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A las dos horas de que el otro escritor hubiera desaparecido, en cierto modo ofendido por la brusca despedida («rayana en lo grosero»), el escritor se hallaba todavía sentado tras su escritorio en la misma posición. Hay algo inefablemente triste en los escritores solos en su despacho. Tarde o temprano llega un momento en sus vidas en el que dudan de lo que están haciendo. Quizá sería extraño si no sucediera así. Con el paso de los años la realidad se va haciendo cada vez más importuna, y al mismo tiempo menos interesante, precisamente por el exceso de la misma. ¿Hay que añadir realmente algo más? ¿Hay que apilar lo inventado encima de lo existente sólo porque alguien, cuando era joven y había vivido aún poco de lo que se llama realidad, hubiera inventado sin más algo de pseudorrealidad y consecuentemente todo el mundo le hubiera llamado escritor?

En el papel que tenía ante él, el escritor había escrito una sola línea: «El coronel se enamora de la mujer del doctor».

La absoluta banalidad de esa línea le puso malo. «So what? —masculló—. El coronel está enamorado de la esposa del doctor». Aunque el escritor había adquirido con su prosa poética de altos vuelos la reputación de espíritu literario refinado, en la intimidad era casi siempre bastante mal hablado. «Las charreteras se follan a la mujer del estetoscopio. So what?». ¿Qué le importaba a él? Sin duda, en los cinco continentes había coroneles enamorados de mujeres de doctores y doctores enamorados de mujeres de coroneles…, y en vista de que hacía ya un par de cientos de años que había coroneles y doctores, su historia ya habría sido escrita, naturalmente, un par de cientos de veces, pero en este caso por la vida misma. Por otro lado, esto era lo que pasaba con todo. Toda variante estaba ya inventada porque ya se había vivido. Había escritores que pensaban que una historia escrita por ellos aclararía algo de la realidad misma, pero ¿cuál era su utilidad? La claridad sólo formaría parte de la realidad del lector y, en última instancia, ¿qué otra cosa era el lector sino el posible tema de un relato?

Los escritores, pensó el escritor, inventan una realidad en la que no es necesario que vivan ellos mismos, pero sobre la que sí tienen poder. Cambió de sitio la hoja aún tan vacía que tenía ante él. ¿Era cierto? ¿Tenía él poder sobre esos dos rostros que ahora veía surgir poco a poco? ¿O acaso eran ellos los que tenían poder sobre él?

El rostro del doctor era pálido y delicado (¡vaya invención! ¡Como si no hubieran aparecido y desaparecido millones de rostros pálidos y delicados en la Tierra!). Pero es que era pálido y delicado. Ojos fríos y grises, un poco saltones, que no cambiarían de expresión si vieran algo terrible, cejas y pestañas de suave pelo negro, la boca casi sin color y demasiado hermosa. En realidad, lo más viril de todo ese rostro era el pelo que parecía fluir desde la cabeza y originaba una barba que probablemente tenía que ser refrenada dos veces al día y que, no obstante, seguía presente bajo el blanco de la piel como un resplandor azulado. Algo oscuro debajo de algo claro, pensó el escritor, y en la hoja de papel que tenía frente a sí escribió: «Como el agua bajo el hielo, allí por donde todavía no se ha patinado». Puso entonces un signo de interrogación detrás y volvió a tacharlo todo. Algo diferente le mantenía ahora ocupado. Si había una forma de poder para describir el físico de personas que no existían (para dar un físico a personas que no existían) desde una visión interior, imposible de verificar, entonces el punto culminante de ese poder era dar un nombre a esos personajes que no existían como si estuvieran realmente inscritos en el registro civil.

«Stefan, Stefan, Stefan —dijo el coronel mientras pinchaba al doctor con el índice entre los dos elegantes arcos niquelados del estetoscopio que tantas veces habían dejado pasar el estertor que apuntaba a la muerte—. Stefan, te juro que es el no va más».