IX
Últimamente se oye decir con frecuencia: «Vivimos momentos históricos». Incluso me he atrapado a mí mismo diciéndolo, no solo usando esa expresión sino también dándole ese ligero aire de autocomplacencia que le suele acompañar, como si de repente todos fuéramos algo más importantes dado que nos es imposible seguir el ritmo de los acontecimientos. Todo el mundo sabe que la unidad está por llegar, pero aun así la velocidad con que todo parece ocurrir nos sigue asombrando día a día, como si el desarrollo de los acontecimientos hubiese adquirido una dinámica totalmente propia que se escapa a toda forma de control. Lo que hasta ayer era impensable hoy se propone y mañana se enmienda, y da igual lo que escriba ahora, para cuando se imprima serán ya noticias caducas, un fragmento desplazado en un caleidoscopio en perpetuo movimiento.
Quizá los que más callados están sean los grandes orquestadores y los hombres de negocios, que, a espaldas del parloteo político, van agenciándose la RDA sin perder de vista las campanadas de los titulares de los periódicos. Y si se disponen todos esos titulares como una mano de bridge, uno se asombra ante la serie obtenida. ¡Todos triunfos! Quien un día aparece en el Süddeutsche Zeitung como «Modrow sin tierra», abraza al día siguiente –para asombro de su propio partido– la unidad alemana a condición de mantener la neutralidad, pero ya al día siguiente sostiene que lo de la neutralidad lo había añadido solo como punto a debate. «Modrow capitula», dice Die Tageszeitung y al día siguiente arrasa con: «La OTAN busca espacio vital en el Este». Entretanto, los políticos de Alemania Occidental se abalanzan sobre los futuros Länder confederados para asegurar la posición de sus partidos. No sé si se debe a toda esa turbulencia y a la conciencia histórica que según parece está presente en todas partes, pero se tiene la impresión de que el «hoy» ya no existiera: los fugaces momentos en los que ocurren todos esos giros, negociaciones, decisiones, oposiciones, parecen formar ya parte de los libros de historia o ser engullidos por el voraz futuro que solo se ve saciado con cada vez más cambios. Thatcher y Mitterrand viven para el caso en Oceanía, incluso los vecinos del Este parecen haber desaparecido tras unos bancos de niebla, tan solo se sigue un poco la pista a Gorbachov en su aventura en solitario, porque aquí todo el mundo sabe muy bien que, según las viejas reglas del Gleichgewicht, allá donde él mande, reside el otro centro de gravedad de Europa.
En mi camino de regreso de Múnich a Berlín, hago un alto en Ratisbona. Mientras que la nueva historia sigue cociéndose –igual ha empezado a agarrarse ya– continúo buscando reliquias de la vieja historia en este país que no acabo de conocer. A fin de cuentas, este conjunto de regiones que se llamó Alemania, y que dentro de poco volverá a llamarse así, aunque con ligeras modificaciones, se inmiscuyó en mi vida hace cincuenta años, y en este peregrinaje histórico los edificios y las ciudades que quiero visitar constituyen las ilustraciones petrificadas del relato que estoy leyendo. Con lo de ligeras modificaciones me refiero por supuesto a la cuestión de las fronteras sobre las que tanto se ha hablado y silenciado. En un mapa en la primera página del Berliner Tages Zeitung, en el que se ha representado la Alemania unida, el excéntrico Berlín se encuentra de repente muy cerca de la frontera del Este. «Habrá que añadir un trocito de tierra por allí –dice burlonamente el que me lo enseña–; una capital tiene que estar un poco más en el centro, ¿no?». El centro del que se trataría se puede ver en otros mapas en donde los territorios reivindicados por una minoría nostálgica vienen señalados con una línea de puntos.
En estos días, como extranjero, se desempeña un extraño papel en ciertos círculos ilustrados alemanes: la gente quiere saber qué opina el extranjero del asunto, comparar así la propia inquietud, aversión o miedo con la del otro, del que se presiente que, de un modo u otro, por motivos históricos, tendrá una serie de prejuicios ante el «peligroso desarrollo de los acontecimientos». Es como si tuvieran miedo de sí mismos y quisieran verlo confirmado por el extranjero, y a la vez no lo quisieran. Pero resulta difícil encontrar a los Republikaner y a los partidarios de desplazar las fronteras más peligrosos de lo que en realidad ya se les encuentra, independientemente del acto reflejo histórico y de la náusea que ya de por sí evocan. En relación a esto, había una frase en el Frankfurter Allgemeine (que por cierto iba de otra cosa) que me pareció muy acertada: «La historia teme repetirse a sí misma». Pero en eso no están de acuerdo la mayoría de mis interlocutores. Debe resultar extraño eso de tener miedo de tus propios compatriotas, pero aquí no es inusual. Ese miedo va acompañado en ocasiones de una repentina veneración por la RDA, como si «a pesar de todo» allí se hubiese desarrollado una utopía donde aparte de «los problemas que desde luego había» la vida era «en cierto sentido» más sencilla, más humana, no estaba corrompida por la avaricia, el materialismo, la ostentación de la República Federal. Desde esa óptica, aquellos de la RDA que quieren entregar la RDA a una Alemania unida son naturalmente unos traidores. Solo que por lo general, aquellos que lo dicen se encontraban ya desde siempre en la República Federal y de lo que no parecen percatarse en la hipocresía de su argumentación es del precio que esos otros han tenido que pagar los últimos decenios por esa utopía violentada.
Llueve en Ratisbona. Esta ciudad conserva todavía una antigüedad agradable y obstinada. Veo las gárgolas de la catedral, monstruos alargados que dejan que el agua de lluvia corra por sus hocicos como si fuera baba, veo las piedras de la torre de la ciudadela romana, y en un lado oculto de la catedral, como si de vísceras colgantes se tratara, los zafios vestigios de una primitiva iglesia, antiquísima, piedras desiguales y gigantescas izadas por el diablo. Y también en los platos se ven guisos de los que el resto de Europa ya se ha olvidado: siluro del Danubio, corazones asados, bofe estofado. El comer puede obedecer también a un principio ecológico: nunca he acabado de entender cómo el mismo conservador progresista, que daría la vida por la protección del águila sajona bizcorneta, se deja profanar el estómago entretanto a manos de un tal McDonald.
En una librería veo una foto de algo que se asemeja al templo griego de Segesta, un edificio colosal en una desolada costa siciliana, solo que el de aquí se encuentra entre el verdor nórdico, muy por encima del Danubio, y se llama Walhalla. Por unos momentos, me niego a dar crédito a mis ojos, al siguiente minuto quiero ir allí de inmediato, y Fred Strohmaier, el propietario de la librería Atlantis, se ofrece amablemente a llevarme en su coche.

Walhalla, Ratisbona
Walhalla, Atlantis, al instante cesa de llover. El último tramo ha de hacerse a pie y trepando, las alturas no se dejan conquistar así como así. En la lejanía, rendida a nuestros pies, brilla la llanura con las torres de Ratisbona, el río yace como una gran banda de acero, por entre los árboles desnudos reluce el mármol del sueño de un rey, ¡otro más! El rey y su arquitecto –algo así debió pensar Hitler cuando por las noches se inclinaba sobre la mesa de dibujo con Speer–, junto con la Gliptoteca de Múnich, este es el segundo edificio de esos dos que visito esta semana.
Era 1807, y el rey todavía no era rey32. Su padre se había puesto del lado de Napoleón, uniéndose así a la Confederación del Rin. El emperador había conquistado Prusia y había barrido Europa en un soplo: cuatro reyes y treinta soberanos habían de rendirle homenaje en Erfurt; el mismo Erfurt de la RDA en el que Willy Brandt en 1970 se encontró con Willi Stoph, situando así la primera piedra para su Wandel durch Annäherung (‘cambio a través del acercamiento’), la Ostpolitik, cuyas consecuencias han alcanzado una magnitud que nadie entonces podía imaginar, y también el mismo Erfurt a donde el viejo visionario pudo volver esta semana para dirigir la palabra a su viejo-nuevo-viejo partido.
La Alemania unida también parecía vislumbrarse en los sueños del príncipe bávaro. El templo de Alemania había de ser grande, «colosal no solo en términos espaciales, su grandeza ha de residir en la arquitectura: gran sencillez revestida de suntuosidad...»33. Y, a falta de dioses, ¿quiénes habían de habitar el Walhalla? «En el Walhalla podrán entrar quienes tengan por suya la lengua teutona... teutones ilustres y honorables»34, y así, al penetrar con un escalofrío en ese santuario, me encuentro en la noble compañía de unos rostros petrificados: un demacrado Kant y un joven Goethe algo hinchado, que parece un productor de cine con su sotabarba y sus cabellos de Gorgona, bustos blancos alineados fila tras fila en el espacio elevado e iluminado de Leo von Klenze, mirando fijamente con sus ojos ciegos a los descendientes que deambulan por allí. El rey fundador ya había debido anexionar en su pensamiento los Países Bajos, ya que en compañía de Bach y Leibniz, de Mozart y Paracelso, de estrategas recordados y príncipes electores olvidados, me encuentro con Boerhaave, Guillermo de Orange, Grocio y Maarten Harpertszoon Tromp. Arriba de todo erran los héroes y santos sin rostro, su recuerdo consta exclusivamente de letras: Eginhard, Horsa, Marbod, Hengist, Teutelinde y Ulfila me resultan desconocidos, pero puedo imaginármelos acompañados por música de Bayreuth. El rey mismo está sentado con toda la naturalidad que le permite la flexibilidad del mármol, coronado de laureles, los pies calzados en sandalias, la toga ligeramente ceñida, un senador romano flanqueado por leones alados. Lola Montes y la revolución de 1848 le obligaron a abdicar, pero ya tenía su Walhalla. En el exterior, 358 peldaños de mármol conducen abajo, y es fácil ver por qué a Hitler no le gustaba el Walhalla: en él no había lugar para muchedumbres y por lo tanto tampoco para entradas dramáticas. Este osario de mármol era apto para aquellos que ya hubiesen hecho todo, pero no para aquellos que aún tenían todo por hacer, porque allí nada se podía hacer.

Walhalla, Ratisbona

Goethe, Walhalla, Ratisbona
Hitler hacía las cosas de otro modo. En cierta ocasión vi las películas en blanco y negro de la Asamblea anual del partido nacionalsocialista en Núremberg, rituales atávicos chamuscados ya por el tiempo, no hace falta que los describa, han entrado para siempre en el dominio del estupor eterno. Y, claro está, ahora que me encontraba en esta parte del mundo, tenía que ir a ver aquel lugar, y, claro está, ahora que me encuentro allí me cuesta imaginarme algo, da igual qué. Esa sensación de «los otros no están». Tribunas vacías, la tribuna popular desvanecida, tan solo su imagen si uno la evoca, y el recuerdo de su voz. Esa voz que gritaba algo, que tenía un nombre, y todas esas voces anónimas que le contestaban gritando, un coro antiguo clásico al que se le había dado demasiado poco texto. Aún lo puedo oír, ese ruido salía de una radio de baquelita, los mayores la desconectaban, pero seguía sonando en otra parte, los gritos que se apagaban y que volvían a henchirse, una retórica orgiástica. No lo entendías porque eras un crío, pero había algo ominoso en ello, y también algo emocionante.
Nada queda de eso en este día lluvioso. Estoy solo, los otros están muertos o se han hecho viejos. Aquí cabía un cuarto de millón de personas, en torno a ellos se construía una catedral de luz y entonces estaban juntos, eso les hacía más felices. Banderas, anchas cohortes en filas de a doce, estandartes; un culto como conjuro de la fatalidad, puedo reguarnecer esta explanada desierta, poblar las tribunas cuarteadas, agrietadas, mugrientas, con los espectros de entonces, y junto con ellos, aguardar la llegada del otro, el momento orquestado a la perfección, la eyaculación, el orgasmo de un coloso.
Nada de ello ha subsistido, solo el lugar en sí, cuya única función es recalcar esa ausencia; el genius loci que aquí habita es un tanto raquítico. Trepo por una valla rota y subo por los peldaños en los que la gente se sentaba o permanecía de pie. Latas de cerveza, hojas sueltas del Bildzeitung empapadas como grumos de moco y sangre, la tinta de color corrida. El Walter Mitty que hay en mí, no pudiendo resistir la tentación, trepa hasta la tribuna, hasta la puerta de bronce en ruinas en la que alguien ha grabado «Nerón», y luego un par de escalones más hasta la pequeña tribuna de oradores desde la que él hablaba. Mi pueblo consiste en mi amada y en dos camioneros que andan ocupados soltando un remolque. Van de un lado para otro sobre el húmedo asfalto, y olvidan prestarme atención. Por lo demás nada, nubes parduscas, árboles desnudos, secretos bancarios del alma, invenciones.
Vuelvo al centro, a la verdadera Edad Media, me curo de la historia en una historia aún más antigua, las iglesias se hallan en medio de la ciudad como si en otro tiempo hubiesen surcado un mar que ahora ya no existe, como si estuviesen encalladas en un mundo que ya no sabe leer sus imágenes. ¿Quién recuerda aún quiénes son esas mujeres esculpidas en los pórticos de la iglesia de Nuestra Señora, la Frauenkirche? La piedad interiorizada de esos rostros las excluye del mundo que las rodea, hace ya siglos que no oyen el vocerío de los marchantes, tienen unas caras como las nuestras pero las utilizan de otro modo, distantes e imbuidas en sí mismas, como budas femeninas, han dejado desfilar ante sí el tumulto de los tiempos.

Tribuna, campo para asambleas del partido nazi, Núremberg
Frauenkirche, Sebalduskirche, Lorenzkirche, siempre esos espacios góticos disparados hacia el cielo que elevan mi pensamiento hacia las bóvedas de crucería, las pechinas, las nervaduras, las claves de la bóveda, toda esa altura que mi cuerpo no alcanza porque tiene que quedarse abajo por orden de Newton. Y contra los pilares, bajo los arcos, sobre los ventanales, en los nichos, ese pueblo de imágenes petrificado, que vive sin prestarnos la menor atención, ni nos ve ni nos oye, evangelistas de vidrio con forma animal, obispos reposando sobre sus tumbas, el panóptico del martirio y del beso de Judas, de los animales de fábula y las cabezas coronadas, de los verdugos y los hombres alados, una lengua que soliloquia porque ya prácticamente nadie escucha.
Me pregunto a qué gliptoteca pagana irán a parar estas estatuas, y esa misma tarde las imágenes de santos y las losas sepulcrales del Museo Germánico me vienen a dar la respuesta. Allí están, indefensas, sacadas de su contexto, invalidadas, arte. Y así, vuelvo a donde comenzó mi día, ya que en el museo hay una exposición sobre la Entartete Musik, la ‘música degenerada’ según los nazis. Mi cabeza se niega a hacer dos veces ese viraje en un mismo día, pero la seriedad de los estudiantes en torno mío me incita a quedarme, y miro cómo miran el mal en el mundo, la cara lúgubre del error. Esto no es algo que se pueda compartir: se ve, se lee y se asimila, cada uno para sí, y esto transcurre en un gran silencio, y como yo, ellos también leen la despreciable carta de Wagner a Meyerbeer, en la que se le ofrece como esclavo, y después, cuando ya no le necesita, los comentarios antisemíticos igualmente despreciables sobre el mismo Meyerbeer y sobre Mendelssohn en Das Judentum in der Musik (‘El judaísmo en la música’), que para siempre seguirán oliendo a podrido junto con su nombre.
No, la cosa no tiene nada de divertida. Las fotos de Schönberg y Adorno, de Weill y Eisler, las caricaturas atroces, los preceptos paranoicos, todo el turbio universo compulsivo de ese pensamiento cerrado que creía que había de destruir para su propia supervivencia. Nada quedó de todo eso, tan solo dolor, muerte, vacío, división, y, por supuesto, como siempre, este tipo de vitrinas ante las que uno se encuentra para intentar comprender lo que nunca alcanzará a comprender. ¿Por qué es el mal mucho más difícil de entender que el bien? ¿Por qué el Strauss de los Vier letzte Lieder (‘Los cuatro últimos lieder’) puede estar al lado de Hitler, por qué las notas de Wagner no se volvieron venenosas y desafinadas al instante cuando escribió esos disparates obstinados? No lo sé, y la chica a mi lado delante de la vitrina tampoco, lo noto en su espalda.
Se me han quitado las ganas de ver servicios rococós, guardainfantes, armaduras y casas de muñecas, así que sigo en mi coche hasta Bamberg, duermo en un hotel junto a un río de rápida corriente, escucho todas esas campanadas de la noche, paseo por la lluvia y el silencio, veo a los Kohl y a los Modrow en la televisión, y sé que he de volver a ese hoy intransigente, por la mañana saludo al Jinete de Bamberg, un joven serio que mira intranquilo hacia el siglo XX, y me dirijo a la RDA.
De Bamberg a Weimar se puede ir directamente por una comarcal. Coburgo es la última gran urbe antes de la frontera. Me he informado de si puedo pasar por allí y según el ADAC, el club automovilista alemán, puedo, pero una vez que esté allí, los guardias fronterizos parecen tener problemas con la combinación de un pasaporte neerlandés y un permiso de residencia berlinés. No hacen más que dar vueltas al papel, me miran detenidamente y a continuación miran mi foto de criminal, no me preguntan nada, pero se enzarzan en una larga discusión entre ellos. Por un momento, parece que hubiesen vuelto los viejos tiempos, pero entonces me dejan pasar. Luego todo se hace distinto y todo es verdad. Es la primera vez que no voy por la autopista y que atravieso verdaderamente el país, y es como si un velo de tristeza cayera sobre el coche, como si hubieran puesto otra luna en el parabrisas por la que el mundo se ve más deslucido, más deteriorado. ¿Va eso también por los árboles, gran viajero? No, eso no va por los árboles, y aun así, querido amigo, hay algo entre las carreteras y los árboles, entre las casas y los árboles, por lo que esos árboles sacrifican parte de su ser imperecedero para adaptarse al color de su entorno. ¿También en los bosques? No, en los bosques no. Nieve, agua nieve, lejanos horizontes, belleza, casas de pizarra, poco tráfico, Eisfeld, Saalfeld, Rudolfstadt, Kahle, industrias, humo sucio, pintura descascarillada, cornejas en los campos, un mundo descolorido.
Es invierno, me digo a mí mismo, si se pusiese algo de sol a esto, seguramente la cosa cambiaría. Y dentro de un par de meses volverá a haber verde en los árboles. Pero aquí vive gente que ya no tiene la paciencia para esperar ese par de meses.
24 de febrero de 1990