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LOS CONCERTADORES DE BODAS
Mi nuevo marido bajó la maleta del taxi y entró primero en la casa de piedra rojiza, me condujo por unas escaleras siniestras y por un pasillo mal ventilado con una moqueta raída, y se detuvo ante una puerta. En ella había pegado un 2B de tamaño desigual de un metal amarillento.
—Ya hemos llegado —anunció.
Había utilizado la palabra «casa» al hablarme de nuestro futuro hogar. Yo me había imaginado un serpenteante camino de entrada entre céspedes color pepino, una puerta que se abría a un vestíbulo y paredes cubiertas de cuadros apacibles. Una casa como las de los blancos recién casados de las películas norteamericanas que pasaban los sábados por la NTA.
Él encendió la luz de la salita en cuyo centro había un solo sofá inclinado, como si lo hubieran dejado caer allí por equivocación. Hacía calor y olía a cerrado.
—Deja que te la enseñe.
En el dormitorio más pequeño había un colchón encajado en una esquina. En el grande había una cama y un tocador, y un teléfono en el suelo enmoquetado. Aun así, en las dos habitaciones parecía faltar un sentido del espacio, como si las paredes se sintieran incómodas las unas con las otras con tan pocos objetos entre ambos.
—Ahora que estás aquí compraremos más muebles. No necesitaba gran cosa cuando estaba solo.
—Muy bien.
Me sentía mareada. El vuelo de diez horas de Lagos a Nueva York y la interminable espera mientras la oficial de aduanas revisaba mi maleta me habían dejado aturdida, con la cabeza llena de algodón. La oficial había examinado la comida como si fueran arañas, tocando con dedos enguantados las bolsas impermeables de egusi molido, hojas de onugbu secas y semillas de uziza, hasta que había confiscado las últimas. Temía que las plantara en suelo estadounidense. No importaba que las semillas llevaran semanas secándose al sol y estuvieran duras como un casco de bicicleta.
—Ike agwum —dije, dejando el bolso en el suelo de la habitación.
—Sí, yo también estoy agotado —respondió él—. Deberíamos acostarnos.
En la cama con sábanas de tacto suave, me acurruqué como el puño de tío Ike cuando se enfada y esperé no tener que cumplir con los deberes maritales. Me relajé cuando unos momentos después oí los acompasados ronquidos de mi nuevo marido. Empezaban como un profundo tronido en la garganta y terminaban con una nota aguda, como un silbato lascivo. Nadie te advertía de esos detalles cuando se concertaba un matrimonio. Nadie mencionaba los ronquidos ofensivos, ni hablaba de casas que resultaban ser pisos sin muebles.
Mi marido me despertó colocando su pesado cuerpo sobre el mío. Su pecho aplanó mis senos.
—Buenos días —dije, abriendo los ojos legañosos de sueño.
Él gruñó, un sonido que podría haber sido una respuesta a mi saludo o parte del ritual que realizaba. Se levantó para subirme el camisón por encima de la cintura.
—Espera… —dije, para quitarme el camisón y que no pareciera tan apresurado.
Pero él ya había embutido su boca en la mía. Otra cosa que los concertadores de bodas olvidaban mencionar: las bocas al despertar, con la textura de un chicle gastado y el olor a escombros del Ogbete Market. Jadeó mientras se movía, como si sus fosas nasales fueran demasiado estrechas para el aire que tenían que soltar. Cuando dejó por fin de embestirme descansó todo su peso sobre mí, hasta el de las piernas. No me moví hasta que se levantó para ir al cuarto de baño. Me bajé el camisón y me lo estiré sobre las caderas.
—Buenos días, nena —dijo él al entrar de nuevo en la habitación. Me dio el teléfono—. Tenemos que llamar a tus tíos para decirles que hemos llegado bien. Sé breve; cuesta casi un dólar el minuto a Nigeria. Marca el 011 y luego el 234 antes del número.
—¿Ezi okwu? ¿Todo eso?
—Sí. Primero el prefijo internacional y luego el de Nigeria.
—Ah —dije.
Marqué los catorce números. Sentía un picor entre las piernas.
La línea telefónica crepitó de estática al cruzar el Atlántico. Sabía que tío Ike y tía Ada se mostrarían afectuosos, me preguntarían qué había comido o qué tiempo hacía en Estados Unidos. Pero ninguna de mis respuestas quedaría registrada; sólo preguntarían por preguntar. Tío Ike probablemente sonreiría hacia el teléfono, con la misma clase de sonrisa que aflojó su rostro cuando me dijo que me habían encontrado el marido perfecto. La misma sonrisa que le había visto unos meses atrás antes de que los Super Eagles ganaran la medalla de oro en fútbol de los Juegos de Atlanta.
—Un médico de Estados Unidos —había dicho radiante— ¿hay algo mejor? Su madre le estaba buscando una esposa, porque le preocupaba que se casara en Estados Unidos. Hace once años que se marchó. Le di una foto tuya. Durante un tiempo no tuve noticias y pensé que había encontrado a alguien. Pero… —Tío Ike se interrumpió, dejando que su sonrisa se hiciera más amplia.
—Sí, tío.
—Vendrá a principios de junio —había dicho tía Ada—. Tendréis mucho tiempo para conoceros antes de la boda.
—Sí, tía. —«Mucho tiempo» eran dos semanas.
—¿Qué no habremos hecho por ti? ¡Te criamos como una hija y ahora te hemos encontrado un ezigbo di ! ¡Un médico de Estados Unidos! ¡Es como si te hubiera tocado la lotería! —había exclamado tía Ada—. Le salían unos mechones de la barbilla, y tiró de uno mientras hablaba.
Yo les había dado las gracias a los dos por todo, por buscarme un marido, por acogerme en su casa, por comprarme unos zapatos nuevos cada dos años. Era la única manera de evitar que me llamaran desagradecida. No les recordé que quería volver a hacer el examen de admisión para intentar entrar en la universidad, que mientras iba al colegio había vendido más pan en la panadería de tía Ada que el que se había vendido en todas las demás panaderías de Enugu, que los muebles y los suelos de la casa brillaban gracias a mí.
—¿Has podido hablar? —me preguntó mi nuevo marido.
—Están comunicando. —Desvié la mirada para que no viera mi cara de alivio.
—Ocupada. Los norteamericanos dicen que la línea está ocupada —dijo él—. Lo intentaremos luego. Vamos a desayunar.
Para desayunar descongeló unas crepes de una bolsa de color amarillo chillón. Observé con atención los botones del microondas blanco que apretaba para memorizarlos.
—Pon a hervir agua para el té —dijo.
—¿Hay leche en polvo? —pregunté acercándome al fregadero, cuyos lados estaban cubiertos de óxido que parecía pintura marrón desportillada.
—Los norteamericanos no beben el té con leche y azúcar.
—¿Ezi okwu? ¿Tú tampoco?
—No, hace mucho que me he hecho con las costumbres de aquí. Tú también lo harás, nena.
Me quedé sentada ante las mustias crepes, mucho más delgadas que las que yo hacía en casa, y un té descolorido que temí que no me pasara por la garganta. Llamaron a la puerta y él se levantó. Caminaba con las manos a la espalda; no me había fijado en ello, no había tenido tiempo para fijarme.
—Te oí llegar anoche.
La voz de la puerta era norteamericana y las palabras fluían deprisa, tropezándose unas con otras. Supri-supri, lo había descrito tía Ify, rápido-rápido. «Cuando vengas a vernos hablarás supri-supri como los americanos», había dicho.
—Hola, Shirley. Gracias por guardarme el correo —dijo él.
—No hay de qué. ¿Cómo fue la boda? ¿Está aquí tu mujer?
—Sí, pasa a saludar.
Una mujer con el pelo de color metálico entró en la sala de estar. Iba envuelta en una bata rosa cerrada con un cinturón. A juzgar por las arrugas de su cara tenía entre seis y ocho décadas; aún no había visto suficientes blancos para saber ponerles edad.
—Soy Shirley, del tercero A. Encantada de conocerte —dijo ella, estrechándome la mano.
Tenía la voz nasal de quien está combatiendo un resfriado.
—Bienvenida —respondí.
Shirley se detuvo, como sorprendida.
—Bueno, os dejo desayunar —dijo—. Pasaré un rato cuando estéis instalados.
Salió arrastrando los pies. Mi nuevo marido cerró la puerta. Una de las patas de la mesa de comedor era más corta que las demás y la mesa osciló como un balancín cuando él se inclinó sobre ella.
—Debes saludar con un «Hola» en lugar de «Bienvenida».
—No tiene mi edad.
—Aquí no funciona así. Todo el mundo dice «Hola».
—O di mna. De acuerdo.
—Aquí no me llamo Ofodile. Me llaman Dave —continuó él, examinando el montón de sobres que Shirley le había dado.
En muchos había unas líneas escritas encima de la dirección, como si el remitente se hubiera acordado de añadir algo después de cerrar el sobre.
—¿Dave?
Yo sabía que no tenía un nombre inglés. En las invitaciones a nuestra boda había puesto Ofodile Emeka Udenwa y Chinaza Agatha Okafor.
—También utilizo otro apellido. Como los americanos no saben pronunciar Udenwa, me lo cambié.
—¿Cuál es?
Seguía intentado acostumbrarme a Udenwa, un nombre que sólo hacía unas semanas que conocía.
—Bell.
—¡Bell! —Había oído hablar de un Waturuocha que había pasado a ser Waturu en Estados Unidos y de un Chikelugo que se cambió al menos complicado Chikel, pero ¿de Udenwa a Bell?—. No se parece a Udenwa.
Él se levantó.
—No entiendes cómo funciona este país. Si quieres llegar a alguna parte debes integrarte todo lo posible en la corriente principal. Si no, te quedas en la cuneta. Aquí tienes que utilizar tu nombre inglés.
—Nunca lo he hecho. Sólo aparece en mi certificado de nacimiento. He sido Chinaza Okafor toda mi vida.
—Te acostumbrarás, nena —dijo él, acariciándome la mejilla— ya lo verás.
Cuando al día siguiente rellenó mi solicitud para la seguridad social, el nombre que introdujo en mayúsculas fue Agatha Bell.
Nuestro barrio se llamaba Flatbush, me dijo mi nuevo marido mientras paseábamos, acalorados y sudados, por una calle ruidosa que olía a pescado que se ha dejado demasiado tiempo al aire libre. Quería enseñarme a hacer la compra y a coger el autobús.
—Mira alrededor y no bajes la vista. Mira alrededor. Te acostumbrarás más deprisa a todo si lo haces.
Volví la cabeza de un lado a otro para que me viera seguir su consejo. En las puertas de los restaurantes oscuros prometían «La mejor comida caribeña y norteamericana» en letra torcida, y en un local de lavado de coches, en una pizarra colocada entre latas de Coca-Cola y papeles, se anunciaban lavados por 3,50 dólares. La acera estaba resquebrajada por los bordes, como mordisqueada por los ratones.
En el interior del autobús con aire acondicionado me enseñó a introducir las monedas y a apretar la cinta de la pared para indicar mi parada.
—Aquí no es como en Nigeria, donde gritas al revisor —dijo con tono burlón, como si fuera él quien había inventado personalmente el superior sistema de Estados Unidos.
En el interior del supermercado Key Food, recorrimos despacio pasillo por pasillo. Yo observé con recelo cuando él puso en el carrito un paquete de carne de vaca. Deseé tocar la carne para examinar el color como hacía a menudo en el Ogbete Market, donde el carnicero sostenía en alto los trozos recién cortados entre las moscas que zumbaban.
—¿Podemos comprar esas galletas? —pregunté.
Los paquetes azules Burton’s Rich Tea me resultaban familiares; no quería comer galletas, pero necesitaba ver un producto conocido en el carrito.
—Cookies. Los americanos las llaman cookies, —dijo él.
Cogí las galletas (cookies).
—Coge las de la marca del supermercado. Son iguales y salen más baratas —dijo él, señalando un paquete blanco.
Yo ya no quería las galletas, pero puse las de la marca del supermercado en el carrito y me quedé mirando el paquete azul del estante, con el familiar logo de Burton, hasta que salimos de ese pasillo.
—Cuando sea consultor, dejaremos de comprar las marcas del supermercado, pero de momento hemos de hacerlo. Aunque sea barato, todo suma.
—¿Cuándo seas especialista, quieres decir?
—Sí, pero aquí se llama consultor, médico consultor.
Los concertadores de bodas sólo te informaban de que los médicos ganaban mucho dinero en Estados Unidos. No añadían que antes de que empezaran a ganar mucho dinero tenían que hacer unas prácticas y una especialización que mi nuevo marido no había terminado. Mi nuevo marido me lo explicó en la breve conversación que mantuvimos durante el vuelo poco después de salir de Lagos, antes de quedarse dormido.
—Los internos cobran veintiocho mil al año, pero trabajan ochenta horas a la semana. Son como tres dólares por hora —había dicho—. ¿Puedes creerlo? ¡Tres dólares por hora!
Yo no sabía sí tres dólares era mucho o poco; me inclinaba a pensar que mucho, hasta que añadió que hasta los estudiantes de instituto que trabajaban a tiempo parcial ganaban mucho más…
—Además, cuando sea consultante dejaremos de vivir en un barrio como éste —dijo mi nuevo marido.
Dejó pasar a una mujer con un niño sentado en el carrito.
—¿Ves esas barreras que ponen para que no te lleves los carritos? En los barrios buenos no hay. Puedes llevar el carrito hasta el coche.
—Ya.
¿Qué importaba si podías sacar o no el carrito? Lo importante es que había carritos.
—Mira la gente que compra aquí; son los que inmigran y empiezan a comportarse como si estuvieran de nuevo en sus países. —Señaló con desdén a una mujer con dos hijos que hablaban en español. Nunca progresarán a menos que se adapten a Estados Unidos. Siempre estarán condenados a comprar en supermercados como éste.
Murmuré algo para dar a entender que escuchaba. Pensé en el mercado abierto de Enugu, en los comerciantes que te engatusaban para que compraras en sus puestos con techo de zinc y que estaban dispuestos a regatear todo el día para sumar un solo kobo al precio. Envolvían lo que comprabas en bolsas de plástico cuando tenían, y cuando no, se reían y te ofrecían papel de periódico usado.
Mi nuevo marido me llevó al centro comercial; quería enseñarme el máximo de cosas posible antes de empezar a trabajar el lunes. El coche vibraba como si hubiera muchas piezas sueltas, un sonido parecido al de una lata llena de clavos cuando la agitas. Se detuvo en un semáforo y giró la llave un par de veces antes de ponerlo de nuevo en marcha.
—Cuando termine la especialidad me compraré un coche nuevo —comentó.
En el interior del centro comercial los suelos brillaban, lisos como cubos de hielo, y en el techo alto como el cielo parpadeaban pequeñas luces etéreas. Yo tenía la sensación de estar en un mundo físico diferente, en otro planeta. Las personas que pasaban a empujones por nuestro lado, incluso las negras, llevaban en la cara la marca de lo ajeno, de lo diferente.
—Primero comeremos una pizza —ofreció él—. Es algo que te tiene que gustar en Estados Unidos.
Nos acercamos a un puesto de pizzas atendido por un hombre con un aro en la nariz y un gorro blanco de cocinero.
—Dos de pepperoni con salchicha —pidió mi nuevo marido— ¿sale mejor con la oferta de combinado?
Pronunciaba las palabras de otro modo cuando hablaba con los americanos. Y sonreía con la avidez de quien quiere gustar.
Nos comimos el trozo de pizza sentados a una pequeña mesa redonda, en la llamada «área de restaurantes». Alrededor de las mesas había un mar de personas encorvadas sobre platos de papel llenos de comida grasienta. Tío Ike se quedaría horrorizado de sólo pensar en comer en ese lugar; era un hombre con título y ni siquiera comía en las bodas a menos que le sirvieran en un comedor privado. Había algo humillantemente público y carente de dignidad en ese lugar, en ese espacio abierto con tantas mesas y tanta comida.
—¿Te gusta la pizza? —preguntó mi nuevo marido. Su plato de papel estaba vacío.
—Los tomates no están bien cocinados.
—En nuestro país cocinan todo demasiado y perdemos todos los nutrientes. Los americanos cocinan como es debido. ¿No ves lo saludable que es toda la comida?
Asentí, mirando alrededor. En la mesa contigua una negra con el cuerpo ancho como un almohadón puesto de lado me sonrió. Le devolví la sonrisa y di otro bocado a la pizza, encogiendo el estómago para que no expulsara nada.
Luego fuimos al Macy’s. Mi nuevo marido me condujo a una escalera corredera; se deslizaba con gomosa suavidad y supe que en cuanto me subiera me caería.
—Biko, ¿no hay elevadores? —pregunté.
Por lo menos había subido una vez en el desvencijado de la oficina de la administración local, que tembló durante todo un minuto antes de que se abrieran las puertas.
—Habla en inglés. Hay gente detrás de ti —susurró él empujándome hacia un mostrador lleno de joyas centelleantes.
Y es un ascensor, no un elevador.
—Está bien.
Me llevó al elevador (ascensor) y subimos a una sección llena de hileras de abrigos de aspecto pesado. Me compró uno del color del cielo en un día lúgubre e hinchado con una especie de espuma dentro del forro. Parecía lo bastante grande para que cupiéramos en él dos como yo.
—Viene el invierno —dijo—. Es como estar dentro de una nevera, así que necesitarás algo que te abrigue.
—Gracias.
—Siempre es mejor comprar cuando hay rebajas. A veces compras lo mismo por menos de la mitad del precio. Es una de las maravillas de Estados Unidos.
—¿Ezi okuwu? —dije, y añadí rápidamente—: ¿En serio?
—Demos una vuelta por el centro comercial. Hay otras de las maravillas de Estados Unidos.
Deambulamos por las tiendas que vendían ropa, herramientas, platos, libros, teléfonos, hasta que me dolieron las plantas de los pies.
Antes de irnos me llevó a un McDonald’s. El restaurante estaba cerca del fondo y en la entrada había una M amarilla y roja del tamaño de un coche. Mi marido no miró el menú que colgaba sobre su cabeza mientras pedía dos grandes del número 2.
—Si vamos a casa yo puedo cocinar —dije.
«No dejes que tu marido coma mucho fuera de casa —había dicho tía Ada—, o eso lo empujará a los brazos de una mujer que cocina. Vigila siempre a tu marido como un huevo de gallina de Guinea».
—Me gusta comer uno de estos de vez en cuando —respondió él.
Cogió la hamburguesa con las dos manos y masticó tan concentrado que cerró los ojos y tensó la mandíbula, adquiriendo un aspecto aún más desconocido.
El lunes preparé arroz de coco para compensar la comida fuera de casa. Quería hacer también sopa de pimentón que, según la tía Ada, ablandaba el corazón de un hombre, pero necesitaba el uziza que me había requisado la oficial de Aduanas. Sin eso no era sopa de pimentón. Compré un coco en la tienda jamaicana de la misma calle y me pasé una hora troceándolo porque no había rallador, luego lo sumergí en agua caliente para extraer el jugo. Acababa de terminar de cocinar cuando él volvió a casa. Llevaba lo que parecía un uniforme, una camisa azul de aspecto femenino dentro de unos pantalones azules sujetos a la cintura con un cordón.
—Nno —dije—. ¿Qué tal ha ido el trabajo?
—Tienes que hablarme también en inglés en casa, nena. Para acostumbrarte.
Me rozó la mejilla con los labios justo cuando tocaron el timbre de la puerta. Era Shirley, con el cuerpo envuelto en la misma bata rosa. Jugueteó con el cinturón.
—Qué olor —dijo con su voz cargada de flemas—. Huele todo el edificio. ¿Qué estás cocinando?
—Arroz de coco.
—¿Una receta de tu país?
—Sí.
—Huele muy bien. El problema de este país es que no tenemos cultura, ninguna cultura. Se volvió hacia mi nuevo marido como si quisiera que le diera la razón, pero él se limitó a sonreír. —¿Vendrías a echar un vistazo a mi aire acondicionado, Dave? Vuelve a hacer el tonto y hoy hace mucho calor.
—Claro —respondió mi nuevo marido.
Antes de irse, Shirley me saludó con la mano.
—Huele realmente bien.
Y quise invitarla a comer arroz.
Mi nuevo marido volvió media hora después y comió el plato de aromática comida que puse ante él, hasta se relamió como hacía a veces tío Ike para demostrar a tía Ada lo satisfecho que estaba con lo que había cocinado. Pero al día siguiente volvió con un libro grueso como la Biblia de recetas de cocina típicamente americanas.
—No quiero que nos conozcan como la gente que llena el edificio de olores de comida extranjera —dijo.
Pasé una mano por la portada del libro, con una foto de algo que parecía una flor pero que probablemente era comida.
—Sé que pronto dominarás la comida americana —dijo él atrayéndome hacia sí con suavidad.
Esa noche pensé en el libro de recetas mientras él se tumbaba pesadamente sobre mi, gruñendo y jadeando. Otra cosa que no te decían los concertadores de bodas: lo que cuesta dorar en aceite la carne de vaca o rebozar con harina el pollo sin piel. Yo siempre había cocinado la carne de vaca en su propio jugo. Y el pollo siempre lo había hervido, dejando intacta la piel. Los días que siguieron me alegré de que mi marido se fuera a trabajar a las seis de la mañana y no regresara hasta las ocho de la tarde, para tener tiempo de tirar a la basura los trozos de pollo a medio cocinar y volver a empezar.
La primera vez que vi a Nia, que vivía en el 2D, pensé que era la clase de mujer que desaprobaría mi tía Ada. La llamaría ashawo, ramera, por la camiseta transparente que llevaba dejando ver el sujetador de otro color. O basaría su juicio en el pintalabios, de un naranja brillante, y en la sombra de ojos, de un tono parecido al pintalabios, que se adhería a sus pesados párpados.
—Hola —me dijo cuando bajé a buscar la correspondencia—. Tú debes de ser la mujer de Dave. Quería pasar para saludar. Me llamo Nia.
—Gracias. Yo soy Chinaza… Agatha.
Nia me escudriñaba.
—¿Qué es lo primero que has dicho?
—Mi nombre nigeriano.
—Es un nombre igbo, ¿verdad?
Lo pronunció como «i-boo».
—Sí.
—¿Qué significa?
—Dios atiende nuestras oraciones.
—Es muy bonito. ¿Sabes? Nia es swahili. Me lo cambié cuando cumplí dieciocho años. Pasé tres años en Tanzania. Alucinante.
—Oh —dije sacudiendo la cabeza; ella, una estadounidense negra, había escogido un nombre africano, mientras que mi marido me lo hacía cambiar por uno inglés.
—Debes de estar muerta de aburrimiento en ese apartamento; sé que Dave vuelve muy tarde. Ven a tomarte una Coca-Cola conmigo.
Titubeé, pero Nia ya se dirigía a las escaleras. La seguí. Su sala de estar tenía una elegancia sobria; un sofá rojo, una planta esbelta en una maceta, una enorme máscara de madera colgada de la pared. Me dio una Coca-Cola light en un vaso alto con hielo, me preguntó si me estaba adaptando a la vida norteamericana y se ofreció a enseñarme Brooklyn.
—Pero tendrá que ser un lunes. No trabajo los lunes.
—¿A qué te dedicas?
—Tengo mi propia peluquería.
—Qué pelo más bonito —dije, y ella se lo tocó y respondió, como si no le pareciera gran cosa:
—Bueno.
Lo que me parecía bonito no era sólo su pelo, enrollado en lo alto de su cabeza en un moño afro natural, sino su piel del color de los cacahuetes tostados, sus misteriosos ojos de párpados pesados, sus caderas curvadas. Puso la música un poco alta, de modo que teníamos que alzar la voz para hablar.
—¿Sabes? Mi hermana es gerente del Macy’s, y en el departamento de mujeres están contratando dependientas, así que si te interesa puedo darle tu nombre y seguro que te cogen. Me debe un favor.
Me dio un vuelco el corazón ante la repentina y novedosa perspectiva de ganar dinero que fuera mío. Sólo mío.
—Todavía no tengo permiso de trabajo.
—Pero Dave lo ha pedido, ¿no?
—Sí.
—No tardará mucho. Lo tendrás antes del invierno. Una amiga mía de Haití acaba de recibirlo. Avísame en cuanto lo tengas.
—Gracias. —Quería abrazarla—. Muchas gracias.
Esa noche hablé a mi nuevo marido de Nia. Tenía los ojos hundidos de cansancio después de tantas horas de trabajo.
—¿Nia? —repitió como si no supiera a quién me refería, antes de añadir—: No está mal, pero ten cuidado. Puede ser una mala influencia.
Nia empezó a pasar por casa después del trabajo. Se bebía una lata de refresco que traía consigo y me observaba cocinar. Yo apagaba el aire acondicionado y abría la ventana dejando entrar el aire caliente para que pudiera fumar. Me hablaba de las mujeres que iban a su peluquería y de los hombres con los que salía. Salpicaba su conversación cotidiana con palabras como «clítoris» o «follar». Me gustaba escucharla. Me gustaba cómo sonreía dejando ver un diente pulcramente partido formando un triángulo perfecto en la punta. Siempre se marchaba antes de que llegara mi nuevo marido.
El invierno se acercaba furtivamente. Una mañana salí del edificio y solté un grito de sorpresa. Era como si Dios cortara trozos de papel de seda blanco y los dejara caer. Me quedé mirando por primera vez la nieve, los copos que se arremolinaban, antes de retroceder para entrar de nuevo en el edificio. Volví a fregar el suelo de la cocina, corté más cupones del catálogo de Key Food que nos mandaban por correo y me senté junto a la ventana, contemplando los frenéticos trozos de papel de Dios. Había llegado el invierno y seguía sin trabajar. Cuando mi marido volvió a casa esa noche, puse ante él el pollo con patatas fritas, y dije:
—Pensaba que a estas alturas ya tendría mi permiso de trabajo.
Él se comió unas patatas más antes de responder. Siempre hablábamos en inglés; él no sabía que yo hablaba igbo mientras cocinaba, o que había enseñado a Nia a decir «Tengo hambre» y «Hasta mañana» en igbo.
—La norteamericana con la que me casé para conseguir mi tarjeta de residencia está causando problemas —explicó él, y cortó despacio un trozo de pollo. Tenía bolsas debajo de los ojos—. El divorcio era casi definitivo antes de casarme contigo en Nigeria, sólo faltaba un detalle sin importancia. Pero ella se ha enterado de la boda y está amenazando con denunciarme en Inmigración. Quiere más dinero.
—¿Has estado casado? —Entrelacé los dedos porque empezaron a temblarme.
—¿Me lo pasas, por favor? —dijo él, señalando la limonada que yo había preparado poco antes.
—¿El zumo?
—El jugo. Aquí lo llaman jugo, no zumo.
Le acerqué el zumo (jugo). Las sienes me palpitaban aún más fuerte, llenándome los oídos de un líquido feroz.
—¿Has estado casado antes?
—Sólo fue un papel. Muchos lo hacen. Es un negocio. Pagas a una mujer y hacéis el papeleo, pero a veces se tuercen las cosas y ella no quiere divorciarse o decide chantajearte.
Cogí el montón de cupones y empecé a romperlos de dos en dos.
—Ofodile, deberías habérmelo dicho.
Él se encogió de hombros.
—Pensaba hacerlo.
—Merecía saberlo antes de que nos casáramos.
Me dejé caer en la silla, muy despacio, como si fuera a romperse si no lo hacía así.
—No habría cambiado nada. Tus tíos ya lo habían decidido por ti. ¿Cómo ibas a decir que no a las personas que te han cuidado desde que murieron tus padres?
Lo miré fijamente en silencio, rompiendo los cupones en trozos cada vez más pequeños; fotos rotas de detergentes, bandejas de carne y papel de cocina caían al suelo.
—Además, con lo complicadas que están las cosas en nuestro país, ¿qué habrías hecho? Las calles están llenas de licenciados sin trabajo, ¿no? —Hablaba con voz inexpresiva.
—¿Por qué te has casado conmigo?
—Quería una mujer nigeriana y mi madre me dijo que eras una buena chica de carácter tranquilo. Dijo que hasta podías ser virgen. —Sonrió. Pareció aún más cansado—. Probablemente debería decirle que estaba equivocada.
Tiré más cupones al suelo, junté las manos, me clavé las uñas en la piel.
—Me puse contento cuando vi tu foto —dijo él, relamiéndose—. Tienes la piel clara. Tenía que pensar en mis hijos. A los negros con la piel clara les va mucho mejor en Estados Unidos.
Lo observé comer el resto del pollo rebozado y me fijé que no había terminado de masticar cuando bebió un sorbo de agua.
Esa noche, mientras se duchaba, me vestí con la ropa que él no me había comprado, dos boubous bordados y un caftán, todo de mi tía Ada, que guardaba en la maleta de plástico que había traído de Nigeria, y fui al apartamento de Nia.
Me preparó un té con leche y azúcar, y se sentó conmigo a su mesa redonda con tres taburetes altos alrededor.
—Si quieres llamar a tu familia, puedes hacerlo desde aquí. Quédate todo el tiempo que quieras; haré un plan de financiación con Bell Atlantic.
—No tengo a nadie con quien hablar en mi país —dije, mirando la cara en forma de pera de la escultura que había en el estante de madera. Los ojos huecos me devolvieron la mirada.
—¿Qué hay de tu tía?
Sacudí la cabeza. «¿Has dejado a tu marido? —gritaría con voz aguda—. ¿Estás loca? ¿Quién tira un huevo de gallina de Guinea? ¿Sabes cuántas mujeres darían los ojos por un médico norteamericano? ¿Por un marido cualquiera?». Y tío Ike me echaría en cara mi ingratitud, mi estupidez, cerrando los puños y la cara antes de colgar bruscamente el teléfono.
—Él debería haberte hablado de ello, pero no fue un matrimonio de verdad, Chinaza, —dijo Nia. Leí en un libro que el enamoramiento no es una caída sino una escalada hacia el amor. Tal vez si te tomaras tiempo…
—No es eso.
—Lo sé. —Nia suspiró. Sólo trato de ser positiva—. ¿Había alguien en tu país?
—Lo hubo una vez, pero era demasiado joven y no tenía dinero.
—Suena chungo.
Revolví el té aunque no hiciera falta.
—Me gustaría saber por qué mi marido tuvo que buscarse una esposa en Nigeria.
—Nunca lo llamas por su nombre. ¿Es algo cultural?
—No.
Miré el individual de la mesa, hecho de tela impermeable. Quería decir que era porque no sabía su nombre, no le conocía.
—¿Has conocido a la mujer con la que se casó? ¿O a alguna de sus novias? —pregunté.
Nia desvió la cabeza. La clase de giro de cabeza que dice o pretende decir mucho. El silencio se prolongó entre ambas.
—¿Nia? —pregunté por fin.
—Follé con él hace casi dos años, cuando se mudó aquí. Follé con él durante una semana y se acabó. Nunca salimos. Nunca lo he visto salir con nadie.
—Oh —dije, y bebí mi té con leche y azúcar.
—Tenía que ser sincera contigo y aclararlo todo.
—Sí.
Me levanté para mirar por la ventana. Fuera el mundo parecía momificarse bajo una capa de blancura mortecina. En las aceras la nieve se amontonaba alcanzando la estatura de un niño de seis años.
—Podrías esperar a tener los papeles en regla para dejarlo —dijo Nia—. Podrías pedir ayudas del Estado mientras resuelves tu situación, buscas un trabajo y un lugar donde vivir, y empiezas una nueva vida. Son los putos Estados Unidos de América, por Dios.
Se acercó a mí y miró también por la ventana. Tenía razón, no podía irme todavía. La noche siguiente volví a cruzar el pasillo. Llamé al timbre y él abrió la puerta, se hizo a un lado y me dejó pasar.