Una aldea dentro del Muro
Antes del Muro, después del Muro, esta es la manera en que se divide ahora el tiempo, aun cuando desearías que no fuese así. No lo percibes todos los días –a veces no es más que una punzada– pero luego te vuelve a atacar, a menudo los domingos. Ahora es inconcebible, pero esta ciudad fue cautiva antaño y el poco verdor que había acababa siempre en un muro que no podías dejar de ver. Querías salir, pero allá donde fueses los otros estaban allí también; nunca conseguías escapar.
«Eso lo sabe todo el mundo».
«Sí, pero yo voy a contarlo de todos modos».
Íbamos con frecuencia a visitar Lübars, una pequeña aldea con iglesia, bomba de agua y taberna, la ilusión del campo, como si de algún modo fuera posible salir de la ciudad. Por la plaza empedrada iban muchachas a caballo. Pasábamos por la granja con gansos y pollos, donde vendían hortalizas y pepinillos en vinagre; en la bifurcación donde la Blankenfelder Chaussee se encuentra con el Schildower Weg escogíamos el segundo porque estaba sin pavimentar, un simple sendero. Un paisaje suavemente ondulante, con tilos solitarios dispersos aquí y allá. Como todos los demás, habíamos desarrollado técnicas para evitar a los caminantes que venían en dirección contraria, para hacer como si no estuvieran, así que teníamos la sensación de estar casi solos. El sendero torcía a la izquierda al cabo de un rato, y en la distancia se elevaba la lóbrega sombra del Muro. A veces, la luz brumosa lo hacía parecer casi bello, un monumento antiguo. Habitualmente dejábamos allí el sendero y cruzábamos por la hierba hasta un riachuelo que solo más adelante identifiqué como el Tegeler Fliess, y nos quedábamos allí un rato. Y se acabó. El agua era pardusca, pero clara y bastante profunda. La fuerte corriente arrastraba toda clase de cosas: ramitas, hojas, cañas de color pajizo. Justo en medio del río se alzaba un poste con un letrero que decía que la frontera pasaba por ese punto exacto y que tratar de cruzar a la orilla opuesta, que se encontraba tan cerca, estaba prohibido y era peligroso. La tierra de la otra ribera parecía igual que la tierra de nuestro lado. Más cañas, y cuervos, y tilos, tierra de nadie como una imagen de espejo, y el espejo estaba vacío. Aún a lo lejos, las luces altas, la barrera de verdad, el hormigón. Desnudo, sin nada escrito sobre él.
Luego dábamos la vuelta, girábamos a la derecha, subíamos una pequeña colina, y allí donde el Schildower Weg fluía hacia el mundo prohibido –y era por tanto un callejón sin salida– llegábamos a un nuevo camino asfaltado que discurría en paralelo a una estrecha hilera de arbustos. Más allá de ella había una cerca de acero; si te parabas allí, los hombres de la torre cercana te apuntaban con sus prismáticos. Casi podías notar tu cara cómicamente ampliada; ya no te pertenecía por completo, ya que tiraban de ella hacia allí, como si de uno u otro modo estuviera también arriba, en la torre, en aquella habitación cuadrada con grandes ventanas en la que estaban sentados aquellos hombres, aburridos. Yo podía oler sus botas y oír sin oír lo que estaban diciendo de las mujeres de nuestro lado que pasaban a caballo. Pero quizá sus botas no olieran y quizá no estuvieran mirando. En ocasiones, un cochecillo bobo con los colores del ejército recorría el estrecho camino de una torre a otra. Así era. Una pared de acero, una franja de arena de cincuenta metros, un camino, una torre. Y después, Muro, paisaje, iglesia. Blankenfelde, puede que aquellos hombres incluso vivieran allí.
El domingo volví a Lübars. Tomé el autobús 222 y me apeé en la última parada. La tumba del hacendado local seguía estando allí, en la verde hierba que rodeaba la iglesia. Yace en el cementerio desde 1899, con dos guerras mundiales por medio, sin que nadie lo despierte. Hay muy pocos paseantes y el camino está húmedo y enfangado. Cuervos, hojas en descomposición, un faisán que emprende el vuelo entre la maleza. Aún se alza el poste en medio del río, pero el cartel ha desaparecido. El agua fluye velozmente, pero ¿adónde va con tanta prisa? Hojas, ramitas: me quedo mirándolas y luego, igual que entonces, tomamos colina arriba, pero allí donde el sendero asfaltado discurría en paralelo a la cerca de acero ya no hay sendero. Veo las huellas de un escarificador en la tierra blanda: el sendero se ha convertido en un campo. La torre ya no existe y miro, a través del acero ausente, una torre ausente con hombres ausentes, un muro ausente. Por donde antaño iba el cochecillo bobo va ahora la gente andando a Blankenfelde. Después de la guerra, el poeta J. C. Bloem escribió: «En niet één van de ongeborenen zal de vrijheid ooit zo beseffen» (‘y ni uno de los no nacidos comprenderá jamás así la libertad’). En este lugar siento el impacto de sus palabras. Mi sendero se ha convertido en un campo y el camino prohibido es ahora mi sendero. Cruzo un espacio en el que, en otro tiempo, unos hombres habrían tenido que disparar contra mí y siento un escalofrío que pronto nadie sentirá. La historia borra sus huellas y así es como deviene historia. (Huellas invisibles, realidad visible).
Febrero de 1993