Vamos, señorita, que nos están esperando.

—La señorita está conmigo. ¿No lo ves? Vete.

—No sin la señorita.

—¿Hace falta que te lo diga de otro modo? —Se encaró con él.

—Dímelo como quieras. —Sansón respondió poniéndose en guardia.

El hijo del señor Clerc se abalanzó sobre Sansón, que esquivó con agilidad el primer golpe. No deseaba usar los puños, solo quería llevarse a Julie. Pegar al hijo del hombre más poderoso de la isla no estaba en sus planes, pero si hacía falta, no daría un paso atrás.

—Vamos, ven —le retaba Alphonse, pero su rival no respondía.

De nuevo le lanzó un golpe que le alcanzó en el vientre. Sansón se dobló de dolor pero en un instante se rehízo y de un manotazo lanzó a Alphonse contra el suelo.

—Esta la vas a pagar, negro.

Ardiendo de furia cogió una piedra e intentó golpear a Sansón en la cabeza, pero él, con un movimiento ágil, impropio de un hombre de su envergadura, detuvo al joven propinándole un puñetazo en el rostro.

Alphonse empezó a sangrar por la nariz.

—¡Me la has partido, animal! —gemía con voz afónica mientras se manchaba la camisa. —¡Ayuda, ayuda! —comenzó a dar grandes alaridos.

Sansón se acercó a Julie, que no podía moverse ni entender lo que había pasado. En pocos minutos llegaron varios criados de la casa que vieron a Alphonse lleno de sangre.

—Ese, ese —señalaba a Sansón— ha intentado de matarme. Con aquella piedra. Quiso forzar a la hija del señor Berard y yo he tratado de defenderla.

Julie no tuvo tiempo de replicar una sola palabra. Varios hombres cogieron a Sansón y se lo llevaron entre golpes. Ella corrió hacia la casa mientras Alphonse era atendido por un criado que se llevaba toda su ira en forma de insultos.

—Quita, inútil, así no se tapona una herida. Aparta esas manazas.

El escándalo llegó al edificio principal. A esa hora muchas familias ya habían regresado a Saint Pierre y el señor Berard se preguntaba dónde estaría Sansón para llevar el carruaje.

—¿Qué ha ocurrido? —Se empezó a oír.

Palabras sueltas, exclamaciones, confusión.

—Señor Berard —le llamó un criado—. Verá, al parecer... un hombre de su casa ha herido al señorito Alphonse. Por favor, venga.

—¿Qué estás diciendo?

Pálidos, Vincent y su mujer salieron de la casa. Buscaban desesperadamente a Julie, pero fue a Sansón a quien encontraron con el rostro amoratado y las manos a la espalda.

—Ya vienen los gendarmes —decía una voz.

—¿Qué ha sucedido, por Dios? —preguntó el señor Berard, descompuesto—. ¿Dónde está mi hija?

Alguien explicó precipitadamente la escena que acababan de presenciar, por supuesto, según la versión del hijo de Clerc. Sansón había intentado agredir a Julie cuando, providencialmente, Alphonse pasó por allí y trató de detenerlo. Ante su aparición, quiso golpearle con una piedra y luego le propinó un puñetazo en el rostro.

—Mi niña, mi niña... —gemía la madre.

—Pero ¿Julie está bien?

—Sí, bueno... —Nadie era capaz de dar razón de la muchacha, solo veían a su amo herido y al atacante maniatado. No habían reparado en ella.

En ese preciso instante, corriendo ladera abajo vieron llegar a Julie con el rostro congestionado. La madre fue hacia ella y la abrazó.

—Hija, ¿te han hecho algo?

—No, mamá, no ha pasado nada. Solo un susto, no tiene importancia, pero...

—¿Cómo dices eso? —la interrumpió—. Menos mal que este chico pasaba por allí. Maldito Sansón. ¿Cómo podíamos imaginarlo siquiera?

Julie entendió lo que su madre decía y la causa de aquella «confusión».

—No, mamá. ¿Eso te han dicho? No. Fue Alphonse el que me cogió y no sé con qué propósito, no lo quiero pensar. Sansón le dijo que me soltara y él quiso golpearle. Gracias a Sansón no me ha pasado nada. ¿No es así como te lo han contado? Me lo imaginaba. Pero yo diré la verdad.

La madre miró a su alrededor. Estaban solas en el camino, nadie las oía. Solo su padre se acercaba a grandes zancadas.

—¿Estás segura de lo que dices, hija?

—Mamá, ¿cómo puedes dudarlo?

—Mira que el chico es de la mejor familia de la isla.

—Como si es el Delfín de Francia. Creo que todo estaba preparado para que me quedara a solas con él. Después de la caminata me fueron dejando atrás, seguí con la hermana y, al final, cuando apareció Alphonse, ella se marchó corriendo. Sí, estaba todo pensado. ¿Cómo he podido estar tan ciega?

—Hija, esto que dices es muy grave.

—Claro que lo es. Sansón va a cargar con las culpas cuando habría que darle las gracias. Vamos, vamos a contárselo a todos.

—No, aguarda a que llegue tu padre.

El señor Berard al fin se detuvo, más sofocado por la tensión de sus nervios que por la carrera.

—Julie, hija, ¿te ha hecho algo ese animal? Debí haberlo despedido después de la riña al desembarcar el equipaje, se peleó con el marinero y todos los vecinos le hacían corro. Ahora veo que es un pendenciero de cuidado. Menuda recomendación me hicieron. Pero no te preocupes, que no volverá a pisar nuestra casa, ni la calle en mucho tiempo. Los gendarmes vienen ya a detenerlo.

—Para, Vincent —le atajó la madre, mortalmente seria.

—Agnes, ¿qué ocurre? No me asustes más.

—Papá —intervino Julie—, el que intentó forzarme fue Alphonse. Sansón me defendió.

Tras un momento de desconcierto el señor Berard recuperó la palabra.

—Estás muy nerviosa, hija. No sabes lo que dices. Anda, vamos a casa. Ya hablaremos allí.

—No, Vincent —dijo la madre—. Nuestra hija sabe muy bien lo que dice.

—Pero... pero es imposible.

—¿Tú crees? —preguntó Agnes—. A mí ese caballerete presumido me daba mala espina desde que lo vi galantear a todas en el teatro. Tú no te fijarías, pero una madre sí.

—No. No puede ser.

—Papá, no sé nada de ese chico, pero sí sé lo que ha ocurrido. Vamos a por Sansón, él es inocente. Sin él no sé qué habría podido pasar.

—Pero hija —gimió el padre—, es el señor Clerc... ¿Cómo vamos a acusar a su hijo?

—Vamos a decir la verdad, nada más.

Se quedaron paralizados. Julie solo veía la injusticia y Vincent su descrédito; únicamente la madre razonaba.

—Julie, escucha. Si cuentas eso, es posible que Alphonse diga que fuiste tú quien quiso ir con él. No le faltarán testigos, ya sabes quién es. Una docena de criados suyos jurarán que no miente. Entonces serás tú la que se manche y no habrá quien nos dirija la palabra en esta maldita isla. Y, mientras tanto, Sansón seguirá preso. No. Debemos ser prudentes.

—¿Qué quieres decir? —susurró el padre.

—Vamos a casa. Tú no digas nada ahora. Veremos al jefe de la gendarmería. Si tenemos que pagar una fianza para sacar a Sansón de la cárcel, lo haremos, creo que bien se lo merece. Y cuando esté libre lo enviaremos a Fort de France, o ya se nos ocurrirá adónde. Habrá que hablar con Clerc para que retire la denuncia prometiéndole lo que haga falta, aunque tengas que falsificar todos sus permisos de atraque y dejarle sacar de contrabando diez mil barriles de ron. Eso me da igual. Lo primero es recuperar a Sansón sin escándalo, después convencer a Clerc, y por último enviarlo lejos hasta que todo se olvide.

Nadie objetó una palabra. Todo cuanto dijo la madre era sensato, la mejor solución incluso para Sansón, injustamente detenido.