CAPÍTULO VI
Horas después, Martin, sentado ante una mesa en la extensa sección de ficheros del FBI, sumergíase de lleno en el abultado expediente de Duke Tarkington.
Casi nada de lo que leía aportaba algo nuevo a sus conocimientos. Tarkington resultaba ser un abogado expulsado e inhabilitado para ejercer, merced a un complicado asunto de Banca que resultó fraudulento, En aquella época borrosa de 1937. Duke salió bien parado con sólo perder su carrera. Luego, sus andanzas con poca anterioridad a la guerra, dejaban mucho que desear. Tarkington, en esas fechas, andaba hasta el cuello en los asuntos del puerto, aunque entonces sólo era una especie de sombra al amparo de cierto pez gordo.
Corría el mes de abril de 1940, cuando O’Dwyer realizó su famosa «correría nocturna», entrando de noche en el puerto y deteniendo a más de cien miembros del Sindicato[7]. Las cosas no estaban muy claras para Duke, cuando sobrevino el ataque a Pearl Harbour, y se enroló en el Ejército.
Martin coincidió con él en Europa, combatiendo a sus órdenes al ostentar ya el otro los galones de teniente. Con este grado, y más medallas de las que se 4 mereciera, regresó Tarkington finalizada la campaña. Ello, en la euforia del momento, le valió su reingreso en el Colegio de Abogados, merced a una revisión bastante benigna de su causa. «Eso se llama una carambola a doble banda», opinó Theo.
Amparado en su rehabilitado título, Duke se reorganizó mejor, ciñendo «corona» por su cuenta. El antiguo escenario de los muelles, debido a varios cambios sangrientos de dinastía, fue terreno abonable para el abogado sin la oposición abierta de nadie.
Todavía, una vez releído el expediente, continuó Theodoro largo rato hincado de codos sobre la mesa, perdidas sus ideas en un mar de confusiones. A través de la cuadrada ventana, un luminoso empezó a parpadear. El policía salió de su ensimismamiento consultando el reloj con sorpresa; las manecillas señalaban las ocho y media, y a las nueve estaba citado con Collins, el apostador.
Con el tiempo justo, salió a la calle para sumergirse en el subterráneo trasladándose a Kings. Todavía hubo de andar varias manzanas antes de llegar al domicilio del ex jockey. La calle, a esas horas, parecía plácidamente dormida. Mientras caminaba, quiso adivinar qué clase de secreto sería capaz de ofrecerle el anémico bookmaker.
Fue subiendo las escaleras de dos en dos, y una vez ante la puerta llamó suavemente con los nudillos, sin recibir respuesta. Insistió, esta vez golpeando más fuerte, y al cabo de unos minutos oyóse al otro lado de la madera la voz atiplada del hombrecillo.
—¿Quién es…?
—Soy yo: Theodoro Martin. Abra la puerta. Collins.
El apostador tardaba más de la cuenta en descorrer el cerrojo, llegando a pensar Martin si aquél se habría olvidado de la cita.
A la luz de una bombilla sucia. Jack Collins, que parecía más pequeño y encogido que el día anterior, saludó al detective sin gran entusiasmo.
—Siéntese usted.
Martin no le hizo caso; estaba impaciente por oírle.
—¿Qué hay de eso importante que tenía que decirme?
El otro empezó a frotarse la nariz como si fuera a arrancársela.
—¿Quién, yo…? ¡Ah, sí! En realidad era una tontería…, nada de particular, se lo aseguro…
De un zarpazo, Theo cogió al jockey por los tirantes, atrayéndolo hacia sí como si fuera un pelele, para hablarle a un palmo de sus narices vomitando las palabras.
—¡Collins; le juro que no tengo ganas de zumbarle, pero como esta vez le ponga la mano encima, le voy a reventar!… —El aludido temblaba con violentas sacudidas bajo la garra de Theodoro. El policía bramó:
—¿Quién le ha dicho que no hable? ¿Duke Tarkington? ¡Vamos, rata inmunda, desembuche!
El bookmaker parecía próximo a desmayarle. El miedo le hacía poner los ojos en blanco y respiraba con irregularidad. Gimoteó:
—¡Por Dios, se lo suplico, déjeme! ¡Yo no sé nada! Ya le conté todo la otra vez. ¡Yo no sé nada!…
Martin, frenético, golpeó con la mano abierta la cara del enano, y éste, dando un alarido más de miedo que de dolor, fue a parar hasta la semicorrida cortina que tapaba el sucio fogón.
Theodoro fue hacia él; levantóle de un brazo, hablándole con voz persuasiva:
—Vamos, Collins… no sea usted niño. Dígame lo que sepa; yo le doy mi palabra de honor que la policía le protegerá con todo el género de precauciones que sea preciso. No tiene nada que temer; estamos sobre la pista del asesino de Max Corrigan, y no tardara en caer en nuestras manos.
El otro, ante la actitud razonable del detective, pareció serenarse un poco. Con un enorme pañuelo de colorines enjugóse la cara y el cuello. Al sentarse en la cama, sus pies quedaron meciéndose en el aire. Martin buscó con la mirada una botella de whisky.
—¿Dónde está el whisky, Collins?
Se dirigía ya hacia la cortina, cuando Jack le atajó rápido:
—No queda.
Theodoro se volvió hacia él, y el hombrecillo, saltando de la cama, dirigióse a su encuentro con los ojos brillantes.
—Voy a bajar por una, ¿eh, señor Martin?
El agente negó con la cabeza, sonriendo para sus adentros ante el ingenuo plan de evasión del hombrecillo.
—Vamos, Collins, tengo prisa. Cuente rápido lo que sea, y luego le compraré un barril.
El aludido, luego de pasar su mano por la garganta, chasqueando la lengua como si le faltara aire, dijo:
—Se lo aseguro, señor Martin, tengo sed…, una sed rabiosa. Procúreme un poco de «caldo».
—¿Dónde está la speakeasy[8] más próxima? —pregunto Martin.
Collins parecía contento como un niño.
El detective, con un gesto de cabeza, hizo desaparecer la sonrisa de Jack:
—¿Hay teléfono aquí, Collins?
El interrogado dejó caer los brazos, decepcionado ante la intransigencia del policía.
—Sí, abajo en la entrada —declaró de mala gana—. Es el teléfono colectivo de la casa.
—Bien, Collins, tendrá su whisky. Voy a llamar para que lo traigan.
Al mismo tiempo que decía esto, sacó sus esposas del bolsillo. El bookmaker, pálido como un muerto, se hizo atrás.
—¿Qué va a hacer?
—Asegurarme de que me espera aquí. Sea buen chico, y estese quietecito.
Lejos de hacerle caso, el otro empezó a gritar como un demonio. Martin lo arrastró por el cogote hasta los pies de la cama. Allí, con poca delicadeza, le hizo levantar los brazos, sujetándole ambas muñecas a los barrotes, y Collins se quedó pataleando como si estuviera amarrado al poste del tormento.
El policía, cerrando la puerta, bajó hasta donde se hallaba el teléfono. Hojeó la guía para buscar el establecimiento más cercano. Marcó un número e hizo el encargo, subiendo luego rápidamente.
Sorprendióse al hallar la puerta entreabierta. De una zancada se coló dentro, hallándose a obscuras en el centro de la habitación. Maldiciendo en voz alta, Theo quiso dar la luz, encontrando su mano los cables partidos, y recibiendo una singular descarga eléctrica.
—¡Collins…, marrano! ¿Dónde se ha metido? —bramó.
Por toda respuesta, la puerta cerróse a su espalda, oyéndose a continuación el ruido de una llave girando. Al volverse rápidamente, encontróse con un mueble, cayendo al suelo; de una patada apartó el obstáculo para lanzarse como una catapulta contra la puerta, que resistió el empuje, crujiendo con un ruido de madera seca. El agente pudo oír con suma claridad el redoblar de pasos precipitándose velozmente escaleras abajo.
Theodoro rugió a todo pulmón:
—¡¡Collins…, rata inmunda…, deténgase, o cuando le coja le aplasto!! El ruido de los pasos fue perdiéndose paulatinamente.
Martin, echando espuma, hizo un nuevo esfuerzo, y esta vez la puerta saltó por el aire, convertida en astillas como si hubiera sido atravesada por una locomotora. Varias esquirlas de madera se le clavaron como púas en la cara.
Lanzóse por la escalera en pos del huido, bajando como un saltamontes. El otro le llevaba ya una regular delantera, y cuando el policía ganó la calle, ésta aparecía desierta como un paisaje lunar.
Theodoro anduvo desorientado de un lado para otro, sin saber qué dirección tomar, y diose, al fin, por vencido, maldiciendo como un estibador.
Volvió hasta la casa, desesperado y jurando que cuando atrapara a Collins le iba a cortar el cuello, sacarle el ojo sano y triturarle los huesos.
Mientras subía las escaleras, se preguntaba cómo demonios se las habría valido el apostador para librarse de las esposas. Quizá los barrotes de la cama estuvieran flojos, y pensó que fue un idiota al no asegurarse en este aspecto.
Atravesó de nuevo la destrozada puerta, y encendiendo una cerilla procedió a empalmar los cordones eléctricos, a fin de husmear un poco antes de llamar al capitán Hanson para explicarle hasta qué extremo podía ser un hombre alcornoque. La tenue luz, al disipar las sombras de la habitación, hizo ver al policía un aterrador espectáculo:
¡Frente a él, Jack Collins, con la cara desfigurada por el terror, colgaba inerte, degollado como una res!…
Martin abalanzóse sobre el caído buscando en éste un hálito de vida. El apostador, como una marioneta rota, mostraba el cuello seccionado brutalmente por un cuchillo enorme, del cual sólo asomaba la empuñadura. Todas las ropas del hombrecillo se hallaban empapadas en sangre, que resbalaba hasta formar un Charco regular en el suelo.
El policía sintió que la cabeza le daba vueltas. Abatido, tuvo que sentarse sobre la silla vieja, refrenando sus deseos de arrojarse por la ventana.
Comprendía ahora la angustia del ex jockey eludiendo todo interrogatorio con la sola intención de escapar…
¡El asesino estaba en la habitación, y Collins lo sabía!…
Theodoro se propuso reconstruir la escena. Cuando llegó, el bookmaker se hallaba en compañía del asesino, escondiéndose este tras la cortina al entrar el agente. De aquí la desesperación del infortunado, sabiéndose atrapado como un ratón entre dos cepos.
Por eso intentó salir por la bebida, y abandonar la estancia como fuese. Bien; ya no tenía remedio, y el detective, sin saber por qué, se consideraba responsable de la muerte del desgraciado.
Bajó lentamente las escaleras, como si sobre sus espaldas pesaran cien años. Ante el teléfono marcó el número de la Jefatura, dando el correspondiente parte. Como era de suponer, Clark estaba ya en su casa; llamó entonces a su domicilio particular, oyéndose tras una larga espera la voz del viejo al otro lado del hilo.
Theodoro explicóle lo ocurrido en pocas palabras, sin quitar ni añadir un solo detalle; Hanson se limitó a decir: «Voy allá», pero su acento destilaba veneno.
Al tiempo de colgar el tubo, un muchacho con chaquetilla blanca y una botella en la mano, hizo su entrada en el portal. Martin tomó la botella y pagó su importe, despidiéndolo.
Con el whisky bajo el brazo, subió de nuevo los escalones como un sonámbulo.
Hanson y los de la Brigada Especial, llegaron casi al mismo tiempo. El primero traía la cara roja como si acabara de tomar baños de sol. Paseó los ojos por la habitación, fijándose bien en todo.
Los de la Especial sacaban fotografías del muerto desde todos los ángulos, con la misma indiferencia que si retrataran a la estatua de Jefferson. Luego, vino otro individuo a decir que Collins estaba muerto y que se lo podían llevar. Rayaron el suelo con tizas, echaron polvillo negro en los barrotes de la cama y el mango del cuchillo, y a la media hora, entre focos y cintas métricas, la habitación parecía un estudio cinematográfico en pleno rodaje.
Por fin, Hanson Clark, hizo como si se enterara da la presencia de Martin.
—Quiero un informe completo de todo…
El policía asintió con la cabeza, y el superior, sin poderse contener fue alzando la voz:
—Sin omitir nada que pueda justificar su incompetencia…
Cada hombre que había en la habitación parecía ir a lo suyo; a pesar de todo, Theodoro Martin sintió la sangre batiéndole las orejas, igual que, cuando niño, la maestra le llamaba burro delante de toda la clase. Se puso en su puesto:
—Si tiene algo que decirme acerca de mi conducta, le ruego espere a hacerlo en privado…
Aquí el capitán de policía hizo bailar la bombilla.
—Poca cosa: queda usted relevado de este servicio. Del resto ya hablaremos mañana. Martin salió sin despedirse.
La escalera estaba llena de vecinos en camiseta, a los que la policía metía a empellones en sus respectivos cuartos.
En la acera de la calle, varios curiosos se agrupaban ante los coches de la policía, con ese olfato peculiar que sólo tienen los cuervos.
Theodoro sintió deseos de tirar su placa en la primera alcantarilla. La guerra había acabado hacía cinco años, y ya estaba harto de seguir haciendo el soldado. El hecho de que medio mundo diera órdenes al otro medio, le ponía frenético.
Martin meditaba las cosas a su modo.
Al cruzar la calle, decidió que la mula coja de Hanson Clark al frente de toda la policía, y el Gobierno en pleno, no bastarían para impedirle ahora más que nunca, llegar hasta el final del asunto. ¡Podían meterle luego en una máquina de hacer conservas…!
Por lo demás estaba plenamente convencido de sus dotes.
Y con estas dos firmes convicciones, y un par de patadas a un bote, Theodoro W. Martin se dispuso, sonriente, a hacerle frente al mundo.