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El coronel Georgiev sentía un odio mortal por todo lo que fuera turco, pero esa noche se fumaría cien cigarrillos turcos hasta tener la sensación de que el fino y afilado tabaco le había tallado toda la boca por dentro. Había intentado dormir, pero ahora Laura Fičev empezaba también a deambular por sus pesadillas como un espíritu sobre el campo de batalla. No había nada que hacer. No dejaba de despertarse bañado en sudor, iba de un lado a otro de la sofocante habitación como un condenado a muerte que sería ejecutado a primera hora de la mañana. Abrió las ventanas. El aire fresco de la montaña y el silencio mortal de Tărnovo inundaron la habitación, pero no servía de nada, la sensación de peligro ya no le abandonaba, en la boda tendría el aspecto de un hombre de cincuenta años que ha pasado la noche en vela y que ha querido limpiar el sabor de ásperos cigarrillos y el miedo a sus propios sueños con demasiadas copas de coñac de mala calidad.

Si por lo menos hubiera habido alguien con quien poder hablar, aunque hubiera sido un escritor neerlandés, pero el único escritor neerlandés que le conocía bastante bien aún no había nacido, y además el coronel no podía hablar, nunca lo había hecho.

El único al que alguna vez había intentado decir algo sobre sí mismo había sido Stefan Fičev, y el solo resultado había sido esa vergonzosa botella de bromo que ahora estaba vacía. Y lo que ahora le mantenía preocupado no podría hablarlo nunca con nadie, mucho menos con Fičev.

Cuando miraba su imagen en el espejo, en contra de su costumbre, mientras se afeitaba, vio sus ojos inyectados de sangre y pensó: tengo el aspecto de un cerdo y soy tan estúpido como un cerdo; y como esa frase le gustó, la repitió unas cuantas veces en voz alta entre las paredes resonantes del cuarto de baño.

Los jirones de la conversación durante la cena se le pasaban por la cabeza agotada; toda la noche se había convertido en un concentrado lugar común de las discusiones anteriores. Fičev le había persuadido de que fuera más búlgaro que nunca, y él había gritado tan fuerte en favor de un levantamiento en la Rumelia oriental que levantó los aplausos de las otras mesas. Cuando por último había evocado también con tono elevado los recuerdos de sus hazañas conjuntas —fue muy fácil, ya que el terrible decorado que se debía representar aparecía cada noche en sus pesadillas—, el propietario les ofreció una botella de espumoso de Krim.

¡Dios mío, él, que nunca decía nada, qué se había creído! Sin embargo, no se le había escapado el efecto producido en Laura. Había estado sentada a la mesa como una trémula caña, y en los silencios entre la conversación cada vez más ruidosa de los dos hombres, ella misma había contado todo tipo de historias. Historias exóticas sobre cosas y lugares que él no conocía, porque si bien había hecho lo posible por seguir sus palabras, no lo había logrado. Clases de ballet con un afamado maestro ruso en París, un sanatorio en Suiza y cómo se vivía allí. No podía imaginárselo. Tampoco cuando hablaba de los otros pacientes y de las altas montañas blancas que los rodeaban. La idea de que había pasado tantos años entre otros enfermos…, ¿serían personas como ella? Su padre había sido embajador o había trabajado en embajadas… Estocolmo… Roma… Quizá la habría podido comprender si no se hubiera obstinado en dejar cada historia a la mitad para volver a empezar con otra, de manera que se disparaban sobre la mesa exaltados fragmentos de su vida incomprensible, detalles cuya envergadura él no podía concebir, pero en los que se habría querido perder si hubiera sido posible. De vez en cuando había tenido la sensación de que debía agarrar con las manos el borde de la mesa para no tenderlas hacia ella o para no ser absorbido por esa multitud turbulenta y desmembrada de recuerdos inacabados.

No dejaba de ver ante sí ese momento en el que ella había acercado tanto su rostro; pero por intensamente que la mirara, el rostro de esa tarde ya no regresaba, no, ahora que había reflexionado bien sobre ello, parecía como si no le hubiera mirado ni una sola vez en toda la noche, al contrario que Fičev, que le había estado mirando fijamente todo el tiempo como un gato contento que ha comido demasiado de su comida favorita.