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LA LEY DE PARKINSON
o
LA PIRÁMIDE INVERTIDA
Todo trabajo se dilata indefinidamente hasta llegar a ocupar la totalidad del tiempo disponible para su completa realización. Es éste un principio incontrovertible que se expresa en frases proverbiales tales como: “Los hombres más atareados son los que disponen de más tiempo sobrante”. Así, una ociosa dama ya entrada en años puede invertir la jornada entera en escribir y despachar una tarjeta postal para la sobrina que tiene veraneando en la playa. Empleará una hora entera en elegir la postal más mona, otra hora en buscar por todas partes los anteojos, media hora en proporcionarse las señas exactas, una hora y cuarto en el redactado propiamente dicho y veinte minutos en decidir si debe o no tomar el paraguas para salir a echarla en el buzón, que está a la vuelta de la esquina. El trabajo necesario para este manejo, que ocuparía tres minutos, todo comprendido, a un hombre de negocios normal, puede dejar postrada a otra persona tras un día entero de afanes, dudas y ansiedades:
Admitiendo, pues, que el trabajo en general (y de un modo especial el concerniente a toda suerte de papeleo) es en sí tan elástico en cuanto al tiempo que su realización exige, podemos afirmar que no existe la menor relación entre una determinada tarea y el tiempo que debe absorber. De una falta de diligencia no debe forzosamente inferirse la ociosidad del agente. Una ocupación mínima no presupone la pereza del que anda enfrascado en ella. La tarea pendiente va adquiriendo mayor importancia y complejidad en razón directa del tiempo disponible. Este fenómeno suele ser admitido sin discusión, pero no se ha prestado todavía la atención debida a las últimas consecuencias que del mismo se derivan, especialmente en el campo de la administración pública. Políticos y contribuyentes han dado en suponer (con algunas vacilaciones ocasionales) que el aumento del número total de funcionarios obedece siempre al del volumen de trabajo que debe ser llevado a cabo. Incluso entre los que combaten esta creencia abundan los que se figuran que cualquier multiplicación de burócratas que se produzca habrá de dejar ociosos a algunos de ellos, o bien que todos a la vez trabajarán en lo sucesivo menos horas. Lo cierto es que el número de funcionarios y la cantidad de trabajo no tienen entre sí la menor relación. El incremento que acusa un conjunto de funcionarios se rige independientemente por la ley de Parkinson; seguiría siendo el mismo tanto si el trabajo aumentara como si disminuyera o incluso si llegara a desaparecer en absoluto. La invariabilidad de la ley de Parkinson se apoya en los hechos, en el minucioso análisis de los factores que rigen dicho crecimiento.
Más adelante, habremos de comprobar la ineluctabilidad de esta ley recientemente descubierta, con aportación de datos estadísticos, pero de momento será del mayor interés, para ilustración de los lectores, exponer los factores que promueven la tendencia a que la ley se refiere.
Dejando de lado sutilezas técnicas (que no escasean) podemos señalar desde un principio dos principales fuerzas motrices, las cuales pueden enunciarse en dos teoremas casi axiomáticos: 1.º Un funcionario necesita multiplicar subordinados, no rivales; y 2.º Los funcionarios se crean mutuamente trabajo unos a otros.
Para penetrar el sentido del primero de estos enunciados, vamos a exponer el caso del oficial administrativo llamado A, quien, desde luego, se cree abrumado de trabajo. Lo de menos es que tal exceso de trabajo sea real o imaginario, pero digamos, de paso, que la constatación (o mera aprensión) de A puede ser efecto de una merma de sus energías personales, cosa corriente en el hombre de edad madura. Tres remedios tiene a mano para solventar el caso: uno de ellos, pedir la excedencia; otro, tratar de compartir su trabajo con el colega B; y, finalmente, pedir que le auxilien dos subordinados, que llamaremos C y D. Probablemente no se ha dado todavía en la historia el caso de un funcionario que se haya inclinado por otra solución que no sea la tercera. Con la excedencia, A perdería parte de sus emolumentos y de los derechos en perspectiva para cuando le llegue la edad de la jubilación. Con asociarse a B, funcionario de la misma categoría se crearía un peligroso rival para el día que le llegue el ascenso al cargo que dejará vacante W cuando éste (por fin) se retire. Por consiguiente, A optará por adscribir a sus órdenes a C y a D, dos muchachos jóvenes, de inferior categoría. Con ello acrecentará su propia importancia, y al dividir su trabajo en dos secciones separadas, a cargo de C y D respectivamente, tendrá la innegable ventaja de ser el único hombre que abarque y entienda los dos grupos de actividades. Al llegar aquí es necesario hacer observar que C y D son en cualquier caso inseparables. Nombrando sólo a C no se llegaría a ningún resultado práctico. ¿Por qué? Porque de adjuntarse sólo a C, la división del trabajo tendría que verificarse con el propio A, con lo cual vendría a producirse una situación muy parecida a la que de antemano se ha rechazado al eludir la incorporación de B; situación que alcanzaría la máxima tensión caso de que C resultara ser el único posible sucesor de A. Por ello es de rigor que los subordinados sean dos o más, quedando así cada uno de ellos bajo la estricta vigilancia de los otros, siempre temerosos de un prematuro ascenso de sus iguales. Cuando le llegue el turno a C de sentirse sobrecargado de trabajo (lo cual no dejará de producirse), A, con la cooperación de C, será partidario del nombramiento de dos auxiliares que ayuden a C. Pero el único medio al alcance de A para evitar molestos roces internos, es aconsejar el nombramiento de otros dos auxiliares para ayudar a D, cuya situación viene a ser poco más o menos la misma. Con la incorporación de E, F, G y H, el ascenso de A puede darse casi por descontado.
Siete funcionarios se hallan ya realizando el mismo trabajo que antes despachaba uno solo. Y éste es el momento de entrar en acción el antes enunciado factor número 2. Porque trabajando los siete a la vez no cesan de procurarse mutuamente nuevas ocupaciones, de forma que todos ellos andan atareadísimos, y por lo que se refiere a A, puede decirse que nunca se había sentido más apabullado. Una misma instancia, un mismo documento, puede perfectamente pasar de mano en mano por los siete antes no recaiga la resolución que deba proceder a su definitivo archivo. El oficial E, tras haber estudiado con toda detención la instancia con la documentación acompañada, entiende que la materia de que trata es de la competencia de F, el cual, previo el consiguiente examen del asunto, bosqueja marginalmente una propuesta de resolución, que somete a C, y que éste enmienda radicalmente no sin antes haberlo consultado con D, quien, ante la gravedad de la consulta, ha encomendado a G que le haga un estudio de los artículos aplicables que no hayan sido derogados por posteriores reglamentos verdaderamente en vigor. Pero resulta que G está en vísperas de marcharse, en uso de licencia, y pasa la papeleta a H, quien en vista de las disposiciones que no parecen haber sido derogadas, redacta un informe con nueva propuesta de resolución, informe que, firmado por D, es inmediatamente devuelto a C, y éste, de acuerdo con el informe, rectifica su anterior propuesta de resolución y presenta a A la nueva redacción.
¿Qué hace entonces A? Estaría de sobra justificado que firmara la propuesta sin leerla siquiera, pues bastantes cosas tiene ya en la mollera. Ahora ya es seguro que ha de suceder a W el año próximo, y por lo tanto debe resolver si es C o D el que haya de sucederle en su cargo actual. Hubo de acceder a que G se ausentase en uso de licencia sin motivos suficientes para ello. Más indicado hubiera sido que se la hubiese concedido a H, que anda malucho de un tiempo a esta parte, por causas no del todo ajenas a sus sinsabores domésticos. Hay también planteada la cuestión de la gratificación extraordinaria que debe otorgarse a F durante el período de la conferencia, y, luego, la de la instancia que tiene presentada E pidiendo el traslado al Ministerio de Pensiones. A ha oído rumores de que D está metido en extrañas relaciones con una mecanógrafa casada, y de que G y F no se dirigen la palabra desde hace bastantes días, sin que nadie conozca exactamente las causas. Con tantos quebraderos de cabeza, nada tendría, pues, de particular que A estampara su firma al pie del informe sin preocuparse más del asunto. Pero A ha sido siempre un funcionario probo. Acosado por los conflictos y problemas que sus ayudantes no cesan de procurarle y de procurárselos a sí mismos —y esto sin hacerlo adrede o con aviesa intención, sino como corolario derivado de sus naturales actividades administrativas— no es hombre para echarse atrás ni rehuir el cumplimiento de sus deberes. Lee, pues, con suma atención el informe propuesto, suprime los párrafos excesivamente legalistas y enredados que le añadieron C y H, y restablece la primitiva redacción en el sentido propuesto por F, que es, al fin y al cabo, el más capacitado de sus colaboradores, aunque un tanto quisquilloso. Corrige con todo cuidado el estilo y la sintaxis —ninguno de los jóvenes funcionarios a sus órdenes está fuerte en cuestiones de gramática— y deja por fin ultimado el informe tal y como lo habría hecho por sí mismo si ninguno de los oficiales, desde C hasta H, hubieran puesto jamás los pies en este mundo. Mucha más gente ha trabajado mucho más rato para llegar a donde A habría llegado en pocos minutos, sin que ninguno de cuantos han colaborado haya permanecido ocioso un solo momento. Todos han puesto de su parte cuanto han podido. Ya avanzada la noche, A abandona la oficina para emprender el viaje de regreso a su casa, en Ealing. La última de las luces del edificio se extingue en la oscuridad de la noche señalando el final de otra jornada de ímproba labor administrativa. Entre los últimos en salir, A denota en sus enarcadas espaldas y en la amarga sonrisa de su rostro, que el trabajar hasta altas horas y las canas prematuras constituyen el precio exorbitante del éxito.
De cuanto llevamos dicho sobre los factores en juego, el aficionado a las ciencias políticas y sociales habrá inferido que los funcionarios administrativos de un organismo cualquiera se hallan todos sujetos a una misma fuerza expansiva interna. Nada se ha podido precisar, sin embargo, respecto al período de tiempo que ha de transcurrir entre la fecha del nombramiento de A y la del ingreso de H, pero el enorme acopio de datos estadísticos que poseemos nos permite establecer la inmutabilidad de la ley de Parkinson. No es ésta la ocasión de publicar todos los datos y observaciones recogidos, pero seguramente interesará al lector saber que los primeros estudios sistemáticos se llevaron a cabo sobre las estadísticas de la Marina británica. La elección es debida a que el ámbito y actividades del Almirantazgo son más fácilmente mensurables que los del Departamento de Comercio, pongamos por caso. Todo se reduce a operaciones aritméticas. Ahí van algunas cifras características. Al servicio de la Armada había, en 1914, 146.000 hombres, entre oficialidad y marinería, con más de 3.249 empleados en las diversas dependencias administrativas y 57.000 obreros en los arsenales. En 1928 había solamente 100.000 oficiales y marineros y no más de 62.439 obreros, pero el número de escribientes y funcionarios administrativos había ascendido a 4.558. Por lo que se refiere al tonelaje de la marina de guerra, el de 1928 era una mera fracción del de 1914 —menos de 20 grandes buques en vez de los 62 que estaban en servicio en 1914. Durante dicho período, el número de oficiales de la Armada había aumentado de 2.000 a 3.569, subviniendo (como se dijo entonces) a las necesidades de “una magnífica marina de tierra”. Las precedentes cifras aparecen más claramente en el siguiente cuadro:
ESTADÍSTICAS DEL ALMIRANTAZGO