XII

EL verde dorado del comienzo de la primavera se había oscurecido transformándose en el follaje denso, azulado, de primeros de mayo, y el calor del verano volvió a abatirse sobre la ciudad. Con el calor llegó la violencia y Milan apareció en los periódicos: The Flowering Branch Ledger, The Atlanta Journal, The Atlanta Constitution y hasta en la revista Time. Una familia negra se trasladó a una casa de un barrio de blancos y les pusieron una bomba. No murió nadie, pero tres niños resultaron heridos y sentimientos agresivos surgieron por toda la ciudad.

Cuando lo de la bomba, Sherman tenía problemas. Quería hacer algo, hacer algo, hacer algo, pero no sabía qué hacer. Lo de la bomba quedó apartado en su lista negra. Y poco a poco empezó a pasarse de la raya. Primero bebió agua en la fuente de los blancos de la plaza del juzgado. Nadie pareció darse cuenta. Fue al retrete de los blancos de la estación de autobuses. Pero lo hizo rápidamente y de modo tan furtivo que tampoco se dio cuenta nadie. Se sentó en uno de los bancos de atrás de la Iglesia Baptista. Tampoco se dio cuenta nadie excepto un ujier que, al final del servicio, le indicó donde estaba la iglesia para los de color. Se sentó en el drugstore Whelan. Un empleado le dijo:

—Fuera de aquí, negro de mierda, y no vuelvas nunca más.

Todos estos actos aislados que se pasaban de la raya le aterraban. Le sudaban las manos y el corazón le latía con fuerza. Pero aunque estaba aterrado, lo que más le molestaba era que nadie se hubiera fijado en él excepto el empleado de Whelan. Atormentado y dolorido, aquel tengo que hacer algo, hacer algo, hacer algo, sonaba como un tambor dentro de su cabeza.

Por fin hizo algo. Al ponerle las inyecciones al juez aquella mañana, sustituyó la insulina por agua. Durante tres días hizo lo mismo y esperó. Y una vez más, y de un modo extraño, no parecía ocurrir nada. El juez seguía tan inquieto como siempre y no tenía el más mínimo aspecto de estar enfermo. Pero aunque odiaba al juez y pensaba que debía ser eliminado de la faz de la tierra, sabía desde el principio que tendría que ser con un asesinato político. No podía matarlo así como así. Si se trataba de un asesinato político, quizá pudiera hacerlo con un puñal o con una pistola, pero no disimuladamente, sustituyendo la insulina por agua. Eso ni siquiera se notaría. Al cuarto día volvió a la insulina. Apremiante, incesante, el tambor sonaba dentro de su cabeza.

Entretanto, el juez, nada observador, se mostraba agradable y especialmente amable. Esto enfurecía a Sherman. Llegó un momento en que ni con el juez, ni con otros blancos, encontraba motivo para su odio, sólo resentimiento. Quería pasarse de la raya y tenía miedo, quería llamar la atención y tenía miedo de que se fijaran en él. Sherman estaba obsesionado aquellos primeros días de mayo. Tengo que hacer algo, hacer algo, hacer algo.

Pero cuando hizo algo, fue una cosa tan extraña y estúpida que ni siquiera él logró entenderla. Un atardecer, a última hora, cuando atravesaba el jardín trasero del juez, Tige, el perro de Jester, le saltó a los hombros y le lamió la cara. Sherman nunca llegaría a entender por qué hizo lo que hizo. Pero, deliberadamente, cogió una cuerda de tender la ropa, hizo un nudo corredizo, y colgó al perro de la rama de un olmo. El perro se agitó sólo unos pocos minutos. El anciano y sordo juez no oyó sus ahogados ladridos y Jester estaba fuera.

Sin embargo, y aunque era muy temprano, Sherman se durmió como un tronco sin cenar y sólo despertó cuando Jester aporreó su puerta a las nueve de la mañana.

—¡Sherman! —gritaba Jester con voz estridente debido a la impresión.

Mientras Sherman se vestía sin ninguna prisa, y se echaba agua a la cara, Jester seguía aporreando la puerta y gritando. Cuando Sherman abrió, Jester medio lo arrastró hasta el jardín trasero de la casa del juez. El perro, con la rigidez de la muerte, colgaba sobre un fondo de cielo azul de mayo. Ahora Jester lloraba.

—Tige, Tige. ¿Cómo? ¿Por qué?

Después se volvió hacia Sherman que tenía la mirada clavada en el suelo. Una sospecha de pesadilla invadió a Jester, y súbitamente se confirmó al ver a Sherman con los ojos bajos.

—¿Por qué, Sherman? ¿Por qué has hecho esta locura?

Miraba a Sherman, aturdido, sin hacerse cargo de la realidad. Quería decir algo acertado, hacer algo acertado, y no quería vomitar. No vomitó, sino que fue al cobertizo en busca de una pala para cavar la sepultura. Pero cuando descolgó el cuerpo, cortó el nudo corredizo y colocó a Tige en la sepultura, sintió que iba a desmayarse.

—¿Cómo has sabido tan pronto que he sido yo?

—Por tu cara, en seguida lo supe.

—Te veía pasear ese perro de blanco, vestido con esos pantalones de carapijo, yendo a un colegio de blancos. ¿Por qué nadie se fija en mí? Hago cosas, y nadie se da cuenta. Buenas o malas, nadie se da cuenta. La gente hacía más caso a ese maldito perro que a mí. Y sólo se trataba de un perro.

—Pero yo le quería. Y Tige también te quería a ti —dijo Jester.

—Yo no quiero al perro de ningún blanco, no quiero a nadie.

—Pero la impresión. No consigo recobrarme.

Sherman pensó en el sol de mayo iluminando los documentos del juzgado.

—Tú has recibido una impresión, pero no eres el único al que le ha sucedido eso.

—Una cosa como ésta me lleva a pensar que deberías estar en el manicomio.

—¡Manicomio! —se burló Sherman. Sus manos fláccidas se movieron como imitando a un idiota—. Soy demasiado listo, niño, para estar en el manicomio.

Nadie creería lo que he hecho con el perro. Ni siquiera un médico de locos. Si piensas que es una locura, espera y verás lo que voy a hacer ahora.

Impresionado por el tono amenazador de su voz, Jester no pudo evitar la pregunta:

—¿Qué?

—Voy a hacer la mayor locura que haya hecho en toda mi vida, yo o cualquier otro negro.

Pero Sherman no quiso decirle a Jester lo que planeaba hacer, ni Jester consiguió que Sherman se sintiera culpable por la muerte de Tige, ni tampoco que se diera cuenta que estaba comportándose como un insensato. Demasiado trastornado para ir al colegio aquel día, demasiado nervioso para quedarse en casa, le contó a su abuelo que Tige había muerto, que había muerto mientras dormía y que lo había enterrado, y el anciano juez no hizo más preguntas. Luego, y por primera vez en su vida, Jester hizo novillos y fue al aeropuerto.

El anciano juez esperó en vano a Sherman, pero Sherman estaba escribiendo una carta con una «caligrafía de ángel». Escribía a una agencia de Atlanta para alquilar una casa en la zona de los blancos de Milan. Cuando el juez lo llamó, Sherman dijo que ya no volvería a trabajar y que Su Señoría podía ir buscándose a otro que le pusiera las inyecciones.

—¿Quieres decir que me dejas plantado?

—Eso es, lo dejo plantado, juez.

El juez estaba otra vez solo, sin Sherman. Mientras leía el Milan Courier con su nueva lupa, con aquella silenciosa criada medio india que jamás cantaba y Jester en el colegio, el juez se sentía cansado y aburrido. Fue una bendición que se celebrara una convención de veterinarios en la ciudad. Poke Tatum asistía a la convención y él y otra media docena de participantes se hospedaron en casa del juez. Eran médicos de mulas, médicos de cerdos, médicos de perros, bebieron sin parar y bajaban la escalera deslizándose por el pasamanos. El juez consideraba que aquello de deslizarse por el pasamanos era ir demasiado lejos, y echó de menos las delicadas reuniones eclesiásticas de su mujer, cuando los predicadores y los delegados de las iglesias cantaban himnos y cuidaban sus modales. Cuando la convención de veterinarios terminó y Poke se hubo ido, la casa resultó más solitaria que nunca y el vacío que invadió al juez más triste que nunca. Maldijo a Sherman por haberle dejado. Recordó los tiempos en que no sólo había una criada en la casa, sino dos o tres, de modo que las voces de la casa se mezclaban como torrentes.

Entretanto, Sherman había recibido respuesta de la agencia y envió un giro postal para pagar el alquiler. No le hicieron preguntas sobre su raza. Se trasladó dos días más tarde.

La casa estaba a la vuelta de la esquina de la casa de Malone, junto a las tres casitas que había heredado mistress Malone. Había una tienda más allá de la casa que había alquilado Sherman, y luego el barrio era enteramente de negros. Pero deteriorada y estropeada como estaba, su casa se encontraba en el barrio de los blancos. Sammy Lank y su numerosa familia vivían en la puerta de al lado. Sherman compró a plazos un piano de media cola y preciosos muebles de estilo más o menos antiguo e hizo que se los llevaran a la nueva casa.

Se mudó a mediados de mayo y por fin se fijaron en él. La noticia se extendió como un reguero de pólvora por la ciudad. Sammy Lank fue a quejarse a Malone y Malone fue a ver al juez.

—Me ha dejado plantado. Estoy demasiado furioso para ocuparme de él.

Sammy Lank, Bennie Weems y Max Gerhardt, el químico, rondaban la casa del juez. El juez empezó a trabajarse a Malone.

—Yo no estoy de acuerdo con la violencia más que tú, J. T., pero cuando sucede una cosa así considero que tengo el deber de actuar.

En secreto el juez estaba excitado. En los viejos tiempos, el juez había pertenecido al Ku Klux Klan y lo echó en falta cuando el Klan fue suprimido y ya no pudo asistir a aquellas reuniones de Pine Mountain vestido con una sábana blanca y sintiéndose poseído de un secreto poder invisible.

Malone, que no había sido del Ku Klux Klan, se sentía especialmente cansado aquellos días. La casa no era propiedad de su mujer, a Dios gracias, y además era una casa desvencijada y con las paredes abombadas.

—A personas como tú o yo, J. T., no nos pueden afectar cosas de ese tipo — dijo el juez—. Yo tengo mi casa aquí y tú tienes la casa en una calle muy buena. No nos afecta. No es probable que los negros nos invadan. Pero hablo como el ciudadano más importante de esta ciudad. Hablo por los pobres, los necesitados. Nosotros, los ciudadanos importantes, debemos servir de portavoz a los más humildes. ¿Te fijaste en Sammy Lank cuando vino a casa? Creí que iba a sufrir un ataque de apoplejía. Muy excitado, como es natural, dado que su casa es la casa de al lado. ¿Qué te parecería a ti si vivieras al lado de un negro?

—No me gustaría.

—Tu propiedad se depreciaría, la propiedad que la anciana mistress Greenlove dejó a tu mujer se depreciaría.

—Llevo años diciéndole a mi mujer que venda esas tres casas —dijo Malone—. Se han convertido en una especie de barrio bajo.

—Tú y yo, como importantes ciudadanos de Milan…

Malone se sintió vagamente orgulloso al verse comparado con el juez.

—Otra cosa —siguió el juez—. Tú y yo contamos con nuestras propiedades y nuestra posición y se nos respeta. Pero ¿qué tiene Sammy Lank aparte de montones de hijos? Sammy Lank y otros blancos pobres no tienen más que el color de su piel. No tienen propiedades, ni posibles, ni a nadie por debajo de ellos…, ésa es la clave de todo el asunto. Es triste admitirlo, pero la naturaleza humana, todos y cada uno de los hombres, tienen que tener a alguien por debajo de ellos. Y Sammy Lank sólo tiene a los negros por debajo de él. Ya ves, J. T., es una cuestión de orgullo. Tú y yo tenemos nuestro orgullo, el orgullo de nuestra sangre, el orgullo de nuestros descendientes. ¿Pero qué tiene Sammy Lank a no ser montones de trillizos y gemelos de rostro blanco, y una mujer, destrozada por tantos embarazos que se sienta en el porche a oler rapé?

Acordaron que se celebraría una reunión en la farmacia de Malone después del cierre y que Jester llevaría en el coche al juez y a Malone a la reunión. Aquella noche de mayo había una luna serena, pero Malone miraba a la luna con una tristeza insondable. ¿Cuántas noches de mayo había contemplado la luna? ¿Y cuántas le quedarían de ver una luna igual?

¡Sería aquélla la última?

Mientras Malone permanecía sentado en el coche preguntándose estas cosas, Jester también se preguntaba de qué iría a tratarse en aquella reunión. Presentía que tenía algo que ver con el traslado de Sherman al barrio de los blancos.

Cuando Malone abrió la puerta lateral que daba a la rebotica, él y el juez se dispusieron a entrar.

—Vete a casa, hijo —dijo el juez a Jester—. Cualquiera de los muchachos nos llevará de vuelta.

Jester aparcó el coche a la vuelta de la esquina mientras Malone y el juez entraban en la farmacia. Malone enchufó el ventilador para que el aire caliente y cargado se convirtiera en brisa. No encendió todas las luces de la farmacia y la media luz daba un ambiente de conspiración.

Suponiendo que los que llegaran entrarían por la puerta lateral, le sorprendió oír una fuerte llamada en la puerta principal. Era el sheriff McCall, un hombre de delicadas manos amoratadas y con la nariz rota.

Entretanto, Jester había vuelto al drugstore. La puerta lateral estaba cerrada, pero no con llave, así que entró silenciosamente. Al mismo tiempo, un grupo de recién llegados llamó a la puerta principal y se les abrió. La presencia de Jester pasó inadvertida mientras permanecía muy silencioso en la oscuridad de la rebotica, temiendo que le descubrieran y le echaran. ¿Qué hacían a aquellas horas cuando el drugstore ya estaba cerrado?

Malone no sabía cómo se desarrollaría la reunión. Había esperado que asistiera un grupo de ciudadanos importantes, pero exceptuados Hamilton Breedlove, el cajero del Banco de Milan, y Max Gerhardt, el químico, no había nadie importante. Estaban los compinches de póquer del juez, y estaban Bennie Weems y Sport Lewis y Sammy Lank. A algunos de los otros que iban llegando Malone sólo los conocía de vista, pero no sabía cómo se llamaban. Llegó un grupo de muchachos vestidos con mono de trabajo. No, no eran ciudadanos importantes, sino chusma y gentuza en su mayor parte. Y encima, llegaron medio borrachos y la atmósfera era de carnaval. Se hizo poner una botella y luego se puso encima del mostrador. Antes del comienzo de la reunión, Malone ya lamentaba haber prestado su farmacia para aquello.

Quizá fuera culpa de su estado de ánimo, pero Malone recordaba algo desagradable de cada uno de los hombres que se reunían aquella noche. El sheriff McCall siempre le había hecho la pelota al anciano juez de un modo tan obvio que a Malone le ofendía. Además, una vez había visto al sheriff pegar a una chica negra con su porra en la esquina de la calle Mayor y la Doce. Tenía muy mala opinión de Sport Lewis. Sport se había divorciado de su mujer porque ésta alegó crueldad mental. Malone, que era un buen padre de familia, se preguntaba qué sería aquello de crueldad mental. Mistress Lewis había conseguido un divorcio mexicano y más tarde se volvió a casar. Pero ¿qué era aquello de crueldad mental? Sabía que él no era un santo y que en una ocasión había cometido adulterio. Pero nadie fue herido y Martha jamás llegó a saberlo. ¿Crueldad mental? Bennie Weems era un holgazán y su hija estaba enferma así que siempre estaba en deuda con Malone y las facturas no se pagaban. Y se decía que Max Gerhardt era tan listo que podía calcular cuánto tardaría en llegar a la luna un ruido. Pero era alemán, y Malone nunca se fiaba de los alemanes.

Todos los reunidos en el drugstore eran personas vulgares, tan vulgares que habitualmente Malone jamás pensaba en ellos en ningún sentido. Pero aquella noche veía la debilidad de aquellas personas vulgares, sus defectos. No, ninguno de ellos eran personas importantes.

La redonda luna amarilla hizo que Malone se sintiera triste y con frío aunque la noche era caliente. El olor a whisky era fuerte y le mareaba un poco. Ya había más de una docena cuando le preguntó al juez:

—¿Ya están todos los que tienen que venir?

El propio juez parecía un poco desilusionado cuando respondió:

—Ya son las diez; supongo que sí.

El juez empezó a hablar con su anticuado y grandilocuente tono de orador:

—Conciudadanos, nos hemos reunido aquí como ciudadanos destacados de nuestra comunidad, como propietarios y como defensores de nuestra raza. —Se hizo el silencio en la habitación—. Poco a poco, a nosotros, ciudadanos blancos, se nos molesta, incluso se abusa de nosotros. Los criados son más difíciles de encontrar que una aguja en un pajar y a uno le cuesta un ojo de la cara mantenerlos. —El juez se escuchó a sí mismo, y al mirar a los reunidos comprendió que había elegido un camino equivocado. Pues era evidente que no se trataba de personas que tuvieran criados.

Empezó de nuevo:

—Conciudadanos, ¿no existen leyes de zonificación en esta ciudad? ¿Queréis que los que son más negros que el carbón se instalen en la puerta de al lado de vuestras casas? ¿Queréis ver a vuestros hijos amontonados en la parte de atrás de un autobús mientras los negros van sentados en la parte delantera? ¿Queréis ver a vuestras mujeres hablando con paletos negros por encima de la cerca de vuestros patios? —el juez planteó todas estas preguntas retóricas. El grupo murmuraba entre sí y de vez en cuando se oían gritos de:

—No, maldita sea, claro que no.

—¿Vamos a dejar que la zonificación de esta ciudad la decidan los negros? Os lo pregunto. ¿Vamos a dejar que sea así o no? —Manteniendo cuidadosamente el equilibrio, el juez golpeó con el puño el mostrador—. Esta es la hora decisiva. ¿Quién manda en esta ciudad, nosotros o los negros?

Se sirvió whisky en abundancia y en la habitación surgió una fraternidad en el odio.

Malone miró la luna a través del cristal de la ventana. La visión de la luna le hacía sentirse mal, pero había olvidado por qué. Deseaba estar cascando nueces con Martha, o en casa con los pies en la barandilla del porche bebiendo cerveza.

—¿Quién va a ponerle una bomba a ese hijoputa? —gritó una voz ronca.

Malone se dio cuenta de que pocos de los reunidos conocían de verdad a Sherman Pew, pero que una fraternidad en el odio les impulsaba a actuar juntos.

—¿Lo echamos a suertes, juez?

Bennie Weems, que ya había hecho este tipo de cosas anteriormente, le pidió lápiz y papel a Malone y se puso a romper el papel en tiras. Luego, puso una X en una de las tiras.

—Al que le toque la X: ése lo hará.

Frío, confuso por el jaleo, Malone todavía miraba la luna. Habló con voz seca:

—¿No podríamos hablar simplemente con el negro? Nunca me gustó, ni siquiera cuando era criado del juez. No es más que un negro engreído, irrespetuoso y despreciable. Pero no estoy a favor de la violencia y las bombas.

—Tampoco yo lo estoy, J. T. Y soy plenamente consciente de que nosotros, como miembros de este comité de ciudadanos, nos estamos tomando la justicia por nuestra propia mano. Pero si la ley no protege nuestros intereses y los intereses de nuestro hijos y descendientes, estoy dispuesto a prescindir de la ley si la causa es justa y si la situación amenaza los principios de nuestra comunidad.

—¿Todos preparados? —preguntó Bennie Weems—. Al que le toque la X, ése será.

En aquel momento Malone sintió una repugnancia especial por Bennie Weems. Era sólo el empleado de un garaje con cara de comadreja, y un auténtico borrachuzo.

En la rebotica, Jester se mantenía tan pegado a la pared que tenía la cara apretada contra un frasco de medicinas. Iban a echar a suertes quién pondría la bomba en casa de Sherman. Tenía que avisar a Sherman, pero no sabía cómo salir de la farmacia, conque siguió escuchando.

—Podéis usar mi sombrero —dijo el sheriff McCall, alargando su Stetson.

El juez fue el primero y los otros le siguieron. Cuando Malone cogió su papel le temblaban las manos. Deseaba estar en casa, que era donde debía estar. Apretaba el labio superior contra el inferior. Todos desenrollaron sus papeles a la débil luz. Malone los contemplaba y veía, en uno tras otro, una expresión de alivio. Malone, atemorizado y lleno de miedo, no se sorprendió cuando al desenrollar su papel encontró la X.

—Supongo que me ha tocado a mí —dijo con voz apagada. Todos le miraron. Su voz se elevó de tono—. Pero si se trata de bombas o violencia, no lo haré.

»Caballeros —dijo mirando a su alrededor, y Malone comprendió que allí había muy pocos caballeros. Pero siguió—: Caballeros, estoy demasiado cerca de la muerte para pecar, para asesinar. —Sentía muchísima vergüenza al tener que hablar de la muerte delante de todas aquellas personas. Siguió con voz más segura—: No quiero poner en peligro mi alma. —Todos le miraban como si fuera un loco furioso.

Alguien dijo en voz baja:

—Gallina.

—Entonces, vamos a ver —dijo Max Gerhardt—, ¿por qué viniste a la reunión?

Malone tenía miedo de echarse a llorar allí en público, en el drugstore.

—Hace un año el médico me dijo que me quedaba un año o dieciséis meses de vida, y no quiero poner en peligro mi alma.

—¿A qué viene todo eso del alma? —preguntó Bennie Weems con voz aguda.

Agarrotado por la vergüenza, Malone repitió:

—Mi alma inmortal. —Le latían las sienes y tenía las manos fláccidas y temblorosas.

—¿Qué coño es eso de un alma inmortal? —preguntó Bennie Weems.

—No lo sé —dijo Malone—, Pero si poseo una, no quiero perderla.

El juez, viendo los apuros de su amigo, también se avergonzó.

—Anímate, hijo —dijo en voz baja. Luego, en voz alta se dirigió a los hombres—: Aquí, J. T., no cree que lo debamos hacer. Pero si lo hacemos, yo considero que debemos hacerlo todos juntos, pues entonces ya no es lo mismo.

Después de haber hecho el ridículo en público, Malone ya no tenía cara que salvar, así que dijo en voz muy alta:

—Sí que es lo mismo. Sea una persona o una docena de personas, se trata de la misma cosa, de un asesinato.

Acurrucado en la rebotica, Jester estaba pensando en que jamás hubiera creído que míster Malone fuera capaz de comportarse así.

Sammy Lank escupió en el suelo y volvió a decir:

—Gallina —luego añadió—: Yo lo haré. Me encantará. Se trata de la casa que está pegada a la mía.

Todos los ojos se volvieron hacia Sammy Lank que, de repente, se había convertido en un héroe.