VIII

EN noviembre Malone sufrió una recaída y se le admitió por segunda vez en el hospital de la ciudad. Se alegró de encontrarse allí. Aunque había cambiado de médicos, el diagnóstico no varió. Había cambiado del doctor Hayden al doctor Calloway y cambió de nuevo al doctor Milton. Pero aunque los dos médicos eran cristianos (miembros de la Primera Iglesia Baptista y de la Episcopal, respectivamente), su veredicto fue el mismo. Como ya había preguntado al doctor Hayden cuánto viviría, y recibió aquella inesperada y aterradora respuesta, tuvo cuidado de no volver a preguntarlo. De hecho, cuando cambió al doctor Milton, insistió en que era un hombre sano y que sólo buscaba un chequeo rutinario, aunque un médico había dicho que existían ligeros indicios de leucemia. El doctor Milton confirmó el diagnóstico y Malone no hizo preguntas. El doctor Milton sugirió que ingresara en el hospital de la ciudad durante unos cuantos días. De modo, que Malone nuevamente contempló la sangre brillante caer gota a gota, y le alegró que hicieran algo por él, y las transfusiones le fortalecieron.

Los lunes y jueves una enfermera traía en un carrito de ruedas unos cuantos libros, y el primer libro que escogió Malone fue uno de misterio. Pero el misterio le aburría y no era capaz de seguir la línea argumental. La siguiente vez que apareció la enfermera con los libros, Malone devolvió el de misterio y echó una ojeada a los demás títulos; sus ojos cayeron sobre un libro titulado De la enfermedad a la muerte. Extendió la mano hacia el libro y la enfermera dijo:

—¿Está seguro de que quiere ése? No parece demasiado alegre.

Su tono de voz le recordó al de su mujer, de modo que inmediatamente adoptó un aire de determinación y enfado.

—Es el libro que quiero y no estoy alegre ni quiero estarlo.

Después de leer durante media hora, Malone, se preguntó, por qué habría armado tanto lío por aquel libro y dormitó un rato. Cuando se despertó abrió el libro al azar y se puso a leer sólo por leer. De la selva de líneas impresas, unas palabras llamaron su atención de modo que despertó instantáneamente. Leyó las frases una y otra vez:

El mayor peligro, el de perderse a sí mismo, puede pasar calladamente, como si nada; cualquier otra pérdida, la de un brazo, una pierna, cinco dólares, la esposa, etc., no pasará inadvertida.

Si Malone no hubiera padecido una enfermedad incurable aquellas palabras no habrían dejado de ser sólo palabras y, para empezar, no hubiera elegido el libro. Pero ahora la idea le dejó frío y empezó a leer el libro a partir de la primera página. Pero el libro volvió a aburrirle, con que cerró los ojos y pensó en el único pasaje que había aprendido de memoria.

Incapaz de pensar en la realidad de su propia muerte, volvió una vez más al tedioso laberinto de su vida. Se había perdido a sí mismo…, de esto se daba perfecta cuenta. ¿Pero cómo? ¿Cuándo? Su padre había sido un droguero mayorista de Macon. Tenía ambiciones con respecto a su hijo mayor J. T. Aquellos años de juventud le resultaban agradables de recordar ahora que tenía ya cuarenta años. Entonces no estaba perdido. Pero su padre abrigaba ambiciones con respecto a él, demasiadas ambiciones pensaría más tarde Malone. Había decidido que su hijo sería médico pues ésa había sido su ambición de joven. Conque Malone a los dieciocho años se matriculó en la Universidad de Columbia, y en noviembre vio nieve por primera vez. Por esa época se compró unos patines y trató de patinar en Central Park. Lo había pasado bien en Columbia, comió chow mein, que jamás había probado hasta entonces, aprendió a patinar sobre hielo, y admiró la ciudad. No se dio cuenta de que estaba fallando en los estudios hasta que ya había suspendido. Trató de ponerse al día —estudiando hasta las dos de la madrugada las noches previas a los exámenes—, pero había demasiados empollones judíos en la clase y el nivel subía sin parar. Malone aprobó el primer curso por los pelos y descansó en casa, siendo ya un auténtico estudiante de Medicina. Cuando volvió el otoño, la nieve, el hielo, la ciudad ya no le sorprendieron. Cuando suspendió al terminar el segundo curso en Columbia, sintió que no servía para nada. Su orgullo de joven no le permitió quedarse en Macon, así que se trasladó a Milan y consiguió un empleo como ayudante de míster Greenlove, en el drugstore Greenlove. ¿Habría sido aquella primera humillación la que le hizo tropezar en el mismo comienzo de su vida?

Martha era la hija de míster Greenlove y era natural, o parecía natural, que la invitara a bailar. El se puso su mejor traje azul y ella llevaba un vestido de gasa. Era un baile del Elk’s Club. Acababa de hacerse miembro de los Elk. ¿Qué había sentido al tocar su cuerpo y por qué la había invitado a bailar? Después del baile salió con ella unas cuantas veces porque conocía pocas chicas en Milan y su padre era su jefe. Pero aun así no había pensado nunca en enamorarse, y menos en casarse, con Martha Greenlove. Entonces, de repente el anciano míster Greenlove (no era viejo, sólo tenía cuarenta y cinco años, pero el joven Malone le consideraba un anciano) murió de un ataque al corazón. El drugstore se puso a la venta. Malone pidió mil quinientos dólares prestados a su madre y lo compró con una hipoteca de quince años. De modo que se vio atado a una hipoteca, y antes de darse cuenta, también a una mujer. No fue que Martha le pidiera que se casara con ella, pero parecía suponerlo, de manera que Malone se habría considerado un hombre irresponsable si no hubiera hablado. De modo que habló con su hermano, que ahora era el cabeza de familia, y se dieron la mano y tomaron un trago de Blind Mule juntos. Y todo ocurrió de modo tan natural que parecía sobrenatural; sin embargo, le fascinaba Martha que llevaba vestidos de tarde muy femeninos y un vestido de gasa para los bailes y que, sobre todo, le habría devuelto el orgullo que había perdido cuando suspendió en Columbia. Pero cuando se casaron en el salón de los Greenlove en presencia de su madre y la de Martha, de los hermanos Greenlove y de una o dos tías, la madre de ella lloró y Malone tuvo ganas de llorar. No lo hizo, pero asistió aturdido a la ceremonia. Después de que les tiraran el arroz fueron en tren a pasar la luna de miel en Blowing Rock, Carolina del Norte. Y posteriormente nunca hubo un momento concreto en que lamentara haberse casado con Martha, pero el pesar, o la desilusión estaban ciertamente allí. No hubo un momento concreto en que se preguntara: «¿Es esto todo lo que ofrece la vida?», pero a medida que se hacía mayor se lo preguntaba sin llegar a formularlo. No, no había perdido un brazo, o una pierna, o unos determinados cinco dólares, pero poco a poco se había ido perdiendo a sí mismo.

Si Malone no hubiera padecido una enfermedad fatal no habría pensado en esto. Pero, al acercarse la muerte, la vida se había agudizado en él mientras yacía en la cama del hospital, viendo caer la brillante sangre roja, gota a gota. Se dijo que no le preocupaban los gastos del hospital, pero mientras estuvo allí le inquietaron los veinte dólares diarios que costaba.

—Querido —dijo Martha durante una de sus visitas diarias al hospital—, ¿por qué no hacemos un buen viaje para descansar?

Malone se puso rígido en la sudada cama.

—Incluso descansando aquí en el hospital siempre pareces tenso y preocupado. Podríamos ir a Blowing Rock y respirar el aire puro de la montaña.

—No me apetece —dijo Malone.

—… o al mar. Sólo he visto el mar una vez en toda mi vida, cuando visité a mi prima, Sarah Greenlove, en Savannah. He oído decir que hay muy buen clima en Sea Island Beach. Ni demasiado calor, ni demasiado frío. Y un pequeño cambio puede hacer que te sientas mejor.

—Siempre he considerado que viajar es agotador.

No le habló a su mujer del viaje que planeaba para más adelante, a Vermont o Maine, donde vería la nieve. Malone había escondido cuidadosamente De la enfermedad a la muerte debajo de la almohada porque no deseaba compartir ninguna cosa íntima con su mujer. Dijo de mala gana:

—Estoy harto de este hospital.

—De una cosa estoy segura —dijo mistress Malone—, y es de que deberías acostumbrarte a dejar la farmacia en manos de míster Harris todas las tardes. Tanto trabajo y ninguna diversión acabarán por convertirte en una momia.

De vuelta a casa con todas las tardes libres, Malone pasaba atolondrado el día entero. Pensaba en las montañas del norte, en el mar…, pensó toda la vida que había malgastado. Se preguntaba cómo iba a morir si todavía no había vivido.

Tomaba sus baños calientes a mediodía después del trabajo de la mañana y hasta dejaba a oscuras el dormitorio para tratar de echar una siesta; pero no tenía costumbre de dormir durante el día y no conseguía conciliar el sueño. En lugar de despertarse a las cuatro o las cinco de la mañana y moverse asustado e inquieto por la casa, las ráfagas de terror amainaron por aquella época, dejando sólo aburrimiento y un miedo que no llegaba a formular. Aborrecía las tardes vacías en que míster Harris se ocupaba de la farmacia. Siempre tenía miedo de que algo fuera mal, pero ¿qué podía ir mal? ¿La pérdida de otra venta de compresas higiénicas? ¿Una opinión errónea al diagnosticar un malestar? En realidad no tenía derecho a dar ningún consejo puesto que no había terminado la carrera de Medicina. Otros dilemas le acosaban. Ahora estaba tan delgado que sus trajes colgaban en grandes pliegues. ¿Debería acudir a un sastre? Aunque los trajes durarían más que él, fue a un sastre en vez de acudir a Hart, Schaffner & Marx donde había ido siempre, y encargó un traje gris estilo Oxford y un traje azul de franela. Las pruebas resultaron cansadas. Otra cosa; había pagado tantas facturas del dentista de Ellen que había descuidado su propia dentadura, de modo que de pronto tuvo que sacarse muchos dientes de golpe y el dentista le dio a elegir entre arrancarle doce y ponerse una dentadura postiza o arreglarlo con costosos puentes. Malone se decidió por los puentes, aun sabiendo que no los iba a aprovechar. Así, a punto de morir, Malone cuidó más de sí mismo de lo que había cuidado en toda su vida.

En Milan se abrió un nuevo drugstore de una cadena que no tenía la calidad ni estaba tan acreditada como la farmacia de Malone, pero era un competidor que rebajaba precios ya ajustados y esto molestaba inmensamente a Malone. A veces hasta pensaba en vender la farmacia ahora que todavía podía ocuparse de ello. Pero esta idea le resultaba más chocante y asombrosa que el pensar en su propia muerte. De modo que no se detuvo demasiado en ella. Además, se podía confiar en Martha para que dispusiera de la propiedad, incluidas las existencias, salvando la buena reputación de la farmacia, cuando llegara el momento. Malone pasaba días enteros con lápiz y papel anotando lo que poseía. Veinticinco mil (le consolaba que sus cifras fueran tan conservadoras) por la farmacia, veinte mil el seguro de vida, diez mil por la casa, quince mil por las tres casas deterioradas que había heredado Martha…, aunque todo aquello por separado no era una fortuna, sumado era considerable. Malone sumó las cifras varias veces con un lápiz muy afilado y dos veces con la pluma estilográfica. Deliberadamente no había incluido las acciones de la Coca-Cola de su mujer. La hipoteca de la farmacia la había terminado de pagar hacia un par de años y la póliza del seguro era de vida como al principio. No había hipotecas o deudas importantes. Malone sabía que sus asuntos financieros estaban en mejor situación de lo que habían estado nunca, pero eso le consolaba poco. Hubiera sido mejor, tal vez estar agobiado por hipotecas y facturas sin pagar, que sentir esta solvencia total. Pues Malone tenía la sensación de que quedaban asuntos pendientes que los libros y las cifras no revelaban. Aunque no había vuelto a hablar con el juez de su testamento, consideraba que un hombre, que se ganaba su propio pan, no debía morir infestado. ¿Debería apartar cinco mil dólares para la educación de sus hijos y dejar el resto a su mujer? ¿O debería dejárselo todo a Martha, que era una buena madre, si es que era algo? Había oído hablar de viudas que se compraban Cadillacs cuando sus maridos morían y les dejaban toda la herencia. O de viudas que se habían dejado engañar por negocios de petróleo fraudulentos. Pero sabía que Martha nunca se pasearía en un Cadillac ni compraría acciones más arriesgadas que las de la Coca-Cola o la A.T. & T. El testamento probablemente diría así: «Lego a mi querida esposa, Martha Greenlove Malone, todas las propiedades y todo el dinero que constituyen todas mis posesiones.» Aunque hacía tiempo que había dejado de querer a su mujer, respetaba sus opiniones, y aquél era el testamento más corriente que solía hacerse.

Hasta entonces, pocos de los amigos o parientes de Malone habían muerto. Pero aquel año en que cumplía los cuarenta parecía un año de muertos. Su hermano de Macon murió de cáncer. Sólo tenía treinta y ocho años y estaba al frente del Almacén de Drogas Malone. Además Tom Malone se había casado con una mujer hermosa y J. T. le había envidiado a menudo. Pero como la sangre es más fuerte que la envidia, Malone se puso a hacer la maleta cuando la mujer de Tom telefoneó que éste estaba agonizando. Martha se opuso al viaje a causa de su salud, y siguió una larga discusión que le hizo perder el tren de Macon. De modo que no consiguió volver a ver a Tom vivo, y el cadáver estaba demasiado maquillado y terriblemente encogido cuando lo vio.

Martha llegó al día siguiente después de encontrar quien se ocupase de los niños. Malone, como hermano mayor, llevó la voz cantante en las cuestiones financieras. Los asuntos del Almacén de Drogas Malone estaban en peor estado de lo que todos imaginaban. Tom había sido un gran bebedor, Lucille era una extravagante, y el Almacén de Drogas Malone estaba al borde de la bancarrota. Malone repasó los libros y estuvo haciendo números durante varios días. Quedaban dos niños en edad de ir al instituto y Lucille, viéndose en la necesidad de ganarse la vida, dijo vagamente que trabajaría en una tienda de antigüedades. Pero no había vacantes en las tiendas de antigüedades de Macon, y además, Lucille no sabía ni una palabra del asunto. Ya no era una mujer hermosa, y lloró menos la muerte de su marido que el que hubiera llevado tan mal el Almacén de Drogas Malone dejando a su viuda con dos niños en edad de crecer y sin recursos para encontrar trabajo. J. T. y Martha se quedaron cuatro días. Cuando se marcharon después del funeral, Malone entregó a Lucille un cheque de cuatrocientos dólares para mantener a la familia a flote. Un mes más tarde, Lucille consiguió trabajo en unos grandes almacenes.

Murió Cab Bickerstaff, y Malone le había visto y hablado con él aquella misma mañana antes de que se desplomase literalmente sobre su mesa de despacho en la Compañía de Electricidad y Gas de Milan. Malone trataba de recordar cada gesto y cada palabra de Cab Bickerstaff de aquella mañana. Pero eran tan normales y corrientes que hubieran pasado desapercibidos de no haberse desplomado sobre su mesa a las once, muerto instantáneamente de un ataque. Parecía estar perfectamente bien y absolutamente normal cuando Malone le sirvió la Coca-Cola y unas pastas de mantequilla de cacahuete. Malone recordaba que había pedido una aspirina con la Coca-Cola, pero eso no tenía nada de especial. Y había dicho al entrar en la farmacia:

—Hace bastante calor. ¿No cree, J. T.?

También esto era normal. Pero Cab Bickerstaff había muerto una hora después y la Coca-Cola, la aspirina, las pastas de mantequilla de cacahuete y la manoseada fresa estaban fijadas en el misterio compacto que le perseguía. La mujer de Herman Klein había muerto y su tienda permaneció cerrada durante dos días enteros. Herman Klein ya no tenía que esconder la botella en la rebotica, pues podía beber en su propia casa. Míster Beard, el diácono de la Primera Iglesia Baptista también murió aquel verano. Ninguna de estas personas había sido íntima de Malone, y en vida no le habían interesado. Pero muertos, formaban todos parte del mismo extraño misterio que obligaba a prestarles una atención que no habían exigido en vida. Así pues, de este modo transcurrió el último verano de Malone.

Temeroso de hablar con los médicos, incapaz de discutir de cualquier cosa íntima con su mujer, Malone se limitaba a llevar su aturdida existencia en silencio. Todos los domingos iba a la iglesia, pero el doctor Watson era un predicador vulgar que hablaba a los vivos y no a un hombre que iba a morir. Comparaba los santos sacramentos con un coche. Decía que los hombres tenían que llenar el depósito de gasolina de vez en cuando para perseverar en su vida espiritual. Aquel sermón ofendió a Malone, aunque no supo por qué. La Primera Iglesia Baptista era la iglesia más grande de la ciudad, con unas propiedades valoradas en dos millones de dólares. Los diáconos eran hombres importantes. Eran pilares de la iglesia, millonarios, médicos ricos y propietarios de compañías poderosas. Pero aunque Malone iba todos los domingos a la iglesia, y aunque eran hombres santos en su opinión, se sentía extrañamente apartado de ellos. Aunque le daba la mano al doctor Watson al final de cada oficio de la iglesia, no se sentía vinculado con él ni con ninguno de los demás fieles. Sin embargo, había nacido y se había criado dentro de la Primera Iglesia Baptista e ignoraba si existía otro consuelo espiritual fuera de ella, pues le daba demasiada vergüenza y era tímido para hablar de la muerte. Así, que una tarde de noviembre, poco después de su segunda estancia en el hospital, se puso su traje nuevo gris estilo Oxford y fue a la casa rectoral.

El doctor Watson le saludó con cierta sorpresa.

—Tiene usted muy buen aspecto, míster Malone. —El cuerpo de Malone pareció encogerse dentro de su traje nuevo—. Me alegra que haya venido. Siempre me gusta ver a mis feligreses. ¿En qué puedo servirle hoy? ¿Le apetece una Coca-Cola?

—No, gracias, doctor Watson. Quisiera hablar con usted.

—¿Hablarme de qué?

La respuesta de Malone fue apagada y apenas perceptible:

—De la muerte.

—¡Ramona! —voceó el doctor Watson a la criada, que le contestó rápidamente—. Sírvanos a míster Malone y a mí unas Coca-Cola con limón.

Mientras les servían las Coca-Cola, Malone cruzaba, descruzaba y volvía a cruzar sus descarnadas piernas dentro de los pantalones de franela. Un rubor de vergüenza enrojeció su rostro pálido.

—Quiero decir —dijo— que se supone que usted entiende de esas cosas.

—¿De qué cosas? —preguntó el doctor Watson.

Malone era valiente, estaba decidido.

—Del alma y de lo que pasa después de la muerte.

En la iglesia y después de veinte años de experiencia, el doctor Watson hacía largos sermones sobre el alma; pero en su propia casa, con sólo un hombre preguntándoselo, su locuacidad se transformó en azoramiento y se limitó a decir:

—No sé a lo que se refiere, míster Malone.

—Mi hermano ha muerto, Cab Bickerstaff murió en esta ciudad, y también míster Beard murió, y todos en los últimos siete meses. ¿Qué les ha pasado después de la muerte?

—Todos tenemos que morir —dijo el regordete y pálido doctor Watson.

—Otras personas nunca saben cuándo van a morir.

—Todos los cristianos deben prepararse para la muerte —el doctor Watson pensaba que el tema se estaba poniendo morboso.

—Pero ¿cómo se prepara uno para la muerte?

—Llevando una vida honrada.

—¿Y qué es una vida honrada? —Malone nunca había robado, mentía poco, y el único episodio de su vida en que sabía que había cometido un pecado mortal había tenido lugar muchos años atrás y sólo duró un verano—. Dígame, doctor Watson —preguntó—, ¿qué es la vida eterna?

—Para mí —dijo el doctor Watson— es la prolongación de la vida terrena, pero más intensa. ¿Responde esto a su pregunta?

Malone pensó en su vida gris y se preguntó cómo podría intensificarse. ¿Era la vida del más allá un tedio perenne, y por eso luchaba tanto por agarrarse a la vida? Se estremeció aunque en la casa rectoral hacía calor.

—¿Cree usted en el cielo y en el infierno? —preguntó.

—No soy un dogmático rígido, pero creo que lo que hace un hombre en la tierra determina su vida eterna.

—Pero ¿y si un hombre hace sólo cosas normales y corrientes, nada bueno ni nada malo?

—No depende del juicio del hombre decidir lo que es bueno y lo que es malo. Dios ve la verdad, y es nuestro Salvador.

En los últimos días Malone había rezado a menudo, pero no sabía qué estaba rezando. No parda tener sentido continuar con la conversación, pues no recibía respuesta alguna. Malone colocó cuidadosamente el vaso de Coca-Cola sobre el tapetito que tenía al lado y se levantó.

—Bueno, muchas gracias, doctor Watson —dijo con frialdad.

—Me alegro de que se haya dejado caer por aquí para hablar conmigo. Mi casa siempre está abierta para los feligreses que quieren hablar de asuntos espirituales.

Entre una niebla de cansancio y vaciedad, Malone caminó en aquel crepúsculo de noviembre. Un pájaro carpintero de colores vivos picoteaba con un sonido hueco un poste telefónico. La tarde era silenciosa, exceptuando el ruido que hacía el pájaro carpintero.

Resultaba extraño que Malone, a quien gustaba la poesía pegadiza, pudiera recordar aquellas frases aprendidas de memoria:

El mayor peligro, el de perderse a sí mismo, puede pasar calladamente, como si nada; cualquier otra pérdida, la de un brazo, una pierna, cinco dólares, la esposa, etc., no pasará inadvertida.

La incongruencia de estas ideas, funestas y vulgares como su propia vida, sonaba como el repiqueteo metálico del reloj de la ciudad, sin cadencia y triste.