IX

EL TEMBLOR

El día que se estrelló un avión en Nigeria, el mismo día que murió la primera dama nigeriana, alguien aporreó la puerta de Ukamaka en Princeton. Se sorprendió porque nunca se presentaba nadie en su casa sin anunciarse (después de todo, estaban en Estados Unidos, donde la gente telefoneaba antes de ir a verte, excepto el empleado de FedEx, que nunca llamaba así de fuerte) y se puso nerviosa, porque llevaba toda la mañana leyendo las noticias de Nigeria por Internet, renovando demasiado a menudo las páginas, llamando a sus padres y a sus amigos, y preparándose taza tras taza de té Earl Grey que luego dejaba enfriar. Había minimizado todas las fotos del accidente y cada vez que las miraba, aumentaba el brillo de la pantalla de su ordenador portátil para examinar lo que los artículos llamaban el avión «siniestrado», un armazón ennegrecido con partes blanquecinas esparcidas como papel rasgado alrededor, una simple mole carbonizada que había sido un avión lleno de pasajeros, pasajeros que se pusieron el cinturón de seguridad y rezaron, pasajeros que abrieron un periódico, pasajeros que esperaron a que la azafata pasara con un carrito y preguntara: «¿Sándwich o bizcocho?». Uno de ellos podría haber sido su ex-novio Udenna.

Volvieron a llamar a la puerta, esta vez más fuerte. Atisbó por la mirilla: un hombre mofletudo de piel oscura que le resultaba vagamente familiar aunque no se acordaba dónde lo había visto antes. Tal vez en la biblioteca o a bordo del minibus al campus de Princeton. Le abrió la puerta. Él sonrió a medias y habló sin mirarla a los ojos.

—Soy nigeriano y vivo en el tercero. He venido para que recemos juntos por lo que está pasando en nuestro país.

A ella le sorprendió que supiera que también era nigeriana, que supiera cuál era su apartamento, que se presentara en su puerta; seguía sin recordar dónde lo había visto antes.

—¿Puedo pasar?

Ella lo dejó entrar. Dejó entrar en su apartamento a un desconocido con una camiseta de Princeton que había ido a rezar con ella por lo que estaba ocurriendo en Nigeria, y cuando le tendió la mano, ella titubeó un momento antes de dársela. Rezaron. Él entonó esos rezos pentecostales típicamente nigerianos que la dejaban intranquila; cubrió todo con la sangre de Cristo, ató demonios y los arrojó al mar, luchó contra espíritus malignos. Ella quería interrumpirlo y decirle que no hacían falta toda esa sangre y esas ataduras, ese convertir la fe en un ejercicio pugilístico; quería decirle que la vida era una lucha con nosotros mismos más que con un Satanás blandiendo una lanza; que la fe era una elección que nuestra conciencia siempre podía avivar. Pero no dijo esas palabras porque temió que sonaran mojigatas viniendo de ella; no era capaz de infundirles el conciso pragmatismo redentor que adoptaba el padre Patrick con tanta facilidad.

—¡Santo Jehová, todas las maquinaciones del Diablo fracasarán, todas las armas construidas contra nosotros se desmantelarán, en el nombre de Dios! Santo Padre, cubrimos todos los aviones de Nigeria con la preciosa sangre de Jesús; Santo Padre, cubrimos el aire con la preciosa sangre de Jesús y destruimos todos los agentes de la oscuridad… —Iba elevando la voz mientras sacudía la cabeza.

Ella necesitaba ir al lavabo. Se sentía incómoda cogiéndole la mano, los dedos calientes y firmes, y fue la incomodidad lo que le hizo decir «¡Amén!» en la primera pausa, después de un pasaje que lo dejó sin aliento, creyendo que había terminado. Pero se apresuró a cerrar de nuevo los ojos al ver que continuaba. Él rezaba sin parar, apretándole la mano cuando decía «Santo Padre» o «en el nombre de Dios».

Luego notó que empezaba a temblar, un temblor involuntario por todo el cuerpo. ¿Era Dios? Hacia años, cuando era adolescente y rezaba el rosario todas las mañanas arrodillada junto al chirriante bastidor de madera de su cama, habían salido de su boca unas palabras que no entendía. Había durado apenas unos segundos, ese torrente de palabras incomprensibles en mitad de un Avemaria, pero al final del rosario había estado aterrada, convencida de que esa sensación que la rodeaba era Dios. Sólo se lo había contado a Udenna, quien había afirmado que se lo había inventado. ¿Cómo voy a inventar algo que no quiero?, había replicado ella. Pero al final le dio la razón, porque siempre le daba la razón en casi todo, y dijo que se lo había imaginado todo.

El temblor cesó tan rápidamente como había empezado y el nigeriano terminó la oración.

—¡En el duradero y poderoso nombre de Dios!

—Amén —respondió ella. Le soltó las manos y murmuró—: Discúlpame.

Y se fue rápidamente al cuarto de baño.

Cuando salió, él seguía de pie junto a la puerta de la cocina. Había algo en su actitud, en la forma de cruzar los brazos, que le hizo pensar en la palabra «humilde».

—Me llamo Chinedu.

—Yo soy Ukamaka —dijo ella.

Se estrecharon la mano, lo que le hizo gracia porque acababan de cogerse las manos para rezar.

—Este accidente de avión es terrible —dijo él—. Terrible.

—Sí —respondió ella. No dijo que Udenna podría haber tomado ese vuelo.

Deseó que se marchara ahora que ya habían rezado, pero él cruzó la sala de estar, se sentó en el sofá y empezó a hablar de cómo se había enterado del accidente como si ella le hubiera invitado a quedarse, como si ella necesitara saber su ritual matinal, y que había escuchado las noticias de la BBC por Internet porque en los informativos de Estados Unidos nunca decían nada de interés. Explicó que al principio no había entendido que se trataba de dos incidentes distintos: la primera dama había muerto en España tras someterse a una abdominoplastia poco antes de la fiesta de celebración de sus sesenta años, mientras que el avión se había estrellado en Lagos a los pocos minutos de despegar de Abuja.

—Sí —dijo ella, sentándose frente a su portátil—. Al principio yo también he pensado que la mujer había muerto en el accidente de avión.

Él se balanceaba ligeramente hacia delante y hacia atrás, con los brazos todavía cruzados.

—Es una coincidencia demasiado grande. Dios nos está diciendo algo. Sólo Dios puede salvar a nuestro país.

Nuestro país. Esas palabras los unían en una pérdida común y por un momento se sintió próxima a él. Volvió a cargar una página de Internet. Seguía sin haber noticias de los supervivientes.

—Dios tiene que hacerse con el control de Nigeria —continuó él—. Dijeron que era mejor un gobierno civil que uno militar, pero mira lo que está haciendo Obasanjo. Se ha dedicado a destruir el país.

Ella asintió, preguntándose cuál era la forma más educada de pedirle que se marchara y reacia al mismo tiempo a hacerlo, porque su presencia le infundía inexplicablemente esperanzas de que Udenna estaba vivo.

—¿Has visto fotos de los familiares de las víctimas? Una mujer se arrancó la ropa y corría por ahí en combinación. Dijo que su hija viajaba en ese avión, que iba a Abuja para comprarle una tela para ella. ¡Chai ! —Chinedu hizo ese prolongado ruido de succión que daba a entender tristeza—. El único amigo que sé que podría haber estado en ese avión acaba de enviarme un e-mail para decirme que está bien, gracias a Dios. Ninguno de los miembros de mi familia podría haber estado en él. ¡No tienen diez mil nairas que malgastar en un billete de avión! —Se rió, un repentino sonido totalmente inapropiado.

Ella volvió a cargar la página de Internet. Seguía sin haber noticias.

—Yo sí conozco a alguien que iba en ese avión. O que podría haber ido.

—¡Santo Jehová!

—Mi novio Udenna. Mi ex-novio, en realidad. Estaba haciendo un máster de administración de empresas en Wharton y fue a Nigeria la semana pasada para asistir a la boda de su primo.

Sólo cuando terminó de hablar se dio cuenta de que había utilizado el pretérito.

—¿No sabes nada? —preguntó Chinedu.

—No. No tiene móvil en Nigeria y no consigo hablar con su hermana. Puede que estuviera con él. Se supone que la boda era mañana en Abuja.

Se quedaron sentados en silencio; Ukamaka se fijó en que él había cerrado los puños y ya no se balanceaba.

—¿Cuándo hablaste con él por última vez? —preguntó.

—La semana pasada. Llamó antes de irse a Nigeria.

—Dios es leal. ¡Dios es leal! —Chinedu alzó la voz—. Dios es leal. ¿Me has oído?

—Sí —dijo Ukamaka, un poco alarmada.

Sonó el teléfono. Ukamaka se quedó mirando el aparato negro sin cable que había colocado junto a su portátil, temerosa de contestar. Chinedu se levantó e hizo ademán de cogerlo, pero ella lo detuvo.

—¡No! —Se lo arrebató de las manos y se acercó con él a la ventana—. ¿Diga? ¿Diga?

Quería que quien fuera que llamara, hablara inmediatamente, sin preámbulos. Era su madre.

Nne, Udenna está bien. Chikaodili acaba de llamarme para decirme que perdieron el vuelo. Se encuentra bien. Se suponía que tenían que estar en ese vuelo pero lo perdieron, gracias a Dios.

Ukamaka dejó el teléfono en el saliente de la ventana y se echó a llorar. Chinedu la sujetó por los hombros, luego la abrazó. Ella se calmó lo suficiente para decirle que Udenna estaba bien y volvió a sus brazos, sorprendida de la familiaridad de éstos, segura de que él comprendía instintivamente que su llanto era de alivio porque no le había pasado nada, de melancolía por lo que podía haber pasado y de cólera por lo que había quedado sin resolver desde que Udenna le había dicho en una heladería de Nassau Street que habían terminado.

—¡Sabía que mi Dios lo salvaría! He estado rezando a Dios de todo corazón para que le conservara la vida —dijo Chinedu, frotándole la espalda.

Más tarde, cuando ella le pidió que se quedara a comer, mientras calentaba un cocido en el microondas le preguntó:

—Si, según tú, Dios es responsable de haber conservado la vida de Udenna, también es responsable de la muerte de las otras personas, porque podría haberlas puesto también a salvo. ¿Significa eso que tiene preferencias?

—Los designios de Dios no son los nuestros. —Chinedu se quitó las zapatillas y las dejó junto a la estantería.

—No tiene sentido.

—Dios siempre tiene sentido pero éste no siempre es humano —explicó Chinedu mientras miraba las fotos de los estantes.

Era la clase de pregunta que ella hacía al padre Patrick, aunque este reconocía que Dios no siempre tenía sentido y se encogía de hombros, como había hecho cuando lo conoció, ese último día de verano que Udenna le dijo que habían terminado. Udenna y ella habían estado en Thomas Sweet tomando batidos de fresa con plátano, su ritual del domingo después de hacer la compra, y Udenna sorbió ruidosamente antes de decir que su relación había terminado hacía mucho, que sólo seguían juntos por la fuerza de la costumbre, y ella lo miró y esperó que se echara a reír, aunque esa clase de broma no era su estilo. «Aburrida», fue la palabra que utilizó. No había nadie más en su vida, pero la relación se había vuelto aburrida. Aburrida, y sin embargo ella llevaba tres años organizando su vida alrededor de él. Aburrida, pero había empezado a molestar a su tío el senador para que le buscara un empleo en Abuja después de licenciarse, porque Udenna quería volver cuando terminara el máster y empezara a amasar lo que llamaba «capital político» para presentar su candidatura como gobernador de Anambra. Aburrida, pero siempre cocinaba con pimentón, tal como a él le gustaba. Aburrida, pero habían hablado a menudo de los hijos que tendrían, un niño y una niña cuya concepción ella había dado por hecho, la niña se llamaría Ulari y el niño Udoka, así los nombres de todos empezarían por U. Ella salió de Thomas Sweet y empezó a caminar sin rumbo por Nassau Street, luego volvió, pasó por delante de la iglesia de piedra gris, entró y dijo a un hombre con alzacuellos que estaba a punto de subirse a un Subaru que la vida no tenía sentido. Él se presentó como el padre Patrick y dijo que la vida carecía de sentido pero que debíamos tener fe de todos modos. Tener fe. «Tener fe» era como decir: «Soy alta y esbelta». Ella quería ser alta y esbelta, pero no lo era; era baja con el trasero plano y una barriga que le sobresalía obstinada aunque llevara su faja elástica Spanx que la constreñía. Cuando dijo eso el padre Patrick se rió. «Tener fe no es lo mismo que decir soy alta y esbelta. Es decir más bien confórmate con la barriga que tienes y con tener que llevar una Spanx», dijo él. Y ella también se rió, sorprendida de que ese blanco rollizo de pelo plateado supiera lo que era una Spanx.

Ukamaka sirvió el guiso sobre el arroz ya caliente del plato de Chinedu.

—Si Dios tiene sus preferencias, es absurdo que haya decidido salvar la vida de Udenna. No creo que fuera la persona más buena o más agradable que había en ese vuelo.

—No puedes atribuir razonamientos humanos a Dios. —Chinedu sostuvo en alto el tenedor que ella le había colocado en el plato—. Por favor, pásame una cuchara.

Ella le dio una. A Udenna le habría divertido Chinedu, habría dicho que era muy rústico comer arroz con cuchara como él, cogiéndola con todos los dedos; era capaz de mirar a la gente y saber por su postura y sus zapatos la clase de niñez que habían tenido.

—Ése es Udenna, ¿verdad?

Chinedu señaló la foto en un marco de mimbre. Udenna rodeándole los hombros con un brazo, las dos caras francas y sonrientes. La había hecho una desconocida en un restaurante de Filadelfia, después de comentar: «Qué pareja más encantadora, ¿estáis casados?». Y Udenna había respondido, con esa sonrisa torcida que reservaba para las desconocidas: «Aún no».

—Sí, es el gran Udenna. —Ukamaka hizo una mueca y se sentó con su plato a la pequeña mesa de comedor—. No consigo acordarme de quitar esa foto.

Era mentira. La había mirado a menudo el último mes, a veces de mala gana, siempre asustada de lo irreversible que era el gesto de guardarla. Le pareció que Chinedu sospechaba que era mentira.

—¿Os conocisteis en Nigeria?

—No, en la fiesta de graduación de mi hermana en New Haven hace tres años. Lo trajo una amiga de ella. Trabajaba en Wall Street y yo ya estaba en el departamento de graduados, pero nos movíamos en los mismos círculos en Filadelfia. Él se fue a la Universidad de Pensilvania para acabar la carrera y yo a la Bryn Mawr. Era curioso que tuviéramos tantas cosas en común y no nos hubiéramos conocido hasta entonces. Los dos vinimos a Estados Unidos alrededor de la misma época para estudiar en la universidad. ¡Hasta hicimos el examen de admisión en el mismo centro de Lagos el mismo día!

—Parece alto —comentó Chinedu, de pie aún junto a la estantería, con el plato haciendo equilibrios en su mano.

—Mide metro noventa y dos. —Ukamaka percibió el orgullo en su voz—. No es su mejor foto. Se parece mucho a Thomas Sankara. Me enamoré de ese hombre cuando era adolescente. Ya sabes, el presidente de Burkina Faso, el presidente popular al que mataron…

—Sé quién es Thomas Sankara. —Chinedu estudió con atención la fotografía como si buscara en ella el afamado atractivo de Sankara. Luego añadió—: Os vi una vez en el aparcamiento y supe que erais de Nigeria. Pensé en acercarme a vosotros y presentarme, pero no quería perder el minibús.

El hecho de que él los hubiera visto juntos hacía la relación tangible. Ukamaka se quedó encantada. Los tres años que llevaba acostándose con Udenna, acoplando sus planes a los de él y cocinando con pimentón, no eran cosa de su imaginación, después de todo. Se contuvo de preguntarle qué recordaba exactamente. ¿Había visto a Udenna cogerla por la cintura? ¿Lo había visto decirle algo sugerente con la cara pegada a la de ella?

—¿Cuándo nos viste?

—Hace un par de meses. Caminabais hacia vuestro coche.

—¿Cómo supiste que éramos nigerianos?

—Siempre lo sé. —Se sentó frente a ella—. Pero esta mañana he mirado los nombres de los buzones para averiguar cuál era tu apartamento.

—Ahora recuerdo que te vi una vez en el minibús. Supe que eras africano pero imaginé que de Ghana. Me pareciste demasiado delicado para ser nigeriano.

Chinedu se rió.

—¿Quién ha dicho que soy delicado? —Sacó el pecho en broma, con la boca llena de arroz.

Udenna habría señalado la frente de Chinedu y habría dicho que no hacía falta oír su acento para saber que había ido a un instituto público y aprendido inglés leyendo un diccionario a la luz de una vela, lo llevaba escrito en su frente surcada de venas y bultos. Era lo que había dicho de un alumno nigeriano de Wharton cuya amistad rechazaba continuamente y cuyos e-mails nunca contestaba. El alumno de frente reveladora y modales rústicos sencillamente no daba la talla. Dar la talla. Udenna utilizaba a menudo esa expresión y a ella al principio le pareció pueril, pero el último año había empezado a utilizarla.

—¿He puesto demasiado pimentón? —preguntó, notando lo despacio que comía.

—Está bien. Estoy acostumbrado. Crecí en Lagos.

—Nunca me había gustado la comida picante hasta que conocí a Udenna. Ni siquiera estoy segura de que me guste ahora.

—Pero sigues cocinando con pimentón.

A ella no le gustó el comentario ni su cara hermética, la expresión inescrutable con que la miró antes de concentrarse de nuevo en el plato.

—Bueno, supongo que me he acostumbrado.

Apretó una tecla del portátil y cargó de nuevo una página de Internet. «No hay supervivientes en el accidente aéreo de Nigeria». El gobierno había confirmado que los ciento diecisiete pasajeros del avión habían fallecido.

—No ha habido supervivientes.

—Padre, toma el control —dijo Chinedu, y exhaló ruidosamente.

Se acercó y se sentó a su lado para leer la pantalla, y ella notó la proximidad de su cuerpo, el olor del guiso picante en su aliento. Había más fotografías del siniestro. Se quedó mirando los hombres sin camisa que acarreaban una pieza metálica que parecía el bastidor torcido de una cama; no imaginaba qué parte del avión podía haber sido.

—Hay demasiada iniquidad en nuestro país —dijo Chinedu levantándose. Demasiada corrupción. Demasiadas cosas por las que rezar.

—¿Estás diciendo que el accidente es un castigo de Dios?

—Un castigo y una llamada de advertencia. —Chinedu se acabó el arroz de su plato.

Ella se distraía cada vez que él se rascaba los dientes con la cuchara.

—Cuando era adolescente iba todos los días a la iglesia, a la misa de las seis de la mañana. Iba sola, porque mi familia era de las que iban de domingo a domingo. Y un día dejé de ir.

—Todo el mundo tiene crisis de fe. Es normal.

—No fue una crisis de fe. La Iglesia de pronto era como Papá Noel: nunca te lo cuestionas de pequeño, pero al hacerte mayor te das cuenta de que el hombre disfrazado de Papá Noel es en realidad tu vecino.

Chinedu se encogió de hombros, como si no tuviera mucha paciencia para esa clase de decadencia, esa ambivalencia.

—¿Se ha acabado el arroz?

—No, hay más.

Ella se llevó su plato para calentar más arroz con estofado.

—No sé qué habría hecho si Udenna hubiera muerto —dijo cuando se lo devolvió—. Ni siquiera sé qué habría sentido.

—Sólo tienes que dar las gracias a Dios.

Ella se acercó a la ventana y ajustó las persianas. Era el comienzo del otoño. Alcanzó a ver los árboles que bordeaban Lawrence Drive; el follaje era una mezcla de verde y cobre.

—Udenna nunca me decía que me quería porque le parecía un tópico. Una vez le dije que lamentaba que se sintiera mal por algo, y él se puso a chillar y dijo que no debía decir cosas como «Lamento que te sientas así» porque eran poco originales. Lograba hacerme creer que nunca era lo bastante ingeniosa, sarcástica ni inteligente. Él siempre se esforzaba por ser diferente, incluso cuando no importaba. Era como si actuara en lugar de vivir.

Chinedu no dijo nada. Siguió comiendo; a veces se ayudaba con un dedo para llenar más la cuchara de arroz.

—Sabía que a mí me encantaba estar aquí en Princeton, pero a él le parecía aburrido y desfasado. Si me veía demasiado contenta por algo que no estaba relacionado con él, siempre encontraba el modo de quitarle importancia. ¿Cómo puedes querer a una persona y controlar al mismo tiempo la cantidad de felicidad que le está permitida?

Chinedu asintió; la comprendía y se ponía de su parte, ella lo notaba. Los días que siguieron, días lo bastante fríos para llevar botas altas, días en que Ukamaka cogía el minibús al campus, buscaba información para su tesis en la biblioteca, se reunía con su tutor, daba clases de redacción o quedaba con alumnos que le pedían permiso para entregar los trabajos más tarde, regresó casi de noche a su apartamento y esperó a Chinedu para ofrecerle arroz, pizza o espaguetis. Así podía hablar de Udenna. Le contaba cosas que no podía o no quería contar al padre Patrick. Le gustaba que Chinedu hablara poco, como si no sólo la escuchara sino que reflexionara sobre lo que le decía. Una vez se planteó la posibilidad de tener un affaire con él, el clásico lío por despecho, pero había en él una cualidad novedosamente asexual, algo que le llevaba a pensar que no era necesario maquillarse en su compañía para disimular las ojeras.

El edificio de pisos donde ella vivía estaba lleno de extranjeros. Udenna y ella solían bromear diciendo que la inseguridad que flotaba en el nuevo entorno de extranjeros se había materializado en la indiferencia que mostraban unos hacia otros. No se saludaban en el pasillo ni en los ascensores, no se cruzaban ninguna mirada durante los cinco minutos que duraba el trayecto en minibús al campus, esas estrellas intelectuales de Kenia, China y Rusia, esos licenciados y estudiantes de posgrado que no tardarían en dirigir, curar y reinventar el mundo. De modo que le sorprendió que Chinedu caminara con ella hasta el aparcamiento, o que saludara a alguien con la mano o le dijera hola. Él le habló de un becario japonés que a veces lo llevaba en coche al centro comercial, o del alemán que estaba haciendo un doctorado y tenía una hija de dos años llamada Chindle.

—¿Los conoces de clase? —preguntó ella, y añadió—: ¿En qué programa estás?

Él había mencionado en una ocasión la química y ella asumió que hacía un doctorado en química. Ésa debía de ser la razón por la que no lo veía por el campus; los laboratorios de química quedaban lejos.

—No. Los conocí cuando me mudé aquí.

—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?

—No mucho. Desde primavera.

—Cuando llegué a Princeton no estaba segura de si quería vivir en una residencia, pero ahora me gusta. La primera vez que Udenna vino a verme dijo que él estaba en un edificio cuadrado sin ningún encanto. ¿Habías estado antes en una residencia así?

—No. —Chinedu hizo una pausa y desvió la vista—. Supe que tenía que esforzarme por hacer amigos en este edificio. ¿Cómo iba a ir al supermercado y a la iglesia, si no? Menos mal que tienes coche.

A ella le gustó que dijera «Menos mal que tienes coche», porque era una declaración de amistad, de hacer cosas juntos a largo plazo, de tener a alguien con quien hablar de Udenna.

Los domingos llevaba a Chinedu a la iglesia pentecostal de Lawrenceville antes de ir a la iglesia católica de Nassau Street, y cuando lo recogía después del servicio iban al McCaffrey. Ella se fijaba en la poca comida que él compraba y en la atención con que examinaba las ofertas que Udenna siempre había pasado por alto.

Cuando ella se detenía en Wild Oats, donde Udenna y ella habían comprado la verdura orgánica, Chinedu sacudía la cabeza maravillado porque no entendía que alguien pagara más dinero por la misma verdura sólo porque la habían cultivado sin sustancias químicas. Examinaba los granos expuestos en los grandes contenedores de plástico mientras ella seleccionaba un brócoli y lo metía en una bolsa.

—Todo sin sustancias químicas. La gente gasta más por capricho. ¿No son también sustancias químicas las medicinas que toman para prolongar la vida?

—Sabes que no es lo mismo, Chinedu.

—No veo qué diferencia hay.

Ukamaka se rió.

—A mí tampoco me importa en realidad, pero Udenna siempre insistía en que compráramos la fruta y la verdura orgánicas. Creo que había leído en alguna parte que era lo que suponía que debía hacer alguien como él.

Chinedu la miró de nuevo con esa expresión inescrutable. ¿La juzgaba? ¿Trataba de formarse una opinión sobre ella?

—Estoy hambrienta —dijo ella mientras abría el maletero para meter la bolsa de la compra—. ¿Podemos parar a comprar un sándwich en alguna parte?

—No tengo hambre.

—Invito yo. ¿O prefieres un chino?

—Estoy haciendo ayuno —respondió él en voz baja.

—Oh.

En su adolescencia, ella también había ayunado, bebiendo sólo agua desde la mañana hasta la noche durante toda una semana, para pedir a Dios que la ayudara a sacar la mejor nota en el examen de bachillerato elemental. Había quedado la tercera.

—Ahora entiendo que no comieras arroz anoche. ¿Te importa acompañarme mientras como?

—No.

—¿Ayunas a menudo o es por un motivo especial? Si no es una pregunta demasiado personal.

—Es demasiado personal —respondió Chinedu con fingida solemnidad.

Ella bajó las ventanillas del coche mientras salía del Wild Oats dando marcha atrás, deteniéndose para dejar pasar a dos mujeres sin chaqueta, con tejanos ceñidos y el pelo rubio agitado por el viento. Era un día insólitamente caluroso de finales de otoño.

—El otoño a veces me recuerda el harmattan —comentó Chinedu.

—Lo sé —dijo Ukama—. Me encanta el harmattan. Creo que es por la Navidad. Me encantan la sequedad y el polvo de la Navidad. Udenna y yo volvimos juntos en Navidad el año pasado y pasamos la Nochevieja con mi familia en Nimo, y mi tío no paraba de preguntarle: «Joven, ¿cuándo piensas pedir a su familia que llame a nuestra puerta? ¿Qué estás estudiando en la universidad?». —Ukamaka imitó una voz ronca y Chinedu se rió—. ¿Has vuelto desde que te fuiste? —preguntó—, pero se arrepintió en el acto. No podía haberse permitido comprar un billete de avión.

—No. —El tono de él era apagado.

—Yo tenía pensado volver después del posgrado y trabajar en una ONG en Lagos, pero como Udenna quería meterse en política, empecé a hacer planes para vivir en Abuja. ¿Volverás cuando termines? Imagino la cantidad de dinero que ganarás en una de esas compañías petrolíferas del delta del Níger con tu doctorado en química.

Ella sabía que hablaba demasiado deprisa, tratando de compensar la incomodidad que había sentido poco antes.

—No lo sé.

Chinedu se encogió de hombros.

—¿Puedo cambiar de emisora?

—Por supuesto.

Ella notó que se había puesto de malhumor por la forma en que siguió mirando por la ventana después de cambiar de la NPR a una emisora de FM de música estridente.

—Creo que voy a pedir tu comida favorita, un sushi, en lugar de un sándwich —dijo ella en broma. Una vez le había preguntado si le gustaba el sushi y él había dicho: «Dios me libre. Soy africano. Sólo tomo comida cocinada». Ella añadió—: Deberías probar el sushi algún día, en serio. ¿Cómo puedes vivir en Princeton y no comer sashimi?

Él apenas sonrió. Ella condujo despacio hasta el puesto de sándwiches, siguiendo con la cabeza la música de la radio para demostrar que también le gustaba.

—Sólo voy a buscar un sándwich —dijo, y él dijo que esperaría en el coche.

El olor a ajo del envoltorio de papel de plata del sándwich de pollo inundó el coche cuando ella regresó.

—Ha sonado tu móvil —dijo Chinedu.

Ella lo cogió de la caja de cambios y miró la pantalla. Era Rachel, una amiga de su departamento. Tal vez llamaba para saber si quería ir a la charla sobre la moralidad y la novela que había al día siguiente en East Pyne.

—No puedo creer que no me haya llamado Udenna —dijo mientras ponía en marcha el coche.

Le había enviado un e-mail dándole las gracias por su preocupación durante su estancia en Nigeria. Él la había borrado de su lista de amigos de Instant Messenger para que no supiera cuándo estaba conectado. Y no había llamado.

—Tal vez es lo mejor. Para que puedas pasar página.

—No es tan sencillo —replicó ella ligeramente enfadada, porque quería que Udenna la llamara, porque la foto seguía en su estantería, porque Chinedu le hablaba como si supiera lo que más le convenía.

De nuevo en su edificio, esperó a que Chinedu llevara sus compras a su apartamento y volviera para decirle:

—¿Sabes? No es tan sencillo como crees. No sabes lo que es querer a un gilipollas.

—Sí que lo sé.

Ella lo miró. Iba vestido con la misma ropa que la tarde que había llamado a su puerta: unos tejanos y una vieja camiseta deformada por el cuello con Princeton en letras naranjas en la parte delantera.

—Nunca has dicho nada.

—Nunca me lo has preguntado.

Ella puso el sándwich en un plato y se sentó a la pequeña mesa.

—No sabía si había algo que preguntar. Pensé que me lo dirías.

Chinedu guardó silencio.

—Cuéntame. Háblame de ese amor. ¿Fue aquí o en Nigeria?

—En Nigeria. Estuve casi dos años con él.

Hubo un silencio. Ella cogió una servilleta y se dio cuenta de que intuitivamente lo había sabido, tal vez desde el principio, pero dijo, porque creyó que él esperaba que expresara sorpresa:

—Oh, eres gay.

—Alguien me dijo una vez que yo era la persona más heterosexual que había conocido nunca y me odié porque me gustó oírlo. —Sonreía; parecía aliviado.

—Háblame de ese amor.

Se llamaba Abidemi. Algo en el modo en que Chinedu pronunció su nombre, Abidemi, le hizo pensar en un músculo dolorido que se aprieta ligeramente, la clase de dolor autoinfligido que da placer.

Él habló despacio, repasando detalles que parecían poco importantes (¿era miércoles o jueves cuando Abidemi lo había llevado a un club gay privado donde habían estrechado la mano a un ex-jefe de Estado?), y ella pensó que no lo había explicado muchas veces, tal vez nunca. Habló mientras ella terminaba su sándwich y se sentaba a su lado en el sofá, sintiéndose extrañamente nostálgica con lo que contaba de Abidemi: bebía Guiness, mandaba a su chófer a comprar plátanos fritos a los vendedores callejeros, iba a la iglesia pentecostal House on the Rock, le gustaba el Kiev libanés del restaurante Double Four, jugaba al polo.

Abidemi era banquero, el hijo de un pez gordo, y había estudiado la carrera en Inglaterra; era la clase de tipo que llevaba cinturones de cuero con elaborados logos de diseñador como hebilla. Llevaba uno cuando entró en la oficina de la compañía de móviles de Lagos donde Chinedu trabajaba en el mostrador de atención al cliente. Casi se había mostrado grosero, preguntándole si podía hablar con su superior, pero a Chinedu no le pasó por alto la mirada que se habían cruzado, la embriagadora emoción que no había vuelto a sentir desde su primera relación con un profesor de deporte del colegio. Abidemi le dio su tarjeta y dijo, cortante: «Llámame». Así manejaría la relación los dos siguiente años, controlando siempre adonde iba y qué hacía, comprándole un Honda sin consultarle, lo que le dejó en la incómoda situación de explicar a su familia y amigos que había sido una compra impulsiva, invitándolo a viajes a Calabar y a Kaduna con sólo dos días de antelación, enviándole mensajes de texto maliciosos cuando no contestaba sus llamadas. Aun así a Chinedu le había gustado su carácter posesivo, la vitalidad de esa relación que los consumía a los dos. Hasta que Abidemi anunció que iba a casarse.

Se llamaba Kemi y sus padres se conocían hacía mucho. La inevitabilidad del matrimonio siempre había quedado sobreentendida entre ambos y tal vez no habría cambiado nada si Chinedu no hubiera conocido a Kemi en la fiesta de aniversario de boda de los padres de Abidemi. Chinedu no había querido ir a la fiesta, se mantenía al margen de los acontecimientos familiares de Abidemi, pero éste había insistido diciendo que sólo sobreviviría a la larga velada si él estaba allí. Habló con una voz preocupantemente cargada de humor cuando lo presentó como «mi gran amigo».

—Chinedu bebe mucho más que yo —dijo a Kemi, que llevaba un vestido bañera de color amarillo.

Estaba sentada a su lado y de vez en cuando alargaba un brazo para quitarle algo de la camisa, llenarle de nuevo la copa o ponerle una mano en la rodilla, su cuerpo compenetrado en todo momento con el de él, listo para levantarse de un salto y hacer lo que fuera para complacerlo.

—¿Decías que me saldría tripa cervecera, abi? —preguntó Abidemi apoyando una mano en su muslo—. Antes le saldrá a éste, créeme.

Chinedu sonrió con un principio de jaqueca causado por la tensión, su rabia hacia Abidemi a punto de estallar. Mientras le contaba a Ukamaka cómo la cólera de esa noche le había ofuscado la mente, ella notó lo tenso que estaba.

—Habrías preferido no conocer a su mujer.

—No, habría preferido que él hubiera tenido un conflicto.

—Seguro que lo tuvo.

—No. Ese día observé cómo se portaba con los dos, bebiendo cerveza negra y metiéndose conmigo delante de ella y viceversa, y supe que se metería en la cama y dormiría a pierna suelta toda la noche. Si seguíamos juntos, él acudiría a mí y luego se iría con ella a casa y dormiría profundamente toda la noche. A veces deseaba que no durmiera bien.

—¿Y rompiste?

—Se enfadó. No entendía por qué no hacía lo que él quería.

—¿Cómo puede alguien decir que te quiere y luego pretender que hagas lo que a él le conviene? Udenna era igual.

Chinedu apretó el cojín que tenía en el regazo.

—Ukamaka, no todo gira en torno a Udenna.

—Sólo estoy diciendo que Abidemi me recuerda un poco a Udenna. Supongo que no entiendo esa clase de amor.

—Tal vez no era amor —replicó Chinedu, levantándose bruscamente del sofá—. Udenna te hizo esto y Udenna te hizo lo otro, pero ¿por qué dejaste que lo hiciera? ¿Por qué le dejaste? ¿No te has planteado nunca si era amor?

Su voz sonó tan cruelmente fría que por un momento Ukamaka se asustó, luego se enfadó y le pidió que se fuera.

Antes de ese día, ella había empezado a notar cosas extrañas en Chinedu. Él nunca la había invitado a su apartamento, y en una ocasión, después de que él le indicara cuál era, ella había mirado el buzón y se había sorprendido al no encontrar el apellido de él; el conserje era muy estricto con que los nombres de todos los inquilinos aparecieran en los buzones. No parecía ir nunca al campus; la única vez que le preguntó por qué no iba, él respondió algo vago que le dio a entender que no quería hablar de ello y lo dejó estar porque sospechaba que tenía problemas con sus estudios, tal vez luchaba con una tesis que no estaba yendo a ninguna parte. Así, a la semana de pedirle que se fuera, después de toda una semana sin hablar con él, subió y llamó a su puerta, y cuando él abrió y la miró con recelo, ella preguntó:

—¿Estás trabajando en tu tesis?

—Estoy ocupado —replicó él secamente, y le cerró la puerta en la cara.

Ella se quedó allí largo rato antes de volver a su apartamento. No hablaría nunca más con él, se dijo; era grosero y cruel. Pero llegó el domingo y ella se había acostumbrado a llevarlo en coche a su iglesia de Lawrenceville antes de ir a la suya de Nassau Street. Esperó que él llamara a su puerta, aunque sabía que no lo haría. De pronto temió que pidiera a otro que lo llevara, y cuando el miedo dio paso al pánico, subió y llamó a su puerta. Él tardó un rato en abrir. Estaba demacrado y cansado; tenía la cara sin lavar y cenicienta.

—Lo siento —dijo ella—. Cuando te pregunté si estabas trabajando en tu tesis fue una estúpida forma de pedirte disculpas.

—La próxima vez que quieras pedir disculpas, hazlo.

—¿Quieres que te lleve a la iglesia?

—No. —Él la invitó a pasar con un gesto. El apartamento estaba escasamente amueblado con un sofá, una mesa y un televisor. Había libros amontonados a lo largo de las paredes—. Mira, Ukamaka, tengo que explicarte lo que está pasando. Siéntate.

Ella se sentó. En el televisor hacían dibujos animados, en la mesa había una Biblia abierta boca abajo al lado de una taza que parecía contener café.

—Estoy colgado. Hace tres años que me ha vencido el visado. Este apartamento es de un amigo. Está en Perú este semestre y dijo que podía quedarme mientras trataba de arreglar mi situación.

—¿No estás en Princeton?

—Nunca he estado. —Se volvió y cerró la Biblia—. En cualquier momento podría recibir una orden de deportación de Inmigración. En casa nadie está al corriente de mi situación real. No he logrado enviarles mucho dinero desde que perdí mi trabajo en la construcción. Mi jefe era un buen hombre y me pagaba en negro, pero dijo que no quería problemas ahora que hablan de hacer redadas en los lugares de trabajo.

—¿Has intentado buscar un abogado?

—¿Un abogado para qué? No tengo nada que hacer. —Se mordía el labio inferior.

Ella nunca lo había visto tan poco atractivo, con la piel de la cara cayéndole a escamas y unas profundas ojeras. No iba a preguntar más detalles porque sabía que él no quería explicar nada más.

—Tienes muy mal aspecto. No has comido desde la última vez que te vi —dijo ella, pensando en todas las semanas que había hablado de Udenna mientras Chinedu estaba preocupado por si lo deportaban.

—Estoy ayunando.

—¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe a la iglesia?

—De todos modos, es demasiado tarde.

—Ven a mi iglesia, entonces.

—Sabes que no me gusta el ritual católico de arrodillarte y levantarte continuamente, adorando ídolos.

—Sólo por esta vez. La semana que viene iré yo a la tuya.

El al final se levantó, se lavó la cara y se puso un jersey limpio. Se dirigieron en silencio al coche. Ella no tenía pensado explicarle el temblor que le había dado ese primer día mientras rezaban, pero necesitaba un gesto significativo para hacerle entender que no estaba solo, que comprendía lo que era no estar seguro acerca del futuro y no tener control sobre lo que podía ocurrir al día siguiente, y no sabía qué más decir, así que le habló de ello.

—Fue extraño. Tal vez sólo fuera mi ansiedad contenida por Udenna.

—Fue una señal de Dios —respondió Chinedu con firmeza.

—¿Cómo explicas el temblor como un signo de Dios?

—Tienes que dejar de pensar en Dios como una persona. Dios es Dios.

—Tu fe es casi como una lucha. —Ella lo miró— ¿por qué Dios no se revela de un modo menos ambiguo y nos aclara de una vez por todas las cosas? ¿Qué sentido tiene que Dios sea un enigma?

—Ésa es la naturaleza de Dios. Si comprendes la idea básica de que la naturaleza de Dios es diferente de la humana, entonces todo cobra sentido —dijo Chinedu, y abrió la portezuela para bajarse del coche.

Qué lujo era tener una fe como la suya, pensó Ukamaka, tan poco crítica, tan contundente e impaciente. Y sin embargo había en ella algo excesivamente frágil; era como si Chinedu concibiera la fe sólo en extremos, como si la existencia de una solución intermedia supusiera correr el riesgo de perderlo todo.

—Entiendo lo que quieres decir —dijo aunque no lo entendía, aunque era esa clase de respuestas lo que le había hecho dejar de ir a la iglesia hacía años y la había mantenido alejada de ella, hasta el domingo que Udenna había descrito su relación como «aburrida» en una heladería de Nassau Street.

Fuera de la iglesia de piedra gris, el padre Patrick, con su pelo plateado brillante a la luz de mediodía, saludaba a los feligreses.

—Traigo a alguien nuevo a los calabozos del catolicismo, padre P. —Dijo Ukamaka.

—Siempre hay sitio en los calabozos —respondió el padre Patrick, estrechando calurosamente la mano a Chinedu.

La iglesia estaba en penumbra, llena de ecos y misterios, y del débil olor de las velas. Se sentaron uno al lado del otro en un banco del centro, junto a una mujer con un bebé en brazos.

—¿Te ha gustado? —susurró Ukamaka.

—¿El cura? Está bien.

—Me refiero a gustar de gustar.

—¡Santo Jehová! Por supuesto que no.

Ella le había hecho sonreír.

—No van a deportarte, Chinedu. Encontraremos una salida. Ya lo verás.

Le apretó la mano, y supo que a él le había hecho gracia su énfasis en el plural.

Él se inclinó hacia ella.

—¿Sabes? Yo también estuve enamorado de Thomas Sankara.

—¡No! —La risa le brotaba del pecho.

—Ni siquiera sabía que había un país llamado Burkina Faso en Africa Occidental hasta que mi profesor de secundaria habló de él y trajo una foto. Nunca olvidaré cómo me enamoré de una foto del periódico.

—No me digas que Abidemi se parece a él.

—Ahora que lo dices, sí.

Al principio contuvieron la risa, luego la dejaron salir, apoyándose alegremente el uno contra el otro mientras la mujer que sostenía en brazos a su hijo los observaba.

El coro había empezado a cantar. Era uno de esos domingos en los que el sacerdote bendecía a los feligreses con agua bendita al comienzo de la misa, y el padre Patrick se paseaba de arriba abajo salpicando agua con lo que parecía un gran salero. Ukamaka lo observó y pensó en lo insulsas que eran las misas católicas en Estados Unidos; en Nigeria sería una vibrante rama verde de mango lo que el sacerdote sumergiría en un cubo de agua bendita sostenida por un monaguillo agobiado y sudoroso, e iría a grandes zancadas de un lado para otro haciendo llover el agua bendita; y la gente acabaría empapada y, santiguándose sonriente, se sentiría bendecida.