CAPÍTULO III
En la calle, todo seguía exactamente igual; los chicos continuaban su partido de pelota, y el día era limpio como un cristal. Theodoro W. Martin pensó que el mundo debiera ser como un aparato de radio, que uno pudiera graduar a voluntad. Le molestaba el ruido, le molestaban los chicos, y le molestaba el hígado.
Sí; Martin padecía del hígado como un burgués jubilado. Sonrió mientras caminaba hacia el «elevado», pensando que quizá hubiera equivocado su profesión.
Tomó el «elevado» todavía barajando sus particulares ideas y centrando éstas en el hombre alto del pelo blanco, cuyos caballos, según Jack Collins, corrían bastante irregularmente. Exactamente, en Duke Tarkington.
El solo recuerdo de este nombre hízole apretar los dientes. Conoció a Duke mucho antes de qué hicieran juntos la guerra, aunque no tuvo ocasión de tratarle hasta que vistieron el uniforme militar. ¡Qué pequeño era el mundo! Recordaba con precisa claridad los días en que Tarkington llevara por Italia los galones de teniente. A sus órdenes combatieron Max y él, compartiendo entre ambos su antipatía por el despótico personaje. Duke era un abogado de dudosa moralidad. Bastante popular en los bajos fondos. En estas condiciones ingresó en el Ejército. Ahora, a su regreso, detentaba uno de los monopolios del puerto, al socorrido amparo de los Sindicatos del Muelle, acaudillando toda una organización de fulleros y asesinos, muchos de ellos ex combatientes inadaptados, ávidos de ganar dinero e indiferentes por las experiencias personales atravesadas en una cruel y reciente guerra.
Conocía a Duke, sí; y a todos esos hombres de duros instintos que a fuerza de matar amparados por la Ley de una nación en armas, despreciaban el valor de la vida humana. Para algunos de estos individuos, un muerto más o menos era una simple cuestión de censo. Lo importante radicaba en el dinero, y aun a veces ni en eso.
El que Max Corrigan apostara por un caballo de Duke Tarkington no quería decir nada, sin embargo…
* * *
Para Martin, el objetivo siguiente radicaba en el cabaret «Jolly Rogers». Ya era anochecido cuando llegó ante la iluminada puerta del cabaret. Conocía el sitio en cuestión por haber estado allí en un par de ocasiones (ninguna de ellas en plan de servicio, por cierto) y la verdad es que el nombre del local iba bien con su apariencia decorativa.
Un portero vestido con un ridículo traje de corsario le abrió la puerta del taxi; seguidamente, una jovencita ataviada al mismo estilo, pero con bastante menos ropa, se hizo carro del sombrero del policía, depositándolo en el guardarropa.
El local presentaba a primera hora de la noche un apagado aspecto, que contribuía a crear en el ambiente cierto aire de aburrimiento. La orquesta muy a tono, tocaba esa canción que estuvo de moda el año de la crisis, titulada: «Ya no tenemos bananas».
Theodoro Martin acercóse a la barra, tomando asiento sobre un taburete que simulaba un barril de pólvora. El recinto, decorado más a base de dinero que de buen gusto, tenía todas las características de un galeón pirata. Escalas de cuerda, fanales, ruedas de timón, bicheros, ganchos de abordaje y varias cosas más que Martin recordaba haber visto en alguna película en tecnicolor. El barman, un «moreno» con disfraz a la usanza del local, agitaba una coctelera con más aire profesional del preciso. Martin le hizo señas con el dedo para que se acercara, y llamó:
—¡Eh, John…!
El otro acudió con cara de pocos amigos.
—Yo no me llamo John[4].
—¡Oh! —El policía chasqueó la lengua—. Está bien, John: no hay que molestarse por tan poca cosa. Yo, una vez, conocí a un muchacho de Harlem que era barman, y además se llamaba John.
El de color, apoyadas las manos sobre el mostrador, atajó, secamente:
—¿Qué va a tomar?
Theo Martin se puso a pensar unos segundos, fijando sus ojos en los del negro; acto seguido pronunció, con acento cortante:
—Cualquier cosa, John. Lo que tomaba Max Corrigan.
El barman parpadeó unos instantes, abriendo la boca entre sorprendido y desconcertado fue solo unos segundos, sí, pero Martin, atento con sus cinco mentidos a la reacción de su pregunta, comprobó que había dado en el blanco: el negro, indudablemente, había oído hablar de Corrigan en alguna ocasión. No obstante, fingió no darse por enterado.
—No sé quién es ese señor que usted dice, ni lo que tomaba. —Adoptó un tono profesional para añadir seguidamente—: Le serviré un «Flyn», especialidad de la casa.
Theodoro W. Martin extrajo del bolsillo de la americana su «ábrete sésamo»: luego llamó al barman, que vuelto ahora de espaldas disponíase a preparar la bebida.
—¡Eh, John!
El negro giró con gesto como si le apretara el cinturón, y vio al policía que, burlonamente risueño, oscilaba el dedo pulgar indicándole que se acercara.
Una vez lo tuvo delante, Theo levantó la mano lo suficiente para que el contrariado «pirata» viera la placa. El policía sacó una voz rebuscadamente paternal:
—Escucha, John. Si Max Corrigan venía por aquí, me lo puede decir cualquiera; y si ese cualquiera resulta que no eres tú que me has resultado más simpático que los demás y luego saco en consecuencia que «tú» le conocías, te voy a dar una colocación fija en Welfare Island[5] para que prepares «Flyn» durante una buena temporada.
El aludido tragó saliva, poniendo cara de asustado.
—Yo no sé nada, señor, se lo juro…, nada que no sepan los demás… pero comprenda el señor que yo aquí tengo que tener ojos y oídos tapados… Uno no debe buscarse líos…, señor.
—Pues te estás buscando uno y bastante gordo. «Chocolate». El «pirata» tartamudeó, llevándose la mano al corazón.
—No…, no…, señor. Yo… yo le diré lo que sé: No faltaba más, señor. Si usted le hubiera dicho a Jorge (me llamo Jorge, señor)…, si usted le hubiera dicho a Jorge que era policía, Jorge le hubiera informado con mucho gusto desde el primer momento.
—Está bien; John. Desembucha de una vez. Jorge empezó a charlar como un papagayo.
—Sí, señor. El señor Corrigan venía por aquí bastante a menudo, siendo siempre bien recibido, sí, señor. Era muy buen hombre, y daba magníficas propinas. ¡Ya lo creo…! La última noche que estuvo aquí, llevábamos sin verlo por lo menos una semana. Esa noche estaba muy preocupado; se sentó a la barra, exactamente donde está usted. —Martin se revolvió en su asiento—. Luego preguntó por el señor Fabian… Mike Fabian, el amo de esto. Estaba muy nervioso… miraba a cada momento el reloj…, sí, señor, lo recuerdo perfectamente; parecía como si esperara a alguien. Vino Anne, la muchacha que viste a la señorita Greyson. Le dijo que su señora estaba indispuesta en su camerino, pero él no hizo mucho caso, y permaneció sentado pidiendo más whisky. Al cabo de un rato, la señorita Greyson salió a interpretar su número…, ese de la mariposa, con luz negra.
El barman se detuvo unos instantes, imprimiendo a su relato un tono lúgubre.
—El local se quedó a obscuras como de costumbre, sólo con la luz esa rara, que parece que no sale luz ni sale nada… Fue, entonces, cuando se oyó el ruido…, sí, señor…, a mí se me pusieron los pelos de punta, porque sabía que ocurría algo malo…
Theodoro Martin le interrumpió para preguntarle, interesado:
—¿Qué ruido fue ése, muchacho?
Esta vez no dijo lo de John, y el otro sonrió complacido.
—No es que fuera nada de particular, pero los ruidos se distinguen cuando son malos…, sí, señor. Se oyó estrellarse contra el suelo la copa que tenía el señor Corrigan, y el taburete sobre el que estaba sentado se vino abajo. Luego, el señor Corrigan dio un quejido…, un grito como de mucho dolor o de mucho miedo…, tal vez ambas cosas; Sí, yo sé distinguirlo. ¡Ya lo creo! Las luces se encendieron rápidamente, y todos vimos lo mismo… —Jorge se pasó la mano por delante de los ojos, como si intentara apartar una visión desagradable—. El señor Corrigan estaba agachado, con una mano en el estómago… Levantó la cabeza mirando hacia todos los lados, igual que un animal acorralado, y echó a correr locamente hacia la puerta, tirando a su paso mesas y sillas como si fuese ciego… El portero dijo que una vez en la calle se perdió en la obscuridad corriendo, como si pegado a sus talones llevara al mismo demonio… —Hizo una pausa, meneando la cabeza—. Fue una pena, sí señor… Yo lo apreciaba mucho.
Martin sentía en sus arterias un cosquilleo como si la sangre le hubiera entrado en estado de ebullición.
—¿Quién estaba al lado de Max Corrigan cuando apagaron la luz, Jorge? El negro frunció la frente, intentando recordar.
—No creo que hubiera nadie. El señor Corrigan estaba en este ángulo, me parece que solo; cuando se encendió la luz puedo asegurar que sí. La gente que bailaba, al anunciar el de la orquesta el número de la señorita Greyson, fue tomando asiento en las mesas…, pero quienquiera que se lo hubiese propuesto, con la luz apagada hubiera podido llegar hasta el señor Corrigan desde el último rincón del local. Luego fue todo ya más confuso. El público se puso en pie, transcurriendo un buen rato antes que volviera la calma…, sí, señor. La señorita Greyson no bailó más en toda la noche. Estuvo con varios ataques de nervios, tomando calmantes… y vasos de whisky. Ésa es la verdad, señor…, se lo juro. Cualquiera se lo puede a usted decir.
Martin sabía que cuanto el negro había hablado era cierto. Hizo una nueva pregunta.
—¿Quién es la Greyson?
—La señorita Mayra Greyson, señor…, ya se lo he dicho, la bailarina…
—No, no. Quiero decir, si tenía esta algo que ver con Max Corrigan. El negro movió la cabeza, encogiéndose levemente de hombros.
—Mire, señor…, yo de eso no sé nada. La señorita Greyson es la novia del amo, el señor Fabian… Desde luego, se conocían, eso sí…, pero yo no sé más —guiñó un ojo significativamente—. El señor Corrigan era un simpático muchacho…, ya lo creo. Pero comprenda, señor, que tratándose de la novia del jefe…, ¿yo no sé nada?
El policía sonrió afablemente al barman.
—Ya comprendo, Jorge. Ahora dime por dónde se va al camerino de la Greyson.
El aludido, bajando la cabeza, fingió que limpiaba el mostrador pasando un paño blanco. Habló con un susurro de voz.
—El pasillo del fondo; al final, la puerta de la derecha —luego añadió, con acento suplicante—: Por favor, señor, tengo familia que mantener, y al señor Mike Fabian no le gusta que nos metamos en las vidas ajenas. Comprenda…
—No te preocupes, Jorge; yo sólo he hablado contigo de una rubita irlandesa que solía venir por aquí. —Se levantó de su asiento, al tiempo que recordaba algo—. ¡Ah! Y prepárame un «Flyn» de ésos para cuando salga…
Fue hacia el pasillo, hasta dar con la puerta que Jorge le indicara. Estaba entreabierta, y Martin, empujándola, pasó sin llamar. Dentro del camerino sorprendió a una mujer con una bata larga bastante entreabierta sentada frente a un espejo. Ante la inesperada entrada del policía se puso en pie de un brinco, cerrándose instintivamente el kimono con una mano. Tenía el pelo largo y rubio (Theodoro Martin supuso que teñido, puesto que a él las rubias teñidas le atraían, bastante más que las naturales) ojos grandes, redondos, intensamente azules. Lo demás, para la apreciación del detective, resultaba extraordinariamente aceptable. La mujer despedía vitriolo por sus pupilas.
—¿Es que no tienen puertas en su casa, so chimpancé, o tal vez se ha educado en la selva?
Theodoro Martin hizo oídos sordos a lo de «chimpancé», y sentándose tranquilamente en un silloncito, intentó parecer simpático sin poner en ello mucho, entusiasmo.
—No se enfade, Mayra. Sólo vengo a charlar un ratito con usted.
La aludida cogió el cepillo del pelo, esgrimiéndola amenazadoramente, y el policía pensó que ambos habíanse ido a encontrar en bastante mal momento; desde luego, consideró que se excedía al oírla decir:
—¡Largo de aquí, gusano…, y la próxima vez aprenda a entrar en el cuarto de una señorita!
Ser gusano y chimpancé a un mismo tiempo, es una mala cosa; a Martin por lo menos no le gustaba; por tanto, fue directamente al granó, temiendo que el ambiente se enrareciese más.
—Yo era amigo de Max Corrigan. Deseo hacerle solamente unas preguntas.
Algo hizo variar la postura de ella, aunque tratara de disimularlo; no obstante, su acento continuó agresivo.
—¡Si tiene interés en saber algo acerca de ese señor, pregúnteselo a él directamente! Yo no soy una agencia de informaciones.
Theodoro Martin notó que empezaba a perder la paciencia.
—Max Corrigan ha muerto asesinado…, lo sabe usted, y lo saben ya hasta las ratas… Mayra Greyson pareció dudar durante unos momentos; luego, sin soltar el cepillo, preguntó:
—Bueno… ¿y se puede saber quién diablos es usted para hacer preguntas?
—Ya se lo he dicho; un amigo de Max. La bailarina puso la mecha al polvorín.
—De cualquier forma no me es usted simpático. ¡Lárguese o llamo para que lo echen!
Y así fue cómo explotó la dinamita. Martin la sujetó del cabello, dándole un par de sonoras bofetadas. Esperaba que esto la pusiese más razonable. Eso esperaba; y el resultado fue prácticamente contrario.
La chica debía estar avezada a tales lides, porque su reacción resultó igual a la de un toro con un avispero al rabo. Tendió las uñas a la cara de Martin que se hizo bruscamente a un lado, y Mayra, impulsada como un dardo, fue a dar de lleno con el espejo del tocador, que saltó hecho añicos a efectos del batacazo. El repertorio de insultos era de, lo más antiacadémico que Martin recordara desde la guerra para acá. El cepillo salió directo a la cabeza del policía, esquivando éste el proyectil con más suerte que pericia. Luego, siguieron varios frascos, que al romperse contra la pared esparcieron por la habitación un conjunto dulzón de perfumes.
Por encima del estruendo de cristales dominaba la voz de la irascible rubia con la misma potencia que una sirena de vapor. El detective, cubriéndose con una silla, hizo dúo a la rubia, empezando a maldecir roncamente. Temía que de un momento a otro acudiera gente atraída por el escándalo; por ello quiso coger a la bailarina, con intención de taparle la toca. Sólo pudo adelantar un pie en cumplimiento a sus propósitos, porque la puerta saltó a un lado, dando un latigazo contra la pared como impulsada por un ciclón.
Martin brincó a su derecha, volviendo la espalda a la bailarina con el tiempo justo para presenciar la irrupción de una mole de más altura que la propia puerta, dirigiéndose a él como un elefante furioso; sin tiempo para frenar su arremetida, rodaron los dos hombres por el suelo.
El policía fue más rápido en incorporarse de un salto, al mismo tiempo que el otro conseguía atraparle un pie, intentando retorcérselo. Martin dio una tijereta en él aire, coceándole con fuerza en la cara, soltando el gigante su presa para llevarse las manos al rostro con un berrido de dolor y rabia. Theo Martin, apoyado contra la pared, quedó a la espera de una nueva embestida.
Toda la habitación semejaba ahora el escenario de un terremoto en su período más violento. La mujer, desde el otro extremo de la habitación, chillaba presa de un histerismo rabioso.
—¡Aplástale…! ¡¡Rómpele todas las costillas…!!
El hombre se puso en pie despacio, sacudiendo la cabeza medio aturdido. El agente le contempló avanzar acelerando su respiración y en tensión todo su sistema nervioso. Su contrincante, técnicamente hablando, tenía todas las características de un peso pesado, con unos hombros que tapaban a la vista de Martin, por lo menos media habitación. Las manos negras de vello, le llegaban casi al suelo. Pero lo más imponente era su cara; chata, aplastada, con bestial prognatismo, labios como morcillas, y los ojos pequeños y redondos, casi sin párpados.
El mastodonte abalanzóse sobre él resoplando como una locomotora, alentado por los gritos de la mujer. Al apoyarse en la pared, las manos del policía tropezaron con la barra de un toallero; se aferró firmemente al mismo, dando un brinco con los dos pies juntos hacia delante. La coz, dio de lleno en el estómago del coloso, que hipó, angustiosamente salpicando a Martin la cara de saliva. El gigante fue violentamente proyectado hacia atrás, vendo a estrellarse su cabeza contra el borde del tocador.
La madera crujió al ser astillada, y varias bombillas que aún permanecían sanas alrededor del destrozado espejo, dejaron de estarlo, apagándose a efectos del topetazo.
Martin de pie, tambaleándose ostensiblemente, ganó tiempo para tomar aire a todo pulmón en espera de que el otro se levantara, más el gorila, con la cabeza abierta como una sandía, no se movió del suelo, y el policía pudo respirar a su antojo, dando gracias a su ángel tutelar por tan milagroso K. O. Luego, acercóse hasta la bailarina sin que ella, aterrorizada, hiciera nada en esta ocasión por defenderse; levantó la mano, y ladeando el cuerpo, con toda la fuerza de que en este momento era capaz, estrelló su palma abierta contra la cara de la muchacha. (Theodoro Martin estuvo recordando esto hasta mucho tiempo después, con molesta vergüenza, como la bofetada más sonora que oyera en su vida).
La chica exhaló un gemido, yendo a parar al montón de ropa, y el policía se despidió con rebuscada afabilidad.
—Hasta luego, guapa.
El gorila continuaba, afortunadamente, caído. Martin no quiso perder más tiempo, y salió al pasillo dando bandazos como un marinero borracho en plena travesía; arreglóse un poco el pelo, y poniendo en orden la corbata, hizo su entrada en la sala de baile.
La animación era ahora extraordinaria y la orquesta tocaba algo a base de arpegios detonantes.
Al pasar junto a la barra sorprendió al negro contemplándole con ojos muy abiertos. Delante de sí, tenía un vaso de alargada talla con un brebaje de color indefinido. Al policía le vino a la memoria la bebida encargada, cosa que agradeció, perdiendo muy a gusto unos segundos. El contenido del vaso fue a su estómago de un trago, notando cómo un chorro de hierro fundido a todo lo largo de su esófago. Dio un soplido, y con voz ahogada preguntó al negro:
—¿Qué es esto, John?
—Un «Flyn», señor; especialidad de la casa.
Theodoro Martin puso un billete sobre el mostrador, y meneó la cabeza con aire apenado.
—Que Dios te perdone, John. Luego, ganó la salida.