CAPÍTULO V

Cuando Martin marchaba hacia la Jefatura, el solo pensamiento de tener que enfrentarse dentro de unos minutos con el viejo Clark, acentual a sobremanera su mal humor. No era mucho lo que iba a decirle, y, por tanto, bastantes los gritos que habría de aguantar. Repasó una vez más los hechos ocurridos en las últimas veinticuatro horas, y eliminando las magulladuras, del resto de las cosas tampoco se daba por satisfecho.

Empezó a dolerle la cabeza en el feliz instante en que arribaba al Departamento.

Ante la puerta de cristales, del capitán Clark hizo alto para llamar suavemente con los nudillos, recibiendo como orden para franquear la entrada, un gruñido que Theodoro interpretó a las mil maravillas.

El viejo, ante un montón de papeles, fumaba su nauseabunda pipa. Levantó al cabo unos instantes la vista hacia Martin, y volvió a sumergirse en las cuartillas apretando con los labios la cachimba, como si en su interior acabara de descubrir veneno. Martin, reciente su entrada, se encontraba todavía rebosante de paciencia.

—Aquí estoy…

—Ya le he visto. Siéntese a que acabe de repasar esto. Después de hablar con usted, sólo estaré en condiciones de tomar bicarbonato.

Si desde un principio hubiera empezado a gritarle, habría sido mejor; a Martin le sabía a rayos que el viejo Hanson le tratara como si fuera un reo en capilla.

—Si no sabe lo que he hecho, difícilmente puede estar enojado conmigo.

El otro levantó de nuevo la cabeza, montando una forzada sonrisa a horcajadas sobre su pipa.

—¿Ah, no…? —Tendió al joven un papel—. Tenga, lea, amiguito…, si no se le ha olvidado a usted desde que se aprendió el reglamento.

Antes de meterse con el texto, Martin pudo darse cuenta que era un impreso como los empleados para formular denuncias. A partir de eso, su hígado empezó a comportarse absurdamente. Theodoro sumergióse en la lectura, aun a pesar de haber adivinado de antemano su contenido. La denuncia la firmaba un tal Mike Fabian, acusando a un maleante cuya descripción coincidía exactamente con sus señas, de destrozos en su local por valor de una respetable cantidad de dólares. El detective cerró los ojos, evocando análogas situaciones de su mocedad, cuando su padre intentaba hacerle comprender, lo poco bien que estaba aquello de meter una rata viva en el buzón de la señora Herbet, dado el caso que una rata cuando muerde no sabe si lo hace a la directora local de la «Sociedad Protectora de Animales y Plantas».

Theodoro Martin recordaba ahora esto, intentando aliviar con retrospectivos y encantadores momentos infantiles, el chaparrón de voces que hacían trepidar la silla sobre la cual estaba sentado, como si viajara en motocicleta.

—¡¡Pero me está escuchando usted, o es que le molesta el humo del tabaco…!! Martin estuvo a punto de decirle que sí; luego, negó con cara contrita:

—No…, no señor…

—¡Martin, le hablo en serio! ¡«Estoy a punto de quitarle el caso de las manos…, y no me venga con historias de devolver la chapa, porque como esto que le anuncio ocurra, lo que tendrá que quitarse de encima será un expediente más alto que el Empire State»! —Jadeó unos segundos, para proseguir en una octava más alta—: «¡Yo me pregunto, Martin, quién fue el animal eme le quitó a usted el uniforme de guardia! ¡Dios del cielo; y que no haya nada que investigar en el Antártico!…».

«Decididamente el fulano ese de Fabian era un marrano, y el gorila… otro, y la chica…».

—¡Queda bien advertido; si quiere hacer películas como camorrista, se marcha usted a California…!

—Fue un «mastín» de más de doscientas libras el que empezó el lío. Yo sólo estaba diciéndole a la chica que a un policía no se le debe mentir y…

Hanson le cortó, frenético:

—¡Cállese! ¡Usted no le dijo a nadie que era policía! —Agitó la denuncia delante de sus narices—. Tardaría en explicarle cómo tengo esto en mi poder, pero siempre será bueno que recuerde que el Cuerpo no funciona sólo gracias a usted. Y ahora, si no tiene inconveniente, hábleme de quién diablo es el gorila ese, y la chica…, y lo que se le perdió en el cabaret de Fabian.

Theodoro carraspeó antes de comenzar el relato. Clark, durante la exposición verbal del joven, emitía gruñidos apretando la pipa entre los dientes, rubricando significativamente el visto bueno.

Al acabar el policía su informe, el viejo permaneció más de diez minutos royendo la pipa como un ratón, con la mirada perdida en el papel de la pared.

—¡Martin!

—Dígame, capitán.

—Debe usted volver al barco pirata ese cómo se llame, e interrogar a Mike Fabian a la chica que baila, y a todos los gatos que sean capaces de aguantarle sin intención de romperle la cabeza. Repase la ficha de Duke Tarkington, y vaya también a visitarle atándose bien los zapatos; ese zorro tiene mucha madriguera, y yo no quiero ridículos. —Varió el tono para advertir agriamente—: ¡Y recuerde bien, Martin: ni líos, ni esparadrapos! ¡Particularmente me importa un comino su físico, pero por razones de estética no me interesa que mis hombres parezcan sparrings de a dólar la hora!… Y ahora lárguese con viento fresco; me está volviendo el amago… El «amago» era su estómago. Theodoro comprendía el vocabulario del viejo estupendamente; por tal motivo, cuando éste gruñó despidiéndole, el policía caminaba ya por el pasillo, hacia la ansiada luz diurna.

* * *

Un taxi, guiado por un chofer bastante parlanchín, condujo al detective hasta la misma entrada del «Jolly Rogers». No esperaba encontrar al dueño del cabaret a esa primera hora de la mañana, aunque quizá pudieran indicarle su domicilio, y el de la bailarina.

El local veía ahora paradójicamente invadida su pista por varias fregonas negras, sin más ruido que el producido por las aspiradoras eléctricas al deslizarse en el suelo. Sin luces indirectas ni estratégicos focos, la escayola del decorado tenía ese aspecto frío de un escenario abandonado.

—¿Qué desea?

El detective vio a su espalda a un individuo de descarado aspecto, con el sombrero echado sobre la nuca y las manos metidas en los bolsillos. A juzgar por el movimiento oscilatorio de sus mandíbulas debía tener por lo menos cinco pastillas de chicle en la boca.

—Quiero ver a Mike.

—¿Para qué?

—Eso es asunto mío… ¿está o no?

El hombre del sombrero caído se balanceó sobre sus tacones intensificando su masticado, como si por su parte ya estuviera dicho todo sobre el particular. El policía sacó la mano de su chaqueta enseñando la chapa, quedándose con unas feroces ganas de hacerle tragar la goma acompañada de un par de dientes, más el individuo, a la contemplación del trozo de metal estampado cambió de postura rápidamente, dejando de balancearse. Se puso bien el sombrero, y dijo con acento más correcto:

—Espere un momento; voy a ver.

Pese a la formularia intención del «masca-chicle», respecto a averiguar si estaba el jefe, el detective ya no dudaba de su presencia en el local. El de las mandíbulas inquietas salió, confirmando la creencia del agente.

—Oiga, amigo…, por aquí.

Señalaba el pasillo por donde entrara el día antes al cuarto de Mayra. La puerta que Martin recordaba como de acceso al camerino de la chica, permanecía cerrada. El hombre llamó con los nudillos en la puerta contigua, una voz dio orden de pasar, y el detective, hizo girar la hoja de madera, introduciéndose sin sacar la mano derecha de su bolsillo.

No pudo evitar un respingo de sorpresa. Frente a él, sentado ante una mesa con la cara llena de esparadrapos y la cabeza vendada como un turco, se hallaba el gorila con quien se pegara el día anterior, presentando en su deforme cara un gesto análogo al del detective. Mike Fabian tiró su silla hacia atrás, poniéndose en pie de un salto. Theodoro, en esta ocasión, sacó su chapa del bolsillo con más rapidez que un prestidigitador. Transcurridos unos instantes de muda tensión, rompió el silencio el gigante con voz gangosa:

—¡Lárgate, Joe!

El acompañante del agente, que permanecía en la puerta contemplando la escena con extrañeza, hizo lo que le ordenaban.

—¡Vaya! Supongo que tratándose de un empleado del gobierno, tardaré menos en cobrar los desperfectos que originó usted ayer en mi casa…

—Los hizo usted solito, Mike… Yo no empecé la pelea.

—¡Usted le estaba sacudiendo a Mayra! —tronó el otro.

—No vengo a discutir eso, Fabian… Lleve su denuncia a donde le plazca; yo soy la Ley, y el que quiera líos conmigo que se sujete los tirantes.

El dueño del cabaret salió de detrás de la mesa, congestionada visiblemente su cara en las reducidas partes que parches y vendas dejaban visibles. Se plantó ante Martin, notándose de forma patente los esfuerzos que hacía por contenerse, aparentando el policía una serenidad que estaba muy lejos de sentir. El gigante dijo, echando espuma:

—¡Oiga, poli! Yo sé tan bien como el primero hasta dónde llegan mis derechos de ciudadano. Y si usted se cree que sin motivos puede venir a meter jarana en mi casa, rompiendo lo que quiera y marchándose luego tan tranquilo, se equivoca de medio a medio. ¡No supondrá que mantengo gratis a mi abogado!

—Muy bien, Mike; notifíquele lo que sea…, pero ahora vengo a otro asunto, y si pretende usted con su postura agresiva entorpecer la acción de la justicia, me veré obligado a detenerle.

El otro enrojeció de cólera, llevándose las manos a su vendada cabeza.

—Vengo a interrogarle sobre Max Corrigan —prosiguió Martin—. Éste es el último sitio donde se le vio con vida.

—¡A mí, qué me dice! No voy a tener que dar cuenta de todos los fiambres que aparecen por ahí, si un mes antes han estado haciendo buches de whisky en mi casa.

—¿Por qué sabe que a Corrigan lo asesinaron al mes de estar en su casa?

El otro encogió su enorme cuello, deglutiendo trabajosamente saliva. Levantó la mano extendida, como si quisiera sostener un invisible muro que se le viniera encima.

—¡Eh!… ¡Oiga, oiga…, a mí no me venga usted con líos, intentando buscarle tres pies al gato! ¡Yo no sé cuándo lo achicharraron, ni me importa lo más mínimo! Particularmente, ese fulano no me debía nada; eso es todo.

—Max Corrigan fue agredido en el mostrador; todos lo vieron.

El policía se encontraba ahora dueño y señor de la situación. Volvió a la carga:

—¿Qué relaciones tenía usted con Max?

Mike puso cara de fastidio; se ajustó la venda como el que se encasqueta un sombrero.

—Ya le he dicho que ninguna.

—¿Venía Corrigan alguna vez acompañado?

—No lo sé.

—¿Quizá a ver a alguien?

—¡No lo sé!

—¿A Mayra Greyson, tal vez?

El gigante apretó los dientes antes de contestar, filtrando las palabras a través de sus colmillos:

—Mayra Greyson trabaja aquí. Puede verla bailar todo el que venga y pague.

—Max tenía amistad con la Greyson.

—No sé a dónde quiere usted ir a parar, pero le advertiré que Mayra es mi novia. Theodoro, sabiendo que estaba «tocando hierro», inició el acoso por otro lado, disparando a quema ropa:

—¿Qué dijo Duke Tarkington, cuando se enteró de lo ocurrido? Aquí el otro acusó el golpe, pareciendo titubear.

—¿Cómo…?

—Ya me ha oído.

—Yo no me entero de lo que comentan los demás; no soy periodista.

—Pero en este caso es diferente. Usted tiene negocio con Duke.

—¿Quién le ha contado ese cuento?

—¿No es cierto?

—Ya le estoy diciendo que no. Aquí no hay más dueño que yo.

—No me refería concretamente a este negocio.

—Yo no tengo otro.

—Ya… ¿Y de Corrigan, qué sabe?

—¡Ya se lo he dicho mil veces! Esa noche, además, yo había salido; puedo demostrarlo. Recibí una llamada, y huí; e de abandonar el cabaret. Cuantío regresé, me enteré de lo ocurrido. Por otra parte, yo no llevo una ficha de la vida que hacen mis clientes. Vienen por aquí, beben, pagan y se van. Puede que en alguna ocasión hablen conmigo; yo hablo con todos mis clientes… es un procedimiento puramente comercial… ¿comprende? Generalmente, conversamos del tiempo, de la guerra, o de los impuestos; posiblemente hablamos más de esto último —recalcó sus palabras a continuación:

—Demasiado tipo inútil en el Estado, que mantenemos los demás…

Martin tragó la píldora. Quería saber algo más.

—¿Y con Duke Tarkington, cuando viene por aquí, de qué habla?

—Duke Tarkington hace varios meses que no viene por aquí.

Pero era patente que conocía el local y a Mike Fabian. Theodoro se sintió interiormente complacido. El otro ya había dicho cuanto consideraba prudente, y si era sabedor de algo más, el detective no dudaba que para extraérselo hubiera sido preciso abrirle la tripa con un bisturí; hizo por tanto su última pregunta:

—¿Dónde vive Mayra Greyson?

El gigante se retorció los dedos. Tardó unos segundos en contestar; cuando lo hizo, sacó la voz más ronca que empleara a todo lo largo de la conversación.

—Escuche…, quiero a esa chica. No me gusta tener cuentas con la policía, ¡pero si la vuelve a tocar…! Ella no tiene nada que ver con este asunto. ¡Recuérdelo!

Ver al gorila en esta nueva fase sentimental resultaba aleo singularmente divertido; no obstante, a Martin le pareció el único gesto decente del individuo. Sonrió, manifestando tomar a broma las palabras del dueño del cabaret.

—O. K., amigo. Pero la chica es un poco díscola; córtele oportunamente las uñas, o con el tiempo tendrá que mantener a una tigresa manca. Por lo demás, Fabián, la gente que no habla claro siempre se encuentra con lo que menos le gusta…

—Yo ya le he dicho todo cuanto sé.

Martin encogióse de hombros demostrando no quedar muy convencido de las palabras del otro. Caminó hacia la puerta; con el pomo en la mano, volvióse de repente como si se olvidara de algo.

—Adiós, amigo… Y a ver si mejora su puntería; lo hace peor que conducir un automóvil.

Fabian avanzó dos pasos, haciendo un gallo con la voz.

—¿Qué quiere decir…?

Pero sabía perfectamente lo que el detective insinuaba y éste, complacido, cerró la puerta sin más respuesta.

Fuera, la limpieza del salón había terminado. El hombre del sombrero caído, apoyado en un fanal de escayola, silbaba melancólicamente un solo de Astromg, imitando a la perfección los largos sostenidos del trompeta negro. El eco sobre el local vacío, hacía más confusas las sombras de los rincones.

«Sí, señor; un cabaret solitario, es como un cementerio en invierno».