15

La denuncia

I

Asia no quería ir a comisaría. Le parecía un disparate esa idea de sus padres. Ella no quería poner ninguna denuncia. Y menos ahora que Mauro le había pedido una cita. Ni de risa, vamos.

—No voy a ir. No me violaron.

—Asia, cariño, ni tú misma sabes muy bien qué ocurrió. Si no te acuerdas apenas.

—Pues entonces ya está, si no me acuerdo, no pasó. Fin de la historia.

—Ojalá fuera tan fácil, cariño. ¿Has visto cómo estás?

Y en eso su padre tenía un poco de razón. Porque por mucho que dijera que no, su cuerpo se estaba rebelando, y ella, además, estaba actuando como una tarada. Decía una cosa y se convencía de ello, pero luego se quedaba bloqueada delante del agua sin poder saltar o seguía sin unir las piezas de aquella noche fatídica. Y el beso de ese mediodía de Mauro también le había sabido muy amargo.

—Deja que decidamos nosotros. Somos tus padres.

—No, no.

Y aunque pudieran tener razón, ella seguía resistiéndose. Todo eso iba a ser un lío y la iban a hacer pasar por una vergüenza horrorosa y si sus padres denunciaban, ya se podía ir olvidando de Mauro.

—Rebeca denunció —le dijo la madre.

Pablo no supo cómo tomarse ese comentario de su exmujer. ¿Estaba hablando de la chica de la serie? Qué torpeza más grande. Pero al ver cómo Asia salía del letargo y cambiaba su expresión, tuvo que admitir que tal vez no fuera tan mala idea. Y decidió no perder esa oportunidad.

—Vamos a comisaría. Simplemente les cuentas lo que recuerdes. ¿Qué te parece si a partir de ahí vemos qué dicen y lo que piensan ellos?

Y ella accedió. A la policía no le iba a contar nada. Iba a ser tajante, negaría de manera firme que la hubieran forzado. Así a Mauro no le pasaría nada. Y así aún tendría una oportunidad con él.

Pero las cosas no salieron como pensaba. Asia deseó poder olvidar toda la noche del lunes. El interrogatorio con los dos policías y ese fiscal. Todos tan amables, pero haciendo preguntas que no sabía cómo contestar. Y toda la firmeza que había jurado aparentar se estaba resquebrajando. A cada nueva pregunta se sentía más tonta, más indecisa e indefensa, aunque hizo un esfuerzo por no venirse abajo y acabó asegurando que todo había sido consentido. Todo.

Y luego, en el hospital, con aquella forense. Qué mujer más extraña, tan distante, tan desagradable, por más que utilizara palabras amables. Se había sentido intimidada al principio, pero luego había sacado su lado más descarado, sin saber muy bien por qué. Tal vez para rebelarse ante ella y ante la situación. Como si quisiera que la mujer pagara lo horrible que estaba siendo esa pesadilla.

—Deja aquí tu ropa.

—¿Me tengo que desnudar del todo?

—Tengo que verte, sí. Pero ponte esa bata para que te sientas más cómoda.

Asia se desnudó rápidamente, tiró la ropa al suelo y rechazó la bata que le ofrecía. La forense, de manera involuntaria, se quedó mirando el tatuaje y ella lo ocultó con la mano derecha.

—¿Es reciente?

—Sí.

—¿Y te estás haciendo curas? Está un poco irritado, no dejes que se infecte.

—¿Le gusta?

—Siéntate ahí, por favor. ¿Cómo te hiciste esta herida en la rodilla?

—Nado. Las nadadoras también nos hacemos heridas.

—¿Y en las plantas de los pies?

—Corriendo sin tacones. No se lo aconsejo.

—¿Te importa tumbarte?

Y mientras Asia se tumbaba vio cómo la forense cogía un aparato cilíndrico, de esos que usan los ginecólogos y siempre están fríos. Le pidió que abriera las piernas. Que no pasaba nada, que iba a durar unos segundos nada más.

—Ah...

—¿Te duele?

—Molesta un poco. Tengo un poco irritado todo eso.

—¿Te has duchado?

—Sí, claro. Fue hace dos días.

—¿Eyacularon dentro?

—Supongo. Pero me tomé la píldora del día después.

La forense siguió hurgando allí abajo, deteniéndose más segundos de los prometidos. Asia quería que le quitara ya ese aparato.

—¿Va a durar mucho?

—Ya está —le dijo mientras dejaba el cilindro metálico en la mesa.

Asia vio que anotaba algo en una hoja. Y entonces se le ocurrió la pregunta. Que era la pregunta de la noche. Y tal vez ella podía sacarla de dudas.

—¿Me han violado?

A la forense le pilló con el pie cambiado. Y tuvo que tirar de su profesionalidad para contestar.

—Yo sólo me encargo del análisis forense. De constatar cualquier signo de agresión. Pero más allá de eso, me temo que la respuesta la tienes tú.

¿Qué preguntaría Rebeca en esta situación? En el capítulo de la violación no había ninguna secuencia con una forense, pero Asia se podía meter en la piel de Rebeca. ¿Qué preguntaría la chica? Y entonces se le ocurrió.

—Los forenses analizan cadáveres, ¿verdad?

—Sí.

—Y a un muerto no se le puede preguntar lo que le han hecho. —Y ahora venía el golpe maestro. La pregunta de la que la mismísima Rebeca estaría orgullosa—. Imagínese que soy un cadáver, ¿a qué conclusión llegaría?

La forense, con desgana y tirando de profesionalidad, decidió seguirle la corriente.

—Es una lástima que hayan pasado dos días. No aprecio señales de desgarro en la vagina, aunque la tienes irritada. La zona del pubis corre riesgo de infección, pero es por el tatuaje. ¿Te puedes dar la vuelta? Y pon las rodillas aquí, por favor, sobre la camilla. Abre un poco las piernas.

Asia obedeció. Y la forense utilizó sus manos para abrir sus nalgas. Y con uno de sus dedos palpó su ano después de observarlo con detenimiento.

—Tampoco hay desgarro anal. Una leve quemadura.

—La cera. Tampoco se lo aconsejo.

La forense examinó con detenimiento el resto de su cuerpo, pero no observó ningún hematoma, ni ningún corte o herida.

—¿Te duelen las costillas o al toser?

—No.

—¿Algún dolor en alguna parte? ¿Al caminar, al orinar?

—No.

—Bien, pues ya puedes vestirte. Hemos acabado.

II

Mauro estaba cenando con sus padres. Llevaba más de media hora buscando el momento oportuno para contarles lo que había pasado y lo que iba a ocurrir. Sabía que era mejor que se enteraran por él, porque así les podría tener de su lado. Contarles su versión antes de que la policía le obligara a hacerlo, porque luego siempre sonaría a excusa. Ahora tenía la oportunidad de ganar algo de terreno. Pero no era fácil. En su cabeza había enfocado el tema de distintas maneras posibles. Y ninguna le convencía. Aun así, tenía que decidirse, hacerlo ya. Claro que siempre cabía la posibilidad de que Asia y sus padres no interpusieran la denuncia. Seguro que al final cambiaban de idea. Para qué hacer pasar a su hija por algo así.

Mauro tenía que contarlo ya, pero su padre no dejaba de hablar del decanato, que todo estaba ya casi decidido, que iba a ser el próximo decano, que incluso el rector lo apoyaba.

—Estoy a esto, a esto, de conseguirlo. ¿Cuántos años llevo esperando algo así?

—Qué bien, cariño —dijo su esposa.

—Les han encantado mis propuestas, y que en una universidad tan conservadora como esta sean capaces de abrirse al futuro, y que confíen en mí, en mí, es...

Mauro decidió entonces esperar hasta el día siguiente para contarles lo ocurrido. No era el momento. ¿Para qué estropear el momento de euforia de su padre? Y además, de esa manera, tendría tiempo para elaborar un discurso coherente. Enmascarar los hechos para poder quitar hierro al asunto y para presentarse a sí mismo más como una víctima que como un verdugo. Y en el peor de los casos, aunque hubiera denuncia, la policía no actuaría hasta el día siguiente. Era absurdo que se presentaran esa noche.

Y justo cuando ya Mauro se estaba relajando, llamaron a la puerta. Su madre se levantó a abrir.

—A estas horas... ¿Quién será? Y no han llamado abajo. Será algún vecino —decidió.

Pero en la puerta no había ningún vecino, sino dos hombres vestidos con americana y vaqueros que se presentaron como agentes de la policía del grupo de menores.

—¿Vive aquí Mauro Núñez?

—Sí, es aquí, ¿qué ocurre?

—Acaban de poner una denuncia contra él y tres chicos más. Tenemos que llevarlo a comisaría para interrogarlo.

—¿Una denuncia? ¿Y por qué?

—Violación a una menor.

Y la madre de Mauro se había quedado lívida. Y el padre, que desde el salón lo había escuchado todo, había mirado a su hijo con estupor y sorpresa.

—¿Qué has hecho? —le preguntó.

—Os lo iba a contar ahora, no es lo que parece, de verdad.

Y Mauro se arrepintió al segundo de semejante respuesta. Así sólo respondían los esposos infieles cuando eran cazados in fraganti por sus esposas. «No es lo que parece».

—Tiene que tratarse de una equivocación —dijo Aurora a los policías.

—Me temo que no, señora. Pueden acompañarle y, una vez allí, se le interrogará en presencia de un fiscal de menores para garantizar todos sus derechos.

La madre les hizo esperar en la puerta y se acercó hasta Mauro, que ya se había puesto de pie.

—Mauro, ¿se... se puede saber de qué va todo esto?

III

El timbre de la puerta acababa de sonar y Nerea se adelantó a su madre para llegar antes que ella y abrir la puerta. Una mujer y un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, vestidos de una manera anodina, preguntaron por Nerea.

—Soy yo.

La madre de la chica se acercó.

—¿Qué ocurre?

—Somos de la policía del grupo de menores, nos gustaría hacerle unas preguntas a la chica. ¿Usted es su madre?

—Sí. ¿Tiene que ser ahora? ¿No podían haber llamado por teléfono?

—Es el procedimiento, señora.

Desde el salón el padre de Nerea preguntó a gritos:

—¿Quién es?

—Unos vendedores de... biblias.

Nerea reprendió a su madre con una mirada.

—¿De biblias? —le preguntó sin alzar la voz.

—Lo primero que se me ha ocurrido —le contestó su madre en el mismo tono.

—¿A estas horas? —gritó el padre desde el salón.

—Ahora les echo, cariño —gritó a su marido, y ya en un tono de voz que fuera imperceptible a más de unos metros de distancia se dirigió a los policías—: Hablemos fuera.

La madre y Nerea salieron al descansillo.

—Miren, todo esto es un error, mi hija ya me lo ha contado todo. Se trata de una cosa de críos que los padres histéricos de su amiga han malinterpretado.

—Nos lo puede contar en comisaría. Pero a ella la tenemos que interrogar. Está implicada en los hechos. Es el procedimiento.

—Está bien, está bien... un segundo... A ver qué le cuento yo a tu padre... —Y miró a su hija amenazadoramente—. Como esto trascienda te mato. Y como se entere tu padre, te mata él.

IV

Durante la madrugada del lunes, los policías y el fiscal de menores fueron interrogando a la chica y a tres de los cuatro chicos.

Las versiones eran prácticamente iguales. Ninguno admitía haber forzado a las chicas, y sí, habían consumido alcohol y drogas, pero no les habían obligado a tomarlas. Y la otra chica, Nerea, había corroborado prácticamente la versión de los supuestos agresores. Y de la supuesta víctima poco habían sacado. Su relato era confuso y, a pesar de la intervención del fiscal intentando que la chica detallara los hechos de manera pormenorizada, todo fueron ambigüedades.

Sólo faltaba por declarar un chico. Sergi Demetrio. Habían tardado en localizarle, pero por fin estaba allí.

Sergi se cruzó con Mauro cuando este salía de la sala donde le habían interrogado. Mauro le sonrió como queriéndole asegurar que todo había salido bien y que todo marchaba según lo planeado. Pero Mauro se dio cuenta de que Sergi bajaba la mirada. Estaba nervioso, y se le veía dubitativo. Mauro entonces le dio una palmada en el hombro, para infundirle ánimos. Se estaban jugando mucho. Demasiado. Sergi, coño, no nos falles. No me falles, cabrón.

Sergi entró en la sala. Estaba pálido. Nervioso. Era consciente de la situación. Sabía que si decía lo que Mauro esperaba de él, la policía poco podría hacer al respecto. Se tenía bien preparado el discurso: «Lo pasamos bien, sí, bebimos, sí, follamos, pero nada más. Nadie hizo nada que no quisiera hacer». Pero Sergi también podía hablar de sus temores, de la mirada de la chica, de su manera de decir que no, hasta que Mauro, a saber cómo, la había convencido, ¿o forzado?, para que siguiera adelante. Si contaba eso, tal vez los metería a todos en un lío. Incluido a él. Y sobre todo a él. No sólo lo llevarían a juicio, sino que Mauro le haría la vida imposible, lo arruinaría socialmente. Entonces, ¿para qué mencionar esa mirada de pánico en Asia? Si además, puede que estuviera exagerando y se la hubiera inventado. Si allí el único que lo había pasado mal había sido él. ¿O no? Pero algo le decía que de haber pasado así, no se sentiría como una mierda. Todo dependía de él. Y aún no había decidido qué hacer. ¿Contar la verdad pactada o mostrar sus dudas?

El fiscal de menores empezó con las preguntas y, al ver que el chico dudaba, que su declaración era un poco más ambigua, menos precisa que la de los otros, le apretó las tuercas. ¿Estaba ocultando algo? ¿O sus respuestas dubitativas se debían a los nervios o al alcohol ingerido, que no le dejaba recordar?

—Sergi, ¿la chica dijo en algún momento que no quería seguir o de alguna manera lo hizo evidente?

Sergi respiró profundamente. Miró al fiscal, luego a los dos policías. Tensó los dedos debajo de la mesa y cerró los ojos antes de dar su respuesta.