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—Naturalmente, eso es lo que tiene que hacer un escritor —dijo el escritor—. Volar como un águila sobre las personas a las que quiere seguir. En este caso el doctor y el coronel.
—¿Entonces existen? —preguntó el otro escritor—. ¿Trabajas basándote en personajes reales?
—Existen desde el momento en que los inventas —respondió el escritor, que no estaba del todo seguro. La conversación le aburría. Cómo podría explicar al otro escritor que no se imaginaba ni al doctor ni al coronel, que los acababa de inventar, durante esta conversación, para librarse de la monserga de siempre (acerca de la profesión, ¡Dios mío!, y por qué ya no haces nada). En los salones vacíos por donde vagaban ahora sus pensamientos, el vestíbulo de una estación, la sala de espera de un hospital, un gimnasio, atisbaba vagamente los rasgos de una figura militar. Charreteras, más bien de opereta. Por tanto, la historia no se desarrollaba en esta época, o no se desarrollaba en este continente. Porque ¿quién sigue llevando aquí y ahora semejantes charreteras?
—¿Qué edad tienen? —preguntó el otro escritor.
El escritor no respondió. ¿Sabía ahora que era un cuartel porque había visto las charreteras? Vio pasar el estetoscopio por el comedor vacío de ese cuartel. Nada ni nadie lo acompañaba. El objeto flotaba por la habitación, bastante despacio, a la altura de una persona de estatura normal. Pero ¿qué hacía un doctor en ese cuartel?
—¿Qué hace un doctor en un cuartel? —preguntó.
—Visitar a su hijo —dijo el otro escritor, que tenía un hijo haciendo el servicio militar.
—Sí, seguro, y además con un estetoscopio —dijo el escritor irritado. Vio cómo las charreteras giraban hacia el estetoscopio y cómo, mientras el utensilio médico se quedaba totalmente quieto pendido en el espacio, la charretera derecha hacía movimientos bruscos que sin duda eran causados por el brazo que había debajo, aún invisible. Agitación por tanto.
Justo cuando creyó que veía la sombra de una cabeza, la primerísima manifestación de un rostro, el otro escritor dijo:
—¡Quién hubiera dicho que llegarías a escribir una novela de médicos!
El escritor no respondió, por temor a que todo se disolviera en el aire, y fue recompensado. En la pared, detrás de las charreteras, apareció un retrato, enmarcado y tras un cristal, de alguien en uniforme y con muchas condecoraciones. No pudo descifrar los caracteres cirílicos de la firma, pero comprendió que ya era hora de acompañar hasta la puerta al otro escritor.