22

Algo parecido a la felicidad

I

Petra había estado media mañana trabajando sin descanso. Un masaje tras otro. Una clienta la notó especialmente alegre y se lo hizo notar. «Tienes cara de haber echado un polvo. Y tus manos... tus manos hoy me están dejando la espalda nueva». «¿También se nota en las manos que he echado un polvo? Anda, no digas tonterías. A ti te voy a contar yo con quien me acuesto o me dejo de acostar». Pero era verdad. Llevaba dos noches acostándose con Pablo y le estaba sentando estupendamente, tan bien que hasta se sentía culpable de estar tan relajada y tan a gusto, justo ahora que su hija estaba atravesando por algo tan complicado. Aunque a lo mejor tampoco había por qué dramatizar. Asia llevaba dos días llegando del colegio contenta, como si nada hubiera pasado. A lo mejor era verdad que poco a poco podía volver a la normalidad.

—Y ese brillo en el pelo... Cuando a alguien le brilla así el pelo es que ha catado varón pero bien.

—Sí, o que ha cambiado de champú, no me seas numerera.

Pero algo de razón tenía. Follar con Pablo era como volver a casa. Conocía sus abrazos, sus embestidas, reconocía su olor. Follar con Pablo no era comparable a hacerlo con ningún otro. Después del divorcio tuvieron varias «recaídas», como las llamaba ella. Quedaban para hablar de los niños, o para concretar algún detalle, de quién se queda con esto, quién con lo otro, y de repente, sin apenas darse cuenta, ya estaban desnudos o medio desnudos abrazados, sudando. Pero esos encuentros les dejaban una resaca amarga. Mientras ocurría todo parecía posible, sus cuerpos se entendían, se excitaban, se aliviaban. Dejaban de lado todas las tensiones y los malos momentos, pero una vez alcanzado el orgasmo todo el odio y el rencor volvían al presente y con más fuerza incluso. Así que por su propia salud, Petra decidió acabar con eso. Aún recordaba con una claridad meridiana y con todo lujo de detalles la tarde en que Pablo se le abalanzó y ella le dijo que no, que no podía ser, que se había acabado. Si estaban divorciados lo estaban de verdad, para todo. El sexo entre ellos pasaba a ser historia antigua. Por eso Petra no entendía cómo había recaído las dos últimas noches. Pero, por primera vez en mucho tiempo, tuvo la impresión de ver una lucecita al final del túnel. Un brillo de esperanza, ya que esos polvos no les habían dejado del todo hundidos, el rencor no se había instalado después del orgasmo. Y hubo un par de detalles, de caricias, que le hicieron creer que tal vez... tal vez...

Y por eso, allí mismo, con las manos en la espalda de esa paciente, tomó una decisión: retomar el contacto con Aviador 43, ya era hora de conocerse en persona. Esa era la mejor manera de no volver a caer con Pablo y de no hacerse ilusiones. En caso de que quisiera quedar con ella, porque desde el sábado llevaba ignorándole.

Tan pronto como la clienta se fue, Petra le envió un mensaje: «No sé si seguirás con ganas de seducirme entre las nubes. Yo ya te digo que con una cama me basta».

Releyó el mensaje dos veces antes de mandarlo. No sabía si darle al botón de enviar o no. Pero el caso es que estaba orgullosa de lo que había escrito. Empezaba entre cursi y poético y terminaba de una manera atrevida. Así que se decidió y lo envió.

La respuesta no se hizo esperar ni cinco minutos. «Empezamos por un café? Creo que tienes mucho que contarme». A Petra le molestó un poco el mensaje. No era ni cursi, ni poético, ni atrevido. Era realista. Y no sabía si ahora mismo le apetecía otra dosis de realidad. Ella quería evadirse, y había pensado que con ese desconocido, con el que llevaba tiempo con el juego de la seducción, sería una buena manera de hacerlo. Pero la respuesta de él la dejaba un tanto... No sabía ni cómo la había dejado. Así que le respondió: «Si quieres que hable, más que un café voy a necesitar una cerveza o dos. Tal vez tres».

«¿Esta tarde?», contestó él. Y ella le dijo que sí, que por qué no. Y quedaron en un café por el barrio de los Austrias.

Petra le robó un poco de perfume a su hija. Quería oler como alguien más joven de lo que era. Se probó varios vestidos antes de decidirse y utilizó a Rómulo para que le diera su opinión.

—¿Has quedado con papá?

—¿Con papá? ¿Y yo por qué me iba a arreglar tanto para quedar con tu padre?

—No sé... Estos días estáis todos tan raros... ¿Con quién has quedado?

—Con un amigo.

—¿Y lo sabe papá?

—¿Pero a santo de qué le voy a pedir permiso a tu padre, Rómulo? ¿Estoy guapa o no estoy guapa?

—Sí.

—Gracias. Y de esto ni una palabra a tu padre.

—Vale, no le diré que te has puesto guapa para otro, tranquila.

Petra sintió un pinchazo en el estómago. ¿Remordimiento? Tal vez, pero no por quedar con un desconocido, sino por haber dejado instalarse en casa a su ex. Era normal que ahora su hijo se sintiera desconcertado. Por eso lo mejor era volver a la rutina de su vida. Adiós a Pablo para siempre, hola a Aviador 43 y a los que vinieran. Porque ella ya sabía que ni el aviador iba a ser el hombre de su vida, ni el siguiente que viniera después del aviador, pero eso era lo que tocaba. Cuando antes lo aceptara y cuanto antes pasara página, mejor.

Cuando iba a salir por la puerta, Asia entró en casa. Llevaba su bolsa de entrenamiento y la ropa de deporte.

—Hola, cariño, ¿qué tal en natación?

—Bien, bien, tengo a la entrenadora un poco mosqueada, pero se le pasará.

—Si quieres que hable yo con ella...

—No, no —se apresuró a decir Asia—. No es necesario.

Petra le sonrió.

—Como tú veas.

Asia olió el perfume.

—¿Me has pillado mi perfume?

—Un poquito, es que huele tan rico.

—¿Con quién has quedado?

Petra no supo muy bien qué contestar y Rómulo lo hizo por ella.

—Con un amigo, pero no quiere que papá se entere.

—¿Ah, sí? —preguntó Asia bastante sorprendida.

Y Petra, algo pillada en falta, contestó:

—Yo no te he dicho eso, Rómulo. O no así. —Y mirando a su hija, añadió—: Pero si no quieres que vaya, no voy. ¿Prefieres que me quede en casa?

—¿Y yo por qué voy a querer que te quedes aquí? No digas tonterías. Vete.

—¿Seguro?

—Que sí, y que ya me ocupo yo de Rómulo. Tranquila.

—En menos de dos horas estoy de vuelta. Y Rómulo se iba a casa del vecino, ¿a que si?

Rómulo asintió. Y Petra se despidió de su hija con un beso en la mejilla.

—Pero ese perfume huele mejor en mí, que lo sepas —bromeó Asia.

Cuando Petra se marchó, Asia tiró la bolsa de deporte. Le había mentido a su madre. No había ido al entrenamiento. O mejor dicho, sí había ido, pero no se había atrevido a entrar al pabellón. No quería nadar. No quería enfrentarse a la entrenadora, ni a Nerea —llevaba dos días esquivándola con éxito en la escuela—, pero, sobre todo, no quería meterse en el agua. Aunque esto último no lo hubiera admitido ni bajo tortura.

Miró a Rómulo.

—¿Tú sabes quién es ese amigo de mamá?

—¿Yo? ¿Por qué iba a saberlo yo?

—Porque tú te enteras de todo.

—Qué va, últimamente no me entero de nada.

Asia se metió en su habitación. Tenía un mensaje de Nerea que no había mirado. Y uno nuevo de Andrés. Qué pesado, el tío. Tiró el móvil a la cama y encendió el ordenador. Mauro estaba conectado y se puso a hablar con él. Ese día, tal como habían pactado, se habían comportado en clase casi como dos desconocidos. Pero luego buscaron la manera de verse a solas un par de veces durante la mañana. Y Asia había rozado el paraíso. Mauro, sin ser empalagoso ni romántico a la manera de las pelis tontas, sacaba lo mejor de ella y convertía cada encuentro en algo único y especial. Asia se sentía más guapa, más lista y mucho más ocurrente y divertida sólo por el hecho de que él la escuchara y la entendiera. ¿Cómo podían tener tanta complicidad con tan poco? ¿Y por qué no habían intimado antes? Asia le miraba embobada, aunque intentaba que no se le notara. Y, por supuesto, se reprimía las ganas de decirle: así que era esto, esto es lo que se siente cuando una es deseada por el chico que quiere.

—¿Sigues sin hablar con Ne? —le escribió el chico.

—Sí, ¿por?

—Es tu mejor amiga.

—Ya, Mauro, pero... no sé, me traicionó.

—No digas tontadas. Fui yo quien la convencí para dormir abrazado a ella. Y a mí me has perdonado.

«Eso también es verdad», pensó Asia. Así que después de cerrar la conversación con Mauro cogió su móvil y abrió el mensaje de Nerea.

«Ya me ha dicho Mauro que estáis ahí ahí. Me alegro mucho. De verdad».

Asia decidió contestarle. Era absurdo continuar con el enfado. Sobre todo, porque estaba deseando contarle a alguien todo lo que le estaba ocurriendo con Mauro, y ella era su única amiga.

«Gracias. Tengo mucho que contarte». Y con esas dos frases, Asia y Nerea volvieron a retomar su amistad. Aunque Asia decidió no volver a mencionar la noche del sábado, al menos si ella no sacaba el tema. No estaba preparada para eso, seguía teniéndolo todo muy confuso en su mente y era mejor no menearlo demasiado.

II

Petra iba mentalizada para encontrarse con cualquier tipo de hombre. No se esperaba demasiado, aunque al entrar en la cafetería cruzó los dedos para que no fuera el viejo que estaba sentado en la mesa de al lado de la cristalera. «Como se levante y me salude, me largo sin contestarle. Porque es lo que se merecen los mentirosos. Que una cosa es quitarse cinco años y otra quitarse quince».

Alguien le tocó en el hombro con un dedo.

—¿Petra?

Se dio la vuelta y lo vio. Si ese era Aviador 43, estaba de suerte.

—¿Aviador?

—Llámame Dámaso mejor.

Petra sonrió. El aviador se llamaba Dámaso y no tenía entradas, ni barriga, no era bizco, ni cojo. No era muy alto, pero tampoco bajito. Y ya como fuera aviador de verdad, iba a tener que hacer un esfuerzo para no dar saltos de felicidad.

—¿Qué tal? ¿Das el aprobado? —preguntó él sonriendo.

Vaya, y también tenía una bonita sonrisa, y con todos los dientes blancos y en su sitio. La camisa era un poco estrafalaria, pero era tan fácil de solucionar como que se pusiera otra o se la quitara.

—Con notable alto.

—Si no me conoces —dijo Dámaso.

—Es que soy muy frívola —contestó aparentando ser una mujer mundana, o más bien, imitando a su amiga Veva—. Y tengo el estándar muy bajo, a mí dame un hombre con todos los dientes y con pelo y ya me tienes ganada.

—Estoy de suerte entonces.

—¿Y tú? ¿Me das el aprobado?

—Yo voy a esperar a la segunda caña. Me pasa lo contrario que a ti, soy muy exigente.

—Entonces mejor nos ahorramos las cañas y me voy —dijo ella con voz de derrota. Pretendía ser irónica, pero al ver el gesto de él se preocupó.

—¿Por qué? —preguntó Dámaso.

—Porque yo soy de suspender en casi todo. Y más si se espera mucho de mí.

—No voy a dejar que te vayas.

Y a Petra le gustó tanto cómo había sonado eso que se quedó. A la segunda cerveza ya le estaba contando todo lo que había pasado esos días y por qué no había contestado a ninguno de sus mensajes. Dámaso escuchaba con atención y cuando ella acabó de hablar, estaba sin palabras.

—¿Qué ocurre? ¿No me crees?

—¿Cómo no te voy a creer, mujer? Habría que estar muy mal de la cabeza para inventarse una cosa así como excusa. Y tú no tienes pinta de estar mal de la cabeza.

—Gracias.

—¿Y tu hija cómo está?

—Es más fuerte de lo que pensábamos Pablo y yo. Pablo es mi ex...

—Sí, es la séptima vez que lo nombras. Lo había intuido.

—¿Tantas veces he nombrado a Pablo?

—Ocho con esta.

—Vaya.

—Pero me estabas hablando de tu hija. ¿Qué tal está ahora?

—Bien, bien, creo que lo peor ya pasó.

—Me alegro.

—¿Y qué? ¿He aprobado o te quieres evitar seguir hablando con una mujer que viene con todo esto encima? —preguntó.

—¿Quieres que mañana demos una vuelta en mi avioneta?

—¿De verdad eres piloto?

—Sí, pero de avionetas. No tienen nada de glamour, las avionetas que pilotamos son como un Smart con alas, igual de pequeñas, son cuatro latas con un motor y suelo hacer siempre el mismo recorrido con los alumnos... Acaba siendo muy rutinario.

—¿Alumnos? —preguntó Petra.

—Sí, ¿no te lo dije? Doy clases a los que quieren sacarse el carné de piloto de avioneta.

—Ah... —dijo Petra sin disimular su desencanto.

—¿Ves? Ya te dije que no tenía nada de glamour.

—No es eso, no es eso. Es que a Pablo lo conocí así.

—¿En una avioneta?

—No, en la autoescuela. En clase de conducir. También es profesor.

—Ah... —dijo Dámaso.

—Sí —asintió Petra.

Y entonces, antes de que la conversación se muriera de desencanto, Dámaso reaccionó.

—Volar es más divertido —dijo y siguió bromeando—. Y muchísimo más caro. Piensa que conmigo subes un poquito el nivel.

Petra agradeció el esfuerzo. Le empezaba a caer bien el aviador, aunque fuera de una autoescuela voladora. Además, sabía escuchar y tenía gracia. Y todos los dientes.

—Y eres más guapo —le dijo ella de manera animosa para ponerse a su altura—. Y entre tú y yo no hay un pasado envenenado, ni rencor, ni dos hijos en común, ni una pensión alimenticia...

—Entonces gano por goleada. ¿Te atreves con el vuelo?

—¿Por qué no?

III

Rómulo estaba en el parque con su amigo Nano, el vecino. Los dos estaban en la pista de skate. Nano había mejorado mucho su técnica e intentaba darle unos cuantos consejos a Rómulo.

—Así no, cógela más abajo.

—¿Así?

Nano vio a lo lejos a Sergi, el que le daba clase particulares y le había enseñado los trucos para mejorar con el skate.

—Ahí está Sergi. Espera, que lo aviso.

Nano llamó a su profe. Y Sergi se acercó.

—¿Qué pasa, Nano? ¿Qué tal van esas mates?

—Guay, esta vez apruebo fijo.

—Así me gusta, que no quiero estar todo el verano encerrado dándote clases.

—Este es mi colega Rómulo —le dijo el chaval señalándole a su amigo.

Al oír ese nombre, a Sergi le cambió la cara. No podía haber muchos chavales en el barrio que tuvieran el mismo nombre que el hermano de Asia.

—¿Tú eres hermano de Asia?

—Sí, ¿la conoces?

—Vamos a la misma clase —dijo intentando aparentar normalidad.

—Guay. ¿Me enseñas lo que le enseñaste a Nano?

Sergi recompuso su actitud lo más rápido que pudo.

—Es que tengo un poco de prisa.

—Venga, colega, enróllate —le pidió Nano imitando la manera de hablar de los mayores—. Si este lo pilla todo al vuelo.

Sergi no sabía muy bien qué hacer. Creía que si Asia se enteraba no le iba a hacer ninguna gracia, pero, por otro lado, el chaval tampoco tenía la culpa de sus movidas. Y además, si ella y Mauro habían hecho las paces, ¿por qué él no iba a poder pasar un rato con su hermano pequeño?

—Vale, pero sólo diez minutos. Y Rómulo, tampoco hace falta que tu hermana se entere de esto.

—¿Por? Si ella me deja hacer burradas con el skate.

—Ya, ya, no es por eso. Mejor que no se entere.

—Como quieras.

Los diez minutos se convirtieron en una hora. Sergi estaba disfrutando entrenando al chaval, porque era verdad que lo pillaba todo al vuelo. Y Sergi acabó fantaseando con la idea de que si ayudaba a Rómulo a mejorar, sería como una forma de compensar lo que había hecho el sábado y su cobardía en la comisaría.

—Eres bueno —le dijo al chico.

—Qué va —contestó Rómulo—. Tengo mucho que aprender. ¿Te vas a pasar otro día por el parque?

—No sé, puede.

Sergi se subió al skate del chico e hizo una última pirueta.

—¿Te parece bien que te dé mi número de móvil y si estás por aquí otro día aburrido me das un toque? Yo vivo aquí al lado y puedo bajar corriendo.

Sergi, desde el skate, asintió.

—Apúntame tu número si quieres. Tengo mi móvil ahí en la mochila. Cógelo.

Rómulo abrió la mochila del chico y cogió el teléfono. Al abrirlo, tocó alguna tecla que no debía y lo primero que apareció fue la foto de Sergi con un señor mayor detrás, abrazado a él. Rómulo rápidamente pulsó otra tecla y consiguió meterse en la agenda y teclear su número de teléfono.

—Hecho.

IV

Petra llegó a casa con el ánimo cambiado. Estaba muy contenta. Orgullosa de haber ido a la cita. Orgullosa de haber aceptado la invitación de ir a volar. Iba por el buen camino. El aviador era un tipo agradable, guapo, con conversación. Era el mejor antídoto para poner distancia entre ella y Pablo. Y ya luego si acababan en la cama y si se entendían y si... Pero mejor no embalarse ni adelantar acontecimientos. Lo importante es que al día siguiente iba a volar con él. Y que eso le iba a hacer olvidar a su exmarido.

Esa noche Pablo se pasó por casa para ver qué tal estaba Asia.

Y Petra y él, sin saber bien cómo, acabaron de nuevo en la cama.

Pablo se despertó a media noche con una sensación extraña. Acababa de tener una pesadilla, pero apenas recordaba gran cosa. Estaba en una isla, o algo así, y el agua empezaba a cubrirlo todo. A lo mejor no era una isla, tal vez había sido una barca gigante de madera. Él se ponía a despertar a la gente, para que no se ahogara... Pero no recordaba más. Miró a Petra. Dormía plácidamente a su lado. Ahí estaba él, dos años después, compartiendo cama con el único amor de su vida y teniendo pesadillas sobre islas de madera que se hunden. Su inconsciente era incluso mas previsible que él.

En la oscuridad de la noche le dio por pensar que no había sido buena idea llamar al periodista. Había hablado demasiado, pero necesitaba tanto desahogarse... Ahora temía que el artículo fuera contraproducente. Pero no tenía por qué alarmarse, el periodista le había prometido que le pasaría el artículo antes de publicarlo, para que se sintiera libre de hablar de lo que quisiera y que luego pudiera cortar cualquier cosa que le pareciera excesiva. Pablo sólo había puesto una condición: proteger la identidad de su hija. Bastante tenía como para que la gente pudiera señalarla con el dedo. Así que el periodista podía hablar del barrio en el que vivía, pero no del colegio en el que estudiaba, y tampoco podía citar su nombre, ni siquiera sus iniciales. El periodista había aceptado. Aunque eso sí, hablaría con la comisaría para verificar la historia. A Pablo le había parecido razonable. Se tranquilizó. Si la noticia hablaba de una chica sin concretar, si no se reconocía, no había manera de que su hija se viera perjudicada. Y además, si no habían publicado ese día el artículo, puede que ya ni lo sacaran. Y en caso de que viera la luz, tal vez alguien podría beneficiarse de todo el asunto. Si los chicos iban a quedar en libertad y no se podía borrar lo que había pasado, al menos, al hacerlo público, la situación no se volvería a repetir. Y, sobre todo, si gracias a eso series como Tabula rasa dejaban de emitirse, la entrevista con el periodista habría merecido la pena. ¿Cómo en un horario de máxima audiencia se atrevían a poner una serie de adolescentes con ese contenido tan explícito, tan ambiguo moralmente? Pablo no se tenía por una persona conservadora ni pacata, pero debían existir unos límites. ¿Por qué nadie había asesorado a los de la serie para explicarles que los adolescentes eran personas muy influenciables a los que les encantaba emular lo que hacían sus personajes favoritos del cine y de la tele? A él esto le parecía tan claro y tan obvio que le molestaba que los demás no se dieran cuenta. Aunque tenía que admitir que cuando había leído algo al respecto, que varias asociaciones de padres y de profesores habían denunciado hacía un año y pico el contenido de la serie, pidiendo su retirada, los había tachado de exagerados y de rancios. Y ahora él iba a comenzar una campaña para conseguir lo mismo y no iba a parar hasta lograr su objetivo. ¿Acaso no estaba en la Constitución como derecho inalienable la defensa y protección de la infancia? ¿Y qué era Asia sino una niña?

Pablo, orgulloso de haber calmado su miedo, acarició la mejilla de Petra, se acomodó en la cama e intentó dormir de nuevo.

Ya no le asustaban las pesadillas.

Qué infeliz.