XII
LA HISTORIADORA OBSTINADA
Muchos años después de que se muriera su marido, Nwamgba todavía cerraba los ojos de vez en cuando para revivir las visitas nocturnas que él solía hacerle en su cabaña y las mañanas siguientes, cuando iba al arroyo tarareando una canción, pensando en el olor a humo y en la firmeza de su cuerpo, en todos esos secretos que compartía consigo misma, sintiéndose rodeada de luz. Otros recuerdos de Obierika también seguían vívidos: sus dedos rechonchos alrededor de la flauta cuando tocaba por las noches, su deleite cuando le ponía delante un plato de comida, su espalda sudorosa cuando volvía con cestas llenas de barro fresco para las vasijas que ella hacía. Desde el primer momento en que lo había visto en un combate de lucha durante el cual no habían parado de mirarse, cuando los dos eran demasiado jóvenes y ella aún no llevaba a la cintura el paño de menstruación, había creído con silenciosa obstinación que su chi y el de él estaban hechos para el matrimonio. Así, cuando él fue a ver a su padre unos años después con jarros de vino de palma y acompañado de sus parientes, ella dijo a su madre que ése era el hombre con quien iba a casarse. Su madre se quedó horrorizada. ¿Acaso no sabía que Obierika era hijo único, que su difunto padre había sido hijo único y sus esposas habían perdido embarazos y enterrado a bebés? Tal vez un miembro de su familia había cometido el tabú de vender a una niña como esclava y el dios de la tierra Ani los estaba castigando. Nwamgba no hizo caso a su madre. Fue al obi de su padre y amenazó con escapar de la casa de cualquier otro hombre si no le permitía casarse con Obierika. Su padre encontraba agotadora a esa hija mordaz y testaruda que en una ocasión había derribado a su hermano en una lucha. (Después había advertido a todos que no corrieran la voz de que la chica había tumbado al chico). A él también le preocupaba la infertilidad de la familia de Obierika. Pero era una familia bien: su difunto padre había recibido el título ozo; Obierika ya estaba repartiendo semillas de ñame entre los aparceros. A Nwamgba no le iría mal si se casaba con él. Además, era mejor dejarla ir con el hombre de su elección; eso le ahorraría años de problemas en los que ella volvería continuamente a casa tras enfrentamientos con la familia política. Así pues, le dio su bendición, y ella sonrió y lo llamó por su nombre de alabanza.
Obierika acudió a pagar el precio de la dote con dos primos maternos, Okafo y Okoye, que eran como hermanos para él. Nwamgba los detestó a primera vista. Esa tarde, mientras bebían vino de palma en el obi de su padre, vio en sus ojos una envidia codiciosa, y los años que siguieron, años en que Obierika recibió un título, amplió sus tierras y vendió sus ñames a desconocidos procedentes de lugares remotos, vio intensificarse esa envidia. Pero los toleró, porque eran importantes para Obierika, quien fingía no darse cuenta de que, en lugar de trabajar, acudían a él para pedirle ñames y pollos, porque quería creer que tenía hermanos. Fueron ellos quienes, al tercer aborto natural de ella, lo apremiaron para que tomara otra mujer. Obierika respondió que se lo pensaría, pero cuando Nwamgba y él se quedaron solos en su cabaña por la noche, él le dijo que estaba seguro de que tendrían la casa llena de hijos, y que no pensaba casarse con otra mujer hasta que se hicieran mayores, para tener a alguien que los cuidara. Al principio a ella le pareció extraño, un hombre próspero con una sola mujer, y se angustió aún más por su infertilidad, y por las canciones que cantaba la gente, las melodiosas palabras llenas de malicia: «Ha vendido su útero. Le ha comido el pene. Él toca su flauta y le entrega a ella su riqueza».
En una reunión a la luz de la luna en la plaza en la que las mujeres contaban historias y aprendían, un grupo de chicas vieron a Nwamgba y empezaron a cantar, apuntando hacia ella sus pechos agresivos. Nwamgba se detuvo y les preguntó si les importaba cantar un poco más alto para poder oír la letra y enseñarles cuál era la mejor de las dos tortugas. Las chicas dejaron de cantar. Ella disfrutó viendo su miedo y cómo retrocedían, pero fue en aquel momento cuando decidió buscar ella misma una esposa para Obierika.
A Nwamgba le gustaba ir al arroyo de Oyi, quitarse la tela que llevaba enrollada en la cintura y bajar hasta la corriente plateada que brotaba de una roca. Las aguas del Oyi eran más frescas que las del otro arroyo, el Ogalanya, o tal vez era que le reconfortaba el altar de la diosa Oyi, escondido en un recodo; de niña había aprendido que Oyi era la protectora de las mujeres, la razón por la que no las vendían como esclavas. Su mejor amiga, Ayaju, ya estaba en el arroyo, y mientras la ayudaba a colocarse el cántaro sobre la cabeza, le preguntó quién creía que podía ser una buena segunda esposa para Obierika.
Ayaju y ella habían crecido juntas y se habían casado con hombres del mismo clan. La diferencia entre ellas estaba en que Ayaju era descendiente de esclavos; su padre había llegado allí como esclavo después de una guerra. Ayaju no amaba a su marido, Okenwa, quien, según ella, se parecía y olía como una rata, pero sus perspectivas matrimoniales habían sido limitadas; ningún hombre de una familia nacida libre habría pedido nunca su mano. El cuerpo de miembros largos y movimientos rápidos de Ayayu hablaba de muchos viajes comerciales; había llegado más allá de Onicha. Era ella quien había traído noticias de las extrañas costumbres de los comerciantes igala y edo, y la primera que había hablado de los hombres de piel blanca que habían llegado a Onicha con espejos, telas y las pistolas más grandes que se habían visto en aquellos parajes. Ese cosmopolitismo le había valido un respeto en la comunidad y era la única descendiente de esclavos que hablaba en el Consejo de Mujeres, la única que tenía respuestas para todo.
Ella enseguida sugirió como segunda esposa de Obierika a la joven de la familia Okonkwo; tenía unas bonitas caderas anchas y era respetuosa, a diferencia de las demás jóvenes que tenían la cabeza llena de pájaros. Mientras volvían a casa, Ayaju sugirió a Nwamgba que hiciera lo que hacían otras mujeres en su situación: tomar un amante y embarazarse para continuar el linaje de Obierika. La respuesta de Nwamgba fue cortante, porque no le gustó que diera a entender que Obierika era impotente, y como en respuesta a sus pensamientos, sintió una puñalada furiosa en la espalda y supo que volvía a estar embarazada. Pero no dijo nada, porque supo también que volvería a perder a la criatura.
El aborto tuvo lugar unas semanas después, cuando notó la sangre grumosa que le bajaba por las piernas. Obierika la consoló y propuso que fueran al famoso oráculo de Kisa en cuanto ella se encontrara lo bastante fuerte para emprender el viaje de media jornada. Después de que el dibia hubo consultado el oráculo, Nwamgba se sintió avergonzada sólo de pensar en sacrificar una vaca entera; Obierika tenía antepasados codiciosos, era evidente. Pero realizaron los sacrificios y los rituales de purificación, y cuando ella propuso ir a ver a la familia Okonkwo para hablar de la hija, él dio largas, hasta que otro dolor agudo recorrió la espalda de Nwamgba y meses después, tumbada sobre un montón de hojas de plátano recién lavadas detrás de su choza, empujó con todas sus fuerzas hasta que salió la criatura.
Le pusieron el nombre de Anikwenwa: el dios de la tierra, Ani, por fin les había concedido un hijo. Era moreno y de constitución fuerte, y tenía la curiosidad alegre de Obierika. Éste se lo llevaba a coger hierbas medicinales, a buscar barro para las vasijas de cerámica de Nwamgba o a retorcer los tallos de ñame en la granja. Los primos de Obierika, Okafo y Okoye, iban a verlos a menudo. Se maravillaban de lo bien que tocaba Anikwenwa la flauta, o de lo deprisa que había aprendido a recitar poesía y a hacer los movimientos de lucha de su padre, pero Nwamgba veía la furiosa malevolencia que sus sonrisas no lograban ocultar. Temía por su hijo y por su marido, y cuando Obierika murió, un hombre sano que se había reído y bebido vino de palma momentos antes de desplomarse, supo que lo habían matado ellos con una medicina. Abrazó su cuerpo hasta que un vecino la abofeteó para que lo soltara; yació entre las frías cenizas durante días; se mesó el pelo afeitado con diseños. La muerte de Obierika la sumió en una desesperación infinita. Pensó a menudo en la mujer que, al morir su décimo hijo consecutivo, había salido al patio trasero y se había colgado de un árbol de la cola. Pero ella no podía hacerlo por Anikwenwa.
Más tarde lamentó no haber insistido en que sus primos bebieran el mmili ozu de Obierika antes del oráculo. Lo había visto una vez, cuando un hombre rico había muerto y su familia se había empeñado en que su rival bebiera su mmili ozu. Nwamgba había observado a la joven soltera tomar una hoja llena de agua y tocar con ella el cuerpo del muerto y, sin dejar de pronunciar palabras solemnes, ofrecérsela al hombre acusado. Él bebió. Todo el mundo observó para asegurarse de que tragaba, en un silencio sentencioso porque sabían que si era culpable moriría. Murió días después y su familia inclinó la cabeza de la vergüenza; Nwamgba se sintió extrañamente removida por todo ello. Debería haber insistido en que lo hicieran los primos de Obierika, pero había estado cegada por el dolor, y una vez lo hubo enterrado fue demasiado tarde.
Durante el funeral los primos se apoderaron del colmillo de marfil de Obierika, alegando que los símbolos de los títulos pasaban a los hermanos, no a los hijos. Fue al verlos vaciar el cobertizo de ñames y llevarse las cabras adultas del corral cuando Nwamgba se enfrentó a ellos y les gritó, y cuando ellos no hicieron caso, esperó a que se hiciera de noche para pasearse por el pueblo cantando sobre su malicia y las abominaciones que estaban amontonando sobre la tierra al estafar a una viuda, hasta que los ancianos les pidieron que la dejaran tranquila. Ella se quejó ante el Consejo de Mujeres, y esa noche veinte mujeres acudieron a la casa de Okafo y Okoye blandiendo manos de mortero y les advirtieron que dejaran a Nwamgba en paz. Los miembros del grupo de edad de Obierika también les pidieron que la dejaran tranquila. Pero Nwamgba sabía que esos primos codiciosos no se detendrían. Soñó con matarlos. Sin duda podía hacerlo y acabar con esos fantoches que habían vivido a costa de Obierika en lugar de trabajar, pero la desterrarían y no habría nadie que cuidara de Anikwenwa. De modo que daba largos paseos con su hijo, señalándole que la tierra desde aquella palmera hasta ese plátano era suya, que había pasado del abuelo a su padre. Le explicó las mismas cosas una y otra vez, aunque él pareciera aburrido y desconcertado, y a menos que ella lo vigilara no le dejaba salir a jugar a la luz de la luna.
Ayaju regresó de uno de sus viajes comerciales con otra noticia: las mujeres de Onicha se quejaban de los blancos. Habían aceptado los puestos de venta de los blancos pero estos de pronto pretendían decirles cómo debían comerciar, y cuando los ancianos de Agueke, un clan de Onicha, se negaron a estampar el pulgar en un papel, los blancos acudieron por la noche con sus sirvientes, que eran hombres normales, y arrasaron el pueblo. No quedó nada. Nwamgba no lo entendía. ¿Qué clase de armas tenían los blancos? Ayaju se rió y dijo que sus armas no se parecían al trasto oxidado que tenía su marido. Había unos blancos que se dedicaban a visitar los distintos clanes para pedir a los padres que llevaran a sus hijos al colegio, y ella había decidido mandar a Azuka, el hijo que menos trabajaba en la granja, porque aunque ella era rica y respetada, seguía siendo descendiente de esclavos y sus hijos todavía no podrían acceder a los títulos. Quería que Azuka aprendiera las costumbres de esos extranjeros, porque los que gobernaban a otros no eran los mejores sino los que tenían las mejores armas; después de todo, a su padre nunca lo habrían tomado como esclavo si su clan hubiera estado mejor armado que el clan de Nwamgba. Mientras Nwamgba escuchaba a su amiga, fantaseó con matar a los primos de Obierika con las armas de los blancos.
El día que los blancos visitaron su clan, Nwamgba dejó la vasija que se disponía a meter en el horno, y corrió a la plaza con Anikwenwa y la joven que tenía de aprendiz. De entrada el aspecto común y corriente de los dos blancos le decepcionó; del color de los albinos, y con los miembros esbeltos y frágiles, parecían inofensivos. Sus compañeros eran hombres normales, pero tenían un aire extranjero, y sólo uno de ellos hablaba igbo con acento extraño. Dijo ser de Elele; los otros hombres normales eran de Sierra Leona, y los blancos de Francia, al otro lado del mar. Todos pertenecían a la Congregación del Espíritu Santo; habían llegado en 1885 a Onicha, donde construyeron una escuela y una iglesia. Nwamgba fue la primera en preguntar algo: si por casualidad habían traído sus armas, las que utilizaron para destruir a la gente de Agueke, y si podía ver una. El hombre respondió con tristeza que habían sido los soldados del gobierno británico y los comerciantes de la Real Compañía del Níger quienes habían destruido pueblos; ellos en cambio traían una buena noticia. Habló de su dios, que había venido al mundo para morir, que tenía un hijo pero ninguna esposa, y que era al mismo tiempo tres y uno. Muchas de las personas que rodeaban a Nwamgba se rieron a carcajadas. Unas se fueron, porque habían imaginado que el blanco estaría lleno de sabiduría. Otras se quedaron y les ofrecieron cuencos de agua fría.
Unas semanas después Ayaju llegó con otra noticia: los blancos habían establecido en Onicha un tribunal que resolvía las disputas. Habían llegado, en efecto, para quedarse. Por primera vez Nwamgba receló de su amiga. Los habitantes de Onicha ya debían de tener sus tribunales. El clan próximo al de Nwamgba, por ejemplo, sólo convocaba su tribunal durante el nuevo festival del ñame, de modo que el resentimiento se acumulaba mientras esperaban a que se hiciera justicia. Era un sistema estúpido, pensaba Nwamgba, pero cada clan tenía el suyo. Ayaju se rió y volvió a decir a Nwamgba que los que gobernaban a los demás eran los que tenía las mejores armas. Su hijo ya estaba aprendiendo esas costumbres extranjeras y Anikwenwa tal vez debería aprenderlas también. Nwamgba se negó. No pensaba entregar a su único hijo, su único ojo, a los blancos, por superiores que fueran sus armas.
En los años que siguieron, tres acontecimientos contribuyeron a que Nwamgba cambiara de opinión. El primero fue que los primos de Obierika se apropiaron de un gran pedazo de tierra y aseguraron a los ancianos que iban a cultivarlo por ella, una mujer que había castrado a su difunto hermano y que ahora se negaba a casarse de nuevo aunque acudían los pretendientes y seguía teniendo los pechos redondeados. Los ancianos se pusieron de parte de ellos. El segundo fue que Ayaju le habló de dos hombres que habían llevado al tribunal de los blancos sus conflictos sobre tierras; el primer hombre mintió pero hablaba el idioma de los blancos, mientras que el segundo, el legítimo dueño de la tierra, no sabía el idioma y perdió el caso, y lo golpearon, lo encerraron y le ordenaron que renunciara a su tierra. El tercer acontecimiento fue el caso del joven Iroegbunam, que había desaparecido hacía muchos años y de pronto reapareció ya adulto. Su madre viuda enmudeció de horror al oír su historia: un vecino, a quien su padre a menudo gritaba en las reuniones de su grupo de edad, lo había raptado mientras su madre iba al mercado y lo había llevado a los traficantes de esclavos de Aro, quienes tras echarle un vistazo se habían quejado de que la herida en la pierna reduciría su precio. Luego lo ataron por las manos a los demás, formando una larga columna humana, y lo golpearon con un palo para que caminara más deprisa. Entre ellos sólo había una mujer. Gritó hasta quedarse ronca, diciendo a los raptores que eran crueles, que su espíritu los atormentaría a ellos y a sus descendientes, que sabía que iban a venderla a los blancos, y si no sabían que la esclavitud de los blancos era muy diferente, que los trataban como cabras y los metían en grandes barcos, y al final de largas travesías se los comían. Iroegbunam no paró de caminar con los pies ensangrentados, el cuerpo entumecido, bebiendo de vez en cuando el agua que le ofrecían, hasta que todo lo que pudo recordar más tarde fue el olor del polvo. Finalmente se detuvieron en un clan de la costa, donde un hombre habló en un igbo casi incomprensible, pero Iroegbunam entendió lo justo para enterarse de que el responsable de vender a los raptados a los blancos del barco había ido a negociar con ellos pero él mismo había sido raptado. Hubo grandes broncas y trifulcas; varios de los raptados tiraron de las cuerdas e Iroegbunam perdió el conocimiento. Cuando se despertó encontró a un blanco frotándole los pies con aceite y se quedó aterrado, convencido de que lo preparaba para comerlo. Pero era otra clase de blanco, un misionero que compraba esclavos sólo para liberarlos, y se llevó a Iroegbunam a vivir con él y a formarlo para ser misionero cristiano.
La historia de Iroegbunam persiguió a Nwamgba, porque así era como probablemente se desharían los primos de Obierika de su hijo. Matarlo era demasiado peligroso, el riesgo a atraer las desgracias del oráculo era muy elevado, pero eran capaces de venderlo siempre que tuvieran suficiente medicina para protegerse a sí mismos. También se quedó estupefacta de cómo Iroegbunam se pasaba de vez en cuando al idioma de los blancos. Sonaba nasal y horrible. Nwamgba no tenía ningún deseo de hablarlo ella misma, pero de pronto decidió que Anikwenwa debía dominarlo lo bastante bien para acudir al tribunal de los blancos con los primos de Obierika y derrotarlos, y recuperar lo que le pertenecía. Así, poco después del regreso de Iroegbunam, comunicó a Ayaju su intención de llevar a su hijo al colegio.
Empezaron yendo a la misión anglicana. En la clase había más niñas que niños; varios niños curiosos entraron con sus tirachinas y al poco rato salieron. Los alumnos se sentaban con una pizarra en el regazo mientras el profesor, de pie delante de ellos con una gran vara en las manos, les hablaba de un hombre que transformaba un cuenco de agua en vino. Nwamgba se quedó impresionada con las gafas del maestro y pensó que el hombre de la historia debía de tener una medicina bastante potente para hacer semejante transformación. Pero cuando separaron a las niñas y llegó una maestra para enseñarles a coser, le pareció una tontería; en su clan se enseñaba a las niñas a hacer cerámica y era el hombre quien cosía. Sin embargo, lo que la hizo desistir por completo fue que las clases se impartieran en igbo. Nwamgba preguntó al primer maestro el motivo. Él respondió que se enseñaba inglés, por supuesto (sostuvo el manual de inglés en alto), pero los niños aprendían mejor en su propio idioma; en los países de los blancos, los niños también aprendían en su propio idioma. Nwamgba se volvió para marcharse. El maestro le cortó el paso y le dijo que los misioneros católicos eran crueles y no tenían las mejores intenciones en su corazón. A Nwamgba le divirtieron esos extranjeros que parecían no saber que había que fingir unidad ante los desconocidos. Pero había acudido allí por el idioma inglés, de modo que pasó por su lado y se dirigió a la misión católica.
El padre Shanahan dijo que Anikwenwa tendría que adoptar un nombre inglés porque no se podía bautizar con un nombre pagano. Nwamgba enseguida accedió. Para ella seguiría siendo Anikwenwa; si querían darle otro nombre que ella no sabría pronunciar antes de enseñarle su idioma, no importaba. Lo esencial era que aprendiera bien el idioma para derrotar a los primos de su padre. El padre Shanahan miró a Anikwenwa, un niño muy musculoso de tez oscura, y calculó que tenía doce años, aunque le costaba poner edad a esa gente; a veces un niño parecía un hombre, a diferencia de en Africa Oriental, donde había trabajado anteriormente y donde los nativos eran tan esbeltos y poco musculosos que confundían. Mientras echaba agua sobre la cabeza del chico, dijo: «Michael, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Le dio una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos, porque la gente del Dios Vivo no iba por ahí desnuda, y trató de predicar a la madre, pero ella lo miraba como una niña que no sabía nada. Había en ella una determinación inquietante, algo que había visto en muchas mujeres de allí; ofrecía un gran potencial si lograban domesticar su salvajismo. Esa tal Nwamgba sería una misionera maravillosa entre las mujeres. La observó marcharse. En su espalda erguida había elegancia y, a diferencia de las otras mujeres, apenas había hablado. Le irritaba la verbosidad y los proverbios solapados de esa gente, su incapacidad para ir al grano; ésa era la razón por la que se había unido a la Congregación del Espíritu Santo, cuyo carisma era la redención de los paganos negros.
Nwamgba se quedó alarmada ante lo indiscriminadamente que los misioneros azotaban a los alumnos; por llegar tarde, por ser perezosos, por ser lentos, por perder el tiempo. En una ocasión, le contó Anikwenwa, el padre Lutz había esposado a una niña para darle una lección sobre la mentira, sin dejar de repetir en igbo (porque el padre Lutz chapurreaba el igbo) que los indígenas consentían demasiado a sus hijos, que las enseñanzas de la Biblia también implicaban imponer disciplina. El primer fin de semana que Anikwenwa fue a casa, Nwamgba se puso furiosa al ver los verdugones en su espalda. Se ató la tela alrededor de la cintura y fue al colegio. Dijo al profesor que les arrancaría los ojos a todos si volvían hacerle eso. Sabía que Anikwenwa no quería ir al colegio, pero ella le repetía que sólo serían dos años, hasta que aprendiera inglés, y aunque en la misión le pidieron que no fuera tan a menudo, ella iba cada fin de semana para llevárselo a casa. Anikwenwa siempre se desnudaba antes de salir del recinto de la misión. Le desagradaban los pantalones cortos y la camisa, le hacían sudar y la tela le producía picor en las axilas. También le desagradaba estar en la misma clase que hombres mayores y perderse los campeonatos de lucha.
Tal vez notara las miradas de admiración que suscitaba su ropa, pero poco a poco la actitud de Anikwenwa cambió. Nwamgba se dio cuenta por primera vez cuando los chicos con los que barría la plaza del pueblo se quejaron de que ya no ayudaba porque iba al colegio y Anikwenwa les respondió algo en inglés, algo que sonó cortante y que los hizo callar, lo que la llenó de un orgullo indulgente. Su orgullo se convirtió en una vaga preocupación cuando advirtió que se había apagado la curiosidad en sus ojos. Había en él una nueva pesadez, como si cargara de pronto con un mundo excesivamente pesado. Examinaba demasiado tiempo las cosas. Dejó de comer lo que ella le preparaba porque, según dijo, se había sacrificado a ídolos. Le pidió que se enrollara la tela alrededor del pecho en lugar de la cintura porque su desnudez era pecaminosa. Ella lo miró, divertida ante su solemnidad, pero aun así se preguntó preocupada por qué el niño había empezado a notar la desnudez de su madre.
Cuando llegó el momento de su ima mmuo, él se negó a participar porque iniciar a los niños en el mundo de los espíritus era una costumbre pagana que, según el padre Sanan, tenía que terminar. Nwamgba le tiró de la oreja y dijo que un extranjero albino no podía decidir cuándo debían cambiar sus costumbres, que hasta que no fuera el clan el que decidiera suspender la iniciación él participaría en ella, que si era hijo suyo o del blanco. Anikwenwa accedió de mala gana, pero cuando se lo llevaron con un grupo de niños, ella notó que no compartía la emoción de los demás. La tristeza de él la entristeció. Tenía la sensación de que su hijo se le iba de las manos, y al mismo tiempo se sentía orgullosa de que estuviera aprendiendo tanto y llegara a convertirse en intérprete ante los tribunales o en escritor de cartas, y que con la ayuda del padre Lutz hubiera conseguido los papeles que demostraban que sus tierras les pertenecían. El momento de mayor orgullo fue cuando Anikwenwa fue a ver a los primos de su padre, Okafo y Okoye, y exigió que le devolvieran el cuerno de marfil, y ellos se lo dieron.
Nwamgba sabía que su hijo habitaba un espacio mental que le era ajeno. Cuando le comunicó su intención de ir a Lagos para estudiar magisterio, por mucho que ella gritara «¿Cómo vas a dejarme sola? ¿Quién me enterrará cuando muera?», supo que iría. No lo vio durante muchos años, años en los que murió uno de los primos de su padre, Okafo. A menudo consultaba el oráculo para saber si seguía vivo; el dibia la reprendía y la despedía, porque por supuesto seguía vivo. Al fin Anikwenwa regresó, el mismo año en que el clan prohibió los perros después de que uno matara a un miembro del grupo de edad de Mmangala, el mismo al que habría pertenecido Anikwenwa si no hubiera dicho que esas cosas eran diabólicas.
Nwamgba no dijo nada cuando él anunció que lo habían nombrado catequista en la nueva misión. Afilaba el aguba que tenía en la palma de la mano, a punto de afeitar con dibujos el cuero cabelludo de una niña, y siguió haciéndolo mientras Anikwenwa hablaba de ganar almas en su clan. El plato de frutos del árbol del pan que le había ofrecido seguía intacto (ya no comía nada de lo que ella le daba) y ella lo miró, ese hombre con pantalones largos y un rosario alrededor del cuello, y se preguntó si ella había manipulado su destino. ¿Era eso lo que su chi había dispuesto para él, la vida de alguien que representa diligentemente una extraña pantomima?
El día que él le habló de la mujer con quien iba a casarse, Nwamgba no se sorprendió. Él no obró como era la costumbre, consultando a la gente acerca de la familia de la novia; se limitó a decir que a alguien de la misión le había parecido adecuada una joven de Ifite Ukpo y que la joven adecuada iba a ir a las hermanas del Santo Rosario de Onicha para aprender a ser una buena esposa cristiana. Ese día Nwamgba estaba acostada en su lecho de barro enferma de malaria y, frotándose sus doloridas articulaciones, le preguntó cómo se llamaba la joven. Anikwenwa respondió que Agnes. Nwamgba preguntó el verdadero nombre, y Anikwenwa se aclaró la voz y dijo que antes de hacerse cristiana se había llamado Mgbeke. Nwamgba le preguntó si Mgbeke seguiría al menos la ceremonia de confesión, aunque Anikwenwa no celebrara los demás ritos matrimoniales de su clan. Él sacudió la cabeza furioso y dijo que ese ritual anterior al matrimonio en que la novia rodeada de todas las mujeres de la familia juraba no haber estado con ningún hombre desde que su marido había manifestado su interés por ella era pecaminosa, porque las esposas cristianas debían de permanecer vírgenes.
La ceremonia de la boda que tuvo lugar en la iglesia fue ridículamente extraña, pero Nwamgba la soportó en silencio, diciéndose que pronto moriría y se reuniría con Obierika, y se libraría de un mundo que cada vez tenía menos sentido. Estaba resuelta a no simpatizar con la esposa de su hijo pero era difícil que no te gustara Mgbeke, una delicada criatura de fina cintura deseosa de complacer al hombre con quien se había casado, deseosa de complacer a todo el mundo, y propensa al llanto y a disculparse de todo sobre lo que no tenía control. En lugar de ello, Nwamgba la compadeció. Mgbeke iba a verla a menudo llorando a lágrima viva porque Anikwenwa se había enfadado con ella y no había querido comer, o le había prohibido ir a la boda anglicana de una amiga porque los anglicanos no predicaban la verdad, y Nwamgba decoraba sus vasijas en silencio, sin saber cómo manejar a una mujer que lloraba por cosas que no merecían su llanto.
Todo el mundo llamaba «missus» a Mgbeke, hasta los no cristianos, quienes respetaban a la esposa del catequista, pero el día que fue al arroyo de Oyi y se negó a quitarse la ropa por ser cristiana, las mujeres del clan, indignadas de que se atreviera a despreciar a su diosa, le dieron una paliza y la dejaron en el bosquecillo. Enseguida corrió la voz. Missus había sido hostigada. Anikwenwa amenazó con encerrar a todos los ancianos si su esposa volvía a recibir ese trato, pero el padre O’Donnell, en su siguiente visita al puesto de Onicha, fue a ver a los ancianos y se disculpó en nombre de Mgbeke, y preguntó si las mujeres cristianas podían ir vestidas a coger agua. Los ancianos se negaron —si uno quería agua del arroyo de Oyi, tenía que seguir las normas de Oyi—, pero se mostraron amables con el padre O’Donnell, quien los escuchó y no se comportó como Anikwenwa.
Nwamgba estaba avergonzada de su hijo e irritada con su nuera, contrariada con la vida enrarecida que llevaban los dos, tratando a los no cristianos como si tuvieran la viruela, pero se aferró a la esperanza de un nieto; rezó y se sacrificó para que Mgbeke tuviera un hijo, porque así Obierika regresaría y traería algo de sentido común a su mundo. No se enteró del primero y segundo abortos naturales de Mgbeke, y sólo después del tercero esta le habló de sus dificultades, sorbiendo y sonándose. Había que consultar al oráculo porque era una desgracia familiar, dijo Nwamgba, pero Mgbeke abrió mucho los ojos con miedo. Michael se enfadaría mucho si se enteraba de esa sugerencia. Nwamgba, a quien todavía le costaba recordar que Michael era Anikwenwa, acudió sola al oráculo, pero le pareció ridículo que hasta los dioses hubieran cambiado y ya no pidieran vino de palma sino ginebra. ¿Acaso ellos también se habían convertido?
Unos meses después Mgbeke fue a verla sonriendo con un bol lleno de uno de esos mejunjes incomestibles, y supo que su chi seguía bien despierto y que su nuera estaba embarazada. Anikwenwa había decretado que Mgbeke diera a luz en la misión de Onicha, pero los dioses debían de tener otros planes porque se puso de parto una tarde lluviosa; alguien corrió bajo la lluvia torrencial hasta la cabaña de Nwamgba para avisarla. Fue un niño. El padre O’Donnell lo bautizó Peter, pero Nwamgba lo llamó Nnamdi, porque creía que era Obierika que había vuelto. Le cantó, y cuando él se echó a llorar, le metió su pezón reseco en la boca, pero por más que se esforzó no sintió el espíritu de su magnífico marido. Mgbeke tuvo otros tres abortos naturales y Nwamgba acudió muchas veces al oráculo, hasta que un nuevo embarazo prosperó y nació una segunda criatura, esta vez en la misión de Onicha. Una hija. En cuanto Nwamgba la sostuvo en los brazos, los brillantes ojos de la niña le sostuvieron la mirada extasiados y ella supo que era el espíritu de Obierika que había regresado; era extraño que lo hubiera hecho en una niña, pero ¿quién podía predecir los designios de los antepasados? El padre O’Donnell la bautizó Grace, pero Nwamgba la llamó Afamefuna, «Mi Nombre No Se Perderá», y se quedó encantada con el solemne interés que prestaba la niña a su poesía y sus historias, y la despierta atención con que la adolescente la observaba cuando se esforzaba por hacer cerámica con sus manos recientemente temblorosas. Se quedó triste cuando Afamefuna tuvo que irse a un colegio de secundaria (Peter ya vivía con los sacerdotes en Onicha), porque temió que las nuevas costumbres del internado disolvieran su espíritu combativo y lo reemplazaran con una rigidez carente de curiosidad como la de Anikwenwa o con una débil indefensión como la de Mgbeke.
El año que Afamefuna se marchó al colegio de Onicha, Nwamgba tuvo la sensación de que se había apagado una lámpara en una noche sin luna. Fue un año extraño, el año en que se hizo de pronto la oscuridad sobre la tierra a media tarde, y cuando Nwamgba sintió el dolor tan arraigado en las articulaciones, supo que estaba cerca el final. Yació en su lecho luchando por respirar mientras Anikwenwa le suplicaba que se dejara bautizar y ungir para que pudieran celebrar un funeral cristiano por ella, ya que él no podía participar en una ceremonia pagana. Nwamgba le dijo que si se atrevía a llevar a alguien para frotarla con ese aceite repugnante, lo abofetearía con todas sus fuerzas. Todo lo que quería era ver a Afamefuna antes de reunirse con sus antepasados, pero Anikwenwa dijo que Grace estaba en plenos exámenes y no podía volver. Sin embargo lo hizo. Nwamgba oyó abrirse la puerta con un chirrido y ahí estaba Afamefuna, su nieta, que había venido sola desde Onicha después de pasarse varios días sin dormir porque su espíritu inquieto la instaba a regresar a casa. Grace dejó en el suelo la cartera del colegio, dentro de la cual había un libro de texto con el capítulo «La pacificación de las tribus primitivas del sur de Nigeria», escrito por un administrador de Worcestershire que había vivido siete años entre ellas.
Sería Grace quien leería sobre esos salvajes, fascinada con sus curiosas costumbres carentes de sentido, sin relacionarlas consigo misma hasta que su maestra, la hermana Maureen, le dijese que no podía llamar poesía a esa sucesión de llamadas-respuestas que le había enseñado su abuela porque las tribus primitivas no conocían la poesía. Sería Grace quien se reiría a carcajadas hasta que la hermana Maureen le hiciera salir de clase y llamara a su padre, quien la abofetearía delante de los profesores para demostrarles que sabía imponer disciplina. Sería Grace quien durante años sentiría un profundo resentimiento hacia su padre y pasaría las vacaciones trabajando de criada en Onicha sólo para evitar las mojigaterías y adustas certezas familiares. Sería Grace quien, al terminar el colegio, daría clases en una escuela de Agueke, donde la gente contaría historias sobre la destrucción a la que habían sometido a su pueblo las armas de los blancos años atrás, historias que ella no sabría si creer, porque también había de sirenas que se aparecían en el río Níger con fajos de billetes nuevos. Sería Grace quien, siendo una de las pocas mujeres que estudiaban en la Universidad de Ibadan en 1950, cambiaría su licenciatura de química por la de historia cuando, tomando un té en casa de una amiga, oyera hablar del señor Gboyega. El eminente señor Gboyega, un nigeriano de piel achocolatada educado en Londres, distinguido experto en la historia del Imperio británico, dimitió asqueado cuando la Junta de Exámenes de África Occidental empezó a considerar añadir la historia africana al plan de estudios, horrorizado de que se contemplara siquiera como un tema. Grace reflexionaría sobre ello con gran tristeza, estableciendo un claro vínculo entre la educación y la dignidad, entre lo duro y obvio que aparece impreso en los libros, y lo delicado y sutil que se aloja en el alma. Sería Grace quien empezaría a replantearse su propia educación, lo alegremente que había cantado el día del Imperio: «Dios salve a nuestro noble Rey. Que lo haga victorioso, feliz y glorioso. Larga vida a nuestro Rey»; lo desconcertada que se había quedado al leer palabras como «papel pintado» o «dientes de león» en sus libros de texto, incapaz de visualizarlos, o cómo se había peleado con problemas de aritmética que tenían que ver con mezclas, porque ¿qué eran si no el café y la achicoria, y por qué tenían que mezclarse? Sería Grace quien empezaría a replantearse la educación de su padre y se apresuraría a volver a casa, donde, viéndolo con los ojos acuosos por la edad, le diría que no había recibido todas las cartas que se había negado a abrir, y respondería amén cuando él rezara, apretando los labios contra su frente. Sería Grace quien, al pasar de regreso por Agueke, se vería perseguida por la imagen de un pueblo destruido e iría a Londres, a París y a Onicha para buscar en archivos mohosos, y reconstruiría la vida y los olores del mundo de su abuela hasta escribir el libro que titularía Pacificar con balas; una historia recuperada del sur de Nigeria.
Sería Grace quien, durante una conversación sobre su primer manuscrito con su prometido, George Chikadibia (elegante licenciado del King’s College de Lagos, futuro ingeniero y experto bailarín de salón que vestía con trajes de tres piezas y decía a menudo que un colegio sin latín era como una taza de té sin azúcar), sabría que el matrimonio no duraría cuando él le dijera que se equivocaba al escribir sobre una cultura primitiva en lugar de sobre un tema que merecía la pena como las alianzas africanas en la tensión entre los norteamericanos y los soviéticos. Se divorciarían en 1972, no a raíz de los cuatro abortos naturales que tendría Grace, sino porque una noche se despertaría empapada en sudor y se daría cuenta de que estrangularía a su marido si tenía que volver a oír un extasiado monólogo más sobre sus tiempos en Cambridge. Sería Grace quien, tras recibir premios en la universidad, mientras hablaba en solemnes conferencias sobre los iowa, los ibibio, los igbo y los efik del sur de Nigeria, y escribía para organizaciones internacionales artículos sobre cosas comunes por los que aun así le pagaban generosamente, imaginaría a su abuela bajando la vista y riéndose divertida. Sería Grace quien, sintiendo un extraño desarraigo en los últimos años de su vida, rodeada de sus premios, sus amigos y su jardín de rosas sin igual, acudiría al juzgado de Lagos y cambiaría oficialmente su nombre por el de Afamefuna.
Pero ese día, sentada junto a su abuela en la última luz de la tarde, Grace no contempló su futuro. Se limitó a cogerle la mano, con la palma endurecida tras años de hacer vasijas de barro.