Intermezzo II

Tiempos inmemoriales

Algunas ciudades cumplen con sus obligaciones. Proporcionan al viajero la imagen que este tiene de ellas, aunque sea una imagen falsa. Este viajero, que ha dejado atrás al Ángel de la Paz (todavía siente a sus espaldas el saludo dorado de despedida) y que ahora se pasea a lo largo de la verde tentación del Jardín Inglés hacia la Prinzregentenstrasse, es muy sensible al elemento marcial de la ciudad en la que se encuentra. El Pabellón de los Generales, el Arco de Triunfo, el Panteón de la Gloria, el Mausoleo del emperador Luis de Baviera al que su escultor clasificaba de castrum doloris, ‘fuerte de dolor’, por su mármol negro; lo militar nunca está lejos. Incluso en el atavío de los transeúntes se vislumbran vestigios de lo marcial, sombreros llamativos, plumas conquistadas, austríacos verdes, parece como si los que van vestidos así, quizá justamente por el hecho de constituir una minoría, se movieran por la ciudad con fines estratégicos, cada uno con su misión. No se trata de uniformes, sino de trajes típicos, según le había explicado un amigo alemán, pero aun así. Las personas con ese atuendo tienen algo de acorazado, por algo esos abrigos de loden21 se llaman así. Hombres de hierro en abrigos de plomo.

En torno suyo flota el recuerdo de tiempos inmemoriales. Halalí, golpes sordos en un bosque oscuro, fogatas nocturnas, canciones ininteligibles. El viajero vio en cierta ocasión una foto de Heidegger en traje típico. No quiere sacar conclusiones tópicas a ese respecto, a fin de cuentas él también posó una vez con un traje típico de Volendam, pero el efecto entonces fue más bien cómico. Heidegger en su traje, no. ¿Es posible que uno se pusiera un uniforme (porque eso era a fin de cuentas) para poder pensar mejor? Y ¿se trataba del mismo hombre que había escrito sobre el tedio, la angustia y el tiempo, y que había osado atar la nada con ristras de palabras?

Uno ve lo que quiere ver, había dicho su amigo, y de eso justamente se trataba. Uno difícilmente podía suprimirse a sí mismo, y antes de que se pudiera ver algo le venían a uno en mente los recuerdos de lo ya visto en otros tiempos, otros uniformes sobre este mismo decorado, aún tan familiar, otros desfiles, otras manifestaciones. A pesar de ello, apretó el paso cuando captó jirones de música marcial que provenían del Jardín Real. La verdad es que tenía motivos para avergonzarse: la música militar siempre le había emocionado. Cruzó un puente provisional sobre una gran arteria de tráfico y fue a parar a unas ruinas. La música había cesado; había un grupo de jóvenes soldados, inmóviles en la medida de lo posible. La brisa llevó hasta él palabras como muerte, conmemoración. Tenía que ver con la guerra, que no se resignaba a morir, que solo desaparecería cuando el último de los que la había saboreado en su propia boca hubiera muerto. Solo entonces. Abajo vio también a unos viejos, gente que nunca había sido joven, no eran aquellos de los Sondermeldungen, los ‘comunicados especiales’, o de los Kriegsjournale, los ‘partes de guerra’, ni los soldados que de niño había visto por la calle tras un tipo de enseñas y estandartes análogos pero distintos. El águila de este estandarte era de plata, pero el signo secreto se le había caído de entre las garras, ya no existía. Sintió cómo su propia edad se confundía con la de aquellos viejos allí abajo, que formaban una especie de cuadro. Él tenía más en común con esos hombres que con los jóvenes soldados, lo cual no dejaba de ser extraño. No podía oír las palabras del discurso, pero no era necesario, sabía cuáles eran. Honor, fidelidad, luto, sacrificio, en otro tiempo, entonces. Esos hombres mimaban el entonces para poder tener un ahora, y ese entonces adoptaba la forma de flores, enseñas, condecoraciones azules y blancas. Todo ello dentro de un cercado, junto a una fosa, ante unas ruinas, el escarbo de gente tirando del tiempo. El viajero baja lentamente las escaleras y se dirige hacia el Jardín Real.

Se produce un encuentro. Una vez que llega abajo en el Jardín Real, ve a los jóvenes soldados doblar una esquina de ese modo tan característico de los soldados: en vez de trazar una curva como haría cualquiera, describen un ángulo de noventa grados. Y no, no son los mismos uniformes, y sí, el hombre portador del estandarte con el águila –la luz del sol centellea en la plata– es alto y rubio, y no, las órdenes no se gritan, casi se susurran, y no, la música no tiene un aire marcial, parece más bien que le hubieran puesto una sordina, velada, aterciopelada, y no, no se dan zapatazos, porque al cesar la música ve cómo esos zapatos enormes, los borceguíes, se cuadran sobre la gravilla a ritmo pero a pesar de ello cautelosamente, una especie de susurro rítmico. Se traslada mentalmente a su antes de hace casi cincuenta años, la entrada de unas tropas, más hombres, los uniformes de un gris más profundo, más fundamental. Los de entonces llevaban unos cascos que casi les cubrían los ojos, de modo que sus rostros desaparecían, perdiendo así su persona, a cambio de una uniformidad insoportable en la que cada uno de ellos se había convertido en el otro.

Y el viajero, que sintió cómo el tiempo en ese preciso instante teñía sus cabellos de gris, cómo le hacía hundirse, cómo envejecía sus huesos y velaba sus ojos hasta convertirlos en los de alguien que escudriña el horizonte del que él mismo debía de proceder, pensó que antes los estandartes eran más altos, que antes había cobre, que antes esas bocas habían entonado una melodía que él nunca podría olvidar. Estas cabezas no llevaban cascos, se trataba prácticamente de pueri imberbi, esa impresión tenía él, barbilampiños. Tenían dificultades con el paso, y sus uniformes pertenecían a algún que otro principado remoto e insignificante, eran de un gris demasiado claro, daban ganas de ponerse a entonar cantos corales, pero nadie cantaba, solo el crujido de los pies y el desfile de tímidos rostros, y el anciano delante de él que se quitaba el sombrero y hacía una reverencia ante la enseña, enderezándose a continuación, con lo que a él, al viajero, le entró dolor de espalda al ver que esa espalda ante él ya no estaba para esos trotes; y entonces se terminó. Dio un paso atrás en medio de los ligustros podados, las flores deformes y las plantas que en esta esquina del jardín habían de representar los colores nacionales, dejó pasar a los ancianos ensimismados en sus pensamientos indefinidos, intraducibles, y se dio la vuelta. El ángelus comenzó a repicar y se sorprendió a sí mismo murmurando una frase en latín. Parecía como si en su vida el tiempo no quisiera avanzar.

Pasó por los bancos en los que la gente estaba sentada al sol otoñal como si estuvieran acumulando existencias para el invierno alpino. Tenían un aspecto sereno, sumidos en sueños o meditaciones, los ojos cerrados. Luego volverían a convertirse en transeúntes anónimos, pero ahora, por su calidad de indefensos, con sus rostros abandonados a la luz, eran unos seres vulnerables, habitantes de una metrópoli en un jardín, imitación reglamentada de la naturaleza. Justo cuando los había dejado atrás y había decidido encaminarse hacia la columnata para leer los poemas escritos en los muros, se produjo una aparición que dio otra tonalidad a esa tarde recién nacida. Una vez más no tuvo más remedio que pensar en el pasado; según parecía, la mayoría de sus referencias se encontraban allí. Pero este hombre también procedía de otro tiempo. Llevaba un sombrero de paja blanco y un traje claro, e iba acompañado de uno de esos perros que son casi todo pelo. Se saludaron como si se conocieran, o en cualquier caso, como si se entendieran sin más. «¡Vaya una idiotez!», dijo el viejo, y el viajero supo de inmediato que se estaba refiriendo a esa ceremonia militar.

De qué le conozco, pensó el viajero, y se dio cuenta a un tiempo de que no lo conocía como persona sino como idea, como especie, o comoquiera que se diga. O más concretamente, como especie extinguida. Actor. Teatro de bulevar, opereta o puede que incluso una de esas obras de Schnitzler22. Alguien que lo había sobrevivido todo. Le vinieron en mente fotografías que había debido ver antes, durante la guerra. Estas fotografías tenían colores, también entonces la rosa de su traje blanco de palmbeach hubiese sido roja. También le vinieron nombres en mente: Hans Moser, Heinz Rühmann, la voz nasal de Moser, su curioso acento vienés.

Él no había respondido al hombre, tampoco era necesario. Recuerdos. Paul Steenbergen en una obra de Anouilh23, los días gloriosos del teatro neerlandés, un mundo que ahora parecía haber caído en manos de talentos infantiles. El viejo sonrió, como si hubiese adivinado sus pensamientos. Su rostro era distinguido, jovial, irónico. Intercambiaron un par de frases que alguien había escrito para ellos y que no significaban nada excepto que ambos apreciaban la apariencia de conversación que estaban representando. Entonces el otro se quitó el sombrero, lo agitó bajo el cielo azul, dijo «sehr verehrt», ‘ha sido un placer’, o algo por el estilo, y se dio la vuelta, justo en medio del ancho sendero, tal como se lo hubiera indicado un director de escena. No había nadie más caminando por él. El perro le siguió, el viajero les observó: cómo seguían esa línea recta sobre las sombras de los árboles y los claros iluminados entre ellas, cómo se mantenían justo en el medio entre las dos explanadas de hierba a ambos lados del sendero. Este hombre sabía la impresión que causaría visto de espaldas, sabía su lugar. Sabía también que estropearía el efecto de su partida si se volviera a mirar o si optara por uno de los lados del sendero. ¿Qué era lo que le conmovía al viajero hasta tal punto? ¿Esa aparición de un mundo desaparecido? Pensó en otros viejos que había conocido y de los cuales uno acaba de morir, el padre de un amigo suyo, judío, cosmopolita, nacido con el siglo, originario de este mismo país, quizás incluso de este mismo lugar, ahuyentado en los años treinta por esos otros cuyo recuerdo todavía deambulaba por aquí. Quizás el origen de su emoción fuera la densidad del recuerdo, todas esas nociones que se escondían en nombres, parques, estatuas, arcos de triunfo y que se habían inmiscuido también en su pasado, con lo cual parecía como si en este continente, el suyo, uno no pudiese dar un paso sin que surgieran por doquier fragmentos, alusiones, invitaciones al luto o a la meditación. El pasado como profesión, debía tratarse de una enfermedad. La gente normal se ocupaba del futuro o de ese témpano de hielo flotante al que se llamaba vida, esa estación móvil que no pertenecía a ninguna parte, que siempre estaba de camino. En ese témpano, él era el que echaba la vista atrás. Todo en Europa era viejo, pero aquí, en medio del continente, la antigüedad parecía tener otro peso específico. Caminaba por un reino desaparecido, pero eso no despertaba en él ningún sentimiento en particular, no, tan solo cuando se encaminó hacia el Este la cosa cambió: el mundo desintegrado de Musil24, de la monarquía dualista, todos esos escombros, fragmentos, ese poder reducido a impotencia, el mundo cerrado de Polonia y Checoslovaquia que parecían arrancados del continente, pero también Serbia, Croacia, Eslovenia, Trieste, el magnetismo de lo ocurrido con estas regiones a lo largo de este siglo y lo que sigue ocurriendo, los mundos doblemente perdidos de Isaac Bashevis Singer y Vladímir Nabokov, de Kafka y Rilke, de Roth y Canetti, aquí se hallaba, en su opinión, la atalaya desde donde se podían otear los abismos del tiempo y desde donde se podía ver hasta qué punto esas regiones lejanas habían formado parte de este continente, lo profunda que era la herida. Había que adentrarse en una mina para reconstruir ese pasado. Esa sensación no la tenía en Francia, ni en Italia, ni en su propio país. Allí hubo pasado de sobra, pero se había transformado en presente de una manera más o menos orgánica. Aquí, la otra mitad se había quedado atrás, enganchada, encallada, coagulada, arrancada. Pero todavía se encontraba ahí, quizás estuviera esperando. El viento que sentía sobre su rostro procedía de allí, cálido, chamuscadizo, como si también quisiera decir algo. El viejo hacía ya rato que había desaparecido. «Vaya una idiotez», había dicho, y ahora, ahora que había desaparecido en su frívolo disfraz, esas palabras seguían resonando en el aire, mucho menos inofensivas que cuando las pronunció. Lo que ocurrió aquí, en esta ciudad, ese comienzo, hace ya más de sesenta años, nunca se podrá calificar de «idiotez». A lo sumo se podría decir que fue algo sin sentido, la negación del sentido, lo cual nada tenía que ver con la locura, aunque esa fuese la palabra favorita para calificar ese periodo, por aquello de la excusa de la inimputabilidad que ello conllevaba. La ausencia de sentido, entonces, en otro tiempo. Eso había sido el final, un final que todavía perduraba y que, si había de creer a sus amigos, por fin iba a cambiar. Pero los siervos del pasado son malos viajeros en el futuro, pensó el viajero, y se encaminó hacia las torres de la iglesia de los monjes teatinos, cuyo color le recordaba a las natillas que les ponían en el internado, y que, según los alumnos, se hacían el uno de enero para el resto del año.

Internado, agustinos, natillas, comida. Un gran trasiego bajo la cúpula de cristal opalino del Restaurant Augustiner en la Neuhausstrasse. Las camareras van vestidas con trajes típicos: blusas blancas abolsadas de escote generoso. Se meten la cuenta en los corpiños, entre sus senos bávaros. Delantales bordados, fajines rojos, mangas farol, el coro de la Princesa Zarda. El viajero no parece tener nada en contra de las mujeres en trajes típicos. «Carpas rebozadas en pasta hecha con cerveza negra y finas hierbas con guarnición de patatas a la mantequilla. Ensalada de ruiponce con taquitos de patata, morcilla y embutido de hígado de Franconia en tripa natural. Potaje de patatas de Franconia con boletos y mejorana. Un cuarto de ganso asado de Franconia con albóndigas de patata amasadas a mano. Ensalada de lombarda o de apio. Tres tortillitas de patatas rayadas con compota de manzana o manzana rellena al horno».

Comida campesina en la gran ciudad, eso en su país ya no existe, pero claro, en su país apenas queda campo. La letanía de platos sonaba al ensalmo de la identidad nacional, ¿y por qué resultaba a un tiempo repelente y atractivo? Volkseigen, ‘propio del pueblo’, una palabra que hace pensar en la sarna, pero también en la tradición, en lo conservado en el sentido de preservado, no tirado, dejado un tiempo en el tiempo, el aplazamiento de la muerte de un mundo familiar. ¿Por qué ciertas formas de conservación están bien vistas (los osos pardos en España, los halcones y tejones en los Países Bajos) y otras, como los trajes típicos, los idiomas, los bailes, los platos, resultan sospechosas? En ambos casos se trataba de un obstinado desafío al paso del tiempo, los últimos intentos infructuosos. Lo sospechoso es probablemente el mal uso que se hace de ellas cuando se trata de cuestiones humanas, o cuando entra en juego la palabra Blut (‘sangre’) seguida instantáneamente por su hermana gemela Boden (‘suelo’)25. Por lo visto resultaba imposible pensar sobre esas cuestiones sin recorrer el repertorio. El espíritu, esa entidad pensante y sintiente, no podía funcionar sin haber accionado esa capa superficial más o menos automática en la que se encontraba el repertorio. En él se encontraban las idées reçues, lo que todo el mundo opina sobre todo, esa sarta de tópicos que había que recitar antes de pasar a la fase de pensamiento propiamente dicha.

Esa tarde no llegaría a ese estadio, lo sabía, había demasiado que ver, y el acto de ver, a raíz de la categorización superficial que suponía, formaba parte del repertorio. Había una punki con una cresta mohicana negra sobre su rostro inocente, una muchacha regordeta vestida de gladiador. El viajero observó que pedía compota de manzana repetidas veces, comida para bebés. La camarera era amable con ella, maternal. Categorías, limbos de lo que él llamaba pensar. Para ver, para eso estaba aquí. Un viejo en traje típico con un grueso libro y un acetre lleno de cerveza. Si continuaba mirando lo suficiente acabaría por verlos a todos, como si se tratara del reparto de «personajes» de una obra de teatro: «Unos cuantos soldados, el sacerdote, la señora, una familia distinguida». Observó al viejo que estaba inmerso por completo en el libro y que, naturalmente, le recordaba a Heidegger. Quizá los trajes típicos fuesen tan solo una forma benigna de anacronismo. Algunas personas llevaban ropa que otras de esa misma época ya no llevaban, mientras que antes todo el mundo la había llevado. Heidegger se había negado a aceptar el tiempo como una sucesión de instantes presentes y lo había visto como una conexión entre lo que había sucedido en otro tiempo, con anterioridad, entonces, y lo que luego, después, en un momento dado ocurriría. El viajero, que nunca se había sentido muy cómodo en el ahora, dado que, por su forma de ser, no podía evitar ver siempre ese ahora coloreado y determinado por el pasado, se identificaba en gran medida con esa idea. También el pasado que no pertenecía a la vida de uno exigía todo tipo de cosas a esa vida, eso era inevitable, aunque aparentemente la mayoría de la gente parecía poder vivir perfectamente sin tener que pensar en un pasado, y países enteros, si resultaba conveniente, parecían capaces de olvidarse de su pasado con una facilidad pasmosa. Sobre el futuro, el viajero nunca tenía gran cosa que decir excepto que, por muy negro que hubiera sido el pasado, no le era posible ser pesimista. Por lo que a él respectaba, la humanidad era una colección de mutantes camino de una meta invisible que quizá no existiera. El problema radicaba en que no todos avanzaban de manera sincrónica. Mientras que el uno se encontraba todavía en el medievo del fundamentalismo el otro estaba tras un ordenador o camino de Marte. Pero lo peor, lo que resultaba verdaderamente explosivo, eran las formas mixtas: los instrumentos del uno en manos del otro, el terrorista que quiere arrastrar a sus enemigos en su suicidio porque cree que así se ganará el cielo.

Pero ¿era cierto eso de que él nunca se había sentido muy cómodo en el ahora? Eso sería romanticismo, y un tanto pueril. Era más bien que él no se sentía a gusto entre gente que solo se sentía a gusto en el ahora, que esperaba todo del presente. Si uno no era capaz de distanciarse –lo que en sí no deja de ser paradójico–, el presente resultaba insípido. El pasado había pasado por un colador, se había eliminado lo superfluo, eso no podía decirse del presente. Pensó por última vez en la fotografía de Heidegger en su curioso disfraz (y eso tan solo por el hombre con el traje típico que estaba leyendo frente a él). Nietzsche había dicho que la filosofía a menudo tiene causas físicas, y el viajero se preguntaba si el cuerpo del filósofo se sentía a gusto en ese traje típico, que al igual que la doctrina inventada (pensada) por él, señalaba con tanta insistencia al pasado. Pero quizás eso fuera ir demasiado lejos, aunque ahora él, mientras pedía un Oberberger Vulkanfelsen, un vino volcánico de Oberberg, volvía a pensar en lo de la sangre y el suelo, porque el vino era de un rojo sangre, y con ese nombre daba la impresión de que se estaba bebiendo una roca. Ver sangre en el vino, eso debía ser por sus orígenes católicos. Además, ¿por qué había elegido justamente ese vino? La lengua refleja la psique: a fin de cuentas, también había podido tomarse un Randersackerer Ewigleber cosecha del 86, o, un Rödelseer Schwanleite. La deconstrucción de los nombres de los vinos, eso habría que estudiarlo con detenimiento. Contempló los helechos, los bustos de bronce, los cestos con flores alpinas secas que colgaban del techo. Cornamentas de ciervos, tilos enanos, ornamentos de concha. Se encontraba en otro mundo. En torno suyo se escuchaba la variante bávara del alemán y por primera vez se dio cuenta de que probablemente el alemán fue la primera lengua extranjera que escuchó en su vida.

Dieciséis años atrás, en una casa de campo blanca de madera en Maine, un hombre viejo, también de cabellos canos, que guardaba un cierto parecido con el padre fallecido de su amigo y por consiguiente con el hombre que hacía rato había saludado en el parque, le había pedido que leyera a Rilke en voz alta. Ese hombre tenía en inglés el mismo acento que el padre de su amigo tenía en neerlandés. Un acento alemán, pero era más que alemán, en él se hallaba oculto todo un pasado centroeuropeo, un acento inextirpable, denso, atractivo, hasta su amigo, que llevaba tantísimos años en los Países Bajos, tenía aún vestigios del mismo. La petición, entonces, allá en Maine, le había cogido por sorpresa, también debido a la enorme admiración que le inspiraba su anfitrión por haber recibido el premio Nobel a raíz de un descubrimiento en bioquímica. Nada más saber que el viajero venía de los Países Bajos, empezó a hablar de Multatuli excluyendo así de la conversación al resto de los invitados, todos ellos americanos. No era la primera vez que alguien con más de ochenta años le empezaba a hablar de Multatuli o Couperus26; antes los Países Bajos habían existido de verdad. Pero en cuanto a Rilke, el anfitrión se había mostrado inflexible. El viajero había pretextado que su alemán no era lo suficientemente bueno, pero el viejo había hecho oídos sordos a su evasiva. Thanksgiving, noviembre, Indian Summer, todo el jardín, que llegaba hasta la bahía de Penobscot, encendido con ese abanico de colores entre el oro y el rojo. Había abierto el libro, amarillento, cayéndose a pedazos, en cada hoja vestigios de añoranza, y había comenzado a leer. Los americanos se quedaron muy callados, oía alborotar al fuego en la chimenea, pero no era para los otros para quienes leía, sino tan solo para esa cabeza blanca inclinada hacia abajo que pensaba en vaya usted a saber qué, en algo que ocurrió hace cincuenta años, antes de la persecución y de la huida, en algo viejo, y mientras leía, fue como si un globo con aire viejo reventara, como en la historia de Mulisch27, y como si su propia voz estuviera mezclada con ese aire viejo precioso, nunca antes estrenado:

HERBSTTAG

Herr: es ist Zeit. Der Sommer war sehr gross.

Leg deinen Schatten auf die Sonnenuhren

und auf den Fluren lass die Winde los.

Befiehl den letzten Früchten voll zu sein;

gieb ihnen noch zwei südlichere Tage,

dränge sie zur Vollendung hin und jage

die letzte Süsse in den schweren Wein.

Wer jetzt kein Haus hat, baut sich keines mehr.

Wer jetzt allein ist, wird es lange bleiben,

wird lachen, lesen, lange Briefe schreiben

und wird in den Alleen hin

und her unruhig wandern, wenn die Blatter treiben.28

DÍA DE OTOÑO

Señor: ya es hora. El verano ha sido largo.

Cierne tus sombras sobre los relojes de sol

y deja que el viento corra libre sobre los campos.

Ordena a los últimos frutos henchirse de jugo,

dales aún dos días de calor mediterráneo,

oblígalos a que maduren plenamente

y atrapa el último dulzor en el vino espeso.

Quien ahora no tenga casa, ya no se construirá ninguna.

Quien ahora esté solo, se quedará así por mucho tiempo,

velará, leerá, escribirá largas cartas

y deambulará intranquilo por las alamedas

cuando broten las hojas.

Había leído más aquella tarde, pero durante los últimos versos de este poema había visto cómo los labios de su anfitrión se movían con los suyos, y le había embargado una emoción que ahora, como si entre ese entonces y su ahora no hubiera existido brecha alguna, volvía a hacerse presa de él. El viejo había muerto ya, al igual que el padre de su amigo, al igual que otros tantos de esos hombres que la vida se empeñaba en poner en su camino, como si de una singular forma de predestinación se tratara. Todos habían traspasado la barrera de los ochenta. Un violoncelista, un restaurador de cuadros, un banquero. La supervivencia les había rodeado como un halo tembloroso, como una segunda alma, no el sobrevivir en sí, ya que ahora los cinco estaban muertos, sino aquello que habían sobrevivido, y sobre lo cual ninguno de los cinco le había dicho nunca una sola palabra.

¿Acaso no era esto Múnich? Él no estaba aquí para recordar sino para observar, pero mientras se encontraba allí tranquilamente con su copa de vino volcánico, tenía la impresión de hallarse en el vórtice del ciclón de los recuerdos. ¡Qué extraño era todo! El tiempo en sí, ese elemento carente de peso, solo podía ir en un sentido –de eso al menos parecía tenerse certeza–, por mucho que se le intentara definir o aprehender. Nadie sabía qué era el tiempo y aunque a todos los relojes del mundo se les diera forma circular, el tiempo seguía avanzando en línea recta, y, el hombre no podía evitar un vértigo mortal al pensar que esa línea pudiera tener un final. Pero ¿qué eran entonces los recuerdos? Un tiempo que se había quedado atrás y que en un momento dado le daba a uno alcance o que, en contra de la corriente del tiempo –lo imposible, pues– se podía recuperar. Y no solamente los recuerdos de uno mismo, sino también los de los otros. Así, el padre de su amigo, que había sido amigo de Toller29, le había contado en cierta ocasión que él había presenciado la revolución fallida de Toller en Múnich. Había ocurrido aquí, donde el viajero se encontraba ahora, acompañada de la violencia, del griterío y de la muerte correspondientes. Después Toller se había exiliado, primero a Londres y más tarde a Nueva York. Su amigo, en cierta ocasión, le había señalado el Mayflower Hotel y le había dicho: «Ahí se suicidó Toller». Pero lo irónico del caso vendría años después de la muerte de Taller, cuando el padre de su amigo fue a ver una obra sobre Toller en Ámsterdam. El superviviente fue a ver a un actor que interpretaba a su amigo muerto, pero esa noche el teatro municipal de Ámsterdam se vio sitiado por la «Campaña Tomate»30, griterío, gas lacrimógeno, representación cancelada, y el viejo había abandonado el teatro con lágrimas en los ojos, la verdadera revolución espantada por su parodia. El viajero podía ver ahora ante sí al padre de su amigo. Incluso bien entrado en los ochenta, seguía siendo un hombre hermoso, alguien que atraía las miradas, ligeramente encorvado, ojos oscuros, el rostro de un viejo indio, melena blanca. Thomas Mann le cita con frecuencia en sus diarios: «El doctor L... ha estado de visita. Hemos comido unas espinacas deliciosas». «Sí, bueno –decía su hijo–, pero ¿de qué habéis hablado? De eso no pone nada». Si el recuerdo se ausenta, parece como si el tiempo en el que ocurrió no hubiera existido, y quizá sea así. El tiempo en sí no es nada, lo único real es lo vivido. Si el recuerdo desaparece, adopta la forma de una negación, se convierte en el símbolo de la mortalidad, eso que se pierde antes de perderlo todo. Cuando su amigo le dijo algo parecido a su padre, la respuesta fue: «Si uno tuviese que acordarse de todo, reventaría. Sencillamente no hay sitio para ello. El olvido es una medicina, y hay que tomarla a tiempo».

A tiempo. Mientras se levantaba y atravesaba la gran sala del restaurante para salir a la calle no pudo por menos que reírse de sí mismo. ¿Cómo pretendía reflexionar sobre una noción que se había infiltrado en la lengua de mil maneras y que por tanto enturbiaba cualquier imagen que de él se pudiera tener? Siempre se confundía el tiempo con los instrumentos con los que se medía. Siempre. En una de las lenguas escandinavas esa palabra se traducía por ‘todo el tiempo’, como si eso se pudiera decir de una cosa inacabada. El tiempo humano, el tiempo científico, el tiempo de Newton, que avanzaba de manera uniforme y sin guardar relación alguna con cualquier objeto externo, el tiempo de Einstein, que se dejaba hechizar por el espacio. Y luego ese tiempo de las partículas infinitamente pequeñas, de la pulverización, una reducción imposible de medir. Miró a los otros que se movían en torno suyo en la Neuhausstrasse, cuerpos sólidos, cada uno de ellos con su propio reloj interno al que el reloj de pulsera intentaba en vano imponer su orden miserable. Los relojes eran jactanciosos, afirmaban hablar en nombre de una autoridad que (hasta el momento) nadie había visto jamás. No obstante sabían a qué hora se abrían las puertas de las iglesias, y unos momentos después (después, no hay modo de escapar de ese tirano), el viajero se encontraba en el fresco recinto de la iglesia de San Miguel. La primera palabra con la que sus ojos se toparon fue por supuesto Uhr, ‘hora’: «El 22 de noviembre de 1944, poco después de las 13.00 horas, la iglesia de San Miguel fue bombardeada por aviones de la Fuerza Aérea estadounidense»31, y también ahí volvió a embestir el recuerdo: el zumbido grave de las fortalezas volantes durante la guerra y el ávido regocijo de los adultos: «Esos son los americanos, van a bombardear a esos malditos alemanes». Desde entonces, ese sonido venía irremediablemente emparejado con un regusto a muerte y a venganza, todo el cielo se había convertido en un tono grave, tocado por un músico sediento de destrucción. Pero no quería pensar en eso ahora. Los muertos, muertos estaban, la iglesia había sido reconstruida, y a través del espacio gris claro, bajo una luz tamizada, caminaba una mujer con paso seguro hacia su objetivo. Iba fabulosamente vestida. Todo lo que llevaba era negro, el pelo extremadamente rubio recogido en un moño con un lazo de terciopelo negro. Se arrodilló, el rostro hundido entre las manos. Sus zapatos de charol no tocan el suelo, suspendidos a ras del mismo. En ese momento el sol desaparece, la bóveda vaída de yeso se vuelve mate, el viajero ve cómo tres japoneses observan a la mujer. Al fondo de la iglesia, un ángel de bronce está reclinado sobre un gran acetre, con desenvoltura, como alguien que pasa junto a un piano y se detiene unos momentos para bosquejar una melodía. Por todas partes veía a las siluetas orantes, que reafirmaban las dimensiones del edificio, enanos suplicantes vestidos de rojo, de verde bosque, un campesino con traje típico se hallaba ante la imagen de un santo musitando algo con la mano en el pecho, pero el viajero retrocedió y se colocó junto al ángel, dos feligreses fortuitos, un hombre y un ángel, uno con alas, otro sin ellas. El ángel era más grande y su bronce relucía, pero eso no venía al caso. Observó los dedos extendidos, y luego las alas. Su segundo ángel de hoy, pero este no era una mujer.

Iglesia de San Miguel, Múnich

Los ángeles en los diccionarios eran hombres, tenían nombres masculinos, Lucifer, Gabriel, Miguel, y aun así no eran hombres. Había una miríada de ellos, eso lo había aprendido, y los había de todas clases. Ángeles de las tinieblas, de la perdición, de la luz. Ángeles custodios, ángeles mensajeros. Tenían una jerarquía: querubines, serafines, potestades, tronos. Legiones celestiales. No podía acordarse de si alguna vez había creído en ellos, creía que no. Pero la idea en sí era atrayente. Alguien que no había de ser humano, que aun así lo parecía, que no envejecía y que además volaba. Claro está, había muchas cosas que no les estaban permitidas, eso suele ocurrir cuando se está cerca de Dios. Lo que a él le agradaba era que todavía los hubiese, y no solo en las iglesias. De madera, de piedra, de bronce, en monumentos a los caídos o por la paz, en edificios mundanos, se las habían arreglado para mantenerse por todas partes. También los árabes los tenían. ¿Los veía la gente todavía? ¿O a pesar de su talla y su visibilidad sobrehumanas se habían vuelto invisibles? No creía que así fuera, pensaba que los otros, aunque no los vieran como él, que los veía a propósito, los percibirían como se perciben las cosas en los sueños, de modo que estas criaturas aladas, sin que el receptor en realidad se percatara de ello, podían abrirse camino hacia la morada secreta de los ancestros anónimos. Pero, de este modo, había ido a parar de nuevo a la idea de tiempo y la verdad es que eso era lo último que quería, se había prometido a sí mismo visitar ese mismo día una iglesia más, una iglesia que, en su opinión, pertenecía con más derecho a esta ciudad que esa Atenas reconstruida, fruto de una falsa añoranza, y hacia allí se dirigía ahora. La iglesia había de encontrarse en la Sendlingerstrasse, pero una vez más la guía pretendía llevarle a otra parte.

«¿Adónde, pues?», inquirió él, malhumorado, porque se había olvidado por completo de la guía. Seguro que se había agazapado debajo de la mesa mientras comía. ¿Sería alguien así capaz de leer también el pensamiento?

«Al Mercado de Vituallas», dijo la guía.

Los mercados, al igual que los cementerios, eran su punto débil, y se dirigió hacia allí sin rechistar. La comida era quizá lo que más lejos se encontraba del mal. Los rábanos, las zanahorias, los quesos, los panes, los champiñones, las calabazas, los huevos, evocan en medio de la ciudad la idea de la naturaleza, y por lo tanto de la paciencia, recordando a la ciudad sus orígenes como mercado en una región rural, y durante media hora deambuló entre todas esas mercancías amontonadas: las hierbas frescas, la charcutería cuya extravagante diversidad desafiaba a la imaginación, la panceta, los peces de ríos y lagos, todo aquello que hace mil años tenía exactamente el mismo aspecto, el imperio milenario de los tubérculos, las carpas y las cebollas que se ofrecían sin resistencia para ser triturados entre la piedra de los dientes humanos.

La calle en la que se encontraba la iglesia estaba muy concurrida, pero una vez que volvió a su interior el ruido desaparecía como por arte de magia. San Juan Nepomuceno, había susurrado la guía. Un santo bohemio. Al viajero le gustaba esa palabra, bohemio. No solo por lo bien que sonaba, sino también por los malentendidos que entrañaba. Dado que los primeros gitanos de Francia habían sido tomados por partidarios del heresiarca Hus de Bohemia, todavía hoy día se llamaba bohemios a algunos pintores y poetas. Una mezcla de prejuicios basados en un malentendido, qué otra cosa se podía pedir, y además nunca sobraba eso de identificar a poetas con vagabundos y a gitanos con paganos.

«Nepomuceno», repitió la guía. En otro tiempo el santo más popular de Baviera, después de la Virgen María. Mártir, ahogado en el Moldava hacía seiscientos años. Dado que el viajero consideraba que él también era un poco de origen bohemio, decidió nombrar al desconocido Nepomuceno su santo patrón. La guía quería explicarle ahora todo acerca de la vida del santo tal como estaba tallada en el pórtico, pero el viajero sintió que se elevaba en el espacio sorprendente donde se encontraba. Luego escucharía y leería, ahora no, ahora quería dejarse arrastrar por el torbellino de lo que él antes con menoscabo hubiera llamado perifollos. El barroco, como la ópera, eran descubrimientos tardíos en su vida, anteriormente no comprendía en absoluto qué podía encontrar la gente en ambos, y aún hoy le costaba justificarlo ante sí mismo. No tenía por qué avergonzarse de ello, uno podía equivocarse. Pero ¿y esto? Quizá fuese la profusión, y a la vez, a modo de contraste, el sobrio marco en que todo aquello se desarrollaba. Fausto. Plenitud. Y, quizá lo más difícil de reconocer para un amante de iglesias románicas, un ambiente «acogedor». Aun estando solo, se tenía la sensación de que allí estaba pasando de todo, revoloteo de ángeles, ondeo de ropajes, un viento que levantaba la piedra, el mármol, el yeso dorado, ajetreo, agitación, una gruta de estalactitas en la que la fe y la devoción se habían quedado enganchadas en cada protuberancia. Guirnaldas, columnas retorcidas, criptas voluptuosas, líneas sinuosas, quizás aquí estuviese contemplando por primera vez el alma del pueblo bávaro. La Atenas de la Königsplatz era un cuerpo extraño, impuesto, pensado por otro; aquí, llegado el caso, uno se podía poner a cantar una canción tirolesa, ya que el mismo edificio hacía algo parecido, trinos, albórbolas, agudos delirantes. También en los retablos en torno al altar se conmemoraba al santo bohemio, una vida de gesticulación en la que los narradores evitaban ir al grano. Figuras entalladas, barnizadas, adornadas, revestidas, marasmo que no cesa de girar. Hay tanto ajetreo como en una rotonda celestial. El dios con la tiara se inclina sobre la cruz, flanqueado por dos ángeles con las alas extendidas, orejas de burro aguzadas. Como no hay nadie más en la iglesia, se aleja del altar con la cabeza hacia atrás, mirando el techo. Si se intenta mirar verticalmente hacia arriba, por encima de las pilastras, los capiteles dorados, las guirnaldas de flores y las columnillas abombadas de la balaustrada, y si entonces se ladea poco a poco la cabeza, uno se topa cada vez más con esas ridículas cabecillas de los santos inocentes. Ellos viven aquí, y si uno se mueve, ellos también lo hacen, sus rostros de yeso le observan con un gesto de éxtasis impropio, demasiado precoz. Piensa que es como si el muro allí arriba hubiese espumado, y esa espuma hubiese adoptado formas humanas. Sin motivo alguno le viene a la mente un verso de Goethe que conoce tan solo por una canción de Schubert: «Was bedeutet die Bewegung?» (‘¿Qué significa el movimiento?’). Y quizá sea esa la respuesta: aquí el movimiento no significa otra cosa que sí mismo, este es el extremo en el que el movimiento podía traducirse en material inmóvil, movimiento y reposo, la coagulación de la exuberancia suprema.

¿Conoce ahora mejor la ciudad? No lo sabe, pero decide que ha llegado el momento de partir. ¿Hacia dónde? Hacia el sur, hacia donde iban las aves migratorias que esa mañana le hicieron señas. Hacia alguna que otra Bohemia, hacia las montañas, la divisoria de aguas de Europa, en donde las lenguas, los Estados, los ríos fluyen en todas las direcciones y donde al viajero más le gusta su continente, con ese caos de los reinos perdidos, de los territorios reconquistados, de las lenguas enfrentadas, de los sistemas extraños entre sí, de la contradicción de los valles y las montañas, el viejo y fragmentado reino del Centro. El viajero atraviesa los prados del Jardín Inglés, contempla los árboles con el último fulgor otoñal, da de comer a los cisnes, se tumba en la hierba y ve pasar las nubes hacia los Alpes. No, todavía no conoce esta ciudad, pero ahora le llaman otras ciudades, y esa invocación, inaudible para cualquier otro, la salmodia secreta de los bohemios, le resulta irresistible.