III

Alguien hace un chiste: Berlín Occidental, un millón de personas libres en una jaula. No siempre se tiene esa impresión, pero sí curiosamente cuando se sale de allí: más allá de esa frontera no hay libertad. He de ir a Kiel para dar una conferencia y he decidido ir en coche. La carretera de Berlín-Hamburgo es una de las tres rutas de tránsito permitidas y nunca antes la había tomado. En determinados tramos de la carretera, de la que uno no se puede salir en ningún momento (curioso constatar con qué rapidez se acepta algo así), se encuentra uno tan solo a unos setenta kilómetros del Báltico, y sin saber exactamente por qué, eso me da una sensación de aventura.

Se trata aquí de dos tipos de pathos, el de la política y el del tiempo. La palabra pathos es una palabra «densa», pero hoy quiere ser dicha. El tiempo se deleita en sí mismo, se sirve a sí mismo con profusión, da la impresión de haberse arrojado en los brazos del verano con una cabriola desenfrenada. Todo transmite una sensación de plenitud, de lujo, los árboles rebosan de verdor, el espino está en flor, el viento es tibio, no cabe la menor duda, se trata de un verano ejemplar, uno de esos que luego se utiliza a la hora de explicar cómo tiene que ser un verano que se precie.

Supongo que la gente en China debe sentir también algo así. Las imágenes que veo en la televisión me recuerdan al mayo del sesenta y ocho, pero elevado a la enésima potencia. Multitudes que parecen bosques, los coches cargados de banderas, la efervescencia que te llega incluso a través de la máscara de un idioma extranjero, los ojos brillantes, la experiencia con la que se calibra la propia existencia, ocurra después lo que ocurra. Esos momentos únicos, cuando la expresión de un pensamiento sale victoriosa sobre todas las otras consideraciones, cuando la vida, de repente, se te antoja ligera como una pluma, porque todo lo demás se ha hecho demasiado pesado. Cada mañana oigo los comentarios y entrevistas del BBC World Service y entonces me traslado de repente a la plaza de Tian’anmen, que por un par de días se ha convertido en la plaza del mundo entero.

Siempre tendré algo de las vírgenes necias (esas pobres infelices, que, según la parábola, llegado el momento de la verdad, no les queda aceite para sus lámparas) y por eso observo los rostros de la guardia fronteriza de la otra república con la esperanza de leer su pensamiento, quiero saber si les ha llegado parte de esa efervescencia que a ellos también les concierne. Pero si es así, no se les nota.

He hecho firme propósito de no volver a escribir sobre esa frontera, en la medida que me sea posible evitarlo. Pero he de volver a hacerlo una vez más. Junto con la puerta oscura y nocturna de Macao a China, esta es la frontera más provocadora que conozco, una frontera que formula la idea misma de frontera hasta tal punto que cuesta creer que los necios cuervos puedan sobrevolar la frontera así sin más.

Uno se da cuenta de cómo las verjas se van estrechando hasta formar el cuello de un embudo; de cómo uno es succionado. De repente te encuentras dentro, mientras que en realidad estás saliendo. Una selva de focos. Un vasto terreno desierto, pero aun así el trayecto a seguir estricta y detalladamente jalonado. No hay muchos coches. A causa del buen tiempo, todo parece inundado de una grata cordialidad; no obstante, los trámites siguen siendo rigurosos. Que si llevo niños conmigo. No, no llevo niños conmigo. Que si tengo un teléfono portátil en el coche. No, no lo tengo. Que si hago el favor de quitarme las gafas de sol y volver la cara hacia el guardia. Lo hago y, efectivamente, yo soy yo. Me dan vía libre para seguir hasta el próximo puesto de vigilancia.

Dado que para cada persona se toman un tiempo determinado, ya que a ningún vehículo se le deja pasar sin los exhaustivos controles, cubro la siguiente etapa por la llanura de cemento solo. Diversas torres de vigilancia. Aún hay esos focos altos, por la noche debe resultar un espectáculo impresionante, la velocidad prescrita es de treinta kilómetros por hora, más adelante de veinte. Uno ocasiona su propia demora, retiene a todos esos caballos invisibles de su motor. Quizás uno ni se mueva por sí mismo, quizá sea una cinta transportadora la que le haga desplazarse. A mi derecha, un largo tubo que va del primer puesto de vigilancia al segundo, por ahí va ahora mi documentación, acompañándome lenta e invisiblemente. Puedo ver la polea reluciente que acciona la cinta transportadora donde se encuentra mi pasaporte. Segundo control, todo muy cordial. Sus rostros no reflejan más que concentración en el trabajo. Y eso es lo que es, claro. Son chicos jóvenes. Son amables pero estrictos, me resultan tan ajenos como los testigos de Jehová. Todavía queda un tercer control, a veces hay hasta un cuarto. Durante todo ese rato se conduce al paso de una tortuga a la que Aquiles nunca podría dar alcance. Un cartel: «¡En la RDA cero por ciento de alcohol!». Lentamente se sale, se entra. Todavía a treinta, luego ya a cuarenta kilómetros por hora. Y entonces se encuentra uno en el otro país del mismo país. También aquí el verano sigue siendo dueño y señor, y la retama se recuesta lujuriosa contra los flancos de las colinas.

La tierra es inocente, no sabe de nada. Lupinos violetas, lejanías huidizas, reino bucólico. Más adelante granjas, pueblos, torres de iglesias. Por otras carreteras que a veces se ven a lo lejos, coches en marcha, tractores. Veo todo eso, pero no me está permitido ir allí. Eso despierta ciertos anhelos. Naturalmente ahora me gustaría torcer a la derecha, sentarme en un pueblo así a la sombra de un tilo.

Mucho tráfico no hay. Tiempo más que de sobra para pensar. También en la escasez de coches se ve la diferencia entre los dos países del mismo país. El Trabant es un artefacto curioso, resulta casi enternecedor. Los otros, en sus emblemáticos Mercedes, Audi, BMW, seguro que se sienten superiores. Pero al menos aquí no hay ese acoso histérico y agresivo de las autopistas de Alemania Occidental. Parece como si en ellas se diera rienda suelta a todas las frustraciones nacionales. Cuando se está adelantando a alguien y por el retrovisor se ve aparecer a lo lejos a uno de esos «fitipaldis» de turno, se puede dar por seguro que dos segundos más tarde se le va a tener pegado al parachoques haciendo una señal con la luz larga, y porque no pueden, que si no, le pasarían a uno por encima. Esos asesinos al volante parecen no estar empeñados en otra cosa. Una vez que te han pasado puedes contar con que momentos después se perderán tras el horizonte, ciento ochenta, doscientos kilómetros por hora no son nada. Toda su vida han tenido que reprimir algo, y ahora se desembarazan de ello, como si este pueblo estuviera constantemente furioso.

Aquí no hay nada de eso. Cien por hora es poco, por lo que a mí respecta bien podrían ser ciento veinte, pero después de una media hora conduciendo uno se acostumbra, y al menos de este modo puedo ver al hermano halcón y a la hermana primilla, los penachos rojos de los castaños, la voluptuosa caligrafía del viento en los trigales.

Pienso en el artículo que he leído esa mañana en Der Tagesspiegel: «¿Glasnost en la RDA de los años noventa?». ¿Seguirá la RDA siempre a la zaga de la Unión Soviética, Hungría y Polonia? El argumento de la RDA es que los rusos necesitaban la glasnost para movilizar a la población dado que la economía padecía un atraso desesperante, un argumento que no sería válido para la RDA, porque, en ese sentido, ellos son el reflejo de los otros alemanes, los primeros de la clase.

Recientemente se celebró un seminario en la Academia de Ciencias Sociales del Comité Central del SED, el partido comunista de la RDA. En dicho seminario participaban también científicos y políticos norteamericanos, ingleses y alemanes occidentales. Todo esto había de ser una preparación para la democratización prevista para los años noventa, y se describió a Der Tagesspiegel como «una contribución de la RDA al debate de la glasnost y la perestroika en la Europa del Este». Algunas de las afirmaciones hechas: «el socialismo necesita de la democracia del mismo modo que se necesita el aire para respirar» y «el socialismo sin democracia o sin la “plena puesta en práctica” de los derechos humanos en el sentido amplio de la palabra no sería socialismo o sería solo un socialismo a medias». Pasará mucho tiempo, eso sí, pero habrá de haber una mayor «responsabilidad individual» y un clima «crítico y autocrítico».

Y qué va a pasar entonces con ese Muro, piensa el ciudadano neerlandés que soy, mientras viajo de verja a verja, como si por reflexionar sobre esas cuestiones todo ese metal se fuese a derretir. Las palabras por sí solas no pueden derretir nada, su verdad habrá de manifestarse en otro lugar. Quizá la idea de que no ocurra es tan impensable como que vaya a ocurrir instantáneamente. Y es justamente la instantaneidad de todas esas propuestas la que, llegado el momento de su puesta en práctica, será lo más importante para los interesados. Se retirarán equis tropas rusas de la Europa del Este, y ya las veo partir en la televisión: los soldados, con medio cuerpo fuera de la ventana de un compartimento, riendo, con flores en la mano, y en los vagones plataforma, los tanques con los cañones apuntando absurdamente al cielo. ¿A dónde irán todos esos hombres? A finales de este siglo, habrá diecinueve millones de parados en la Unión Soviética. ¿Y qué se va a hacer al respecto? ¿Y qué van a hacer ellos mismos una vez que desaparezca la apariencia de actividad que un ejercito ofrece en tiempos de paz?

A las palabras hay que golpearlas como a un diapasón. ¿Suenan iguales? ¿Significan entonces lo mismo? El SED parte de una «democracia» que garantiza políticamente la propiedad socialista de los medios de producción, y todo ello, según el artículo de Der Tagesspiegel, ha de verse a la luz del «principio de la estabilidad» en la frontera más delicada del mundo, justamente esa que acabo de cruzar. Según ese principio, la división de Alemania es una condición para la estabilidad.

Desde esta perspectiva, el Muro es más que un símbolo, es una parte misma de esa condición. Pero varias veces al año queda patente que el Muro también puede significar la muerte. Y ¿cómo se concilian estos dos aspectos? «Quien cruza normalmente la frontera no tiene nada que temer». En 1988 hubo doce millones de viajes de la RDA a Occidente y a Berlín Occidental; en sentido contrario, seis millones. Entonces ¿por qué habría alguien de cruzar «anormalmente» la frontera? ¿Se trataría quizá de alguien que quería marcharse normalmente y que no le dejaron?

Yo puedo salir, eso es seguro, tan seguro como que si regreso volvería a poder entrar. Paso por los puestos fronterizos, zigzagueo por el cemento, repto de barrera en barrera, no llevo niños conmigo, me dejo ver la cara y vuelvo a estar con los otros otros. De repente los Mercedes vuelven a ir a la carrera, como si alguien les hubiese inyectado veneno. El primer Mercedes se come a un Audi que justo estaba engulléndose a un BMW, los trozos le cuelgan todavía de la boca. Aquí gozamos; pues, de una gran libertad, los gases atufan a los sumisos árboles, bienvenido a casa; en la estación de servicio, cinco clases de condones, diez clases de revistas sensacionalistas, doce clases de bebidas, pero afortunadamente también un único verano, impresionante. Me salgo de la autopista para ir a Lübeck. Bosques, lagos, paz. Nunca ha habido guerra, la tierra nunca ha sido contaminada. Me tumbo en un bosque bajo altas hayas y escucho a dos cucos que se cuentan historias interminables sobre huevos y nidos ajenos.

Lübeck. Esta Alemania me es desconocida. El hotel está a orillas del Wakenitz, aguas estivales lánguidas; remeros, pescadores. El ambiente es nórdico, una ciudad hanseática, prosperidad mercantil, los Buddenbrook. Casas antiguas, frontispicios escalonados, escudos heráldicos, riqueza. Todo muy a la holandesa, muy agradable. Me subo a una torre, dejo que el paisaje y la ciudadela se rindan a mis pies.

La ciudad, como una extraña construcción dentada, se baña en sus propias aguas amnióticas; en el puerto los grandes transbordadores hacia Suecia y Noruega, al norte Travemünde, el Báltico, el mundo es un cuenco lleno de luz. Me doy una vuelta por las calles silenciosas, almuerzo en el Círculo Naviero: maquetas de barcos, recuerdos de marineros, armadores, puertos lejanos. La ética protestante del trabajo cómplice del comercio y del capital: ninguna secuela del pasado tan virtuosa y tranquila como esta.

El lamento de las mujeres de los pescadores ha desaparecido, lo que queda son las casas señoriales de los comerciantes, las iglesias con las veletas en forma de barco. Tras la puerta cerrada de una iglesia oigo los pesados tonos del órgano, todo suena a antaño. «Sociedad para el fomento de las obras del bien común», «Casa de Comercio». En el hospital del Espíritu Santo contemplo detenidamente los nichos diminutos en los que solían dormir los ancianos, pequeños como enanos, en sus camas enanas, casillas interminables bajo un gran techo común de madera que parece un castillo de proa invertido. Vidrieras de colores, blasones de los benefactores.

En la Lübecker Nachrichten (‘Gaceta de Lübeck’): el capitán Harmannus Otten Wildeboer, práctico retirado, ha fallecido, la primera cigüeña blanca ha nacido en Eekholt, la venta de huevos de gaviota ha sido prohibida debido a la cantidad de veneno que se acumula en ellos, el dólar vuelve a sobrepasar al marco y en la plaza de Tian’anmen bailan los estudiantes, pero no por mucho tiempo. En una tarjeta postal que compro, la ciudad está en llamas, las casas reducidas a polvo en las calles, las campanas de las iglesias por el suelo. Eso fue entonces.

Ahora corren otros tiempos. La república que se edificó sobre esas cenizas hace ya cuarenta años que existe, y esos son también mis cuarenta años. La edición especial del Stern podría haberla hecho yo mismo con los ojos cerrados: para empezar, el rostro curtido de indio de Adenauer, Willy Brandt de rodillas en Varsovia, Erhardt con su puro, Uwe Barschel durmiendo eternamente en su bañera suicida, llevando puesto todavía su inútil reloj. El primer estudiante al que disparó la policía, Benno Ohnesorg, la ola de terror y contra terror que seguiría a continuación, el suicidio de Andreas Baader y Ulrike Meinhof, la construcción del Muro, los campos llenos de escombros en la ciudad en la que ahora vivo. Y entre todo esto, las nostalgias menores, los primeros coches, pequeños y patéticos, los primeros televisores de madera con su milagro grisáceo, el «emigrante un millón», que recibió en su momento una motocicleta como regalo de bienvenida.

De este modo se entrecruzan las dos historias: la que queda grabada para siempre en la memoria colectiva y que pasa de generación en generación, y la otra, la pequeña historia, hecha de los recuerdos de los supervivientes, y que desaparecerá con ellos. Michael Jürgs escribe en un artículo que los alemanes de hoy no son mejores que los de entonces, sino que son normalmente buenos y normalmente malos, que ya no sueñan con reunificarse con la otra mitad, pero que se alegran de que haya indicios de que el Muro no fue construido para la eternidad. Como siempre, los alemanes han prestado oído a las voces procedentes del extranjero y hay muchas cosas que no les agradan. En el Stern del 24 de mayo de 1989 Jürgs nos ofrece un par de respuestas. No, amigos franceses y colegas del Nouvel Observateur y de Le Monde, sin duda les cogerá por sorpresa que de este pueblo militarista haya surgido una mayoría antimilitarista. Pero nosotros preferimos ponerles nerviosos con eso antes que con tanques y cañones. Y, queridos vecinos ingleses, puede que todavía no hayáis entendido que somos distintos de los teutones de vuestras series televisivas, y que la señora Thatcher, por muy enojoso que le resulte, tiene poco que decir aquí.

El tono es firme, también cuando dice que la patria es tan poco importante como el Día de la Madre. La responsabilidad por los crímenes «que en otro tiempo se cometieron en nuestro nombre» ha sido aceptada como «una parte de nuestra historia» y ya no es reprimida. Y hoy día ya no existe una patria nacional para los alemanes. Pero los otros ya no tienen motivo para hacer del juicio de ayer el prejuicio de hoy. Todo el artículo es un apoyo claro a la política de Genscher y un adiós a la guerra fría: «Celebremos el futuro de esta difícil patria».

Patria difícil, vecino difícil. Un país que no se lo pone fácil a sí mismo supone una pesada carga para los vecinos. En un arranque me decido a dar un rodeo. No tengo que estar en Kiel hasta la tarde y en el mapa, sobre Schleswig-Holstein, he visto la otra frontera, la danesa, y junto a ella el pueblo de Kruså. En mi primera novela, Philip y los otros, hice que allí se produjese un encuentro, un encuentro inventado, engalanado, entretejido con algo que había sucedido de verdad en 1953. Así que tanto hace que estuve por aquí. No reconozco nada, excepto el mismo verano impresionante y el idioma extranjero en torno mío. «Soldater slog til i Peking-forstad», otras palabras, las mismas. «Thatchers EF-stil kan koste hende dyrt, Alfonsin gär for tiden». Tiempo6, time, Zeit, tiden, ¿qué hicieron las bocas con las palabras?

La carretera que he tomado es muy tranquila. Niños rubios en bicicleta, casas vacías, tejados de paja. Me siento como en casa y me pregunto cuál será la razón por la que los países pequeños resultan tan atractivos. Quizá sea porque no tienen ningún peso en la balanza del mundo, y tampoco se ven arrastrados por ese mismo peso hacia un destino que entraña inevitablemente el de sus habitantes, o algo así. Y como si ese peso agobiante se hiciera sentir, doy la vuelta con mi coche y vuelvo hacia el norte que ahora es mi sur.

Mi conferencia es en la biblioteca de Kiel, en un espacio luminoso y ventilado. Hay unos setenta estudiantes y luego salimos a almorzar en Der Friesische Hof. Son cordiales, nórdicos, abiertos. ¿Por qué están estudiando neerlandés? Los holandeses siempre hacen esa pregunta, como si fuesen un tanto escépticos con respecto a los motivos de los demás. Nuestra lengua es nuestro complejo. Pero los estudiantes tienen sus razones: historia del arte, historia, la Edad de Oro, De Stijl, estudio de fuentes primarias. De repente Holanda se expande un poco; no siempre somos una sociedad secreta. Algunos de los estudiantes piensan que es una lengua hermana, mientras que otros estaban simplemente buscando una materia secundaria adecuada, y Holanda está cerca. Uno está estudiando holandés porque un amigo suyo le dijo que era injusto que hubiese muchos más holandeses aprendiendo alemán que al contrario. Y le está encantando la experiencia. Visita Groningen de vez en cuando y ahora puede hablar con sus amigos sin tener que utilizar su propia lengua; eso le gusta. ¿Y la guerra? Cuando están en Holanda, los estudiantes ven los monumentos: «Es algo que nuestro país hizo. Eso no se puede evitar».

Bismarck, Kiel

Sopla el viento en Kiel; el viento del mar no trama nada bueno. A la mañana siguiente voy a ver una exposición maravillosa en la Kunsthalle: Der junge Lucebert, 110 cuadros, aguafuertes, gouaches, dibujos del poeta y artista de COBRA. Hay unas pocas cosas que no había visto antes, pero la mayoría sí, e incluso reconozco las obras que no conozco. Vuelvo a leer las palabras que están ya grabadas en mi memoria y han fijado su residencia permanente en mi lengua. Miro con nostalgia las fotografías del hombre de antes, con el pelo más oscuro, los ojos chispeantes entonces como ahora, paso por delante de los animales coloreados, las cabezas coronadas, por delante del autorretrato más temprano, de 1942, tan serio, por delante de todas esas personas andrajosas y vibrantes, el pathos furioso de los rostros que dibujó, sus enigmáticas lunas, seres míticos. Veo cómo un solo pintor ha tomado el mando de todas esas diferencias, caracteres, formas, técnicas, cómo algunos de los cuadros ríen ose burlan y otros están llenos de tristeza, y me siento desmoralizado y eufórico al mismo tiempo. El peso del aire, Pensando a través de los animales, Gemelos celestiales, El poeta alimenta a la poesía, En conversación con el diablo: el lenguaje del poeta ha rodeado con una cuerda de cada una de estas imágenes, pero también a mí. Una lenta y centelleante cuerda de imaginación que sigue rodeándome, invisible, mucho después de convertirme de nuevo en conductor, en la carretera de regreso a Berlín. Al principio del bello catálogo aparece un poema escrito a mano, «Berceuse», cuyas tres últimas estrofas nunca olvidaré:

Dat je tiert en rond rent

met roestige kettingen dat was

van weleer dat is toch bekend

Het moet ons van het hart

je bent behendig in het verkeer

schoon insulair in de weer

Maar wat je ontkracht en verwart

niemand te zijn en nergens

en dan nog iemand te zijn en hier7*.

10 de junio de 1989