11

En el plató de Tabula

I

A Quique le despertó el teléfono de casa. Sonaba insistentemente. Miró el despertador: las nueve y media de la mañana. Apenas había dormido tres horas. El móvil estaba en silencio y comprobó que tenía siete llamadas perdidas. Y todas eran de trabajo, le habían llamado desde plató y también Sandra. Tanta insistencia no podía significar nada bueno. A ver qué fuego le tocaba apagar y a qué precio. Se lavó la cara con agua fría y antes de meterse en la ducha la llamó.

—¿Dónde te metes? —le gritó Sandra.

—Me acosté tarde, ¿qué ocurre?

—La muy cretina de Alba no estaba en su casa esta mañana cuando ha ido el conductor a buscarla. No sabemos dónde está, le hemos dejado mil mensajes y no se ha presentado a rodar. Y tampoco Óscar. No hay manera de localizarlos y tenemos el plató parado. En todas las secuencias que teníamos para hoy salen ellos. Mira a ver si al menos reescribiendo los puedes quitar de alguna y nosotros intentamos mover otras secuencias de esta semana para hoy. La voy a matar. Y al otro también.

Quique les maldijo en silencio. ¿Cómo podían ser tan capullos? Y encima tenía que ser él quien pagara el pato y ponerse a escribir una chapuza de urgencia. Pero no quedaba otra.

—Dime qué secuencias rodabais hoy, a ver qué puedo hacer.

—Te lo ha mandado el ayudante de dirección en un e-mail. Sácalos de todas las que puedas y cuanto antes, por favor.

Y entonces Quique tuvo una idea. Era arriesgada y se le podía ver el plumero, pero ¿por qué no intentarlo?

—Oye, creo que puedo hacer algo mejor.

—¿El qué?

—¿Qué te parece si en menos de una hora tienes allí a Alba y al chico?

—¿Tú los puedes localizar?

—Creo que sí.

—Te pongo una estatua.

Quique se puso los vaqueros de la noche anterior. Olían a tabaco, pero le dio igual. Cogió la primera camiseta que encontró y bajó al piso de Pepe. Tuvo que llamar durante un minuto para que el vecino se dignara abrir la puerta.

—¿Están aquí?

—Supongo, les dejé la habitación de allí...

Quique entró sin pedir permiso y se dirigió hacia la habitación que Pepe le estaba indicando. Abrió la puerta sin llamar. Y allí estaban los dos, Alba y Óscar, dormidos, casi desnudos y abrazados.

—¡Os voy a matar a los dos! —gritó Quique—. ¡Arriba!

Alba abrió un ojo.

—¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? ¿Dónde estoy?

—Estás donde no tenías que estar. Os esperan en plató desde hace dos horas.

—Coño... Pues di que estoy enferma, no me puedo mover. Qué resacón, por Dios...

—Y una mierda. Ahora mismo os dais una ducha en mi casa y corriendo para el plató.

—Que no, que no, que no puedo.

Óscar se despertó en ese momento.

—Tú, arriba.

—¿Qué hora es?

—Tardísimo, venga. En menos de quince minutos tenéis que estar cogiendo un taxi.

—Dos taxis, que no pienso llegar a la vez que este —dijo la actriz.

—Los vais a pagar vosotros, así que me la suda. Como si alquiláis dos helicópteros. ¡Arriba!

Quique cogió sus ropas del suelo y se las tiró encima de la cama. Apenas reaccionaban y volvió a meterles prisa.

—Ya va, ya va —se quejó Alba—. Y un poquito de intimidad no estaría mal —le dijo a Quique, que seguía plantado delante de ellos observándoles.

—De eso nada, yo no me despego de vosotros hasta que no os meta en los taxis.

—¿Y qué coño decimos en plató? —preguntó Óscar, que se estaba agobiando por momentos.

—A Quique seguro que se le ocurre una excusa —dijo Alba—, que para algo es guionista. Bueno, mejor dos excusas, porque tú y yo no hemos pasado la noche juntos.

Quique los subió a su casa, después de jurarles que no se iba a inventar ninguna historia que sirviera para justificar su retraso. No era su problema.

—Tenéis cinco minutos para ducharos.

—Si nos duchamos juntos, ahorramos tiempo y agua —propuso Óscar.

—No lo flipes. Yo me ducho solita. Y me pido primera.

Alba se encerró en el baño y Quique y Óscar se quedaron a solas.

—¿Estaban muy mosqueados en plató?

—¿Tú qué crees? No podéis hacer esto, Óscar. Y menos tú.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Estáis pensando en largarme?

—No, no. Pero mejor no des motivos.

—¿No estáis contentos? Por eso cada día tengo menos papel, ¿no?

—¿Pero qué dices? Si tienes una trama cojonuda en esta temporada y vas a salir más que nadie.

—¿Seguro?

—Que sí.

Alba se demoró más de quince minutos en la ducha, y si finalmente salió fue porque Quique amenazó con tirar la puerta abajo, y poco le faltó para hacerlo de todos los golpes que le propinó a la madera.

—Ya estoy, agonías. ¿Tú crees que este aspecto se consigue en cinco minutos? —dijo Alba saliendo en sujetador y bragas—. Déjame una camisa que no huela a choto.

Quique abrió su armario para que eligiera ella misma y mientras le rogó a Óscar que se duchara en menos de cinco minutos.

Quique les acompañó hasta el taxi. Y les proporcionó las excusas que ella le había pedido que se inventara.

—Tú acabaste en casa del boxeador —le dijo a ella.

—Y tú ligaste con una tía que vivía en la calle Hortaleza, amiga mía, y por eso sabía dónde estabas, ¿de acuerdo? —le dijo al chico.

—¿Cómo se llama? Tu amiga, digo.

—Se llama como a ti te dé la gana.

—Lo digo por si luego te preguntan a ti y damos nombres distintos.

—No sé... Raquel.

—Vale. ¿Está buena?

—Sí, Óscar, sí. Todo lo buena que quieras.

—Yo salgo ya. Tú tarda un ratito, anda —le dijo Alba al actor.

II

Quique, una vez en casa, se hizo un café largo y encendió el ordenador. Era lunes y, cómo no, tenía mucho trabajo por delante. Debía escribir al menos diez páginas antes de presentarse a la lectura técnica en el plató a las tres de la tarde. Odiaba ponerse a escribir sin apenas dormir, pero no le quedaba otra. Conectó el Skype, dando por hecho que Sergi estaría en clase y, de repente, se lo encontró conectado.

—Hey, ¿qué haces aquí? ¿No tienes clase?

—Estoy enfermo.

—¿Sí? ¿Qué te pasa?

—Estómago revuelto, algo de fiebre... Y que me apetecía hablar contigo.

Quique sintió cómo el corazón aumentaba su ritmo cardíaco. Nunca una frase tan manida como esa —«me apetecía hablar contigo»— había surtido tal efecto en él. Ay, Dios, que se estaba enamorando de un desconocido. De alguien que no debía de tener más de dieciocho años, si es que los tenía. Al igual que Quique se había quitado dos años, tal vez el chico se hubiera puesto uno.

—¿Sí? ¿Por eso no has ido a clase? ¿Porque te apetecía verme?

—Bueno, y porque estoy algo enfermo. Tampoco te lo creas mucho.

—Vale, vale —dijo Quique sonriendo.

Esa mañana, Quique escribió muchas palabras. Pero ninguna del guion que le tocaba. Y antes de que se percatara dieron las dos de la tarde. Se despidió arrancándole a Sergi la promesa de que se verían esa tarde y se metió corriendo a la ducha. No quería llegar tarde a plató.

La lectura técnica era del capítulo ochenta y tres. Ese capítulo lo dirigía Berto. Quique lo consideraba el mejor director de todos los que había, pero tenía el problema de eternizarse en las reuniones. Era minucioso hasta la exasperación. Discutía cada detalle del guion con los diferentes departamentos: fotografía, maquillaje, producción, arte y, por supuesto, guion. Y así, unas reuniones que normalmente duraban tres horas, con él se podían alargar hasta seis o siete.

A Quique no le había dado tiempo a comer y pasó antes por el cátering para robar algo de fruta. Estaba feliz, radiante. No dejaba de pensar en Sergi y en que lo conocería esa tarde. Su felicidad contrastaba con el ambiente algo tenso que notó alrededor, pero prefirió no darle importancia.

La zona de cátering estaba en una pequeña nave adyacente a la principal, donde se rodaba la serie. Y era apenas un barracón comparado con la nave del plató, que tenía mil quinientos metros cuadrados muy mal acondicionados en los que te asabas en verano y te morías de frío en invierno. Por no hablar de la insonorización, la de veces que se tenía que repetir una secuencia porque se había escuchado el motor de un avión o el compresor de una obra.

Si el público supiera lo artesanal y poco glamouroso que era rodar una serie, se sentirían bastante decepcionados. El cartón piedra de los sets, el caos de cables y trípodes, las prisas, los agobios y, a la vez, todos los tiempos muertos mientras se colocaban las luces, o se movía a la figuración, y luego improvisar tantas cosas sobre la marcha, la acumulación de horas extras, los miembros de los equipos cansados... Es verdad que cuando se estaba a punto de grabar y el ayudante de dirección gritaba la palabra «acción» muchas veces se producía la magia, y de repente las palabras del papel cobraban vida y ese momento era maravilloso, estaba cargado de adrenalina y era muy adictivo. Si te gustaba eso, lo más probable es que te pasaras el resto de tu vida trabajando en un plató. Si te resultaba indiferente, lo más probable es que huyeras de allí lo antes posible, porque aquello te podía parecer una tumba, en donde todo va a cámara lenta y casi nunca pasa nada. Quique era de los que intentaba huir siempre que podía de plató. Le resultaba muy tedioso ese trabajo. Y además, como guionista, siempre creía que no pintaba nada allí, sólo estorbaba. Aunque esta era en la primera serie en la que sentía que su presencia no incomodaba, se llevaba bien con casi todo el equipo e incluso escuchaban y buscaban su opinión cuando les visitaba, lo que ocurría al menos dos veces por semana.

Al llegar a la sala de reuniones, otro barracón adyacente a plató, muy desangelado y siempre a una temperatura gélida a pesar de los calefactores eléctricos que alguien de producción encendía dos horas antes, el ayudante de dirección le hizo un gesto a Quique que él no supo cómo interpretar.

—¿Qué pasa?

—Tienes a Sandra calentita.

Quique se alarmó.

—¿Por qué? Si esta mañana me quería poner una estatua.

—¿No te ha llamado después?

—No. ¿Qué pasa?

Al ayudante de dirección no le dio tiempo a contestar, porque en ese momento Sandra entró en la sala y le indicó a Quique que saliera. Este obedeció.

—¿Tú de qué vas? ¿Estás boicoteando la serie desde todos los frentes posibles o qué coño estás haciendo? —le gritó Sandra después de haberlo llevado al exterior más apartado del plató, para que nadie les escuchara.

Quique la miró sin entender de qué estaba hablando.

—Como no te expliques...

—No, si las explicaciones me las tienes que dar tú.

Sandra le enseñó una bolsita con restos de cocaína.

—¿Y esto? —preguntó Quique.

—¿Se la diste ayer a Óscar? ¿Al protagonista de la serie que tiene diecinueve años?

—¿Qué?

—¿Se la diste o no?

—A ver, a ver, a ver... ¿Eso te lo ha contado él?

—Sí, esta mañana lo acorralé para que me contara por qué llegaba tres horas tarde y acabó confesando. Dime que no es verdad.

—A ver... —Quique intentaba buscar la mejor manera de contarlo.

Y Sandra, al notar su debilidad, atacó sin ningún tipo de contemplaciones.

—Si por eso tú sabías dónde estaba... Estaría en tu cama.

—¿Pero qué dices? ¡Que me voy a acostar yo con él! Pero si es heterosexual, Sandra.

—Pues casi preferiría que te lo follaras a que le dieras coca. Porque hay que estar muy mal de la cabeza para que el máximo responsable de guion de la serie, el creador, como te gusta llamarte, corrompa a los chavales y haga de camello con ellos.

—Sandra, por Dios, no saques las cosas de quicio. Que yo a ese no le he dado su primera ni su segunda raya. Que ya venía muy aprendido de casa.

—No sé si le has dado la primera o no. Sólo sé que le has regalado dos gramos.

—Era su cumpleaños.

—Pues haberle comprado un libro, coño. O un dvd, o una puta. Pero no cocaína.

—Sandra, intenta calmarte. Fui al cumpleaños para hablar con Alba y convencerla de la trama. Y no llevaba regalo y... vale, fue una cagada. Pero ya está.

—Ya está no. Que hay que tener más cabeza, Quique.

—A Alba la convencí para que hiciera la trama. No hace falta que me des las gracias.

—Hoy no tengo ninguna gana de darte las gracias por nada. Porque mira que puedes ser imbécil.

Quique calló.

—¿Tú sabes todo el dinero que hemos perdido hoy? Por no hablar de que vamos a necesitar toda la semana para recuperar el ritmo. ¿Pero cómo se te ocurre hacer una fiesta en tu casa con los actores a las tres de la mañana de un domingo y drogarlos?

—Sandra, yo no drogué a nadie, y a mi casa sólo fueron dos actores. Mayores de edad, por cierto. Y los eché a la una y media. Y que no soy su niñera, joder.

—No, eres su peor influencia.

—Lo que tú digas. ¿Empezamos la reunión o quieres seguir llevándote las manos a la cabeza como si acabaras de descubrir que en este plató hay gente que consume cocaína? Algo inaudito en el mundo de la tele, vamos.

Sandra aceptó comenzar la lectura técnica. Al guionista le costó concentrarse, no se podía quitar de la cabeza al capullo de Óscar. Con lo contento que estaba él, joder. Y cuando el ayudante de dirección al cabo de hora y media hizo el primer descanso para que la gente saliera a fumar un pitillo, Quique lo aprovechó para entrar a la nave del plató y subir a los camerinos.

—¿Tú eres tonto o eres tonto?— le gritó a Óscar.

El chico estaba cambiándose de ropa para una nueva secuencia y el exabrupto de Quique le pilló desprevenido, tanto que casi perdió el equilibrio.

—Lo siento, tío. De verdad. Es que no veas cómo se puso la jefa.

—¿Así me pagas que te haya regalado coca y que te haya invitado a mi casa? Si hasta me inventé una excusa para que la dieras esta mañana. Y te pagué el taxi, joder...

—Lo siento.

—¿Pero qué tienes en la cabeza, joder? ¿Tú sabes lo que piensa ahora mismo Sandra de mí? Que soy un puto pervertidor de menores.

—Yo no soy menor. Tengo casi veinte años.

—Pues no lo parece, coño.

—Lo siento.

—Deja de decir lo siento. Óscar, jamás en tu vida vuelvas a dejar en bragas a un compañero del curro. Eso no se hace, por mucho que te estén presionando. Que es muy feo.

—Ya...

—¿Y tú sabes lo que piensa Sandra ahora? Que te he drogado para follarte.

—No jodas...

—A ver, si encima llegas tres horas tarde... y cuentas una verdad a medias, y me haces quedar como que te obligué a meterte rayas.

—Voy a decirle ahora mismo que tú y yo ni nos tocamos.

—Déjalo estar, anda, déjalo estar, que vas a conseguir el efecto contrario.

—Tío, es que no quiero que se corra la voz de que tú y yo... vamos, no me jodas.

—Claro, eso es mucho más preocupante que hacerme quedar como un camello. Tu virilidad que quede intacta, no vaya a ser...

Quique no dejó que el actor contestara a eso y salió del camerino. El resto de la lectura técnica se desarrolló sin sobresaltos y fue mucho más corta de lo habitual. El director se había dado cuenta del mal ambiente que había entre los máximos responsables de Tabula y prefirió ir al grano.

Quique se despidió de todos sin sus comentarios jocosos habituales. Sandra se acercó a él antes de que se subiera al taxi.

—¿Nos tomamos algo? —le preguntó con el mejor tono del que fue capaz.

—Sandra, agradezco el intento, pero la verdad es que no me apetece mucho. Tengo que hacer los cambios que han surgido en la lectura y darle vueltas a la trama de Alba. Aún tenemos que contentar a los de la cadena, ¿no?

—Perdona si me exalté demasiado...

—Vamos a dejarlo estar. Sólo espero que no pienses que voy acostándome con los chavales. Y menos obligándoles. A lo mejor te parece muy increíble, pero por ahora aún puedo follar utilizando sólo mi atractivo. Que no es mucho, pero funciona.

—A mí mientras no interfiera en el curro, me da igual lo que hagas, Quique.

El guionista la miró e intentó serenarse.

—No te da igual, pero gracias por decirlo. Hablamos mañana, ¿vale?

Sandra asintió.

III

En el taxi, Quique, para intentar relajarse y olvidar esas últimas horas, comenzó una partida al Apalabrados y se metió en las páginas web de noticias sobre la tele. Y ahí descubrió que uno de los ejecutivos de la cadena para la que hacía Tabula rasa acababa de ser destituido. Y de repente eso le dio una idea. Llamó a los guionistas de la serie y les convocó para una reunión de urgencia en su casa en un par de horas. El encuentro con Sergi se tendría que retrasar, pero el curro era lo primero, por mucho que le fastidiara. Le mandó un mensaje al chico: «Sergi, no sé si nos podremos ver hoy. Problemas en el curro. Luego te digo. Sorry».

—Sabéis que estamos teniendo problemas con la cadena para vender la trama de Alba —fue lo primero que les dijo a los cuatro guionistas—. Así que estoy pensando en darle un giro radical.

—¿A estas alturas? —preguntó Gema, la guionista con más talento y la más peleona—. Pero si tenemos los episodios lanzados. Yo ya casi estaba acabando la escaleta.

—Lo sé, lo sé. Por eso os he llamado, porque es una decisión que tenemos que tomar entre todos y ver si es factible. Es que ha ocurrido algo. ¿Os habéis enterado de que acaban de echar a Damián Requejo?

—Sí, ¿y? ¿Eso qué tiene que ver con la trama de Alba? —preguntó Álvaro.

—¿Os acordáis cómo era la trama en un principio? ¿Tal y como la propusimos?

—Sí, Cristina estaba enganchada a la coca, cambiaba de camello porque estaba mal de pelas, y cuando descubría a César traficando, intentaba sacarlo de ese mundo. Pero no lo consigue, porque el chico se muere de una sobredosis. Y eso a Alba le hace reaccionar y deja la coca.

—Sí, algo así. No lo pudimos hacer porque Damián Requejo puso el grito en el cielo con la idea de cargarse a César. Su hija adolescente estaba muy enamorada del chico y por nada del mundo iba a permitir que nos lo cargáramos. A pesar de que no es el más valorado por el público de la serie. —Quique miró a todos los guionistas antes de continuar—. Damián Requejo ya no está. Podríamos volver a intentarlo.

—¿Quieres matar a César?

—La pregunta es: ¿hay alguno de nosotros que no quiera matarlo? Hace mucho que su personaje no da más de sí, por no hablar del actor. Todos los directores se han quejado de él, y yo creo que la serie no se resentiría. Si en vez de matarlo por una simple sobredosis, hacemos algo más chulo y elaborado, podemos incluso provocar un buen pico de audiencia.

—¿Y en qué capítulo lo matamos?

—La próxima semana empiezan a rodar el ochenta y tres. ¿Qué tal en el ochenta y cuatro?

Álvaro entonces protestó.

—Pero si ese lo he escrito yo, y ya casi estaba aprobado por la cadena.

—Yo lo reescribo —dijo Quique—, no te preocupes.

—No, si no lo digo por no currar más, es por...

—Ya, pero es que a mí me hace especial ilusión escribir su muerte.

—Qué sádico —dijo Gema.

—Ni te lo imaginas.