Capítulo XIII

Cuando la duda se esconde en el alma y la muerte entre las flores

Marcel embarcó de madrugada. Se sentía extrañamente seguro de sí mismo, dispuesto a afrontar cualquier empresa. Una mujer le amaba. ¿Qué más podía pedirse a la vida? Ahora entendía los poemas que siempre le parecieron simplemente hermosos, las locuras de los dementes y las hazañas de los héroes, todo tenía sentido, hasta el giro de la tierra sobre su eje se explicaba, todo, todo lo comprendía porque amaba.

Sus compañeros percibieron en él algo distinto. Como si hubiera bajado a tierra un niño atolondrado y ahora un hombre nuevo condujera la goleta. Tiraba de los cabos con fuerza y aspiraba la brisa como si quisiera beberse el mar de un solo trago. ¿Qué le había pasado? Sea lo que fuere, bienvenido a bordo, Marcel Hollister.

Hombre libre, ¡tú siempre preferirás la mar!

Es tu espejo la mar; y contemplas tu alma

en el vaivén sin fin de su lámina inmensa[10]

Julie cenó con apetito, se mostró locuaz e hizo carantoñas a sus padres, que se esponjaban de gozo al ver como su hija recobraba la alegría de vivir. Agnes sospechaba que quizá aquel chico tan educado que las había acompañado en el paseo de la mañana pudiera tener algo que ver en el buen humor de la niña. Verdaderamente era guapo, inteligente y buen conversador, pero... qué lejos estaba de imaginar que ya era dueño de su corazón.

—¿Cómo habéis pasado el día? —preguntó el padre.

—Muy bien. Por fin salimos de casa.

—¿Fuisteis de compras?

—Sí, Julie estuvo buscando tela para hacerse un vestido. Creo que se nos va a hacer pierrotinne antes de lo que creíamos porque eligió unos estampados que en Cherburgo hubieran sido un verdadero escándalo.

—Pero mamá, tenemos que integrarnos. —Todos rieron.

—Encontramos a la esposa del capitán Osso. ¿La recuerdas? La de los dos niños.

—Oh, sí, una mujer encantadora.

—Es casi de mi edad —dijo Julie.

—¿En serio? Parece mucho mayor. No lo hubiera imaginado.

—También vimos... —la madre hizo una pausa maliciosa mirando de reojo a su hija— a un marino muy educado. Nos enseñó el jardín. ¿Verdad, Julie?

—Sí... sí. Muy educado. —Creyó desfallecer, pero solo notaron en ella un ligero rubor que también les hizo sonreír.

Entre tanto, Melas no perdía detalle de la conversación y, un tanto celosa, no pudo contenerse en añadir, sin aparente malicia:

—Estos matelots, menudos pícaros. Siempre tienen una novia en cada puerto. No hay que fiarse de ellos. —Y entró en la cocina llevándose la fuente de la cena.

Aunque los señores Berard tomaron las palabras de Melas como una nueva broma, entraron en la mente de Julie como una saeta por el resquicio de la armadura.

¿Por qué lo dijo? Y más allá de su intención, ¿mentía? De aquel modo echaba en el caldero hirviente y confuso de su espíritu un ingrediente más, uno que no hubiera deseado.

Durante la noche rezó, lloró y rio un centenar de veces. Su primer beso aún le ardía en los labios cuando una frase maldita ya le hacía retorcerse los dedos. ¿Eso significaba amar? ¿Tocar el cielo y arder en el infierno al mismo tiempo? Ella misma, la que nunca había sabido del amor más que lo que cuentan los poetas, experimentaba de golpe todos los sentimientos contradictorios que escribían en sus versos. Julie trataba de encerrarse en su recuerdo en vez de torturarse con su incertidumbre. ¿Por qué abría la puerta a aquel horrible pensamiento? ¿Por qué admitir que Marcel pudiera no ser lo que aparentaba? En verdad supo representar su papel frente a su madre mejor que los actores de la obra de Víctor Hugo. ¿Y si no fue sincero? Pero ¿puede mentirse con la mirada y con un beso? No, allí no cabía el disimulo. El recuerdo sucio de Alphonse Clerc llegaba para confirmar la limpieza en la mirada de Marcel. Un beso, un simple beso. Se hubiera dejado matar antes de permitir que Alphonse tocara un milímetro de su piel, sin embargo, frente a Marcel hubiera dado lo que era y lo que tenía por seguir a su lado un minuto más y haber recibido otro beso. Todo cambia cuando es el amor quien dirige los instrumentos de la orquesta. Lo que en un hombre parece despreciable, bajo la luz mágica del amor se transforma en felicidad.

Pero apenas llevaba un minuto acariciando su recuerdo cuando de nuevo el sapo oscuro de la duda asomaba la cabeza. «Una novia en cada puerto». ¿Qué sabía de él? ¿Eran ciertas las historias de hombres casados con una familia en cada isla? En Cherburgo se supo que un marino tenía mujer e hijos en Francia y en Inglaterra, pero la mayoría de ellos eran gente sencilla, quizá embrutecida por el trabajo pero sin más pecado que la envidia de los que podían ganarse el sustento sin exponer su vida a cada instante.

No, Marcel no podía ser de aquellos. ¿O sí? A pesar de todo, Julie no hubiera cambiado su inquietud por la serenidad más apacible. Prefería vivir para reencontrarse con él aunque en ese tiempo se consumiera en dudas y desasosiego. Necesitaba desechar aquellos pensamientos. Si realmente le amaba no era justo dudar de él. La seguridad en sus sentimientos la obligaba a confiar en los de Marcel. Ahora entendía qué doloroso podía ser un desengaño, cuando todo se da, cuando no hay defensa ni prevención, como un soldado que sale de la trinchera al descubierto, qué fácil es que una bala lo atraviese. Cuanto más alto asciende la ilusión más duro resulta el golpe si caemos desde ella. Así debía ser. Amar también es confiar; si la duda entra por la puerta, el amor sale por la ventana.

En los momentos en que era capaz de pensar con lucidez se daba cuenta de su necedad. La palabra malintencionada de otra mujer había sembrado una duda injusta, cuando la única realidad era que ambos se encontraron, se hablaron y se besaron. Aquello no era una suposición, no era un sueño; era mucho mejor que un sueño. Ya bastaba, ¿dudas? No. La duda era un insulto para él y un tormento para ella. No tenía ninguna justificación. Marcel era un muchacho noble, esforzado, amante de los libros y la libertad del mar. Hasta tal punto era distinto de los marineros embrutecidos de las tabernas que incluso detestaba el ron. Qué disparate, querer ensuciar el tesoro que el destino le había regalado.

—¡Fuera, monstruo, fuera! —susurraba.

Su madre pasó por el corredor y la oyó hablar creyéndola dormida. No supo si con aquellas palabras se refería al gato o a algún fantasma de pesadilla. Prefirió no entrar al cuarto y dejarla descansar.

Al día siguiente amaneció una mañana gris. El aire olía a azufre, dificultaba la respiración e irritaba los ojos.

—Volverá a llover ceniza —dijo Melas mirando a lo alto.

Julie imaginó que sería un día como aquellos de su ciudad natal, en los que llegaba a perderse el recuerdo del sol brillante y el cielo azul. Pero, a diferencia de las nubes de Cherburgo, cargadas de agua limpia del Atlántico, allí el aire enrarecido se mezclaba con un polvillo agrio que se metía por todos los resquicios. ¿Se respiraría ese mismo aire a bordo de la goleta? ¿Dónde estaría Marcel?

Nuevamente prepararon el jardín para otra borrasca de nieve caliente, pero esa vez sin la alegría de la novedad.

La gente caminaba con aire cansado y pesimista. Los caprichos del Mont Pelée se estaban volviendo pesados, como los de un hombre chistoso que al final se hace aborrecible. Pero a la inmensa montaña no era fácil mandarla callar.

A media mañana las tres mujeres observaron cómo un muchacho, tirando de la rienda de una mula, colocaba los primeros carteles electorales en las paredes. Extraía uno del grueso rollo, lo desplegaba sobre la acera cuidadosamente y extendía engrudo por el reverso con la tranquilidad y mimo de quien echara polvos de talco a un recién nacido. Después lo alzaba, lo aplicaba contra el muro y lo alisaba con un cepillo de ropa. Repitió la operación varias veces a lo largo de la calle. Cuando le perdieron de vista se fijaron en el rostro enigmático del senador Knight; parecía un mago de circo con sus ojos penetrantes, su bigote retorcido y la barba puntiaguda, una imagen que intentaba disimular sus rasgos de mulato y hacerlo pasar por un burgués recién llegado del continente.

—Ahora pondrán los carteles del partido de Clerc. Qué desagradable será recordar todo aquello en cuanto salgamos al jardín y veamos su cara sonriéndonos —protestaba la madre.

—No se preocupe, señora —respondió Melas—. En cada barrio se pegan solo los carteles de un partido, aunque en el centro sí se permiten los dos juntos. Dicen que así se evitan altercados. De todas formas, es una pérdida de tiempo y de dinero. Cada uno sabe a quién votará porque depende más del color de la piel que de los pasquines o los discursos.

—No debería ser así.

—Quizá en Francia, pero esto es la Martinica. Allá todos son blancos.

—Y, sin embargo, cada vez que hay elecciones se pone todo patas arriba.

Las mujeres siguieron protegiendo su jardín, aunque el cielo se esforzaba en dejar paso a algo más de luz a medida que avanzaba la mañana.

A lo lejos se empezó a oír el ladrido de unos perros. Al principio no le dieron más importancia, pero se detuvieron al darse cuenta de que eran cada vez más los animales que se unían al coro, llenos de rabia o de miedo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Agnes, mientras Melas alzaba la cabeza con inquietud.

—No lo sé, señora, pero no me gusta.

Súbitamente, apenas a unos pasos del lugar en que estaban, Julie advirtió un movimiento en el seto que se disponía a cubrir.

—Mamá. Mira, es Coronel.

El gato salió de entre los arbustos caminando torpemente hacia su ama con los ojos enrojecidos y el cuello abultado. Apenas reconoció el tacto de su mano cuando se dejó caer en el suelo, muerto.

—Ay, niña ¡Una serpiente! —gritó Melas, señalando allí mismo un enorme bulto del mismo color que las plantas.

En efecto, el reptil, de más de un metro, se retorcía con el vientre abierto, arañado y mordido. La cola aún palpitaba enroscándose de un modo siniestro.

—¡Coronel!

Julie recordó la advertencia de Sansón. El gato, más fiel y valiente que un mastín, la había salvado de una picadura quizá mortal. Parecía imposible que algo tan espantoso, tan grande, pudiera pasar inadvertido entre las ramas y el follaje, pero realmente estaba en su mundo mientras que las invasoras eran las tres mujeres que se abrazaban aterradas. Desde su celda, sepultado en vida, Sansón seguía velando por su señorita.

En ese mismo momento, cerca de allí escucharon otro grito desgarrador:

—¡Mi hijo!

Siguieron varios disparos de pistola.

Los perros saltaban intentando romper sus cadenas, se escucharon más disparos en la lejanía y la campana de la catedral tocó a rebato.

—¿Qué ocurre, Dios mío? Vamos a casa.

Las mujeres se encerraron en la cocina, echaron la llave y allí permanecieron sin atreverse siquiera a abrir las ventanas.

Una hora después llegó Vincent Berard.

—¿Estáis bien? —preguntó angustiado.

—Sí. Pero ¿qué ha pasado? Una serpiente enorme ha matado a Coronel y oímos gritos y disparos.

El padre se sentó a la mesa. Llevaba la chaqueta desabrochada y sudaba copiosamente. Se adivinaba que había subido corriendo la empinada calle.

—Inaudito. No se recordaba nada parecido. Al parecer, las laderas del monte están tan calientes que todas las bestias han bajado hacia el mar. Hasta Le Carbet han llegado nubes inmensas de mosquitos y hacia el norte han salido masas de hormigas y ciempiés, tantos que incluso han atacado a los caballos, algo espantoso, pero lo peor han sido las serpientes. Me ha dicho un gendarme que ha salido la guarnición del fuerte y las están matando por las calles. Han mordido a muchos animales y... también a niños. No sé cuántos han muerto. Esto es una tragedia.

Las mujeres se taparon el rostro con las manos y rompieron a llorar. No solo de miedo. Agnes Berard sentía el fracaso, el ver que su vida y la de su familia había desembocado en aquel lugar apartado donde temblaba la tierra y atacaban las serpientes. ¿Qué hacían allí? ¿No habían sido plenamente felices bajo la lluvia de Cherburgo, donde quedaron familiares y amigos, donde permanecía su otro hijo al que tardarían quizá años en volver a abrazar?

Julie, en cambio, no se sentía capaz de asimilar de golpe tantas emociones. Se le abría ante los ojos una vida nueva y en cuestión de pocas horas estaba a punto de perecer por el ataque de una fiera. Hasta entonces toda su existencia había estado marcada por acontecimientos insustanciales: los exámenes del colegio, el nacimiento de algún bebé en la familia, enfermedades, pequeños éxitos, mezquindades, pero en aquella isla todo se tornaba espantosamente real y salvaje, como la pelea a muerte de las serpientes y los gatos. Su mente estaba agotada y la única vía de escape de tanta tensión eran las lágrimas.

Por último, Melas lloraba de puro miedo, un miedo oscuro y primario, el miedo de quien siente temblar la tierra bajo sus pies y escucha el aullar desesperado de los animales que no pueden huir porque los hombres insensatos los han amarrado con una cadena. Pero a ella nada la retenía en aquella ciudad que olía a muerte. Las señoras habían sido extremadamente amables, nunca había servido en una casa en la que fuera tratada más como amiga que como esclava, pero no estaba dispuesta a pagarlo con su vida.

Esa misma noche extendió una manta sobre su cama, envolvió sus pocas pertenencias y se ajustó al cuello un viejo amuleto, un grisgrís de vudú. La mañana del día cinco de mayo de 1902, Melas Silvanne salía por la puerta del jardín sin despedirse de nadie, avergonzada de su cobardía y sin otro destino que alejarse de Saint Pierre.