Capítulo 3

 

Quiero conducir ese coche! —exclamó Layla, señalando un deportivo plateado que relucía bajo el sol en la carretera.

—No sabes conducir —comentó Zahid, sin ocultar su sonrisa. Era agradable ver a Layla tan animada y feliz, fascinada por el mundo que los rodeaba.

—¿Cuándo podemos actuar con normalidad? —preguntó su hermana—. Estoy cansada de tanto formalismo.

—Pronto —repuso Zahid—. Cuando lleguemos al hotel, todo será más relajado.

—Podemos ir de compras —propuso Trinity.

—¿Solas, Trinity y yo? —le preguntó Layla a su hermano que, tras un instante de titubeo, asintió—. Bien. Quiero un vestido rojo, zapatos rojos y…

Su lista de deseos no terminó hasta que llegaron al hotel.

Enseguida, la realeza de Ishla y su cortejo ocuparon la última planta.

Dando vueltas nerviosa en su suite, Layla esperó a que Trinity fuera a buscarla para ir de compras.

—Deja que te peine otra vez —dijo Jamila.

—No hace falta. Puedes irte a descansar a tu cuarto.

—Esperaré a que venga Trinity.

—Retírate, Jamila —repitió la princesa. Lo único que quería era quedarse a solas con sus pensamientos y repasar sus planes una vez más.

Con reticencia, Jamila se fue al cuarto de al lado. Layla tuvo tentaciones de cerrar el cerrojo de la puerta que las separaba, pero se recordó a sí misma que en unas pocas horas, sería libre.

Por la ventana, miró las calles ruidosas de la ciudad. Pronto iba a ser parte de la multitud que bullía en ellas.

Había taxis amarillos por todas partes. ¡Todo iba a salir bien!

—Adelante —dijo Layla cuando llamaron a la puerta.

—Layla, eres tú quien tiene que abrir desde dentro —repuso Trinity al otro lado.

—Ah.

Al ver a Layla, vestida con una preciosa túnica plateada, sandalias de pedrería y su largo pelo negro y ondulado suelto, comprendió que su belleza iría llamando la atención allá donde fueran.

—¿No quieres que…? —comenzó a decir Trinity, sin estar segura de cómo debía tratar a la hermana de su marido—. ¿No te gustaría que te prestara algo de mi ropa para ir de compras?

—¿Por qué? —preguntó Layla, arrugando la nariz.

—Me preocupa que, con lo que llevas puesto, destaques entre la multitud y llames mucho la atención.

—Pero yo siempre destaco y la gente siempre me mira. Vamos… vayamos de compras. Llevo mucho tiempo esperando este momento.

Después de dejar atrás a los guardias apostados en el ascensor, las dos mujeres salieron al a calle. Layla estaba más que acostumbrada al calor y, enseguida, tomó la delantera.

—Más despacio —dijo Trinity—. No hay prisa.

Entraron en una boutique tras otra. Sin embargo, en vez de prestarle atención a la ropa, Layla solo estaba pensando cómo podía quitarse a su acompañante de encima.

—Me gustaría probar eso —sugirió la princesa, señalando un puesto de helados.

—Y a mí.

Trinity no se apartaba de su lado y cada vez Layla estaba más impaciente. ¿Acaso no iba a dejarla sola ni cinco minutos?

—¿Adónde quieres ir ahora? —preguntó Trinity cuando se hubieron terminado los helados.

—Igual me doy un paseíto…

—Layla… —dijo la otra mujer y tragó saliva—. Le prometí a tu padre que no te dejaría sola.

—No soy una niña. Tengo veinticuatro años…

En ese momento, Trinity tuvo que agarrarla del brazo, porque iba a cruzar la calle sin mirar.

—Tienes que esperar a que el semáforo se ponga en verde para los peatones —informó Trinity—. No pienso dejarte sola. Esta tarde, puedes salir con Zahid en vez de conmigo, pero por ahora…

Cuando su inseparable acompañante se quedó callada de golpe, Layla siguió la dirección de su mirada, intrigada.

¡Perfecto!, pensó la princesa. Era su oportunidad.

—Oh, mira —dijo Layla, encaminándose a la tienda de ropita de bebé que tenía a Trinity como embrujada—. Qué bonito es todo… En Ishla no hay cosas así. Entremos.

Eso hicieron y, una vez dentro, Trinity empezó a admirar embelesada todas aquellas mantitas de bebé, los pequeños calcetines y patucos… Layla le comentó algo sobre la ropita, pero ella parecía no estar escuchando…

En ese instante, despacio, la princesa salió de la tienda sin ser vista. Nada más pisar la calle, vio un taxi acercándose y levantó la mano para pararlo.

¡El taxi obedeció!

Sin embargo, el taxista no salió para abrirle la puerta. ¡Qué maleducado!, pensó ella. De todos modos, subió al coche y le dio la dirección de Mikael.

—Dese prisa —ordenó Layla, al ver que Trinity salía de la tienda para buscarla.

—¡Layla, espera!

—Estaré bien, Trinity, no te preocupes —gritó la princesa y, por la ventanilla abierta, le tiró una carta en un sobre cerrado—. ¡Dásela a Zahid para que la lea y no se lo cuentes a mi padre!

Sin poder evitarlo, Layla se sintió un poco mal por estropearles la luna de miel. Pero no debía sentirse culpable. Su hermano había disfrutado de casi dos décadas de libertad cuando había vivido en Inglaterra. Y Trinity había tenido toda una vida de libertad.

Ella solo quería una semana.

 

 

El día de Mikael había ido de mal en peor. Con rostro impasible, había escuchado los sensibleros argumentos del fiscal. Un par de miembros del jurado, conmovidos, habían roto al llorar. Sin embargo, en ese momento, la acusación lo había sorprendido con algo con lo que no había contado.

Sin mostrar su sorpresa en público, se había dicho que, al día siguiente, cuando fuera su turno, respondería a ello sin piedad.

—Estoy perdido, ¿verdad? —le preguntó su cliente cuando iban a llevarlo de vuelta a su celda.

—No hemos terminado todavía —contestó Mikael, sin dar más explicaciones. Su trabajo no consistía en tranquilizar a sus clientes, ni en hacer amistad con ellos. Solo debía ofrecerles la mejor defensa posible.

En la puerta de los juzgados, la prensa estaba esperándolo con sus preguntas habituales. Como siempre, él los ignoró. Solo quería encerrarse en la soledad de su despacho y trabajar sobre lo que se había dicho ese día.

—¡No me preguntes! —advirtió Mikael a su ayudante, al llegar a la oficina.

Ambos sabían que la cosa no iba bien y que iba a tener que quedarse toda la noche trabajando en los detalles finales, antes de dar su discurso de cierre al día siguiente.

—No sé cómo decirte esto… —balbuceó Wendy—. Una dama ha venido a verte.

—No tengo tiempo para ver a nadie.

—Mikael, he intentado deshacerme de ella… —aseguró Wendy con una risa nerviosa—. Nunca había conocido a nadie como ella. No acepta un no por respuesta. ¡Hasta he tenido que pagarle el taxi porque no tenía dinero y el taxista iba a llamar a la policía!

Mikael miró a su eficiente ayudante, extrañado. Nunca la había visto así, rendida. La había contratado precisamente por su capacidad para lidiar con toda clase de gente difícil.

—¿Dónde está?

—Está esperándote en tu despacho.

—¿Qué? —replicó él, todavía más sorprendido de que la desconocida hubiera logrado traspasar la barrera de la sala de espera—. ¿Cómo se llama? —quiso saber, intrigado.

—No quiere decírmelo, ni tampoco me ha dicho qué quiere. Dice que solo hablará contigo en persona.

—De acuerdo —dijo él—. No te preocupes. Lo resolveré.

Mikael entró en su despacho sin prestar atención a la mujer que había parada ante su ventana y se fue directo al mueble bar.

Sin embargo, sin querer, le pareció percibir algo tan bello como la luna llena. Quizá fuera un destello de luz en su vestido plateado o su cuerpo esbelto y espigado…

—¡Señor Romanov! —llamó ella, exigiéndole atención.

—Oh, lo siento… —repuso él con tono burlón, dándole la espalda mientras se servía un vaso de agua con gas—. ¿No recibes la suficiente atención?

—Espero ser recibida con cortesía.

—Bueno, para eso tenías que haber pedido una cita.

Mikael se volvió hacia ella y, cuando la miró, se quedó anonadado por su belleza. Tenía unos ojos enormes, un rostro exquisito, el pelo largo y brillante. Al parecer, no llevaba maquillaje. Era la primera mujer que lo dejaba impresionado… tanto que cuando ella le tendió la mano, él le entregó su bebida.

¿Por qué había hecho eso?, se reprendió Mikael a sí mismo, mientras se giraba hacia el mueble bar para servirse otro vaso.

—Soy la princesa Layla de Ishla —se presentó ella, pensando que, quizá, si él sabía con quién estaba tratando, sería más educado.

—No me digas.

Layla se quedó callada.

—Entonces, tú eres la razón de que casi llegue tarde esta mañana.

—¿Cómo dices?

—El cortejo real detuvo el tráfico. Mira, no sé qué problema tienes y no quiero saberlo. Estoy en medio de un caso muy complicado y tengo que irme enseguida.

—Lo sé todo sobre tu caso, pero necesito que hables con mi hermano. Quiero que le digas que voy a tomarme una semana libre de mis deberes reales y que no debe buscarme ni informar a mi padre.

—¿Por qué no se lo dices tú?

—Se lo he escrito en una carta que debe de estar leyendo ahora. Pero necesito que se lo reiteres —señaló ella—. Si hablo con él en persona, me pondría muy emotiva y puede que me convenciera para no seguir con mi plan… por eso quiero que lo hagas tú por mí.

—Necesitas un embajador.

—No me gustaría tener que ir a la embajada. Prefiero ser discreta. Pero, si tengo que hacerlo, lo haré.

Cuando Mikael percibió el tono de advertencia en su voz y vio el fuego de sus ojos, comprendió por qué Wendy no había podido detenerla.

Sin embargo, él no se dejaba manipular por nadie.

—Como te acabo de decir, estoy ocupado con un caso. No puedo encargarme de nada más.

—Solo harás una llamada de teléfono por mí —insistió ella—. Pero, primero, haz que nos traigan un tentempié. Llevo toda la tarde de compras.

Mikael sonrió, tras un instante de estupor.

¿Cómo podía ser tan osada?

—¿Quieres que te pida comida antes de hacer tu llamada?

—Algo ligero nada más —asintió ella—. Igual un poco de fruta y algo dulce.

Mikael se sacó del bolsillo un paquete de caramelos de menta.

—Aquí tienes tu tentempié.

Layla tomó uno y se lo metió en la boca, saboreándolo con placer.

—Me gusta.

A Mikael también le gustaba. ¡Y mucho!