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Las consecuencias

I

Quique se equivocaba. La noticia de la violación adolescente se había extendido como la pólvora. Al día siguiente, en la portada de otro diario nacional on line, venía la misma noticia y también señalaban a la serie como parte responsable. «Cuatro menores son interrogados por la policía acusados de una violación múltiple». En el relato de los hechos se hacían paralelismos con un capítulo de la serie. Al parecer, los chavales se habían inspirado en ella para cometer el delito. O la víctima se había dejado enredar por culpa de ello. Al menos, eso decía el padre de la víctima, una adolescente de dieciséis años. La noticia seguía diciendo que a los chavales los habían soltado por falta de pruebas y porque se había establecido que no había base para acusarlos de violación.

La víctima llevaba un tatuaje como el de una de las protagonistas de Tabula rasa. A la misma que habían violado en ese capítulo en concreto de la serie. El padre de la chica veía clara la relación. De no existir esa serie, a su hija no se le habría ocurrido llegar tan lejos. El artículo acababa con una pregunta. ¿Había sido una violación? ¿Y quién era el culpable de que unos adolescentes hicieran algo así? Señalaba claramente a la serie como inductora.

Quique no se lo podía creer. Hasta cierto punto podía ponerse en el lugar del padre. Sin saber a quién culpar, culpaba a la sociedad, y en concreto a la serie. El detalle del tatuaje es verdad que no ayudaba. Pero que el periodista se adhiriera a pie juntillas a semejante tesis le parecía desproporcionado. Y además, si la policía había decidido que nadie había violado a nadie, ¿por qué eso era noticia?

Quique entró en el plató. Antes de cruzar la puerta del set, que siempre estaba cerrada y con un pilotito rojo que indicaba si se podía entrar o no, se encontró con Alba, que estaba saliendo de maquillaje. Llevaba unos rulos en la cabeza y un albornoz vaporoso. Le saludó con un beso en los labios.

—¿Qué ha pasado con Óscar, maricón? Me tienes que contar. ¿Es verdad que te lo has cargado?

—Aún no está decidido. Es provisional. Y nadie debería saberlo.

—Como para guardar aquí un secreto. Y más si Óscar está involucrado. Lo larga todo.

—A mí me lo vas a contar, que le faltó tiempo para contar que le había regalado dos gramos —dijo Quique.

—No jodas... Pues como cuente lo del polvo, lo rajo. —Alba bajó la voz—. ¿Sabes que ayer se me presentó en casa? Y yo con el boxeador.

—¿Y?

—Nada, menos mal que el boxeador tiene pocas luces y se creyó que venía a ensayar una secuencia. —Alba se acercó al oído de Quique—. Así que yo estoy encantada de que lo mates. Menuda cagada haberme liado con él, si es que me pierde el coño. Siempre ha sido mi problema. Tú mátalo bien muerto. Que sufra, bueno, que no sufra mucho, porque dudo que lo sepa interpretar.

Quique sonrió.

—Pero aún no cuentes nada, que ya te digo que es provisional —le advirtió Quique.

—Pero si ya lo sabe todo el mundo. Oye, ¿y te has enterado de lo que dicen los periódicos?

—He leído un artículo, sí.

—¿Sólo uno? Pues han salido más. Ya está en todos los periódicos de internet, en varios blogs y en tres páginas de televisión. Y el hijoputa del Durán ha sacado ya una crítica. Nos pone a caldo.

—Sí que estás informada, sí.

—Para no estarlo, por aquí no se habla de otra cosa. Están todos con los iPads y los iPhones a la que salta. Si necesitáis un portavoz o algo, yo me ofrezco a darles bien por culo a todos esos catetos. Con lo que me gusta a mí una cámara para gritar cuatro verdades. Y por ti lo que sea.

—Gracias, Alba, pero seguro que no hace falta.

—Vamos para atrás, te lo digo yo, en este país vamos para atrás. Cada día más carcas, mas miedicas y más paletos.

Quique subió al primer piso, que era donde estaban las oficinas de dirección y de producción. Entró en el despacho de producción ejecutiva. Allí estaba Sandra, reunida con dos de los directores y el analista de guiones. Nada más entrar le pasaron un folio con la crítica impresa de Durán.

—Lee. No deja títere con cabeza.

Quique la leyó por encima. El relativismo moral de la serie, el hedonismo del que hacía gala, la falta de valores, la exhibición impúdica de personajes drogándose y manteniendo todo tipo de relaciones y variantes sexuales sin ningún tipo de consecuencias estaban calando hondo en la juventud. ¿Esos son los modelos que queremos para nuestros hijos? Si a los adolescentes se les dice desde la televisión que todo eso es cool, ¿cómo nos extrañamos ahora de que lo intenten llevar a cabo?

—¿Y esto por qué nos debería preocupar? —preguntó Quique—. Este señor lleva diciendo lo mismo desde que vio el primer capítulo. Y por lo que parece, no se ha perdido ni uno, porque esta ya es la cuarta o quinta crítica que saca. Todas son variantes de lo mismo.

—El problema no es él. Un editorial de La Razón sostiene la misma tesis. Y está bien argumentada. Y muchos ya están pidiendo que la serie se retire, como en Italia. Y El País también ha sacado un artículo. Bastante negativo.

—¿Ya hay un editorial? —se extrañó Quique.

—Toma. —Sandra se lo pasó— Las asociaciones de padres se quieren reunir con el defensor del menor. Nos acaban de mandar un comunicado. Exigen la retirada inmediata de la serie.

—A ver, a ver... —intentó recapitular Quique—. ¿Me estáis diciendo que unos chavales se tiran a una chica y nosotros somos los culpables? ¿De qué? ¿De que se lo pasaran bien, de que se lo pasaran mal, de que el padre de la chica no lo pueda digerir o de qué?

—La chica era fan de la serie, se había hecho el mismo tatuaje que lleva Rebeca. Esa misma tarde.

—¿Y?

—La cadena quiere una reunión al mediodía. Esto es lo que menos necesitamos ahora mismo.

—Me estoy perdiendo —dijo Quique—. ¿No estamos sacando un poco las cosas de quicio?

—Quique, la noticia ha calado. Desde ayer por la tarde, todos los periódicos en su edición on line se han hecho eco. Por no hablar de las páginas de televisión. Una hasta ha colgado un vídeo con las secuencias de la violación del capítulo treinta y cuatro. Y no me extrañaría nada que las cadenas de la competencia ya lo estuvieran contando en sus magacines mañaneros. La noticia es jugosa y el detallito del tatuaje, que encima la hayan violado al lado de una piscina, que se debata si ha sido violación o no, que los dejen libres... Casi todo eso pasó en ese capítulo, capítulo que yo nunca quise aprobar pero que tú te empeñaste, ¿te acuerdas?

—Sandra, tú nunca quieres aprobar ningún capítulo. Así que no te pongas ahora medallitas.

Sandra negó con la cabeza —«eso es mentira»— y se encendió un cigarro. Estaba prohibido fumar en los lugares de trabajo, pero llevaba saltándose esa prohibición a la torera desde el capítulo uno. «Es mi despacho y hago lo que me sale de los cojones en él. Así que si queréis fumar adelante». Quique estaba harto de salir oliendo a humo, como si de una discoteca se tratara, pero por mucho que protestara, los demás no le hacían caso y encima quedaba como un reaccionario. En esta ocasión los directores también imitaron a Sandra y se encendieron un cigarro. Quique ni siquiera protestó.

—Creo que esto es justo lo que necesita la cadena para mandarnos a tomar por culo —dijo Sandra poniéndose en lo peor. Era experta en hacerlo.

—Sandra, las polémicas siempre nos han venido bien. La cadena lo sabe. Yo nunca las busqué, pero se ve que vienen conmigo.

—Quique, tal como está el panorama, nada de esto nos viene bien. Tenemos que atajarlo como sea. Por favor, tengo que contar contigo.

—Vale —intercedió Quique—. ¿Qué quieres hacer?

—Decidir cuál es nuestra posición ante de la cadena y esperar a ver si ellos nos apoyan, y si no, intentarles convencer de que lo hagan.

Quique se pasó una mano por la frente. Intentaba pensar.

—¿Nuestra posición? Pues la de siempre, ¿no? Hacemos ficción, si luego unos tarados quieren utilizarnos como excusa para cometer un crimen, no es problema nuestro.

—No es tan sencillo, Quique. Y lo sabes —dijo Sandra.

—Pues no, no lo sé. Ilústrame.

—Influimos en los jóvenes. Eso es innegable. Y es verdad que la serie a veces es de una... —Sandra eligió la palabra con cuidado— libertad que puede confundir, desconcertar.

—Sí, es lo que tiene la libertad.

Sandra estaba superada por todo el asunto y no sabía muy bien por dónde atajarlo.

—¿Cuál es el capítulo que se emite la semana próxima? —preguntó—. Refrescadme la memoria, ¿pasa algo excesivamente duro o polémico?

—No, es un capítulo bastante Walt Disney, comedia amable y romántica —dijo Quique—. No hay nada que pueda escandalizar a nadie.

—Vale, eso es bueno. Podemos hacer hincapié en eso en la cadena. Que los capítulos que se van a emitir a partir de ahora son bastante lights.

—Bueno, no todos —puntualizó Jordi, el analista de la productora.

—Pero eso tampoco tenemos que decirlo. Quique, los de la cadena quieren que vengas tú a la reunión. Va a estar el director general. Y han hecho mucho hincapié.

A Quique le sorprendió esa insistencia de la cadena, sobre todo después de la última reunión, cuando él había perdido tanto los papeles. «Pero al fin y al cabo, soy el creador —pensó—. Soy el alma de todo esto». Y sin apenas darse cuenta sonrió.

—Borra esa sonrisa tonta de tu cara. Si te quieren, es porque esperan que la montes y así darles un argumento más para mandar a la calle a ciento y pico personas.

—Ah... —dijo Quique.

—Así que modérate, por favor. Sé persuasivo, firme, educado y elegante. A veces sabes. O antes sabías. Cuando te contraté, bien que me engañaste.

—Yo siempre he sido el mismo —protestó Quique.

—Eso no te lo crees ni tú. Pero no entremos ahí. Nos lo jugamos todo. Así que por lo más sagrado, no la cagues

—Vale, vale —dijo Quique intentando tranquilizarla.

—No, vale, vale, no. Si toca bajarse los pantalones delante de la cadena, nos los bajamos. ¿De acuerdo?

Quique asintió mientras todos le clavaban la mirada. ¿Sería capaz esta vez de no cagarla?

II

Rómulo y Nano cogieron el autobús para ir a la escuela como todos los días. Eran apenas tres paradas. Pero no pensaban bajar en la entrada del colegio, seguirían en el autobús un rato más y luego cogerían el 47, que les dejaría en la urbanización del chalé de Mauro. En sus mochilas no sólo llevaban sus libros y cuadernos, habían cargado algo más. Algo que Nano había robado a su hermano mayor mientras este estaba en la ducha. El autobús paró en la entrada del colegio, y Nano y Rómulo se agazaparon en sus asientos para que los otros estudiantes que se bajaban allí no les vieran. Nano sentía su corazón palpitando a toda máquina, no las tenía todas consigo, si se había dejado liar era porque Rómulo era su mejor amigo y parecía muy importante para él. Pero sabía que se estaban metiendo en un lío. Era su primer acto vandálico y en horario escolar. Iba a ser muy fácil rastrear su pista.

—Que no, que ya ha salido en los periódicos, que ha podido ser cualquiera —le había insistido Rómulo—. Y en menos de dos horas estaremos de vuelta en clase. Ahí decimos que me puse malo y que tú me acompañaste al médico.

—¿A qué médico? ¿Al del colegio? Lo preguntarán.

—No, a otro, me puse malo en el autobús, antes de llegar. Y nos bajamos en la parada anterior, donde el centro de salud.

Rómulo había pensado en todo. O casi. Porque cuando llegaron a la casa de Mauro, después de seguir el mapa de Google que Rómulo había vuelto a imprimir, descubrieron que había al menos un par de obreros en la casa.

—¡Mierda! ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Nano—. Esto es una señal para que abortemos la misión.

—De aquí no nos vamos. Esperamos a que se metan dentro de la casa y lo hacemos rápido.

—No sé yo... no sé yo...

Rómulo puso una mano sobre el hombro de su amigo.

—Hazlo por mí, tío. Esto es muy importante. Venga, sácalo.

Nano abrió su mochila y rebuscó entre los libros hasta que dio con el bote de espray de pintura violeta. Lo agitó.

—Dámelo —le pidió Rómulo.

—El bote es mío y lo utilizo yo. Tú vigila.

Aunque Rómulo intentó convencerle de que le dejara a él hacer la pintada, no hubo manera, así que no le quedó más remedio que aceptarlo.

No tuvieron que esperar más de diez minutos, aunque se les hicieron eternos, para poder colarse en el jardín. Los obreros habían entrado dentro. Rómulo y Nano se acercaron hasta la fachada lateral.

—Vete a vigilar, y silba si viene alguien —le ordenó Nano.

—Vale, pero tú escríbelo bien grande, que se lea desde lejos. Y mira bien las proporciones, que te quepa.

—Que sí. Que no soy imbécil.

Rómulo dejó a su amigo agitando el bote y se agazapó a la entrada de la casa, en el hueco de las escaleras, vigilando el interior. No pasaron ni tres minutos cuando vio que un obrero se dirigía a la puerta. Rómulo corrió a por su amigo, este estaba acabando la pintada, que ocupaba toda la pared: MAURO BIO... Rómulo, al ver que estaba escribiendo la palabra con be, no pudo reprimir un grito

—Con uve, animal, se escribe con uve. Trae.

Le quitó el bote y tachó a todo meter la be, y escribió una uve bien grande al lado. Acabó de escribir la palabra.

El obrero se acercaba. Rómulo sacó rápidamente su móvil y disparó una foto a la fachada.

—Eh, vosotros, ¿qué hacéis ahí?

Los chavales echaron a correr. El obrero los persiguió y consiguió agarrar a Nano por la capucha. El chico gritó. Rómulo, al ver que le había atrapado, ni se lo pensó, volvió atrás y le metió una patada en la rodilla al obrero. Este aulló de dolor y soltó al niño. De esa manera, pudieron huir.

Corrieron calle abajo y no pararon hasta sentir que ya se habían alejado lo suficiente y que nadie les seguía. Apenas podían respirar, estaban agotados y el corazón se les salía por la boca.

—¿Has hecho la foto? —le preguntó Nano.

Rómulo se la enseñó en la pantalla del móvil: MAURO BVIOLADOR.

—Ahora ya sólo queda colgarla en el muro de Facebook de mi hermana, con el artículo del periódico, y etiquetarla a todos sus contactos.

—Pero va a saber que la has colgado tú.

—Qué va, ayer por la noche me hice una cuenta falsa.

Y en menos de dos minutos, Rómulo colgó la foto y el artículo y la compartió con todos los contactos de Asia. Pudo hacerlo porque sabía su contraseña.

III

Mauro había entrado en el colegio en estado de alerta, temía que la noticia del periódico se hubiera propagado y ya muchos hubieran llegado a la conclusión de que todo lo que contaban había ocurrido en su fiesta y en su casa. Pero las cosas parecían calmadas en el colegio. Era lo bueno de que casi ninguno de sus compañeros leyera frecuentemente el periódico. Podían pasarse el día enganchados a internet, pero las webs de los diarios on line no las pisaban ni por casualidad. Con un poco de suerte la noticia se diluiría a lo largo del día, y con un poco de suerte, podría seguir con su vida como si nada.

William se acercó a Mauro. Le enseñó algo en el iPhone. Mauro flipó.

—¿Y esto? ¿De dónde coño lo has sacado?

—Asia, estaba en su muro. Y me ha etiquetado. Bueno, a mí y a toda la clase por lo menos.

Mauro lo comprobó en su móvil. A él también se lo habían mandado. ¿Qué coño hacía Asia mandando eso?

—Oye, ¿y la foto es un fake o han hecho esa pintada en tu casa? —preguntó William.

—Y yo qué sé. Esta tía está mal de la cabeza.

Mauro estaba a punto de entrar en clase cuando vio a Andrés. ¿Se lo parecía a él o el paralítico ese de mierda le estaba mirando con cara de satisfacción?

—¿Y tú qué coño miras?

—Nada.

Mauro se metió en clase.

Aun no habían entrado todos, pero vio a Sergi y se acercó a él. Le enseñó el móvil.

—Tenemos un problema bien gordo.

Mientras Sergi veía la pantalla y asimilaba su contenido, Asia entró en clase, aún ajena a todo el revuelo formado. Mauro, enfurecido, fue a por ella.

—¡Tú! —gritó Mauro señalándola—. ¿Me puedes explicar de qué vas?

Asia no entendía a qué venía esa actitud tan agresiva, pero tan pronto Mauro le pasó el iPhone se dio cuenta de la gravedad. Su cara palideció.

—¿Se puede saber por qué le has mandado esto a toda la clase? Se iba a quedar entre nosotros, joder.

—¿Pero cómo voy a mandar yo eso?

—¿No has sido tú? Pero si está en tu muro y ahí nos has etiquetado a todos. Si no has sido tú, ¿quién ha sido? ¿Quién tiene acceso a tu Facebook?

—Y yo que sé. Nadie. Pero te juro que yo no he sido, Mauro.

—Pues ya me dirás de dónde ha salido. Ahora no me va a quedar más remedio que defenderme.

—¿Defenderte? —preguntó Asia, alarmada.

—Sí, y contarle a todos la clase de tía que eres. Una guarra.

Esa acusación fue como un bofetón que la despertó del sueño, de la fantasía de un futuro compartido con el chico. Asia, de pronto, no se podía creer que se fuera a esfumar de esa manera lo conseguido esos días.

—¿Qué?

—Ya lo has oído. Si yo soy un violador, tú eres una guarra.

—Yo no he hecho esto, Mauro. Te lo juro. Créeme.

—Paso de las putas como tú.

La profesora de física entró en ese momento y escuchó parte de la discusión. Asia le gritaba a Mauro asqueada.

—¡Eres un cerdo...!

—Y tú una puta que no sabe dónde se me... mete.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —preguntó la profesora.

Mauro se dio la vuelta con la mayor tranquilidad de la que fue capaz y señalando a Asia con un dedo habló con voz clara y alta para que todos, y no sólo la profesora, se enteraran.

—El fin de semana nos pidió que la folláramos y ahora está diciendo que soy un violador. ¿A que sí, Sergi?

Sergi dudó un momento. Hasta ahora había secundado a Mauro, pero hacerlo delante de Asia era algo que no se había imaginado. Su amigo lo miró esperando una respuesta. Pero Sergi se calló. En eso no podía secundarlo.

—No dice nada, porque es un tío elegante, pero todos sabemos lo que pasó esa noche —gritó Mauro—. Hasta la policía sabe que la guarra fuiste tú y por eso nos dejó libres.

Asia no quería llorar. Pero tuvo que bajar la vista para que nadie viera cómo las lágrimas le inundaban los ojos. La profesora miró a Mauro y a Sergi desconcertada, estaba acostumbrada a todo tipo de comentarios por parte de los alumnos, pero aquello le pilló desprevenida.

—Retira ahora mismo lo que has dicho. En mi clase no voy a tolerar ese tipo de insultos.

Pero Mauro se negó a hacerlo. Y Sergi se limitó a bajar la vista. Asia miró a Mauro, estupefacta, dolida hasta lo más profundo, y el chico, sin inmutarse, la retó con la mirada. Ni un atisbo de disculpa o de arrepentimiento. Asia estaba tan desbordada que lo único que se le ocurrió fue levantarse y dirigirse a la salida.

—No —dijo la profesora—, tú no te vas. Quien se va es él, que te ha insultado. —Miró al chico—. Fuera de clase.

—Esto es la hostia, increíble —refunfuñó Mauro mientras recogía sus cosas. Antes de irse miró a Asia—. Esto no se va a quedar así. De eso nada.

Cuando Mauro salió, Asia rompió a llorar. No pudo soportar la tensión. La profesora de física se acercó a ella.

—¿Estás bien?

—No sé qué ha pasado, no sé qué ha pasado... Yo no he colgado esto, yo no he sido. De verdad... no sé qué ha pasado...

—Tranquila... ¿Quieres salir con alguna amiga y te tomas una tila o...?

—No, no... estoy bien... Estoy bien...

Pero era evidente que no lo estaba.

IV

Petra estaba escribiendo un mensaje al aviador. Le proponía quedar esa tarde, pero justo antes de darle a enviar su móvil sonó.

—¿Hablo con Petra, la madre de Asia?

—Sí, soy yo, ¿quién es? ¿Qué ocurre? —preguntó alarmada.

—Soy Julián, el director del colegio. Su hija acaba de tener una pequeña crisis nerviosa. No deja de llorar, la íbamos a mandar a casa, pero tal vez sea mejor que usted o su marido vengan a por ella.

—¿Qué ha pasado?

—Está muy afectada por una noticia en los periódicos... y una foto... —continuó diciendo el director—. Nosotros no teníamos ni idea, claro. Y ahora eso nos ha puesto al colegio en una situación complicada. Pero, bueno, lo importante sobre todo es su hija.

—¿En los periódicos? ¿Pero cómo la han relacionado? Si no dan su nombre ni...

—¿Usted estaba al tanto de esa noticia?

—Más o menos.

—Entonces la fuente que cita el periodista, ¿es usted?

—¿Perdone? Yo no he hablado con ningún periodista. Y en el artículo no dice nada de que...

—No sé a qué artículo en concreto se refiere usted, pero hay uno en el que claramente se cita al padre de la víctima...

—¿Qué?

Petra se metió en internet. No podía ser cierto. Si había leído el artículo por la noche y no se decía nada de los padres... Y entonces lo leyó. En el mismo periódico, esa mañana seguían dando cobertura a la noticia. Era un segundo artículo más amplio. Y sí, se citaba a un padre. Y a un padre, no a una madre. Sólo podía ser Pablo. Petra cogió su móvil enfurecida y llamó a su exmarido. Pero saltó el contestador.

—Hola, soy Pablo. Deja tu mensaje después de oír la señal.

—Pablo, no entiendo nada. ¿Estás mal de la cabeza? Tienes a tu hija al borde de una crisis. Y todo por esa bocaza tuya. ¿En qué coño estabas pensando? Voy a buscarla al colegio. Cuando escuches esto, llámame. Y ya te puedes inventar algo bueno... porque... me están entrando unas ganas de estrangularte... ¿Tú eres imbécil o qué te pasa?

Petra colgó. Ya se había sulfurado bastante. Y ya habría tiempo de gritarle a la cara.

Imbécil. Imbécil. Imbécil.

V

—¿Cómo eres tan cabrón? Me prometiste que no ibas a citarme.

Pablo había quedado con el periodista en el bar al que solían ir después de las clases de conducir. Así se habían conocido, el periodista había sido su alumno hacía dos años. Y habían forjado una buena a amistad, o eso creía Pablo. Y por eso ahora se sentía traicionado.

—No he puesto tu nombre... Lo siento, de verdad. La noticia ha levantado mucho revuelo y en el periódico me han pedido más y... Lo siento —se excusó el periodista.

—Eso no se hace.

—No pongo tu nombre —repitió su amigo.

—Pero sugieres que tu fuente es el padre de la víctima. ¿Cuántos crees que pueden ser?

—Pero si no se sabe el nombre de la chica, tu identidad también está a salvo.

—Claro, y por eso tengo a mi mujer histérica dejándome mensajes, joder... Y después os quejáis de tener mala prensa, si sois unos carroñeros.

—Oye, fuiste tú quien vino a mí. Y creo que he respetado bastante la información. ¿Algo de lo que cuento es mentira? Y los artículos o los vendía así, en un contexto y como de interés social, o no había noticia. Y más cuando se ha desestimado la denuncia.

—Eres un cerdo.

Pablo salió hecho una furia del bar. Miró el móvil. Tenía otra llamada más de Petra y dos mensajes de voz que no se atrevía a escuchar. No sabía cómo iba a poder justificar su actitud delante de su exmujer. Y prefería no pensar en Asia, como esta noticia llegara al colegio se iba a armar, porque estaría poniendo a su hija en el punto de mira. Como si ya no se sintiera lo bastante presionada. ¿En qué momento se le había ocurrido hablar con el periodista? ¿En qué momento?

Su móvil sonó. Era Petra de nuevo. Tenía dos opciones, seguir ignorándola hasta que se le ocurriera algo coherente que contar o hacerle frente de una vez por todas. Se armó de valor y cogió el móvil.

—¿Sí?

—Pablo, dime en qué estabas pensando... dímelo porque yo no sé ni que pensar... Voy a recoger a tu hija. Le ha dado una crisis nerviosa. Por tus ideas de bombero. Y yo estoy al borde del colapso también.

—Voy a por ti y vamos juntos.

—No sé si quiero verte.

—Voy a por ti.

—Ya estoy llegando al colegio, Pablo.

—Pues espérame ahí.

Petra le recibió a la entrada del colegio. Apenas hablaron hasta llegar al despacho del director. Petra no quería hablarle, sólo quería gritar y abofetearle. Y por eso prefería mantener la boca cerrada, para no estallar.

VI

—Cariño, ¿cómo estás? ¿Qué ha pasado?

Pablo acababa de entrar en el despacho del director, seguido de Petra. Allí estaba Asia, hecha un ovillo, sollozando, mientras su madre la intentaba consolar. Julián, el director, y la profesora de física estaban allí, aguantando el tipo.

—Alguien le leyó la noticia de un intento de violación. Porque ya ves, tu hija se ha convertido en noticia —repitió Petra—. ¡Y te citan a ti, Pablo! ¡Esto es lo que has conseguido! ¡Esto!

—Mamá...

—Si quieres lo discutimos en casa, no creo que sea el momento —intentó tranquilizarla Pablo

—¿En casa? ¿En qué casa? ¿En mi casa, quieres decir?

—Petra, lo importante ahora mismo es Asia... Y cómo vamos a resolver lo que le queda en el colegio al lado de esos... desgraciados.

—Sí, creo que deberíamos hablar de eso —intervino el director—. Todo esto nos ha pillado de sorpresa. También hay una foto. Con una pintada. Proviene del perfil de Facebook de su hija. Ya la debe de tener la mitad del colegio.

—¿Qué? —preguntó la madre.

El director se la enseñó en su ordenador.

—Yo no he tenido nada que ver con eso —dijo Asia, anticipándose a cualquier reacción.

—Tranquila, cariño. ¿Pero quién ha puesto eso ahí?

—¡Y yo qué sé! Pero me han jodido bien.

—Esto se ha salido un poco de madre, la verdad —dijo el director.

—¿Van a expulsar a esos alumnos? —preguntó Pablo—. ¿O qué van a hacer?

—¿Expulsarlos?

—Sí, supongo que es lo que se hace con los violadores —sentenció Pablo.

—¿Podemos hablar esto a solas? —preguntó el jefe de estudios—. Sin ella delante.

Pablo miró a Asia y luego a Petra. Esta asintió.

—Cariño, ¿te importa si nos esperas fuera? Cinco minutos nada más, ¿vale?

Asia se levantó y salió del despacho.

—No los van a expulsar. Es eso lo que nos van a decir, ¿verdad? —preguntó Pablo.

—Es una situación delicada. Lo que ha ocurrido ha sido fuera del colegio y además el fiscal de menores... Según la noticia...

—Sí, sabemos lo que ha dicho —dijo Pablo.

—Bien, pues si la justicia decide que no hay caso, nosotros no podemos...

—A nuestra hija la han violado, la han amenazado para que no hablara y la acaban de insultar en clase delante de todos —le interrumpió Petra—. Creo que es más que suficiente para que los echen, ¿o no?

—¿Quién la insultó? —se alteró Pablo.

—Eh... vamos a ver... —intervino la profesora—. Es verdad que la situación se le fue de las manos, que el chico estaba nervioso y... Pero, al fin y al cabo, acababa de descubrir una foto con una pintada acusándole de violador.

—¡Porque lo es! —gritó Pablo fuera de sí.

—Vamos a intentar calmarnos —terció el director—. Y acotar los hechos. Dentro de estas paredes, que es lo que nos atañe, sólo ha habido insultos y no podemos expulsar a todos los chicos que insultan a otros, nos quedaríamos sin alumnos en menos de una semana —ironizó el director.

—Ese no es mi problema. A mi hija no la insulta nadie. Y si lo hacen, quiero que ustedes le pongan remedio.

—Es lo que intentamos hacer, buscar una solución que pueda ser justa para todos.

—A la única a la que hay que hacer justicia es a mi hija —insistió Pablo—. Como comprenderá, ya ha padecido suficiente, no tiene por qué tener delante a sus agresores.

—No queremos que pierda el curso. Lo lleva muy bien. Y con ellos en clase... —dijo Petra.

—Sí, por eso estábamos pensando en cambiarla a otro grupo.

—¿A ella? A mi hija la violan, ¿y ustedes deciden cambiarla de clase? Perdone, pero a quienes tienen que cambiar es a ellos —dijo Pablo.

—Nosotros no podemos tomar esa decisión por algo que no ha ocurrido aquí dentro. Eso se vería como un castigo.

—No me lo puedo creer. —Pablo se estaba alterando—. No me lo puedo creer. ¿Qué me está diciendo? ¿Que la tendrían que haber violado en la mesa del profesor para que ustedes hicieran algo?

—Intentemos no perder los nervios.

—Yo sólo quiero lo mejor para mi hija. Que acabe el curso, que apruebe, que no se tenga que encontrar con esos hijos de puta en todo el mes.

—Pablo, intente ponerse un momento en mi posición. O en la posición de los padres de los chicos.

—¡A mí qué me importa lo que digan los padres de esos individuos! Yo sólo les pregunto una cosa, ¿el colegio se va a poner de parte de los agresores o de la víctima? ¿A quién han insultado? ¿Quién va a perder el curso si no hacemos algo para remediarlo?

—Ella, y por eso estamos aquí. Le ofrecemos un cambio de clase, el apoyo de los profesores...

—¡No!

—Perdone, pero no le entiendo —dijo la profesora, que había estado casi todo el tiempo en silencio.

—¿Ah, no?

El director miró a la profesora de física con cierto temor. No estaba muy seguro de qué iba a decir.

—Usted dice que lo que busca es que su hija acabe el curso y apruebe. Y el director se lo está ofreciendo —continuó la profesora—. Pero no le sirve.

—No.

—Porque usted quiere algo más. No sólo quiere proteger a su hija, quiere conseguir para los chicos el castigo que no consiguió por otra vía.

Pablo se quedó un momento en silencio. Se sentía impotente.

—¿No se merecen que los castiguen? ¿Qué mensaje están dando a los alumnos? ¿Que la violación está bien? ¿Que no pasa nada? ¿Que todo vale?

—Pablo, es que nosotros no sabemos si ha habido violación. Eso lo han dicho ustedes. Ni siquiera su hija.

Pablo se levantó muy enfadado.

—Petra, vámonos de aquí.

—Espera —dijo Petra—. Arreglemos esto... Al fin y al cabo, ellos lo están intentando.

—¿Le vas a explicar tú a tu hija que la hemos cambiado de clase aunque ella no tenga la culpa de nada? —le preguntó Pablo.

Petra calló.

—Mañana voy a traer a mi hija a clase —dijo Pablo—. Y como esté uno de esos allí, le parto la cara. Así que ya tiene la respuesta para los padres de esos chicos, los cambian de clase por su propia protección.

La profesora y el director se miraron.

—Bien, lo único que les puedo decir es que lo tenemos que pensar —dijo el director—. Les comunicaremos la decisión.

VII

Petra y Pablo no se habían dirigido la palabra mientras salían del colegio. Se dirigían al coche de Petra. No querían discutir delante de su hija. Ahora que Asia se había metido en el coche, Pablo había aprovechado para hablar con su exmujer.

—No ha ido tan mal, ¿no? —preguntó Pablo.

Petra le miró sin dar crédito. ¿Había asistido a la misma reunión que ella?

—Si tú no hubieras abierto la boca con el periodista, a tu hija no la habrían insultado. Y no estaríamos aquí.

—Gracias a eso al menos el director se ha enterado de lo ocurrido y los van a cambiar de clase —se justificó Pablo.

—Eso está por ver.

—Seguro que sí —insistió él.

—¿Cómo se te ocurrió, Pablo, de verdad? ¿En qué estabas pensando? Es que por más vueltas que le doy...

—El periodista me prometió que la identidad de Asia estaría a salvo. Y yo tenía que denunciar lo que había pasado... Y no escribió su nombre. No sé cómo se habrán enterado todos. Y no sé qué pinta esa foto en todo esto. ¿O crees también que yo he hecho la pintada y la he colgado en el Facebook de la niña?

—Yo ya no sé qué creer, Pablo.

—Y si la policía y el fiscal no han hecho nada, necesitaba que esto no se quedara así, que...

—¿Y cómo te fías de un periodista, por favor? ¿Tú sabes lo que le espera ahora a Asia? En el colegio, con los vecinos... con la familia. Pablo, podríamos haber llevado esto con discreción y mira ahora... Nos va a odiar para los restos.

—Estás exagerando.

—Mírala. —Petra señaló a su hija con la cabeza—. ¿Cómo la vamos a convencer de que vuelva aquí y de que se centre en los estudios, de que se olvide de todo? Si ya te has encargado tú de hacérselo imposible.

—Eres muy injusta, Petra.

—Y tú muy imbécil.

Petra abrió la puerta del coche, se sentó en el asiento, cerró la puerta y arrancó el motor.

Pablo no se movió de donde estaba y tocó con los nudillos el cristal de la ventanilla. Petra, con un gesto de cansancio, bajó el cristal.

—¿Qué?

—Os acompaño a casa. Voy con mi coche.

—Es que no quiero que estés cerca de nosotras, Pablo.

—Es mi hija, y lo está pasando mal. Quiero estar cerca.

—No.

—Déjalo venir, mamá.

—No. —Y a Petra, furiosa como estaba, no le importó usar un golpe bajo contra su exmarido—. Si estás en los periódicos, es porque a él se le ocurrió.

—Tenemos que hablar de esa foto —insistió Pablo y miró a su hija—: ¿Quién la ha podido hacer?

—¡Qué más da la foto! —protestó Petra.

—Por culpa de esa foto han relacionado la noticia con nuestra hija. ¡Claro que importa!

—Quítate de la ventanilla que nos vamos.

Asia estaba asimilando lo que acababa de decir su madre. ¿Qué tenía que ver su padre con la noticia? Todo se derrumbaba a su alrededor. Asia cada vez entendía menos lo que estaba pasando.

—¿Fuiste tú, papá? —Y más que una pregunta, fue un escupitajo directo a su padre—. ¿Tú hablaste con la prensa?

Él lanzó una mirada de odio a su exmujer.

—Muchas gracias, Petra. Eres un encanto.

—Papá, pero... Por culpa de eso no me va a perdonar nunca, ¿no te das cuenta?

Petra y Pablo no entendieron de qué hablaba su hija.

—¿Quién no te va a perdonar, Asia? —preguntó Pablo

Asia se dio cuenta de que había hablado demasiado.

—Nadie. Arranca, mamá.

Petra metió primera y pisó el pedal del acelerador, pero Pablo metió la mano dentro del coche por la ventanilla y bloqueó el volante.

—Asia, ¿quién no te va a perdonar? —insistió él.

—Nadie.

—¿Por qué has dicho eso? —Pablo estaba perdiendo la paciencia. Necesitaba una respuesta clara de su hija.

—Por nada.

—Deja a Asia tranquila —se enfadó Petra—, ya ha tenido bastante, ¿no crees?

—Petra, tú has oído a tu hija. Está buscando el perdón de alguno de esos desgraciados. ¡Y quiero saber por qué!

—No digas tonterías. —Petra no podía estar más indignada—. Nos vamos.

Volvió a pisar el pedal y arrancó.

—¡Estás ciega, joder! —gritó Pablo.

Pero ya nadie le escuchaba, porque se quedó solo en la calle. Y si su mujer no quería ver que su hija estaba buscando el perdón de uno de sus violadores, tenían un problema serio. Sobre todo porque ella ahora no le iba a dejar acercarse a su hija. Pablo tendría que hacer lo imposible para estar al lado de Asia. Pero no sabía muy bien cómo lograrlo.

VIII

A Petra se le habían clavado las palabras de su hija, por mucho que Pablo creyera lo contrario. «No me va a perdonar nunca». ¿Podía realmente tener una especie de síndrome de Estocolmo y de alguna manera buscar el perdón de su violador? Tenía que investigar sobre eso, tal vez fuera una reacción lógica fruto del estrés postraumático, pero en toda la documentación que había leído al respecto no había ni una sola mención a que las víctimas buscaran el perdón de sus agresores. ¿Por qué su hija iba a querer que los chicos, o uno de ellos al menos, que la habían agredido, amenazado e insultado la perdonaran?

Intentó sonsacarle algo, pero, una vez más, no hubo manera.

Sonó su móvil, era Pablo; decidió no cogerlo. Volvió a llamar y lo volvió a ignorar. Sonó el teléfono de casa. Petra levantó el auricular y ahí estaba su exmarido.

—Petra, escúchame, ya sé que no quieres saber nada de mí, pero, por favor, habla con Asia. Tengo miedo. Ninguno entendemos muy bien por lo que está pasando. Tal vez es el momento de pedir ayuda.

—¿Ayuda a quién?

—A un médico, a un psicólogo, o a lo mejor ir a alguna asociación de víctimas, o no sé... pero lo que tengo claro es que esto se nos está escapando de las manos. Y tú y yo lo único que hacemos es pelearnos.

—Pablo...

—Sé que lo he hecho todo al revés, lo sé. Pero, por favor, no quiero que dudes ni un solo instante de que no quiero lo mejor para Asia. Y si yo no puedo ayudarla, alguien podrá hacerlo. Por favor, Petra.

—Que sí, ya lo sé. Yo me encargo, no te preocupes.

Y Petra colgó sin despedirse. Como en las series y las películas americanas que tanto le gustaban, donde siempre eran parcos en saludos, no como aquí, que uno estaba media hora despidiéndose. Y además no quería alargar ni un segundo más la charla con su ex. Seguía muy enfadada con él e incluso le enfadaba más que él creyera que ella no se daba cuenta de la gravedad del asunto, como si no hubiera escuchado claramente a su hija buscar el perdón de su agresor.

Petra recordó que una de sus clientas era psicóloga. Y tenía buena fama, y una espalda llena de contracturas. Más de una vez, agradecida con Petra por todos los nudos que le había deshecho, le había dicho que si alguna vez necesitaba que le desenredara la cabeza, que ahí estaba ella, que era buena en su trabajo. Buscó la tarjeta de la clienta y marcó su número de teléfono. Petra se identificó como la masajista de la psicóloga y no la hicieron esperar mucho.

Cuando la tuvo al teléfono, Petra intentó contarle de la manera más breve que pudo todo lo que había pasado. La psicóloga le dijo que llevara a su hija esa misma tarde. Que le haría un hueco.

—No quiero ver a nadie, mamá.

—Te va a venir bien desahogarte con alguien. Entiendo perfectamente que yo no soy esa persona.

—Ya tengo amigos con los que hablar.

—Y nadie te dice que no hables con ellos. Pero a veces, cuando las cosas nos vienen grandes, es bueno pedir ayuda fuera de tu entorno.

—No quiero pedir ayuda de ningún tipo.

—Asia, acabas de tener una crisis nerviosa, no has vuelto a ir a nadar. —Asia la miró un tanto desconcertada—. ¿Crees que la entrenadora no me lo iba a decir después de lo que pasó en la competición? Apenas duermes por las noches. Te ha pasado algo muy gordo, hija. Y tu padre y yo hemos metido la pata, creímos que el tiempo lo pondría todo en su sitio, pero no es verdad... Necesitamos hacer algo.

—Si no me hubierais obligado a ir a la policía, si papá no le hubiera dicho nada al periodista, todo esto no habría ocurrido.

Petra calló.

—Así que dime, ¿por qué tengo que seguir confiando en ti? —preguntó Asia cargada de razón—. No voy a ir a la psicóloga esa. No estoy loca.

—La gente no va al psicólogo porque esté loca, Asia. La gente va cuando necesita ordenar sus ideas, sus sentimientos...

Asia se encerró en su cuarto. —No voy a ir. Y se acabó. No hay más que hablar —gritó.

IX

Petra, a la hora de comer, volvió a intentar convencer a Asia, pero no hubo manera. Fue una comida muy tensa. No dejaba de repetir que ella no había colgado esa foto, que encontraría al culpable, que le arrancaría los ojos. Y Rómulo la miraba temeroso y disimulando su culpa. Desde luego, el chaval no esperaba una reacción así. Sería mejor que nadie nunca se enterara de que había sido él el autor de la pintada.

Petra decidió que si su hija no iba a la terapia, tal vez pudiera presentarse ella misma en la consulta y pedir algún consejo a la psicóloga. Canceló todas sus citas para el resto del día, ya intentaría recolocar a sus pacientes a lo largo de la semana. Y para hacer tiempo se puso a hacer cosas de la casa. Limpió ventanas, recogió el salón, entró a la habitación de su hijo para recoger su ropa sucia y, al coger una camiseta, vio algo que le llamó la atención. Era la camiseta que se había puesto Rómulo esa mañana, lo recordaba porque era una de sus favoritas y a ella le espantaba. ¿Por qué se la había quitado a mediodía y la había dejado con el resto de la ropa sucia? Pronto encontró la respuesta. La camisa tenía una pequeña mancha de pintura violeta. La olió. Olía fuerte, la tocó, no estaba del todo seca. ¿De qué era esa pintura? Y entonces en su cerebro se conectaron varias ideas. Era el mismo color de la pintada: Mauro violador, con la be tachada. Había sido su hijo, él era quien había entrado en el Facebook de su hermana. Era perfectamente posible. ¿Pero cómo había llegado hasta la casa del chico? ¿Y cuándo lo había hecho? ¿En horas de clase?

Hizo una llamada a su profesora y esta le confirmó que su hijo había llegado dos horas tarde, porque había sufrido una caída y había ido al médico. Petra le dio las gracias y colgó. Tendría que hablar con Rómulo, pero en algún momento cuando Asia no estuviera presente, temía que si su hija se enteraba de que el hermano había sido el causante, no le perdonara jamás. Y ya bastante tenía la pobre con haber descubierto que su padre había hablado con la prensa como para ahora saber que su hermano era el que estaba detrás de la pintada.

X

—¿Asia Prieto? —preguntó la enfermera.

Petra estaba en la sala de espera de la consulta de la psicóloga hojeando una revista. Al oír el nombre de su hija se levantó y se hizo pasar por ella. Entró en la consulta y la psicóloga se extrañó al verla.

—Petra, ¿y tu hija?

—No ha querido venir. Y he sido incapaz de convencerla. Creo que he perdido toda la autoridad que tenía sobre ella y lo peor es que no la culpo. La hemos cagado tanto su padre como yo.

—Venga, siéntate y empieza por el principio. Que tus palabras están tan llenas de autoflagelación que no hay manera de enterarse. A ver si las desmontamos.

Petra hizo un esfuerzo de síntesis y consiguió narrarle más o menos, y con ayuda de la psicóloga, que la obligaba en cada momento a que no emitiera juicios de valor ni se fustigara demasiado, todo lo ocurrido desde la noche del sábado hasta esa mañana, cuando Petra y su exmarido habían escuchado decir a Asia que tenía miedo de que alguien no la perdonara.

Y entonces, la psicóloga, a riesgo de estar emitiendo un juicio demasiado precipitado, le sugirió algo que la alteró sobremanera. No era imposible que Asia, a pesar de la experiencia traumática, siguiera enamorada del chico.

—A veces se repite un patrón en cierto tipo de violaciones —explicó la psicóloga—. La víctima, para poder superar el trauma, acaba por falsear lo que ha ocurrido. Si decide que no la han violado, que ha sido consentido, la violación desaparece y, por lo tanto, también el trauma. Y para eso nada mejor que convencerse de que ella está enamorada de su agresor y que todo ha formado parte de un encuentro o juego sexual. Y una de las maneras de acabar de creérselo es volver a quedar con el agresor e intentar una vida sentimental a su lado.

A Petra esa explicación le pareció una barbaridad. Sólo alguien desequilibrado podía pensar de esa manera y su hija no era una chica desequilibrada, siempre había sido muy sensata y muy cabal. Y cualquiera como ella, ante un hecho como el ocurrido, ante una violación, mandaría a la mierda al culpable, por muy enamorada que hubiera estado de él.

La psicóloga admitió que, sin ver a la chica, no podía hacer ningún tipo de diagnóstico, sólo tenía los datos que le estaba dando la madre. Y, paradójicamente, a Petra ese momento de sensatez lógico por parte de la psicóloga le hizo comprender que tal vez la buena mujer no estuviera muy desencaminada en su juicio.

—¿Y qué hago si tienes razón? —preguntó Petra—. ¿Si sigue enamorada o quiere seguir enamorada de ese chico y se empeña en que le perdone y en estar a su lado?

—Por ahora, aléjala de él.

—¿Me la llevo fuera?

—No creo que sea necesario llegar tan lejos. Simplemente, tienes que conseguir que no le vea. Convéncela.

—A mí no me va a hacer caso.

—Busca a alguien a quien se lo haga. Una amiga, alguien.

—Pero su mejor amiga es un mal bicho, fue la que le metió en esto. No creo que Asia quiera nada con ella. No le contestó a sus mensajes, no ha hablado desde ese día con ella. Y yo le prohibí que lo hiciera.

—Y seguro que también le prohibiste que se acercara a los chicos. ¿Y te obedeció?

La psicóloga tenía otro paciente y se despidió de Petra, asegurándole que podía contar con ella para lo que quisiera. Petra le dio las gracias y salió.

Y de camino a casa, Petra tomó una decisión. No era fácil, pero tenía que hacerlo.