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ALTAS FINANZAS
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EL PUNTO CRÍTICO DEL INTERÉS DECRECIENTE

Entre los entendidos en cuestiones de altas finanzas hay dos clases de personas: la de los que poseen grandes fortunas y la de los que no tienen ni un ochavo. Para el millonario efectivo, un millón de dólares es algo positivo e inteligible. Para el profesor de ciencias económicas y para el versado en el estudio de las matemáticas (suponiendo que sean, además, unos desheredados), un millón de dólares es algo muy aproximado a miles de millones, puesto que nunca han llegado a poseer tales sumas. No obstante, abundan de un modo extraordinario los situados entre una y otra categoría que sin tener una noción clara de lo que da de sí un millón de dólares se han familiarizado en echar cálculos por miles de millones; y es precisamente esta suerte de inclasificados la que más abunda en los consejos de administración. De tal anomalía deriva un fenómeno, que si bien ha sido reiteradamente advertido, no se ha estudiado todavía a fondo. Una investigación rigurosamente científica nos llevaría con toda seguridad a la formulación de una ley que provisionalmente podemos llamar Ley de la Trivialidad, y que para el caso concreto a que vamos a referirnos podría enunciarse así: el tiempo empleado en la discusión de cada uno de los epígrafes de un orden del día está en razón inversa de la suma de dinero que el mismo lleva involucrada.

En realidad de verdad, no es del todo exacto que los fenómenos comprendidos en esta ley no hayan sido estudiados seriamente. Se han publicado, en efecto, algunos trabajos sobre la materia, pero lo que ocurre es que los tratadistas han seguido una línea equivocada que no podía conducirles a parte alguna. Los investigadores han atribuido excesiva importancia al número de orden con que cada uno de los asuntos a tratar figura en el orden del día, y de ahí que hubieran llegado erróneamente a establecer que la mayor parte del tiempo disponible en una junta directiva o consejo de administración se empleaba en los epígrafes numerados del 1 al 7, de forma que a partir del octavo apenas si merecían la atención de los asistentes, y, en consecuencia, eran rápidamente aprobados sin discusión. El resultado ya es bien sabido. La rechifla con que en general fue recibida la comunicación del doctor Guggenheim en la Conferencia de Muttworth pudo parecer desorbitada a muchos, pero ulteriores debates sobre el mismo tema han venido a demostrar que las críticas eran acertadas. Años enteros se han desperdiciado en seguir adelante con investigaciones cuyos puntos de partida eran completamente falsos. Actualmente hemos caído en la cuenta de que la prelación relativa de cada uno de los asuntos que integran un orden del día cualquiera, es un factor muy secundario, por lo menos en lo que concierne al aspecto aquí contemplado. Podemos incluso percatarnos de la suerte que favoreció al doctor Guggenheim al poder escapar incólume después de sus pobres argumentaciones. Si el obstinado profesor se hubiese atrevido a insistir en sus particulares conclusiones ante el Congreso de septiembre pasado, habría chocado con algo más duro que un pasable regodeo. Los asambleístas hubieran creído que el profesor trataba deliberadamente de hacerles perder el tiempo.

Si de verdad nos proponemos ahondar en estas investigaciones, hemos de esforzarnos en olvidar cuanto se ha hecho hasta el momento presente. Hemos de partir desde el principio y tratar de penetrar en el modo de proceder de un consejo de administración escogido al azar. Para facilitar su comprensión a los profanos daremos un esbozo en forma dialogada.

Presidente: Entramos ahora en el apartado 9.° del orden del día. Nuestro tesorero, Mr. McPhail, hará el oportuno informe.

Mr. McPhail: Ante todos ustedes, señores, hemos puesto de manifiesto el presupuesto y los planos del reactor atómico, que figura en el apéndice H del informe de la subcomisión. Como ustedes habrán visto, el diseño general y los planos parciales han merecido la aprobación del profesor McFission. El coste total de la construcción se eleva a 10 millones de dólares. Los contratistas, señores McNab y McHash, ofrecen dejarlo terminado para el mes de abril de 1961. Nuestro ingeniero asesor, Mr. McFee, opina que no podrá ponerse en marcha antes de octubre, punto de vista que comparte el conocido geofísico doctor McHeap, fundándose en la necesidad de apuntalar con sólidos contrafuertes la parte baja de los terraplenes. El proyecto del edificio principal lo tienen ustedes en el apéndice IX y los planos quedan aquí, encima de la mesa. Con mucho gusto voy a facilitar las aclaraciones e informaciones complementarias que puedan interesarles.

Presidente: Damos las más expresivas gracias a Mr. McPhail por su lúcido informe sobre la construcción en proyecto, y a continuación invito a los señores consejeros a que nos den a conocer sus opiniones.

Llegados a este punto, es preciso que nos detengamos unos breves instantes para exponer qué clase de opiniones pueden plausiblemente sustentar los miembros asistentes al consejo. Supongamos que asisten once consejeros, incluido el presidente, pero sin contar al secretario. De estos once consejeros, cuatro por lo menos —incluido el presidente— no tienen la menor idea de lo que pueda ser un reactor atómico. De los restantes, hay tres que no aciertan a comprender para qué va a servir cuando esté construido. Entre los que pueden dar alguna razón de todo ello, sólo dos son capaces de inferir lo que más o menos puede costar. Uno de ellos es Mr. Isaacson; el otro, Mr Brikworth. Ambos pueden decir algo sobre el particular. Oigamos a Mr. Isaacson, suponiendo que sea el primero en hablar.

Mr. Isaacson: Pues bien, señor presidente; por mi parte he de lamentar que no pueda en esta ocasión expresar una mayor confianza para con los contratistas ni siquiera para con nuestro ingeniero asesor. Si hubiéramos acudido desde un principio al profesor Levi, y la contrata la hubiéramos pasado a la firma David & Goliath, me sentiría ahora infinitamente más tranquilo respecto a la realización proyectada. Mr. Lyon-Daniels no habría seguramente incidido en tan intempestivas conjeturas acerca del plazo que pueda transcurrir hasta la finalización de la obra, y el doctor Moisés Bullrush nos habría informado sobre si va a ser o no necesario reforzar los terraplenes.

Presidente: Creo que todos nosotros apreciamos en todo su valor el interés demostrado por nuestro muy querido Mr. Isaacson al expresamos sus inquietudes. Sin embargo, me temo que sea ya demasiado tarde para recurrir a nuevos técnicos asesores. Desde luego, la contrata no se ha firmado todavía, pero llevamos ya desembolsadas sumas muy importantes en el proyecto y estudios preliminares. Si en este estado prescindiéramos de los proyectos y estudios ya pagados, nos veríamos obligados a desembolsar otro tanto. (Varios consejeros dan vivas muestras de aprobación).

Mr. Isaacson: De todos modos, pido que consten en acta mis declaraciones.

Presidente: Desde luego. ¿Tal vez Mr. Brickworth tenga algo que decimos sobre el particular?

Mr. Briclcworth es efectivamente el único de los asistentes que con conocimiento de causa puede hablar largamente sobre la cuestión planteada. La suma presupuestada, llevada en números redondos hasta la cifra de 10 millones de dólares, le inspira muy fundados recelos. ¿Cómo se ha llegado a prefijarla con exactitud? ¿Qué necesidad había de derruir el edificio antiguo para facilitar el emplazamiento de la nueva fábrica? ¿Por qué se ha previsto para “imprevistos” una partida tan elevada? ¿Y quién es, después de todo, ese “conocido” geofísico Mr. McHeap? ¿No será el mismo que un año antes fue llevado a los tribunales por la Trickle & Driedup Oil Corporation? Pero Brickworth no sabe materialmente por dónde empezar. Cualquier referencia concreta que hiciese sobre los planos desplegados encima de la mesa, caería en el vacío, por la incompetencia absoluta de los demás consejeros para formarse una idea clara a través de ellos. Habría que comenzar por explicarles, en términos claros, al alcance de todas las inteligencias, lo que es en realidad un reactor atómico, pero ninguno de los presentes se avendría a reconocer su supina ignorancia y se darían por ofendidos. Lo mejor, pues, es callarse.

Mr. Brickworth: No tengo nada que decir.

Presidente: ¿Desea algún otro consejero hacer uso de la palabra? Perfectamente. ¿Pueden, entonces, darse por aprobados los planos y los presupuestos? Perfectamente. ¿Puedo ya firmar el contrato en representación del consejo? Perfectamente. Pasemos ahora al número 10 del orden del día.

Descontando los breves segundos que se han empleado en retirar la documentación exhibida y volver a enrollar los planos, el tiempo invertido en el número 9 ha sido exactamente de dos minutos y medio. La sesión marcha bien. Pero, no obstante, varios consejeros sienten cierto desasosiego respecto al epígrafe 9. Se preguntan para sus adentros si realmente han estado a la altura de las circunstancias al no dejar oír su voz. Ahora ya es demasiado tarde para inquirir con súbito interés algunas vagas referencias sobre la cuestión del reactor, pero no quisieran llegar al final de la sesión sin dar señales de vida sobre lo que todavía queda por tratar.

Presidente: Punto décimo. Cobertizo para las bicicletas de los oficinistas. Se ha recibido un presupuesto de la casa Bodger & Woodworm, la cual llevaría a cabo la construcción por un total de 2.350 dólares. Los planos, así como detalle de materiales y precios, están a su vista, señores consejeros.

Mr. Softleigh: El presupuesto, señor presidente, es sin duda excesivo. Veo que el techado es de aluminio. ¿Por qué no construirlo de fibrocemento, que resulta más barato?

Mr. Holdfast: Soy de la misma opinión que Mr. Softleigh en cuanto a lo del coste; pero el techo entiendo que podría ser de hierro galvanizado, y a lo sumo podría costar en junto 2.000 dólares y quizá menos aún.

Mr. Daring: Yo me permito ir más lejos, señor presidente, porque empiezo por poner en duda que el tal cobertizo sea poco ni mucho necesario. Bastante hacemos ya por los empleados, y el caso es que siempre están descontentos. Ésta es la verdad. No tardarán en pedirnos garajes en toda la regla.

Mr. Holdfast: No. Por esta vez no puedo estar de acuerdo con Mr. Daring. Creo que el cobertizo para bicicletas es absolutamente necesario. Todo es cuestión del material que se emplee y de su coste.

El debate va tomando cuerpo en reiteradas intervenciones de todos los miembros del consejo. Y es que la cantidad de 2.350 dólares encuadra perfectamente en las entendederas de cada uno. Además, la imagen de un cobertizo para bicicletas está, con ligeras variantes, en la mente de todos ellos sin necesidad de contemplar plano alguno. La deliberación se prolonga por espacio de cuarenta y cinco minutos, con la laudable perspectiva de ahorrar a la empresa la suma de trescientos dólares poco más o menos. Los consejeros, una vez terminada la discusión, vuelven a arrellanarse en sus sillones con la satisfacción del deber cumplido.

Presidente: Pasemos el asunto número 11 del orden del día. Refrescos suministrados a la Comisión del Economato en sus reuniones periódicas. Mensualmente, 4,75 dólares.

Mr. Softleigh: ¿Qué clase de refrescos se le sirven?

Presidente: Café, según creo.

Mr. Holdfast: Lo que significa, por lo tanto, un gasto anual de… Vamos a ver…

Mr. Holdfast en un santiamén multiplica por doce los cuatro dólares y pico, y luego prosigue:

Mr. Holdfast: Cincuenta y siete dólares ¿no es esto?

Presidente: Así es.

Mr. Daring: Caramba, señor presidente. Me pregunto si hay modo de justificar una partida como ésta. ¿Cuánto suelen durar las reuniones de esos señores del Economato?

Y entonces se inicia un debate mucho más reñido. Porque si algunos de los consejeros pueden a duras penas distinguir entre un techo de aluminio y otro de hierro galvanizado, todos, en cambio, son buenos conocedores de las cuestiones relativas al café; saben perfectamente lo que es, cómo debe prepararse, dónde puede comprarse con mejores garantías, e incluso son capaces de emitir su opinión sobre si el café debería o no debería servirse a los componentes de la Comisión del Economato. Este capítulo del orden del día ocupará a los señores miembros del consejo de administración una hora y cuarto, y al final acabarán encomendando al secretario que les procure más información sobre el asunto y aplazando toda resolución hasta la reunión siguiente.

Aquí viene a cuento plantearse la cuestión de si una cantidad más exigua (veinte dólares, diez) ocuparía al consejo un espacio de tiempo proporcionalmente más largo. Hemos de confesar que sobre este punto no podemos consideramos suficientemente informados. Por nuestra parte nos atreveríamos a sostener que debe forzosamente existir un punto crítico a partir del cual se invierte la tendencia normal antes señalada, es decir, que los miembros de una comisión financiera dada estimarían que por debajo de cierta cantidad el asunto habrá dejado de merecerles interés. No se han llevado a cabo todavía investigaciones lo bastante serias que permitan fijar el límite exacto en que se produce el cambio de dirección. La transición entre un debate por la cantidad de cincuenta dólares (una hora y cuarto) y otro por la de diez millones (dos minutos y medio) es a todas luces demasiado abrupta. Debe de haber un punto intermedio, cuya determinación exacta sería no sólo interesante desde un punto de vista científico, sino altamente práctico, sobre todo para el consejero que tiene a su cargo la tesorería. En efecto, si representamos, en hipótesis, por treinta y cinco el número de dólares en que radica el punto del interés decreciente, tendremos que descomponiendo una partida de 62,80 dólares, que figure en cualquier epígrafe del orden del día, en dos partidas o epígrafes, uno de 32,80 dólares y otro de 30, se producirá una apreciable economía de tiempo, al par que una no despreciable minoración de engorros para el tesorero.

Cualquier conclusión de carácter definitivo que se pretendiera formular en las presentes circunstancias, sería sin duda precipitada, pero cabe presumir que el punto crítico del interés decreciente coincidirá con aquella cantidad que los consejeros, individualmente considerados, se hallen dispuestos a arriesgar sin titubeos en una apuesta o a suscribir espontáneamente en una recaudación de tipo benéfico. Una esmerada encuesta que en tal sentido se practicara, con las debidas garantías científicas, en las carreras de caballos o en las colectas de la iglesia, podría constituir un paso definitivo en este interesante estudio. De mucha mayor envergadura serían las dificultades con que se chocaría al pretender descubrir el punto crítico a partir del cual la suma implicada en un determinado epígrafe del orden del día dejaría de ser objeto de toda discusión por sobrepasar el límite máximo. Un hecho incontrovertible puede servir de punto de partida para ulteriores investigaciones, y es que el tiempo dedicado a una deliberación por la cantidad de diez millones de dólares resulta ser exactamente el mismo que el que se emplea al discutirse la inversión de diez dólares. No es que la duración de dos minutos y medio, antes señalada, sea rigurosamente exacta, pero existe indiscutiblemente un cierto espacio de tiempo, comprendido entre los dos minutos y los cuatro y medio, que resulta igualmente suficiente para las más grandes sumas como para las más pequeñas.

Mucho queda aún por investigar en este campo, pero desde ahora podemos afirmar que cuando se conozcan y publiquen los resultados definitivos de estos estudios se habrá realizado un notable progreso en la historia ascendente de la especie humana.