CAPÍTULO X
La cita con el muchacho era a las diez de la mañana.
En la hora que le quedaba por delante. Theodoro se afeitó, mandó que le dieran lustre a sus zapatos, y aun tuvo tiempo de desayunar copiosamente.
A las diez en punto estaba en el bar de Griffits, pero, al parecer, el muchacho no había llegado todavía. Pacientemente, encendió un pitillo, y sólo al encontrar el paquete vacío y el suelo a su alrededor repleto de puntas aplastadas con el tacón, comprendió que en la espera iban transcurridas ya más de dos horas. Inquieto, requirió al del mostrador:
—¡Eh, oiga! ¿No ha visto por aquí un chico moreno con jersey a rayas azules…? Tiene la nariz respingona.
El hombre uniformado de blanco asintió, describiendo un semicírculo con la palma de la mano, como si sacara brillo a un cristal.
—¿Quién, el chico de Paola…? ¿Usted es el policía, no? —Theodoro Martin, sorprendido, no dijo nada, y el otro se apoyó de brazos en el mostrador, rompiendo a charlar animadamente—. Well, ya nos dijo que iban a meter mano a esos granujas, y está bien… ¡Ya lo creo! Va siendo hora de que se limpie a fondo la ciudad de gentuza y pistoleros…
Martin, alarmado, le cortó en seco:
—Le he preguntado por el chico. ¿A dónde ha ido…?
—Me dejó recado… De haber sabido que era usted, la verdad es que no tiene cara de policía. —Theodoro no se lo agradeció, y puso un gesto impaciento presintiendo lo peor—. Pues sí, le llamaron por teléfono del hospital minutos antes que usted llegara; su padre, por lo visto, está mal. Pobre hombre, yo…
Pero el policía ya no le escuchadla. En tres zancadas se abalanzó sobre el teléfono, pidiendo comunicación con el hospital. La voz de la enfermera le sacó de dudas.
—No. El chico no está. El herido pasó la noche bien, y hasta el momento su estado parece normal.
El policía sintió que una gota de sudor le resbalaba a lo largo de la espina dorsal.
En un taxi trasladóse a la Jefatura, haciendo sonar nerviosamente las falanges de sus dedos como si fueran nueces.
El capitán Clark estaba ya en el departamento con todo su estado mayor y echando ascuas. Quizá la abatida apariencia del joven policía hizo que se serenase un poco el superior. De cualquier forma, sus primeras palabras fueron dramáticas.
—Theodoro Martin —silabeó su nombre entre dientes—. El joven Paola ha sido hallado muerto, apuñalado en un embarcadero…
El agente se puso pálido; no obstante, su reacción nerviosa fue enérgica y en su propio descargo:
—¡Me lo dice como si el crimen lo hubiera cometido yo! Tenía su consentimiento para interrogarlo, y si el chico se ha ido de la lengua en público, tan culpable soy yo como…
En ese momento, el timbre del teléfono, sonando de forma oportuna, hizo que Martin cortara su expansión. Hanson asió el auricular de un zarpazo, desarrugando el entrecejo a medida que su invisible interlocutor iba hablando. Cuando acabaron al otro extremo, musitó un simple «Muy bien», cortando la comunicación con los ojos brillantes.
—Reanudaremos esta conversación en momento más propicio —dijo mirando a Martin—. Ahora destáquese con tres agentes y un taquígrafo al Hospital de Waykersson. Silvio Paola (ignoro por qué conducto) ha sabido lo del chico. Quiere hablar. Yo he de inspeccionar el cadáver del muchacho. —Theodoro iba a salir, cuando el superior le requirió de nuevo—: ¡Ah! Y entérese por qué procedimiento ha recibido la noticia el herido.
Martin eligió a sus acompañantes, partiendo a cumplimentar lo ordenado.
En el interior del coche patrullero camino del hospital, pensaba que al final estaban ocurriendo demasiadas cosas a un mismo tiempo, y la cabeza le empezaba a zumbar.
En el edificio sanitario, los policías se encaminaron directamente a la habitación del herido sin pérdida de tiempo.
La sola contemplación de Silvio Paola era un espectáculo desgarrador, aun para el más entero. Dos enfermeros sujetaban al herido presa de un violento ataque de nervios, y Martin, sintiéndose conmovido, maldijo de su profesión.
Tras un rato de forcejeo, el italiano fue moderando algo su dolor; luego, al advertir la presencia de los policías en la habitación, consiguió dominarse. Recostado sobre la almohada, con toda su humanidad abatida y el pelo revuelto húmedo de sudor y lágrimas, el hombre ofrecía un aspecto lastimoso. Hizo un gesto como si reconociera a Martin, invitándolo a acercarse.
—Tome nota… de… de cuanto voy a decirle…
El policía afirmó con la cabeza, animándole con un ademán comprensivo.
En ese momento se abrió la puerta para dar paso a un enfermero con bata blanca; en sus manos portaba una cubeta de las destinadas a poner inyecciones, al parecer con los útiles necesarios. Martín hizo una mueca de fastidio ante la inoportuna presencia del enfermero que, avanzando por el centro de la habitación, adelantóse hasta los pies de la cama del herido. Los hechos que se sucedieron a continuación fueron de una rapidez tan sorprendente como en una escena muda de cine retrospectivo, sin que el agente, sorprendido, tuviera tiempo de intervenir.
La cubeta cayó sobre la cama, quedando al descubierto en la mano derecha del falso enfermero un empavonado revólver de cañón corto, con el cual hizo fuego por tres veces y a boca de jarro sobre Paola. Éste dio un pequeño salto, quedando colgado medio cuerpo fuera de la cama, con el pie escayolado pendiente de la polea, como el polichinela de una caja sorpresa.
Martin fue el primero de los presentes en reaccionar, sacando su pistola de la sobaquera, mas antes de que pudiera montaría, la puerta abrióse como impulsada por un vendaval, y tres hombres empuñando pistolas ametralladoras, disparaban en abanico, cubriendo todo el área de la habitación.
La sorpresa resultó superior al pánico. Theodoro se lanzó al suelo, dirigiendo su primera descarga contra el enfermero, que cayó sobre la cama de bruces. Dos de los policías, con el pecho acribillado a balazos, rebotaron en las baldosas al lado mismo de Martin; éste, con los dos hombres del Gobierno que al parecer habían resultado ilesos, atravesó la puerta en persecución de los malhechores.
A la salida, una nueva rociada recibió a los tres hombres, doblándose uno de los policías como si le hubieran partido la columna vertebral. Theodoro Martin hizo funcionar el gatillo gritando como un loco, y uno de los «gánster» soltó su arma, llevándose la mano al pecho, y cayendo a continuación hecho un ovillo. El agente cambió su arma descargada, apoderándose de la del caído; los agresores torcían ya por el pasillo, dirigiéndose a la escalera principal.
Theo y el otro superviviente, sin cesar de disparar, lanzáronse a la descubierta. Al virar el recodo, Martin no pudo evitar tropezar con una enfermera, que, apoyando una mano en el suelo con gesto horrorizado, llevábase la otra a un costado tinto en sangre. El policía resbaló sobre las baldosas, siendo esto lo que salvó su vida; una ráfaga de balas pasó zumbando sobre su cabeza para alcanzar de lleno a su compañero, que se desplomó retorcido sin proferir ni un gemido. Los agresores enfilaron la escalera, disparando en todas direcciones; el griterío que salía de las salas daba idea del pánico provocado por los tiros…
Theodoro, solo, se plantó en la escalera, de dos saltos, protegiéndose en los recodos de ésta. Todavía hizo un nuevo blanco, quedando el muerto atravesado grotescamente en la escalera.
Los malhechores pisaron el umbral de salida. En la puerta, al lado de un coche con el motor en marcha, varios hombres armados les protegían la retirada. El coche arrancó cuando Martin desembocaba en la calle.
Un policía de tráfico que quiso interceptar el vehículo fue embestido brutalmente, siendo lanzado por el choque a más de diez metros de distancia, igual que un guiñapo. Theo, desde el pórtico del hospital, intentando afinar la puntería, disparó a pulso con la ametralladora del «gánster» abatido, y la ráfaga, de forma casi milagrosa, incrustóse en los dos neumáticos traseros. El Sedán, después de zigzaguear como una veloz culebra, fue a estrellarse contra la esquina de la calle.
Corrió frenético hacia el destruido coche, más antes que pudiera llegar a él, una llamarada azul brotó de su motor, sin que nadie del interior diera señales de vida intentando salir.
Cuando estuvo al lado del automóvil, este ardía como una tea resinosa. El olor a carne quemada apestaba el ambiente.
Un coche patrullero frenó frente al grupo que se había formado, y Martin, después de acreditarse, dio al sargento las órdenes necesarias, volviendo rápidamente sobre sus pasos.
* * *
En el interior del hospital reinaba una confusión indescriptible. La gente danzaba de un lado para otro, como si todavía buscara refugio; los gritos de todos los enfermos pidiendo auxilio y llamando desesperadamente al personal interno, atronaban el espacio. Varios enfermos en pijama se debatían despavoridos ante los esfuerzos de los enfermeros por volverlos a sus respectivas habitaciones, sin que la labor de los hombres de blanco fuera suficiente para imponer por completo el orden.
Martin recorrió de nuevo todo el itinerario de la refriega. Los cuerpos habían sido retirados de donde cayeran, mostrando en su lugar significativos charcos de sangre ya medio coagulada. La habitación que fuera de Paola ofrecía un aspecto espeluznante; algo así como si alguien se hubiera entretenido volcando sobre paredes y muebles cubos enteros de pintura roja. Los cuerpos retorcidos en diversas formas componían la estampa de un matadero. Un enfermero, acompañado de un policía uniformado con la cabeza abierta, contemplaban con ojos dilatados la impresionante escena. Theodoro Martin reconoció en el guardia descalabrado al que prestara servicio ante la puerta del italiano; este dirigióse temeroso al agente.
—Al entrar el enfermero —señaló al agresor de la bata blanca desangrado sobre la cama—… un hombre me hizo una pregunta… Al mismo tiempo debieron golpearme por detrás…
Martin no respondió nada, y tras unos segundos de silencio se acercó al cadáver del falso enfermero. Le levantó la cabeza por los pelos, y preguntó al interno que estaba con el guardia:
—¿Pertenece éste al personal de plantilla?
El interrogado se encogió de hombros, negando levemente con la cabeza. Luego el agente se inclinó para reconocer los cuerpos de los dos policías. A juzgar por los destrozos causados en ellos, la muerte debió de ser instantánea. Theodoro se llevó las manos a la cara, restregándosela con lentos movimientos como si deseara apartar de su memoria las escenas recientemente acaecidas. El de la bata blanca habló con voz queda:
—Vi que trasladaban dos que parecían tener vida a la Sala de Urgencia.
Los ojos de Martin se animaron esperanzadoramente, recordando ahora a sus dos compañeros tumbados por las balas en la persecución. Conducido por el enfermero, salió del cuarto con dirección a la citada sala. En el pasillo tropezó con el capitán Clark, al frente este de una verdadera tropa de policías. Estaba pálido y desencajado. Se encaró con Martin, asiéndole de la solapa al tiempo que gritaba:
—¡Gracias a Dios…! ¿Qué diablos ha pasado aquí?
El aludido dio suelta a sus nervios apartando la garra de Clark de un manotazo, y levantando su voz por encima de la de éste:
—¡A mí no me grite, que hoy no aguanto ni a mi sombra!
El capitán Clark se hizo cargo de la situación, pasando por alto la violenta respuesta; varió su tono.
—Vamos, serénese, muchacho, y cuénteme lo ocurrido.
Echó a andar cogiendo al agente por el brazo, y éste se dejó conducir dócilmente hasta la habitación de Silvio Paola. El capitán Clark, a la vista de tan espantosa carnicería, apretó los labios cambiando de color. Se puso a reconocer los cuerpos de los dos policías, y tras de carraspear, dio media vuelta para salir de la estancia. Martin, a su lado, relató brevemente lo ocurrido.
—Nos tomaron por sorpresa, capitán. Atontaron al vigilante, colándose dentro. El primero iba disfrazado de enfermero, y pudo matar a Paola en nuestros hocicos. Luego asomaron otros, disparando desde la puerta con pistolas ametralladoras… fue un infierno… —Espació sus palabras, con afectado acento—. Ahora iba a ver quién quedaba… con vida.
En la Sala de Urgencia estaban disponiendo lo necesario para operar a uno de los heridos. Theodoro, pese al gesto de amargo dolor del que iba a ser intervenido, reconoció en él a un compañero de servicio.
Estaba desnudo, con un torniquete en cada muslo para evitar la hemorragia de las dos piernas segadas por las rodillas. Aun tuvo fuerzas para hablar a Martin.
—Acabaste con todos, ¿eh, muchacho…? Buena pun… tería.
Theodoro, después de estrecharle cariñosamente la mano, desvió su mirada. Un enfermero empujó la camilla con ruedas, quirófano adentro.
Martin reparó entonces en el grupo formado por Clark y tres agentes, alrededor del segundo herido. Rechinó los dientes al ver que era uno de los atacantes que derribara en el pasillo. El hombre respiraba con dificultad. Hanson Clark le interrogaba en ese momento, en tanto que un médico se disponía a inyectarle suero, tal vez para alargar su vida durante unos instantes. El capitán de la policía acercaba su cara a la del moribundo.
—¡Vamos, hable… diga quién los envió aquí…!
El herido volvió la cabeza hacia el lado contrario. Martin, agotada la paciencia, aferró al «gánster» por la camisa, zarandeándole sobre la camilla.
—¡Vamos, víbora; haz algo decente en lo que te queda de vida…! El médico apartó al policía, recriminándole con ética profesional.
—¡No sea violento! ¿No ve que está agonizando?
Hanson, cogiendo al agente de un brazo, lo sacó fuera de la habitación. Alguien a su lado le puso un pitillo encendido en la boca, y el policía aspiró el humo con deleite.
—El viejo le hará hablar, Martin. Tiene una agradable suavidad persuasiva, cuando le da la gana.
Clark, con todo su séquito, salió cuando aún no habían transcurrido ni veinte minutos; Martin, interrogó al viejo con la mirada.
—Ya ha muerto —declaró el capitán, masticando las palabras—. Duke Tarkington les mandó que liquidaran a Silvio Paola, al ver que con la muerte de su hijo, éste reaccionaba de forma contraria a como ellos esperaban. Paola se había hartado ya de tener que dar dinero a los capataces para poder trabajar en el puerto; si hubiera habido media docena de hombres decididos como él, haría mucho tiempo que ese pájaro de Tarkington tendría las alas rotas. Aun así, esta vez ha querido remontarse en vuelo demasiado alto.
Había echado a andar mientras hablaba, encaminándose hacia el ascensor. Cuando bajaron, Martin, humedeciéndose los labios como si chupara un dulce, preguntó a su superior con voz silbante:
—No me diga que ahora vamos por Duke Tarkington.
El ascensor se detuvo al llegar al piso bajo. El capitán de la Metropolitana no quiso contestar hasta que hubieron salido de la amplia cabina.
—No pensaba llevarle conmigo, Martin. —Al ver el gesto contrariado del otro, agregó—: Está bien; la madeja se empieza a desenredar, y no quisiera que al final perdiera usted la cabeza.
Martin no acababa de comprender del todo lo que decía su superior, pero esbozó una media sonrisa, agradecido.
El capitán Clark, después de dejar algunos agentes en el hospital, con el resto de los policías, que ocupaban tres coches, se puso en marcha hacia la guarida de Duke sita en el terminal de Lackawanna.
La caravana hizo callar sus sirenas al entrar por el Holland Tunnel, cruzando por debajo del Hudson River.
En el interior del coche donde Martin acompañaba al capitán, se pudo percibir el chasquido de varias pistolas al ser montadas. Theodoro se dirigió al jefe de la Metropolitana:
—Clark. ¿Qué relación puede tener el «Sueco» con todo esto?
El interpelado levantó los hombros a la altura de sus orejas, dejándolos caer nuevamente.
—Bueno es que la charca esté revuelta —comentó ambiguamente—. De todas formas en este momento, nuestra brújula es la casualidad.
Cuando frenaron los coches ante la morada de Tarkington, los policías se desplegaron rodeando el edificio con un sigilo propio de hormigas. Un grupo, al frente de ellos el capitán Clark con Martin, penetró por la puerta principal; el agente sabía ya el camino.
Subieron la amplia escalinata de madera, deteniéndose ante la mampara de cristales cuya puerta abierta daba acceso a lo que Duke llamaba pomposamente «sus oficinas».
Los policías, pistola en mano, franquearon la entrada encontrando la antesala silenciosamente vacía. La puerta de corredera que comunicaba con el despacho de Tarkington, se hallaba cerrada. Dos hombres, cada uno asiendo un picaporte se dispusieron a abrir de golpe, en tanto que el resto se colocaba a ambos lados con las armas preparadas, protegiéndose en la pared.
A un fuerte impulso las dos hojas se descorrieron, y el cuadro que se ofreció ante los ojos de todos contuvo unánimemente las respiraciones:
Duke Tarkington, en compañía de Sam Lager, su guardaespaldas, yacían ensangrentados en el suelo, con los ojos desmesuradamente abiertos.