CAPÍTULO II

En un taxi, Martin atravesó el colgante Manhattan Bridge sobre el East River, adentrándose en Brooklyn. Pronto dejó atrás Prospect. Park, para internarse en lo que la gente que huele a colonia da por llamar la parte baja de la ciudad.

El domicilio del apostador estaba enclavado en una de esas típicas calles neoyorquinas, donde si bien es patente la más sórdida pobreza, nadie de puertas afuera parece demostrarlo.

Theodoro se apeó del coche al tiempo que sorteaba un soberbio pelotazo de un pequeño bateador pecoso y pelirrojo, tocado con una gorra a gajos de colorines, y merced a unos centavos deslizados en la mano del diminuto jugador de pelota, supo rápidamente el piso en que habitaba Collins.

Franqueado el portal, el policía ascendió por los desgastados peldaños maldiciendo la obscuridad y las coles agrias. Algo debajo de su suela lanzó un doloroso maullido, por lo que dedujo haber pisado un gato. Martin, cuyos pensamientos jamás eran trascendentes, se preguntó por qué siempre en las escaleras obscuras ha de haber gatos.

La escalera acababa en un rellano con una sola puerta, a la que llamó fuertemente con los nudillos. Al otro lado descorrieron un cerrojo, y el batiente se abrió escasamente unos centímetros, por los cuales, a la altura del pecho de Theodoro, brotó una bien dotada nariz. La voz salida del interior semejaba un sostenido de flauta.

—¿Qué desea…?

Theodoro W. Martin pegó una patada a la puerta, viéndose obligado el propietario de las narices a dar un maravilloso salto hacia atrás en provecho de su apéndice nasal. Con la puerta abierta de par en par, el policía se introdujo en la habitación tranquilamente, curioseando a su gusto, y sin prestar la menor atención al apostador, que todavía sin reponerse de la violenta entrada de Theo respiraba trabajosamente.

El cuartucho constaba de una sola habitación destartalada, dividida por una cortina semidescorrida. Una especie de fogón con una pila de piedra negra repleta de cacharros sucios, contrastaba con el otro medio cuarto destinado por lo visto a dormitorio, oficina, comedor y todo lo que una persona con buena voluntad fuera capaz de imaginarse. En la mesa cuadrada que centraba la singular pieza, descansaba una roñosa máquina de las destinadas a imprimir circulares a mano, y a su alrededor una serie de papeles impresos en magnífico desorden.

Martín tomó asiento con reposada precaución en una de las dos únicas silbas que componían el mobiliario, y alargando una mano cogió una circular recientemente entintada.

—¿Qué desea…? —Volvió a sonar la flauta, con más miedo que indignación.

El policía levantó la vista del panel para mirar al hombrecillo. Escasamente pesaría el apostador unas ochenta, libras, denotando con esto su antigua condición de jockey. Llevaba una espectacular camisa a rayas anchas, sujeta con manguitos en el antebrazo. Un bombín generosamente amplio le llegaba casi hasta las cejas, dejando solo al descubierto media cara, que de no ser por sus abultadas narices hubiera resultado de garbanzo. Los pantalones, más anchos que largos y de cualquier forma demasiado grandes para su actual propietario, colgaban sobre su cuerpo merced a unos tirantes con los mismos colores poco más o menos que la bandera de los Estados Unidos.

Martin concentró su atención en la cara del apostador. Sus ojos (uno de ellos de inexpresivo vidrio), saltones y pedunculados como los de una langosta, pendían, cual dos alforjas a ambos lados de la nariz; esta última, puntiaguda y desproporcionada, semejaba un postizo de cera de los empleados por George Arliss para interpretar a Cyrano. Las orejas, en buena armonía con el tamaño de la nariz, sujetaban dobladas el peso del bombín.

—¿Qué desea… si se puede saber?

El policía chasqueó la lengua, al tiempo que balanceaba la circular.

—Collins… ¿Por qué en su «Oferta Especial de Sólo un Dólar» para el Premio Irlanda, aconseja usted a «Umpy Dunty»? Ese caballo no sería capaz de entrar el primero ni aun subiéndolo en la plataforma de un camión.

El apostador, ya rehecho ante las aparentes maneras suaves de Martin, avanzó dos pasos chillando como una corneja, volteando sus escuálidos brazos en el aire como un muñeco de guiñol.

—¡No me importa un comino lo que usted piense!… ¡Yo en mi casa hago lo que me da la gana!

Transcurrieron unos segundos antes de que Theo contestara al furioso personaje; deslizó su mano en el bolsillo, depositando sobre la mesa el cartón de la apuesta encontrado sobre el cadáver de Max Corrigan. La voz de Martin, aunque igualmente reposada que al principio, tenía ahora un timbre diferente.

—No se enoje, Collins… vengo a cobrar una apuesta, de parte de un amigo. El hombrecillo pareció perder algo de su aplomo, contestando evasivamente:

—Las apuestas que yo hago, solamente las pago a los interesados… ¡Además no me gusta usted ni sus procedimientos para entrar en las casas ajenas!

—Mi amigo no puede venir, Collins… —El detective miraba el techo con expresión perdida—. Ha muerto. Lo han matado de forma brutal, por la espalda, echando su cuerpo a donde va a parar la basura de la ciudad… se llamaba Max Corrigan.

Collins, aparentando valor, tragó algo de saliva.

—Esa apuesta ya está cobrada. —Con los pulgares se puso a tensar nerviosamente los tirantes. Su voz de pitó continuó, con frases entrecortadas…— Corrigan no encontraba el cartón… es un buen… digo era un buen hombre… yo lo siento de veras… pero se lo pagué; había confianza.

—Tendrá un recibo, ¿no, Collins?

El otro, retorciéndose las manos sin soltar los tirantes, se puso a maldecir.

—¿Qué diablos le importa a usted, y por qué tengo que darle tantas explicaciones?

El policía se incorporó de la silla pausadamente, adelantándose hacia el apostador; Jack Collins, engallado, no quiso retroceder ni un paso. Le llegaba a Martin justamente a la tetilla.

—Collins; quítese el bombín. —La voz era un tenue arrullo. El interpelado puso sus brazos en jarras.

—¡Yo en mi casa estoy como me da la…!

Su voz quebróse en un hipido agónico, y el bombín surcó limpiamente los aires describiendo círculos concéntricos al mismo tiempo que su cuerpecillo se doblaba en el espacio, formando una perfecta uve con vértice en su estómago. Dio una arcada al rebotar contra la pared a impulsos del inesperado puñetazo.

El antiguo jockey, caído en un rincón con las piernas abiertas, los brazos desmantelados a ambos lados del cuerpo, y la lengua fuera, ofrecía el miserable aspecto de un muñeco roto.

—Collins… ¿Me oye?

El aludido, temblando, asintió en silencio, y el detective introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta, mostrando a distancia su placa de agente. El apostador ya conocedor de la personalidad del que le maltrataba, esbozó una mueca esperanzadora. Sabía que un policía no lo mataría a golpes, como pensara aterrorizado en un principio. Martin prosiguió:

—Max Corrigan era amigo mío.

Collins, sin moverse del rincón, intentó abrir la boca, pero el policía le atajó amenazadoramente:

—¡Cállese, Collins; ahora no le pregunto nada! —Enmudeció el otro sumisamente, añadiendo Martin—: ¡Para no pagar a Corrigan los trescientos dólares de su apuesta, le asesinó usted por la espalda!… ¡Dudo, Collins, que haya fuerza humana alguna capaz de salvarle de la «parrilla»!

El aludido tardó unos segundos en comprender perfectamente lo que el agente dijera. Seguidamente sus movimientos fueron un poco difíciles de controlar.

Martin pudo verle de repente en el centro de la habitación retorciéndose en convulsiones epilépticas, al tiempo que juraba, lloraba a gritos y maldecía en italiano.

—¡Madre mía…! ¡Yo lo juro… lo juro por la mía madonna…! ¡Yo no he sido… lo juro… lo juro!

Llegó hasta Martin sin dejar de llorar a gritos, y en el modo que se lo permitía sus lágrimas fue contando al policía, entrecortadamente:

—Max hacía a veces apuestas por mediación mía…

Esa vez… esa vez, me dio veinte pavos para que los apostase por… —Hipó— por «Black Star»… Yo creí que ese jaco jamás llegaría colocado, ni aun muriéndose de repente todos los componentes de la carrera… —Meneó la cabeza, confusamente—, pero vaya usted a fiarse de esos bichos.

Se señaló significativamente un ojo, y el policía pudo precisar con detalle el globo ocular de cristal. El apostador seguía hablando entre sollozos:

—Yo, confiado en una confidencia de un buen amigo mío que está en las caballerizas de Sol Woser… aposté por «Magenta»…

—Con un dinero que no era suyo —le interrumpió, por vez primera, el policía.

—¡Hubo tongo, se lo aseguro!… «Magenta» debía ganar aun con sus dos patas delanteras atadas con cuerdas… —Por unos momentos, su sangre de jugador le hizo desplazarse de la realidad, recordando las incidencias de la carrera—… «Black Star», valiente porquería; cuando corre un caballo con los colores de Tarkington, es preferible tirar el dinero a la basura…

—¿Qué Tarkington?… ¿Duke? —Theodoro Martin hablaba con vehemencia—. ¿Se refiere a Duke Tarkington?

Jack Collins asintió, sin dejar de lamentarse.

—Sí; ese fulano alto del pelo blanco, que siempre se está retratando… A esos peces gordos es a los que nadie mete mano…

Pero el agente no le oía; su imaginación se hallaba lejos, dedicada a rememorar demasiadas cosas a un tiempo acerca de un individuo alto y de pelo blanco…

—… somos honrados, siempre pagamos las…

—¿Qué? —Martin, transcurridos unos segundos, volvió a la realidad.

—… que yo le hubiera pagado a Max de todas formas… se lo juro.

—¿Y por qué no lo hizo?

—Se lo acabo de decir… no le volví a ver, hasta transcurridos unos cuantos días… Vino aquí… de noche. Debía andar en un apuro serio… estaba como asustado, y dijo que necesitaba el dinero urgentemente porque tenía que largarse no sé a dónde… Yo en ese momento no contaba encima con la pasta… a esas horas se comprende… —¡Se puso encarnado hasta las orejas, y el policía pasó por alto la excusa!—. Le dije que lo reuniría, y me citó para el día siguiente en el cabaret ese… el «Jolly Rogers»…

—¡No me largue cuentos, Collins, o le cortaré las orejas!

—No es cuento, se lo aseguro… —Tragó saliva con grave dificultad, Levándose la mano al pecho—. Yo le hubiera llevado la pasta ese mismo día, de haberla conseguido… pero me falló un pelanas… da asco cierta gente… y lo sentí. Le juro que lo sentí… Max era un buen chico. Ya no le volví a ver.

Martin cortó su lagrimeante letanía.

—Ni hizo por volverle a ver… ¿Eh, Collins?

—No, no… Yo fui vanas veces por el cabaret con idea de pagarle… y lo hubiera hecho…

Se lo juro.

—Y le pagará, Collins. Mucho antes de lo que usted se imagina. De aquí a un par de horas haga que le lluevan del cielo los trescientos dólares. Quiero para Corrigan el funeral más caro que exista en la ciudad, y usted va a costearlo. No quiero «make». («Make». Maquillaje. En Norteamérica existe la costumbre de maquillar a los muertos excesivamente desfigurados), y sí muchas lilas. No sé dónde se vende eso, pero a Max le gustaban.

Le dio la dirección donde se hallaba el cuerpo de su amigo, y al ir a empuñar el picaporte para abandonar la estancia, volviese nuevamente, disparando el dedo a dos centímetros de las magulladas narices, de Collins. Con los dientes apretados, le hizo una última advertencia.

—¡Todo se hará así, y además esta misma tarde! Si no, vaya eligiendo para usted mismo las flores que más le agraden. Del resto de las cosas ya hablaremos.

Él apostador fue a Contestar afirmativamente, poniendo por testigo a su madre y varios santos, más la puerta fue cerrada casi tan violentamente como cuajado en sentido inverso dio paso al policía.