CAPÍTULO VIII

Contrariamente a lo que esperaba Martin, su superior el capitán Clark le recibió en la Jefatura con naturalidad. Así Theodoro pudo ahorrarse su corrosivo discurso, sin que por esto desperdiciara la ocasión de hacer mental escarnio de Hanson, comparándole con una cabra paranoica.

—Un tal Silvio Paola que trabajaba de descargador en los muelles, ha sido encontrado apaleado brutalmente. —El viejo sopló en su pipa, que debía tener el conducto obstruido—. Usted, que es muy listo, ya se debe imaginar que detrás de todo esto andan los que «cobran el barato» en el puerto. Necesito que me lo confirme. El italiano está en el Hospital de Waykersson; tiene bastantes huesos rotos, pero la lengua le funciona perfectamente. Probablemente, los agresores no tenían más intención que atemorizarle.

—Hizo un alto, manoseando con curiosa atención su repugnante pipa. Martin supuso que la conversación ya había terminado, cuando el viejo vino a confirmarlo —sí, atemorizarle. Luego me contará usted por qué.

Theodoro no entendió si lo que dijo después fue adiós, o que hipó dos veces consecutivas, lo cierto es que el, seguidamente, abrió la puerta de salida, como si ésta fuera una comunicación directa con el cielo.

Por la calle se entretuvo en analizar lo que en principio le pareciera desconcertante actitud del viejo.

Apostaba Theodoro el cuello, que el presente servicio se lo encomendaba Hanson por considerar los asuntos del puerto bastante afines al caso Corrigan; Nueva York, con sus ocho millones de habitantes, es, a veces, relativamente pequeño.

Ya en el hospital, situado en Pavonia Avenue, Theodoro Martin recorrió un laberinto de salas con olor a yodoformo, hasta llegar a la habitación del italiano, en cuya puerta parecía hacer guardia un policía uniformado. Éste se llevó la mano a la gorra a guisa de saludo, cuando el agente mostrole su placa.

Silvio Paola era un italiano de corpulenta complexión y cara de pocos amigos. Se hallaba cubierto de vendas, y con un pie colgando del techo como si fuera un jamón envuelto. A su lado, un muchacho de unos quince años e inconfundible cara de latino, le prestaba compañía.

El agredido, mirando a Martin sin demostrar el menor interés por su persona, hizo un gesto agrio cuando el detective se identificó.

—No estoy para visitas, me acaban de entablillar todo el cuerpo.

El chico, como si hubiera recibido por telepatía una orden del que parecía ser su padre, se fue hacia el pasillo, Theodoro empezó la carga:

—No quiero molestarle mucho, pero deseamos conocer todo lo que sepa sobre este asunto…, en beneficio suyo, se entiende.

Paola chasqueó la lengua.

—En beneficio mío… ustedes pertenecen a un gran Estado que acoge y beneficia a demasiada gente, y a fin de cuentas no protege a nadie. No sé quién me ha atacado, ni los motivos que tenían para ello. Si usted es policía, puede averiguarlo y luego me lo cuenta.

—Yo no puedo averiguar nada si usted no me ayuda. Sé que teme algo, pero si usted y todas las personas honradas como usted no se ponen de acuerdo, llegará día que en vez de en automóviles, habrá que circular por las calles en tanques…

—¡Y a mí qué me cuenta…! ¡Bastante tengo con estar lisiado, y con una familia más numerosa de lo que a cualquiera le gustaría…! ¡Ustedes protegen a todo el mundo…, vayan con ese cuento a Pietro Panto[10]; todavía pueden guardar sus huesos en una caja fuerte…! —Hizo una pausa, contrayendo con dolor su rostro sudoroso y excitado—. No tengo nada que decir, y si no tuviera mujer e hijos, en vez de perder el tiempo parloteando para ayudarle a usted a ganar cómodamente un sueldo, me marcharía a otro país donde la gente tuviera menos neveras eléctricas, pero pudiera andar por las calles más tranquila…

Paola aplastóse contra la almohada, jadeando como un caballo reventado. Martin quiso insistir algo más, pero sólo consiguió alterar al herido.

Hubo de abandonar la habitación maldiciéndole para sus adentros. ¡Qué fácil para Clark era el dar órdenes! Pensaba que algún día le agradaría el sorprender a Hanson en el interior de su casa fregando platos o algo por el estilo.

El chico de Silvio Paola, sentado en un banco del pasillo, con sus expresivos ojos negros le contemplaba en silencio; Theodoro fue hacia él.

—Tú eres hijo de Paola, ¿no?

El jovenzuelo se levantó como un autómata, asintiendo con la cabeza. Expresaba con gesto hipnotizado su estado de ánimo entre sorprendido y asustado. Al policía le fue simpático el muchacho.

—Tu padre está en un aprieto… —E interrogó—: ¿Cómo te llamas, hijo?

—Philippo —hizo un gallo que a Martin le recordó los canarios cuando la muda de voz.

—Tu padre está en un aprieto, Philippo —repitió—. Te lo digo, porque tú ya eres un hombre… y porque sólo tú puedes ayudarle.

La sangre ardiente y rencorosa de los meridionales circuló por todas las arterias del hijo de Paola, excitándole hasta las orejas.

—Y yo, ¿cómo puedo ayudarle, señor?

—Contándome lo que sepas sobre lo ocurrido, y si conoces u oíste algún nombre de los que venían molestando a tu padre.

—¿Mi padre, qué le ha dicho?

El chico parecía algo receloso, y Martin, consciente, meditó la respuesta.

—Tu padre no quiere decir nada, Philippo, ni tú estás obligado a ello tampoco, si no quieres. —Se sorprendió a sí mismo de oírse hablar tan honradamente—. No obstante, dudo que los que han herido a tu padre estén dispuestos a dejarle en paz; él parece ser de los que no aguantan, pero si quiere tomarse la justicia por su cuenta, dudo que le vaya bien.

—¿Qué debo hacer?

—En primer lugar, meditar bien para hacer aquello que te dicte tu conciencia; tú ya eres un hombre con criterio propio. Luego, si crees que debes colaborar conmigo, decirme simplemente quiénes son los enemigos de tu padre.

Philippo asintió firmemente con la cabeza.

—Sí, señor; le diré cuanto sé y… Theodoro Martin le atajó, rápido.

—No, no; quiero que pienses primero si, en realidad, obras acertadamente contrariando el proceder de tu padre. Una declaración de éstas, hijo, tiene más importancia de lo que tú supones. ¿Amigos?

Le tendió una mano, que el muchacho estrechó orgullosamente.

Quedaron citados para el siguiente día, a las diez de la mañana, en un bar cerca de donde habitaba el muchacho; seguidamente. Martin abandonó el hospital entre satisfecho y preocupado.

Utilizando el primer teléfono público que encontró a su paso se puso al habla con Hanson Clark, ya que ante todo deseaba la aprobación del viejo cascarrabias para interrogar al hijo de Paola.

El otro, desde el extremo opuesto del hilo, carraspeó como si hiciera gárgaras.

—Usted sabrá lo que hace; yo no quiero saber nada ele procedimientos que no sean legales.

Theodoro meditó acerca de si la vieja mula sabía, en realidad de nada legal, incluido el reglamento…

—¡Martin! ¿Está usted ahí?

—Eso creo.

—Está bien; conforme, pero procure por su pellejo que no le ocurra nada al chico. —Hizo una pausa—. Agudice el oído, joven, porque esta noticia le va a interesar. Mike Fabian ha presentado una denuncia esta tarde, alegando que Mayra Greyson ha desaparecido sin decir ni adiós. Ese mono listo quiere cubrirse las espaldas hablando de incumplimientos de contrato y otras tantas majaderías, pero si detrás de todo esto no hay ya un cadáver, qué me ahorquen. ¿Sabía usted algo de ello?

El olor a jazmín lo sintió Martin caliente y espeso como su propia saliva. Sin saber por qué, una ansiedad muy ajena a la rutina del oficio, le empezó a cosquillear en la garganta. A la pregunta de su superior, Martin contestó con un «hum», que podía significar cualquier cosa, y después de colgar el teléfono en una despedida poco protocolaria, el detective salió de la cabina.

Anduvo bastante rato intentando imbuirse la idea de que a la bailarina no le había ocurrido ninguna desgracia que fuera más allá de haber perdido la «amistad» económica de un animal como Mike Fabian. Esto le consoló, pero aun así, en su interior albergaba un malestar bastante difícil de definir.

* * *

Ya anochecido, y con tres forzadas cucharadas de verdura a título de cena, retiróse a descansar a su apartamento de Greenpoint.

Introdujo la llave en la cerradura, adentrándose a obscuras para pulsar el conmutador de la luz, y de repente enderezóse como las orejas de un gazapo al presentir perdigones. Cuando del otro extremo de la habitación le chistaron levemente llamándole con su nombre, ya Martin se hallaba protegido tras de la cama, y con la pistola en la diestra dispuesta a hacer fuego.

La voz que el policía trató de identificar como conocida, repitió otra vez su nombre:

—¡Eh, Martin…, no te inquietes… Soy Thomas Kent, «Texas», tu amigo…!

El aludido tardó unos segundos en contestar, meditando su situación; luego, habló con voz metálica:

—Enciende una cerilla, y levántala en alto con las dos manos hacia arrita; como vea algún otro bulto sospechoso en la habitación, primero descargo contra ti.

—No. Estoy solo. Me introduje aquí porque es el único sitio donde puedo hablar contigo sin temor a que nos vean. Ignoro si me vigilan; por eso preferí no dar la luz hasta que tú subieras. —Mientras decía esto, encendió un fósforo, y un leve resplandor iluminó la estancia.

Con su silueta de paquidermo y el fósforo en lo alto, Theodoro, divertido, comparó al tejano con la Estatua de la Libertad. El hombre parecía decir verdad, por lo menos respecto a que estaba solo. El detective, puesto en pie sin soltar la pistola, se acercó a la llave de la luz, mientras Kent susurraba:

—Deja que me aparte de la ventana.

Preventivamente, el policía le extrajo de la sobaquera un revólver corto; después de bajar la persiana, iluminó el cuarto, y completó sus precauciones cerrando con dos vueltas a la llave.

El otro le contemplaba en silencio. Martin le indicó con un gesto un sillón, permaneciendo él de pie.

—Antes de que empieces a hablar, te diré que ya no creo en la cigüeña.

Kent, adoptando una actitud de cantante de opereta, llevóse la mano al corazón en un gesto cándido e inocente para decir al detective:

—Max Corrigan era amigo de Duke, y este último, compadecido de su condición de imposibilitado, le dio trabajo. ¡Trabajo decente, se entiende! Aunque tú no lo creas. Max no se lo agradeció mucho; Corrigan desapareció en compañía del hombre de confianza de Duke; «El Sueco», con trescientos mil machacantes de la caja fuerte.

El policía contrajo la cara en una forzada sonrisa.

—Se te ha olvidado empezar diciendo: «Erase una vez…».

El tejano no hizo caso de la interrupción, prosiguiendo su relato:

—Erik Olgersson… «El Sueco», era un tipo que yo no me explico cómo mangoneaba tan cerca de Duke; creo que se conocieron en la guerra, y luego empezaron a comer en el mismo plato. —Meneó la cabeza—. Mal bicho; un sujeto desagradable con aires de presidente… feo asunto, cuando el que manda es otro.

Martin le preguntó, sin poner mucho calor en sus palabras:

—¿Y por qué sabes tú que Max estaba «compinchado» con él?

—Verás; no es que hicieran el «negocio» juntos fue «El Sueco» sólo quien, apuntando a Duke con una pistola, le obligó a sacar la pala de la caja, pero minutos más tarde aparecieron juntos unos momentos en el bar de Dikson…

—¡Ah, vamos…!

—Luego. Olgersson, seguramente, se deshizo de Corrigan para quedarse él solo con toda la pasta.

Theodoro no pudo aguantar más, y empezó a hablar exaltadamente; cuando acabó, mordióse fa lengua con rabia.

—¡Eres tú y todos los que te envían, unos malditos puercos! ¡Max fue al cabaret de Mike Fabian porqué esperaba que le llevaran unos pocos dólares…, una cantidad lo suficientemente ridícula como para darla a un pobre en caso de haber robado los trescientos mil «del ala»; además, exponiéndose a pisar el «Jolly Rogers» donde si en realidad hubiera tenido alguna cuenta pendiente con Duke. Fabian que es su lacayo, le habría avisado a este enseguida…! ¡No, amiguito; no me trago tu historia! —Alzó la mano rígida, con el pulgar y el índice amartillados—. ¡No sé lo que pretende Tarkington al enviarte con este maldito cuento, pero dile de mi parte que se vaya al diablo!

Thomas Kent se encogió de hombros.

—Ignoro todo ese lío que me dices del cabaret, pero te estoy hablando claro; Duke está rabioso, y quiere echar la vista encima a «El Sueco». Me envía para decírtelo; tiene los ojos muy abiertos, y más amigos de los que Olgersson quisiera, esperando que este asome la cresta. Duke cree que anda por la ciudad rondando algo…; caerá, te lo aseguro. Cuando Duke se propone algo, lo consigue.

—¡A ver si consigue evitar que le hagan la coronilla[11]! —masculló Martin, irritado.

El otro contestó con calma, poniendo, al fin, las cartas boca arriba:

—Duke sólo quiere pescar a «El Sueco», y cuando lo atrape regalártelo a ti, fresco y coleando, a cambio…, de que no le molestes más injustamente, Martin.

El policía se guardó la pistola en el bolsillo, y cogiendo a Kent por la solapa, obligó a éste a ponerse en pie.

—¡Dile a Tarkington que yo sólo engancharé a «El Sueco» ése, si es que existe! ¡Le engancharé a él y a toda vuestra pandilla de fulleros robatumbas! ¡Que no pararé hasta pillarle en una, y para ese día ojalá me de el gusto y la ocasión de poder meterle siete cargadores en la barriga…!

Thomas Kent, su ex compañero de armas, quiso apaciguarle:

—Está bien, Martin, no te pongas así; tú y yo somos amigos.

—¡Un cuerno…! —bramó el policía—. ¡Yo no soy amigo de pistoleros, si es que algún día llegas a hacer eso mejor que el ordeñar vacas…! —Abrió la puerta, indicando la salida con el brazo estirado—. ¡Lárgate, y cuando Duke tenga que denunciar a alguien de robo, que lo haga por el conducto que emplea la gente decente!

El otro salió, no sin antes extender la mano en solicitud de la pistola confiscada por el policía. Martin cerró, dando un portazo.

Se dejó caer en la butaca, moviendo las mandíbulas como si estuviera masticando algo. El nuevo personaje en escena le desconcertaba en extremo.

Resultaba ahora que Duke Tarkington buscaba a un tal Olgersson apodado «El Sueco», por haberle robado trescientos mil dólares, de los cuales, por los motivos que ya había explicado el tejano, era de todo punto improbable que Max Corrigan hubiera visto ni un solo centavo. Sin embargo, Max huía de alguien como una rata asustada. ¿De quién?

Se mesó los cábenos con impotente desesperación. Cada vez se presentaba la cosa más embarullada.

En la calle empezó a oírse el ruido de un motor al ponerse en marcha; Thomas Kent, sin tantas precauciones como tomara para entrar, se largaba ahora. ¡Maldito él y toda su estúpida comedia…!

Theodoro Martin percibió con inconfundible claridad los tres secos disparos de pistola que hicieron vibrar sus cristales. Púsose en pie de un salto, y casi sin pensarlo se encontró en la escalera, bajando los peldaños de cuatro en cuatro.

Antes de salir se agazapó en la puerta, en prevención de un posible ataque. Todo parecía tranquilo, a excepción de un sedán negro estacionado en la acera de enfrente, con el motor en marcha. El policía dando voces de alto a todo pulmón, cruzó la calle hasta el coche, sin que éste arrancase. Al llegar junto al vehículo, el olor de pólvora recientemente quemada le irritó la garganta.

Lo que vio entonces a través del astillado parabrisas, le hizo encoger el estómago; era sorprendente y desagradable. Thomas Kent, el ex sargento de Salermo, se reclinaba sobre el volante en retorcida postura. La luz encendida del tablero de instrumentos daba a la escena un dramático aspecto.

Martin, después de abrir la portezuela sin ningún género de precauciones, inclinóse sobre el tejano. La sangre que manaba abundante del cuerpo del gigante por tres heridas diferentes, resbalaba por el plástico escocés del asiento, formando charco. Una de las manos de Kent se crispó sobre el volante, y por ello el policía creyó advertir un soplo Ge vida en su antiguo compañero de armas.

Con cuidado, le alzó la cabeza, recostándole sobre el respaldo. Todo el pecho del herido parecía envuelto en una túnica escarlata. Respiraba todavía, aunque con extraordinaria dificultad.

Theodoro, conmovido, le acarició el cabello, hablándole con vehemencia.

—¡«Texas»!… ¡Muchacho, soy yo! ¡Theo Martin…, tú amigo! —El moribundo, abriendo con dificultad sus ojos casi vidriosos, quiso decir algo, el policía insistió—: ¡Vamos, chico…, dime quién ha sido! ¡Lo haré pedazos; te lo juro…!

Thomas. Kent curvó trabajosamente los labios con el último aliento de su vida, le llegaron a Martin las sílabas sueltas, sílabas como el aire de un globo que se desinfla:

—¡… «El… Sue… co»…!

Luego se contrajo como si el alma, al escapársele del cuerpo, le hubiera dejado la piel más estrecha. Martin golpeó frenético el respaldo del asiento con su puño cerrado; la rabia le hacía apretar los dientes. Extrajo con cuidado el brazo donde el muerto apoyaba su espalda, y se santiguo como en los lejanos días…

—Lo siento, muchacho…, o quizá haya sido mejor así.

Todo había transcurrido en menos tiempo del que se emplea para encender un pitillo.

«El Sueco».

Ahora, Martin admitía tanto su existencia como la del propio diablo. Apretó la culata de su pistola hasta hacerse daño en la mano.

La calle permanecía tranquila como si nada hubiera pasado, salvo alguna que otra ventana iluminada, a través de cuyos visillos se adivinaban tímidas siluetas. A lo lejos sonaron los pasos precipitados de alguien, que resultó ser el guardia uniformado de la ronda; deteniéndose junto a Martin al reconocerle, saludóle llevándose arbitrariamente los dedos a la gorra.

—¿Qué ha ocurrido, señor Martin?

—Fuegos artificiales y tiro al blanco. No se mueva de aquí, O’Leary; voy a telefonear.

El irlandés, jadeando por la reciente carrera, hizo un signo afirmativo con la cabeza Los mirones, al ver una gorra de policía, sacaban libremente el cuerpo por las ventanas para hablarse unos a otros, inventando diferentes historias. Dos o tres transeúntes se acercaron impulsados por la curiosidad, y el guardia uniformado, sin ningún género de contemplaciones, les hizo seguir su camino.

La luz amarilla del interior del coche destellaba dando un extraño trillo a la cara del muerto, como si Thomas Kent fuera un rígido muñeco de cera.