V
EL LUNES DE LA SEMANA ANTERIOR
Desde el lunes de la semana anterior Kamara había empezado a detenerse delante de los espejos. Se volvía hacia uno y otro lado, examinando su cintura abultada y visualizándola lisa como la cubierta de un libro, luego cerraba los ojos e imaginaba a Tracy acariciándosela con esos dedos embadurnados de pintura. Volvió a hacerlo ante el espejo del cuarto de baño después de tirar de la cadena.
Josh esperaba junto a la puerta cuando ella salió. El hijo de siete años de Tracy. Tenía las mismas cejas pobladas y sin arquear de su madre, como líneas rectas trazadas sobre los ojos.
—¿Pipí o caca? —preguntó con fingida voz infantil.
—Pipí. Ella fue a la cocina, donde las persianas grises proyectaban una sombra a rayas sobre la encimera y donde llevaban toda la tarde practicando para el maratón de lectura. ¿Ya te has terminado el jugo de espinacas?
—Sí.
Él la observaba. Sabía, tenía que saberlo, que la única razón por la que iba al cuarto de baño cada vez que le servía el vaso de jugo verde era para darle la oportunidad de tirarlo. Había empezado a hacerlo el primer día que Josh lo probó, hizo una mueca y dijo: «Puaf. Es asqueroso». «Tu papá dice que tienes que beberlo cada día antes de cenar —había respondido Kamara. Y había añadido—: Sólo es medio vaso, se tardaría un minuto en tirarlo», y se fue al cuarto de baño. Eso fue todo. Cuando salió el vaso estaba vacío junto al fregadero.
—Voy a prepararte la cena, así estarás más que listo para ir a Zany Brainy cuando vuelva tu padre.
Todavía se le resistían las expresiones norteamericanas, pero se esforzaba en utilizarlas por Josh.
—De acuerdo.
—¿Quieres pescado o pollo con el arroz?
—Pollo.
Ella abrió la nevera. El estante superior estaba abarrotado de botellas de plástico de espinacas orgánicas en jugo. Unas latas de té de hierbas habían ocupado el mismo espacio hacía dos semanas, cuando Neil leyó Infusiones de hierbas para niños, y antes de eso habían sido unos brebajes de soja y unos batidos proteínicos para el crecimiento de los huesos. El jugo de espinacas pronto se acabaría, Kamara lo sabía, porque al llegar esa tarde lo primero que había visto era que Una guia completa de las verduras de jugo ya no estaba en la encimera; Neil debía de haberla guardado en el cajón durante el fin de semana.
Kamara sacó un paquete de pollo orgánico cortado en tiras.
—¿Por qué no te tumbas un rato a ver una película, Josh? —preguntó.
A él le gustaba sentarse en la cocina y verla cocinar, pero se le veía muy cansado. Los otros cuatro finalistas del Maratón de Lectura probablemente estaban igual de cansados, con la boca dolorida de pronunciar largas palabras desconocidas, el cuerpo tenso de pensar en el concurso del día siguiente.
Kamara lo vio poner un DVD de los Rugrats y tumbarse en el sofá, un niño delgado de piel aceitunada y una maraña de rizos. «Mestizos» era como habían llamado a los niños como él en Nigeria, y la palabra había significado automáticamente una atractiva piel clara y viajes al extranjero para visitar a los abuelos blancos. A Kamara siempre le había molestado el glamour de los mestizos. Pero en Estados Unidos mestizo era un insulto. Kamara lo había averiguado la primera vez que llamó para preguntar por el trabajo de canguro que había visto anunciado en el Philadelphia City Paper, paga generosa, cerca de medio de transporte, no era necesario coche. Neil se había sorprendido de que fuera nigeriana.
—Habla muy bien el inglés —dijo, y a ella le irritó su sorpresa, que considerara el inglés como una especie de propiedad privada.
Por esa razón, aunque Tobechi la había advertido que no mencionara sus estudios, dijo a Neil que tenía una licenciatura, que hacía poco que se había reunido con su marido en Estados Unidos y quería ganar algo de dinero mientras esperaba que le tramitaran su tarjeta de residencia para conseguir un permiso de trabajo como era debido.
—Bueno, necesito a alguien que se comprometa hasta que termine el colegio de Josh —dijo Neil.
—Eso no es problema —se apresuró a decir Kamara—. No debería haber dicho que era licenciada.
—¿Tal vez podría enseñar a Josh algo de nigeriano? Ya va a clases de francés dos veces por semana después del colegio. Va a un programa avanzado del Temple Beth Hillel donde hacen exámenes de entrada a los cuatro años. Es un niño estupendo, muy tranquilo y dulce, pero me preocupa que no haya más niños birraciales en el colegio o en el barrio.
—¿Birraciales? —preguntó Kamara.
La tos de Neil sonó delicada.
—Mi mujer es afroamericana y yo soy blanco, judío.
—Ah, es mestizo.
Hubo una pausa y la voz de Neil volvió a sonar, esta vez más espesa.
—Por favor, no utilice esa palabra.
El tono hizo que Kamara se disculpara, aunque no estaba segura de qué. El tono también le dio a entender que había perdido la oportunidad de obtener un empleo, de modo que se sorprendió cuando él le dio la dirección y le preguntó si podía ir al día siguiente. Era un hombre alto, de mandíbula prominente. Tenía una forma de hablar suave, casi relajante, que se suponía que le venía de ser abogado. La entrevistó en la cocina. Apoyado contra la encimera, le pidió referencias y le preguntó por su vida en Nigeria, luego explicó que querían educar a Josh en la cultura judía y afroamericana, sin dejar en ningún momento de alisar con el dedo el adhesivo plateado del teléfono en el que se leía: «No a las armas». Kamara se preguntó dónde estaba la madre. Tal vez Neil la había matado y escondido en un baúl; Kamara había pasado los últimos meses viendo juicios por televisión y había averiguado lo locos que estaban los norteamericanos. Pero cuanto más lo oía hablar, más segura estaba de que no era capaz de matar una hormiga. Percibió cierta fragilidad en él, una serie de ansiedades. Él explicó que le preocupaba que Josh estuviera pasándolo mal en el colegio por ser diferente, que pudiera ser infeliz, que no lo veía lo suficiente, que era hijo único, que cuando fuera mayor arrastraría problemas de la niñez y sufriría depresiones. Hacia la mitad Kamara quiso interrumpirlo y preguntar: «¿Por qué se está preocupando de cosas que aún no han pasado?». Pero se calló, porque aún no estaba segura de si tenía el trabajo. Y cuando él se lo ofreció, desde después del colegio hasta las seis, doce dólares la hora en efectivo, ella siguió sin decir nada, porque le pareció que todo lo que él necesitaba, desesperadamente, era que lo escuchara y no le costaba ningún esfuerzo escuchar.
Neil le dijo que creía en el método disciplinario basado en la razón. Nunca daba una bofetada a Josh porque no creía en el maltrato como disciplina.
—Si se le explica la razón por la que un comportamiento determinado está mal, no vuelve a repetirse.
Una bofetada es disciplina, quería decir Kamara. No tenía nada que ver con el maltrato. El maltrato era la clase de cosa de la que los norteamericanos oían hablar en las noticias, como apagar los cigarrillos en el brazo de un niño. Pero dijo lo que Tobechi le había indicado que dijera:
—Yo pienso lo mismo. Y, por supuesto, sólo utilizaré el método que usted apruebe.
—Josh sigue una dieta sana —continuó Neil—. Evitamos consumir sirope de maíz alto en fructosa, harina blanqueada o grasas trans. Se lo apuntaré todo.
—Muy bien. —No estaba segura de qué hablaba.
Antes de irse, preguntó:
—¿Qué hay de su madre?
—Tracy es artista. Pasa mucho tiempo en el sótano. Está trabajando en un encargo. Tiene una fecha tope… Se calló.
—Oh.
Kamara lo miró desconcertada, preguntándose si había algo claramente norteamericano que debía entender a partir de esa afirmación, algo que explicara por qué la madre del chico no estaba allí para recibirla.
—Josh tiene prohibido bajar al sótano de momento, así que usted tampoco puede. Llámeme si hay problemas. He dejado los números en la nevera. Tracy no sube hasta por la noche. Todo el día llegan mensajeros en moto para traerle sopa y sándwiches, así que es autosuficiente ahí abajo. —Neil hizo una pausa—. Asegúrese de que no la molesta para nada.
—No he venido aquí para molestar a nadie —replicó Kamara con cierta frialdad, porque de pronto le pareció que le hablaba como se hablaba a las criadas en Nigeria.
No debería haber dejado que Tobechi la persuadiera para aceptar ese prosaico empleo limpiando el trasero de un niño desconocido. No debería haberle hecho caso cuando dijo que esos ricos blancos de la Main Line no sabían qué hacer con el dinero. Pero aun mientras se dirigía con su magullada dignidad a la estación de tren, supo que no había hecho falta en realidad que la persuadiera. Quería el empleo, cualquier empleo; quería tener una razón para salir del apartamento día tras día.
Ya habían pasado tres meses. Tres meses cuidando a Josh. Tres meses escuchando las preocupaciones de Neil, siguiendo sus instrucciones ansiosas, tomándole un afecto compasivo. Tres meses sin ver a Tracy. Al principio le intrigó esa mujer de largos rizos rastas y piel del color de la manteca de cacahuete que iba descalza en la foto de la boda que había en el estante del estudio. Se había preguntado cuándo salía del sótano, si lo hacía alguna vez. A veces oía ruidos ahí abajo, un portazo o suaves notas de música clásica. Se preguntaba si Tracy veía alguna vez a su hijo. Cuando trataba de hacer hablar a Josh de su madre, él decía:
—Mamá está muy ocupada con su trabajo. Se enfadará si la molestamos.
Y al ver su cara cuidadosamente neutral, ella se contenía de preguntar más. Lo ayudaba con los deberes, jugaba a cartas con él, veía los DVD a su lado, y le hablaba de los grillos que había atrapado de niña y disfrutaba del atento placer con que él la escuchaba. La existencia de Tracy se había vuelto superflua, una realidad de fondo como el zumbido de la línea telefónica cuando Kamara llamaba a su madre a Nigeria. Hasta el lunes de la semana anterior.
Aquel día Josh había ido al cuarto de baño y Kamara estaba sentada a la mesa, hojeando sus deberes, cuando oyó un ruido detrás de ella. Se volvió, creyendo que era Josh, pero apareció Tracy, curvilínea con unas mallas y un suéter ceñido, entrecerrando los ojos al sonreír y apartándose los largos rizos de la cara con dedos manchados de pintura. Fue un momento extraño. Se sostuvieron la mirada y de pronto Kamara quiso adelgazar y volver a maquillarse. ¿Una mujer que tiene lo mismo que tú?, diría su amiga Chinwe si se lo explicara. ¡Tufia! ¿Qué tontería es ésa? Kamara también había estado repitiéndoselo, desde el lunes de la semana anterior. Se lo repetía pero dejó de comer plátanos, se trenzó el pelo en la peluquería senegalesa de South Street y empezó a examinar con atención los montones de rímel que había en la perfumería. Repetirse esas palabras no cambiaba nada, porque lo que había ocurrido en la cocina aquella tarde era una eclosión de esperanza desmedida, porque lo que impulsaba desde entonces su vida era la perspectiva de que Tracy volviera a subir las escaleras.
Kamara metió las tiras de pollo en el horno. Neil le pagaba tres dólares más los días que no llegaba a casa a tiempo y ella preparaba la cena de Josh. Le divertía que hablara de «preparar la cena» como si fuera una tarea complicada cuando en realidad sólo era una serie de acciones saneadas: abrir cajas de cartón y bolsas, y colocar el contenido en el horno y el microondas. Neil debería haber visto las espesas ráfagas de humo que soltaba la estufa que había utilizado en su país. El horno emitió un pitido. Colocó las tiras de pollo alrededor del pequeño montón de arroz que había en el plato de Josh.
—Josh —lo llamó—. La cena está lista. ¿Quieres yogur congelado de postre?
—Sí.
Josh sonrió y ella pensó que la curva de sus labios era exactamente igual que la de Tracy.
Se golpeó la punta del pie contra el borde de la encimera. Había empezado a tropezar con todo desde el lunes de la semana anterior.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella se frotó el pie.
—Sí.
—Espera, Kamara. —Josh se arrodilló en el suelo y le besó el pie—. Ya está. Así se irá.
Ella miró la pequeña cabeza que tenía ante ella, cubierta de rizos rebeldes, y quiso abrazarlo muy fuerte.
—Gracias, Josh.
Sonó el teléfono. Sabía que era Neil.
—Hola, Kamara. ¿Todo va bien?
—Sí, muy bien.
—¿Cómo está Josh? ¿Está asustado por lo de mañana? ¿Nervioso?
—Está bien. Hemos terminado de practicar.
—Estupendo. —Una pausa—, ¿puedo saludarlo rápidamente?
—Está en el cuarto de baño. —Kamara bajó la voz viendo cómo Josh apagaba el DVD del escritorio.
—Pues hasta dentro de un rato. Acabo de sacar literalmente a empujones a mi última clienta de la oficina. Hemos logrado que su marido acceda a firmar un acuerdo extrajudicial y el asunto empezaba a alargarse demasiado. —Soltó una risotada.
—Ya.
Kamara estaba a punto de colgar cuando se dio cuenta de que Neil seguía allí.
—¿Kamara?
—¿Sí?
—Estoy un poco preocupado por lo de mañana. Verás, no sé hasta qué punto es saludable esta clase de concurso para un niño de su edad.
Kamara abrió el grifo y limpió los últimos rastros del líquido verde oscuro.
—Lo hará bien.
—Espero que ir a ver los juguetes de Zany Brainy le distraigan un rato del concurso.
—Lo hará bien —repitió Kamara.
—¿Te gustaría acompañarnos a Zany Brainy? Te llevaré a tu casa luego.
Kamara respondió que prefería irse a casa. No sabía por qué había mentido diciendo que Josh estaba en el cuarto de baño; le había salido sin querer. Antes habría charlado con Neil y probablemente habría ido con ellos a Zany Brainy, pero su relación con él parecía haberse enrarecido.
Seguía agarrada al teléfono; había empezado a pitar ruidosamente. Palpó el adhesivo de «Protege a nuestros ángeles» que Neil había pegado en él al día siguiente del que llamó frenético porque acababa de ver en Internet una foto de un agresor sexual de menores que se había mudado hacía poco a su barrio y que era exactamente igual que el repartidor de UPS. ¿Dónde está Josh? ¿Dónde está Josh?, había preguntado, como si hubiera podido estar en otra parte que en casa. Kamara había colgado compadeciéndolo. Había llegado a convencerse de que en Estados Unidos la crianza de los hijos era un malabarismo de ansiedades, lo que estaba relacionado con consumir demasiada comida; el estómago saciado les daba tiempo para preocuparse por si tenía una enfermedad extraña sobre la que acababan de leer, les hacía creer que tenían derecho a protegerlos de la decepción, la carencia y el fracaso. La barriga saciada les permitía jactarse de ser buenos padres, como si preocuparte por un hijo fuera la excepción en lugar de la norma. Antes le divertía ver hablar a las mujeres por la televisión de lo mucho que querían a sus hijos, de los sacrificios que hacían por ellos. Ahora le irritaba. Desde que sus períodos insistían en llegar mes tras mes le molestaban las mujeres acicaladas con sus bebés concebidos sin esfuerzo y sus alegres expresiones de «padres sanos».
Colgó y tiró del adhesivo negro para ver lo fácilmente que se arrancaba. Cuando Neil la entrevistó para el empleo había habido un adhesivo plateado de «No a las armas» y fue lo primero de lo que habló a Tobechi, lo raro que le había parecido ver a Neil alisarlo una y otra vez, como si se tratara de un ritual. Pero a Tobechi no le interesaba el adhesivo. Le preguntó por la casa, detalles que ella no podía saber. ¿Era de estilo colonial? ¿Cuánto años tenía? Y mientras preguntaba le brillaban los ojos de sueños. «Algún día también viviremos en una casa de Ardmore o de Main Line», dijo.
Ella no respondió, porque lo que le importaba no era dónde vivían sino en qué se habían convertido.
Se conocieron en la universidad de Nsukka cuando los dos estaban en su último año, él de ingeniería y ella de química. Él era muy callado, estudioso, más bien menudo, la clase de chico que según los padres tenía «un brillante porvenir». Pero lo que la atrajo fue cómo la miraba con ojos llenos de asombro, ojos que la hacían sentir ella misma. Al cabo de un mes se trasladó a la habitación de la residencia de Tobechi en una avenida arbolada del campus e iban juntos a todas partes subidos al mismo okada, Kamara entre el conductor y Tobechi. Llevaban juntos cubos de agua al cuarto de baño de delgados tabiques, cocinaban al aire libre en un pequeño hornillo, y cuando los amigos empezaron a llamarlo calzonazos, él sonrió como si no supieran lo que se estaban perdiendo. La boda, que tuvo lugar poco después de que terminaran su Servicio Nacional Juvenil, fue precipitada porque el tío de él, un pastor, acababa de ofrecerse a ayudarlo a conseguir un visado a Estados Unidos apuntándolo a un grupo que iba a dar una conferencia en la Evangelical Faith Mission. Estados Unidos suponía trabajo duro, los dos lo sabían, y uno sólo lo conseguía si estaba dispuesto a trabajar duro. Tobechi iría a Estados Unidos, buscaría empleo, trabajaría dos años hasta conseguir una tarjeta de residencia y la iría a buscar. Pero los dos años se convirtieron en cuatro, y ella se quedó en Enugu dando clases en un colegio de secundaria, haciendo un máster de media jornada y yendo a los bautizos de los hijos de sus amigas mientras Tobechi conducía un taxi en Filadelfia para un nigeriano que estafaba a todos sus conductores porque no tenían papeles. Pasó otro año. Tobechi no podía enviar tanto dinero como quería porque casi todo iba a parar a lo que llamaba «arreglar los papeles». Los susurros de las tías de Kamara resonaban cada vez con más fuerza: «¿A qué está esperando ese chico? Si no sabe organizarse y mandar a buscar a su esposa, que lo diga. ¡El tiempo de la mujer es muy corto!». Durante sus conversaciones telefónicas ella percibía la tensión en su voz y lo consolaba, y a solas lo añoraba y lloraba, hasta que llegó el día: Tobechi telefoneó para decir que tenía la tarjeta de residencia delante de él y que ni siquiera era verde, como la llamaban allí.
Kamara nunca olvidaría lo viciado que le pareció el aire acondicionado cuando llegó al aeropuerto de Filadelfia. Todavía tenía en la mano el pasaporte, doblado en la página del visado de visita con el nombre de Tobechi como solicitante, cuando salió por la puerta de Llegadas, y ahí estaba él, con su piel clara, rollizo y riéndose. Habían pasado seis años. Se abrazaron. En el coche él le comentó que en los papeles constaba como soltero, y que se casarían de nuevo en Estados Unidos y tramitarían una tarjeta de residencia para ella. Cuando llegaron al apartamento, se quitó los zapatos y ella le miró los dedos de los pies, oscuros contra el linóleo blanquecino del suelo de la cocina, y se fijó en que estaban cubiertos de pelos. No recordaba que tuviera pelos en los dedos de los pies. Se quedó mirándolo mientras él hablaba, su igbo entremezclado con un inglés de acento como desganado. No había hablado así por teléfono. ¿O ella no se había dado cuenta? ¿Se debía a que era distinto verlo, y era al Tobechi de la universidad a quien había esperado encontrar? Él desenterraba recuerdos y se regocijaba con ellos. ¿Te acuerdas de la noche que compramos suya bajo la lluvia? Ella se acordaba. Se acordaba de que había estallado una tormenta de truenos y las bombillas parpadeaban, y se habían comido la carne a la parrilla reblandecida con cebollas crudas que le hicieron llorar los ojos. Se acordaba de que se habían despertado a la mañana siguiente con aliento a cebolla. También se acordaba de la relajada naturalidad que había caracterizado su relación. De pronto sus silencios eran incómodos, pero Kamara se dijo que las cosas mejorarían, después de todo llevaban demasiado tiempo separados. En la cama no sintió nada aparte de la gomosa fricción de piel contra piel; recordaba vívidamente cómo había sido, él silencioso, delicado y firme, ella ruidosa, agarrándolo y retorciéndose. Se preguntó si era el mismo Tobechi esa persona tan ansiosa y teatral que, aún más preocupante, había empezado a hablar con ese acento falso que le hacía querer abofetearlo. «Quiero follarte. Voy a follarte». La primera semana que salió con ella para enseñarle Filadelfia, caminaron por el casco viejo hasta que ella se quedó agotada y él le pidió que lo esperara sentada en un banco mientras iba a comprarle una botella de agua. Al verlo acercarse de nuevo con sus tejanos ligeramente caídos y una camiseta, con el sol naranja detrás de él, Kamara pensó por un instante que no lo conocía. Él siempre volvía a casa de su nuevo empleo como gerente de Burger King con un pequeño regalo: el último número de Essence, una botella de Maltina de una tienda africana, una barrita de chocolate. El día que fueron a un juzgado para repetir los votos frente a una mujer de aspecto impaciente, él silbó alegremente mientras se hacía el nudo de la corbata y ella lo observó con una especie de desesperada tristeza, deseando intensamente compartir su alegría. Había sentimientos que quería retener en la palma de la mano y que simplemente ya no estaban allí.
Mientras él estaba en el trabajo, Kamara daba vueltas por el apartamento, veía la televisión y comía todo lo que había en la nevera, hasta margarina a cucharadas cuando se había terminado el pan. La ropa le apretaba por la cintura y las axilas, de modo que empezó a pasearse sólo con su abada enrollado flojamente alrededor y anudado bajo el brazo. Por fin estaba en Estados Unidos con su buen hombre y todo lo que sentía era monotonía. Sólo con Chinwe le parecía que podía hablar. Chinwe era la amiga que nunca le había dicho que era tonta de esperar a Tobechi, y si le decía que no le gustaba la cama pero que no quería levantarse de ella por las mañanas, entendería su desconcierto.
La llamó y Chinwe se echó a llorar después del primer hola y kedu. Otra mujer se había quedado embarazada de su marido y él iba a pagar la dote, porque Chinwe tenía dos hijas y la mujer venía de una familia de muchos varones. Kamara trató de tranquilizarla, furiosa contra el inútil del marido, y colgó sin decir una palabra sobre su vida; no podía quejarse de no tener zapatos cuando a la persona con la que hablaba le faltaban las dos piernas.
A su madre, cuando hablaba con ella por teléfono, le decía que todo iba bien.
—Pronto oiremos corretear piececitos —decía.
—Ise! —exclamaba Kamara para dar a entender que secundaba la bendición.
Y lo hacía; mientras Tobechi estaba encima de ella había empezado a cerrar los ojos, deseando quedarse embarazada, porque si eso no la sacudía de su abatimiento, al menos le daría algo en que ocupar la mente. Tobechi le había comprado anticonceptivos porque quería que se dieran un año para recuperar el tiempo perdido y disfrutar el uno del otro, pero ella tiraba cada día una pastilla al inodoro y se preguntaba cómo él no veía el gris que nublaba sus días, todo lo que se había interpuesto entre los dos. El lunes de la semana anterior, sin embargo, había advertido un cambio en ella.
—Estás animada hoy, Kam —dijo mientras la abrazaba esa noche.
Parecía feliz de verla animada. Ella se emocionó al mismo tiempo que lo lamentó, por saber algo que no podía compartir con él, por volver a creer en algo que nada tenía que ver con él. No podía decirle que Tracy había subido a la cocina y lo sorprendida que se había quedado porque había renunciado a saber qué clase de madre era.
—Hola, Kamara —había dicho, acercándose a ella—. Soy Tracy. Su voz era profunda y su cuerpo femenino fluido, y tenía el jersey y las manos manchados de pintura.
—Ah, hola —dijo Kamara sonriendo—. Me alegro de conocerte por fin, Tracy.
Kamara le tendió una mano, pero Tracy se acercó y le sostuvo la barbilla.
—¿Has llevado aparatos alguna vez?
—¿Aparatos?
—Sí.
—No, no.
—Tienes una dentadura muy bonita.
Tracy seguía cogiéndole la barbilla, ladeándole ligeramente la cabeza, y Kamara se sintió primero como una niña adorada y luego como una novia. Volvió a sonreír. Era intensamente consciente de su cuerpo, de los ojos de Tracy, del espacio tan pequeño, pequeñísimo, que había entre ambas.
—¿Has posado alguna vez para un artista? —preguntó Tracy.
—No… no.
Josh entró en la cocina y corrió hacia Tracy con la cara iluminada.
—¡Mamá!
Tracy lo abrazó, lo besó y le desordenó el pelo.
—¿Has terminado de trabajar, mamá? —Él le agarró la mano.
—Aún no, cariño. —Parecía familiarizada con la cocina. Kamara había esperado que no supiera dónde estaban los vasos o cómo utilizar el filtro del agua—. Estoy tan atascada que se me ha ocurrido subir un rato. —Alisaba el pelo de Josh. Se volvió hacia Kamara—. Lo tengo atascado aquí, en la garganta, ¿sabes?
—Sí —dijo Kamara, aunque no lo sabía.
Tracy la miraba de un modo que Kamara sintió la lengua gruesa.
—Neil dice que tienes una licenciatura.
—Sí.
—Eso es estupendo. ¡Yo odié la universidad y no esperé a licenciarme!
Se rió. Kamara se rió. Josh se rió. Tracy hojeó el correo de la mesa, cogió un sobre y lo abrió, y volvió a dejarlo. Kamara y Josh la observaban en silencio. Luego se volvió.
—Bueno, supongo que será mejor que vuelva al trabajo. Hasta luego.
—¿Por qué no enseñas a Josh en qué estás trabajando? —preguntó Kamara, porque no podía soportar que se fuera.
Tracy se quedó parada ante la sugerencia, luego miró a Josh.
—¿Quieres verlo, tesoro?
—¡Sí!
En el sótano había un gran cuadro apoyado contra la pared.
—Es bonito —dijo Josh—. ¿Verdad, Kamara?
A ella sólo le parecían pinceladas fortuitas de pintura brillante.
—Sí. Es muy bonito.
Le intrigaba más el sótano en sí, donde Tracy prácticamente vivía, el sofá hundido, las mesas abarrotadas y los tazones con restos de café. Tracy le hacía cosquillas a Josh y él se reía. Se acercó.
—Disculpa el desorden.
—Tranquila. —Quería ofrecerse a limpiar, lo que fuera con tal de quedarse allí.
—Neil dice que acabas de mudarte a Estados Unidos. Me encantaría que me hablaras de Nigeria. Estuve en Ghana hace un par de años.
—Oh. —Kamara metió el estómago—. ¿Te gustó?
—Mucho. Toda mi obra habla de la madre patria. —Tracy hacía cosquillas a Josh pero tenía los ojos clavados en Kamara—. ¿Eres yoruba?
—No, igbo.
—¿Qué significa tu nombre? ¿Lo pronuncio bien? ¿Kamara?
—Sí. Es la abreviatura de Kamarachizuoroany, «Que la gracia de Dios nos baste».
—Es bonito, musical. Kamara, Kamara, Kamara.
Kamara se imaginó a Tracy repitiéndolo otra vez pero a su oído, en un susurro. Kamara, Kamara, Kamara, diría mientras sus cuerpos se balanceaban al son del nombre.
Josh echó a correr con una brocha en la mano y Tracy fue tras él; se acercaron a Kamara. Tracy se detuvo.
—¿Te gusta tu trabajo, Kamara?
—Sí. —Kamara estaba sorprendida—. Josh es un buen chico.
Tracy asintió. Alargó una mano y volvió a acariciar la cara de Kamara con delicadeza. Le brillaban los ojos a la luz de las lámparas de halógeno.
—¿Te desnudarías para mí? —preguntó tan bajito que Kamara no estaba segura de si la había oído bien—. Te pintaría. Pero el cuadro no se parecería mucho a ti.
Kamara sabía que no respiraba como debía.
—No lo sé.
—Piénsalo —dijo Tracy, antes de mirar a Josh y decirle que tenía que volver al trabajo.
—Es la hora de tus espinacas —dijo Kamara demasiado fuerte, y subió las escaleras deseando haber dicho algo más atrevido, deseando que Tracy volviera a aparecer.
Últimamente Neil había empezado a dejar comer a Josh virutas de chocolate, después de leer en un nuevo libro que los edulcorantes sin azúcar eran carcinogénicos, de modo que el niño estaba comiendo su postre de yogur congelado cubierto de virutas de chocolate cuando se abrió la puerta del garaje.
Neil llevaba un trajo oscuro brillante. Dejó el maletín en la encimera, saludó a Kamara y se inclinó hacia Josh.
—¡Hola, tesoro!
—Hola, papá. —Josh lo besó y se rió cuando Neil le pegó los labios en el cuello.
—¿Qué tal han ido tus prácticas de lectura con Kamara?
—Bien.
—¿Estás nervioso, tesoro? Lo harás genial, estoy seguro. Pero si no ganas no importa, porque habrás ganado igualmente a los ojos de papá. ¿Estás listo para ir a Zany Brainy? Será divertido. ¡La primera visita de Bola de Queso!
—Sí. —Josh apartó el plato y empezó a buscar algo en la cartera del colegio.
—Luego miraré tus deberes —dijo Neil.
—No encuentro los cordones de mis zapatos. Me los he quitado en el patio. —Josh sacó un papel de la cartera. Los cordones manchados de tierra estaban enrollados alrededor y los separó—. ¡Mira! ¿Recuerdas las tarjetas especiales del sabbat que estábamos haciendo en clase para la familia, papá?
—¿Es ésa?
—¡Sí!
Josh le tendió un papel coloreado, moviéndolo de un lado para otro. Escritas con su letra precozmente bien delineada se leían las palabras: «Kamara, me alegro de que seamos familia. Shabbat shalom».
—Olvidé dártelo el pasado viernes, Kamara, así que tendré que esperar hasta mañana —dijo Josh con expresión solemne.
—Muy bien, Josh —respondió Kamara.
Aclaraba el plato para meterlo en el lavavajillas.
Neil cogió la carta.
—¿Sabes, Josh? —dijo devolviéndosela—. Es muy bonito que se lo des a Kamara, pero ella es tu canguro y tu amiga, y esto era para la familia.
—La señorita Leah dijo que podía hacerlo.
Neil miró a Kamara como pidiendo ayuda, pero Kamara desvió la vista y se concentró en abrir el lavavajillas.
—¿Podemos irnos ya, papá? —preguntó Josh.
—Claro.
Antes de que se fueran, Kamara dijo:
—Buena suerte, Josh.
Kamara los observó alejarse en el Jaguar de Neil. Se moría por bajar las escaleras y llamar a la puerta de Tracy para ofrecerle café, un vaso de agua, un sándwich. En el cuarto de baño se pasó la mano por su pelo recién trenzado, y se retocó el brillo de labios y el rímel, luego empezó a bajar las escaleras que conducían al sótano. Se detuvo muchas veces y retrocedió. Al final bajó corriendo y llamó a la puerta. Llamó una y otra vez.
Tracy abrió.
—Pensaba que ya te habías ido —dijo con expresión distante. Llevaba una camiseta descolorida y unos tejanos manchados de pintura, y tenía las cejas tan pobladas y rectas que parecían postizas.
—No. —Kamara se sintió incómoda. ¿Por qué no has subido desde el lunes de la semana pasada? ¿Por qué no se te han iluminado los ojos cuando me has visto?—. Neil y Josh acaban de irse a Zany Brainy. Toco madera para que gane mañana.
—Sí. —Había algo en la expresión de Tracy que Kamara temió que fuera impaciencia irritada.
—Estoy segura de que ganará.
—Es posible. —Tracy parecía estar retrocediendo, como si fuera a cerrar la puerta.
—¿Necesitas algo?
Despacio, Tracy sonrió. Dio un paso y se acercó mucho a Kamara, demasiado, pegándole la cara a la suya.
—Te desnudarás para mí —dijo.
—Sí. —Kamara metió barriga.
—Estupendo. Pero hoy no. Hoy no tengo un buen día.
Y desapareció dentro de la habitación.
Aun antes de que Kamara mirara a Josh la tarde siguiente supo que no había ganado. Estaba sentado frente a un plato de galletas, bebiendo un vaso de leche, con Neil de pie a su lado. Una rubia atractiva con tejanos ceñidos miraba las fotografías de Josh que había en la pared.
—Hola, Kamara. Acabamos de volver —dijo Neil—. Josh lo ha hecho genial. Realmente merecía ganar. Estaba claro que era el niño que más había trabajado.
Kamara desordenó el pelo de Josh.
—Hola, Joshy.
—Hola, Kamara —respondió Josh, y se metió una galleta en la boca.
—Ésta es Maren, la profesora de francés de Josh —presentó Neil.
La mujer estrechó la mano de Kamara y entró en el despacho. Los tejanos se le clavaban en las ingles, llevaba demasiado colorete y no respondía para nada a la imagen de una profesora de francés.
—El maratón de lectura se ha superpuesto con la clase de francés y se me ha ocurrido que podrían darla aquí, y Maren ha tenido la amabilidad de decir que sí. ¿Te parece bien, Kamara?
—Por supuesto.
Y, de pronto, volvió a gustarle Neil, y le gustó cómo las persianas sesgaban la luz del sol que entraba en la cocina, y le gustó que la profesora de francés estuviera allí porque en cuanto empezara la clase, bajaría y preguntaría a Tracy cuándo le parecía bien que se desnudara. Llevaba un nuevo sujetador sin tirantes.
—Estoy preocupado —dijo Neil—. Creo que estoy consolándolo con una sobrecarga de azúcar. Le he dado dos chupa-chups. Y hemos parado en Bassin-Robbins.
Susurraba como si Josh pudiera oírlo. Era el mismo tono innecesariamente bajo que había utilizado para hablarle de los libros que había donado a la clase de preescolar de Josh del Temple Beth Hillel, libros que trataban de judíos etíopes, ilustrados con fotos de gente con la piel del color de la tierra bruñida, pero Josh dijo que la profesora nunca había leído esos libros en clase. Kamara recordaba cómo Neil le había cogido las manos agradecido cuando ella había dicho «Le irá bien» refiriéndose a Josh, como si necesitara oírlo.
—Lo superará —dijo en esta ocasión.
Neil asintió despacio.
—No lo sé.
Ella le apretó la mano. Se sentía llena de generosidad de espíritu.
—Gracias, Kamara. —Neil hizo una pausa—. Será mejor que me vaya o llegaré tarde. ¿Te importa preparar tú la cena?
—En absoluto.
Kamara volvió a sonreír. Tal vez tuviera tiempo para bajar de nuevo al sótano mientras Josh cenaba y Tracy le pidiera que se quedara, entonces ella llamaría a Tobechi para decirle que había surgido algo urgente y que tenía que pasar la noche allí cuidando a Josh. La puerta del sótano se abrió. A Kamara le palpitaron las sienes de la emoción, y las palpitaciones se hicieron aún más intensas cuando Tracy apareció con sus mallas y su camisa manchada de pintura. Abrazó y besó a Josh.
—Tú eres mi ganador, tesoro. Mi ganador especial.
Kamara se alegró de que Tracy no besara a Neil, que sólo se saludaran como un fraternal «hola».
—Hola, Kamara —dijo Tracy, y Kamara se dijo que la razón por la que no exteriorizaba su alegría al verla era porque no quería que Neil lo supiera.
Tracy abrió la nevera, cogió una manzana y suspiró.
—Estoy muy atascada. Muy atascada —dijo.
—Se te pasará —murmuró Neil. Luego, elevando la voz para que Maren lo oyera desde el despacho, añadió—: No conoces a Maren, ¿verdad?
Neil las presentó. Maren le tendió una mano y Tracy se la estrechó.
—¿Llevas lentillas? —preguntó.
—¿Lentillas? No.
—Tienes los ojos de un color de lo más original. Violeta. —Tracy seguía sosteniéndole la mano.
—¡Oh, gracias! Maren se rió nerviosa.
—Son realmente violetas.
—Bueno…, sí, creo que sí.
—¿Has sido alguna vez modelo de artista?
—Uf…, no. —Más risitas.
—Deberías planteártelo.
Se llevó la manzana a la boca y dio un mordisco sin dejar de estudiar la cara de Maren. Neil las observaba con una sonrisa indulgente y Kamara desvió la mirada. Se sentó al lado de Josh y cogió una galleta de su plato.