Capítulo XII

Donde un pequeño diablo abre las puertas del paraíso

—Qué muchacho tan encantador —murmuraba Agnes Berard mientras se llevaba las tazas.

—Sí. —Julie intentaba hablar, pero la voz no le salía.

—Espero que no te haya tomado por una joven alocada. Debiéramos haber declinado su invitación. Pero ya no hay remedio.

—No. —Trataba de responder.

—Anda, sube a darte un baño, que falta nos hace a todas. Espero que tu padre estuviera en el despacho y no se haya manchado el traje.

Algunos comerciantes recogían la ceniza que arrastraban los regueros de lluvia para mezclarla con cal y venderla más tarde como cemento. No perdían una sola oportunidad para hacer negocio. Una pala estuvo a punto de golpear a Marcel, que caminaba en dirección al puerto como si estuviera ebrio, recordando su atrevimiento. ¿Podría pensar Julie que era un falso, un descarado? No. Su mirada, su expresión no podían mentirle. Y aquel segundo en que tocó su mano... la observaba tratando de buscar en ella alguna señal, como la quemadura de un hierro candente que deja en la carne una cicatriz de por vida.

En la Place Bertin todo recuperaba la normalidad, los puestos callejeros extendían sus esteras con frutas y pescados y volvían a escucharse los gritos de las vendedoras.

El mar estaba aún ennegrecido. Poco a poco las olas diluían la capa de ceniza que quedaba concentrada en rodales, flotando a lo lejos como redes perdidas por los pescadores. La playa estaba marcada por un surco negro allí donde llegaba el oleaje. Todo parecía sucio, como una casa cerrada durante años en la que el polvo señala el hueco de los cuadros. Pero Marcel no podía imaginar nada más cercano al paraíso, una mañana más luminosa.

Julie fue incapaz de resistir más tiempo. Subió corriendo las escaleras, entró en su cuarto, cerró la puerta y buscó desesperadamente la hoja de papel plegado dentro del libro de Verlaine.

Julie:

Por favor, disculpa mi atrevimiento, pero no puedo aceptar el «hasta nunca» de tu carta. Alguien te ha hecho daño, debe de ser el diablo porque dañar a un ángel no está al alcance de un simple mortal. Desde que hablamos, todo anda trastocado, no soy yo mismo, o quizá lo soy más que nunca. No lo sé, no entiendo nada, no puedo pensar pero tampoco dejar de sentir. Si no deseas volver a verme, dímelo, el océano es inmenso y desapareceré de tu vida para siempre, pero si deseas que te olvide, me temo que no hay mundo bastante para esconder tu recuerdo.

Julie se dejó caer en la butaca frente a la ventana y, sencillamente, aceptó sin resistencia lo que su alma le exigía a gritos. Tal como Marcel confesaba en su nota, no había lugar para la reflexión, nada tenía que hacer allí la razón humana, el corazón era el único órgano capaz de mover los resortes del cuerpo.

¿Cómo trascurrió el resto de aquel día? No hubiera sido capaz de recordar un solo minuto más de él, si leyó, si tocó el piano, si ayudó en las faenas de la casa o sencillamente permaneció sentada como una estatua viendo cómo el sol se escondía detrás del océano mientras se balanceaban los mástiles de la Rosaline.

No durmió, pero tampoco dejó de soñar. Marcel había estado allí, junto a ella, la había mirado, había tocado su mano y ahora mismo, entre sus dedos, una carta demostraba que todo aquello era real y no un delirio de fiebre.

Llegó la mañana. El cielo estaba despejado, la lluvia y el viento lo habían limpiado y no quedaba apenas recuerdo de la ceniza. Julie saltó de la cama con una extraña sensación en la boca del estómago.

—¿No te encuentras bien, Julie? Estás muy pálida. ¿Has dormido mal? Si quieres, podemos quedarnos en casa. Ya avisará Melas al señor Hollister, quizá en otra ocasión...

—¡No! —se apresuró a decir—. Es ese gato grandullón, que no deja de gruñir. Ronca como un tabernero. Siempre se ha dicho que los gatos son silenciosos, pero nos ha tocado la excepción.

—Si es por eso, descuida, que esta noche dormirá en la cocina. Tú sabrás qué le has dado para que no quiera dejarte. Por más que lo echamos siempre encuentra el modo de entrar en tu alcoba.

Julie hizo un esfuerzo por desayunar y mostrarse alegre y habladora, por ser capaz de sostener una conversación coherente cuando todas sus potencias corrían calle abajo hasta el jardín botánico.

Marcel no había dormido un minuto más que Julie. También él pasó la noche dando vueltas en su cabina o paseando por cubierta, mirando con desesperación un reloj que gozaba torturándolo con su lentitud.

Pero al fin amaneció. Los sonidos de la ciudad llegaron a él antes que la luz del alba. Saint Pierre era madrugadora. Bajó a tierra y recorrió la Rue Petit-Versailles, donde se levantaban los comercios más elegantes. Nunca había prestado tanta atención a la compra de unos zapatos o al corte de una chaqueta, porque nunca antes había tenido la menor necesidad de mostrarse elegante ni atractivo. Frente a un espejo se vio disfrazado de hombre importante y entendió que no debía mentirse a sí mismo con algo que no le correspondía. Buscó de nuevo y halló, al fin, una ropa adecuada para un marino en tierra, bien confeccionada y a la vez cómoda. Desterró los botones dorados que tanto gustaban a los marineros con pretensiones de capitán y los pantalones de lona blanca, solo apropiados para el que nunca pisó una cubierta calafateada de brea. Se sintió a gusto y pensó que no debía perder más tiempo. Nunca se mostraría digno ante ella ni aunque le vistiera el sastre del rey de Inglaterra.

Paseó la plaza girando sobre sus cuatro vértices, desde el faro hasta el mercado, desde allí hasta la bolsa, hacia la embocadura del muelle y de nuevo al faro. Así lo hizo durante horas, sin prestar atención al trasiego apresurado de la gente y al lento desplazarse de los navíos. En su cabeza había ensayado doscientas frases educadas con las que saludar a la señora Berard y dos mil locuras que pronunciar ante Julie si el destino les concediese un único instante de soledad.

¿Qué hora sería? El reloj de la bolsa debía de estar estropeado, por más que lo miraba con insistencia apenas avanzaba unos minutos cada vez. Parecía haberse conjurado con el de su bolsillo para seguir aplicándole el tormento de la impaciencia.

Agnes Berard recordaba a Melas la lista de sus tareas. Hubiera querido que las acompañara al paseo, pero había asuntos en la casa —por ejemplo, encontrar y escarmentar al gato— que no admitían demora. Ellas dos acabarían las compras a su regreso del jardín botánico y se acercarían a la aduana para saludar al padre, que desde las primeras luces de la mañana estaba en su despacho tramitando papeles.

—Adiós, señoras —se despidió Melas.

Las dos mujeres de la familia Berard caminaron calle abajo.

—No corras, hija —se quejaba la madre.

Julie trataba de refrenar su paso. Allí, al final de la cuesta, se abría la plaza. «¿Habrá llegado ya Marcel?», se preguntaba con ansiedad.

Mientras Agnes se detenía mirando los puestos y comparando precios, Julie escudriñaba cada rincón, desesperada por encontrarse entre aquella multitud.

Al fin se vieron. Sus miradas se cruzaron a la vez, como atraídas por un imán. Aunque hubiera deseado volar, Marcel caminó lentamente llevando debajo del brazo el paraguas plegado.

—Buenos días, señor Hollister —saludó la madre.

—Especialmente buenos después de los dos chaparrones de ayer, el de ceniza y el de agua. Gracias por haberme permitido entrar en su casa.

—No podíamos hacer otra cosa. Usted había venido a traernos un encargo.

Julie intentaba articular alguna palabra, pero todas se le quedaban a medio camino, anudadas en la garganta.

—¿Me permiten que las acompañe?

—Por supuesto —concedió Agnes Berard.

Marcel se puso a un lado de la madre. Al otro lado caminaba Julie, que no se atrevía a mirarlo siquiera.

—¿Conocen el jardín botánico? No hace mucho trajimos desde Guadalupe unas flores increíblemente bellas. Son tan delicadas que la mínima diferencia de temperatura y humedad en Saint Pierre ha hecho que muchas se pierdan, pero las que se han aclimatado son verdaderas joyas. Si no me lo toman por un cumplido, debo decir que eso ocurre también con las personas. Muchas no logran acostumbrarse a la vida en las Antillas y regresan al continente más tarde o más temprano, pero las que finalmente lo consiguen constituyen lo mejor de la ciudad.

—Ojalá ese sea nuestro caso —contestó Agnes.

—Pero no se apresuren. Aquí todo es más lento, nunca hay prisa. Se dice que lo más difícil para los que llegan es aprender a retener la marcha del carruaje, a caminar en vez de correr.

—Ya nos hemos dado cuenta, ¿verdad, Julie? Qué callada estás. No sé qué va a pensar de ti el señor Hollister, con lo habladora que eres siempre.

Pero por más que lo intentaba, la joven era incapaz de articular dos palabras consecutivas.

Llegaron pronto al jardín. Se extendía por el cauce de un torrente encajado en el extremo de la ciudad. Las plantas tapizaban las paredes de roca oscura y por el suelo se cruzaban senderos de arena, con parterres y bancos de hierro.

—Allí, junto a la fuente, están las flores de las que les hablé.

El jardín era célebre no solo por la belleza de sus especies y el esmero con que estaba cuidado, sino por la exquisita agua que brotaba de un manantial. Los criados hacían cola ante la pequeña pileta para abastecer sus casas, pero siempre en horas en que no molestasen a los señores en su paseo.

—Aquel abeto —señalaba Marcel— vino de los Alpes, de un pueblo llamado Magland. Algunos predijeron que moriría de calor, pero después de muchos años el árbol está perfectamente sano y los que se murieron fueron ellos. Otro ejemplo de buena aclimatación y de que todo requiere su tiempo.

—Conoce muy bien la ciudad. ¿Es usted de Saint Pierre?

—No, señora Berard. La mayoría de los que estamos aquí tenemos la sangre mezclada. Mi padre era irlandés, emigró con mis abuelos siendo un niño. Se lo tragó el océano. Casi no le recuerdo, pero dicen que me parezco a él, al menos eso mantiene el patrón de nuestra goleta. Él es el único que puede afirmarlo con seguridad porque conoció a mi padre, navegó con él y aceptó enseñarme este oficio que nunca termina de aprenderse, quizá porque el de marinero no es exactamente un oficio como el de carpintero o comerciante sino un modo de vivir y hasta de morir.

—Tiene razón, señor Hollister —añadió la madre—. En Normandía también sabemos lo que es salir a la mar, rezar por los que embarcaron, gritar de alegría cuando vemos las velas acercándose a la rada y llorar por los que no regresan. Ambos mares parecen distintos, este quizá sea más tranquilo, verde y cálido, y aquel otro frío y gris, pero el semblante, la expresión de la gente que navega es siempre el mismo. No sé si de miedo o de soledad.

—Ambas cosas. Pero son un miedo y una soledad muy especiales —habló Marcel más para sí que para la mujer y la joven que le escuchaban—. Vivir con un abismo bajo los pies, dependiendo solo del viento y las olas, de la pericia del piloto o de la buena fábrica de la nave es algo que poco a poco va penetrando en el espíritu. Esa inseguridad no se supera nunca, solamente se sobrelleva. Algo así he oído de los hombres que bajan a la mina, cuando la jaula desciende y dejan atrás la luz del sol. Sin embargo, apenas llevamos unos días en tierra cuando ya añoramos esa sensación, creo que es una adicción como la de un mal vicio. Los marineros viejos acuden al puerto a ver partir las naves y las despiden con una añoranza que no pueden disimular. ¿Qué extrañan? ¿La juventud o la mar? Dentro de muchos años espero saber la respuesta.

—¿Y su madre? —se atrevió a intervenir Julie.

—Oh, claro. Mi madre sí era martiniquesa, de La Pagerie, al otro lado de la bahía de Fort de France. Murió hace dos años. En cuanto me lo permitían me escapaba a visitarla. No le faltaba compañía, siempre rodeada de nietos, los hijos de mi hermana, unos pillos. El mayor pronto tendrá edad de embarcarse y seguro que supera a su tío y a su abuelo.

—Ah, la Pagerie... ¿No fue allí donde nació...?

—La emperatriz Josefina, la esposa de Napoleón. Sí, muchos dicen que son parientes suyos y se refieren a ella como Yeyette. Lo más cómico es que lo afirman los blancos, los mulatos y los negros. ¿Quién sabe?

Los tres rieron la ocurrencia mientras se acercaban a la fuente.

—Julie, señora Berard. —Oyeron una voz.

Se giraron y vieron llegar a una mujer joven que retenía con una mano a un niño mientras con la otra empujaba trabajosamente un carrito de bebé. Había desistido de abrir una sombrilla de encaje que llevaba plegada dentro del coche. Sin duda, los niños eran incompatibles con la vanidad de la moda.

—Angélica Osso. ¿Cómo estás?

—Ya me ves. Voy a donde me llevan estos. Por si fuera poco, la niñera se ha marchado. Así, sin apenas despedirse. Después de la lluvia de cenizas dijo que no podía seguir en la isla, estaba aterrada. Ha hecho su equipaje y esta mañana ha embarcado hacia Burdeos. Ojalá tenga suerte, pero me ha dejado este panorama. ¡Théodore!

El niño, inquieto como todos los de su edad, correteaba entre los parterres persiguiendo unas enormes mariposas azules. La madre trataba de que no se alejara mientras mecía el coche en el que dormía el otro pequeño, con los puñitos cerrados y pómulos de ángel.

—No te apures, Angélica, que yo cuido de él. Déjalo correr, aquí no hay peligro —propuso Julie, buscando una excusa para separarse del lado de su madre.

Unos segundos después fue Marcel el que utilizó el mismo pretexto.

—Por allí hay otra puerta, permítame que yo vaya por aquel lado. No se preocupe.

Y sin dejar que ninguna de ellas replicase, el joven ya corría entre los setos.

Agnes y Angélica empezaron a hablar. Ambas llevaban tanto tiempo sin poder hacerlo tranquilamente que no se esforzaron en perseguir al pequeño Théodore, teniendo tan buenos guardias para custodiarlo.

En menos de un minuto, el niño tiraba piedras al estanque ensimismado con las ondas. Marcel y Julie al fin se encontraron. Solo el niño les acompañaba, no había nadie en aquel rincón del jardín. No supieron qué decirse.

—Julie —habló por fin el muchacho.

—¿Estás loco? —Julie temblaba.

—Sí. Por completo. Ahora lo sé. Y no quiero curarme nunca.

Ella quiso replicar, pero ¿acaso pretendía engañarse?

—Yo también, no sé qué me pasa. No sé lo que siento.

—¿Miedo?

—No. Miedo no. Algo nuevo. Me hace temblar como el miedo, pero también reír como una tonta.

—Creo que se llama...

—No, no lo digas. —Y le puso la mano sobre los labios. Él la tomó con fuerza y la retuvo allí un instante. Julie no intentó retirarla.

—De acuerdo, no lo diré. No diré nada.

Y en ese momento, como si hubieran sentido el influjo de un encantamiento, se besaron. El mundo se detuvo. Cesó el viento, se apaciguó el volcán, se serenaron las olas y las corrientes del mar porque dos corazones empezaban a latir al unísono.

—Théodore. —Se oyó la voz de Angélica, que se aproximaba.

Los jóvenes se separaron precipitadamente, aunque ambos sabían que el más sagrado de los pactos estaba firmado. Se amaban.

—¿Estás aquí? —La madre suspiró entre el alivio y la resignación.

—Sí, tirábamos piedras al agua. Una ha dado tres saltos antes de hundirse, ¿verdad, Théodore? —contestó Marcel agachándose hasta ponerse a la altura del pequeño.

El niño miró extrañado a aquel hombre que no había visto jamás, pero tampoco le dio mayor importancia y asintió, antes de lanzarse de nuevo a la carrera para desesperación de Angélica.

Al momento llegó Agnes Berard y, como si nada hubiera ocurrido, Marcel tuvo que seguir hablando... de botánica.