XIV
AL principio Malone se inquietó. Cuando vio que Bennie Weems se trasladaba al Whelan y que el sheriff McCall no acudía a tomar sus habituales Coca-Cola a la farmacia, se inquietó. Superficialmente se decía:
«Al diablo con Bennie Weems; al diablo con el sheriff.»
Pero íntimamente estaba preocupado. ¿Habría dañado aquella noche el crédito de la farmacia y sus posibilidades de venta? ¿Habría merecido la pena hacer lo que hizo en la reunión? Malone se lo preguntaba muy preocupado y no sabía la respuesta. La preocupación afectó su salud. Cometía errores…, errores en las cuentas que eran inusuales en un buen tenedor de libros como Malone. Enviaba facturas equivocadas y los clientes protestaban. No tenía fuerzas para realizar adecuadamente las ventas. El mismo se daba cuenta de que fallaba. Quería el amparo de su casa, y a menudo se quedaba días enteros en la cama de matrimonio.
Malone, cerca de la muerte, era sensible al amanecer. Tras la larga y negra noche, acechaba el falso amanecer y los primeros tonos marfileños, dorados y naranjas del cielo al Oriente. Si el día era bueno y templado, se sentaba apoyado en las almohadas y esperaba inquieto el desayuno. Pero si el día era triste con cielos amenazantes o lluvia, su propio estado de ánimo se reflejaba en el tiempo de modo que encendía la luz y se quejaba con mal humor.
Martha trataba de consolarlo.
—Es sólo la primera oleada de calor. Cuando te acostumbres al tiempo te sentirás mejor.
Pero no, no era el tiempo. Ya no confundía el final de su vida con el comienzo de una nueva estación. La enredadera, como una cascada de lavanda, había florecido y se había marchitado. No tenía fuerzas para plantar la huerta. Y los sauces dorados y verdes se habían vuelto más oscuros. Curioso, pero siempre había relacionado los sauces con el agua. Pero sus sauces no tenían agua, aunque había un arroyo al otro lado de la calle. Sí, la tierra había cambiado de estación, y era primavera de nuevo. Pero ya no abrigaba ningún sentimiento de rechazo contra la naturaleza, contra las cosas. Una extraña ligereza había invadido su alma y se sentía exaltado. Ahora contemplaba la naturaleza y ésta era parte de sí mismo. Ya no era un hombre que mira un reloj sin manecillas. No estaba solo, no se rebelaba, no sufría. Ni siquiera pensaba en la muerte en aquellos días. No era un hombre que se moría…, nadie moría, todo el mundo moría.
Martha se quedaba en la habitación tejiendo. Le había dado por hacer punto y a él le confortaba verla allí. Ya no pensaba en aquellas regiones de soledad que tanto le habían aturdido. Su vida estaba extrañamente limitada. Allí tenía la cama, la ventana, el vaso de agua. Martha le traía la comida en una bandeja y casi siempre había un jarrón de flores en la mesilla de noche…, rosas, margaritas, dientes de dragón.
El amor hacia su mujer, que había disminuido tanto, renació. Cuando Martha se esforzaba en preparar cosas sabrosas para tentar su apetito y se quedaba tejiendo en la habitación, Malone apreciaba más el valor de su amor. Le emocionó que hubiera comprado en los Almacenes Groody un almohadón rosa para que pudiera sentarse en la cama sin tener que apoyarse únicamente en las húmedas y escurridizas almohadas.
Desde aquella reunión en la farmacia, el viejo juez le trataba como a un inválido. Los papeles habían cambiado; ahora era el juez quien le traía sacas de harina molida y nabos tiernos y fruta, tal y como se hace con un enfermo.
Un quince de mayo el médico vino dos veces, una por la mañana y de nuevo por la tarde. El médico actual era el doctor Wesley. Aquel quince de mayo el doctor Wesley habló con Martha a solas en el cuarto de estar. A Malone no le importaba que estuvieran hablando de él en la otra habitación. No le preocupaba, no hizo preguntas. Esa misma noche, Martha le lavó con una esponja, bañó su rostro febril y le puso colonia detrás de las orejas y vertió más colonia en la palangana. Después le lavó el peludo pecho y los sobacos con el agua perfumada, las piernas y los callosos pies. Y, por último, muy suavemente, le lavó sus marchitos genitales.
Malone dijo:
—Querida, ningún hombre ha tenido una esposa como tú. —Era la primera vez que la llamaba querida desde el primer año de matrimonio.
Mistress Malone fue a la cocina. Cuando volvió, tras haber llorado un poco, traía una botella de agua caliente.
—Las noches y las madrugadas son frescas. —Cuando colocó la botella de agua caliente en la cama, preguntó—: ¿Estás cómodo, cariño?
Malone se escurrió del almohadón y tocó la botella de agua caliente con los pies.
—Querida —volvió a decir—, ¿podrías traerme un poco de agua helada?
Pero cuando Martha trajo el agua helada, los cubos de hielo chocaron contra la punta de su nariz y dijo:
—El hielo me hace cosquillas en la nariz. Sólo quería agua fría.
Y después de sacar el hielo del agua, mistress Malone se retiró a la cocina y volvió a llorar.
Malone no sufría. Pero le parecía que le pesaban los huesos y se quejó.
—Cariño, ¿cómo pueden pesarte los huesos? —dijo Martha.
El dijo que le apetecía sandía, y Martha compró sandía importada en Pizzalatti, la frutería y pastelería más importante de la ciudad. Pero cuando la rosada y fresca porción de sandía estuvo en su plato, no le supo como esperaba.
—Tienes que comer para conservar las fuerzas, J. T.
—¿Y para qué necesito las fuerzas? —dijo.
Martha le hacía batidos y subrepticiamente le ponía un huevo. Incluso dos. Le consolaba ver que se lo bebía.
Ellen y Tommy entraban y salían de la habitación del enfermo y a éste sus voces le resultaban chillonas, aunque ellos trataban de hablar bajito.
—No molestéis a vuestro padre —decía Martha—. Ahora se encuentra muy cansado.
El dieciséis Malone se sintió mejor e incluso sugirió que se afeitaría él mismo y tomaría un baño decente. Así que insistió en ir al cuarto de baño, pero cuando llegó al lavabo se agarró con las dos manos a él y Martha tuvo que volverle a la cama.
Sin embargo sentía un último impulso de vida. Su espíritu estaba extrañamente sensible aquel día. En el Milan Courier leyó que un hombre había salvado a un niño en un incendio y había perdido la vida. Aunque Malone no conocía ni al niño ni al hombre, se echó a llorar. Sensible a todo lo que leía, sensible al cielo, sensible al mundo de más allá de su ventana —era un día agradable, un día sin nubes—, se sentía presa de una extraña euforia. Si sus huesos no le hubieran pesado tanto, se habría acercado hasta la farmacia.
El diecisiete no vio el amanecer de mayo porque estaba dormido. Poco a poco el impulso de vida que había sentido el día anterior le abandonaba. Las voces parecían llegar desde muy lejos. No pudo tomar la cena, así que Martha le preparó un batido en la cocina. Le puso cuatro huevos y él se quejó del sabor. Las ideas del pasado y de aquel día se entremezclaban.
Después de negarse a tomar el pollo de la cena, hubo una visita inesperada. El juez Clane irrumpió violentamente en la habitación del enfermo. Venas de rabia latían en sus sienes.
—Vengo de visitar el barrio de la fábrica, J. T. ¿Has oído las noticias en la radio? —Luego miró a Malone y se quedó sorprendido ante su repentino decaimiento. La pena luchaba contra la ira del viejo juez—. Perdóname, querido J. T. —dijo con una voz que de pronto era amable. Luego volvió a alzar la voz—. Pero ¿lo has oído?
—Bueno, ¿de qué se trata, juez? ¿Si hemos oído qué? —preguntó Martha.
Escupiendo, incoherente debido a la rabia, el juez habló de la decisión del Tribunal Supremo sobre la integración en las escuelas. Martha, boquiabierta y asombrada, sólo consiguió decir:
—¡Pues bueno! ¡Vaya por Dios! —pues no lo había entendido del todo.
—Hay maneras de evitarlo —gritaba el juez—. Nunca ocurrirá. Lucharemos. Todos los del Sur lucharemos hasta el último metro. Hasta la muerte. Dictar las leyes es una cosa, pero ponerlas en práctica otra. Tengo el coche esperándome; voy a la emisora de radio a pronunciar un discurso. Arengaré a la gente. Quiero decir algo fuerte y simple. Dramático. Digno e iracundo, ya sabes lo que quiero decir. Algo como: «Hace ochenta y siete años…» Lo prepararé camino de la emisora. No dejes de oírme. Será un discurso histórico y te hará bien oírlo, querido J. T.
Al principio Malone apenas se daba cuenta de que el anciano juez estaba allí. Sólo notaba su voz, su enorme y sudorosa presencia. Luego, las palabras, los sonidos, resonaban en sus oídos que no entendían; integración… Tribunal Supremo. Ideas y pensamientos iban aclarándose en su mente, pero débilmente. Por fin, el cariño y amistad de Malone hacia el anciano juez le hicieron volver de su agonía. Miró la radio y Martha la encendió, pero como se oía música de baile, la puso muy bajo. Un noticiario en el que se volvió a anunciar la decisión del Tribunal Supremo precedió al discurso del juez.
En el estudio a prueba de ruidos de la emisora de radio, el juez había agarrado el micrófono como un profesional. Pero aunque camino de la emisora había tratado de preparar un discurso, no había sido capaz de hacerlo. Las ideas eran tan caóticas, tan inconcebibles que no conseguía formular su protesta. Estaba demasiado excitado. Y así, iracundo, desafiante —temiendo un ataque en cualquier momento, o algo peor— el juez permaneció con el micrófono en la mano y sin ningún discurso preparado. Palabras —tacos, juramentos inadecuados para la radio— brotaban rabiosas en su mente. Pero no un discurso histórico. Lo único que se le ocurría era el primer discurso que se había aprendido de memoria en la facultad de Derecho. Presintiendo vagamente que lo que iba a decir no era lo que quería, se lanzó:
—Hace ochenta y siete años —dijo—, nuestros padres trajeron a este continente una nación nueva, concebida en la libertad, y consagrada al principio de que todos los hombres fueron creados iguales. Ahora nos encontramos en una gran guerra civil, que pone a prueba si esa nación, o cualquier otra nación así concebida y dedicada a ese principio, puede perdurar.
Hubo ruido de pasos en el estudio y el juez dijo con voz indignada:
—¿Por qué me está dando codazos?
Pero una vez que uno se dispara en un discurso monumental, resulta difícil dar marcha atrás. Continuó todavía más alto:
—Nos encontramos en el gran campo de batalla de aquella guerra. Hemos venido a dedicar una parte de este campo como última morada a los que dieron sus vidas porque aquella nación pudiera vivir. Es digno y justo que así lo hagamos.
—He dicho que deje de darme codazos —volvió a gritar el juez.
—Pero, en un sentido más amplio, no podemos dedicar, no podemos reverenciar esta tierra. Los hombres valientes, vivos y muertos, que lucharon aquí, lo han consagrado mucho más de lo que son capaces de engrandecer o rebajar nuestros pobres poderes. El mundo no prestará demasiada atención, y no recordará por mucho tiempo lo que decimos aquí…
—¡Por el amor de Dios! —gritó alguien—. ¡Cortadlo!
El anciano juez se quedó delante del micrófono con el eco de sus propias palabras resonando en sus oídos y con el recuerdo del sonido de su propio mazo llamando al orden en la sala del juzgado. La sorpresa del reconocimiento hizo que se desmoronara, pero gritó de inmediato:
—¡Es todo lo contrario! ¡Quiero decir precisamente todo lo contrario! ¡No me corten! —suplicó el juez en tono apremiante—. ¡Por favor, no me corten!
Pero ya hablaba otro locutor y Martha apagó la radio.
—No sé de qué hablaba —dijo—. ¿Qué ha sucedido?
—Nada, querida —respondió Malone—. Nada que no se viera venir desde hace tiempo.
Pero la vida le abandonaba, y agonizando, la vida adquirió un orden y una simplicidad que Malone no había conocido antes. No le quedaba pulso, ni vigor, ni los deseaba. Sólo quedaba el destino. ¿Qué le importaba ya que el Tribunal Supremo decretara la integración de las escuelas? Nada le importaba ya. Si Martha hubiera extendido todas sus acciones de la Coca-Cola a los pies de su cama para contarlas, ni siquiera habría levantado la cabeza. Pero había algo que deseaba y dijo:
—Quiero un poco de agua helada, sin hielo.
Pero antes de que Martha pudiera volver con el agua, lenta, suavemente, sin luchas ni miedos, la vida salió de J. T. Malone. Su vitalidad había desaparecido. Y a mistress Malone, que se había quedado de pie con el vaso lleno de agua en la mano, le pareció un suspiro.