12
¿Qué ocurrió en la fiesta?
I
Petra fue con Rómulo al pabellón donde se celebraba el campeonato. Escogieron asiento y, antes de sentarse, se quitó el abrigo y lo puso en la silla de al lado para reservarla: esperaba que Pablo se presentara para ver nadar a Asia. Aunque la hora se estaba acercando y, por más que miraba a las personas que entraban a las gradas, ninguno era él. Rómulo bebía con un pajita de un vaso de plástico gigante. Señaló hacia la piscina.
—Mamá, ya salen.
—¿Ves a tu hermana?
Las chicas, todas con bañadores de distintos colores, se estaban poniendo en posición. Petra localizó a Nerea, y eso que con el gorro de baño y con esos cuerpos tan similares, era difícil distinguirlas, pero ni rastro de su hija.
—Sí, está allí. Mira.
Asia fue la última en entrar y en situarse al borde de la piscina. Petra temía que las pequeñas heridas de los pies le impidieran hacer una buena carrera, pero desde donde estaba sentada vio que ya no llevaba vendajes. Se preocupó por miedo a que con el contacto del agua se le pudieran infectar, pero luego pensó que el cloro acababa con todo, y, además, esa no era una piscina pública en la que hubiera mil gérmenes y bacterias campando a sus anchas. El agua no podía estar más limpia y transparente. Todo iba a ir bien. Rómulo saludó a su hermana con la mano, pero ella no le vio, porque en ningún momento alzó la vista. Así como las otras chicas miraban y buscaban a sus allegados entre el público, Asia parecía muy concentrada y daba la sensación de que no quería que nada la distrajera de esa carrera tan decisiva. Necesitaba quedar entre las tres primeras.
Pablo tocó el hombro de Petra.
—¿He llegado a tiempo?
—Por los pelos, pero sí.
—Hola, papá.
—¿Qué tal, campeón? ¿Qué dices, tu hermana va a ganar o no?
—Fijo.
El árbitro ocupó su lugar. En menos de un minuto daría la señal de salida. Asia miró hacia el agua. Sabía que su amiga estaba en la calle uno, pero en ningún momento giró la cabeza para comprobarlo. No la quería ver. Y lo mejor que podía hacer era ganar esa carrera y ganarle a ella. Sobre todo a ella, para que se jodiera pero bien.
Asia notaba las tripas revueltas. Apenas había comido. Y al curvarse para ponerse en la posición de salida, con los pies pegados al bordillo, las manos extendidas tocando casi el borde del agua, sintió vértigo y mareos. Estaba débil. Y había algo más. El olor a cloro de repente le daba náuseas. Sí, no era por la debilidad, era por el olor, y el hecho de imaginarse zambullida en el agua hizo que se le erizara la piel. El arbitro dio la señal de salida. Y todas las chicas se lanzaron al agua. Todas menos ella, que seguía allí, parada, en la posición para tirarse de cabeza pero sin reaccionar. La entrenadora le gritó.
—¡Asia, al agua!
Pero Asia no se movía. Petra y Pablo se miraron. Rómulo dejó de beber y giró la cabeza hacia sus padres.
—¿Por qué no se tira? —Y entonces le gritó a su hermana—: ¡Asia! ¡Asia, venga!
Con los gritos de Rómulo Asia reaccionó y miró hacia el lugar del que provenían. Y allí vio a sus padres y a su hermano. Entonces se incorporó y salió de la piscina.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Rómulo.
—Tal vez no se encuentre bien. Voy a ver —dijo Petra levantándose—. Esperadme aquí, ahora vuelvo.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, quédate con el niño.
Petra entró en los vestuarios. Pero Asia no estaba allí. La llamó.
—Asia, soy yo. ¿Estás?
Nadie contestó. Petra siguió buscándola. Se acercó hasta las duchas y allí, sentada en el suelo, agarrada a sus piernas y con los ojos cerrados, estaba su hija.
—Asia, cariño, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
—No he podido saltar. No he podido.
—No pasa nada, tonta. No te preocupes. Si es que no tenías que haber venido, que no estás para esto ahora.
Petra se acercó para ayudarla a levantarse. Pero Asia se lo impidió poniéndole las manos delante.
—Déjame.
—Cariño, déjame que te ayude.
—Vete, mamá.
—Venga, no seas tonta. No hagas un drama de esto.
—Vete.
Petra se puso de cuclillas y estiró su brazo derecho para alcanzarla. Entonces, Asia, con su mano izquierda, abrió el grifo de la ducha y empapó a su madre.
—Asia, ¿pero estás gilipollas?
—¡Te dije que me dejaras!
—Esta niña es imbécil.
Petra salió de la ducha sin dejar de mirarla.
—No sé qué te está pasando, pero tú no estás bien. ¿A ti te parece normal empapar a tu madre? ¿Te parece lógico?
—¡Que me dejes!
—Mira cómo me has puesto. De verdad... Ahora salir así. ¿Dónde tienes tu toalla?
Asia no contestó. Petra buscó entre todas las bolsas de deporte la de su hija. Pero no consiguió encontrarla. Así que cogió la primera toalla que vio.
—Esta misma.
Petra se secó el pelo y, como pudo, también la blusa mientras se miraba al espejo y negaba con la cabeza.
—Te esperamos fuera. Date prisa.
—Ya iré yo por mi cuenta.
—¡De eso nada! Te vienes con nosotros. Y no hay más que hablar. Se acabaron las tonterías.
Petra no se atrevió a subir a las gradas. No quería que la vieran con el pelo y la ropa empapados. Cogió el móvil, que por suerte no se había mojado y llamó a Pablo.
—¿Has venido en coche?
—Claro, ¿por?
—Os espero allí.
—¿Y Asia? ¿Está bien?
—Ahora te cuento.
Pablo y Rómulo salieron del pabellón y en el párking, apoyada en el coche de la autoescuela, vieron a Petra. Estaba mojada.
—¿Qué te ha pasado?
—Tu hija, que es imbécil.
—Mamá...
Pablo recriminó con una mirada a su exmujer. Habían quedado en limitar los insultos en presencia de Rómulo, pero a Petra le dio igual.
—Si es tonta, es tonta, Pablo. No quería hablar conmigo y abrió la ducha para espantarme. ¿Tú te crees?
—¿Dónde está?
—Ahora viene. Espero. Abre el coche, anda, que con este aire frío todavía me voy a constipar. Y era lo que me faltaba.
Los tres esperaron dentro del coche a que Asia llegara. Rómulo se bebía con su pajita lo poco que le quedaba de su gran vaso, haciendo un ruido molesto.
—Rómulo, hijo, ¿por qué no tiras eso ya? Que no queda nada.
—Queda un poquito.
Y Rómulo volvió a chupar. Petra se dio la vuelta y le quitó sin más miramientos el vaso. Abrió la puerta y lo tiró al suelo del párking. El niño miró a su padre.
—Lo ha tirado a la calle.
—Ya lo he visto, sí. Petra, ¿qué tal si te tranquilizas? Que vas a acabar asustando al chaval.
—Si yo no me asusto.
—¿Ves? No se asusta.
—Bueno, pero no es muy buen ejemplo tirar cosas al suelo.
—Ay, déjame en paz, ¿quieres?
Asia salió en ese momento del pabellón. Pablo tocó el claxon para que su hija los ubicara. Con paso desganado, la chica se dirigió hasta el coche. Abrió la puerta de atrás.
—Llevamos mas de veinte minutos esperándote —le recriminó Petra.
—Pues ya estoy aquí. ¿Nos vamos?
Pablo arrancó mientras la miraba por el retrovisor. Durante todo el camino fueron callados. Nadie se atrevió a decir nada. Ni siquiera Rómulo, él, que no callaba ni debajo del agua.
Al llegar a casa Asia se encerró en la habitación, echando el pestillo. Petra golpeó la puerta, primero con suavidad, luego con insistencia.
—Asia... venga, vamos a hablar. Queremos ayudarte. Si sabes que con nosotros puedes hablar de lo que sea. Que no nos vamos a asustar.
Pero Asia no respondía. Petra le hizo un gesto a Pablo para que lo intentara él.
—¿Por qué no me dejas entrar? —le preguntó Pablo a través de la puerta—. Sólo entro yo, te lo prometo.
No dio resultado. Petra decidió mandar a Rómulo a casa del vecino. Quería solucionar la situación sin que estuviera delante. Rómulo no tuvo más remedio que irse, aunque habría preferido quedarse allí para ver cómo se desarrollaba todo el asunto.
No sabían qué hacer. Dejaron pasar una hora larga para darle la oportunidad de que saliera de la habitación, pero Asia seguía encerrada.
—No podemos dejar que esto se convierta en una dinámica. No se puede encerrar en su cuarto cuando algo no le gusta. Tenemos que hacer que salga, tenemos que imponernos, Petra.
—¿Y cómo? ¿Tiramos la puerta abajo? Fuiste tú el que quiso ponerles pestillos, para que tuvieran intimidad, ¿recuerdas?
—Intimidad, sí, pero no para que se encierren cuando les venga en gana.
—Pues ya me dirás tú qué hacemos.
Petra consumió cinco cigarros más antes de tomar una decisión. No estaba nada segura de hacerlo, pero aun así se decidió.
—Pablo, esta mañana, cuando te fuiste —le dijo Petra en el salón— entré en la habitación de la niña a poner otras sábanas. Y... de pronto, sonó el móvil de Asia, debajo de la cama, se lo había dejado dentro del bolso. Cosa extrañísima, porque tu hija jamás sale sin el móvil. Puede salir sin peinar, o en chándal, pero sin móvil jamás. No quería abrir su bolso, pero tampoco podía dejarlo ahí, no quería. Así que me lo llevé. —Pablo la miró con extrañeza—. Y de verdad que no lo he abierto, porque yo no voy a convertirme en ese tipo de madre fisgona, pero no sé... a lo mejor es el momento, tal vez no haya nada, o... no sé...
—¿Dónde lo tienes?
Petra le señaló la cocina. Pablo no dudó en coger el bolso, pero cuando empezaba a abrir la cremallera, Petra le frenó.
—Pablo, espera. Va a ser una mala idea. Vamos a dejar que se explique. Si cruzamos esa frontera, corremos el riesgo de perderla para siempre.
—No exageres, que te gusta más un drama que...
Pablo abrió del todo la cremallera y vació el contenido encima de la mesa del salón. Dentro estaba el móvil, con su carcasa de Hello Kitty y también había unos kleenex, un par de pases para una discoteca, un chupachups, dos preservativos. Una barra de labios. Unas fotos de fotomatón de ella y Nerea haciendo gestos obscenos y... un prospecto de alguna medicina... y un envoltorio de una unidad de alguna pastilla vacío.
—¿Esto qué es? —preguntó Pablo. Abrió por los pliegues el prospecto y al empezar a leerlo se dio cuenta de lo que era. Le cambió la cara y se lo enseñó a Petra—. De la píldora abortiva. ¿Qué coño hace con esto? ¿De dónde lo ha sacado? Pero, por favor, si es una cría. No puede ser —dijo mientras miraba el envoltorio vacío. Y de manera tajante y furiosa añadió—: Llámala. Llámala ya.
—No, Pablo, vamos a tranquilizarnos antes. Por favor. No somos ese tipo de padres.
Ese tipo de padres que en vez de comunicarse gritan, pensó. Ese tipo de padres que creen que su hija vive entre algodones, que será siempre una niña, que no tiene deseos sexuales, que nunca le ha dado una calada a un porro o que jamás la acompañarían a una revisión con el ginecólogo. No somos ese tipo de padres. No nos convirtamos ahora en eso. Y sólo porque ha cometido un error y sabe cómo enmendarlo. Lo pensó, pero no lo dijo.
—O la llamas tú o lo hago yo. Y si tengo que coger un destornillador para desmontar la puerta, lo hago.
—Pablo, por favor.
Pablo se dirigió hasta la habitación de su hija y golpeó la puerta con fuerza.
—Asia, tenemos que hablar. —Pablo no gritaba, pero sí había firmeza en su voz—. Abre ahora mismo. ¡Asia! —Del otro lado de la puerta no se oyó nada—. Asia, me vas a explicar qué haces tomando la píldora del día después. ¡Asia! ¡Asia, abre!
Pablo volvió a golpear la puerta. Petra movía la cabeza en señal de desaprobación.
—Estamos montando un número ridículo.
—¡Asia!
El cerrojo sonó. Pablo empujó la puerta y allí estaba Asia, de pie, mirándoles de frente, en silencio.
—¿Qué significa esto? —preguntó Pablo blandiendo el folleto.
—Se nos rompió el condón. Así que ayer fui a por la píldora a una farmacia de guardia. Era eso o venir a casa con un bombo. ¿Contentos?
Asia entornó la puerta y volvió a la cama. Pablo y Petra entraron a la habitación. Y les llamó la atención ver que los pósteres que Asia tenía en las paredes estaban arrancados y tirados en el suelo. Eran de la serie de Tabula rasa. Hugo y Rebeca en actitud provocativa y ligeros de ropa. Otro, con todos los protagonistas juntos. Por la parte de atrás de uno de ellos se veía a otros dos personajes de la serie. Estaban en el baño del colegio fumándose un porro. Pablo comprobó que parte de las fotos de la pared también estaban arrancadas, y siguió con la vista hacia el armario. En lo alto estaban las katiuskas rosas que hacía muchos años que ya no le servían, pero que seguía conservando como uno de sus bienes más preciados. Y ahora, las katiuskas, rosas y de ese tamaño, eran como un anacronismo dentro de la tragedia que parecía estarse gestando. La huella de un tiempo mejor que no se volvería a repetir. Las katiuskas parecían estarse riéndose de él en ese instante.
—¿Cómo que se os rompió el condón? Los condones no se rompen.
Petra carraspeó, tenía bemoles que justo Pablo dijera eso. Estaba hablando precisamente con el fruto de un condón que se había roto... Pablo miró a Petra para indicarle que no era el momento y siguió hablando con Asia.
—Di más bien que no utilizasteis.
—Lo que tú digas, papá. ¿Me dejáis dormir? Estoy cansada.
Asia estaba tumbada, dándoles las espalda. Petra intentó hablar con calma.
—Cariño, estamos preocupados, tú no eres así. Cuéntanos. Si siempre lo hablamos todo.
Asia no dijo ni palabra. Pero su espalda empezó a moverse con pequeños espasmos. Estaba llorando. Pablo miró a Petra, y esta, corriendo, se sentó en la cama para acariciar a su hija. Le tocó sin saberlo el tatuaje y ella dio un respingo de dolor. La madre entonces lo vio.
—¿Y esto qué es? Asia, ¿te has hecho un tatuaje?
—¿Qué? —bramó Pablo.
Asia, de pronto, rompió a llorar desconsoladamente.
—Asia, corazón, si el tatuaje es... —quería buscar una palabra amable para definirlo, pero la verdad es que a Petra le parecía horroroso, una pistola y casi en el pubis, ¿cómo se le había ocurrido semejante idea?, aun así se contuvo para no emitir un juicio—, bueno, es un tatuaje, tampoco pasa nada. Y al menos ahí no se ve mucho.
—A no ser que lo vaya enseñando —rezongó Pablo ante la mirada reprobadora de su ex.
—Pero ¿por qué una pistola?
Y entonces Pablo encontró la respuesta que había formulado Petra en el cartel que estaba tirado. La chica del póster, la protagonista de Tabula rasa, llevaba el mismo tatuaje. Y se lo señaló a Petra.
—Mira.
Petra suspiró y acarició el pelo de su hija.
—Cuéntanos, ¿qué ha pasado?
—Lo que les pasa a las zorras como yo.
El corazón de Pablo se encogió al oír semejante exabrupto de los labios de su niña.
II
No hubo manera de que Asia soltara palabra. Estaba empeñada en guardarse para ella todo lo que hubiera ocurrido. Sólo lloraba y gritaba que la dejaran en paz, que no había pasado nada, que se fueran de la habitación. Petra entonces se llevó a Pablo del cuarto. No estaban sacando nada en claro, sólo aumentaba su impotencia y, con ella, el nerviosismo. Algo inútil se mirara por donde se mirara.
—¿Y nos vamos a quedar sin saber qué ha pasado? —preguntó Pablo ya en la cocina—. Lo siento, pero no. —No se iba a dar por vencido tan fácilmente—. Tenía su móvil en el bolso, ¿verdad?
—Pablo... —protestó Petra.
—Si quieres mantenerte al margen, tú misma, ya hago yo el trabajo sucio, como siempre.
Petra le miró dolida. Cogió el bolso de su hija y se lo pasó. Pablo cogió el móvil. No tenía batería y Petra le acercó un cargador. Lo conectó y el móvil recobró la vida.
—Tiene varios whatsapp sin leer. Son de un tal Ne. ¿Sabes quién es?
—Nerea.
—También le ha enviado una foto.
Pablo abrió la foto y vio a su hija desnuda. Con el tatuaje enrojecido. Asqueado, dejó caer el móvil en la mesa. Sabía que su hija estaba en una edad difícil y que, como todas las adolescentes, quizás ya se había estrenado en el sexo. Lo sabía, pero una cosa era saberlo y otra encontrárselo así, de sopetón. Él no tenía ninguna necesidad de indagar en la vida sexual de su hija. Ninguna. Pero era ella, con su actitud, con sus lloros y su silencio, la que le estaba obligando. Tenía que averiguar qué había ocurrido.
—¿Qué coño...?
Petra cogió el móvil y, al ver la foto, se le encogió el corazón.
—¿Pero...?
Pablo, sobreponiéndose, le quitó el móvil de la mano y abrió uno de los mensajes que le había mandado Nerea: «Asia, tonta, no te rayes. Nos apetecía a tods, x eso lo hicimos, a ti tamb».
—¿Qué es lo que hicieron? ¿Y quiénes son todos? ¿De qué va todo esto? ¿Y por qué le dice que no se raye?
—Pablo, sé lo mismo que tú.
Pablo abrió el otro mensaje, también de Ne. «Llama y hablamos».
Abrió el último: «Tía, k al final me voy a preokupar».
—Vamos a llamarla, y que nos lo cuente ella —propuso Petra.
—¿Y crees que nos va a contar algo a nosotros?
—Conmigo no se suele cortar... Si lo hablamos todo.
—Vives en la inopia tú también. ¿De verdad crees que te lo cuentan todo? ¿Te contó Asia lo del tatuaje? ¿O lo de que ya tenía relaciones sexuales? ¿Te lo contó?
Petra calló. Pablo entonces tuvo una idea.
—Voy a dejarle un mensaje como si fuera ella.
—Pablo...
—No te estoy pidiendo permiso.
Pablo escribió: «Ne, conektate».
—¿Lo escribo así? ¿Parecerá de Asia? —le preguntó a Petra mientras se lo mostraba.
—Yo creo que conecta lo escriben con c, pero no estoy muy segura.
—Vale, lo cambio. ¿Dónde está el portátil de Asia?
Petra y Pablo encendieron el portátil de la chica en la cocina. Tenía contraseña.
—¿Te la sabes?
—Creo que es Rebeca.
—¿Rebeca?
—El nombre de la chica de Tabula rasa. La serie esa de la que se sabe los capítulos de memoria.
La contraseña era correcta. En la pantalla apareció el escritorio. Pablo abrió la página de Facebook y esperaron impacientes a que Nerea se conectara.
—Esto no va a salir bien. —A Petra la consumían los nervios.
—Si me ayudas con la ortografía esa marciana que utilizan, sí. Ya verás.
—No sé, Pablo...
—¿Quieres saber lo que le ha ocurrido a tu hija o no?
En ese momento apareció Nerea en el chat.
NE: Ya me hablas? Menos mal. Q te pasó en la piscina?
—Aquí está —dijo Pablo—, ahora concentrémonos.
Pablo comenzó a escribir.
ASIA: Taba rayada. Fue muy fuerte.
NE: Ya t ha dicho Mauro q lo nuestro fue una tontería, no?
—¿Le contesto que sí? —preguntó Pablo. Petra asintió.
ASIA: Sí.
NE: Ves? Pues asunto aclarado. Y piensa lo bien que lo pasamos, no? Era lo k kerias. Ni Rebeca lo abria echo mejor.
Pablo miró a Petra.
—¿Qué le contesto a eso?
—No sé.
—Vale, me sirve. —Pablo tecleó.
ASIA: No sé.
Petra corrigió rápidamente a su exmarido.
—No le pongas tildes que nos va a pillar.
Pablo le quitó las tildes y le dio a enviar.
NE: No me seas pava. Te encanto. Y a Mauro y el Gus como babeaba... Q warros se pusieron. Pedazo rabo el del William, e? Casi no nos kabe en la boka.
Pablo y Petra enmudecieron. Pablo no sabía cómo reaccionar ante la inmensidad de lo que estaba descubriendo. Era la amiga de su hija la que creyendo que hablaba con Asia le estaba diciendo semejante cosa. Su hija había... No. No.
—¿Pero qué han hecho?
—Pablo, es mejor que lo dejemos. —Petra estaba intentando contener las lágrimas y la respiración, estaba intentando no sentir, no reaccionar—. Déjalo. Yo no quiero saber. Son cosas que los padres no deberíamos... es mejor que no... Pablo, apágalo.
Pablo también deseaba cerrar el portátil, claro que lo deseaba. Hubiera pagado millones por no tener que vivir esa situación, por no estar ahí descubriendo que su hija... Pero ahora que había abierto la caja de Pandora no podía cerrarla. Era imposible. Intentó sobreponerse, tenía que distanciarse lo máximo posible y seguir obteniendo información. El truco era no pensar que eso tenía que ver con su hija. Que era otra. Pablo tecleó, sabiendo que se la jugaba.
ASIA: Estaba muy borracha, no me acuerdo my bien. Kuantos eran?
NE: Como k cuantos eran? Si k te hizo efecto el G.
Petra miró a Pablo.
—¿Qué es eso del G?
—Ni idea.
NE: Tu guapo Mauro, William, Gus y el otro, Sergi. K noche!!!!
Pablo miró a Petra. Ella tenía lágrimas en los ojos. No se lo podía creer. Era imposible. ¿Su hija de dieciséis años se había tirado con su amiga a cuatro a la vez? Pero... No podía ser. No podía ser. Como padre estaba preparado para casi todo, al menos eso creía él, pensaba que no iba a ser de esos que se asustaban cuando se enteraban de que su niña ya había disfrutado del sexo, pero esto, esto no, joder, si acababa de cumplir dieciséis años. Esto no.
—¿Tú conoces a alguno de los que habla?
—A Mauro —dijo con voz balbuceante—. Es de quien está enamorada. O eso creía yo.
—Vale. —Pablo decidió arriesgar y tecleó.
ASIA: Yo solo kería con Mauro.
NE: Pero el no keríacontg. X eso tuve q improvisar.
—Esta es una hija de la gran puta —gritó Pablo.
Nerea siguió escribiendo.
NE: El creía k eras muy pava. X eso le enseñe la foto. Y le dije q hicieramos fiesta luego. Q trajera amigos al yakusi. Q lo iba a flipar.
Pablo escribió con furia: Pero yo no quería. Y lo escribió así, con tildes y con todas las letras. No pudo evitarlo.
NE: Para no kerer berreabas komo la q +.
ASIA: Hija de puta!
Y una vez que escribió eso, Pablo cerró el ordenador de golpe.
Al otro lado del ordenador, Nerea vio cómo su amiga se salía de la conversación. La chica apartó su plato de espaguetis a la carbonara. Se le había quitado el hambre de golpe. A ella, que siempre volvía famélica del entrenamiento, por no hablar de las competiciones, de repente se le había cerrado el estómago. Vaya mierda de día, primero la discusión con Asia y luego, al comprobar que su amiga abandonaba la competición, se había desconcentrado tanto que había quedado de las últimas en la carrera. Pero tenía que reaccionar, de nada servía lamentarse. Lo primero era llamar a Mauro. Y eso hizo.
—Oye, ¿no te dije que hablaras con Asia?
—Y lo hice, y está todo guay.
—Para nada, acabo de hablar con ella. Está histérica. No sé qué coño le habrás dicho, pero no ha funcionado.
—¿Qué le pasa?
—Creo que se está arrepintiendo de todo lo que sucedió el sábado. Y me da mala espina, la veo capaz de cualquier cosa.
—¿Cómo qué?
—No sé, Mauro, no sé.
—Vale, déjame que yo lo arregle.
—¿Qué vas a hacer?
—Algo se me ocurrirá.