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El odio era quizá la mejor descripción del sentimiento que le había asaltado al escritor cuando miró las dos últimas palabras. «Entonces veo…». Entonces veo ¿qué?, pensó, y supo que ya nunca se enteraría. ¿Por qué llevaba cuatro meses atascado en una frase? El teléfono, alguien que llamaba a la puerta, gripe al día siguiente, después una lectura en algún lugar, dos meses en España, donde estuvo trabajando en algo distinto, algo por dinero, algo despreciable entonces, pues un escritor «auténtico» no permite que nada interfiera en su trabajo. Pero bueno, se había ido de viaje, había metido en la maleta el cuaderno con el relato, como un talismán, entrando y saliendo de habitaciones de hoteles, pero no le había vuelto a echar una ojeada. Así se habían quedado dormitando su coronel y su doctor, congelados en el momento de esa última frase, el coronel con la boca todavía medio abierta, como si el montador hubiera parado la imagen en la mesa de montaje, y con la palabra que debía seguir a «veo» todavía en esa boca medio abierta. Pero ¿qué palabra? El odio que sentía no era porque hubiera parado entonces y allí, no. Le afectaba todo el problema: el engaño, la trampa.

El lector (¡el lector!) nunca se enteraría de esos dos meses entremedias, nunca se enteraría de que la palabra arbitraria que escribiría ahora para continuar el relato no era la palabra (probablemente no era la palabra) que hubiera querido escribir hacía dos meses. Pero sí que se convertiría en la palabra que el coronel había querido decir, e inmediatamente después sería esa palabra, y ninguna otra, la que podía haber dicho el coronel, porque ésa era la palabra que había dicho. Fuera lo que fuese aquello que inventara, esa invención se convertiría en realidad para el lector.