Capítulo IV
Donde los parientes salen de una caja y un coronel da el relevo a una marquesa
Las dos mujeres no permitieron que nadie abriese las cajas por ellas. A pesar de llevar un mes zarandeadas en bodegas de navío, imaginaban que solo sus manos poseían la delicadeza suficiente para desempaquetar su contenido. Ellas mismas habían embalado cada vidrio, cada porcelana, cada cucharilla de café, doblado los vestidos y apilado los libros, hasta habían rellenado con paja y papel los huecos para evitar percances. Sansón se limitó a dejar los cajones en el vestíbulo y sacar con unas tenazas los clavos que los aseguraban. A partir de ese momento la competencia era solo de Julie y su madre. Melas, ardiendo de curiosidad, no podía apartar los ojos de aquellos grandes baúles que ella se figuraba llenos de tesoros, como los cofres de las historias de piratas.
En cuestión de minutos se alineaban en el suelo docenas de vasos tallados, tazas de café, platos, fuentes y jarrones. Agnes decidió cómo debían distribuirse entre el aparador vacío del comedor y las alacenas de la cocina. Más tarde aparecieron los cuadros, pequeños paisajes iluminados con acuarela y retratos familiares en daguerrotipos ovalados. Los rostros de los que quedaron al otro lado del océano reavivaron la nostalgia y al mismo tiempo la alegría del reencuentro, aunque solo fuera en imagen.
Aquella tarde la casa fue adquiriendo una nueva identidad a medida que se poblaba de objetos inútiles y adornos anticuados pero cargados de recuerdos. El paragüero de bronce serviría indistintamente para recoger sombrillas y paraguas, porque en Saint Pierre era raro el día en que no caía un aguacero bíblico para dejar paso a un sol radiante unos minutos después.
Aunque se sentían infinitamente lejos de casa, al menos se encontraban entre los objetos que las acompañaron durante su vida anterior. Las prendas conservaban el olor de los viejos armarios, todo les traía recuerdos cálidos y las emocionaba. Solo se trataba de cosas que podrían haber comprado nuevas en la Martinica, incluso más bellas o más modernas, pero eran «sus cosas». La sensación de inadaptación se suavizaba contemplando lo que les había sido tan familiar durante años. El último embalaje era el más pesado. Sansón hubo de esforzarse para arrastrarlo. Eran los libros. Julie tuvo que expurgar su biblioteca y elegir solo los que cupieran en una caja. Los Berard dieron prioridad a lo verdaderamente importante (a juicio de la madre: la vajilla, los cubiertos...), de modo que buena parte de sus libros se quedaron en Francia, en casa de amigos o parientes en forma de regalo de despedida o depósito hasta la vuelta. Pero los mejores estaban allí. Julie se estremeció al comprobar que la humedad había alabeado las tapas de algunos volúmenes y ondulado sus hojas. Debería haber sido más cuidadosa introduciendo bolsitas con arroz para conservarlos secos, pero al menos estaban allí, ninguno tenía moho ni se había desencuadernado por el transporte. Por último sacó un grueso cartapacio lleno de partituras que marcharon directamente hasta el atril del piano sin pasar por estante ni cajón.
La noche encontró la casa remozada y vestida. La familia Berard cenó, por fin, con los platos y las cucharas del ajuar de su boda, con la vajilla de gala que solo salía en Navidad y cuando llegaban visitas. Así celebraron aquella particular reaparición de personas y cosas.
—Ahora que tenéis vestidos —habló el padre—, no podemos aplazar más la visita al señor Clerc. Me insiste cada vez que me ve. Ya va siendo hora de que os hagáis vuestro hueco en la ciudad.
—Ay, Vincent, no sé si estaremos a la altura. ¿Has visto qué lujos gastan aquí las mujeres de la buena sociedad? No estamos acostumbradas a ese tipo de relaciones, seguro que se ríen de nosotras.
—No, por Dios. Acabáis de llegar del continente. Estas señoras, por más que sean ricas, admiran todo lo que viene de allá. Y además sois la esposa y la hija del jefe de la aduana. No lo olvidéis, aquí somos alguien; en Cherburgo no éramos nadie.
—No te equivoques, papá, somos los mismos. Lo importante de una persona es...
—Ya, hija. Entiendo lo que quieres decir. En efecto, antes éramos una familia unida y feliz y lo más importante del mundo es que sigamos siéndolo. Ojalá venga pronto tu hermano y podamos estar juntos, aunque sea por poco tiempo.
Todos se abrazaron y los ojos se humedecieron. Incluso Melas, que observaba la escena pendiente de recoger la mesa, tuvo que regresar a la cocina y llorar a moco tendido haciendo aspavientos.
—De acuerdo, papá —dijo al fin Julie—, te damos permiso para aceptar. Ahora tenemos ropa que ponernos, aunque vamos a sudar con ella como pavos en el horno.
—No os preocupéis, poco a poco iremos cambiando el vestuario. Me han hablado de una modista en la Rue Longchamps, pero todo a su debido tiempo. Dentro de poco llegará una compañía al teatro. ¿Qué os parece? Creo que traen María Tudor, de Víctor Hugo.
—¡Al teatro, sí! —exclamó Julie, entusiasmada.
—Decidido, pero tened en cuenta que allí os presentaré a mis conocidos y a sus familias y que el señor Clerc nos invitará formalmente a visitarlo. Me temo que lo menos importante en el teatro de Saint Pierre es la propia obra.
—Haremos el sacrificio y quedaremos como verdaderas damas, no te preocupes —sentenció la madre, poniendo punto final a la conversación cuando Melas retiraba los platos.
Los días pasaron con placidez caribeña. En aquel lugar nadie tenía prisa, si un carruaje se atravesaba en medio de la calzada no se oían gritos ni blasfemias, los que venían detrás se sentaban a la sombra y esperaban charlando. Era la Martinica.
Una mañana, Julie reordenaba su pequeña pero selecta colección de libros. La estantería estaba ligeramente descolgada y después de tanto poner y quitar amenazaba con caerse de la pared. Al momento se presentó Sansón con una caja llena de herramientas y clavos. Habló con timidez, pidiendo permiso para entrar.
—Hola, Sansón. ¿O prefieres que te llame Louis, o Louis Auguste? Nunca te lo he preguntado. ¿Te molesta que te llame Sansón? Perdóname, por favor, si te he podido... —Se llevó las manos a la boca, como arrepentida de haber cometido una falta.
Aquel hombre, en sus casi treinta años de existencia jamás había oído una palabra amable de una señorita blanca. Realmente, ni amable ni áspera. Las mujeres blancas vivían en otro mundo alejado del suyo. Y, sin embargo, aquella niña, la hija del jefe de la aduana, no solo le hablaba con educación sino que le pedía disculpas. Él imaginaba que en la naturaleza de toda joven blanca estaba el menospreciar al servicio, sobre todo si era negro, como si fuese algo inevitable que formara parte de su ser igual que la estatura o el color de los ojos. Sansón miró a la muchacha con una extraña mezcla de vergüenza y asombro.
—¿Molestarme, señorita? ¿Cómo puede ser eso?
—Si te he llamado con un apodo que no te gusta, no tienes más que decírmelo.
Sansón guardó silencio, no sabiendo cómo responder a lo que para Julie resultaba totalmente natural. Al fin respondió, con una amplia sonrisa:
—Señorita, me llamo Louis Auguste Cyparis y creo que mi nombre completo ya es más de lo que mis patrones han sabido nunca de mí. No por discreción, sencillamente porque a nadie le importó nunca.
Julie le miró con un gesto de incredulidad que animó a Sansón a seguir hablando.
—Nací aquí, en Saint Pierre, pero mi madre era de Dominica. Ella nació esclava en una plantación de caña y luego, cuando la abolición, siguió viviendo más o menos igual que antes, es decir, pobre. Mi padre era del norte, de Caravelle, y tengo cuatro hermanas, todas casadas y con hijos, nueve sobrinos. Ese soy yo, para lo que precise de mí. Puede usted llamarme como guste, nadie me ha preguntado nunca cómo quiero que me llamen y menos aún una señorita blanca como usted. Si le agrada Sansón, a mí no me molesta, incluso me gusta porque parezco más grande y más fuerte de lo que realmente soy.
—Pues siendo así, por favor, no me vuelvas a llamar señorita, yo soy Julie.
—¡No! —exclamó poniéndose serio súbitamente—. Eso no puedo hacerlo. Si yo la llamase por su nombre, en toda la isla creerían cosas indecentes. No puedo hacerlo, por favor, no me obligue.
Julie recordó que las reglas con las que se organizaba la sociedad de Saint Pierre nada tenían que ver con las que dejara en Cherburgo. Debía aceptarlas so pena de causarse problemas a sí misma y a quienes la rodeaban. Sansón era hijo de esclavos, y ella una señorita que pronto conocería a los hacendados más ricos de la isla, a los antiguos amos de esos mismos esclavos. Aunque ella odiase diferenciar a las personas por su clase social o por el color de su piel, no podía desconocer aquellas normas básicas.
—Gracias por el consejo, Sansón, pero te pido que cuando estemos en casa y no haya nadie que pueda oírte, me llames Julie. Solo en la calle o delante de las visitas haz lo que creas conveniente.
—Conforme, señorita... quiero decir... Julie. —Y se detuvo escuchando el sonido de aquel nombre pronunciado por sus labios, como una oración nueva aprendida en la iglesia.
Tomó las herramientas y se volvió a la estantería. Arregló con pericia la tabla desclavada y observó como la joven colocaba cuidadosamente la hilera de libros.
—Ahora ya está todo aquí —dijo Sansón a modo de despedida.
—No todo. —Sonrió la joven—. ¿Sabes lo que más extraño?
—No lo sé... ¿a su novio?
Julie rompió a reír a grandes carcajadas.
—En el colegio Champagnard solo había chicas y monjas, no dejé ningún novio. —Y, cuando cesó la risa, añadió—: A quien de verdad echo de menos es a una gata mimosa y holgazana que se me enroscaba entre las piernas cuando caminaba por la casa.
—¿Una gata? —balbució Sansón, rompiendo también a reír.
—Sí, pero no una gata cualquiera, yo creo que era una marquesa entre las gatas.
—Pues descuide usted... Julie, que en la Martinica hay gatos que por lo menos son coroneles del ejército. Deje eso en mis manos.