Capítulo 5

 

Dónde podría esconder a la princesa fugitiva?, se preguntó Mikael.

—¡Déjalo! —advirtió él, cuando Layla iba a tocar el tablero de ajedrez electrónico donde llevaba días jugando una partida. Era su forma de distraerse cuando trabajaba en un caso.

—¡Pero puedes hacer jaque mate!

—¡Layla! ¡Déjalo! —ordenó él, acercándose con grandes zancadas.

Cuando Mikael levantó un dedo de advertencia hacia la cara de la princesa, ella hizo ademán de morderlo y sonrió.

Era un pequeño animal salvaje.

Hacía unas horas, el sexo había sido lo último que él había tenido en la cabeza. Sabía que lo tendría cuando terminara el juicio. Durante los meses que había estado recluido trabajando en el caso apenas había tenido relación con el mundo.

Sin embargo, en ese momento, solo podía pensar en el sexo. Y su cuerpo estaba reaccionando de la misma manera que su mente.

—Vamos —ordenó él con tono brusco y abrió la puerta de su despacho—. Wendy… —comenzó a decir, mientras Layla lo seguía. Pero se dio cuenta de que sería más fácil llevarla él mismo al hotel que explicárselo todo a su ayudante, así que se fueron directos a su coche.

—¡Este es tu coche! —exclamó ella con admiración—. ¡Es precioso!

—Gracias.

—Me gustaría conducirlo.

—Si lo haces, tendría que matarte.

—Eres mucho más amable que el taxista.

Mikael entró en el vehículo e hizo una rápida llamada a su hotel favorito, donde reservó la suite de lujo en la que siempre solía quedarse.

—Bien, te he hecho una reserva en un hotel. Yo lo pagaré. Ya ajustaremos cuentas después.

—Tienes la piedra.

—Sí —afirmó él y, suspirando, intentó imaginarse canjeando el raro rubí por dinero—. Ponte el cinturón.

—¿Perdón? —replicó ella, frunciendo el ceño—. El taxista me dijo lo mismo.

—¿Y lo hiciste?

Era obvio que no.

—Es necesario.

Pensando que era más fácil ponérselo él mismo, Mikael se inclinó hacia ella. Sin embargo, cuando iba a tirar del cinturón, la princesa empezó a reírse como si le estuviera haciendo cosquillas. De pronto, su exótico y sensual aroma lo envolvió.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, sin dejar de reír.

—Poniéndote el cinturón —contestó él y continuó con su tarea, tratando de ignorar su olor y el sonido de su risa—. ¿No usáis cinturones de seguridad en Ishla?

—Yo, no —informó ella—. Lo mismo me pasó en el avión. Aunque no fue tan divertido como esto.

Mikael no dijo nada. Se limitó a conducir hacia el hotel, mientras sentía los ojos de ella clavados en él.

—No eres muy feliz, ¿verdad?

—No es necesario en mi trabajo.

—Ahora no estás trabajando.

—Sí, Layla —repuso él—. Lo estoy. Créeme, habría sido mucho más barato contratar una limusina con chófer y con un mono amaestrado para entretenerte pelándote uvas que hacer que yo te lleve —señaló—. Ya lo verás cuando te pase la cuenta.

—¡Quiero ese mono! —exclamó ella e hizo un puchero ante el silencio de él—. No te ha hecho gracia mi broma.

—No sabía si hablabas en serio —admitió él, aunque la miró con una breve sonrisa—. Era muy buena, de todas maneras.

Cuando llegaron al hotel, Mikael le dio las llaves del coche al portero y le dijo que volvería enseguida. A continuación, acompañó a Layla a recepción.

—Te llevaré a tu habitación y, luego, me iré a seguir trabajando.

—Bien.

Entonces, Mikael se dio cuenta de que todo el mundo estaba posando sus ojos en Layla. Mientras le explicaba al recepcionista que no tenía equipaje y la registraba con su apellido, ella comenzó a caminar hacia una de las boutiques del vestíbulo.

—Perdone un momento —le dijo Mikael al recepcionista, antes de dirigirse a la boutique en cuestión.

—¡Me gusta! —afirmó ella, sosteniendo en la mano un zapato de tacón alto. Se sentó y se quitó las brillantes babuchas, luego, le tendió el pie a Mikael, mientras la dependienta estaba ocupada con otra cliente.

Hasta sus pies eran bonitos, se dijo él. Largos y suaves e… irresistibles porque, sin pensarlo, se encontró a sí mismo calzándole el zapato que le había gustado.

—¡No me vale!

—Eres como Cenicienta, pero al revés.

—¿Por qué no me vale? —quiso saber Layla. En Ishla, todos sus zapatos estaban hechos a mano y le quedaban a la perfección.

—Aquí no todo gira a tu alrededor —repuso él—. Vamos, ven.

—Pero quiero…

—Layla —repitió él, perdiendo la paciencia, y la condujo a los ascensores—. No tengo tiempo para llevarte de compras. Mañana tengo que dar el discurso final de la defensa… —intentó explicarle, mientras introducía la tarjeta en la ranura del ascensor—. Tienes que usar esto para tomar el ascensor y para entrar en tu suite.

—Gracias.

—Piso veinticuatro —indicó él.

—¿Qué tal te ha ido hoy el juicio?

—No muy bien.

—Debe de ser muy difícil defender a alguien.

—Para mí, no —repuso él, encogiéndose de hombros.

—Es un caso interesante. La defensa se basa en el silencio de la víctima.

—Has estado siguiéndolo —adivinó él, sin poder creerlo.

—Claro —afirmó ella—. Quería saber con quién me iba a enfrentar.

Mikael le mostró dónde estaba todo en la suite y señaló el teléfono.

—Si necesitas algo, llama…

—A ti.

—No, a recepción.

—¿Y si necesito hablar contigo?

—Por favor, no necesites hablar conmigo —pidió él y, con reticencia, le escribió su número personal de teléfono en el cuaderno de notas que había sobre una mesa—. Solo para casos de emergencia —advirtió él.

Pero la princesa no lo estaba escuchando. Estaba parada ante la ventana, con los ojos iluminados por las luces de la ciudad. De pronto, Mikael comprendió la preocupación de Zahid por su hermana. ¿Cómo diablos iba a manejarse ella sola ahí fuera?

—¿Puedo pedirte que no salgas esta noche?

—¿No pensarás que he hecho todo esto para quedarme en mi habitación? —replicó ella con tono burlón.

—Layla, tengo un caso importante entre manos —repitió él, soltando un suspiro—. Pero mañana te sacaré a dar una vuelta.

—¿De verdad?

—O pasado mañana.

Layla miró al techo.

—Buenas noches, Mikael. Gracias por ayudarme con mi hermano. Puedes retirarte.

Sin poder sacársela de la cabeza, Mikael regresó a su oficina y se pasó casi oda la noche trabajando en su discurso final. Repasó una y otra vez todos los hechos, buscando algo a lo que agarrarse.

Desde el principio, había sabido que lo único que tenía a su favor era el silencio de la víctima. Solo en eso podía apoyar su defensa, tal y como había señalado Layla.

Cuando se fue a la cama, solo le quedaban un par de horas para descansar un poco. Sin embargo, su mente voló hacia Layla y se preguntó qué estaría haciendo en la gran ciudad.

No era su problema, se dijo.

Pero no podía dormir. Inquieto, llamó al hotel y preguntó qué se había cargado en la cuenta de su habitación por el momento.

Varios cafés irlandeses, productos de aseo, dos manzanas peladas y cortadas, le informaron, para empezar. Luego, la recepcionista añadió que también se habían cargado a la cuenta vestidos y zapatos y que el taxi estaba a punto de llegar.

—Cancele el taxi.

Maldiciendo, Mikael preparó su maletín de trabajo y se dirigió a su coche. Atravesó las calles de la ciudad como un rayo, llegó al hotel y subió a la planta veinticuatro, donde se topó con Layla a punto de subir al ascensor.

—¿Adónde crees que vas?

—Voy a buscar a mi chófer…

Mikael intentó no prestar atención a lo hermosa que estaba con aquel vestido rojo ajustado, ni recordar lo suaves que eran sus pies, cuando los vio calzados con unas sandalias de tacón. Luego, levantó la vista a los ojos de ella, que estaban un poco desorbitados.

—¡Estás borracha!

—¿Sí? —repuso ella, satisfecha consigo misma.

—No vas a salir esta noche —ordenó él, impidiéndole el paso al ascensor.

—No puedes detenerme.

—Llamaré a tu hermano, si no me haces caso —advirtió él—. No pienso hacer de policía contigo.

Mikael la hizo retroceder hasta su suite y, nada más entrar, se sacó el teléfono del bolsillo. Había copas por todas partes, y vestidos y zapatos. Estaba claro que Layla había decidido divertirse a lo grande.

—¡No vas a llamar a Zahid! —gritó ella—. Soy adulta y puedo tomar mis propias decisiones.

—Bien —le espetó él—. Pero te advierto que sería una estupidez salir en ese estado —añadió, furioso. Sin embargo, cuando se dio media vuelta para irse, fue incapaz de hacerlo—. ¿Dónde pensabas ir esta noche?

—Quiero ir a una discoteca… a bailar.

—¿Con…? —preguntó él y, al mirarla, quiso estar furioso. Pero no pudo. Solo tuvo tentaciones de reír. ¿Qué se había hecho ella en la cabeza? Era un peinado un poco raro—. ¿Tienes dinero, Layla?

—No.

—¿Tienes idea de los problemas que podrías buscarte?

Ella lo miró, callada.

—Mi cliente no es el único cerdo que hay ahí fuera.

—Mikael…

—No, tienes que escucharme.

—Mikael, ¡ayúdame! —pidió ella y, poniéndose pálida, se llevó la mano a la garganta—. Creo… creo que voy a…

Él la llevó al baño justo a tiempo.

Nunca en su vida había hecho Mikael algo así y no pensaba volver a hacerlo, se dijo, sujetándole el pelo mientras ella vomitaba.

—Debería llamar a tu hermano.

—Lo sé —repuso ella—. Pero no lo harás.

Sí, debería llamar a Zahid, se repitió Mikael. Aunque, en vez de hacerlo, empezó a prepararle un baño a Layla.

Si él había estado preocupado por ella, Zahid debería estar volviéndose loco, caviló. Tal vez, podía ponerle un mensaje de texto para tranquilizarlo, decidió.

Solo para que lo sepas, Layla está bien.

 

—Date un baño y lávate el pelo. Luego, deberías dormir.

—¿Puedes llamar a alguien para que me lave?

—¿Lavarte?

Layla no tenía ni idea de cómo hacerlo.

—Te diré algo… —comenzó a decir él, mientras le extendía el jabón en el pelo, furioso. Había insistido en que Layla se bañara con la ropa interior puesta, aunque tampoco eso ayudaba mucho—. ¡Estás completamente…!

Antes de terminar la frase y decirle que era una malcriada, Mikael se interrumpió y lo pensó mejor. Ella no tenía la culpa de que siempre le hubieran dejado salirse con la suya.

—Ya está. Ya tienes el pelo limpio.

—Jamila me pone aceite después de aclarármelo.

—Ya está —volvió a decir él poco después—. Tu pelo está limpio y acondicionado. Ahora… te ayudaré a salir del baño. Te secarás sola y te pondrás un albornoz.

—De acuerdo.

Mientras la ayudaba a salir, Layla se apoyó en él y lo empapó.

—Me sigo sintiendo un poco… —empezó a decir Layla, sin saber cómo describirlo—. Creo que me gustas. O no sé si eso es gustar… me siento un poco extraña… —continuó, pero él estaba saliendo del baño—. ¿Adónde vas?

—A trabajar. Así me gano mi dinero.

Layla se dio cuenta de que estaba enfadado.

Pero seguía siendo encantador.

Ni siquiera la había mirado cuando la había ayudado a salir del baño.

—Sé que esta noche no me he portado bien… Lo que pasa es que estoy emocionada…

—Tienes que dormir —insistió él—. Y yo tengo que pensar en qué diablos voy a hacer contigo.

Con resignación, Mikael se sentó en el sofá de la sala de estar y encendió su portátil, mientras ella se iba al dormitorio.

—Las criadas no me han puesto camisón.

Mikael cerró los ojos un instante. Layla era la persona más agotadora que había conocido.

—Duerme con el albornoz.

—Pero está mojado. Si duermo con ropa mojada, me resfriaré.

—Eso son cuentos de viejas.

—No te entiendo.

Sin saber cómo, minutos después, Mikael estaba desnudo de cintura para arriba, mirando las largas piernas de la princesa mientras se iba en la cama con su camisa puesta.

—¡Mikael! —llamó ella desde el dormitorio—. ¿Vas a salir conmigo mañana por la noche?

Él no respondió.

—Mikael…

—Layla, ¿de verdad que ves un jaque mate en la partida? —preguntó él, mirando la pantalla del ordenador, donde tenía desplegada su partida de ajedrez.

Hubo un silencio.

—Quiero la verdad. ¿Sí o no?

—No.

Cuando ella empezó a reír, Mikael sonrió. De todas maneras, le cargaría en la cuenta los veinte minutos extra que se había pasado intentando buscar ese jaque mate en su partida.

—Duérmete, Layla.

Al final, ella se durmió y él pudo continuar con su trabajo. El sonido de su suave respiración al otro lado de la puerta era bastante relajante…