Capítulo I
LA muerte siempre es la misma, pero cada hombre muere a su modo. Para J. T. Malone empezó de un modo tan sencillo y vulgar que durante un tiempo confundió el final de la vida con el comienzo de una nueva estación. El invierno de sus cuarenta años había sido inusualmente frío para la ciudad sureña —con gélidos días claros y noches claras—. La primavera llegó violentamente a mediados de marzo aquel año 1953, y Malone estaba decaído y macilento durante aquellos días de tempranos brotes y cielos borrascosos. Era farmacéutico y, diagnosticando fiebre primaveral, se recetó un tónico de hígado y hierro. Aunque se cansaba con facilidad, continuó con su rutina habitual. Iba caminando al trabajo y su farmacia era uno de los primeros establecimientos abiertos de la calle principal y cerraba a las seis. Comía en un restaurante del centro y cenaba en casa con su familia. Pero tenía poco apetito y perdía peso sin parar. Cuando cambió su traje de invierno por uno más ligero de entretiempo, los pantalones colgaban en pliegues alrededor de su figura alta y consumida. Las sienes se le habían hundido tanto que el pulso de las venas era visible cuando masticaba o tragaba, y la nuez se agitaba en su delgado cuello. Pero Malone no veía motivo de alarma. Su fiebre primaveral era inusualmente fuerte y añadió al tónico la anticuada fórmula de azufre y melaza, pues a fin de cuentas los viejos remedios eran los mejores. Esa idea le debió consolar porque en seguida se sintió un poco mejor y pudo empezar a plantar su huerta de todos los años. Entonces, un día en que estaba preparando una receta, se tambaleó y perdió el sentido. Después de eso visitó a un médico y se hizo unos análisis en el hospital de la ciudad. Todavía no estaba demasiado preocupado; tenía fiebre primaveral y esa enfermedad debilita, y un día caluroso se había desmayado; una cosa corriente, incluso natural. Malone nunca había pensado en su propia muerte más que como en algo vago, crepuscular, futuro, o en términos del seguro de vida. Era un hombre normal y corriente y su propia muerte era una anormalidad.
El doctor Kenneth Hayden era un buen cliente y amigo que tenía su consulta en el piso de encima de la farmacia, y el día previsto para el resultado de los análisis Malone subió a las dos en punto. Una vez que estuvo solo con el médico sintió una amenaza indefinida. El médico no le miraba de frente, de modo que su pálido rostro familiar parecía no tener ojos. Su voz, cuando saludó a Malone, era extrañamente solemne. Silencioso, sentado detrás de su escritorio, jugueteaba con un abrecartas que miraba atentamente mientras lo iba pasando de una mano a la otra. El extraño silencio puso a Malone en guardia y, sin poder resistirlo más, balbuceó:
—Han llegado los análisis… ¿estoy bien?
El médico esquivó la mirada azul y ansiosa de Malone, luego sus inquietos ojos pasaron a la ventana abierta y se quedaron fijos allí.
—Lo hemos revisado cuidadosamente todo y al parecer hay algo raro en la química de la sangre —dijo el médico por fin arrastrando las palabras con voz suave.
Una mosca zumbó en la aséptica habitación tan siniestra y había un ligero olor a éter. Malone ahora ya estaba seguro de que pasaba algo importante e, incapaz de soportar el silencio o la voz poco natural del médico, se puso a hablar atropelladamente en contra de la verdad:
—Ya me parecía que ibas a encontrar algo de anemia. Sabes que también estudié algo de medicina y me preguntaba si mi recuento sanguíneo estaría algo bajo.
El doctor Hayden seguía mirando el abrecartas con el que jugueteaba sobre el escritorio. Su párpado derecho temblaba.
—En ese caso podemos hablar del asunto en términos médicos —su voz bajó de tono y dijo precipitadamente las siguientes palabras—: El recuento de glóbulos rojos sólo da 2 millones 150 mil, conque estamos ante una anemia perniciosa. Pero eso no es lo más importante. Hay un incremento anormal de glóbulos blancos…, el recuento da 208 mil —el médico hizo una pausa y se tocó el párpado que le temblaba—. Probablemente ya sepas lo que eso significa.
Malone no lo sabía. La sorpresa le había aturdido y la habitación de pronto le pareció fría. Sólo sabía que algo extraño y terrible le estaba pasando a él en la fría y oscilante habitación. Estaba hipnotizado por el abrecartas al que el médico daba vueltas con sus cortos dedos regordetes. Un recuerdo largamente olvidado se reavivó en él, de modo que fue consciente de algo vergonzoso que había olvidado, aunque el recuerdo mismo aún le resultaba poco claro. Así que sufría una angustia doble: el miedo y la tensión por las palabras del médico, y la misteriosa y mal recordada vergüenza. Las manos del médico eran blancas y peludas y Malone no podía soportar verle juguetear con el abrecartas que, sin embargo, atraía misteriosamente su atención.
—No consigo recordar —dijo indefenso—. Hace ya mucho tiempo y no terminé medicina.
El médico apartó el abrecartas y le tendió un termómetro.
—¿Quieres ponértelo debajo de la lengua? —dijo, y miró su reloj. Se acercó a la ventana donde se quedó mirando hacia fuera con las manos a la espalda y los pies separados. Añadió—: El análisis revela un aumento patógeno de los glóbulos blancos y una anemia perniciosa. Hay una preponderancia de leucocitos de tipo juvenil. En resumen… —el médico hizo una pausa, volvió a cogerse las manos y durante un momento se mantuvo de puntillas—. Sin rodeos, estamos ante un caso de leucemia. —De pronto se volvió, le quitó el termómetro y lo miró rápidamente.
Malone estaba sentado tenso y a la expectativa, una pierna enroscada alrededor de la otra y la nuez agitándose en su garganta delgada.
—Ya notaba un poco de fiebre, pero pensaba que sólo era fiebre primaveral —dijo.
—Me gustaría reconocerte. ¿Te importaría quitarte la ropa y tumbarte un momento en la mesa?
Malone se tendió sobre la mesa, flaco y pálido en su desnudez, y avergonzado.
—El bazo está muy dilatado. ¿Has tenido problemas de hinchazones o bultos?
—No —respondió—. Estoy tratando de recordar lo que sé de leucemia. Recuerdo a una niña en los periódicos y que sus padres celebraron la Navidad en septiembre porque se esperaba que muriese pronto. — Malone miró despreocupadamente una grieta del techo. En una oficina contigua se oyó llorar a un niño y la voz, medio estrangulada por el miedo y las protestas, no parecía venir desde una cierta distancia, sino formar parte de su propia agonía cuando preguntó—: ¿Moriré de esta… leucemia?
La respuesta era clara para Malone, aunque el médico no dijera nada. En la habitación de al lado el niño soltó un chillido largo y brutal que duró casi un minuto entero. Cuando concluyó el reconocimiento, Malone se sentó tembloroso en el borde de la mesa, asqueado de su propia debilidad y angustia. Sus delgados pies con los juanetes le resultaban especialmente repulsivos y lo primero que se puso fueron los calcetines grises. El médico se lavaba las manos en el lavabo del rincón y por algún motivo aquello molestó a Malone. Se vistió y volvió a la silla pegada al escritorio. Cuando se sentó pasándose la mano por su escaso y áspero pelo, con el labio superior cuidadosamente apoyado en el tembloroso labio inferior, los ojos febriles y aterrados, Malone ya tenía el aspecto sumiso y neutro de los incurables.
El médico había reanudado su jugueteo con el abrecartas, y Malone otra vez estaba fascinado y vagamente angustiado; los movimientos de la mano y el abrecartas formaban parte de la enfermedad y de alguna misteriosa vergüenza recordada a medias. Tragó saliva y reafirmó la voz para hablar:
—Bien, ¿cuánto tiempo me das, doctor?
Por primera vez la mirada del médico se cruzó con la suya y le contempló fijamente durante unos momentos. Después sus ojos se dirigieron hacia la fotografía de su mujer y de sus dos hijitos que tenía frente a él en el escritorio.
—Los dos somos padres de familia y si yo estuviera en tu lugar también querría saber la verdad. Trataría de poner todas mis cosas en orden.
Malone casi no podía hablar, pero cuando las palabras surgieron eran ruidosas e irritadas.
—¿Cuánto?
El zumbido de una mosca y el ruido del tráfico en la calle parecían acentuar el silencio y la tensión de la siniestra habitación.
—Creo que podemos contar con un año o quince meses…, es difícil calcularlo con exactitud.
Las blancas manos del médico estaban cubiertas de largos pelos negros y jugueteaban incansablemente con el abrecartas de marfil, y aunque su visión a Malone le resultaba terrible, no podía apartar la atención. Empezó a hablar rápidamente:
—Es una cosa curiosa. Hasta este invierno siempre había tenido un seguro de vida sencillo, normal y corriente. Pero este invierno lo convertí en una póliza de esas que te proporcionan un retiro… Habrás visto los anuncios en las revistas. A los 65 años empiezas a cobrar doscientos dólares mensuales y sigue así toda tu vida. Resulta divertido pensar en eso ahora. —Tras una risa ahogada, añadió—: La compañía tendrá que volver a convertirlo en lo que era…, un simple seguro de vida. La Metropolitan es una buena compañía y he tenido seguro de vida durante cerca de veinte años… Lo dejé un poco durante la depresión y volví a continuarlo en cuanto pude. En los anuncios del plan de retiro siempre había una fotografía de una pareja de edad madura en un sitio soleado… quizá Florida o California. Pero mi mujer y yo teníamos una idea distinta. Habíamos pensado en un sitio pequeño de Vermont o Maine. Vivir tan al sur durante toda la vida hace que uno se canse de sol y luz…
De pronto, la pantalla de palabras se hundió e, indefenso ante su destino, Malone se echó a llorar. Se tapó la cara con las grandes manos manchadas de ácido y se esforzó por controlar su entrecortada respiración.
El doctor parecía como si buscara consejo en la fotografía de su mujer y dio unas suaves palmaditas en la rodilla de Malone.
—En estos tiempos no hay nada imposible. La ciencia descubre todos los meses una nueva arma contra la enfermedad. Tal vez encuentre pronto un nuevo modo de controlar las células enfermas. Y entretanto, se hará todo lo posible por prolongar tu vida y aliviarte. Hay algo bueno en esta enfermedad, si se puede llamar bueno a algo en esta situación, y es que no causa muchos dolores. Y lo intentaremos todo. Me gustaría que ingresaras en el hospital lo más pronto posible para que te hagamos unas transfusiones y probemos con rayos X. Podría conseguirse que te sintieras mucho mejor.
Malone se había recuperado y se pasaba el pañuelo por la cara. Después echó aliento a sus gafas, las limpió, y se las volvió a poner.
—Perdóname, supongo que estoy débil y fuera de quicio. Iré al hospital en cuanto quieras.
Malone ingresó en el hospital a primera hora de la mañana siguiente y se quedó allí tres días. La primera noche le dieron un sedante y soñó con las manos del doctor Hayden y con el abrecartas que movía por encima del escritorio. Cuando despertó recordó la vergüenza dormida que le había inquietado el día anterior y fue consciente del origen de la tenebrosa angustia que había sentido en la consulta del médico. También se dio cuenta por primera vez de que el doctor Hayden era judío. Surgió el recuerdo y era tan doloroso que el olvido constituía una necesidad. El recuerdo se refería a la época en que le suspendieron en segundo curso de Medicina. Era una facultad del norte y en su curso había muchos judíos empollones. Subían el nivel medio tanto que un estudiante normal y corriente no tenía ninguna oportunidad. Aquellos judíos empollones habían echado a J. T. Malone de la Facultad de Medicina y desbaratado su carrera como médico… así que tuvo que pasar a Farmacia. Al otro lado del pasillo se sentaba un judío llamado Levy que jugueteaba con una navaja de hoja afilada y le distraía de las clases. Un judío empollón que siempre sacaba sobresalientes y estudiaba en la biblioteca todas las tardes hasta la hora de cerrar. A Malone le parecía que de vez en cuando su párpado también temblaba. Darse cuenta de que el doctor Hayden era judío le pareció de tal importancia que Malone se preguntaba cómo lo había podido ignorar durante tanto tiempo. Hayden era un buen cliente y un amigo…, habían trabajado en el mismo edificio durante muchos años y se veían diariamente. ¿Por qué no se había dado cuenta? Quizá el nombre que había adoptado el médico le había engañado… Kenneth Hale. Malone se dijo que no tenía prejuicios, pero cuando los judíos usaban aquellos viejos nombres anglosajones y sureños le parecía que no todo estaba bien. Recordó que los hijos de Hayden tenían la nariz ganchuda y recordó que en una ocasión había visto a la familia en las escaleras de la sinagoga un sábado. Cuando el doctor Hayden venía a visitarlo, Malone le observaba con miedo…, aunque durante años había sido su cliente y amigo. Y no era tanto que Kenneth Hale Hayden fuera judío, como el hecho de que estaba vivo y seguiría estándolo —él y los de su calaña—, mientras que J. T. Malone tenía una enfermedad incurable y moriría dentro de un año o de quince meses. Malone a veces lloraba cuando estaba solo. También dormía mucho y leía novelas policíacas sin parar. Cuando salió del hospital, el bazo había disminuido mucho de tamaño, aunque los glóbulos blancos apenas habían cambiado. Era incapaz de pensar en los meses siguientes e imaginar su muerte.
A partir de entonces estuvo rodeado por un halo de soledad, aunque su vida cotidiana no varió mucho. No le habló a su mujer de la enfermedad porque quizá con la tragedia pudiera renacer la intimidad; las pasiones conyugales hacía tiempo que se habían aplacado ante las preocupaciones de la paternidad. Aquel año Ellen estaba ya en el tercer curso de la escuela superior y Tommy tenía ocho años. Martha Malone era una mujer enérgica cuyo cabello empezaba a ponerse gris — una buena madre, que además contribuía a los ingresos familiares—. Durante la depresión había hecho tartas de encargo y en aquéllos momentos a él le había parecido justo y adecuado. Siguió con el asunto de las tartas después de que la farmacia saliera de deudas y hasta surtía a varias tiendas de sándwiches cuidadosamente envueltos con su nombre impreso en el papel. Ganaba bastante y facilitaba las cosas a los chicos, incluso adquirió varias acciones de Coca-Cola. Malone consideró que aquello era ir demasiado lejos; temía que se dijera que no era un buen padre de familia y su orgullo se resintió. Puso los puntos sobre las íes en una cosa: no haría entregas a domicilio, y prohibió a sus hijos y mujer que las hicieran. La señora de Malone conducía hasta la casa del cliente y la criada —las criadas de los Malone siempre eran demasiado jóvenes o demasiado viejas y cobraban menos de lo corriente— salía del automóvil con las tartas y los sándwiches. Malone no conseguía entender el cambio que se había producido en su mujer. Se había casado con una chica vestida de organdí que una vez se desmayó cuando le pasó un ratón por encima del zapato, y misteriosamente se había convertido en un ama de casa de pelo gris con negocio propio y unas cuantas acciones de la Coca-Cola. Y ahora vivía en un curioso vacío, rodeado por los problemas familiares —los comentarios sobre los bailes de la escuela, el recital de violín de Tommy, y una tarta de boda de siete pisos— y por las actividades cotidianas que revoloteaban a su alrededor como hojas secas formando círculos en el centro de un torbellino, dejándole extrañamente insensible.
A pesar de lo débil que se sentía a causa de la enfermedad, Malone estaba inquieto. Callejeaba sin rumbo por el pueblo, por los barrios bajos, miserables y abarrotados que rodeaban la fábrica de algodón, o por los barrios de negros, y por las calles de la clase media de casas rodeadas por un cuidado césped. En estos paseos tenía la mirada ausente de una persona abstraída que busca algo pero ha olvidado ya lo que ha perdido. A menudo, y sin motivo, extendía la mano y tocaba un objeto cualquiera; se desviaba de su camino para tocar una farola o para poner las manos encima de una pared de ladrillos. Luego se quedaba quieto, como estupefacto y abstraído. Y de nuevo se ponía a examinar con enfermiza atención un olmo de hojas verdes mientras arrancaba un trozo de corteza ennegrecida. La farola, la pared, el árbol existirían después de su muerte y esa idea a Malone le resultaba detestable. La confusión iba más lejos: era incapaz de aceptar la realidad de su próxima muerte. A veces, de modo oscuro, Malone sentía que andaba a trompicones por un mundo de incongruencias en el que no existía orden ni concierto concebibles.
Malone buscó consuelo en la iglesia. Cuando le atormentaba la irrealidad de la vida y de la muerte, le ayudaba saber que la Iglesia Baptista era algo muy real. La iglesia mayor de la ciudad ocupaba la mitad de una manzana cerca de la calle principal, y la propiedad se valoraba en unos dos millones de dólares. Una iglesia como aquélla tenía que ser la auténtica. Los pilares de la iglesia eran hombres de peso y ciudadanos importantes. Butch Henderson, el corredor de fincas y uno de los comerciantes más astutos del pueblo, era uno de los diáconos y no se perdía un oficio en todo el año… ¿Y acaso Butch Henderson era un hombre capaz de perder el tiempo y tener problemas por algo que no fuera real como la tierra? Los demás diáconos eran del mismo calibre: el presidente de la fábrica de fibras de nilón, el director de los ferrocarriles, el dueño de las galerías comerciales más importantes. Todos hombres responsables y sagaces negociantes cuyo buen juicio era infalible. Y todos creían en la iglesia y en un más allá después de la muerte. Hasta T. C. Wedwell, uno de los fundadores de la Coca-Cola, un tipo multimillonario, había dejado 500.000 dólares a la iglesia para edificar el ala derecha. T. C. Wedwell había tenido la vista de depositar su fe en la Coca-Cola, y T. C. Wedwell creía en la iglesia y en el más allá a razón de una donación de medio millón de dólares. El, que jamás había hecho una mala inversión, había invertido así en la eternidad. Y, por último, Fox Clane era otro de los miembros. El anciano juez y antiguo congresista —una gloria del estado y del Sur— acudía a menudo cuando estaba en la ciudad y se sonaba la nariz emocionado cuando entonaban alguno de sus himnos favoritos. Fox Clane era hombre de iglesia y creyente, y Malone estaba dispuesto a seguir al anciano juez en esto como le había seguido en política. Conque Malone iba fielmente a la iglesia.
Un domingo de primeros de abril, el doctor Watson pronunció un sermón que impresionó profundamente a Malone. Era un predicador popular que hacía frecuentes comparaciones con el mundo de los deportes y de los negocios. El sermón de ese domingo era sobre la salvación que arruina a la muerte. La voz resonaba en la bóveda de la iglesia y las vidrieras de colores bañaban a la congregación con un rico resplandor. Malone se sentaba tieso escuchando y esperaba en cualquier momento una revelación personal. Pero, aunque el sermón fue largo, la muerte siguió siendo un misterio y, tras el primer arrebato, al dejar la iglesia se sentía un tanto defraudado. ¿Cómo se iba a poder arruinar a la muerte? Era como hacer negocios con el cielo. Malone contempló el cielo azul y sin nubes hasta que le dolió el cuello. Luego se apresuró hacia la farmacia.
Aquel día Malone tuvo un encuentro que le trastornó de un modo extraño, aunque en apariencia era un acontecimiento normal y corriente. La zona comercial estaba desierta, pero oyó unos pasos tras él y, cuando dobló una esquina, los pasos todavía le seguían. Cuando cogió una calleja sin pavimentar los pasos dejaron de sonar, pero tenía la inquietante sensación de que era seguido y distinguió una sombra en la pared. Se volvió tan súbitamente que chocó con el que le seguía. Era un muchacho de color al que Malone conocía de vista y con quien le parecía que siempre se tropezaba durante sus paseos. O tal vez simplemente era que se había fijado en él debido a su aspecto extraño. El chico era de mediana estatura con un cuerpo musculoso y una cara que en reposo resultaba tétrica. Excepto sus ojos, se parecía a cualquier otro muchacho de color. Pero sus ojos eran de un gris azulado y en aquella cara oscura miraban de modo frío y violento. Una vez que se veían aquellos ojos, el resto del cuerpo también parecía extraño y desproporcionado. Los brazos eran demasiado largos, el pecho demasiado ancho, y su expresión pasaba de una sensibilidad emotiva a una deliberada adustez. La impresión que le hizo a Malone fue tal que no pensó en él en los términos inocuos de chico de color; su mente utilizó automáticamente la dura expresión de maldito negro, aunque el tipo le resultaba desconocido y en principio era tolerante en ese tipo de cuestiones. Cuando Malone se volvió y chocaron, el negro se estiró pero no se movió, y fue Malone quien retrocedió un paso. Permanecieron en la angosta calleja mirándose fijamente. Los ojos de ambos eran del mismo gris azulado y al principio aquello parecía un concurso para ver quién resistía más sin pestañear. Los ojos que le miraban eran fríos y destellaban en el oscuro rostro; a Malone le pareció que el destello se apagaba y la mirada se convertía en otra de extraña comprensión. Tuvo la sensación de que aquellos ojos tan raros sabían que iba a morir pronto. La emoción fue tan repentina y sorprendente que Malone se estremeció y dio media vuelta. La mirada no había durado más de un minuto y no parecía que tuviera consecuencia alguna, pero Malone sintió que algo importante y terrible había sucedido. Recorrió inquieto lo que quedaba de la calleja y se sintió aliviado al encontrar caras desconocidas y amistosas al llegar al final. Se sintió aliviado cuando dejó la calleja y entró en su segura, conocida y familiar farmacia.
El anciano juez se dejaba caer por la farmacia muchos domingos para tomar un trago antes de comer, y Malone se alegró al ver que ya estaba allí, dirigiéndose a un grupo de compinches que estaban de pie ante el mostrador. Malone saludó distraídamente a sus parroquianos pero no se detuvo. Los ventiladores eléctricos del techo mezclaban los olores del establecimiento, olores dulces de los refrescos con aromas amargos de la rebotica.
—Estaré contigo en un minuto, J. T. —le dijo el anciano juez cuando Malone pasó a su lado hacia la trastienda. Era un hombre enorme de cara roja y una aureola de pelo encrespado rubio que blanqueaba. Llevaba un arrugado traje de lino blanco, una camisa malva, y una corbata adornada con un alfiler de perla y manchada de café. Su mano izquierda había sufrido una parálisis y la apoyaba cuidadosamente en el borde del mostrador. Aquella mano estaba limpia y ligeramente hinchada a causa de la falta de uso, mientras que la derecha, que usaba continuamente al hablar, tenía sucias las uñas y lucía un zafiro en el dedo anular. Llevaba un bastón de ébano con puño curvo de plata. El juez terminó con su arenga contra el gobierno federal y se unió a Malone en la rebotica.
Era una habitación muy pequeña, separada del resto del establecimiento por una pared con frascos de medicinas. Había el sitio justo para una mecedora y una mesa para preparar las recetas. Malone había sacado una botella de bourbon y abrió una silla plegable que estaba en un rincón. El juez llenó la habitación hasta acomodarse cuidadosamente en la mecedora. El olor a sudor de su enorme cuerpo se mezcló con el olor a aceite de ricino y a desinfectante. El whisky salpicó ligeramente al chocar contra el fondo de la los vasos cuando Malone lo sirvió.
—Nada es tan musical como el sonido del bourbon que se sirve para el primer trago de un domingo por la mañana. Ni Bach ni Schubert, ni todos esos grandes maestros que toca mi nieto… —y el juez cantó—: El whisky es la vida del hombre… ¡Oh, whisky! ¡Oh, Johnny!
Bebió despacio, haciendo una pausa después de cada trago para relamerse y tomar otro pequeño sorbo. Malone bebía tan de prisa que el alcohol parecía florecer en su barriga como una rosa.
—J. T. ¿Te has parado a pensar en que el Sur está al borde de una revolución casi tan desastrosa como la guerra entre los estados? —Malone no lo había pensado, pero inclinó la cabeza a un lado y asintió gravemente mientras el juez continuaba—: El viento de la revolución se levanta para destruir los auténticos cimientos sobre los que se construyó el Sur. Los impuestos para votar pronto se abolirán y podrá votar cualquier negro ignorante. Igualdad de derechos en la escuela será lo siguiente. Imagínate un futuro en el que delicadas jovencitas blancas tengan que compartir sus pupitres con negros como el carbón si quieren aprender a leer y escribir. Y una ley de salarios mínimos tan altos que supondrán el toque de muerte para el Sur si nos la imponen. Imagínate que hubiera que pagar a un rebaño de braceros inútiles por horas. Los proyectos federales de vivienda ya son la ruina de los dueños de fincas. Lo llaman saneamiento de los barrios bajos… pero ¿quién creó esos barrios bajos? A ver si me respondes. Los que viven en los barrios bajos crean esos mismos barrios bajos con su descuido. Y fíjate en lo que te digo, esas mismas viviendas federales (por muy modernas y del Norte que sean), en diez años se convertirán en barrios bajos.
Malone le escuchaba con atención idéntica a la que había prestado al sermón de la iglesia. Su amistad con el juez era uno de sus grandes orgullos. Conocía al juez desde que había llegado a Milan, y en la temporada de caza había ido a menudo a cazar a sus tierras; pasó allí el sábado y domingo anteriores a la muerte del único hijo del juez. Pero había brotado una intimidad especial desde la enfermedad del juez; cuando durante cierto tiempo pareció que el viejo congresista estaba políticamente acabado. Malone visitaba los domingos al juez llevándole un surtido de nabos tiernos de su huerta o cierta clase de harina de maíz molida en molino de agua que le gustaba al juez. A veces jugaban al póquer, pero habitualmente el juez hablaba y Malone escuchaba. En esas ocasiones Malone se sentía cerca del centro del poder, casi como si también él fuera congresista. Cuando el juez se restableció, iba casi todos los domingos por la mañana a la farmacia y tomaban un trago juntos en la rebotica. Si Malone había juzgado mal las ideas del juez en alguna ocasión, lo dejó de hacer de inmediato. ¿Quién era él, un ciudadano normal y corriente, para compararse con un congresista? Y si el anciano juez no tenía razón, ¿quién podía tenerla? Y ahora que el juez hablaba otra vez de presentarse para el Congreso, Malone consideraba que la responsabilidad estaba donde debía y se sentía satisfecho.
Al segundo vaso, el juez sacó su caja de puros y Malone encendió los de ambos a causa del defecto del juez. El humo subía en líneas verticales hacia el techo, bajo, y se esparcía allí. La puerta de la calle estaba abierta y un rayo de sol daba al humo tonalidades opalescentes.
—Tengo que pedirle algo muy importante —dijo Malone—. Quiero que redacte mi testamento.
—Siempre a tu disposición, J. T. ¿Es algo especial?
—Oh, no, lo normal…, pero quiero que lo haga en cuanto pueda —y añadió con voz apagada—: Los médicos dicen que no me queda mucho tiempo de vida.
El juez dejó de mecerse y soltó el vaso.
—¡Pero qué dices! ¿Qué es lo que te pasa, J. T.?
Malone hablaba de su enfermedad por primera vez y las palabras por alguna razón le aliviaban.
—Parece que tengo una enfermedad en la sangre.
—¡Una enfermedad en la sangre! Pero, si eso es ridículo…, tienes una de las mejores sangres del estado. Recuerdo bien a tu padre que tenía un almacén de farmacia en la esquina de la Doce con Mulberry, en Macon. Y recuerdo a tu madre también…, era una Wheelwright. Llevas la mejor sangre de este estado en tus venas, J. T., no lo olvides nunca.
Malone sintió un leve estremecimiento de placer y orgullo que cesó inmediatamente.
—Los médicos…
—Ya, los médicos, pocas veces creo en nada de lo que dicen. No dejes que te intimiden. Hace algunos años cuando tuve aquel pequeño ataque, mi médico, el doctor Tatum, de Flowering Branch, empezó con sus alarmas. Nada de alcohol, ni puros, ni siquiera pitillos. Parecía que lo mejor que podía hacer era aprender a tocar el arpa o a manejar una pala de carbón para alimentar las calderas del infierno. —La mano derecha del juez tocaba unas cuerdas imaginarias e hizo gesto de coger una pala—. Pero le dije un par de cosas y seguí mis propios instintos. El instinto es lo único que debe seguir un hombre. Y aquí estoy lo más sano y salvo que puede estar un hombre de mi edad. Y el pobre doctor, ironías…, en su entierro, tuve que ayudar a llevar una cinta. La ironía mayor fue que el doctor era un abstemio declarado y nunca fumaba, aunque ocasionalmente mascase tabaco. Un gran tipo y una gloria de la profesión médica, pero como todos ellos, alarmista y en absoluto infalible. No dejes que te asusten, J. T.
Malone se sentía reconfortado y cuando dio otro trago empezó a considerar la posibilidad de que Hayden y los demás médicos se hubieran equivocado en el diagnóstico.
—El análisis dijo que era leucemia. Y el recuento sanguíneo mostró un aumento terrible de leucocitos.
—¿Leucocitos? —preguntó el juez—. ¿Qué es eso?
—Glóbulos blancos.
—Jamás he oído hablar de eso.
—Pero están ahí.
El juez acariciaba el puño de plata de su bastón.
—Si fuera el corazón o el hígado, o incluso los riñones, comprendería tu alarma. Pero un insignificante desarreglo como tener demasiados leucocitos me parece un poco rebuscado. Yo he vivido durante más de ochenta años sin haberme preocupado jamás de si tenía leucocitos o no. —Los dedos del juez se curvaron con un movimiento reflexivo, y cuando los volvió a estirar miró a Malone con unos ojos azules inquisitivos—. En cualquier caso, la verdad es que pareces algo decaído estos últimos días. El hígado es magnífico para la sangre. Debieras tomar hígado de ternera fresco y también hígado de vaca encebollado. Es algo delicioso, además de un remedio natural. Y el sol es un depurativo de la sangre. Apuesto a que no tienes nada que la vida tranquila y el verano de Milan no puedan curar. —El juez cogió el vaso—. Y éste es el mejor de los tónicos, estimula el apetito y relaja los nervios. J. T. sólo pasa que estás tenso y asustado.
—Juez Clane.
Grown Boy había entrado en la habitación y se quedó esperando. Era el sobrino de Verily, la mujer de color que trabajaba para el juez, y era un muchacho alto y grueso de dieciséis años que no estaba del todo en sus cabales. Llevaba un traje azul claro que le quedaba pequeño y unos estrechos zapatos puntiagudos que le hacían caminar de un modo raro, como si fuera tullido. Estaba resfriado y, aunque por el bolsillo superior de la chaqueta asomaba un pañuelo, se limpió los mocos con el dorso de la mano.
—Es domingo —dijo.
El juez se llevó la mano al bolsillo y le dio una moneda.
Mientras Grown Boy se alejaba cojeando vivamente en dirección al mostrador, se volvió y dijo con voz suave:
—Muy agradecido, juez Clane.
El juez lanzaba miradas furtivas y apenadas a Malone, pero cuando el farmacéutico se volvió hacia él, evitó sus ojos y volvió a acariciar el puño de su bastón.
—A cada hora que pasa toda alma humana se acerca más a la muerte, pero ¿cuántas veces pensamos en ello? Aquí estamos sentados tomándonos este whisky y fumando unos puros y a cada hora nos acercamos más a nuestro último término. Grown Boy come su helado sin haberse preguntado nunca nada. Aquí estoy sentado, yo, un anciano miserable, con quien la muerte tuvo una escaramuza y la escaramuza terminó en un punto muerto. Soy un herido en el campo de batalla de la muerte. Desde la muerte de mi hijo, hace diecisiete años, estoy esperando. «Oh, muerte, ¿dónde está la victoria?» La victoria se obtuvo aquella tarde de Navidad en que mi hijo se quitó la vida.
—Pienso a menudo en él —dijo Malone—. Y he sufrido por usted.
—¿Y por qué? ¿Por qué lo hizo? Un hijo tan guapo y que prometía tanto…, todavía no tenía veinticinco años y se había graduado summa cum laude en la universidad. Ya era abogado y ante él se abría una gran carrera. Y con una mujer joven y guapa y un hijo en camino. Tenía una posición desahogada, era incluso rico, constituía el cénit de mi destino. Como regalo de licenciatura le di Sereno, por el que había pagado cuarenta mil dólares el año anterior…, casi mil acres de la mejor tierra para cultivar melocotón. Era hijo de un hombre rico, mimado por la suerte, afortunado en todos los sentidos, en el umbral de una brillante carrera. El chico podría haber sido presidente…, podría haber sido todo lo que quisiera. ¿Por qué tenía que morir?
—Tal vez fue un ataque de melancolía —dijo Malone cautelosamente.
—La noche en que nació vi una asombrosa estrella fugaz. Era una noche radiante y la estrella describió un arco en aquel cielo de enero. Miss Missy había pasado ocho horas con dolores y yo había estado arrastrándome a los pies de su cama, rezando y llorando. Entonces, el doctor Tatum me cogió por el cuello y me empujó hasta la puerta diciendo: «Sal de aquí, viejo ruidoso y molesto…, emborráchate en la despensa o sal al patio.» Y cuando salí al patio y miré al cielo, vi aquella estrella fugaz y justo entonces fue cuando nació mi hijo Johnny.
—Sin duda fue profético —dijo Malone.
—Después entré apresuradamente en la cocina…, eran las cuatro en punto, y preparé un par de codornices y un poco de sémola para el doctor. Siempre tuve buena mano para preparar codornices. —El juez hizo una pausa y luego añadió tímidamente—: J. T., ¿quieres saber algo terrible?
Malone observó la expresión de tristeza del juez y no respondió.
—Aquella Navidad cenamos codorniz en vez del acostumbrado pavo. Johnny, mi hijo, había ido de caza el domingo anterior. ¡Ah, los caminos de la vida!
Para consolar al juez, Malone dijo:
—Quizá se tratara de un accidente. A lo mejor Johnny estaba limpiando su escopeta.
—No era su escopeta. Era mi pistola.
—Yo estaba de caza en Sereno aquel domingo anterior a Navidad. Probablemente fuera una depresión fugaz.
—A veces pienso que… —el juez se paró, pues si hubiera dicho otra palabra se habría echado a llorar. Malone le dio unas palmaditas en el brazo y el juez se contuvo, y continuó—: A veces pienso que lo hizo para molestarme.
—Oh, no. Seguro que no, señor. Fue una depresión que nadie podía haber notado, ni evitado.
—Podría ser —dijo el juez—, pero aquel mismo día habíamos discutido.
—¿Y qué más da? Todas las familias discuten.
—Mi hijo trataba de contradecir un axioma.
—¿Un axioma? ¿Qué tipo de axioma?
—Era algo de poca importancia. El caso de un hombre negro al que yo estaba obligado a condenar.
—Se está culpando a sí mismo sin necesidad —dijo Malone.
—Estábamos sentados a la mesa tomando café y coñac francés y fumándonos unos puros, las señoras estaban en la sala, y Johnny se fue excitando más y más y por fin me gritó algo y corrió escaleras arriba. Oímos el disparo pocos minutos después.
—Siempre fue muy impetuoso.
—Hoy en día ninguno de los jóvenes quiere consultar a sus mayores. Mi hijo se casó después de un baile. Nos despertó a su madre y a mí y dijo: «Mirabelle y yo estamos casados.» Se habían fugado a ver a un juez de paz, imagínate. Fue un gran golpe para su madre…, aunque más tarde resultó una bendición disfrazada.
—Su nieto es la viva imagen de su padre —dijo Malone.
—La viva imagen. ¿Has visto alguna vez dos chicos más espléndidos?
—Debe ser un gran consuelo para usted.
El juez dio una chupada a su puro antes de responder:
—Consuelo…, ansiedad…, es todo lo que me queda.
—¿Estudiará Derecho y se dedicará a la política?
—¡No! —dijo violentamente el juez—. No quiero que el chico estudie Derecho ni se ocupe de política.
—Jester es un muchacho que podrá hacer carrera en lo que quiera —dijo Malone.
—La muerte —dijo el anciano juez—, es la mayor de las traiciones. J. T., tú supones que los médicos creen que tienes una enfermedad mortal. Yo no lo creo. Con todos los debidos respetos a la profesión médica, los médicos no saben lo que es la muerte…, ¿y quién puede saberlo? Ni siquiera el doctor Tatum. Yo, un anciano, llevo esperando la muerte quince años. Pero la muerte es demasiado astuta. Cuando la esperas y al fin le haces cara, nunca llega. Se te acerca por la espalda. Mata tanto al incauto como al que la espera. ¿Por qué, J. T.? ¿Qué le pasó a mi maravilloso hijo?
—Míster Clane —preguntó Malone—, ¿cree usted en la vida eterna?
—Creo en la idea de eternidad que puedo abarcar. Sé que mi hijo vivirá siempre dentro de mí, y mi nieto dentro de él y dentro de mí. Pero ¿qué es la eternidad?
—En la iglesia —dijo Malone—, el doctor Watson soltó un sermón sobre la salvación que arruina a la muerte.
—Una frase bonita…, me gustaría haberla dicho yo. Pero no tiene sentido. — Finalmente añadió—: No, yo no creo en la eternidad en sentido religioso. Creo en las cosas que conozco y en los descendientes que vienen detrás de mí. Creo en mis antepasados también. ¿Llamas eternidad a eso?
—¿Ha visto alguna vez a un negro de ojos azules? —preguntó súbitamente Malone.
—¿A un negro con los ojos azules, quieres decir?
—No me refiero a los ojos azules y débiles de los viejos de color —dijo Malone—. Me refiero a los gris azulado de un chico negro. Hay uno así en el pueblo y hoy me ha asustado.
Los ojos del juez parecían burbujas azules y terminó su vaso antes de hablar:
—Conozco al negro que dices.
—¿Quién es?
—Sólo un negro que anda por el pueblo y que no me interesa nada. Da masajes y hace recados…, un chico para todo. También es buen cantante.
—Me lo tropecé en una calleja de detrás de la farmacia y me dio un buen susto —dijo Malone.
—Sherman Pew, así se llama ese negro —dijo el juez con un énfasis que en aquel momento a Malone le pareció extraño—. Sin embargo, estoy pensando en contratarlo de criado debido a la escasez de servicio.
—Nunca había visto unos ojos tan raros —dijo Malone.
—Un potro salvaje —dijo al juez—; algo fue mal entre las sábanas. Lo dejaron abandonado en la iglesia de la Sagrada Ascensión.
Malone notó que el juez había dejado algo sin contar, pero estaba lejos de su intención hurgar en los múltiples asuntos de un hombre tan importante.
—Jester…, hablando del rey de Roma…
John Jester Clane había entrado en la habitación y estaba de espaldas a la luz del sol que venía de la calle. Era un muchacho delgado y flexible de diecisiete años, pelirrojo y con una piel tan blanca que las pecas de su nariz respingona eran como canela esparcida sobre nata. El reflejo encendía su pelo, pero su cara quedaba en la sombra y se protegía los ojos de color castaño con la mano. Llevaba pantalones vaqueros y un jersey a rayas, cuyas mangas estaban remangadas hasta los delicados codos.
—Quieto, Tige —dijo Jester.
El perro era un boxer atigrado, el único de esta raza del pueblo. Y era un animal de aspecto tan fiero que cuando se lo encontraba solo en la calle, Malone le tenía miedo.
—Lo he hecho solo, abuelo —dijo Jester con una voz entrecortada por la excitación. Luego, viendo a Malone, añadió educadamente—: Hola, míster Malone, ¿cómo se encuentra hoy?
Lágrimas de añoranza, orgullo y alcohol brotaron de los débiles ojos del juez.
—¿Lo has hecho solo, cariño? ¿Y qué has sentido?
Jester reflexionó durante un momento.
—No sentí lo que esperaba. Esperaba sentirme solo y un poco orgulloso. Pero me parece que sólo he controlado los mandos. Supongo que me he sentido responsable.
—Imagínate, J. T. —dijo el juez—, hace unos meses este bribón me dijo que estaba tomando lecciones de vuelo en el aeropuerto. Había ahorrado dinero y ya lo había preparado todo para seguir el curso. Pero lo dijo así por las buenas. Simplemente anunció: «Abuelo, estoy tomando lecciones de vuelo» —el juez dio un golpecito en el muslo de Jester—. ¿No fue así, corderito?
El chico apretó una pierna contra la otra.
—Es de lo más fácil. Todo el mundo debería aprender a volar.
—¿Qué autoridad empuja a los jóvenes de estos tiempos a actuar de acuerdo con esas ideas descabelladas? No era así en nuestros tiempos, J. T. ¿Comprendes ahora por qué tengo tanto miedo?
La voz del juez era lastimera y Jester hábilmente le quitó el vaso y lo escondió en un estante del rincón. Malone lo notó y se sintió ofendido en nombre del juez.
—Es hora de comer, abuelo. El coche está un poco más abajo.
El juez se levantó cuidadosamente apoyándose en su bastón y el perro se dirigió a la puerta.
—Cuando quieras, corderito —dijo. En la puerta se volvió hacia Malone—: No dejes que los médicos te intimiden, J. T. La muerte es un gran jugador con la manga llena de trucos. Tú y yo a lo mejor morimos juntos mientras seguimos el entierro de una niña de doce años —dio a Malone una palmada en la cara y salió a la calle.
Malone fue a la parte delantera del establecimiento para cerrar la puerta principal y desde allí oyó una conversación.
—Abuelo, me fastidia decírtelo, pero me gustaría que no me llamaras «corderito» ni «cariño» delante de extraños.
En ese momento Malone detestó a Jester. Le molestaba el término «extraño», y el calor que había caldeado su espíritu en presencia del juez se apagó de inmediato. En los viejos tiempos, la hospitalidad se basaba en la habilidad para hacer que todos, hasta los más vulgares participantes en una barbacoa, se sintieran cómodos. Pero hoy en día la hospitalidad había desaparecido y sólo existía el aislamiento. Jester era el verdadero «extraño»…, nunca había sido como los otros chicos de Milan. Era arrogante y al mismo tiempo excesivamente educado. Había algo oculto en el chico, y su finura, su brillantez parecían peligrosas…, era algo así como un cuchillo en una vaina de seda.
El juez no pareció oír sus palabras.
—Pobre J. T. —dijo mientras le abrían la portezuela del coche—, es algo realmente asombroso.
Malone cerró rápidamente la puerta de delante y volvió a la rebotica.
Estaba solo. Se sentó en la mecedora con el almirez en la mano. El almirez estaba gris y pulido por el uso. Lo había comprado con los demás aparatos de la farmacia cuando la había abierto hacía veinte años. Antes había pertenecido a míster Greenlove…, ¿cuándo fue la última vez que le había recordado? A su muerte sus herederos vendieron el establecimiento. ¿Cuánto tiempo había trabajado míster Greenlove con aquel almirez? ¿Y quién lo habría usado antes que él? El almirez era viejo, viejo e indestructible. Malone se preguntaba si no sería una reliquia de la época india. Aunque era antiguo, ¿cuánto duraría todavía? La piedra se burlaba de Malone.
Se estremeció. Fue como si una corriente de aire le hubiera dado frío, aunque notó que el humo del puro no se había movido. Al pensar en el anciano juez, un humor elegiaco suavizó su miedo. Se acordó de Johnny Clane y de los viejos tiempos en Sereno. No era ningún extraño —muchas veces había estado de invitado en Sereno durante la temporada de caza— y en una ocasión se había quedado a pasar la noche allí. Había dormido con Johnny en una gran cama con dosel y a las cinco de la mañana bajaron a la cocina, y todavía recordaba el aroma a huevas de pescado y a bollos calientes y el olor a perro mojado mientras desayunaban antes de salir de caza. Sí, había cazado muchísimas veces con Johnny Clane y le había invitado a Sereno y estaba allí el domingo anterior a la Navidad en que murió Johnny. Y miss Missy iba a veces, aunque principalmente era un sitio para cazar, sólo para hombres y muchachos. Y el juez, cuando disparaba mal, lo que pasaba casi todas las veces, se quejaba de que había tanto cielo y tan pocos pájaros. Siempre hubo algo misterioso alrededor de Sereno, incluso en aquellos días…, pero ¿no sería el misterio que siempre siente frente al lujo un chico nacido en la miseria? Cuando Malone recordaba los viejos tiempos y pensaba en el juez de ahora —en su sabiduría y fama y en su inconsolable pena— su corazón cantaba con un amor tan grave y sombrío como la música de órgano de la iglesia.
Mientras miraba fijamente el almirez, sus ojos brillaban de fiebre y miedo y, abstraído, no se dio cuenta de que desde el sótano llegaba el ruido de unos golpes. Hasta aquella primavera siempre había mantenido que la vida y la muerte se atenían al ritmo bíblico de tres veces veinte y luego diez. Pero ahora se encontraba con las muertes inexplicables. Pensaba en los niños, perfectos y delicados como joyas en sus ataúdes de seda blanca. Y pensaba en aquella preciosa profesora de canto que se tragó una espina de pescado y murió una hora después. Y en Johnny Clane, y en los muchachos de Milan que habían muerto en la primera guerra y en la última. ¿Y cuántos otros? ¿Cómo? ¿Por qué? Se dio cuenta de los golpes del sótano. Era una rata —la semana anterior una rata había derramado un frasco de líquido antiespasmódico y durante unos días el sótano apestaba tanto que el mancebo se negó a trabajar allí abajo—. No había ritmo en la muerte; sólo el ritmo de la rata, y el hedor de la corrupción. Y la preciosa profesora de canto, la rubia carne joven de Johnny Clane, los niños parecidos a joyas…, todos terminaban convertidos en un cadáver descompuesto dentro de un ataúd apestoso. Contempló el almirez con sorpresa porque la piedra era lo único que quedaba.
Hubo unos pasos en la puerta y Malone se llevó tal susto que dejó caer el almirez. El negro de ojos azules estaba de pie allí delante llevando algo en la mano que brillaba con el sol. Miró de nuevo dentro de aquellos ojos llameantes y de nuevo advirtió aquella extraña mirada de comprensión y sintió que aquellos ojos sabían que iba a morir pronto.
—He encontrado esto junto a la puerta —dijo el negro.
La visión de Malone había quedado cegada por el sobresalto y durante un momento creyó que se trataba del abrecartas del doctor Hayden, luego vio que era un manojo de llaves en un llavero de plata.
—No son mías —dijo Malone.
—He visto por ahí al juez Clane y a su nieto. Tal vez sean suyas.
El negro dejó las llaves en la mesa. Luego recogió el almirez y se lo tendió a Malone.
—Muy agradecido —dijo éste—, averiguaré lo de las llaves.
El chico salió y Malone le vio cruzar la calle. Sentía frío a causa del desprecio y el odio.
Cuando se sentó con el almirez en la mano todavía le quedaba la suficiente compostura para sorprenderse ante aquellas emociones tan extrañas que habían hecho cambiar de un modo violento su corazón en otro tiempo tan tierno. Estaba atrapado entre el amor y el odio; pero no estaba claro qué era lo que amaba y lo que odiaba. Por primera vez sabía que la muerte estaba cerca de él. Pero el terror que le ahogaba no era causado por el conocimiento de su propia muerte. El terror se refería a un misterioso drama que se estaba desarrollando…, aunque Malone no sabía de qué drama se trataba. El terror se refería a lo que iba a suceder en aquellos meses…, ¿cuánto tiempo?…, que devorarían sus días contados. Era un hombre que miraba un reloj sin manecillas.
Seguía el ritmo de la rata.
—Padre, padre, ayúdame —dijo Malone en voz alta.
Pero su padre llevaba muchos años muerto. Cuando sonó el teléfono, Malone le dijo a su mujer por primera vez que estaba enfermo y le pidió que fuera a buscarle con el coche a la farmacia para llevarle a casa. Luego se quedó sentado acariciando el almirez de piedra como si buscara una especie de consuelo mientras esperaba.