Aviones y águilas muertos por todas partes
Primera imagen. Entro en una gran sala. En ella hay un avión que nunca volverá a volar. Miro al interior por las ventanillas. Dentro hay una piel de serpiente vacía, alas muertas. Los aviones no pueden vivir y por tanto no pueden morir. Así pues, ¿qué tiene este avión que me hace pensar que ha vivido, que ha muerto, que ha sido enterrado y de nuevo desenterrado? Está un poco deteriorado, a la manera en que se pudre la materia viva. A veces vemos una fotografía de un soldado exhumado, un trozo de uniforme desgarrado, todavía un poco de cabello en un cráneo sin ojos. Es un poco como eso. El avión muerto está retorcido de una manera que contradice la perfección técnica de un avión de verdad, pero también la de los restos de verdad cuando hay una catástrofe aérea: no es así como acaban los aviones. Contemplo el plomo retorcido, la blandura, la flexibilidad, la vulnerabilidad de ese material. Luego reparo en otro avión. Solo tiene una ventanilla, un agujero cuadrado alrededor de donde tendría que estar la cabina. El morro es puntiagudo, como un reactor supersónico, pero los arañazos y abolladuras hacen que su parte frontal se asemeje a la cabeza de un animal, convirtiendo esa ventanilla cuadrada y sin cristal en un ojo acongojado. La cabeza pertenece a una especie extinta de ave. Más alas muertas donde deberían estar las turbinas, flores marchitas, marrones de herrumbre. Naturaleza, pero seca, muerta. Encima de las alas hay libros en los que crecen hierbas. Esas hierbas también están muertas: ramitas de un pardo amarillento.

Anselm Kiefer, Mohn und Gedächtnis (‘Adormidera y memoria’), 1989, Nationalgalerie im Hamburger, Berlín
Segunda imagen. El cielo está gris y nórdico; esta es una ciudad nórdica. Me encuentro en un parque. Coches estacionados a lo largo de las calles, en las aceras, anárquicos, glotones, como si de pronto una gran masa de gente se hubiera congregado en algún sitio dejando atrás sus pertenencias. Pasan las nubes, muy arriba, amenazadoras: se avecina una tormenta. En el parque, una colina con árboles, suaves pendientes de césped. No tengo ninguna prisa. Sé cuál es mi meta: una estatua de un ídolo que se eleva muy por encima de todo los demás, con el rostro de un hombre al que reconozco. Cuando empiezan los árboles, unos suaves peldaños conducen hacia arriba. Subo y miro la estatua por encima de mí; se va haciendo cada vez más vertical. Naturalmente, conforme se hace más grande yo me hago más pequeño. Se alza sobre una base circular que tiene las dimensiones de un pequeño prado comunal. Subo otros escalones hasta la primera galería. Hay unas figuras desnudas de hombres talladas en el granito. Miran fijamente y piensan; se puede ver lo concentrados que están. Cavilar es quizá una palabra mejor. Una tautología en piedra. A pesar del granito, sus cuerpos parecen simplemente cuerpos: músculos, curvas, fuerza. Su edad es una media de todas las edades, no se les permite tener nombres, se han quitado la ropa para pensar. Están ahí para acrecentar la gloria del hombre calvo que se alza por encima de ellos, pero ellos nunca podrían haber sido calvos. No son viejos, no son calvos, no son gordos; sus cuerpos masculinos son los lejanos ecos alemanes de un ideal griego.
Subo más, haciéndome todavía más pequeño, pero nunca podré llegar a los pies de esa gran estatua. Las piernas del hombre están sostenidas por un peculiar baluarte de piedra, como si llevara una anacrónica armadura. Por supuesto tiene una espada (que nunca ha usado) y hay dos águilas posadas junto a sus piernas, con las alas como escudos protectores, la cabeza vuelta para mirar en torno suyo, como esas aves del zoo que parece que tienen dos cabezas, una delante y otra detrás. Su expresión es fiera, su pico ganchudo. De granito, pero uno puede imaginar el color de esos severos ojos. Cólera primigenia: así es como lo describirá una mujer más adelante cuando nos hable de estas águilas, diferente, la misma. Doy otra vuelta a la estatua. Justo debajo veo el manto de piedra como una pared de escamas; la parte posterior de la cabeza, se diría, pertenece a un estatua de Buda. Eso es algo que nunca ha dicho nadie de este hombre. De nuevo me encuentro frente a la estatua, sus mejillas son regordetas, pero no tan llenas como las del Iluminado. Bigote, papada, cuello de uniforme, poder. Se halla bajo un cielo plomizo, mirando hacia la ciudad que no lo amaba, pero su mirada no toca a nadie. En la distancia, un chillido repentino como el comienzo de una tempestad, el alarido de una gran muchedumbre. Estremecimiento de masas, placer de masas, una competición. El sonido se apresura en torno a las copas de los árboles y luego se desvanece.
Tercera imagen. Una mujer, rostro severo, desencajado. Está en un espacio vacío, iluminado por una luz blanca. No sé qué hora del día es; acaso ese tipo de medida no se aplica donde ella está. La hora de los sueños. A su lado, una jaula con un águila dentro. Esta ha vuelto la cabeza apartándose de todo, una silueta muerta en una rama muerta. Pero la mujer le está hablando al águila. La oigo claramente; su espacio está justo enfrente del mío. Daría la impresión de que quiere tentar al águila, seducirla, en una especial variación alemana sobre Leda y el cisne. Le recuerda al águila la mirada de amor que le dirigió aquella mañana con la cólera primigenia de sus ojos. Abre la jaula con el cortaalambre. Se ofrece, en realidad no para el apareamiento, aunque es a eso a lo que más se asemeja, sino para una forma de comunicación mucho más intensa: como sacrificio humano, como presa. Yo sé quién es (llevo ya un rato en este espacio): Anita von Schastorf, hija de un junker prusiano que supuestamente participó en el intento de asesinar a Hitler. Un padre al que apenas conoció, pero al que idealiza y cuyo diario publica después de haber eliminado las confesiones más desagradables, según la reciente acusación de un joven historiador. Este tiene de él una imagen distinta, infinitamente menos halagadora, y ella le ha hecho enfurecidos reproches, pero ahora está sola con su águila, ya no grita sino que se muestra seductora. Dice que está muy desnuda debajo de la ropa. Un ave no puede tener ni idea, dice, de «lo mal que te sientes desnuda e indefensa, sin tu plumaje», y repite su ofrecimiento: sangre, intestinos, tendones, grasa, piel, glándulas. Este animal, el más germano de todos, puede tener todo lo que ese débil cuerpo humano ofrece; es todo para su pico y sus garras. El águila no se mueve y luego se oscurece y cuando vuelve la luz está posada, con las alas extendidas, sobre el cuerpo semidesnudo de la mujer, pero no es esta la que es devorada, ya que continúa allí sentada tras otro rato de oscuridad, ahora cubierta de sangre, histérica, rodeada de plumas y de grandes huesos de ave, gimiendo: «Wald… Wald… Wald… Wald…» como si todo el asunto no fuera ya bastante oscuro.
Cuarta imagen. He regresado a la ciudad nórdica junto al agua. El tiempo está más despejado esta vez, es otro día y las nubes de tormenta han pasado. En una calle ancha se levanta un monumento rectangular en el que se representan soldados. «Deutschland muss leben, und wenn wir sterben müssen», dice la inscripción: ‘Alemania debe vivir, aunque nosotros debamos morir’. Esa extraña formulación significa que la supervivencia de Alemania bien vale la pena de que mueran esos hombres de piedra que marchan, rígidos e inmóviles, en una fila continua alrededor de su rectángulo. Esta procesión no puede llegar nunca, no puede detenerse nunca, no tiene principio ni fin. Están esculpidos en relieve; sus costados derechos existen solamente como idea, enterrados en la piedra, con la familiar forma del casco que solapa el del hombre siguiente, una y otra vez. Como no hay principio ni fin y cada hombre tiene un hombre delante y un hombre detrás, todos tienen que seguir andando de ese modo para siempre, en su camino hacia la muerte.

Monumento en Hamburgo, detalle
Quinta imagen. Ahora vuelvo donde empecé. Dejo atrás los aviones muertos y llego a una biblioteca hecha de plomo. Los libros que hay en las estanterías son tan grandes que yo jamás sería capaz de levantarlos. ¿Qué podría haber escrito dentro de ellos? Son viejos, se comban, se deshacen; se apoyan unos en otros buscando sostén. Resulta obligado pensar en la biblioteca de Alejandría y en la de Borges, pero los libros de la primera sirvieron antaño de combustible para los hammams de la ciudad durante seis meses, mientras que la segunda evoca algo que no está hecho de plomo, una biblioteca interior, mental, donde los libros están siempre disponibles para su lectura, pero que en sí misma sigue siendo invisible. Los libros que hay aquí se parecen más a los volúmenes de una oficina del catastro, a catálogos de los vivos y de los muertos, algo de ese estilo.
Una vez visité el archivo nacional español en el castillo de Simancas; fue una experiencia escalofriante. Unos cuantos estudiosos en absoluto silencio, entre kilómetros de folios, pergaminos, un inacabable batallón de lomos encuadernados en piel. En alguna parte, en medio de aquello, tomé un volumen: el catastro del siglo XVII de la ciudad de Cuenca. Lo siguiente que se me ocurrió era inevitable: que toda España estaba descrita en aquel archivo, cada centímetro de tierra, cada acontecimiento, cada mensaje, como si el país y su historia estuvieran reproducidos allí, pero en papel. Sospecho que algo similar está sucediendo aquí, pero sin un método. Tiene que haber nombres de plomo dentro de esos libros, pero son los nombres de la casualidad, al igual que las largas cintas de fotogramas de película que cuelgan de las cámaras de vídeo de plomo deformado, en los estantes superiores, muestran solamente personas al azar, extraños, contemporáneos, personas que fueron o que son y cuyos nombres dormirán en estos colossi de plomo sin que nadie los vea, porque nadie puede leerlos. En uno de esos estantes se lee la inscripción «Tigris y Éufrates», y parece como si los libros tuvieran que ver conmigo más de lo que yo puedo reconocer, como si mi transitoria presencia debiera ser puesta a la luz de la historia universal, pero quien afirme eso olvida que mis propios orígenes están en la tierra entre esos dos ríos y, por anónimo que yo sea, la historia de mi mundo vive más en mí que en esos cerrados libros de plomo.
Sexta imagen. La sala de la mujer y el águila, pero dos horas antes. Alguien acababa de gritar «DEUTSCHLAND» y me recordó otro sonido, el ruido de la muchedumbre en la ciudad nórdica. Esta voz única grita como toda una muchedumbre. Resulta un poco aterrador, y la palabra que grita no hace sino acrecentar ese efecto. No es una muchedumbre, y sin embargo esas quince personas, situadas a diferentes alturas pero muy juntas y con la cara vuelta en la misma dirección, hacen el efecto de una tribu, un pequeño Volk. «Wir sind der Chor», corean. Le están hablando al fotógrafo, pero los que están a mi alrededor y yo lo oímos también, y desde luego lo que quieren que oigamos en esas palabras es Wir sind das Volk. Volk? ¿Qué significa eso? ¿Este grupo de coristas que arman trifulcas, vitorean, espían y se pelean, en este momento, ese momento único en que los están fotografiando a todos juntos? ¿Es eso un Volk? ¿Un grupo aleatorio de personas que han llegado juntas a determinado instante tiene que ser das Volk, ese único e ineluctable Volk con mayúscula, el grupo que todo el mundo (un fotógrafo es, al fin y al cabo, todo el mundo) mira, que nosotros, los que no pertenecemos a ese Volk, miramos? El fotógrafo, un historiador rápido como el rayo, hace todo lo posible, y así debe ser, porque no le quitan ojo. Tiene que retratarlos en ese momento único, irrepetible, atraparlos exactamente con el aspecto que tienen justo entonces, capturar (así es como lo llaman los fotógrafos) al grupo antes de que se disgregue en individuos separados. Pero el fotógrafo hace algo mal; un sombrero bloquea un rostro, falta alguien, no está incluido el Volk entero, de modo que se venga del fotógrafo devorándolo. Su ropa se queda allí, en el suelo, pulcramente doblada, con las zapatillas deportivas encima del montón. A la fotógrafa que viene después de él no le irá mejor; esta muchedumbre es peligrosa.
Última imagen. De nuevo estoy de regreso en los aviones, en la biblioteca de plomo. Bajo una escalera y entro en una gran sala llena de cuadros. Si tuviera que nombrar primero un color sería el negro, el abrasado y chamuscado negro de las cosas que se han quemado. Solo más tarde me doy cuenta de que muchas de las jóvenes que hay allí llevan el mismo negro: negro y el color siguiente, gris ceniza, gris de las piedras trituradas, marrón claro de la arena del desierto, la fría serpiente de madera muerta, hojas secas, nieve sucia. Lilith, Jerusalem, Entfaltung der Sefiroth, Die Rheintöchter: se ha asignado nombres de peso a estas escenas. Son imágenes melancólicas: la serpiente enroscada dentro del avión, una escalera solitaria que sube a un cielo vacío, dos alas negras de ángel sin ángel, paisajes de los cuales una clase peligrosa de luz ha expulsado a la gente, un mundo saturniano de materia muerta, pérdida y ausencia, vías de tren que acaban en la destrucción, como en Theresienstadt, piedras cuyos nombres inscritos evocan el mundo de la Cábala, como si, al término de nuestro paso por todos estos mundos muertos, fuese de algún modo posible escapar a la inmundicia de la historia, una redención. Azila, Jezira, Asijjah: como la tentación, como la esperanza, estas palabras vagan entre el plomo y los trajes muertos sin ninguna persona dentro, trajes de mujeres, de niños, quizás hasta de muñecas, manchados, aplastados entre el plomo retorcido y arrugado, como el helecho que antaño fue verde, como la hélice suelta, como la espeluznante masa de cabello muerto en el retrato de la mujer, que ya es casi invisible.
«C’est la vie et la mort», oigo decir a alguien detrás de mí, y por supuesto tengo que volver la mirada. El joven que acaba de pronunciar esas palabras mira expectante a una mujer igualmente joven a la que se dirige. Ella ni siquiera puede girar la cabeza para mirarlo a él, ya que están demasiado cerca el uno del otro y la visera de la gorra negra que lleva es demasiado grande: podría hasta decapitarlo. Sobresale como una especie de arma.
«C’est ni la vie ni la mort», dice ella, y creo que tiene razón. No es ni la vida ni la muerte. Permanece allí muy quieta con sus puntiagudos zapatos plateados; sigue mirando un rato y luego añade: «C’est la souffrance». Una vez más estoy de acuerdo con ella. Es el sufrimiento que viene antes de la limpieza, antes de la catarsis, antes del anhelo de verse liberado de una era contaminada, del blasfemo relato de la historia. Cuando me giro para salir de la opresiva habitación, veo que un guarda la para en la siguiente puerta. Señala la visera de su gorra, pero ella se ríe y le da la vuelta, de modo que ahora la enorme visera le cuelga sobre la nuca como un velo almidonado. De una u otra forma, ese sencillo gesto da a la tarde una sensación de liberación: cuando salgo al exterior me siento más ligero, liberado de aquellas imágenes.
Pero ¿dónde he estado, y cuándo? Quizá son ya demasiados acertijos por ahora.
¿Dónde hay damas prusianas devorando águilas alemanas? Sería en Schlusschor de Botho Strauss, que veo en el Deutsches Theater, en lo que antes se llamaba Berlín Este. Y es también allí donde canta el coro que no canta, y donde alguien grita «Deutschland», al igual que Die Rheintöchter, de Anselm Kiefer, en la Nationalgalerie, hace pensar de inmediato en Alemania, al igual que los soldados en su eterno rectángulo llevan cascos alemanes, al igual que el gigantesco hombre de piedra de la ciudad norteña de Hamburgo fue el fundador de la Alemania de 1871, al igual que las águilas que hay a sus pies son las mismas águilas que la que se posa en los desnudos hombros de la mujer, que es por supuesto la misma águila que veo más adelante, esa misma semana (vi todas estas imágenes es una sola semana) en un muro de Charlottenburg, con la negra mugre de la contaminación atmosférica goteándole del pico como sangre.
Pero ¿no estarás mezclando tus imágenes? Hablas de la realidad en una imagen y luego pasas a la siguiente y empiezas a hablar de arte, que es un reflejo, una representación, imaginación, sublimación de la realidad. Eso es cierto, pero yo he visto esas imágenes –águila, coro, libros de plomo– con mis ojos reales, en un espacio real, como he visto a los soldados del 76.º regimiento hanseático en ese monumento rectangular de Hamburgo, y la estatua de Bismarck. ¿Quién determina la jerarquía de tales imágenes? Lo imaginario forma igualmente parte de este mundo, aun cuando soy bien consciente de que el águila estaba disecada y nadie se la comió de verdad, lo mismo que sé que esos libros están hechos de plomo macizo y no contienen ni un solo nombre, dijera yo lo que dijera, lo mismo que esos aviones no se están pudriendo, sino que simplemente están hechos así, lo mismo que los helechos muertos están pegados al plomo y el coro se quita el maquillaje después de la función. El arte se nutre de la realidad y, si todo va bien, vuelve a la realidad. Arte alemán, realidad alemana, aquí es imposible eludirlo. Pesado, cargado, turbio, romántico, a veces toma un desvío por los suburbios del kitsch, pero aun entonces es un reflejo de la realidad: el kitsch de Bismarck se eleva a gran altura desde el Gründerzeit (‘la época de los fundadores: del Imperio alemán’), el kitsch de las catedrales de luz y las procesiones con antorchas de medio siglo después, el kitsch del águila plateada que tan aterradora me pareció de niño cuando la vi danzado por encima de la procesión de hombres grises en marcha hacia La Haya.
A mis amigos alemanes no les impresiona que me meta en semejantes honduras. Tú vas buscando cosas, dicen; pero eso es verdad solo en parte. Bismarck en Hamburgo era inevitable, como lo era el monumento de los soldados desfilando. Es que esas cosas están ahí, en las calles y en los parques, digo, puede ser que yo, simplemente, sea más rápido en descubrirlas. Entonces, ¿viste el contra-monumento conmemorativo de Hrdlicka cerca de los soldados desfilando, preguntan, las esculturas que no terminó porque se peleó con el ayuntamiento? Sí, también lo vi, un monumento dialéctico, concebido para contradecir al otro. Para Hrdlicka, la guerra no tiene que ver con soldados desfilando sino con víctimas, mujeres y niños en los bombardeos, cadáveres de soldados en las trincheras, con ejecuciones, tortura, resistencia. La ciudad ha colocado amablemente un cartel para decir que el monumento está aún en construcción, pero está abierto, remite solamente a sí mismo, está inacabado, todavía no ha dado su opinión, se cierne en torno al otro como un lamento, en torno a esos hombres que desfilan con sus rostros cerrados y que parecen estar pensando todos en lo mismo.
«¿Y Bismarck? ¿Qué pasa con él?». Yo diría que cualquier político que esté convencido de que no está haciendo historia sino que, como todos los demás, debe esperar a ver cómo se desarrolla está intentando corregir el grandioso monumento a Bismarck (que, por supuesto, no levantó él mismo). El retrato que traza Golo Mann de Bismarck –Fausto y Mefistófeles, piadoso y cínico, monárquico y despreciador de príncipes, melancólico, político del poder, gran orador, desdeñoso de toda forma de ideologíaestá en todo caso más matizado que la imagen que mis amigos alemanes parecen tener de él.
«Bueno, de acuerdo, pero ¿y Kiefer?». ¿No me doy cuenta de que está completamente passé ? Puede que así sea, pero a mí ¿por qué me iba a importar? Veo perfectamente que su arte es tan pesado como el plomo que usa para hacerlo, pero ¿no es el país mismo el que durante siglos ha impuesto este peso, esta didáctica pesadez de corazón, a sus artistas? Hablan de Bildungsbürgertum, las clases educadas, de Kiefer en su papel de praeceptor Germaniae, de autoproclamado profeta que en realidad no ha digerido las imágenes que toma del misticismo judío, sino que las usa como meros tópicos cosméticos, al igual que durante un anterior periodo provocador se apropió del mito alemán para sus propios fines. Puede que así sea, pero a mí nunca me preocupa gran cosa cómo surge una obra de arte o lo que dice el barómetro del mundo del arte, lo que piensan otros de ella y qué motivos ocultos y manipulaciones políticas o financieras sospechan; lo único que importa es el objeto real que tengo delante, apresándome dentro de su apocalíptico campo de fuerza, como dice alguien a mis espaldas: «C’est la souffrance».
Está claro que no se me puede decir nada. Estoy visiblemente decidido a observar lo alemán en todo lo que es alemán. Pero ¿veo al menos que Strauss no es más que un sensacionalista que entreteje profundidad política sin ninguna claridad en sus piezas teatrales, que no ha producido más que palabras hueras e insinuaciones sobre el tema de la unificación? Y ¿no oí los abucheos durante la escena con el águila, demencialmente kitsch? Sí, los oí, y tal vez incluso los comprendí, porque donde encaja esa escena es en una película de Spielberg y no en el teatro, y no me puedo imaginar una obra inglesa en la que se invitase a un león a llevarse al huerto a la primera actriz, y sin embargo también vi algunas escenas magníficas esa noche y no dejan de venirme a la cabeza recuerdos de la representación. Y, lo que posiblemente es aún peor, sigo viendo águilas dondequiera que mire: prusianas y de Hesse, el águila de Weimar, que es de nuevo el águila actual; domesticadas, coronadas, águilas de correos y águilas de la policía, hasta que alguien me enseña el águila más bella de todas, la que tiene las alas rectas y horizontales que recuerdo de mi infancia, la de las banderas, solo que ahora ya no danza por las calles, está suspendida en piedra sobre la entrada de la oficina tributaria que hay cerca de mi casa. Se le ha permitido quedarse, pero han quitado la esvástica del aro que tiene entre las garras y en su lugar hay un 48, el número del edificio. Me reservo para mí que esto presta al 48 un significado cabalístico que se aproxima a la redención.
Junio de 1991