Capítulo II

Donde se aclara que unos vestidos de paño no traen la felicidad en la Martinica

—¿Cómo se te ocurre intentar tocar a ese tal Debussy? Solo te gustan las cosas modernas que nadie entiende. ¿No te sirve Chopin, como a todo el mundo?

—Te aseguro, mamá, que para tocar bien a Chopin hay que trabajar tanto o más que para Debussy.

—De acuerdo, hija, ya sé que echas de menos a Madame Climent, pero ya encontraremos una profesora aquí, déjanos tiempo. No ha sido fácil, bien lo sabes. Por favor, valora el esfuerzo de tu padre, que se ha preocupado más de que tuvieras el piano listo cuando llegáramos que de todo nuestro equipaje.

—Lo sé, mamá. Perdóname, es que no me acostumbro a este lugar...

—¿Acaso echas de menos el tiempo de Cherburgo?

—No, por favor. —Se levantó del teclado y abrazó a su madre—. Allí llovía continuamente, se nos olvidaba cómo era el sol, en cambio aquí siempre brilla.

Las dos mujeres se asomaron a la ventana. Justo delante se levantaba un esbelto flamboyán, con unas flores rojas como la grana que parecían salidas de la paleta de un pintor desquiciado. Tras la verja del jardín, la vida discurría con placidez a lo largo de una calle recta que luego se perdía cuesta abajo tras una suave curva. Los tejados de Saint Pierre descendían hasta la bahía en sucesión de alturas y degradación de tonos. Al fondo, el azul intenso del océano miraba a poniente.

Aquel panorama podría haber alegrado el espíritu más abatido, sin embargo, Julie Patrice Berard no se encontraba cómoda. Su madre trataba de disimular la misma sensación con una sonrisa. Sus vidas habían dado un giro asombroso y repentino al que no era fácil adaptarse en tan poco tiempo. La casa era amplia, soleada y alegre, pero no había vecinas con las que charlar ni parientes a los que atosigar con visitas. Estaban en la otra punta del mundo, en las colonias, y la vida allí no se parecía en nada a la que dejaron en Francia. Su marido había sido hasta entonces uno de los muchos empleados de las oficinas del puerto de Cherburgo, a nadie le importaba su vida ni sus quehaceres ni él debía aparentar ser más de lo que era, pero en la sociedad de la Martinica poseía el estatus de autoridad, de hombre importante y, en consecuencia, su familia debía aceptar las reglas con las que se organizaba aquel universo en miniatura. Blancos, negros y mulatos, franceses criollos o continentales, ingleses, americanos y caribeños, unos ricos hasta la opulencia y otros malviviendo en chozas de caña. Nada de aquello se conocía en Cherburgo.

La vida de las dos mujeres había mejorado, al menos en apariencia. A un funcionario destinado a ultramar le llegaba el dinero con generosidad y allí la vida resultaba mucho más económica. Con lo que antes pagaban a una asistenta vieja y malhumorada unas pocas horas a la semana, ahora podían mantener con holgura a Melas, la criada, y al sirviente Auguste, al que todos llamaban Sansón por su fuerza descomunal. Apenas llevaban unas semanas instaladas en su nueva residencia, muy poco tiempo para adaptarse a tantos cambios, pero ambas intuían que la felicidad no depende solo del tamaño de la casa, el número de criados o la hermosura de las flores del jardín. Temían la soledad y, por lo que habían podido entrever, ni una ni otra encajaban demasiado bien en la pequeña sociedad a la que habían sido trasplantadas. Agnes, la madre, no se imaginaba rodeada de señoras desocupadas y quisquillosas, solo pendientes de la vida y la ropa ajena, ni tampoco Julie, la hija menor, veía su vida entre niñas o entre chicas de su edad pero ya casadas y cargadas de mocosos.

El hijo mayor se quedó en Francia, estudiaba en un internado militar y pronto se embarcaría. Seguramente les visitaría vestido de oficial, pero ahora estaba tan lejos...

Sin embargo, el señor Berard exultaba de alegría. Cuando le ofrecieron aquel destino supo que era la única posibilidad de conseguir un ascenso en un escalafón plagado de amiguismos y recomendaciones. Debía elegir entre permanecer para siempre como burócrata gris en un puerto importante, con docenas de funcionarios como él, o llegar a ser jefe de aduanas en otro lugar más pequeño y apartado. Únicamente salió la vacante de Saint Pierre y para conseguirla hubo de escribir más de una carta y pedir más de dos favores. Pero lo logró. Con suerte, dentro de pocos años podría volver a Europa con su categoría consolidada. Antes de partir imaginaba que aquel destierro sería el precio a pagar por su prosperidad y la de su familia, sin embargo al poner pie en la Martinica fue seducido por el encanto de aquella tierra, de su luz y sus colores, y sobre todo por verse respetado como un caballero principal, sentir que las familias importantes le saludaban y los hombres sencillos se quitaban el sombrero a su paso. Mientras las mujeres de su familia miraban aquel cambio con recelo, él confió en su buena estrella y aceptó sin reservas el nuevo orden.

Pronto recibió la invitación de muchos hombres de la ciudad, la mayoría de ellos hacendados, propietarios de los ingenios de azúcar y ron para quienes la amistad del jefe de la aduana podía ahorrar más de un contratiempo. Todos le agasajaban y él se dejaba querer, reían sus ocurrencias, asentían ante sus opiniones y fingían admirar su conocimiento del mundo.

Lo único que angustiaba a Vincent Berard era no disponer de todos sus trajes y los enseres de su casa, que se embarcaron después de su marcha por cuenta del gobierno. Cuando recibió el telegrama avisando de su llegada quiso guardarlo en secreto para sorprender a su esposa y a su hija, creyendo ingenuamente que la ausencia de sus vestidos era el único motivo por el que se las veía mustias y desorientadas. Ordenó a Sansón que esperase en el puerto la llegada de la goleta de Fort de France y subiera los bultos sin demora. Él iría más tarde al puerto, pero deseaba ver la cara de Agnes y de Julie cuando apareciera el carro cargado con las cajas.

Lamentablemente, la aparición del vehículo no fue tan dichosa como suponía. Él aguardaba, disimulando, pendiente de cada sonido de la calle, mientras en la planta alta se oía el piano que había alquilado a precio de oro para contentar a su hija. Escuchó el paso de los percherones que subían la cuesta, ya llegaban, pero cuando corría a dar la buena noticia llegó el grito agudo de Melas, como el de una gallina cuando el zorro entra en el corral. Salió a la puerta del jardín y vio a un chico rubio, de piel clara y pecas anaranjadas hacer frente al corpulento Sansón. Sus brazos, hechos de nervio más que de músculo, parecían capaces de hacer bastante daño si Sansón no estaba en guardia, pero en todo caso no podía permitir un altercado callejero en su misma puerta, en medio de un corrillo de estibadores. Él era el jefe de la aduana. ¡Qué vergüenza!

Julie Patrice había vuelto al piano, intentaba desenredar una partitura imposible cuando escucharon el alboroto. Los árboles del jardín les impidieron observar con claridad lo que sucedía, pero vieron salir a su padre gesticulando y descompuesto. En un instante todo se calmó. El señor Berard organizó una fila de hombres que empezaron a descargar las cajas del carro. Habían llegado sus cosas, los adornos anticuados, los vestidos de paño grueso que no les servirían en aquel clima, los cubiertos de plata, la porcelana «y, sobre todo», pensó Julie, «los libros».