IV
FANTASMAS
Hoy he visto a Ikenna Okoro, un hombre al que creía muerto hacía tiempo. Tal vez debería haberme agachado para coger un puñado de arena del suelo y habérselo arrojado, como muchos hacen para asegurarse de que no es un fantasma. Pero he recibido una educación occidental, soy un catedrático de matemáticas jubilado de setenta y un años, y se supone que he sido armado de suficiente ciencia para reírme con indulgencia de las costumbres de mi gente. No le he arrojado arena. De todos modos, no habría podido hacerlo aunque hubiera querido, porque nos encontrábamos sobre el suelo de hormigón de la secretaría de la universidad.
He ido allí para preguntar una vez más por mi pensión.
—Buenos días, profesor —ha dicho el oficinista de aspecto reseco, Ugwuoke—. Lo siento, pero aún no ha llegado el dinero.
El otro oficinista, cuyo nombre he olvidado, me ha saludado con la cabeza y también se ha disculpado mientras masticaba un pedazo rosa de nuez de cola. Están acostumbrados a esto. Yo también estoy acostumbrado, como lo están los tipos andrajosos que se han reunido bajo el árbol de las llamas, hablando fuerte y gesticulando. El Ministerio de Educación ha robado el dinero de las pensiones, ha dicho uno. Otro ha replicado que es el rector quien ha ingresado el dinero en cuentas personales de interés alto. Han prorrumpido en maldiciones contra el rector. Que se le encoja el pene. Que sus hijos no tengan hijos. Que muera de diarrea. Cuando me he acercado a ellos, me han saludado y han sacudido la cabeza disculpándose por la situación, como si mi pensión de catedrático fuera más importante que las suyas de mensajero o chófer. Me llaman profesor, como casi todo el mundo, como los vendedores ambulantes que se sientan junto a sus bandejas debajo del árbol. ¡Profe! ¡Profe! ¡Venga, cómprese un buen plátano!
He charlado con Vincent, que era nuestro chófer cuando me nombraron decano en los años ochenta.
—Hace tres años que no hay pensiones, profe. Por eso la gente se jubila y muere.
—O joka —he dicho, aunque, por supuesto, él no necesita que le diga lo terrible que es.
—¿Cómo está Nkiru, profe? Supongo que le va bien en Estados Unidos.
Siempre pregunta por nuestra hija. A menudo nos llevaba a mi mujer, Ebere, y a mí a la facultad de medicina de Enugu para verla. Recuerdo que cuando Ebere murió, vino con sus parientes para ofrecer su mgbalu y pronunció un discurso conmovedor, aunque bastante largo, sobre lo bien que lo había tratado siempre Ebere cuando era nuestro chófer y que le había dado la ropa vieja de su niña para sus hijos.
—Nkiru está bien —he respondido.
—Por favor, salúdela de mi parte cuando hable con ella, profe.
—Lo haré.
Ha hablado un rato más de que somos un país que no ha aprendido a dar las gracias, de los estudiantes de las residencias que no le pagaban el tiempo que tardaba en remendarles los zapatos. Pero ha sido su nuez la que ha acaparado mi atención: subía y bajaba de forma alarmante, como si estuviera a punto de perforar la piel arrugada del cuello y salir. Vincent es más joven que yo, debe de tener unos sesenta largos, pero parece mayor. Todavía le queda un poco de pelo. Recuerdo que hablaba sin parar cuando me llevaba a trabajar; también recuerdo que era aficionado a leer mis periódicos, práctica que yo no alentaba.
—Profe, ¿quiere comprarnos un plátano? El hambre nos está matando —ha dicho uno de los hombres reunidos bajo el árbol de las llamas.
Tenía una cara que me resultaba familiar. Me ha parecido que era el jardinero de mi vecino, el profesor Ijere. El tono era medio jocoso, medio serio, pero les he comprado cacahuetes y un montón de plátanos de todos modos. Aunque lo que realmente necesitaban todos esos hombres era crema hidratante. Tenían la cara y los brazos como la ceniza. Estamos casi en marzo, pero la estación de harmattan aún sigue: los vientos secos, la crepitante estática en la ropa, el polvo fino en las pestañas. Hoy me he aplicado más loción que de costumbre y vaselina en los labios, pero aun así me noto la palma de las manos y la cara tirantes de la sequedad.
Ebere solía burlarse de mí por no hidratarme lo suficiente, sobre todo en el harmattan, y a veces después de bañarme por la mañana me extendía su Nivea por los brazos, las piernas, la espalda. Tenemos que cuidar esta preciosa piel, decía con su risa juguetona. Siempre decía que mi cutis era lo que la había conquistado, ya que yo no tenía dinero como todos los demás pretendientes que habían acudido en tropel al piso de Elias Avenue en 1961. «Sin imperfecciones», lo describía. Yo no veía nada especial en mi tez oscura pero con los años llegué a enorgullecerme un poco, con las manos de masajista de Ebere.
—¡Gracias, profe! —han exclamado los hombres, y han empezado a bromear unos con otros sobre quién iba a repartir.
Me he quedado cerca escuchándolos. Era consciente de que hablaban con más educación porque yo estaba allí: la ebanistería no iba bien, los niños estaban enfermos, habían tenido más problemas con los prestamistas. Se reían a menudo. Albergan resentimiento, como es natural, pero de algún modo han logrado dejar su espíritu intacto. A menudo me pregunto si sería como ellos si no tuviera el dinero que ahorré con mis empleos en la Oficina Federal de Estadística y si Nkiru no insistiera en enviarme dólares que no necesito. Lo dudo; probablemente me habría encogido como una tortuga en su caparazón, dejando que se menoscabara mi dignidad.
Al final me he despedido y me he dirigido a mi coche, que he aparcado cerca de los siseantes pinos que separan la facultad de Magisterio de la secretaría. Ha sido entonces cuando he visto a Ikenna Okoro.
Él ha dicho primero mi nombre.
—¿James? James Nwoye, ¿verdad?
Se ha detenido boquiabierto y he visto que todavía tenía la dentadura completa. Yo perdí un diente el año pasado. Me niego a hacerme lo que Nkiru llama un tratamiento, pero aun así me ha molestado ver el juego dental completo de Ikenna.
—¿Ikenna? ¿Ikenna Okoro? —he preguntado con un tono indeciso que daba a entender algo imposible: la vuelta a la vida de un hombre que murió hace treinta y siete años.
—Sí, sí.
Ikenna se ha acercado más, titubeante. Nos hemos estrechado la mano y nos hemos abrazado brevemente.
Nunca fuimos muy amigos; yo lo conocía en aquellos tiempos sólo porque todo el mundo lo conocía. Era él quien, cuando el nuevo rector, un nigeriano educado en Inglaterra, anunció que todos los profesores debían ir encorbatados a clase, había seguido llevando sus túnicas de vivos colores desafiante. Era él quien había subido al podio del centro de profesores y había hablado hasta quedarse ronco sobre las peticiones que había que hacer al gobierno y cómo defender las mejores condiciones para el personal no académico. Daba clases de sociología, y aunque muchos de los que nos dedicábamos a las ciencias de verdad considerábamos a los de ciencias sociales como recipientes vacíos que tenían demasiado tiempo libre y escribían montones de libros ilegibles, a Ikenna lo veíamos de otro modo. Le perdonábamos su estilo autoritario, no tirábamos a la basura sus panfletos y admirábamos bastante le erudita acritud con que exponía los temas; su audacia nos convencía. Seguía siendo un hombre encogido de ojos de rana y piel clara que se había descolorido, cubierta de manchas marrones de la edad. Uno oía hablar de él en aquellos tiempos y trataba de disimular su gran decepción cuando lo veía, porque la profundidad de su retórica de algún modo pedía un físico mejor. Pero como dice mi gente, un animal feroz no siempre llena la cesta del cazador.
—¿Estás vivo? —he preguntado, bastante impresionado.
Mi familia y yo lo vimos el día que murió, el 6 de julio de 1967, el mismo día que abandonamos Nsukka con prisas, con el sol de un extraño rojo feroz en el cielo y el boom… boom… boom de las bombas que señalaba el avance de los soldados federales. Ibamos en mi Impala. Los militares nos indicaron por señas que cruzáramos las puertas del campus y nos gritaron que no nos preocupáramos, que los vándalos, como llamábamos a los soldados federales, serían derrotados en cuestión de días y podríamos regresar. Los aldeanos, los mismos que buscarían comida en los cubos de basura de los profesores después de la guerra, pasaban andando, cientos de ellos, mujeres con cajas sobre la cabeza y bebés atados a la espalda, niños descalzos acarreando fardos, hombres empujando bicicletas o con ñames en las manos. Recuerdo que Ebere consolaba a nuestra hija Zik porque con las prisas habíamos olvidado su muñeca cuando vimos el Kadett verde de Ikenna. Conducía en sentido contrario hacia el campus. Toqué la bocina y detuve el coche: «¡No puedes volver!», grité. Pero él agitó una mano y dijo: «Tengo que recoger unos manuscritos». O tal vez: «He de coger unos materiales».
Me pareció muy temerario por su parte, porque las bombas se oían cerca y de todos modos nuestras tropas iban a hacer retroceder a esos vándalos en un par de semanas. Pero también se había apoderado de mí un sentido de invencibilidad colectiva, de legitimidad de la causa de Biafra, y no le di más vueltas hasta que me enteré de que Nsukka había caído el mismo día de nuestra evacuación y que habían tomado el campus. El portador de la noticia, un pariente del profesor Ezike, también nos dijo que habían matado a dos profesores. Uno de ellos había discutido con los soldados federales antes de recibir un tiro. No hizo falta que nos dijera que había sido Ikenna.
Ikenna se ha reído de mi pregunta.
—¡Lo estoy! ¡Estoy vivo!
Su respuesta le ha parecido aún más divertida, porque ha vuelto a reírse. Hasta su risa, ahora que pienso en ello, parecía descolorida, hueca, como el sonido agresivo que reverberaba por todo el centro de profesores en los tiempos en que se burlaba de los que no pensaban como él.
—Pero te vimos —he insistido—. ¿No te acuerdas? El día que evacuamos.
—Sí.
—Dijeron que no habías logrado salir.
—Sí que salí. Me fui de Biafra el mes siguiente.
—¿Saliste?
Es increíble que a estas alturas haya revivido el profundo rechazo que experimenté cuando oí hablar de los saboteadores (los llamábamos «sabos») que habían traicionado a nuestros soldados, nuestra causa justa, nuestra nación naciente, a cambio de un salvoconducto para cruzar Nigeria hacia la sal, la carne y el agua fresca de los que nos privaba el bloqueo.
—No, no fue así, no es lo que piensas. —Ikenna ha hecho una pausa y me he fijado en que la camisa gris le colgaba de los hombros—. Fui al extranjero en un avión de la Cruz Roja. A Suecia.
Había en él cierta indecisión, una falta de confianza en sí mismo que chocaba en un hombre que había movilizado a las masas con tanta facilidad. Recuerdo la primera manifestación que organizó después de que Biafra fuera declarada un Estado independiente, cómo todos nos congregamos en la plaza de la Libertad mientras él hablaba, y vitoreamos y gritamos: «¡Feliz Independencia!».
—¿Fuiste a Suecia?
—Sí.
No ha dicho nada más y me he dado cuenta de que no iba a explicar más, no iba a contarme cómo abandonó el campus con vida y cómo se subió a ese avión; he oído hablar de los niños que llevaron en aviones a Gabón más avanzada la guerra, pero no sé de nadie que fuera evacuado en un avión de la Cruz Roja, y menos en fechas tan tempranas. El silencio entre nosotros se ha vuelto tenso.
—¿Has vuelto a estar en Suecia desde entonces?
—Sí. Toda mi familia se encontraba en Orlu cuando la bombardearon. Como no me quedó ningún ser querido con vida, no tenía motivos para volver. —Se ha detenido para soltar un sonido áspero que se suponía que era una carcajada, pero que ha sonado más bien como una serie de toses. Estuve un tiempo en contacto con el doctor Anya. Me habló de reconstruir el campus y creo que me comentó que te habías ido a Estados Unidos después de la guerra.
En realidad, Ebere y yo regresamos a Nsukka inmediatamente después de que se acabara la guerra en 1970, pero sólo unos días. Fue demasiado para nosotros. Encontramos nuestros libros reducidos a un montón de cenizas en el jardín delantero bajo el árbol paraguas. En la bañera había heces calcificadas entre las páginas de mis Anales matemáticos que habían sido utilizadas como papel higiénico, manchas con relieve que emborronaban las fórmulas que había estudiado y enseñado. Nuestro piano, el de Ebere, había desaparecido. La toga que había llevado al licenciarme en Ibadan la habían usado para limpiar algo y estaba cubierta de hormigas que entraban y salían ajetreadas, ajenas a mi mirada. Habían arrancado nuestras fotos y roto los marcos. De modo que nos marchamos a Estados Unidos y no volvimos hasta 1976. Cuando lo hicimos, nos asignaron una casa en la Ezenweze Street y durante mucho tiempo evitamos conducir por Imoke Street, porque no queríamos ver la vieja casa; más tarde nos enteramos de que los nuevos ocupantes habían talado el árbol paraguas. Se lo he contado todo a Ikenna, aunque no le he hablado del tiempo que vivimos en Berkeley, donde mi amigo norteamericano negro Chuck Bell me había concertado una entrevista para dar clases. Ikenna ha guardado silencio un rato y luego ha dicho:
—¿Cómo está tu hija Zik? Ya debe de ser toda una mujer.
Siempre había insistido en pagar la Fanta de Zik cuando la llevábamos al centro de profesores el Día de la Familia, porque, según él, era la niña más guapa. Sospecho que era porque la habíamos llamado como nuestro presidente e Ikenna había sido zikista antes de afirmar que el movimiento era demasiado manso y abandonarlo.
—La guerra se la llevó —he dicho en igbo.
Hablar de la muerte en inglés siempre ha tenido un inquietante sentido irrevocable para mí.
Ikenna ha respirado hondo, pero sólo ha dicho «Ndo», «Lo siento». He agradecido que no preguntara cómo fue, no hay muchos comos de todos modos, y que no pareciera exageradamente sorprendido, como si las muertes siempre fueran accidentes.
—Tuvimos otra hija después de la guerra —he añadido.
Pero Ikenna se ha puesto a hablar con prisas.
—Yo hice todo lo que pude. Dejé la Cruz Roja Internacional. Estaba llena de cobardes que no eran capaces de defender a seres humanos. Después de que derribaran ese avión en Eket dieron marcha atrás, como si no supieran que eso era exactamente lo que quería Gowon de ellos. Pero el Concilio Mundial de las Iglesias siguió mandando ayuda a través de Uli. ¡Por la noche! Yo estaba en Uppsala cuando se reunió. Fue la operación más grande que se llevaba a cabo desde la segunda guerra mundial. Yo me ocupé de la recaudación de fondos. Organicé las manifestaciones a favor de Biafra en todas las capitales europeas. ¿Te enteraste de la de Trafalgar Square? Estuve detrás de todo eso. Hice lo que pude.
No estaba seguro de qué hablaba. Daba la impresión de haberlo repetido una y otra vez. He mirado hacia el árbol de las llamas. Los hombres seguían allí reunidos, pero no alcanzaba a ver si habían acabado de comer los plátanos y los cacahuetes. Tal vez ha sido entonces cuando me he sumergido en una brumosa nostalgia, una sensación que no me ha abandonado.
—Chris Okigbo murió, ¿verdad? —ha preguntado Ikenna, haciéndome volver de golpe a la realidad.
Por un momento me he preguntado si quería que lo negara, que también invocara su fantasma. Pero Okigbo, nuestro genio, nuestra estrella, el hombre cuya poesía nos movilizaba a todos, hasta a los de ciencias, que no siempre la entendíamos, había muerto.
—Sí, la guerra se lo llevó.
—Perdimos un coloso en ciernes.
—Sí, pero al menos él fue lo bastante valiente para luchar.
En cuanto lo he dicho me he arrepentido. Sólo quería hacer un homenaje a Chris Okigbo, que podría haber trabajado en uno de los consejos administrativos como hicimos los demás universitarios, pero que en lugar de ello había cogido un arma para defender Nsukka. No quería que Ikkena malinterpretara mi intención y me he preguntado si debía disculparme o no. Al otro lado de la calle se estaba levantando un pequeño torbellino de polvo. Los pinos se mecían siseantes por encima de nuestra cabeza y el viento ha arrancado las hojas secas de los árboles que hay más adelante. Tal vez por incomodidad he empezado a hablar a Ikkena del día que Ebere y yo volvimos en coche a Nsukka cuando terminó la guerra, del paisaje en ruinas, los tejados arrasados, las casas tan repletas de orificios de balas que Ebere comentó que parecían quesos suizos. Cuando llegamos a la carretera que recorre Aguleri, los soldados de Biafra nos detuvieron y nos metieron en el coche un soldado herido; la sangre caía en el asiento trasero y como había un rasgón en la tapicería, empapó todo el relleno, mezclándose con las entrañas de nuestro coche. La sangre de un desconocido. No estoy seguro de por qué he escogido contarle esta historia en particular, pero para aumentar su interés he añadido que el olor metálico de la sangre del soldado me hizo pensar en él, porque siempre había imaginado que los soldados federales le habían pegado un tiro y lo habían dejado morir, permitiendo que su sangre se extendiera por el suelo. No es verdad; ni me imaginé eso ni ese soldado herido me recordó a Ikenna. Si a él le ha parecido extraña mi anécdota, no lo ha dicho. Sólo ha asentido.
—He oído muchas historias. Muchas.
—¿Cómo es la vida en Suecia?
Él se ha encogido de hombros.
—Me jubilé el año pasado. Decidí volver y ver.
Dijo «ver» como si se refiriera a algo más de lo que uno hacía con los ojos.
—¿Qué hay de tu familia?
—No me he vuelto a casar.
—Oh.
—¿Y qué tal le va a tu mujer? Nnena, ¿verdad? —ha preguntado Ikenna.
—Ebere.
—Ah, sí, por supuesto. Una mujer encantadora.
—Ebere ya no está con nosotros. Desde hace tres años —he respondido en igbo.
Me han sorprendido las lágrimas que le han vidriado los ojos. No se acordaba cómo se llamaba y sin embargo ha llorado su pérdida, o tal vez lloraba una época llena de posibilidades. Ikenna, me he dado cuenta, es un hombre que lleva encima el peso de lo que podría haber sido.
—Lo siento. Lo siento mucho.
—No te preocupes. Viene de visita.
—¿Cómo? —ha preguntado él con una expresión perpleja, aunque era evidente que me había oído.
—Viene de visita. Viene a verme.
—Entiendo —ha respondido Ikenna con el tono conciliador que uno reserva para los locos.
—Quiero decir que iba de visita a Estados Unidos muy a menudo; nuestra hija es médico allí.
—¿Ah sí? —ha respondido Ikenna demasiado alegremente.
Parecía aliviado. No era de extrañar. Nosotros somos los cultos, los que hemos sido educados para mantener fijos los límites de lo que se considera real. Yo era como él hasta que Ebere apareció por primera vez tres semanas después de su funeral. Nkiru y su hijo acababan de regresar a Estados Unidos. Estaba solo. Cuando oí la puerta de abajo cerrarse y abrirse, y cerrarse de nuevo, no pensé nada. Siempre ocurría con el aire nocturno. Pero a través de la ventana del dormitorio no se oía el susurro de las hojas, el susurro de los árboles de neem y los anacardos. Fuera no soplaba el viento. Aun así la puerta de abajo se abría y se cerraba. En retrospectiva, dudo que me asustara tanto como debiera. Oí los pies por las escaleras, muy parecidos a los de Ebere, más pesados cada tercer paso. Me quedé tumbado en la oscuridad de nuestra habitación. Luego sentí como apartaban el edredón y unas manos me masajeaban con suavidad los brazos, las piernas, el pecho, la cremosa suavidad de la loción, y un agradable letargo se apoderó de mí, un letargo que no logro combatir cada vez que viene. Me desperté, como sigo haciendo después de sus visitas, con la piel suave e impregnada del olor de Nivea.
A menudo quiero decirle a Nkiru que su madre viene una vez por semana durante el harmattan y menos a menudo en la estación lluviosa, pero entonces tendrá por fin un motivo para llevarme consigo a Estados Unidos y me veré obligado a vivir una vida tan acolchada de comodidades que será estéril. Una vida plagada de lo que llamamos «oportunidades». Una vida que no está hecha para mí. Me pregunto qué habría pasado si hubiéramos ganado la guerra en 1967. Tal vez no estaríamos buscando estas oportunidades en el extranjero y no tendría que preocuparme por nuestro nieto, que no habla igbo y que la última vez que vino a verme no entendía por qué se esperaba de él que dijera «buenas tardes» a los desconocidos, porque en su mundo uno tiene que justificar las cortesías más simples. Pero ¿quién sabe? Tal vez nada habría cambiado aunque hubiéramos ganado.
—¿Le gusta Estados Unidos a tu hija? —ha preguntado Ikenna.
—Le va muy bien.
—¿Y has dicho que es médico?
—Sí. —Me ha parecido que Ikenna merecía algo más de información, o tal vez no ha desaparecido aún la tensión de mi anterior comentario, porque he añadido—: Vive en una ciudad pequeña de Connecticut, cerca de Rhode Island. El hospital puso un anuncio para un puesto de médico y cuando ella se presentó, echaron un vistazo a su título de Nigeria y le dijeron que no querían un extranjero. Pero, verás, ella ha nacido en Estados Unidos, la tuvimos mientras vivíamos en Berkeley, yo estuve dando clases allí cuando fuimos a Estados Unidos después de la guerra, de modo que tuvieron que aceptarla. Me he reído, esperando que Ikenna se riera conmigo. Pero no lo ha hecho. Ha mirado con cara solemne a los hombres reunidos bajo el árbol. —Bueno, al menos ahora no es tan horrible como antes. ¿Recuerdas lo que era estudiar en tierra de oyibos a finales de los cincuenta?
Él ha asentido para demostrar que se acordaba, aunque nuestra experiencia como estudiantes en el extranjero no puede haber sido la misma; él es un hombre de Oxford mientras que yo fui de los que consiguieron una beca del Fondo Universitario de Afroamericanos Unidos para estudiar en Estados Unidos.
—El centro de profesores es una sombra de lo que era —ha comentado Ikenna. He ido esta mañana.
—Hace mucho que no voy por ahí. Aun antes de jubilarme llegó un momento en que me sentí demasiado viejo y fuera de lugar. Esos novatos son unos ineptos. Ninguno enseña nada. Ninguno tiene ideas nuevas. No hay más que politiqueo mientras los estudiantes compran sus títulos con dinero o con su cuerpo.
—¿En serio?
—Ya lo creo. Todo se ha derrumbado. Las sesiones del consejo universitario se han convertido en batallas de culto a la personalidad. ¿Te acuerdas de Josephat Udeana?
—El gran bailarín.
Me he quedado sorprendido por un momento porque hacía mucho que no pensaba en Josephat como lo que era justo antes de la guerra, con diferencia el mejor bailarín de ballet que teníamos en el campus.
—Exacto —he dicho, y he agradecido que los recuerdos de Ikenna se hubieran paralizado en una época en que yo todavía creía que Josephat era un hombre íntegro—. Josephat fue rector durante seis años y llevó esta universidad como si fuera el gallinero de su padre. El dinero desapareció y de pronto empezamos a ver coches nuevos con el nombre de fundaciones extranjeras que no existían. Algunos acudieron a los tribunales, pero de nada sirvió. Él dictaminaba quién debía ascender y quién no. En pocas palabras, actuaba como todo un consejo universitario. El rector actual sigue fielmente sus pasos. ¿Sabes? No me han pagado la pensión desde que me jubilé. Acabo de salir de la secretaría.
—¿Y por qué nadie hace nada? ¿Por qué? —ha preguntado Ikenna—, y por un instante el viejo Ikenna ha estado allí, en la voz y en la indignación, y he vuelto a recordar su intrepidez. Podría acercarse a un árbol y darle un puñetazo.
—Bueno —he respondido encogiéndome de hombros—, muchos de los profesores están cambiando sus fechas de nacimiento. Van a los de recursos humanos y sobornan a alguien para que añada cinco años. Nadie quiere jubilarse.
—Eso no está bien. No está nada bien.
—No está pasando sólo aquí, sino en todo el país.
He sacudido la cabeza de lado a lado con la lentitud que mi gente ha perfeccionado al referirse a estos asuntos, dando a entender que la situación es, por desgracia, ineludible.
—Sí, la calidad está cayendo en todas partes. Acabo de leer en el periódico sobre los medicamentos falsificados —ha dicho Ikenna, e inmediatamente he pensado que era una coincidencia bastante oportuna.
La venta de medicamentos caducados es la última plaga de nuestro país, y si Ebere no hubiera muerto, me habría parecido normal llevar la conversación hacia esos derroteros. Pero he desconfiado. Tal vez Ikenna ha oído hablar de cómo Ebere estuvo ingresada en el hospital cada vez más débil, el desconcierto de su médico al ver que no se recuperaba con la medicación, mi angustia y cómo nadie supo que los medicamentos eran ineficaces hasta que fue demasiado tarde. Tal vez Ikenna quería hacerme hablar de ello para que le dejara ver algo más de la locura que ya había percibido en mí.
—Los medicamentos falsificados son una atrocidad —he dicho con tono grave, resuelto a no añadir nada más.
Pero tal vez me he equivocado con las intenciones de Ikenna, porque no ha insistido en el tema. Ha vuelto a mirar a los hombres de debajo del árbol y me ha preguntado:
—¿Y a qué dedicas tus días?
Parecía intrigado, como si quisiera saber qué clase de vida llevo yo solo en un campus universitario que es una sombra de lo que fue, esperando una pensión que nunca llega.
He sonreído y respondido que descansaba. ¿No es lo que hace uno al jubilarse? ¿Acaso no llamamos en igbo a la jubilación «el descanso de la vejez»?
A veces voy a ver a mi viejo amigo el profesor Maduewe. Doy paseos por los campos desvaídos de la plaza de la Libertad, con su hilera de mangos. O por la avenida de Ikejiani, donde las motos pasan a gran velocidad con los estudiantes montados a horcajadas, acercándose demasiado unas a otras para evitar los baches. En la estación lluviosa, cuando descubro un nuevo cauce donde los aguaceros se han comido la tierra, siento una oleada de logro. Leo los periódicos. Como bien; mi criado Harrison viene cinco días a la semana y su sopa de onugbu es única. Hablo a menudo con nuestra hija por teléfono y cuando me cortan la línea, que es cada dos por tres, corro a NITEL y soborno a alguien para que me la arregle. En mi despacho polvoriento y abarrotado desentierro publicaciones viejísimas. Inhalo hondo el olor de los árboles de neem que separan mi casa de la del profesor Ijere; un olor que se supone que es medicinal, aunque ya no estoy seguro de lo que dicen que cura. No voy a la iglesia; dejé de ir después de la primera visita de Ebere porque ya no tengo dudas. Es nuestra incertidumbre acerca de la vida después de la muerte lo que nos empuja hacia la religión. De modo que los domingos me siento en el porche y veo cómo los buitres se posan en mi tejado, e imagino que miran hacia abajo divertidos.
«¿Es una buena vida, papá?», ha empezado a preguntarme Nkiru últimamente por teléfono, con ese leve acento norteamericano ligeramente inquietante. No es ni buena ni mala, le digo, es la mía. Y eso es lo que importa.
Otro remolino de polvo nos ha hecho parpadear y he invitado a Ikenna a ir a casa para sentarnos y charlar como es debido, pero él ha dicho que tenía que ir a Enugu, y cuando le he preguntado si pasaría más tarde, ha hecho un gesto vago con las manos dando a entender que sí. Pero sé que no lo hará. No volveré a verlo. Lo he observado alejarse, ese hombre duro, y he vuelto en coche a casa pensando en la vida que podríamos haber tenido todos los que íbamos al centro de profesores en los buenos tiempos de antes de la guerra. He conducido despacio, porque las motos no respetan las normas viales y mi vista ya no es tan buena.
La semana pasada le hice una pequeña rascada a mi Mercedes al dar marcha atrás, por lo que he tenido cuidado al aparcar en el garaje. Tiene veintitrés años pero funciona muy bien. Recuerdo cómo se emocionó Nkiru cuando llegó de Alemania, donde yo lo había comprado al ir a recibir el premio de la Academia de Ciencias. Era el último modelo. Yo no lo sabía, pero sus amigos adolescentes sí, y todos iban a casa para ver el cuentakilómetros y pedirme permiso para tocar los paneles del salpicadero. Hoy día todo el mundo lleva un Mercedes; los compran en Cotonou de segunda mano, sin retrovisores ni faros. Ebere se burlaba de ellos, diciendo que nuestro coche era viejo pero mucho mejor que todo esos trastos tuke-tuke que la gente conducía sin cinturón de seguridad. Todavía tiene sentido del humor. A veces, cuando viene a verme, me hace cosquillas en los testículos al rozarlos con los dedos. Sabe muy bien que la medicación para la próstata ha apagado las cosas ahí abajo y sólo lo hace para tomarme el pelo con su risa ligeramente burlona. En su entierro, cuando nuestro nieto leyó su poema «Sigue riendo, abuela», pensé que el título era perfecto, y las palabras infantiles casi me arrancaron las lágrimas, a pesar de mi sospecha de que Nkiru había escrito casi todo.
He recorrido el jardín con la mirada mientras me acercaba a la puerta. Harrison se ocupa un poco del jardín, sobre todo riega en esta estación. Los rosales sólo son tallos, pero al menos los resistentes arbustos de cereza están de un verde polvoriento. He encendido el televisor. En la pantalla seguía lloviendo, aunque la semana pasada vino a arreglarlo el hijo del doctor Otagbu, el brillante joven que estudia ingeniería electrónica. Mis canales satélite dejaron de verse con la última tormenta, pero todavía no he ido a la oficina a buscar a alguien que me los mire. De todos modos, uno puede pasar unas semanas sin la BBC y la CNN, y los programas de la NTA son bastante buenos. Fue en la NTA donde hace unos días transmitieron una entrevista a otro hombre acusado de importar medicamentos falsificados, concretamente para la fiebre tifoidea. «Mis fármacos no matan —dijo mirando con los ojos muy abiertos la cámara como si apelara a las masas—. Simplemente no curan». Apagué el televisor porque no podía soportar seguir viendo los gruesos labios del hombre. Pero no me ofendí, al menos no tanto como lo habría hecho si Ebere no me visitara. Sólo esperaba que no lo dejaran suelto y volviera a la China o la India o a dondequiera que fuera para importar medicamentos caducados que no matan a la gente, es cierto, sólo se aseguran de que la enfermedad los mate.
Me he preguntado por qué en todos los años que han transcurrido desde la guerra nunca se ha sabido que Ikenna Okoro no había muerto. Es cierto que a veces hemos oído hablar de hombres a los que habían dado por muertos y aparecieron en la puerta de su casa meses o incluso años después de enero de 1970. Puedo imaginar la cantidad de arena que habrán arrojado sobre esos hombres deshechos sus familiares, suspendidos entre la incredulidad y la esperanza. Pero casi nunca hablamos de la guerra. Cuando lo hacemos es con una vaguedad deliberada, como si lo importante no fuera que nos apretujábamos en refugios de barro durante los ataques aéreos después de los cuales enterrábamos los cadáveres con trozos rosas en su piel ennegrecida, ni que comíamos peladuras de yuca y vimos la tripa de nuestros hijos hincharse de malnutrición, sino que sobrevivimos. Hasta Ebere y yo, que habíamos discutido durante meses sobre el nombre de nuestra primera hija, Zik, nos pusimos rápidamente de acuerdo en el de la segunda, Nkiruka; lo que tenemos por delante es mejor.
Estoy sentado en mi estudio, donde corregía los exámenes de mis alumnos y ayudaba a Nkiru a hacer sus deberes de matemáticas. El sofá de cuero está gastado. La pintura pastel de encima de los estantes está desconchada. En el escritorio, sobre un grueso listín, está el teléfono. Tal vez suene y Nkiru me diga algo de nuestro nieto, lo bien que le ha ido hoy en el colegio, algo que me hará sonreír, aunque creo que los profesores en Estados Unidos no son lo bastante serios y dan sobresalientes con demasiada facilidad. Si no suena pronto, me bañaré y me iré a la cama, y en la silenciosa oscuridad de la habitación esperaré a oír el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse.