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Esa noche, en el hotel, el coronel tenía que reflexionar sobre diversas cosas, pero al ser esas cosas tan enigmáticas, no supo por dónde debía empezar a pensar. Había comprendido que se había enamorado de Laura Fičev o, mejor dicho, de la mujer que a partir de mañana iba a ser la esposa del doctor Stefan Fičev. Ese estado ondulante y ardiente en el que se encontraba, eso era pues el enamoramiento, un estado ridículo para un hombre metido ya en los cuarenta. No lo había padecido nunca hasta entonces, y le había alcanzado como el impacto de una granada: tampoco había encontrado una comparación más interesante. Pero lo que para él era mucho más enigmático, tan enigmático que dudaba de su sano juicio, era que su amor era correspondido, de manera flagrante, ostentosa y fatalmente seria.

El doctor había salido de la habitación en un momento dado, y la persona de Laura Fičev se había acercado a él, Liuben, antes de que éste hubiera formulado cualquier frase acerca de algo totalmente intrascendente, y había dicho con esa voz que no parecía fluir de su rostro, sino de otro rincón de la habitación, algo así como: «Lo sé, sí, lo sé», y después había realizado uno de sus pasos volátiles por la habitación y se había detenido ante la ventana, una figura de repente muy quieta, vestida de seda gris, junto a la cortina marrón oscuro. La luz de fuera le había palidecido aún más el rostro, y bajo ese yelmo de cabello rubio sus ojos habían mirado a otro Liuben, alguien que quizá también fuera él mismo, pero que no se encontraba del todo en su figura, más bien en otro lugar a mitad de camino entre su lado y en su interior, de manera que ahora tampoco estaba ya seguro de que hubiera pronunciado para él esas palabras de hacía un momento. Después se había dirigido de nuevo hacia él en su trayectoria, rápida e imprevisible, y le había tocado la cara, y poco antes de que Fičev entrara había vuelto a marcharse revoloteando con sigilo.

Había creído que se ahogaba, ahora también estaba seguro de que la temía porque estaba loca, y más seguro todavía de que su mano se le había quedado como una gran marca en el rostro, pero aunque no fuera así (casi nunca aparecen manos en los rostros), Stefan Fičev sí que se percató de su turbación, y eso no parecía desagradarle. Un escritor neerlandés había afirmado una vez, casi cien años después de que se hubieran desarrollado estos acontecimientos, que la mujer a la que un hombre elige expresa la postura de éste en el mundo —o algo por el estilo—, y así era, pensó Fičev, exactamente. Él había elegido a Laura por el efecto que produciría en el mundo exterior, y sobre todo porque él vería ese efecto. No es que él mismo se quedara impasible ante ese efecto, sino que el hecho de que ese efecto fuera tan visible constituía la esencia de su sentimiento. Había definido a Laura en su interior como a-búlgara, o quizá como anti-búlgara, y el primero en el que podía comprobar su efecto era su preciado antípoda Liuben Georgiev. El pobre hombre había caído fulminado, no cabía la menor duda, y Laura parecía también peculiarmente afectada. En el fondo esto era mucho más extraño, porque para él era un misterio lo que una mujer podía llegar a ver en un tosco cacho de carne como Liuben, pero eso lo hacía tanto más excitante. El doctor era una de esas personas para quienes los celos son un ingrediente indispensable del amor, y llevaba esta convicción hasta el final. Si los celos no surgían por sí solos, debían provocarse. No podía decir si Laura había notado algo de todo esto y le estaba haciendo el juego, era demasiado pronto para algo así, y además ya había renunciado a interpretar sus reacciones en un sentido u otro. No está bien de la cabeza, pensaba a menudo con cierta satisfacción, y achacaba su peculiar comportamiento al hecho de que durante años había padecido tuberculosis. Oficialmente estaba curada, pero todavía se encontraba o muy cansada o en un estado de exaltación apenas controlable, cuyos motivos no siempre eran claros. Pero era precisamente la alternancia de lo quebradizo y lánguido, y luego otra vez lo flotante y casi idiota, lo que tanto le fascinaba. Si ahora pudiera convencer a Liuben para marcharse con ellos a Italia, todo estaría arreglado. No sólo tendría público, sino que también podría sentir de continuo esa excitación añadida de la que ya empezaba a disfrutar. Y por último ese pedazo de hielo búlgaro debería derretirse por fin en la luz mediterránea y debería admitir lo que le había indicado durante tanto tiempo: que sólo había un país en la Tierra. Y ése no era Bulgaria. Contaba los días que le quedaban para poder salir de una vez por todas de ese establo.