IV
ERAN poco menos de las nueve cuando Jester y Sherman se encontraron por primera vez aquella noche de pleno verano y sólo hablan pasado dos horas. Pero en la adolescencia dos horas pueden ser tan cruciales que desvíen o iluminen toda una vida, y una experiencia semejante fue la que vivió Jester Clane aquella noche. Cuando la emoción de la música y del primer encuentro se aplacó, Jester se puso a mirar la habitación. La planta verde que crecía en un rincón. Se calmó al darse cuenta de que el desconocido callaba. Sus ojos azules le desafiaban a que hablara, pero Jester seguía en silencio. Enrojeció y sus pecas se oscurecieron.
—Perdóname —dijo con voz temblorosa—. ¿Quién eres y qué era eso que cantabas?
El otro joven, que tenía la misma edad que Jester, dijo con una voz que trataba de sonar siniestra:
—Si quieres saber la verdad, no sé quién soy ni conozco mis antecedentes.
—¿Quieres decir que eres huérfano? —preguntó Jester—. ¡Pero si yo también lo soy! —añadió con entusiasmo—. ¿No te parece significativo?
—No. Tú sabes quién eres. ¿Te ha mandado tu abuelo?
Jester negó con la cabeza.
Al entrar Jester, Sherman había esperado algún recado, luego a medida que pasaba el tiempo, alguna jugarreta.
—Entonces, ¿por qué entraste violentamente aquí? —dijo Sherman.
—No entré violentamente. Llamé y dije «perdóname» y nos pusimos a hablar.
La mente desconfiada de Sherman se preguntaba a qué estaba jugando, y se mantenía en guardia.
—No nos hemos puesto a hablar.
—Me estabas contando que no conociste a tus padres. Los míos murieron. ¿Y los tuyos?
El muchacho negro de los ojos azules dijo:
—La pura verdad es que no sé nada de ellos. Me dejaron en un banco de la iglesia y por eso me llamaron Pew, banco de iglesia, según esa costumbre de los negros de poner nombres relacionados con algo real, propia de la raza de Nigeria. Mi nombre de pila es Sherman.
Cualquier persona menos sensible que Jester se hubiera dado cuenta de que el otro joven estaba siendo deliberadamente grosero. Sabía que debía volver a casa, pero parecía que los ojos azules de aquella cara negra le hipnotizaran. Luego, sin pronunciar palabra, Sherman empezó a tocar y a cantar. Era la canción que Jester había oído desde su habitación y le pareció que nunca se había emocionado tanto. Los fuertes dedos de Sherman parecían muy oscuros en el teclado de marfil y su poderoso cuello se estiraba hacia atrás cuando cantaba. Después de la primera estrofa de la canción, hizo un gesto con cabeza y cuello en dirección al sofá como indicándole a Jester que se sentara. Jester tomó asiento y escuchó.
Cuando la canción terminó, Sherman hizo una cabriola juguetona sobre el teclado antes de dirigirse a la cocina, en la habitación contigua, y volver con dos vasos ya llenos. Ofreció uno a Jester que le preguntó lo que era antes de cogerlo.
—Lord Calvert, precintado, 98 grados.
Aunque Sherman no lo dijo, había comprado aquel whisky el mismo año en que su edad ya le permitía legalmente beberlo, por causa del anuncio «El hombre distinguido». Intentaba vestir con la misma elegancia descuidada del hombre del anuncio. Pero en él sólo parecía desaliño, aunque se creía uno de los mejor vestidos de la ciudad. Tenía dos camisas Hathaway y llevaba un parche negro sobre un ojo, pero eso sólo le hacía parecer patético en lugar de distinguido y tropezaba continuamente con las cosas.
—Lo mejor, lo más distinguido —dijo Sherman—. Yo no ofrezco porquerías a mis invitados. —Pero tenía la precaución de servir los vasos en la cocina por si algún borrachín se lo bebía todo. Además no servía Lord Calvert a los borrachines. Su visitante de aquella noche no era un borracho; en realidad, era la primera vez que probaba el whisky. Sherman empezó a pensar que no se trataba de una jugarreta del juez.
Jester le tendió un paquete de cigarrillos con mucha educación.
—Fumo como una chimenea —dijo—, y bebo vino prácticamente a diario.
—Yo sólo bebo Lord Calvert —dijo Sherman con gran seguridad.
—¿Por qué has sido tan desagradable y grosero conmigo cuando he entrado? —preguntó Jester.
—Uno debe tener mucho cuidado con los esquizos en estos tiempos.
—¿Con los qué? —preguntó Jester sin saber de qué hablaba.
—Quiero decir esquizofrénicos.
—¿Pero eso no es una enfermedad médica?
—No, mental —dijo Sherman con autoridad—. Un esquizo es un loco. De hecho, conocí a uno.
—¿Quién era?
—Nadie que tú conozcas. Era un Nigeriano Dorado.
—¿Un qué?
—Es un club al que pertenecí. Empezó como una especie de club de protesta contra la discriminación racial y tenía fines muy elevados.
—¿Qué fines elevados? —preguntó Jester.
—Primero nos inscribimos corporativamente para votar y ya sabes que hace falta valor para eso en este país. Cada miembro recibió un pequeño ataúd de cartón con su nombre grabado y una nota dentro. «Una advertencia para el votante.» Eso pasó de verdad —dijo Sherman con énfasis.
Posteriormente Jester aprendería el significado de esta última frase, pero no hasta que conoció a Sherman mejor y supo de las fantasías y acontecimientos de su vida.
—Hubiera deseado estar allí cuando os inscribisteis corporativamente —dijo Jester con envidia. La palabra «corporativamente» le atraía especialmente y lágrimas de heroísmo asomaron súbitamente a sus ojos.
La voz de Sherman fue brusca y fría.
—No te hubiera gustado. Habrías sido el primero en hacer el gallina. Además, no tienes edad de votar… ¡El primero en hacer el gallina!
—Me ofendes —dijo Jester—. ¿Tú qué sabes?
—Me lo ha dicho un pajarito.
Aunque Jester estaba dolido, admiró la respuesta y pensó en usarla él mismo muy pronto.
—¿Hicieron el gallina muchos miembros del club?
—Bueno —respondió Sherman vacilante—, dadas las circunstancias, con ataúdes de cartón apareciendo por debajo de las puertas…, continuamos nuestros estudios sobre el voto, nos aprendimos los nombres y fechas de todos los presidentes, nos aprendimos de memoria la Constitución y cosas así, pero nuestro objetivo era votar, no convertirnos en Juana de Arco, conque en aquellas circunstancias… —su voz se apagó. No le habló a Jester de los ataques y contraataques de los días anteriores a las elecciones, ni tampoco de que era menor y no hubiera podido votar en ningún caso. Aunque aquel día de otoño, y en aquellas circunstancias precisas e inolvidables, Sherman votó… y el asunto de las elecciones no se volvió a mencionar.
»Seguimos el procedimiento parlamentario y participamos activamente en el Club de Navidad que se encargaba de los donativos para los niños pobres. Así fue como nos enteramos todos de que Happy Henderson era un esquizo.
—¿Y quién era ese Henderson? —preguntó Jester.
—Happy era el miembro más activo del club y se encargaba de los donativos de Navidad; se cepilló a una vieja el día de Nochebuena. Era un esquizo de verdad y no sabía lo que hacía.
—Me he preguntado a veces si los locos saben que están locos o no —dijo Jester suavemente.
—Happy no lo sabía, ni tampoco ninguno de los demás Nigerianos Dorados, de haberlo sabido no lo hubiéramos admitido en el club. ¡Cepillarse a una vieja en un ataque de locura!
—Siento una sincera simpatía por los locos —dijo Jester.
—Una profunda simpatía —corrigió Sherman—. Eso fue lo que pusimos en las flores…, quiero decir en la cinta de la corona que le mandamos a su familia cuando lo electrocutaron en Atlanta.
—¿Lo electrocutaron? —preguntó Jester asombrado.
—Pues claro. Se cargó a una vieja blanca el día de Nochebuena. Nos enteramos de que Happy se había pasado la mitad de su vida en manicomios. No tenía ningún motivo. Ni siquiera le robó el bolso después de atacarla. Sencillamente, perdió un tornillo y se volvió esquizo…, el abogado insistió en lo de los manicomios y en la pobreza y las presiones…, un abogado que contrató el Estado para que lo defendiera, quiero decir…, pero en cualquier caso frieron a Happy.
—Lo frieron —exclamó Jester horrorizado.
—Electrocutado en Atlanta, el seis de junio del mil novecientos cincuenta y uno.
—Creo que es horrible que te refieras a un amigo y compañero de club diciendo que «lo frieron».
—Bueno, pues eso pasó —dijo Sherman sencillamente—. Hablemos de algo más alegre. ¿Te gustaría que te enseñara la casa de Zippo Mullins?
Señaló con orgullo cada una de las piezas del mobiliario de aquella deprimente habitación abarrotada de cosas.
—Esta alfombra es Wilton puro y el sofá-cama costó ciento ocho dólares de segunda mano. Si es necesario pueden dormir en él hasta cuatro.
Jester echó un vistazo al estrecho sofá, preguntándose cómo podrían dormir en él cuatro personas. Sherman acariciaba un cocodrilo de hierro que tenía una bombilla en la boca abierta.
—Un regalo de una tía de Zippo, ni demasiado bonito, ni demasiado moderno o llamativo, pero lo que cuenta es la intención.
—Por supuesto —asintió Jester, animado ante cualquier muestra de humanidad de su nuevo amigo.
—Las mesitas rinconeras son auténticas antigüedades, como puedes ver. La planta fue un regalo de cumpleaños que le hicieron a Zippo —Sherman no señaló la lámpara roja con la pantalla rota, un par de sillas destrozadas y otras piezas de mobiliario muy estropeadas—. No me gustaría que le pasase nada a este aparta — (lo dijo en abreviatura)—, no has visto el resto del aparta…, sencillamente esplendoroso. —La voz de Sherman expresaba orgullo—. Cuando estoy solo aquí de noche casi nunca abro la puerta.
—¿Por qué?
—Tengo miedo de que me liquiden y se lleven los muebles de Zippo —añadió con una voz que rebosaba orgullo—. ¿Sabes? Soy un invitado de Zippo. —Hasta seis meses antes decía que estaba de pensión en casa de Zippo, pero entonces oyó la palabra «invitado» que le encantó y la usaba con frecuencia—. Vamos a ver el resto del aparta —dijo Sherman con aire de anfitrión—. Fíjate en la cocina —dijo en éxtasis—, tiene los aparatos más modernos. —Reverentemente abrió la puerta de la nevera para que la viera Jester—. El departamento de abajo es para las verduras: apio, zanahorias, lechuga, etc. —Abrió la puerta del departamento, pero sólo había un cogollo de lechuga seco—. En esta parte sólo guardamos el caviar — dijo como quien no quiere la cosa. Sherman señaló las otras partes de la nevera con un gesto. Jester sólo vio un plato de judías congeladas en su propia salsa, pero Sherman dijo—: Las Navidades pasadas tuvimos champán frío en esta parte.
Jester, que rara vez abría su bien provista nevera, estaba asombrado.
—Tú debes tomar caviar y beber cubos de champán en casa de tu abuelo — dijo Sherman.
—No, jamás he probado el caviar, ni el champán tampoco.
—Nunca has tomado Lord Calvert, ni probado el champán, ni has comido caviar…, yo, por mi parte, me pongo morado —dijo Sherman, que había probado el champán una vez y se había preguntado para sus adentros por qué lo consideraban tan elegante—. Y mira —dijo entusiasmado—, una auténtica batidora eléctrica…, se enchufa aquí. —Sherman enchufó la batidora y ésta se puso a girar furiosamente—. Un regalo de Navidad para Zippo, de un servidor. La compré a plazos. Tengo un gran crédito en esta ciudad y puedo comprar lo que quiera.
Jester se aburría allí de pie, en la cocina enana y abarrotada, y Sherman se dio cuenta en seguida, aunque su orgullo no se resintió; así que entraron al dormitorio. Sherman señaló un baúl que había contra la pared.
—Ese es el baúl —dijo indiferente— donde guardamos nuestros valores. — Luego añadió—: No debería habértelo dicho.
A Jester naturalmente le ofendió esta última observación, pero no dijo nada.
En la habitación había dos camas iguales, y sobre cada una de ellas una colcha de color rosa. Sherman acarició apreciativamente la colcha y dijo:
—Rayón de seda pura.
Había fotografías encima de cada una de las camas; una de una anciana de color, la otra de una chica negra.
—La madre y la hermana de Zippo. —Sherman seguía acariciando la colcha y su mano negra contrastaba con el color rosa de tal modo que Jester sintió una inexplicable emoción que le ponía la carne de gallina. Pero no se atrevió a tocar la seda y pensó que si su mano tocaba la colcha experimentaría una descarga eléctrica como las de las anguilas, así que colocó ambas manos en el cabezal.
—La hermana de Zippo es una chica bastante guapa —comentó Jester, pues notaba que Sherman estaba esperando algún comentario suyo sobre la familia de su amigo.
—Jester Clane —dijo Sherman, y aunque su voz era dura, Jester volvió a sentir la misma sensación de antes sólo con oír su nombre—. Si alguna vez — continuó Sherman con voz cortante—, si alguna vez dedicas el más mínimo pensamiento lascivo a Cinderella Mullins, te colgaré de los pies, te ataré las manos, prenderé fuego a tu cara y me quedaré allí viendo cómo te asas.
La súbita furia del ataque hizo que Jester se agarrara firmemente al cabezal de la cama.
—Yo sólo he dicho…
—A callar —gritó Sherman. Y añadió en voz baja pero dura—: Cuando miraste la foto no me gustó la expresión de tu jeta.
—¿Qué expresión? —preguntó Jester desconcertado—. Me enseñaste el retrato y yo lo miré. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Llorar?
—Como sigas haciéndote el listillo, te colgaré y te freiré a fuego lento, y sofocaré las llamas para que dure más el calor.
—No entiendo por qué hablas de modo tan repugnante, sobre todo a alguien que acabas de conocer.
—Cuando se trata de la virtud de Cinderella Mullins, hablo como me apetece.
—¿Estás enamorado de Cinderella Mullins? Apasionadamente, quiero decir.
—Más preguntas personales y hago que te frían en Atlanta.
—¡Qué tontería! —dijo Jester—. ¿Cómo ibas a hacerlo? Es una cuestión de legalidad.
Ambos muchachos quedaron impresionados ante esta última frase, pero Sherman se limitó a murmurar:
—Yo mismo encenderé el fuego y haré que sea lento.
—Me parece que toda esta conversación sobre electrocuciones y freír a la gente es infantil. —Jester hizo una pausa para lanzar sus palabras más hirientes—. En realidad, creo que se debe a lo limitado de tu vocabulario.
Sherman se molestó.
—¡Limitado vocabulario! —gritó con un estremecimiento de rabia. Luego se quedó callado un largo rato antes de preguntar de modo beligerante—: ¿Y qué significa la palabra estigio?
Tras pensarlo un rato, Jester tuvo que admitir:
—No lo sé.
—… y equizoótico y patologínico —siguió Sherman, inventando palabras falsas como un loco.
—¿Patologínico no tiene algo que ver con estar enfermo?
—No —dijo Sherman—. Acabo de inventarla.
—¡Inventarla! —dijo Jester asombrado—. Es injusto inventar palabras cuando se está poniendo a prueba el vocabulario de una persona.
—En cualquier caso —concluyó Sherman—, tienes un vocabulario pestilente y muy limitado.
Jester había quedado en la situación incómoda de tener que poner a prueba su vocabulario; trató en vano de inventar unas cuantas palabras difíciles, pero no se le ocurrió nada con sentido.
—¡Por el amor de Dios! —dijo Sherman—, cambiemos de tema. ¿Quieres que te endulce el Calvert?
—¿Endulzarlo?
—Sí, tonto.
Jester probó el whisky y se atragantó.
—Está un poco amargo y pica.
—Cuando he dicho endulzarlo, ¿has creído que iba a añadir azúcar al whisky Calvert? Cada vez me pregunto más si no vendrás de Marte.
Fue otra expresión que Jester pensó en usar a partir de aquel momento.
—¡Qué noche tan nocturna! —exclamó Jester para demostrar su riqueza de vocabulario—. Sin duda eres afortunado —añadió.
—¿Te refieres al aparta de Zippo?
—No, sólo pensaba…, meditaba se podría decir…, en lo afortunado que es el que sabe lo que va a hacer en la vida. Si yo tuviera una voz como la tuya nunca volvería a preocuparme de todo ese lío. Lo sepas o no, tienes una voz de oro, mientras que yo no tengo ningún talento especial…, no sé cantar ni bailar, y lo único que sé dibujar es un árbol de Navidad.
—Hay otras cosas —dijo Sherman con tono de superioridad, pues los halagos de Jester habían sonado dulces a sus oídos.
—…no soy bueno en matemáticas, así que la física nuclear queda excluida.
—Supongo que siempre podrás trabajar en la construcción.
—Eso supongo —dijo Jester tristemente. Luego añadió en un tono súbitamente alegre—: Pero no importa, este verano estoy tomando lecciones de vuelo. Ahora que sólo es una afición. Creo que todas las personas deberían aprender a volar.
—No estoy de acuerdo contigo —dijo Sherman, a quien le asustaban las alturas.
—Imagínate que tu hijo se estuviera muriendo, como uno de esos niños azules de que hablan los periódicos, y tuvieras que volar para verle antes de su muerte; o supón que tu madre paralítica estuviera enferma y quisiera verte antes de morir; además, volar es divertido y yo considero que aprender a volar es una especie de obligación moral que tiene todo el mundo.
—No estoy de acuerdo contigo —repitió Sherman que estaba molesto por tener que hablar de algo que no era capaz de hacer.
—Da lo mismo —siguió Jester—. ¿Cuál era la canción que cantabas antes?
—Antes cantaba sencillamente jazz, pero esta tarde ensayé un auténtico Germán Heder.
—¿Qué es eso?
—Sabía que lo preguntarías —el ego de Sherman se alegraba de poder hablar sobre el tema—. Lieder, so idiota, significa canción en alemán, y Germán significa alemán, como en inglés. —Empezó a tocar y a cantar suavemente, y la música, tan extraña, vibraba en el cuerpo de Jester y le hacía temblar.
—Es alemán —fanfarroneó Sherman—. Dicen que no tengo ni pizca de acento cuando hablo en alemán —mintió.
—¿Qué significa eso en inglés?
—Es una especie de canción de amor. Un joven que le canta a su amada…, dice algo así: «Los ojos azules de mi amada, nunca he visto nada que los iguale.»
—Tienes los ojos azules. Suena a canción de amor dedicada a ti mismo; de hecho, desde que sé la letra, la canción me da escalofríos.
—Los lieder alemanes siempre dan escalofríos. Por eso me especializo en ellos.
—¿Qué otro tipo de música te gusta? Personalmente, yo adoro la música, apasionadamente. El invierno pasado aprendí el estudio «Winter Wind».
—Apuesto a que no —dijo Sherman que no quería compartir sus laureles musicales con nadie.
—¿Crees que sería capaz de estar aquí sentado tranquilamente y decirte una mentira acerca de «Winter Wind»? —dijo Jester que no mentía en ninguna circunstancia.
—¿Y cómo lo voy a saber yo? —respondió Sherman que era uno de los mayores mentirosos del mundo.
—Hace tiempo que no practico.
Mientras Jester se acercaba al piano, Sherman lo observaba intensamente deseando que no supiera tocar.
El estudio «Winter Wind» resonó con fuerza y furia en la habitación. Cuando, después de los primeros compases, los dedos de Jester que tocaban furiosamente, vacilaron, se interrumpió.
—Una vez que te despistas en el «Winter Wind» es difícil seguir.
Sherman, que había estado escuchando con envidia, se sintió aliviado cuando se paró. Jester volvió a atacar furiosamente el estudio desde el principio.
—¡Déjalo! —gritó Sherman, pero Jester siguió tocando; los gritos de Sherman puntuaban frenéticamente la música.
—Bueno, no está tan mal —dijo Sherman al terminar el estudio—. Sin embargo, estás fuera de tono.
—¿No te dije que lo sabía tocar?
—Hay muchas maneras de tocar música. A mí, personalmente, no me gusta la tuya.
—Ya sé que sólo se trata de una afición, pero me gusta.
—Estás en tu derecho.
—Me gusta más como tocas jazz que como tocas los lieder alemanes —dijo Jester.
—Cuando era joven —dijo Sherman—, durante un tiempo toqué en cierta orquesta. Teníamos unas sesiones tremendas. El líder era Bix Beiderbecke y tocaba una trompeta mágica.
—¡Bix Beiderbecke! ¡Eso es imposible!
Sherman trató torpemente de corregir su mentira:
—No, se llamaba Rix Hiederhorn. De todos modos, lo que de verdad quería yo era cantar Tristán en el Metropolitan Opera House, pero el papel no me va. En realidad, la mayoría de los papeles del Metropolitan están severamente limitados para la gente de mi raza; en realidad, el único papel que se me ocurre así de repente es el de Otelo, que era un moro negro. Me gusta la música pero por otra parte no capto sus sentimientos. ¿Cómo va a sentirse celoso de una mujer blanca? Pienso en Desdémona.., en mí… Desdémona… ¿y yo? No, no lo puedo entender… —se puso a cantar—. ¡Oh!, adiós para siempre ánimo tranquilo.
—Debes sentirte extraño por no saber quién era tu madre.
—En absoluto —dijo Sherman que se había pasado toda su infancia tratando de encontrar a su madre. Solía elegir, una tras otra, mujeres que tuvieran la voz y el gesto cariñoso. ¿Será ésta mi madre?, se preguntaba en un estado de expectación silenciosa, que acababa siempre en tristeza—. Una vez que te acostumbras a ello, ya no te molesta nada —lo dijo porque nunca se había acostumbrado—. Quería mucho a mistress Stevens, pero en seguida me dijo que yo no era hijo suyo.
—¿Quién es mistress Stevens?
—Una señora con la que viví cinco años. Fue míster Stevens el que me forzó.
—¿Qué quieres decir?
—Un asalto sexual, tonto. Me asaltaron sexualmente cuando tenía once años.
Jester se quedó sin habla hasta que finalmente dijo:
—No sabía que hubiera nadie capaz de asaltar sexualmente a un niño.
—Pues hay gente que hace eso, y a mí me pasó.
Jester, que siempre había sufrido ataques de vómitos, de repente se puso a vomitar.
—¡La alfombra Wilton de Zippo! —gritó Sherman y se quitó la camisa para frotar la alfombra—. Trae trapos de la cocina —dijo a Jester que seguía vomitando—, o sal de esta casa.
Jester, que todavía vomitaba, salió a trompicones. Se sentó en el porche hasta que dejó de vomitar, luego volvió a entrar para ayudar a Sherman a arreglar el estropicio, aunque el olor de sus propios vómitos volvió a marearlo.
—Me estaba preguntando —dijo— que como no sabes quién es tu madre, y como tienes una buena voz, a lo mejor tu madre es Marian Anderson.
Por primera vez, Sherman, que absorbía los halagos como una esponja, dado que recibía muy pocos, estaba realmente impresionado. En toda la búsqueda de su madre, nunca se le había ocurrido pensar en Marian Anderson.
—Toscanini ha dicho que tiene la voz del siglo.
Sherman, que consideraba que aquello era demasiado bueno para ser verdad, quería pensarlo a solas y, guardar muy escondida esa idea en su intimidad. Cambió bruscamente de tema.
—Cuando míster Stevens me forzó —Jester se puso pálido y tragó saliva—, no pude contárselo a nadie. Mistress Stevens me preguntaba por qué estaba siempre insultando a míster Stevens. No se lo podía contar. Es esa clase de cosas que no se pueden contar a una dama, conque por entonces empecé a tartamudear.
—No comprendo cómo puedes soportar el hablar de ello —dijo Jester.
—Bueno, pasó y yo sólo tenía once años.
—¡Qué cosa tan rara! —dijo Jester que seguía limpiando el cocodrilo de metal.
—Mañana pediré prestada una aspiradora y limpiaré esta alfombra —dijo Sherman que aún estaba preocupado por el mobiliario. Le tiró un trapo a Jester—. Si notas que te va a pasar de nuevo, haz el favor de usar esto… Como tartamudeaba y siempre insultaba a míster Stevens, un día me habló el reverendo Wilson. Al principio no me quería creer, pues míster Stevens era diácono en la iglesia y yo ya me había inventado otras muchas cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Mentiras que contaba a la gente sobre mi madre. —Volvió a pensar en Marian Anderson y deseó que Jester se fuera a su casa para poder reflexionar sobre ello—. ¿Cuándo piensas irte a casa? —preguntó.
Jester, que todavía sentía pena por Sherman, no se dio por aludido.
—¿Has oído a Marian Anderson cantar «Estabas allí cuando crucificaron a Nuestro Señor»? —preguntó.
—Los espirituales, ésa es otra de las cosas que me hacen perder los estribos.
—Me parece que pierdes los estribos con demasiada facilidad.
—¿Y a ti qué te importa?
—Simplemente estaba comentando que me gusta cómo canta Marian Anderson «Estabas allí cuando crucificaron a Nuestro Señor». Siempre que lo oigo estoy a punto de llorar.
—Pues llora si quieres, estás en tu derecho.
—…en realidad, la mayoría de los espirituales me hacen llorar.
—Pues yo no pierdo el tiempo con esas cosas. Sin embargo, Marian Anderson canta el Heder alemán de una manera muy emotiva.
—Yo lloro cuando canta espirituales.
—Puedes llorar todo lo que quieras.
—No entiendo tu punto de vista.
Los espirituales siempre hablan ofendido a Sherman. Primero, porque le hacían llorar y comportarse como un tonto, cosa que le molestaba profundamente; segundo, porque siempre había dicho en son de amarga crítica, que era música de negros, pero ¿cómo podía decir eso si Marian Anderson era su auténtica madre?
—¿Cómo se te ha ocurrido lo de Marian Anderson? —Dado que aquel fastidioso Jester no se daba por aludido y se largaba a su casa para dejarle fantasear en paz, decidió hablar de ella.
—Debido a vuestras voces. Dos voces de oro, únicas en este siglo; es demasiada coincidencia.
—Bueno, ¿y entonces por qué me abandonó? Leí en alguna parte que adora a su anciana madre —añadió cínicamente, incapaz de renunciar a su maravilloso sueño.
—Puede que se enamorara, apasionadamente, quiero decir, de un príncipe blanco —dijo Jester entusiasmado con el relato.
—Jester Clane —la voz de Sherman era tranquila pero firme—, no digas jamás «blanco» en ese plan.
—¿Por qué?
—Di caucasiano, si no, es como si te refirieras a mi raza como de color o incluso negra, cuando el nombre adecuado es nigeriana o abisinia.
Jester se limitó a asentir con la cabeza y a tragar saliva.
—…en caso contrario podrías herir los sentimientos de la gente, y como eres un mariquita de corazón tierno sé que no te gustaría hacerlo.
—Me molesta que me llames mariquita de corazón tierno.
—Pues lo eres.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho un pajarito.
La admiración de Jester ante esta respuesta no disminuyó porque ya la hubiera oído antes.
—Aunque se hubiera enamorado de ese caucasiano, me pregunto por qué me dejó en el banco de la iglesia de la Sagrada Ascensión de Milan, Georgia, y no en otra parte.
Jester, que no podía comprender la ansiosa y fallida búsqueda que había llenado toda la infancia de Sherman, estaba molesto de que una sugerencia casual suya se hubiera convertido en certeza. Dijo gravemente:
—Quizá no fuera exactamente Marian Anderson; y si lo fue, probablemente se consideró atada a su carrera. Con todo, fue bastante miserable por su parte y no puedo creer que Marian Anderson sea miserable, ni un poco. En realidad, la adoro. Apasionadamente, quiero decir.
—¿Por qué estás utilizando siempre la palabra «apasionadamente»?
Jester, que estaba borracho aquella noche y apasionado por primera vez, no pudo responder. Pues la pasión de la primera juventud, aunque no tiene raíces profundas, es fuerte. Surge y toma forma al oír una canción en la noche, al oír una voz, al ver a un desconocido. La pasión hace que uno fantasee; le impide concentrarse en las matemáticas y, en los momentos en que uno desea estar más ingenioso, le deja a uno en ridículo. En la primera juventud, el amor a primera vista, ese epítome de la pasión, le convierte a uno en un zombi, de modo que no sabe si está sentado o tumbado y tampoco, aunque dependa de ello su vida, recuerda lo que acaba de comer. Jester, que estaba iniciándose en la pasión, estaba muy asustado. Nunca había estado borracho y no deseaba estarlo nunca. Era un chico que sacaba sobresalientes en el instituto, exceptuados algunos esporádicos notables en geometría y química, y sólo fantaseaba cuando estaba en la cama y jamás se permitía fantasear por la mañana una vez que había sonado el despertador, aunque a veces le hubiera gustado hacerlo. Una persona así, claro está, se asustaba ante el amor a primera vista. Jester consideraba que si tocaba a Sherman cometería un pecado mortal, aunque ignoraba de qué tipo de pecado se trataba. Sencillamente evitó con sumo cuidado el tocarlo y le contemplaba con ojos de zombi debido a la pasión.
De pronto, Sherman se puso a aporrear el do medio, una y otra vez.
—¿Qué es eso? —preguntó Jester—, ¿sólo el do medio?
—¿Cuántas vibraciones hay en el sobreagudo?
—¿De qué vibraciones hablas?
—De las mínimas resonancias infinitesimales que vibran cuando tocas el do medio u otra nota cualquiera.
—No lo sabía.
—Bien, yo te lo estoy enseñando.
Sherman volvió a aporrear el do medio, primero con el dedo índice de la mano derecha, luego con el de la izquierda.
—¿Cuántas vibraciones oyes en el bajo?
—Ninguna —dijo Jester.
—Hay sesenta y cuatro vibraciones en el sobreagudo y otras sesenta y cuatro en el bajo —dijo Sherman, magníficamente ignorante de su propio desconocimiento.
—¿Y qué?
—Simplemente te estoy diciendo que oigo cada minúscula vibración de la escala diatónica, desde aquí —Sherman tocó la nota más baja— hasta aquí —se oyó la más aguda.
—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Es que eres afinador de pianos?
—Para que te fijes, ya que eres tan listo. Pero yo no hablo de pianos.
—Entonces, ¿de qué demonios estás hablando?
—De mi raza y de cómo registro cada una de las vibraciones que les afectan a los de mi raza. Lo llamo mi lista negra.
—¿Lista negra?… Ya veo, hablas del piano como de una especie de símbolo — dijo Jester, encantado de usar una palabra tan intelectual.
—Símbolo —repitió Sherman que había leído la palabra pero nunca la usaba—. Sí, hombre, eso es…, cuando tenía catorce años una pandilla de los míos montó en cólera contra los anuncios de Tía Jemima, conque decidimos arrancarlos. Raspamos y martilleamos para arrancar el anuncio. Y de repente, inesperadamente, la bofia nos atrapó en pleno trabajo y los cuatro de la pandilla fueron enviados a la cárcel, condenados a dos años de trabajos forzados por destrucción de la propiedad pública. A mí no me cogieron porque estaba sobre aviso, pero lo que pasó está en mi lista negra. Uno de los tíos murió por exceso de trabajo, otro salió convertido en un zombi. ¿Has oído hablar de los nigerianos de aquella cantera de Atlanta que se rompieron las piernas con los mazos para no morir a causa del trabajo? Uno de ellos era de los que cogieron cuando lo de los anuncios de Tía Jemima.
—Lo leí en el periódico y me asqueó, pero ¿estás contándome la verdad? ¿Era uno de aquellos Nigerianos Dorados amigos tuyos?
—No he dicho que fuera un Nigeriano Dorado, sólo dije que era un conocido mío, y a eso me refiero cuando hablo de vibraciones. Yo vibro con cada una de las injusticias que les han hecho a los de mi raza. Vibrar… vibrar… vibrar… ¿entiendes?
—Yo también lo haría… si fuera de tu raza.
—No lo harías, gallina, mariquita de corazón tierno.
—Eso me molesta.
—Pues que te moleste…, enfádate… enfádate. ¿Cuándo te vas a ir a tu casa?
—¿No quieres que esté aquí?
—No. Por última vez, no…, no… No —y añadió con voz queda y desafiante—: Fatuo, niño bonito, pelirrojo. Fatuo —dijo Sherman, utilizando una palabra que le había lanzado para insultarle un chico inteligente de gran riqueza de vocabulario.
Jester se pasó la mano automáticamente por el torso.
—No soy un «fatty».
—No he dicho «fatty»…, he dicho fatuo. Como tienes un vocabulario tan terrible y limitado…, eso significa idiota… idiota… idiota.
Jester levantó la mano como si se defendiera de un golpe mientras retrocedía hacia la puerta.
—A palabras necias, oídos sordos —gritó mientras se alejaba corriendo.
Corrió todo el camino hasta casa de Reba y cuando llegó a la puerta llamó con mano tensa por la ira.
El interior de la casa no era como había imaginado. Era una casa normal y corriente, y una de las encargadas de las putas le preguntó:
—¿Cuántos años tienes, chico?
Y Jester, que nunca mentía, dijo desesperadamente: —Veintiuno.
—¿Qué quieres beber?
—Nada, nada en absoluto, un millón de gracias, esta noche tengo prisa.
Fue todo tan fácil que no tembló cuando la encargada le llevó escaleras arriba, ni tampoco cuando se encontró en la cama con una mujer de pelo color naranja y dientes de oro. Cerró los ojos, y pensando en una cara negra con unos brillantes ojos azules, fue capaz de convertirse en hombre.
Entretanto, Sherman Pew escribía una carta con sobria y brillante tinta negra; la carta comenzaba: «Querida señora Anderson.»