VI
JUMPING MONKEY HILL
Todas las cabañas tenían el techo de paja. Los nombres, como el Refugio del Babuino y la Guarida del Puercoespín, estaban pintados a mano al lado de las puertas de madera que se abrían a unos senderos pavimentados, y las ventanas se dejaban entornadas para que los huéspedes se despertaran con el susurro de las hojas de jacarandá, y el relajante y acompasado romper de las olas. En las bandejas de mimbre había una selección de infusiones. A media mañana unas discretas criadas negras hacían la cama, limpiaban la elegante bañera, aspiraban la alfombra y dejaban flores silvestres en unos jarrones artesanales. A Ujunwa le parecía extraño que el Taller de Escritores Africanos tuviera lugar en Jumping Monkey Hill, un centro vacacional en las afueras de Ciudad del Cabo. El nombre en sí era incongruente y todo él rezumaba la complacencia de los bien alimentados, la clase de lugar donde imaginaba a los turistas ricos haciendo fotos a los lagartos y volviendo a casa casi sin haberse percatado de que había más gente negra que lagartos con la cabeza roja en Sudáfrica. Más tarde se enteraría de que lo había elegido Edward Campbell; había pasado varios fines de semana allí hacía años, cuando era profesor de la Universidad de Ciudad del Cabo.
Pero ella no lo sabía la tarde que Edward fue a recogerla al aeropuerto, un anciano con sombrero que sonrió dejando ver dos dientes delanteros de color mohoso. La besó en las mejillas. Le preguntó si había tenido problemas con su billete prepagado en Lagos, si le importaba esperar al ugandés cuyo avión no tardaría en aterrizar, si tenía hambre. Le dijo que su esposa Isabel había recogido ya a la mayoría de los participantes del taller, y que sus amigos Simón y Hermione, que habían sido contratados desde Londres, estaban preparando un almuerzo de bienvenida en el centro vacacional. Se sentaron en un banco de la sala de llegadas. Él sostenía contra el hombro un letrero con el nombre del ugandés, y comentó lo húmeda que era Ciudad del Cabo en esa época del año y lo satisfecho que estaba con los preparativos del taller. Alargaba las palabras. Tenía la clase de acento que los británicos describían como «pijo» y que los nigerianos ricos intentaban imitar, resultando muy graciosos sin proponérselo. Ujunwa se preguntó si era él quien la había seleccionado para el taller. Probablemente no; era el British Council el que había puesto el anuncio y había seleccionado a los mejores.
Edward se había movido poco a poco hasta sentarse muy cerca de ella. Le preguntó a qué se dedicaba en Nigeria. Ujunwa fingió un gran bostezo y esperó que dejara de hablar. Él repitió la pregunta y quiso saber si había pedido permiso en el trabajo para asistir al taller. La observaba con atención. Podría haber tenido entre sesenta y cinco y noventa años. No sabía calcular la edad en su cara, que era agradable pero informe, como si Dios al crearlo lo hubiera golpeado contra una pared y le hubiera borrado las facciones. Ella sonrió vagamente y dijo que trabajaba en la banca, pero había perdido el empleo poco antes de irse de Lagos y no había tenido necesidad de pedir permiso. Volvió a bostezar. Él pareció interesado en saber más y ella dijo que prefería no hablar de ello, y cuando levantó la mirada y vio al ugandés acercarse a ellos, se sintió aliviada.
El ugandés parecía soñoliento. De treinta y pocos años, tenía la cara cuadrada, la piel oscura y el pelo enredado en extrañas pelotas. Se inclinó al estrecharla mano a Edward con las dos manos, luego se volvió hacia Ujunwa y murmuró un «hola». Se sentó en el asiento delantero del Renault. El trayecto hasta el centro vacacional fue largo, por carreteras peligrosamente excavadas en colinas empinadas, y a Ujunwa le preocupó que Edward fuera demasiado viejo para conducir tan deprisa. Contuvo la respiración hasta que llegaron a un conjunto de cabañas con techo de paja entre senderos bien cuidados. Una rubia sonriente le enseñó su cabaña, el Escondrijo de la Cebra, donde había una cama de columnas y sábanas de lino con olor a lavanda. Ujunwa se sentó un momento en la cama, luego se levantó para deshacer el equipaje, mirando de vez en cuando por la ventana por si veía monos entre las ramas de los árboles.
Por desgracia no había, dijo más tarde Edward a los participantes mientras comían bajo sombrillas rosadas en la terraza, en mesas colocadas contra la barandilla para que pudieran contemplar el mar turquesa. Los señaló uno a uno, presentándolos. La sudafricana blanca era de Durban, mientras que el sudafricano negro era de Johannesburgo. El tanzano era de Arusha, el ugandés de Entebe, la zimbabuense de Bulawayo, el keniata de Nairobi y la senegalesa, la más joven del grupo con veintitrés años, había volado desde París, donde estudiaba en la universidad.
Edward presentó por último a Ujunwa.
—Ujunwa Ogundu es nuestra participante nigeriana y vive en Lagos.
Ujunwa miró a los demás comensales tratando de decidir con cuáles iba a congeniar. La senegalesa era la que más prometía, con un brillo irreverente en los ojos, acento francófono y vetas plateadas en sus gruesos rizos rastas. La zimbabuense tenía los rizos más largos y más finos, y los cauríes que colgaban de ellos tintineaban cuando movía la cabeza de un lado a otro. Parecía hiperactiva, y Ujunwa pensó que podría gustarle sólo por su manera de beber alcohol, en pequeñas cantidades. El keniata y el tanzano tenían un aspecto corriente, casi indistinguible, hombres altos de frente ancha y barba desgreñada, con una camisa estampada de manga corta. Pensó que le caerían bien de esa forma involuntaria en que te cae bien la gente que no parece amenazante. No estaba segura de los sudafricanos; la blanca de expresión circunspecta, sin rastro de humor ni de maquillaje, y el negro de aspecto santurrón, como un testigo de Jehová que va pacientemente de puerta en puerta y sonríe cuando la cierran en sus narices. En cuanto al ugandés, le había caído gordo desde el aeropuerto, y era por sus respuestas aduladoras, el modo en que se echaba hacia delante para hablar con Edward ignorando a los demás participantes. Ellos, a su vez, apenas se dirigían a él. Todos sabían que había recibido el último Premio Lipton a Escritores Africanos, dotado con quince mil libras. No lo integraron en la educada conversación sobre sus vuelos.
Después de comer el cremoso pollo con hierbas y de beber el agua con gas que venía en botellas brillantes, Edward se levantó para pronunciar el discurso de bienvenida. Entornaba los ojos al hablar, y su pelo ralo ondeaba con la brisa que olía a mar. Empezó a decir lo que ya sabían: que el taller duraría dos semanas; que había sido idea suya pero que, por supuesto, lo había financiado la Chamberlain Arts Foundation, del mismo modo que el Premio Lipton a Escritores Africanos había sido idea suya y también lo había financiado la generosa fundación; que se esperaba que cada participante presentara un relato que era muy posible que se publicara en Oratory; que todas las cabañas estarían provistas de un ordenador portátil; que lo escribirían a lo largo de la primera semana y harían una puesta en común en la segunda, y que el taller lo dirigiría el ugandés. Luego habló de sí mismo, de cómo durante cuarenta años había hecho de la literatura africana su causa, una pasión de toda una vida que había empezado en Oxford. Miraba a menudo hacia el ugandés, quien asentía ansioso por responder cada mirada. Al final presentó a su mujer, Isabel, aunque ya la conocíamos todos. Explicó que era una activista de los derechos de los animales y una gran conocedora de Africa que había pasado su adolescencia en Botswana. Pareció sentirse orgulloso cuando ella se levantó, como si su alta y delgada gracilidad compensara la falta de atractivo por parte de él. Isabel tenía el pelo de un rojo desvaído, cortado con unos mechones desfilados que le enmarcaban el rostro. Se pasó una mano por él mientras decía: «Edward, la verdad, una presentación». Pero Ujunwa imaginó que ella había querido que la presentara, que tal vez hasta se lo había recordado. Vamos, cariño, acuérdate de presentarme como es debido durante la comida. El tono debía de haber sido delicado.
Al día siguiente, durante el desayuno, Isabel utilizó ese mismo tono cuando se sentó al lado de Ujunwa y comentó que, con esa estructura ósea tan exquisita, debía de venir de la familia real nigeriana. Ujunwa de entrada estuvo tentada de preguntarle si necesitaba sangre real para explicar el aspecto físico de sus amigos londinenses. Pero en lugar de ello respondió, porque no pudo contenerse, que, en efecto, era princesa de un linaje muy antiguo, y que uno de sus antepasados había capturado a un comerciante portugués en el siglo XVII y lo había tenido cautivo y untado en aceites en una jaula regia. Se detuvo para beber un sorbo de jugo de arándanos rojos y sonreír hacia su vaso. Isabel respondió encantada que siempre distinguía la sangre real, y que era horrible, sencillamente horrible, la cantidad de gorilas en peligro de extinción que estaban matando y que ni siquiera los mataban para comerlos, que por mucho que se hablara de la carne de caza furtiva, sólo usaban las partes pudendas para hacer hechizos.
Después de desayunar, Ujunwa llamó a su madre y le habló del centro vacacional y de Isabel, y se quedó satisfecha cuando su madre se rió. Colgó y se sentó frente al ordenador, y pensó en lo mucho que hacía que su madre no se reía. Se quedó largo rato ahí sentada, moviendo el ratón, tratando de decidir si poner al personaje un nombre común, como Chioma, o algo más exótico, como Ibari.
Chioma vive con su madre en Lagos. Es licenciada en económicas por la universidad de Nsukka, hace poco terminó su Servicio Nacional Juvenil, y todos los jueves se compra The Guardian, estudia la sección de ofertas de empleo y envía su currículum en sobres de papel manila. Durante semanas nadie contesta. Finalmente recibe una llamada en la que le piden una entrevista. Después de unas pocas preguntas el hombre dice que el empleo es suyo, luego cruza la habitación, se detiene detrás de ella y le rodea la espalda con los brazos para apretarle los pechos. «¡Estúpido! ¡No puedes respetarte a ti mismo!», exclama ella, y se marcha. Siguen semanas de silencio. Ayuda a su madre en la tienda. Envía más cartas. En la siguiente entrevista la mujer, que habla con el acento más falso y ridículo que Chioma ha oído nunca, dice que está buscando a alguien educado en el extranjero, y Chioma casi se ríe cuando se va. Más semanas de silencio. Hace meses que Chioma no ve a su padre y decide ir a su nueva oficina de Isla Victoria para preguntarle si puede ayudarla a buscar empleo. El encuentro es tenso.
«¿Por qué no has venido antes, eh?», pregunta él fingiendo estar enfadado, porque ella sabe que es más fácil para él enfadarse, es más fácil enfadarse con las personas después de haberles hecho daño.
El hace unas cuantas llamadas. Le da un delgado fajo de billetes de doscientos nairas enrollados. No le pregunta por su madre. Ella se fija en la foto de la Mujer Amarilla que hay encima de su escritorio. Su madre se la describió bien. «Es muy rubia, parece mestiza, y el caso es que ni siquiera es guapa, tiene la cara de un pawpaw demasiado maduro».
La araña de luces del comedor principal del Jumping Monkey Hill colgaba tan baja que Ujunwa podría haberla tocado con la mano. En un extremo de la larga mesa cubierta con mantel blanco estaba sentado Edward, en el otro, Isabel, y entre ambos, los participantes. Los suelos de madera crujían ruidosamente mientras los camareros se movían alrededor repartiendo las cartas del menú. Medallones de avestruz. Salmón ahumado. Pollo en salsa de naranja. Edward insistió en que probaran la carne de avestruz. Era sencillamente «de-li-cio-sa». A Ujunwa no le gustó la idea de comerse una avestruz, ni siquiera sabía que la gente comía avestruces, y cuando lo comentó, él se rió de buen humor y respondió que, por supuesto, era un plato típico en Africa. Todos los demás pidieron avestruz, y cuando llegó el pollo de Ujunwa, demasiado cítrico, ella se preguntó si debería haber pedido avestruz. De todos modos parecía carne de vaca. Bebió más vino del que había bebido en toda su vida, dos copas, y notó que se sosegaba mientras hablaba con la senegalesa de la mejor forma de cuidar el pelo natural: evitar productos de silicona, aplicar mucha manteca de karité, peinarlo sólo cuando está mojado. Oyó sin querer fragmentos de la conversación de Edward sobre el vino: el Chardonnay era insoportablemente aburrido.
Después los participantes se reunieron en la glorieta, excepto el ugandés, que se sentó aparte con Edward e Isabel. Todos apartaban a manotazos los insectos voladores mientras bebían vino, se reían y bromeaban: ¡Los keniatas sois tan sumisos…! ¡Y los nigerianos, tan agresivos…! ¡Los tanzanos no tenéis gusto para vestiros! ¡A vosotros los senegaleses os han lavado el cerebro los franceses! Todos hablaron de la guerra del Sudán, del declive de la colección African Writers Series, de libros y escritores. Estuvieron de acuerdo en que Dambudzo Marechera era asombroso, Alan Patón condescendiente e Isak Dinesen imperdonable. El keniata adoptó un acento europeo genérico y, entre calada y calada de cigarrillo, repitió lo que había dicho Isak Dinesen de que todos los niños kikuyu se habían vuelto retrasados mentales a los nueve años. Todos se rieron. La zimbabuense comentó que Achebe era un plomo y no hacía nada con estilo, y el keniata replicó que eso era un sacrilegio y le quitó la copa de vino hasta que la zimbabuense se retractó riéndose y diciendo que, por supuesto, Achebe era sublime. La senegalesa confesó que casi había vomitado cuando un profesor de la Sorbona le había dicho que Conrad no estaba en realidad de su lado, como si ella no pudiera decidir por sí misma quién estaba de su lado y quién no. Ujunwa empezó a dar botes en su asiento balbuceando tonterías sin sentido para imitar a los africanos de Conrad, notando la dulce ligereza del vino en la cabeza. La zimbabuense se tambaleó y cayó en la fuente de agua, y salió farfullando con sus rizos rastas mojados, diciendo que había un pez retorciéndose allí dentro. El keniata anunció que utilizaría ese material para su relato, el pez en la elegante fuente del centro vacacional, ya que no tenía ni idea de sobre qué escribir. La senegalesa dijo que su relato trataba de ella en realidad, de cuánto había llorado la muerte de su novia y cómo el dolor le había infundido valor para acudir a sus padres, aunque ellos trataban su lesbianismo como una pequeña broma y no paraban de hablarle de familias de jóvenes casaderos. El sudafricano negro pareció alarmarse al oír el término «lesbianismo». Se levantó y se alejó. El keniata dijo que los sudafricanos negros le recordaban a su padre, que iba a la iglesia del Holy Spirit Revival y no dirigía la palabra a la gente de la calle porque no iban a salvarse. La zimbabuense, el tanzano, el sudafricano blanco y la senegalesa hablaron también de sus padres.
Miraron a Ujunwa, y ella se dio cuenta de que era la única que no había dicho nada y por un momento el vino dejó de ofuscarle la mente. Se encogió de hombros y murmuró que tenía poco que decir de su padre. Era una persona normal y corriente.
—¿Forma parte de tu vida? —preguntó la senegalesa, cuyo tono suave daba a entender que creía que no, y por primera vez su acento francófono irritó a Ujunwa.
—Sí, forma parte de mi vida —respondió con una fuerza silenciosa—. Fue él quien me compró libros cuando era niña, y quien me leyó los primeros poemas y relatos.
Se calló y todos la miraron.
—Hizo algo que me sorprendió —añadió—. También me dolió, pero sobre todo me sorprendió.
La senegalesa parecía querer preguntar algo más, pero cambió de opinión y pidió más vino.
—¿Estás escribiendo sobre tu padre? —preguntó el keniata y Ujunwa respondió con un «no» enfático, porque nunca había creído en la ficción como terapia.
El tanzano dijo que toda la ficción era terapia, una clase de terapia, no importaba lo que dijera la gente.
Esa noche Ujunwa trató de escribir, pero le escocían los ojos y le dolía la cabeza, y se acostó. Después de desayunar, se sentó frente al ordenador con una taza de té en las manos.
Chioma recibe una llamada del Merchant Trust Bank, uno de los lugares a los que ha llamado su padre, que conoce al presidente de la junta directiva. Está esperanzada; todos los empleados de banco que conoce conducen bonitos Jettas de segunda mano y tienen bonitos pisos en Gbagada. La entrevista el subdirector. Es moreno y bien parecido, y lleva unas gafas con un elegante logo de diseño en la montura. Mientras le habla, ella desea desesperadamente que se fije en ella. Él no lo hace. Le dice que les gustaría contratarla para marketing, lo que significa salir en busca de cuentas. Trabajará con Yinka. Si consigue traer diez millones de nairas en el período de prueba, tendrá garantizado un puesto fijo. Ella asiente mientras él habla. Está acostumbrada a recibir la atención de los hombres y le molesta que él no la mire como un hombre mira a una mujer, y no entiende lo que significa salir en busca de nuevas cuentas hasta que empieza el empleo dos semanas después. Un chófer uniformado las lleva a Yinka y a ella en un jeep oficial con aire acondicionado —ella desliza una mano por el suave cuero del asiento, reacia a subirse— hasta la casa de un alhaji de Ikoyi. El alhaji se muestra amable y expansivo con su sonrisa, sus gestos y su risa. Yinka ya ha ido a verlo unas cuantas veces, y él la abraza y dice algo que le hace reír. Mira a Chioma.
—Ésta es demasiado refinada.
Un mayordomo les sirve copas heladas de champán. El alhaji habla con Yinka, pero mira a menudo a Chioma. Luego pide a Yinka que se acerque y ella le explica las cuentas de ahorro de interés alto, y él le dice que se siente en su regazo, ¿y no cree que es lo bastante fuerte para cogerla en brazos? Yinka dice que por supuesto que lo es y se sienta en su regazo, sonriendo con serenidad. Es una chica menuda de tez clara; a Chioma le recuerda a la Mujer Amarilla.
Todo lo que Chioma sabe de la Mujer Amarilla es lo que le ha contado su madre. Una tarde de poco movimiento en la tienda de su madre en Adeniran Ogunsaya Street entró la Mujer Amarilla. Su madre sabía quién era, sabía que hacía un año que estaba con su marido, sabía que él le había pagado el Honda Accord y su piso en Ilupeju. Pero lo que le enfureció fue que la Mujer Amarilla entrara en su tienda, mirara unos zapatos y pensara pagarlos con dinero que pertenecía en realidad a su marido. De modo que le arrancó la tela que llevaba colgada de la espalda y gritó «¡Ladrona de maridos!», y las dependientas se acercaron, y abofetearon y pegaron a la Mujer Amarilla hasta que salió corriendo hacia su coche. Cuando el padre de Chioma se enteró, gritó a su madre y dijo que había actuado como una de esas mujeres locas que se veían por la calle, que lo había deshonrado a él, a ella misma y a una mujer inocente por nada.
Y se marchó de casa. Cuando Chioma regresó del Servicio Nacional de la Juventud, vio que el armario de su padre estaba vacío. Tía Elohor, tía Rose y tía Uche habían ido a ver a su madre y le habían dicho: «Estamos dispuestas a ir contigo para que le supliques que vuelva a casa, o a ir nosotras solas y suplicar en tu nombre». Pero la madre de Chioma respondió: «Por nada en el mundo. No pienso suplicar. Ya es suficiente». Tía Funmi llegó y dijo que la Mujer Amarilla lo había encadenado con una medicina y que conocía un buen baalawo que podía liberarlo. La madre de Chioma replicó: «No, no voy a ir». La boutique empezó a tener pérdidas porque el padre de Chioma siempre le había ayudado a importar zapatos de Dubai. De modo que bajó los precios, se anunció en Joy y en City People, y empezó a importar zapatos de Aba. Chioma lleva un par de esos zapatos la mañana que se sienta en la salita del alhaji y observa a Yinka, sentada en el amplio regazo, hablando de los beneficios de una cuenta de ahorros con Merchant Trust Bank.
Al principio trató de obviar que Edward le miraba a menudo el cuerpo, que nunca se detenía en la cara sino más abajo. Los días del taller habían seguido una rutina: el desayuno se servía a las ocho, la comida a la una y la cena a las seis en el suntuoso comedor. El sexto día, de un calor bochornoso, Edward repartió copias del primer relato que iban a comentar, el que había escrito la zimbabuense. Los participantes estaban sentados en la terraza y, después de repartir los papeles, Ujunwa se fijó en que todos los asientos con sombrilla estaban ocupados.
—No me importa sentarme al sol. ¿Quieres que me levante, Edward? —ofreció.
—Preferiría que te tumbaras —respondió él.
Fue un momento húmedo, denso; a lo lejos cantó un pájaro. Edward sonreía. Sólo lo habían oído el ugandés y el tanzano. El primero se rió. Y Ujunwa también se rió, porque era gracioso e ingenioso, si lo pensabas, se dijo. Después de comer dio un paseo con la zimbabuense y cuando se detuvieron a recoger conchas en la playa, Ujunwa quiso decirle lo que le había dicho Edward. Pero la zimbabuense parecía absorta y se mostró menos comunicativa que de costumbre; probablemente estaba nerviosa porque iban a comentar su relato. Ujunwa ya lo había leído. El estilo le había parecido demasiado florido, pero le gustaba la historia y había escrito comentarios y cuidadosas sugerencias en los márgenes. Era una historia ocurrente y familiar sobre un maestro de secundaria harare cuyo pastor pentecostal les dice a él y a su mujer que no tendrán descendencia hasta que obtengan una confesión de las brujas que le han atado el útero a ella. Están convencidos de que las brujas son los vecinos de al lado y cada mañana rezan en voz alta arrojando sobre la verja bombas verbales del Espíritu Santo.
Después de que la zimbabuense hubo leído un extracto al día siguiente, se hizo un breve silencio alrededor de la mesa de comedor. Luego la ugandesa tomó la palabra y dijo que era una prosa muy vigorosa. La sudafricana blanca asintió con entusiasmo. El keniata no compartía su opinión. Muchas de las frases se esforzaban tanto por sonar literarias que no tenían sentido, señaló, y leyó en voz alta una para demostrarlo. El tanzano dijo que había que mirar el relato como un todo y no por partes. El keniata le dio la razón, pero cada parte tenía que tener sentido para que también lo tuviera el todo. A continuación habló Edward. Sin duda tenía una forma de escribir ambiciosa, pero la historia en sí decía a gritos: ¿Y qué? Había algo terriblemente anticuado en ella si uno se paraba a pensar en todo lo que estaba ocurriendo en Zimbawe con el horrible Mugabe. Ujunwa se quedó mirando a Edward. ¿Qué quería decir con «anticuado»? ¿Cómo podía ser anticuada una historia tan sincera? Pero no se lo preguntó, como tampoco se lo preguntaron el keniata y el ugandés, y todo lo que hizo la zimbabuense fue apartarse los rizos rasta de la cara haciendo tintinear los cauríes. Todos los demás guardaron silencio. Pronto empezaron a bostezar, se dieron las buenas noches y se dirigieron a sus cabañas.
Al día siguiente no mencionaron la noche anterior. Hablaron de lo ligeros que eran los huevos revueltos y el inquietante susurro de las hojas de las jacarandas que se agitaban contra las ventanas por la noche. Después de cenar la senegalesa leyó en voz alta su relato. Era una noche de mucho viento y cerraron la puerta para no oír el ruido de los árboles sacudiéndose. El humo de la pipa de Edward se elevaba en la habitación. La senegalesa leyó dos páginas de una escena de funeral, deteniéndose a menudo para beber agua, con un acento cada vez más marcado a medida que aumentaba la emoción, cada t resonando como una z. Después todos se volvieron hacia Edward, incluso el ugandés, que parecía haber olvidado que era él quien dirigía el taller. Edward masticó la pipa pensativo antes de decir que esa clase de historias sobre homosexuales no eran representativas de Africa.
—¿Qué Africa? —balbuceó Ujunwa.
El sudafricano negro cambió de postura en su silla. Edward mordió más la pipa, luego miró a Ujunwa como uno miraría a una niña que no quiere estarse quieta en la iglesia y dijo que no hablaba como un africanista formado en Oxford, sino como alguien que tenía interés en el Africa real y no en la imposición de las ideas occidentales sobre los habitantes africanos. La zimbabuense, el tanzano y la sudafricana blanca empezaron a sacudir la cabeza mientras hablaba.
—Puede que estemos en el año 2000, pero ¿hasta qué punto es africano que alguien anuncie a su familia que es homosexual? —preguntó Edward.
La senegalesa estalló en un francés incomprensible y tras un torrente de palabras, dijo:
—¡Soy senegalesa! ¡Soy senegalesa!
Edward respondió en un francés igual de rápido, luego añadió en inglés con una sonrisa encantadora:
—Creo que has tomado demasiado de ese excelente Burdeos.
Y varios de los participantes se rieron.
Ujunwa fue la primera en retirarse. Estaba cerca de su cabaña cuando oyó a alguien llamarla y se detuvo. Era el keniata. Lo acompañaban la zimbabuense y la sudafricana blanca.
—Vamos al bar —dijo.
Ella se preguntó dónde estaba la senegalesa. En el bar, se bebió una copa de vino y los oyó hablar de las miradas de recelo que les lanzaban los demás huéspedes de Jumping Monkey Hill, todos blancos. El keniata comentó que el día anterior una pareja joven se había detenido y retrocedido un poco cuando se había acercado a ellos por el sendero de la piscina. La sudafricana blanca dijo que a ella también la habían mirado con recelo, tal vez porque sólo llevaba caftanes con estampados kente. Allí sentada, mirando hacia la noche negra y escuchando las voces suavizadas por el alcohol que la rodeaban, Ujunwa sintió un estallido de odio a sí misma en el fondo del estómago. No debería haberse reído cuando Edward le había dicho: «Preferiría que te tumbaras». No había tenido absolutamente ninguna gracia. Lo había detestado, como había detestado la sonrisa de su cara, los dientes verdosos que había entrevisto, o cómo le había recorrido todo el cuerpo con la mirada, deteniéndose en los pechos en lugar de la cara, y sin embargo se había obligado a reír como una hiena enajenada. Dejó la copa de vino medio vacía y dijo:
—Edward no aparta los ojos de mi cuerpo.
El keniata, la sudafricana blanca y la zimbabuense se quedaron mirándola.
—Edward no aparta los ojos de mi cuerpo —repitió.
El keniata señaló que desde el primer día había estado claro que el hombre se montaba sobre el palo liso de su mujer deseando que fuera Ujunwa; la zimbabuense corroboró que los ojos de Edward siempre miraban a Ujunwa con lujuria; la sudafricana blanca observó que Edward nunca miraría así a una blanca, porque lo que sentía por Ujunwa no era respetuoso.
—¿Lo habéis notado todos? —preguntó ella—, ¿lo habéis notado todos?
Se sintió extrañamente traicionada. Se levantó y fue a su cabaña. Llamó a su madre, pero la voz metálica no paraba de decir «El número que ha marcado no está disponible. Por favor, inténtelo más tarde», y colgó. No pudo escribir. Se acostó y estuvo tanto tiempo despierta que cuando por fin se durmió amanecía.
Esa noche el tanzano leyó un fragmento de su relato sobre las matanzas del Congo desde el punto de vista de un miliciano, un hombre lleno de violencia lasciva. Edward dijo que sería el principal relato de Oratory, que era apremiante y trascendental, y que informaba. Ujunwa pensó que parecía un artículo sacado de The Economist con personajes de caricatura. Pero no lo dijo. Fue a su cabaña y, aunque le dolía el estómago, encendió el ordenador.
Mientras Chioma observa a Yinka, sentada en el regazo del alhají, tiene la sensación de estar actuando en una obra dramática. En el colegio escribió piezas de teatro. Su clase representó una para la celebración del aniversario del colegio, y cuando terminó hubo una ovación de pie y el director exclamó: «¡Chioma es nuestra futura estrella!». Su padre estaba allí sentado al lado de su madre, aplaudiendo y sonriendo. Pero cuando ella anunció su intención de estudiar literatura en la universidad, él respondió que no era viable. Utilizó la palabra «viable». Dijo que tenía que estudiar otra carrera y que siempre podría escribir como actividad complementaria. El alhaji recorre el brazo de Yinka con un dedo, diciendo: «Pero sabes que el Savanna Union Bank me envió gente la semana pasada». Yinka sigue sonriendo y Chioma se pregunta si no le duelen las mejillas. Piensa en los relatos que guarda dentro de una caja metálica debajo de la cama. Su padre los ha leído todos y a veces ha escrito algo en los márgenes: «¡Excelente!», «¡Tópico!», «¡Muy bueno!», «¡Poco claro!». Era él quien le había comprado novelas; su madre creía que eran una pérdida de tiempo y que lo que necesitaba eran libros de texto.
—¡Chioma! —la llama Yinka, y ella levanta la vista.
El alhaji está hablándole. Parece casi tímida y él no la mira a los ojos. Hay una indecisión en él que no muestra hacia Yinka.
—Decía que eres demasiado refinada. ¿Cómo es que aún no se ha casado contigo ningún pez gordo?
Chioma sonríe y no dice nada.
—He accedido a hacer negocios con Merchant Trust Bank —dice el alhaji—, pero tú serás mi contacto personal.
Chioma no sabe qué decir.
—Por supuesto —dice Yinka. Ella será su contacto personal. Nos ocuparemos de usted. ¡Gracias, señor!
El alhaji se levanta.
—Venid, venid, tengo buenos perfumes de mi último viaje a Londres. Dejad que os dé algo para que os llevéis. Empieza a entrar, y se vuelve. —Venid, venid las dos.
Yinka lo sigue. Chioma se levanta. El alhaji se vuelve de nuevo para esperarla. Pero ella no lo sigue. Se vuelve hacia la puerta, la abre y sale a la brillante luz del sol, pasa junto el jeep donde el chófer las espera sentado con la puerta abierta, escuchando la radio.
—¿Tía? ¿Qué ha pasado, tía? —grita.
Ella no contesta. Camina, camina sin parar, cruza las altas verjas y sale a la carretera, donde detiene un taxi y va a la oficina para recoger las cosas de su escritorio casi vacío.
Ujunwa se despertó con el rumor del mar y con un nudo en el estómago a causa de los nervios. No quería leer su historia esa noche. Tampoco quería bajar a desayunar, pero lo hizo y dio los buenos días en general con una sonrisa general. Se sentó al lado del keniata, y él se inclinó hacia ella y le susurró que Edward acababa de decir a la senegalesa que había soñado con su ombligo desnudo. Su ombligo desnudo. Ujunwa vio a la senegalesa llevarse la taza delicadamente a los labios mirando el mar con expresión risueña y envidió su serena confianza. También estaba molesta por el hecho de que Edward se hubiera insinuado a alguien más, y se preguntó qué significaba esa reacción. ¿Había llegado a creerse que las miradas lascivas eran exclusivamente para ella? Se sentía incómoda pensando en ello así como ante la perspectiva de leer su relato esa noche, y después de comer se detuvo junto a la senegalesa para preguntarle qué había contestado cuando Edward le había hablado de su ombligo desnudo.
La senegalesa se encogió de hombros y dijo que, por mucho que el tipo soñara, ella seguía siendo lesbiana y no había tenido necesidad de responder.
—Pero ¿por qué no decimos nada? —preguntó Ujunwa. Alzó la voz y miró a los demás— ¿por qué nunca decimos nada?
Se miraron. El keniata dijo al camarero que el agua se estaba calentando y si podía ir a buscar más hielo. El tanzano preguntó al camarero de qué parte de Malawi era. El keniata preguntó si los cocineros también eran de Malawi como parecían ser todos los camareros. Luego la zimbabuense dijo que le traía sin cuidado de dónde eran los cocineros porque la comida era asquerosa, todo carne y crema. Siguieron otros comentarios, pero Ujunwa no estaba segura de quién había dicho qué. Imaginaos una reunión africana sin arroz, y que por qué estaba vedada la cerveza en la mesa de comedor sólo porque Edward creía más apropiado el vino, y que las ocho era demasiado temprano para desayunar, por mucho que Edward dijera que era la hora «adecuada», y el olor de su pipa era nauseabundo, y que a ver si decidía qué quería fumar y dejaba de liarse cigarrillos a mitad de pipa.
Sólo el sudafricano negro guardó silencio. Con las manos juntas en el regazo, parecía desvalido antes de decir que Edward sólo era un anciano que no quería hacer daño a nadie. Ujunwa le gritó:
—¡Por esta clase de actitud os masacraron y os llevaron a distritos segregados, y tuvisteis que pedir permiso para caminar por vuestra propia tierra!
Se interrumpió en el acto y se disculpó. No debería haberlo dicho. No había sido su intención alzar la voz. El sudafricano negro se encogió de hombros, como si comprendiera que el diablo siempre haría su trabajo. El keniata observaba a Ujunwa. Le dijo, en voz baja, que estaba enfadada por algo más aparte de Edward, y ella desvió la mirada y se preguntó si «enfadada» era la palabra adecuada.
Más tarde fue a la tienda de souvenirs con el keniata, la senegalesa y el tanzano, y se probaron las joyas de marfil falso. Se burlaron del interés del tanzano en la joyería; ¿tal vez también era gay? Él se rió y dijo que sus posibilidades eran ilimitadas. Luego añadió, más serio, que Edward tenía contactos y que podía presentarlos a un agente en Londres; que no había necesidad de ponerse en contra de él, no había necesidad de cerrar las puertas a la oportunidad. No quería acabar dando clases aburrido en Arusha. Hablaba a todos, pero tenía los ojos clavados en Ujunwa.
Ella se compró un collar y se lo puso, y le gustó cómo quedaba el colgante blanco en forma de diente contra el cuello. Esa noche Isabel sonrió cuando lo vio.
—Ojalá la gente se convenciera de una vez de que el marfil falso parece auténtico y dejara tranquilos a los animales —observó.
Ujunwa sonrió radiante y dijo que en realidad era marfil auténtico, y se preguntó si debía añadir que ella misma había matado el elefante en una cacería real. Isabel pareció sorprendida y a continuación dolida. Ujunwa toqueteó el plástico. Necesitaba relajarse, y eso mismo se repitió una y otra vez cuando se disponía a leer su relato. Cuando terminó, el ugandés fue el primero en tomar la palabra. Comentó la garra que tenía la historia y lo verosímil que era, y la seguridad de su tono sorprendió a Ujunwa aún más que sus palabras. El tanzano señaló que había descrito muy bien Lagos, los olores y los sonidos, y que era increíble lo parecidas que eran todas las ciudades tercermundistas. La sudafricana blanca comentó que le horrorizaba el término tercermundista, pero que le había entusiasmado el realismo con que retrataba la situación de las mujeres nigerianas. Edward se recostó y dijo:
—Pero nunca es así en la vida real, ¿verdad? Las mujeres nunca son víctimas de esa forma tan cruda, y menos en Nigeria. En Nigeria hay mujeres en altos cargos. Hoy día el ministro más poderoso es una mujer.
El keniata lo interrumpió y dijo que le gustaba la historia, pero que le costaba creer que Chioma pudiera rechazar el empleo; después de todo, una mujer no tiene alternativas, y, creía, por lo tanto, que el final era inverosímil.
—Todo el argumento es inverosímil, —terció Edward. Es escritura de panfleto, no una historia real sobre personas reales.
En el interior de Ujunwa se encogió algo. Edward seguía hablando. Por supuesto, era admirable la forma en que estaba escrito, que era extraordinaria. La observaba, y fue el brillo triunfal que ella vio en sus ojos lo que la impulsó a levantarse y echarse a reír. Los demás participantes se quedaron mirándola. Ella siguió riéndose mientras ellos la observaban, luego recogió sus papeles.
—¿Una historia real sobre personas reales? —repitió sin apartar los ojos de Edward—. Lo único que he omitido es que, después de dejar a mi colega con el alhaji, me subí al jeep e insistí al conductor que me llevara a casa, porque sabía que era la última vez que iría en uno.
Tenía más cosas que decir pero se las calló. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos pero no se permitió derramarlas. Estaba impaciente por llamar por teléfono a su madre, y cuando volvió a entrar en la cabaña se preguntó si se consideraría verosímil un desenlace así para una historia.