IX

AQUEL invierno el juez cometió un grave error con Sherman y Sherman cometió un error aún más grave con el juez. Como ambos errores eran fantasías que florecían con igual fuerza en el cerebro senil del anciano que en el corazón del frustrado muchacho, sus relaciones humanas iban cada vez peor, ahogadas por la voluptuosa exuberancia de sus diferentes sueños. De modo que la relación que se había iniciado con tanta alegría y lucidez, a finales de noviembre, ya había empezado a marchitarse.

Fue el anciano juez quien primero habló de su sueño. Un día, con aire de secreto y complacencia, abrió su caja fuerte y le tendió a Sherman un montón de cuartillas.

—Léelas con cuidado, muchacho, pues ésta puede ser mi última contribución al Sur como estadista.

Sherman las leyó y se sintió aturdido, menos por la recargada y mala caligrafía del escrito, que por el contenido de lo que leía.

—No te fijes en la caligrafía ni en la ortografía —decía animadamente el juez—. Es la fuerza de las ideas lo que importa.

Sherman leía lo del dinero confederado mientras el juez le observaba, resplandeciente de orgullo y preparado para recibir los plácemes.

Los delicados orificios nasales de Sherman se dilataron y sus labios temblaron, pero no dijo nada.

El juez se puso a hablar apasionadamente. Describió la historia de las devaluaciones de las monedas extranjeras y los derechos de las naciones vencidas a la rehabilitación de sus propias monedas.

—En todas las naciones civilizadas se volvió a cotizar la moneda de las naciones vencidas…, devaluada, naturalmente, pero se puso de nuevo en circulación. Fíjate en el franco, el marco, la lira, y sobre todo fíjate, por Dios, en el yen. —Esto último enfurecía de modo especial al anciano.

Los fríos ojos azules de Sherman miraron fijamente los ojos azules y más profundos del viejo juez. Al principio, aturdido por el parloteo sobre la moneda extranjera, se preguntaba si el juez estaría borracho. Pero todavía no eran las doce y el juez hablaba apasionadamente, borracho con su sueño, y Sherman lo notó. Como no entendía nada de lo que exponía el juez, Sherman fue sensible a la retórica, la repetición y el ritmo, al lenguaje de la apasionada demagogia, sin sentido y altisonante, en la que el juez era viejo maestro. Conque los delicados orificios nasales de Sherman se dilataron y no dijo nada. El juez, a quien había herido la indiferencia distraída de su nieto con respecto a su sueño, sabía reconocer a un oyente interesado cuando lo tenía delante y continuó triunfalmente. Y Sherman, que pocas veces creía en lo que decía Jester, escuchaba las parrafadas del juez, cauteloso y asombrado.

Sucedía que algún tiempo atrás el juez había recibido una carta del senador Tip Thomas en respuesta a la primera suya, la escrita por Sherman, referente a una recomendación para que Jester fuera admitido en West Point. El senador había respondido con empalagosa cortesía que recomendaría encantado al nieto a otro amigo estadista a la primera oportunidad. Así que el juez y Sherman se encontraron ante el problema de escribir otra carta al senador Tip Thomas. Esta vez, con la misma empalagosa cortesía, el anciano juez mencionó a la finada mistress Thomas, y también a la actual mistress Thomas. A Sherman siempre le parecía un milagro que el juez hubiera sido de verdad miembro de la Cámara de Representantes, en Washington, D.C. La gloria se reflejaba en Sherman, el genuino amanuense que comía en una bandeja en la mesa de la biblioteca. Cuando el senador Thomas respondió, refiriéndose a anteriores favores que el juez había hecho y prometiéndole que Jester sería admitido en West Point —dándole jabón al juez—, le pareció cosa de magia. Tan mágico que incluso ahogó los rebeldes celos que sentía porque su propia carta a Washington no hubiera sido respondida.

El juez, a pesar de su elocuencia, se las arreglaba perfectamente para meter la pataza, y esta vez, se las arregló para meterla hasta la rodilla. Se puso a hablar de indemnizaciones por las casas incendiadas, por el algodón, y ante el horror y vergüenza de Sherman, de indemnizaciones por los esclavos.

—Esclavos —dijo Sherman en una voz casi inaudible debido a la sorpresa.

—Por supuesto —continuó el anciano juez con toda tranquilidad—. La institución de la esclavitud era la piedra fundamental y el pilar de la riqueza algodonera.

—Pues Abe Lincoln liberó a los esclavos y otro Sherman quemó el algodón.

El juez, arrebatado por sus sueños, había olvidado que su amanuense era de color.

—Tiempos tristes, desde luego.

El juez se preguntaba inútilmente por qué ya no tenía a un oyente hipnotizado, pues Sherman, lejos de estarlo, ahora temblaba de ira e indignación. Deliberadamente, cogió una de las plumas y la partió en dos. El juez ni siquiera lo notó.

—Llevará mucho trabajo estadístico, montones de números; muchísimo trabajo a decir verdad. Pero mi lema en la campaña electoral es «rectificar», y la justicia está de mi parte. Sólo tengo que echar la pelota a rodar, se podría decir. Y yo soy un político nato, sé cómo tratar a las personas y cómo manejar situaciones delicadas.

El sueño del juez se había aclarado para Sherman, de modo que podía verlo en todos sus detalles. El primer impulso de entusiasmo con que había respondido al sueño del juez se disipó por completo.

—Llevaría mucho trabajo —dijo con una voz sin inflexiones.

—Lo que me sorprende es la simplicidad de la idea en su conjunto.

—Simplicidad —replicó Sherman con la misma voz sin inflexiones.

—Sí, la simplicidad del genio. Quizá no pude inventar eso de «Ser o no ser», pero mis ideas de restauración del Sur son producto del puro genio. —La vieja voz tembló buscando apoyo—. ¿No lo crees así, Sherman?

Sherman que miraba a su alrededor para asegurarse una huida rápida en caso de que el juez cometiera alguna locura repentina, dijo simplemente:

—No, no creo que sea genial, ni siquiera que tenga sentido común.

—Lo genial y lo que es de sentido común se polarizan en dos modos distintos de pensar.

Sherman apuntó la palabra «polarizar», la buscaría más tarde; se beneficiaría del vocabulario del juez y de algo sacaría provecho.

—Todo lo que puedo decir es que su plan atrasaría cien años el reloj.

—Nada me gustaría más —dijo aquel viejo loco y temerario—. Y además, creo poder hacerlo. Tengo amigos en puestos importantes que están hasta las narices del llamado liberalismo y que sólo están esperando que alguien empiece. Después de todo, soy uno de los estadistas más antiguos del Sur y mi voz será oída; tal vez algunos hermanos débiles duden debido a los detalles estadísticos y contables que implica. Pero, por Dios, si el Gobierno Federal puede chuparme hasta el último centavo mediante los impuestos, realizar mi plan será un juego de niños.

El juez bajó la voz:

—Nunca he pagado los impuestos del Estado y nunca los pagaré. No comentaría esto por ahí, Sherman, te lo digo a ti en la más estricta confianza. Y pago los impuestos del Gobierno Federal absolutamente coaccionado y contra mi voluntad. Como yo digo, muchos sureños que ocupan puestos elevados están en el mismo barco que yo y responderán a mi llamada.

—Pero ¿qué tienen que ver los impuestos federales con todo esto?

—Muchísimo —dijo el anciano—, muchísimo.

—No lo entiendo.

—Naturalmente que los de la Asociación Nacional para el Desarrollo de la Gente de Color lucharán a muerte contra mí. Pero los valientes desean ir a la batalla si ésta es justa. He ansiado enfrentarme a esa maldita Asociación, obligarles a poner las cosas en claro, llevarles a la bancarrota.

Sherman se limitaba a mirar los ojos azules y apasionados del juez.

—Todos los patriotas sureños piensan lo mismo de ese insolente grupo de presión que intenta destruir los principios fundamentales del Sur.

Los labios y la nariz de Sherman temblaron de emoción cuando dijo:

—Habla usted como si aún creyera en la esclavitud.

—Claro que soy partidario de la esclavitud. La civilización se basa en la esclavitud.

El anciano juez, que aún pensaba que Sherman era una joya, un tesoro, había olvidado, arrebatado por sus prejuicios, que Sherman era de color. Y cuando vio a su joya tan agitada, intentó arreglar la situación.

—Si no exactamente en la esclavitud, por lo menos en un peonaje feliz.

—¿Feliz para quién?

—Para todos. ¿Crees, ni siquiera por un momento, que los esclavos querían ser liberados? No, Sherman, muchos esclavos permanecieron fieles a sus viejos amos, no deseaban ser libres hasta el día de su muerte.

—Eso es una mentira de mierda.

—¿Cómo dices? —a veces el juez se hacía el sordo cuando le convenía—. Ahora bien, me han dicho que la situación de los negros en el Norte es aterradora. Matrimonios mixtos, sin sitio donde vivir ni caerse muertos. En definitiva, la más espantosa miseria.

—Pero un negro prefiere ser farol en Harlem que gobernador en Georgia.

El juez atendió con su oído bueno.

—No te he oído bien —dijo suavemente.

Durante toda su vida Sherman había creído que todos los blancos estaban locos, y que cuanto más importantes eran, más lunáticas eran sus palabras y su conducta. En este asunto, Sherman consideraba que la fría y pura verdad estaba de su parte. Los políticos, desde los gobernadores y los congresistas, a los sheriffs y policías, eran iguales en su fanatismo y violencia. Sherman pensó en todos los linchamientos, voladuras e indignidades que había sufrido su raza. En esto Sherman tenía la vulnerabilidad y sensibilidad de un adolescente. Aficionado a pensar en estas atrocidades, sentía que todos los males le estaban reservados a él personalmente. De modo que vivía en un estado de temor y sobresalto constantes. Esta actitud la apoyaban los hechos. Ningún negro del condado de Peach había votado jamás. Un maestro de escuela se había inscrito y le rechazaron a la hora de votar. Dos graduados universitarios fueron rechazados igualmente. La enmienda Quince de la Constitución Americana garantizaba el derecho de voto a la raza negra, y sin embargo, Sherman no conocía ni había oído hablar de ningún negro que hubiera votado. Sí, la propia Constitución Americana era un fraude. Y si la historia que le había contado a Jester de los Nigerianos Dorados y los ataúdes de cartón no era verdad, la había oído contar como cierta de un club de otro condado; y si en realidad no les había ocurrido a los Nigerianos Dorados de Milan, sabía que les había ocurrido a otros en otro sitio. Como su imaginación englobaba todos los desastres, creía que cualquier mal que leía u oía contar podría perfectamente ocurrirle a él mismo.

Este estado de ansiedad hizo que Sherman tomara al anciano juez más en serio de lo que hubiera hecho en circunstancias más tranquilas. ¡Esclavitud! ¿Es que el juez planeaba esclavizar a su raza? No tenía sentido. ¿Pero qué hostias tenía sentido en la relación entre las razas? La Enmienda Quince no tenía validez, la Constitución Americana era un fraude en opinión de Sherman. ¡Y la justicia! Sherman tenía noticia de cada linchamiento, cada violencia que había tenido lugar en su tiempo, y antes de nacer él, y sentía cada abuso en su propio cuerpo, y en consecuencia vivía en un estado de tensión y miedo. De no haber sido así, habría tomado los planes del anciano juez como producto de una mente senil. Pero como negro residente en el Sur, y además huérfano, se había visto expuesto a tales horrores auténticos y a tantas degradaciones que las más alocadas fantasías del juez le parecían no sólo posibles, sino casi inevitables en la tierra sin ley de Sherman. Los hechos se ponían de acuerdo para apoyar sus fantasías y temores. Sherman estaba convencido de que todos los blancos del Sur estaban locos. ¡Lincharon a un muchacho negro porque una mujer blanca dijo que le había silbado al pasar! ¡Un juez condenó a un negro porque una mujer blanca dijo que no le gustaba el modo en que la miraba! ¡Silbar! ¡Mirar! Su mente llena de prejuicios estaba inflamada y temblorosa como las atmósferas tropicales que producen espejismos.

Al mediodía, Sherman preparó las bebidas y ni él ni el juez hablaron. Luego, a la hora de comer, una hora después, Sherman estaba cogiendo una lata de langosta cuando Verily dijo:

—No necesitas eso, Sherman.

—¿Y por qué no, vieja?

—Ayer abriste una lata de atún y te preparaste un sandwich de atún grandísimo. Hay atún de sobra para el sandwich de hoy.

Sherman siguió abriendo la lata de langosta.

—Además —siguió Verily—, deberías comer coles y tortas de maíz en la cocina como todos los demás.

—Eso son cosas de negros.

—Pero ¿quién te crees que eres? ¿La reina de Saba?

Sherman deshacía la langosta mezclándola con grandes cucharadas de mayonesa y pepinillos picados.

—En cualquier caso, no soy un negro puro como tú —dijo a Verily que era muy oscura—. Fíjate en mis ojos.

—Ya los he visto.

Sherman estaba muy ocupado preparando su sandwich de langosta.

—Esa langosta estaba pensada para la cena del domingo, cuando yo salgo. Me dan muchas ganas de contárselo al juez.

Pero como Sherman era aún la joya, el tesoro, la amenaza carecía de valor, y ambos lo sabían.

—Vete a decírselo —dijo Sherman mientras colocaba la langosta en el pan.

—El hecho de que tengas esos ojos azules no es razón suficiente para comportarte con ese orgullo y prepotencia. Eres tan negro como lo somos los demás. Simplemente tuviste un papaíto blanco que te pasó esos ojos azules, y eso no es motivo para darte tantos aires. Eres tan negro como todos los demás.

Sherman cogió su bandeja y echó a andar majestuosamente por el vestíbulo hacia la biblioteca. Pero, a pesar de su sandwich de lujo no pudo comer. Pensaba en lo que le había dicho el juez y sus ojos miraban fijos y fríos en su negra cara. Su mente le decía que la mayor parte de las palabras del juez sólo eran locuras, pero Sherman, fuera de sí por la ansiedad, no podía pensar racionalmente; sólo podía sentir. Recordaba los discursos de las campañas electorales de ciertos sureños, astutos, violentos, amenazadores. Para Sherman el juez no decía más locuras que muchos otros políticos del Sur. ¡Locos, locos, locos! ¡Todos ellos locos!

Sherman no olvidaba que el juez había sido en un tiempo congresista, y había ocupado, por tanto uno de los puestos más elevados de los Estados Unidos. Y conocía a las personas que ocupaban los puestos elevados. Sólo había que fijarse en la respuesta del senador Tip Thomas. El juez era listo —un zorro—, sabía dorar la píldora. Al considerar el poder del anciano juez, olvidó su enfermedad; ni siquiera se le ocurrió que el cerebro del anciano se había deteriorado con los años. Zippo Mullins tenía un abuelo que había perdido la cabeza con la vejez. Comía con una toalla atada alrededor del cuello; no era capaz de quitar las pepitas de las sandías y se las tragaba; no tenía dientes y masticaba el pollo con las encías; al final tuvieron que meterlo en un asilo. Por su parte, el anciano juez siempre desdoblaba cuidadosamente su servilleta al ponerse a comer y tenía modales refinados en la mesa, y les pedía a Jester o a Verily que le cortaran la comida cuando no podía hacerlo. Eran los únicos ancianos de verdad que había conocido Sherman, y había un abismo entre ellos. Conque Sherman nunca consideró la posibilidad de que el juez chocheara.

Sherman miró durante largo rato el apetitoso sandwich de langosta, pero la ansiedad no le dejaba comer. Se comió un pepinillo antes de volver a la cocina. Quería un trago. Un poco de ginebra y tónica, mitad y mitad, le calmaría el ánimo de modo que podría comer. Sabía que se exponía a otra discusión con Verily, pero se dirigió directamente a la cocina y agarró la botella de ginebra.

—Mirad —dijo Verily—, fijaos lo que se propone ahora la reina de Saba.

Sherman se sirvió ginebra sin dudarlo y añadió agua tónica helada.

—Intenté ser amable y agradable contigo, Sherman, pero desde el principio comprendí que no sería posible. ¿Por qué eres tan frío y altivo? ¿Es por esos ojos azules que te dejó tu papaíto?

Sherman salió de la cocina con paso rígido, la bebida en la mano, y se instaló de nuevo en la biblioteca. Según iba bebiendo la ginebra su turbulencia interior se acrecentaba. En la búsqueda de su auténtica madre, Sherman raras veces pensó en su padre. Sólo pensaba que era blanco; se imaginaba a un blanco desconocido que había violado a su madre. Pues las madres de todos los chicos son virtuosas, especialmente si son imaginarias. Por tanto, aborrecía a su padre, incluso le molestaba pensar en él. Su padre era un blanco lodo que había violado a su madre y había dejado la prueba de su ilegitimidad en aquellos ojos azules y extraños. Nunca había buscado a su padre, como había buscado a su madre; los sueños sobre ella le habían arrullado y consolado, pero pensar en su padre le hacía sentir puro odio.

Después de la comida, mientras el juez dormía su siesta de costumbre, Jester entró en la biblioteca. Sherman todavía estaba sentado a la mesa, con los sandwiches sin tocar en la bandeja.

—¿Qué te pasa, Sherman? —Jester notó la somnolencia de la borrachera de ginebra en sus ojos abstraídos y se sintió inquieto.

—¡Vete a tomar por el culo! —dijo brutalmente Sherman, pues Jester era la única persona blanca con la que podía usar ese tipo de palabras. Pero se encontraba en tal estado que las palabras no le aliviaban. «Odio, odio, odio», pensó, y aquellos ojos que miraban fijamente sin ver, abstraídos y borrachos, se clavaron en la ventana abierta.

—He pensado muchas veces que si yo hubiera nacido nigeriano o de color, no lo habría soportado. Te admiro, Sherman, por tu modo de soportarlo. Te admiro más de lo que puedo expresar.

—Guarda tus cacahuetes para el zoo.

—He pensado muchas veces —siguió Jester que había leído la idea en alguna parte—, que si Cristo hubiera nacido en estos tiempos, habría sido negro.

—Bueno, pero no lo fue.

—Temo… —Jester empezó y no supo cómo seguir.

—¿Qué es lo que temes, gallina, nenaza?

—Temo que si fuera nigeriano o de color sería un neurótico. Terriblemente neurótico.

—No, no lo serías. —Hizo un gesto rápido con su dedo índice, como si le cortaran el cuello—. Un negro neurótico es un negro muerto.

Jester se preguntaba por qué sería tan difícil mantener una amistad con Sherman. Su abuelo decía con frecuencia:

—Los negros son negros y los blancos son blancos, y nunca se mezclarán si yo puedo evitarlo.

Y el Atlanta Constitution hablaba de sureños de buena voluntad. ¿Cómo podría expresarle a Sherman que él no era como su abuelo, sino un sureño de buena voluntad?

—Yo respeto a las personas de color tanto como a los blancos.

—Estás rematadamente loco, desde luego.

—Yo respeto a los negros hasta incluso más que a los blancos por todo lo que han tenido que pasar.

—Hay muchos negros malos sueltos por ahí —dijo Sherman mientras terminaba su ginebra.

—¿Por qué me dices eso?

—Simplemente porque quiero poner en guardia al niño de ojos ingenuos.

—Estoy tratando de sincerarme contigo acerca de lo que siento moralmente con respecto a la cuestión racial. Pero no me prestas atención.

Su depresión y rabia, acentuadas por el alcohol, hicieron que Sherman dijera con voz amenazadora:

—Hay negros malos con ficha policíaca y otros sin ficha, como yo.

—¿Por qué es tan difícil ser amigo tuyo?

—Porque no quiero tener amigos —mintió Sherman, pues, después de su madre, lo que más deseaba era un amigo. Admiraba y temía a Zippo que siempre le estaba insultando, que jamás lavaba ni un plato aunque Sherman cocinara, y que lo trataba tan mal como él trataba a Jester.

—Bueno, me voy al aeropuerto. ¿Quieres venir?

—Cuando yo vuelo, vuelo en mis propios aviones. Y no en esos aviones malos de alquiler en los que tú vuelas.

De modo que Jester tuvo que dejar correr el asunto; y Sherman le contempló, pensativo y celoso, mientras se alejaba por el camino del jardín.

El juez se despertó de su siesta a las dos, se lavó la cara arrugada, y se sentó alegre y refrescado. No recordaba las tensiones de la mañana y mientras bajaba las escaleras iba canturreando. Sherman, al oír los pesados pasos y la voz desafinada, dio media vuelta hacia la puerta del vestíbulo.

—Muchacho —dijo el juez—. ¿Sabes por qué prefiero ser Fox Clane a Shakespeare o Julio César?

Los labios de Sherman apenas se movieron para responder:

—No.

—¿O Mark Twain o Abraham Lincoln o Babe Ruth?

Sherman se limitaba a mover la cabeza sin decir ni una palabra, preguntándose lo que pasarla a continuación.

—Prefiero ser Fox Clane a ser todos esos hombres grandes y famosos. ¿No adivinas por qué?

Esta vez Sherman se limitó a mirarle.

—Porque estoy vivo. Y cuando uno piensa en los trillones y trillones de hombres muertos, uno se da cuenta de que estar vivo es un auténtico privilegio.

—Algunas personas están muertas del cuello para arriba.

El juez ignoró esto y dijo:

—Para mí simplemente es maravilloso estar vivo. ¿Para ti no, Sherman?

—No especialmente —dijo, pues tenía muchas ganas de irse a su casa a dormir la borrachera de ginebra.

—Piensa en el amanecer. En la luna, las estrellas y el firmamento celeste — siguió el juez. Piensa en los pasteles y en el alcohol.

Los fríos ojos de Sherman consideraron el universo y las comodidades de la vida diaria con desdén y no respondió nada.

—Cuando tuve aquel pequeño ataque, el doctor Tatum me dijo sinceramente que si el ataque me hubiera afectado la parte izquierda del cerebro, en vez de la derecha, hubiera quedado mentalmente tarado para siempre. —La voz del juez bajó de tono, temeroso y horrorizado—. ¿Puedes imaginarte lo que sería vivir en esa situación?

Sherman podía imaginarlo, y dijo:

—Conocí a un hombre que tuvo un ataque que lo dejó ciego y con la mente de un niño de dos años. En el asilo no lo querían aceptar. No sé lo que habrá sido de él. Probablemente murió.

—Pues nada parecido me pasó a mí. Sólo me quedé con un ligero impedimento de tipo motor…, solamente la mano izquierda y la pierna levemente dañadas…, pero la mente intacta. Así que razoné del siguiente modo: Fox Clane, ¿tienes derecho a maldecir a Dios, a los elementos celestes y al destino, sólo por ese impedimento leve y de poca importancia que no te molesta tanto a fin de cuentas? ¿O debes dar gracias a Dios, a los elementos, a la naturaleza y al destino porque no tienes nada malo y conservas la mente funcionando? Pues, después de todo, ¿qué es un brazo o una pierna, si la mente está en perfecto estado y el espíritu alegre? Así que me dije: Fox Clane, será mejor que des las gracias y sigas dándolas.

Sherman miró el brazo izquierdo raquítico y la mano permanentemente agarrotada. Sintió compasión por el viejo juez y se odió a sí mismo por sentir compasión.

—Conocí a un niño pequeño que tuvo la polio y que necesitaba llevar unos hierros muy pesados en las piernas, además de utilizar muletas metálicas…, inválido para el resto de su vida —dijo Sherman que había visto una fotografía del chico en un periódico.

El juez creía que Sherman conocía toda una constelación de casos desgraciados y las lágrimas asomaron a sus ojos cuando murmuró:

—Pobre niño.

El juez no sentía odio hacia sí mismo por sentir compasión por los demás; no sentía compasión por sí mismo porque en gran medida era completamente feliz. Claro que le encantaría comerse cuarenta tartas heladas todos los días, pero en general estaba contento.

—Prefiero seguir un régimen que tener que palear carbón en las calderas del infierno o tocar el arpa con los serafines. Nunca me las arreglé ni para encender mi propia caldera y carezco de todo sentido musical.

—Sí, hay gente que no es capaz de seguir una melodía aunque los maten.

El juez ignoró esto, puesto que siempre estaba cantando y las melodías le sonaban perfectamente.

—Sigamos con la correspondencia.

—¿Qué cartas quiere que le escriba ahora?

—Montones de cartas, a todos los congresistas y senadores que conozco personalmente y a cualquier político que pueda adherirse a mis ideas.

—¿Qué tipo de cartas desea que les escriba?

—Siguiendo la línea general de lo que te dije esta mañana. Sobre el dinero confederado y la restauración del Sur.

La energía de la ginebra se convirtió en ira inflexible. Sherman bostezó y siguió bostezando sólo para ser mal educado. Reflexionaba sobre su trabajo limpio. Tranquilo, ordenado, independiente, y sobre la sorpresa que le produjo la conversación de aquella mañana. Cuando Sherman amaba, amaba, cuando admiraba, admiraba, y desconocía los estados emocionales intermedios. Hasta ahora había amado y admirado al juez. ¿Qué otra persona había sido congresista, juez? ¿Quién le había proporcionado un trabajo fino y elegante como amanuense y le había permitido comer sandwiches especialmente en la mesa de la biblioteca? De modo que Sherman estaba perplejo y sus expresivas facciones temblaron cuando dijo:

—¿Se refiere también a lo de la esclavitud?

El juez se dio cuenta de que algo iba mal.

—Nada de esclavitud, hijo, sino la restitución y las indemnizaciones por los esclavos que liberaron los yanquis. Restitución económica.

Las narices y labios de Sherman temblaban como alas de mariposa.

—No quiero hacerlo, juez.

El juez pocas veces había recibido un «no» como respuesta, pues sus peticiones solían ser razonables. Ahora que su tesoro, su joya, le daba una negativa, suspiró.

—No me comprendes, hijo.

Y Sherman, al que siempre agradaba cualquier muestra de afecto, en especial porque se las dirigían muy pocas veces, casi sonrió.

—¿Así que te niegas a escribir esa serie de cartas?

—Eso es —dijo Sherman, pues el poder negarse a algo también le gustaba—. No formaré parte de los que atrasan el reloj de los tiempos casi un siglo.

—El reloj no se atrasará, se adelantará casi un siglo, hijo.

Era la tercera vez que le llamaba así, y la desconfianza latente siempre dentro de él, se agitó sin palabras, empecinada.

—Los grandes cambios siempre adelantan el reloj. En especial las guerras. Si no hubiera sido por la Primera Guerra Mundial las mujeres todavía llevarían la falda por los tobillos. Ahora las jóvenes andan por ahí vestidas como carpinteros, con monos, incluso las más bonitas, las de las mejores familias.

El juez había visto a Ellen Malone vestida con un mono, camino de la farmacia de su padre. Se había sentido molesto y violento en nombre de Malone.

—Pobre J. T. Malone.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Sherman al que sorprendió el tono de compasión y de misterio de la voz del juez.

—Temo, muchacho, que míster Malone no pasará mucho más tiempo en este mundo.

Sherman, a quien le importaba un comino lo que le pasara a míster Malone y que no estaba de humor para fingir sentimientos que no sentía de verdad, sólo dijo:

—¿Se va a morir? Qué pena.

—La muerte es algo peor que una pena. De hecho, nadie sobre la tierra sabe lo que es la muerte.

—¿Es usted muy religioso?

—No, no soy nada religioso, pero temo…

—¿Por qué anda siempre hablando de palear carbón y de tocar el arpa?

—Bueno, es sólo un modo de hablar. Si eso fuera todo lo que temo y me mandaran al sitio malo, palearía carbón al lado de los demás pecadores, a muchos de los cuales ya conozco de antemano. Y en caso de que me mandaran al cielo, por Dios que aprendería a ser tan musical como Blind Tom o Caruso. No es eso lo que temo.

—¿Qué es lo que teme? —preguntó Sherman que nunca había pensado mucho en la muerte.

—El vacío —dijo el anciano—. Un vacío infinito, y la nada donde me encontraría completamente solo. Sin amar, sin comer, sin nada. Sólo permanecer en ese infinito vacío y en esa infinita oscuridad.

—A mí tampoco me gustaría —dijo Sherman sin darle importancia.

El juez recordó su ataque, y sus pensamientos eran nítidos y claros. Aunque minimizaba su enfermedad ante los demás llamándola «pequeño ataque» o «caso leve de polio», era sincero consigo mismo; había sido un ataque fulminante y estuvo a punto de morir. Recordó la conmoción de la caída. Su mano derecha había tocado la izquierda paralizada y ésta no tenía sensibilidad, sólo una pesadez jugosa sin movimiento ni sensación. La pierna izquierda estaba igual de pesada y de insensible, así que en la histeria de aquellas largas horas había creído que la mitad de su cuerpo había muerto de modo misterioso. Incapaz de despertar a Jester, suplicó a miss Missy, a su padre difunto, a su hermano Beau…, no porque quisiera unirse a ellos, sino buscando consuelo en su desgracia. Lo encontraron a la mañana siguiente muy temprano y lo mandaron al hospital de la ciudad, donde empezó a volver a la vida. Día a día, sus miembros paralizados despertaban, pero la conmoción le había atontado, y se vio obligado a dejar el alcohol y el tabaco, lo que contribuyó a su desgracia. Incapaz de andar e incluso de levantar la mano izquierda, se entretenía haciendo crucigramas y solitarios y leyendo novelas de misterio. No tenía otra cosa que hacer que esperar las comidas, y las del hospital le resultaban monótonas, aunque comía todo lo que le traían en la bandeja. Entonces, de repente, se le ocurrió la idea del dinero confederado. Se le ocurrió sin más ni más; como una canción que se inventara un niño y se pusiera a cantar de repente. Era octubre y un dulce frescor caía sobre la ciudad de madrugada y al atardecer. La luz del sol era pura y clara como la miel después del calor y el sol cegador del verano de Milan. La energía de pensar traía como consecuencia otros pensamientos. El juez le explicó al médico cómo se hacía un café decente, fuera en el hospital o no, y pronto pudo arrastrarse de la cama al vestidor y de allí a una butaca sin ayuda de la enfermera. Sus habituales compañeros de póquer venían a jugar con él, pero la energía de su nueva vida procedía de sus pensamientos, de sus sueños. Guardaba cuidadosamente sus ideas, sin contárselas a nadie. ¿Qué podían saber Poke Tatum o Bennie Weems de sus sueños de gran estadista? Cuando volvió a casa, ya andaba, usaba un poco la mano izquierda, y daba la lata casi igual que antes. Su sueño permaneció oculto, porque, ¿a quién se lo podía contar? Además, la vejez y el golpe habían deteriorado su caligrafía.

—Probablemente nunca se me hubieran ocurrido estas ideas a no ser por el ataque que me paralizó de tal modo que estuve medio muerto en el hospital de la ciudad cerca de dos meses.

Sherman se hurgaba la nariz con un kleenex, pero no dijo nada.

—Y paradójicamente, si yo no hubiera atravesado las sombras de la muerte, nunca habría visto la luz. ¿No comprendes por qué estas ideas me son queridas más allá de toda lógica?

Sherman miró el kleenex y luego se lo metió lentamente en el bolsillo. Después taladró al juez con la mirada, apoyando la barbilla en la mano derecha y fijando en sus límpidos ojos azules una lúgubre mirada.

—¿No ves por qué es importante para ti escribir esas cartas que te voy a dictar?

Sherman seguía sin responder y su silencio irritó al anciano juez.

—¿Vas a escribir esas cartas, o no?

—Ya le he dicho que no una vez, y se lo repito otra vez: «no» ¿Quiere que me tatúe un «no» en el pecho?

—Al principio eras un amanuense tan dócil… —pensó el juez en voz alta—. Pero ahora eres tan entusiasta como una lápida.

—Sí —respondió Sherman.

—Eres tan testarudo y reservado… —se quejó el juez—. Tan reservado que no me dirías la hora aunque estuvieras delante del reloj de la ciudad.

—Yo no soy un bocazas. No cuento todo lo que sé, me guardo las cosas para mí.

—Vosotros los jóvenes sois reservados…, demasiado complicados para una mente madura.

Sherman estaba pensando en las realidades y los sueños que abrigaba secretamente. No había contado nada de lo que míster Stevens le había hecho, hasta que empezó a tartamudear tanto que sus palabras carecían de sentido. A nadie le había hablado de la búsqueda de su madre, a nadie de sus sueños referentes a Marian Anderson. Nadie, nadie conocía su mundo secreto.

—No soy un bocazas ni ando contando por ahí mis ideas. Tú eres la única persona con quien las he discutido —dijo el juez—, excepto de pasada con mi nieto.

Secretamente, Sherman consideraba a Jester un tipo listo, aunque nunca lo hubiera admitido.

—¿Y cuál fue su opinión?

—El también es demasiado egoísta e introvertido y tampoco diría la hora aunque estuviera delante del reloj de la ciudad. Pero esperaba algo más de ti.

Sherman estaba sopesando por un lado su trabajo tranquilo e independiente y por otro las cartas que le pedían que escribiera.

—Le escribiré otras cartas. Cartas aceptando una invitación, invitando a otros, y cosas así.

—Esas son insignificantes —dijo el juez, que nunca iba a ninguna parte—. Meras bagatelas.

—No escribiré otras cartas.

—Pues son las únicas que me interesan.

—Si está usted tan entusiasmado con la idea puede escribirlas por sí mismo —dijo Sherman que conocía bien el estado de la caligrafía del juez.

—Sherman —suplicó el anciano—. Te he tratado como a un hijo y «más afilado que el colmillo de una serpiente es un hijo desagradecido».

El juez le citaba con frecuencia esta frase a Jester, pero sin ningún resultado. Cuando Jester era pequeño, se tapaba los oídos con los dedos, y cuando se hizo mayor hacía cualquier impertinencia para demostrarle a su abuelo que no le importaba. Pero Sherman estaba profundamente afectado; sus ojos azul grisáceo se clavaron inquisitivos en los ojos azules que tenían delante. Le había llamado «hijo» tres veces, y ahora el juez le hablaba como si fuera su propio hijo. Como nunca había tenido padres, Sherman no había oído nunca aquella frase que es un reproche habitual en los padres. Jamás buscó a su padre, y ahora, como siempre, mantenía la odiada imagen a distancia: un sureño de ojos azules, uno más entre todos los del Sur que tenían ojos azules. El juez tenía los ojos azules y también míster Malone. Y también, por no mencionar a otros, los tenía así míster Breedlove, el del banco, y míster Taylor; y había docenas de hombres con ojos azules en Milan, cientos en el condado, y miles en el Sur. Sin embargo, el juez era el único hombre blanco que había escogido a Sherman y se había mostrado generoso con él. Y Sherman, que desconfiaba de la generosidad, se preguntaba: ¿Por qué le había regalado un reloj con palabras en una lengua extranjera, con su nombre grabado, cuando le sacó de aquel estanque años atrás? ¿Por qué le había contratado para aquel trabajo descansado, con aquellos complicados arreglos para comer? Esto obsesionaba a Sherman, aunque alejaba sus sospechas manteniéndolas a una distancia prudencial.

Preocupado como estaba, sólo podía escabullirse con otras preocupaciones, así que dijo:

—Yo escribía las cartas de amor de Zippo. El sabe escribir, claro, pero sus cartas no tenían intensidad, jamás entusiasmaron a Vivían Clay. Pero yo escribí: «El amanecer del amor me embarga» y «Te amaré tanto como ahora en el ocaso de nuestra pasión». Las cartas eran largas y tenían palabras como «amanecer» y «ocaso» y bonitos colores. De vez en cuando soltaba un «Te adoro» y Vivían en seguida se entusiasmó tanto que estaba fuera de sus casillas.

—Entonces, ¿por qué no escribes mis cartas sobre el Sur?

Porque la idea es muy rara y atrasaría el reloj de los tiempos.

—No me importa que me llamen raro o reaccionario.

—Por mis cartas me quedé sin casa, pues después de esas cartas de amor, la propia Vivian le hizo proposiciones a Zippo y él aceptó encantado. Eso significa que tendré que encontrar otra casa, cada palabra me costó una tabla de mi casa.

—Simplemente, que te tendrás que buscar otra casa.

—Es difícil.

—Yo creo que no podría soportar un cambio. Y eso que mi nieto y yo andamos por este viejo caserón como dos guisantes en una caja de zapatos.

El juez suspiró al pensar en su recargada casa victoriana, con las vidrieras de colores y los viejos muebles. Era un suspiro de orgullo, aunque la gente de Milan al referirse a la casa la llamaba con frecuencia «El elefante blanco del juez».

—Creo que preferiría trasladarme al cementerio de Milan antes que tener que cambiarme a otra casa —el juez meditó lo que acababa de decir y se corrigió inmediatamente, con vehemencia—. Bueno, no quería decir eso, hijo. ¡Qué cosas tan tontas dice un viejo idiota! Pero me parece que me resultaría muy difícil vivir en otro sitio a causa de mis recuerdos.

La voz del juez vacilaba, y Sherman dijo en tono duro:

—No tiene por qué lamentarse, a usted nadie le obliga a cambiarse.

—Desde luego que soy un sentimental con respecto a esta casa. Algunas personas no aprecian su estilo. Pero a mí me gusta, a miss Missy le gustaba, y mi hijo Johnny se crió en ella. Mi nieto también. Hay noches en que, acostado en la cama, recuerdo. ¿También te pones a recordar tú cuando estás en la cama?

—No.

—Recuerdo cosas que han pasado de verdad y cosas que podrían haber sucedido. Recuerdo historias que me contaba mi madre de la guerra entre los Estados. Recuerdo los años de la facultad de Derecho, y mi juventud, y mi matrimonio con miss Missy. Cosas raras. Cosas tristes. Las recuerdo todas. De hecho, recuerdo mejor los tiempos pasados que lo que pasó ayer.

—He oído decir que a los viejos les pasa eso. Y supongo que es verdad.

—No todos pueden recordar con tanta exactitud y claridad como si se tratara de una película.

—Bla, bla, bla —dijo Sherman entre dientes. Pero aunque hablaba en dirección al lado del oído sordo, el anciano juez le oyó y se sintió herido en sus sentimientos.

—Quizá sea demasiado charlatán cuando hablo del pasado, pero a mí me resulta tan real como el Milan Courier. Y más interesante porque me pasó a mí, o a mis parientes y amigos. Sé todo lo que ha pasado en la ciudad de Milan desde mucho antes de que tú nacieras.

—¿Sabe usted cómo nací yo?

El juez dudó, tentado a negar lo que sabía, pero como le era difícil mentir, guardó silencio.

—¿Conoció usted a mi madre? ¿Conoció a mi padre? ¿Sabe dónde están?

Pero el anciano, perdido en sus recuerdos del pasado, se negó a responder.

—Creerás que soy un anciano que lo cuenta todo, pero como jurista soy tan discreto sobre algunos temas como una tumba.

Conque Sherman suplicó y suplicó, pero el anciano juez encendió un puro y fumó en silencio.

—Tengo derecho a saberlo.

Como el juez seguía fumando en silencio, Sherman se puso de nuevo a taladrarle con la mirada. Estaban sentados como mortales enemigos.

Después de un largo rato, el juez dijo:

—Pero ¿qué te pasa, Sherman? Tienes un aspecto casi siniestro.

—Me siento siniestro.

—Bueno, pues deja de mirarme de ese modo tan raro.

Sherman siguió taladrándole con la mirada.

—Hay algo más —dijo—, se me ocurre que voy a dejar el trabajo. ¿Cómo le sentaría eso?

Y tras esas palabras, a media tarde, se alejó a grandes zancadas, contento de haber castigado al juez y descartando la idea de que también se había castigado a sí mismo.