Capítulo 10

 

Mikael se despertó al oír a Layla pedir su habitual manzana cortada en finas lonchas con té y agua.

—Y café —dijo él—. Y tarta.

—¿Tarta?

—Tarta.

—¿Pueden subirnos un poco de tarta de chocolate y café también, por favor? —pidió ella al teléfono—. Yo quiero mi trozo de tarta caliente, con mucha crema para echarle por encima —puntualizó, colgó y se volvió hacia Mikael con una sonrisa—. Me encanta este teléfono. Es fantástico.

—¿Es que no pides todo lo que quieres en tu palacio por teléfono?

—No. Le digo a Jamila lo que quiero y ella me lo consigue.

—¿Jamila es tu criada?

—Mi dama de compañía —puntualizó ella—. Ha estado conmigo desde que nací.

—¿Como si fuera tu madre?

—¡No! —exclamó ella, riendo al pensarlo—. No se quiere a los sirvientes… —explicó y, de pronto, su rostro se tornó serio—. Aunque, cuando pienso en ella, me siento un poco mal. Estará muy preocupada. ¡Oh, pobre Jamila!

—A mí me parece que sí la quieres —aventuró él.

—Bueno, ahora que ha terminado el juicio, ¿vas a tomarte esas vacaciones de las que hablabas?

Mikael esbozó una amarga sonrisa. Su trabajo no había hecho más que empezar. Tenía que esperar la sentencia en firme, hacer apelaciones…

—Hoy tengo un día muy ocupado. He de reunirme con mi cliente y con su familia —dijo él y cerró los ojos, pensando que le gustaría estar en otro lugar.

—Bien. Yo daré un paseo en ferry y subiré el puente de la Bahía de Sídney.

Mikael se recordó a sí mismo que Layla tenía veinticuatro años y no era una discapacitada. De hecho, era una mujer muy inteligente.

Aun así, no pudo evitar preocuparse porque saliera sola.

Había estado tan protegida toda su vida que no podía imaginarse que hubiera gente mala, dispuesta a hacerle daño.

Cerrando los ojos, Mikael intentó convencerse de que estaba exagerando y ella podía desenvolverse sola sin él.

En un instante, llamaron a la puerta y un camarero llevó el desayuno, junto con algo que él había pedido la noche anterior.

—¡Flores! —exclamó ella, emocionada—. ¡Y una tarjeta! —añadió, abriéndola—. ¿Qué dice?

Cuando había hecho el encargo, Mikael había olvidado que ella no sabía leer inglés. Y le daba mucha vergüenza tener que leerlo él mismo en voz alta. Esperó a que los camareros se hubieran ido.

 

Layla, gracias por hacer que un día tan difícil terminara tan bien. Y gracias por una noche maravillosa. Mikael.

 

—¿Nada de besos? —preguntó ella.

—Tres.

—¡Vaya! ¡Gracias! Guardaré siempre esta tarjeta… Tendré que buscarle un sitio para esconderla.

—Layla, no quiero causarte problemas… —dijo él y titubeó un momento. Estaban a mediados de semana y las cuatro noches que les quedaban por delante le parecieron, de pronto, insuficientes—. Mira, respecto a hoy…

—Mikael, quiero pasar un día sola —lo interrumpió ella—. Por favor, no me pidas que me quede en el hotel.

—De acuerdo —repuso él, obligándose a sonreír—. Necesitarás algo de dinero suelto.

—Sí, por favor.

—Pide al hotel que te busque un chófer para que te lleve adonde quieras.

—Estaré bien.

—Llévate mi número del móvil.

 

 

Layla se compró unos vaqueros, unas sandalias y un bolso en la boutique del hotel.

Le preocupaba encontrarse con Trinity o con Zahid. Sin embargo, estaba decidida a que, aunque los viera, no se dejaría convencer para renunciar a su semana de libertad.

En vez de pedir un coche con chófer en el hotel, prefirió tomar un taxi.

En esa ocasión, le resultó más fácil, porque sabía cómo ponerse el cinturón y sabía que tenía que pagar al final del trayecto.

Layla hizo todo lo que había planeado.

Se quedó en lo alto del puente, dejándose acariciar por el viento, mientras se sentía en la cima del mundo. Luego, tomó un ferry a Manly, pidió una hamburguesa con todo y una lata de limonada. Conoció a unos mochileros alemanes que fueron muy amables y le aconsejaron hacer un paseo nocturno en crucero por la bahía.

—No sé dónde se toma.

—Nosotros te acompañamos.

El crucero comenzaba después del atardecer y duraba tres horas. Era precioso ver la costa de Sídney desde el agua, toda iluminada. Allí estaban la Ópera y el puente. El paseo incluía una cena con vino, aunque las gambas no estaban tan ricas como las que había probado con Mikael. Mientras, escuchó la historia del capitán Cook y los convictos, disfrutando de la agradable compañía.

Por fin, tomó un taxi para volver al hotel, emocionada después de haber pasado un día maravilloso, cansada y con ganas de darse un baño y dormir.

Sin embargo, cuando abrió la puerta de la habitación, se sobresaltó al toparse con Mikael. Nunca lo había visto así antes. Tenía la cara gris y no le devolvió la sonrisa cuando ella entró.

—Layla… —comenzó a decir él con expresión desencajada—. ¿Dónde has estado?

—Haciendo las cosas que tenía planeadas —contestó ella con una sonrisa—. Ha sido fantástico.

—Es más de medianoche.

—Hice una excursión en crucero…

—¿Y no se te ocurrió llamarme?

—Pero dijiste que te llamara solo en caso de emergencia…

Mikael había tenido un día de perros. Nada más llegar a su trabajo, había cambiado de opinión y había telefoneado al hotel, pero ella había salido ya.

Reprendiéndose a sí mismo por haberla dejado sola, había intentado concentrarse en sus tareas lo mejor que había podido. Al terminar su jornada, había recogido todas sus cosas con idea de no volver durante el resto de la semana.

Había sido una noche muy, muy larga.

Y allí estaba ella, con el pelo revuelto por el viento, las mejillas sonrojadas por el sol.

Mikael sacó su teléfono y escribió un mensaje de texto como había hecho cada noche, aunque nunca tan tarde.

 

Solo para que lo sepas, Layla está bien.

 

—¿A quién escribes a estas horas?

—A tu hermano. Lo hago todas las noches.

—¿Por qué?

—Porque se preocupa por ti, Layla —contestó él, conteniéndose para no gritar—. Porque debe de estar enfermo de preocupación y un maldito mensaje de texto debe de ser de gran ayuda para tranquilizarlo, igual que una maldita llamada me habría…

Mikael se calló. El alivio que había sentido al verla entrar por la puerta se había transformado en rabia. Era algo a lo que no estaba acostumbrado, pues nunca le había importado nadie tanto como para temer así por su bienestar.

—¡No tienes ni idea del lío en que puedes meterme! —exclamó ella—. Mi hermano se pondrá furioso porque esté con un hombre a estas horas de la noche.

—Bueno, deberías haberlo tenido en cuenta antes. ¿No se te ocurrió pensar que podía estar preocupado?

Lo cierto era que no y, aunque Layla no lo dijo, él lo adivinó por su mirada.

—¡Layla, eres la persona más egoísta que he conocido!

—¿Egoísta? ¿Cómo te atreves a llamarme egoísta? ¡Te he comprado un recuerdo! —replicó ella y, cuando iba a sacar su regalo del bolso, él agarró las llaves del coche—. ¿Adónde vas?

—¿Encima lo preguntas?

—Mikael…

Sin decir más, Mikael salió y la dejó sola.

Layla esperó que volviera. Pero no pasó nada.

Miró por la ventana, preguntándose adónde habría ido.

Entonces, comenzó a comprender. No estaba preocupada por él, pero lo echaba de menos y no le gustaba la pelea que habían tenido. Estaba enfadada porque le hubiera mandado un mensaje a Zahid y, al mismo tiempo, empezaba a entender por qué lo había hecho…

 

 

Mikael condujo enfadado durante doce minutos más, hasta que paró el coche y se sentó en el bordillo. El miedo que había sentido por ella durante todo el día no había sido nada comparado con el pánico que experimentó al pensar el día que era. Solo faltaban cuatro días para que Layla volviera a su país.

Necesitó un buen rato para procesar sus emociones. Nunca había amado a nadie antes.

Le habían importado algunas personas, pero nunca nadie le había importado tanto.

Sin esperárselo, Layla le había enseñado lo que era el amor.

No quería volver con ella… no tenía sentido, porque pronto se iría.

Cuando Layla lo llamó, sin embargo, respondió de inmediato.

—Sé que no está bien llamarte tan tarde…

Cuando Layla se atragantó con las palabras, él cerró los ojos, con el corazón encogido al percibir su sufrimiento.

—… pero es una emergencia del corazón, Mikael. No puedo parar de llorar.